Alguien me ha preguntado por qué habiendo estado durante tanto tiempo en tierras de España, tan poco frecuentemente me acuerdo de ella en mis cuentos; y es que me parte el alma hablar de España, y recordarla cómo fue, y saberla tan despedazada.
Pero no quisiera que se me quedara en el tintero una historia que me fue narrada en Toledo por un fino y alto caballero, que al tratarlo me recordaba las figuras del Greco, y en especial a uno de los personajes del Entierro del conde de Orgaz.
Como los caballeros del Entierro, era este toledano una equitativa mezcla de moro, de judío y de cristiano, cual lo son casi todos los hombres de la España que se extiende desde la línea de Madrid hasta la costa mediterránea. Y yo conocí a este señor, que se llamaba don Miguelito, y que para su entretenimiento tocaba muy dolorosamente la guitarra y que, además, era erudito en cosas de vejez de Toledo; lo conocí, como digo, en la Taberna de la Sangre, donde es fama que don Miguel de Cervantes y Saavedra escribió una de sus novelas ejemplares.
Estaba la Taberna de la Sangre a pocos pasos de la plaza Mayor (¡Ay, que ya no debe existir ni taberna ni plaza Mayor!), y este don Miguelito tenía por costumbre ir a sentarse allí a beber un chato y, por lo general, quedábase conversando con los forasteros que le caían en gracia, y muchas veces, muy gentilísimamente, se ofrecía para acompañarles a conocer las veneradas antigüedades de la muy noble ciudad.
Y él, siendo toledano, hijo de padres y abuelos y bisabuelos toledanos, tenía algo de personaje de historia, arrancado del Entierro, y juro que la primera vez que lo vi, me dije:
“Yo lo conozco a este señor de alguna parte, pero no puedo precisar de dónde.”
Luego, haciendo memoria, lo reconocí como el quinto de uno de aquellos ricos hombres que en el cuadro del Entierro del conde de Orgaz, están a la orilla misma de la sepultura, donde los santos San Esteban y San Agustín soportan el doblado cuerpo del conde difunto.
Cuando le hice notar esta particularidad a don Miguelito, se sonrió, amable, y me dijo que un notable pintor de Francia también le había encontrado semejanza con el quinto caballero que está al lado derecho del Entierro, pero que aquello era una simple casualidad, que a propósito de esta casualidad, él recordaba una historia terrible, y era la historia del amo de la taberna, que más tarde fue llamada la Taberna del Asesino.
—A este hombre lo conocí yo personalmente —me dijo don Miguelito—; se parecía extraordinariamente al bestial malsín que en el cuadro de El expolio, del Greco, lo despoja a nuestro Señor de su túnica.
”Era un hombrote de tremendo cuello de toro, frente no más ancha que el anchor de mi pulgar y pelo bravío saliéndosele por los agujeros de la nariz, los agujeros de las orejas, las cejas y hasta los pómulos. Por su hambrienta expresión y bestial parecido con el verdugo de El expolio, todos le llamábamos aquí el Expoliador.
”Tenía su taberna a la entrada del puente de San Martín, junto mismo al Tajo, mirando los ventanillos las revueltas ondas del río y la puerta a las polvaredas del camino real. Muchos forasteros, a pesar de la mala reputación del Expoliador, hacían noche allí y, al día siguiente, despaciosamente, cruzaban el puente para visitar las maravillas de Toledo.
”La taberna del Expoliador, de tres pisos, era como todas las tabernas españolas del margen del camino: un ex torreón cuya planta baja, abovedada, servía de comedor y recibimiento. Crujidoras escalerillas de madera permitían subir a los otros pisos torcidos por siglos, y con grandes estampas de santos en los muros, rigurosamente blanqueados con cal.
”Aquí fue donde vino a hospedarse don Enrique Herbert, y aquí fue donde la niña Mariquita Hachón de Ciempozuelos acometió la aventura que la enlodó de fango hasta los lindes de las Españas.
”Pero dejémonos de comentarios y narremos el suceso:
”A mediados del mes de julio del año 1900, una diligencia arrastrada por una cuadrilla de mulas campanilleras se detuvo a las nueve de la noche frente a la taberna del Expoliador. Un joven descendió de la diligencia, le estrechó la mano a una anciana señora que acompañaba a su nieta, la niña Mariquita Hachón de Ciempozuelos, prometiéndoles a ambas, con su evidente pronunciación extranjera:
”—Señorita, mañana tendré el gusto de irlas a saludar. Quiero pasar la noche en una auténtica taberna española.
”Más tarde se supo que este caballero, don Enrique Herbert, había venido conversando con la niña Mariquita durante todo el viaje desde Madrid a Toledo.
”E1 mismo amo de la taberna, el Expoliador en persona, recogió el equipaje de don Enrique Herbert. El látigo restalló sobre el lomo de las mulas campanilleras, y la diligencia entró por el puente de San Martín hacia Toledo. El joven don Enrique, de pie en el escalón de la taberna, miraba desaparecer en las vueltas del camino las dos estrellas de los faroles de la diligencia. Por una ventanilla, la niña Mariquita lo saludaba sonriente con su pañuelo.
Angustia de medianoche
“A medianoche, doña Mariquita se despertó, lanzando un grito tan terrible, que su abuela, que dormía en otra habitación, exclamó, espantada:
”—¿Qué ocurre, niña?
"Rápidamente se encendieron las luces, acudieron las criadas y, allí, en su lecho, sentada, con los ojos desencajados de miedo, pudieron ver a la niña Mariquita absorta en su postura.
”—Pero, ¿qué ha pasado, niña?
”El alboroto fue tan descomunal, que hasta el jardinero despertó. Y todos rodeaban a doña Mariquita, por cuyas mejillas corrían cristalinas lágrimas.
”—Salgan todos —ordenó la niña.
”Y después que las criadas obedecieron, Mariquita le dijo a su abuela:
”—Abuela. He visto en sueños al Expoliador degollando a don Enrique.
”—¿Qué cosas son ésas?...
”—He visto precisamente cómo le mataba con su cuchilla de matarife...
”—Eso es una pesadilla.
”—No me diga que ha sido una pesadilla, abuela. He visto el gesto postrero de don Enrique. Don Enrique traía la cartera muy cargada de dinero; yo he visto en sueños cómo lo degollaba el Expoliador.
”—Eso es imposible. Pero en caso que fuera cierto, ¿qué quisiera que hiciéramos?...
”—Pues ir enseguida a la taberna.
”Tomóse la cabeza la abuela y empezaron a discutir ambas, hasta que la anciana consintió en acceder al disparatado antojo de su nieta, y fue llamado el jardinero.
”Era el jardinero un vascuence de Portugalete, y no tomó nada a mal la idea de la niña Mariquita. Él había oído de ciertas milagrerías a su abuela, y el antojo de la niña era mejor cumplirlo. Rápidamente se vistió Mariquita; el jardinero tomó una capa con ribetes verdes, que se endilgó a las espaldas, lo mismo que su ama y, montando a caballo, salieron ambos para el puente de San Martín.
”Excuso decir que tanto la niña Mariquita como el jardinero iban armados. La niña de Ciempozuelos era buena tiradora. Cuando pasaron por el Alcázar del rey don Pedro, el carrillón de la catedral batía justamente la una de la madrugada. Las ruinas del Alcázar se recortaban amenazadoras en la oscuridad. Sea que el trajín la hubiera despabilado a la joven, sea que el frío de la noche y la oscuridad de las callejuelas, enfardadas de tinieblas donde guiñaban sus ojos verdes los escasos faroles, la amedrentaban, el caso es que cuando ella y el jardinero llegaron a la plazuela del Conde, la niña Mariquita, tiritando bajo su capa, pensó que con su desalentada conducta estaba exponiendo su reputación y que su llegada a la taberna sería comentada al día siguiente de siete mil maneras distintas en todas las casas de Toledo. Estos escrúpulos la determinaron a detener su caballo, decirle a Itiguiregitey, el jardinero que, enroscado en su pañosa, la seguía con resignado talante:
”—Oye; Juancho: ¿qué te parece si volviéramos a casa?...
”Cinco minutos después, Mariquita entraba en su alcoba y, sacudiéndose, friolera, se metía bajo las sábanas. Luego de media hora entró su abuela en la alcoba y la encontró durmiendo las fatigas pasadas con serena expresión pintada en el rostro.
”Finalmente, en el caserón de los Ciempozuelos se apagaron todas las luces, y únicamente quedaron despiertos los gatos brujos en el borde de los murallones.
”Pero a las dos de la madrugada un nuevo grito estalló en la alcoba de doña Mariquita, la muchacha se lanzó descalza de la cama, entró a la alcoba de su abuela y le dijo llorando:
”—Abuela, algo grave le ocurre a don Enrique. Nuevamente se me ha aparecido su ánima diciéndome: ’¿Permitirás que me entierren de tan poco cristiana manera?’
”Esta vez la abuela no dijo que aquella obsesión terrorífica debía ser cosa de pesadilla. Sentándose la vieja en su lecho, echóse una manteleta a las espaldas y, enderezándose la cofia en la cabeza, después de tomar un rosario cuyas cuentas hacía pasar entre sus dedos, dijo:
”—Hija mía: antes pudo ser pesadilla. Ahora es advertencia de nuestro Señor. Anda y llámalo a Juancho, y dile a Miñona (Miñona era una recia portuguesa que hacía la cocina en la casa) que se armen y te acompañen a la taberna del Expoliador. Y no te vuelvas sin verlo a don Enrique. O mejor, que suba a saludarlo Juancho.
”Media hora después, la Miñona, Juancho y la niña Mariquita, los tres en dos caballos, la Miñona y Juancho armados, la Miñona de un trabuco naranjero y Juancho con un fusil de los tiempos de la guerra carlista, cruzaron por el Taller del Moro. En una vuelta de callejuela ardía en un umbral el farol del sereno. El hombre de la lanza dormía la mona junto a la puerta.
”Tomaron la retorcida calle del Ángel y cortaron por la judería. En lo alto de un portón lucía un farolón frente a una estampa de la Virgen y el Niño; los tres se persignaron; pasaron al trote por delante de la sinagoga, y la ciudad bruscamente escampó en el llano, volcado hacia el río en paños de piedra. Las dos mujeres y el vascuence cabalgaban en silencio, rezando sendos Padrenuestros. Los mechados volúmenes de piedra de las callejuelas, tiesos y oscuros, recortaban un cielo violáceo de tan negro.
”Se escuchaba distinto el rumor de las aguas del Tajo, crecidas por recientes lluvias y bramadoras al quebrarse en los tajamares del puente. Al entrar al puente de San Martín, los cascos de los caballos resonaban en el empedrado. El jardinero se volvió hacia la niña Mariquita y dijo:
”—Si a la señorita le parece bien, iré yo a preguntar por don Enrique.
”—Sí, y no le digas que te he acompañado.
”Las dos mujeres arrimaron el caballo al torreón del puente, y ya iba Juancho a separarse de ellas, cuando la puerta del corral de la taberna se abrió de par en par, y despacio, guiando a su mulo por el ronzal, apareció el Expoliador.
El mulo tiraba de un carro. El Expoliador se sorprendió un tanto cuando vio aparecer a su lado al hombre del caballo.
”—Soy yo —dijo Juancho.
”—¡Ah, eres tú! —dijo el tabernero. Pero la sobreexcitación del vascuence pescó el temblor de voz del tabernero.
”—Sí, soy yo. Oye, la niña me envía de mucha prisa para ver a don Enrique.
”En las tinieblas, el Expoliador había empalidecido como una vela al ver el arma que Juancho llevaba con gesto agresivo, y levantó su mirada, cargada de miedo.
”Otro caballo se movió en la sombra. El Expoliador vio acercarse una mujerona de a pie, y en el espacio comprendió que la silueta recortada sobre el potro era la de la niña Mariquita. Y que era la misma doña Mariquita no le quedó duda cuando ella, desde arriba, interrogó, impaciente:
”—¿Por qué estáis conversando en la oscuridad? ¡Ale, a encender un farol!
”Tardíamente se arrastraron unas botas por el suelo empedrado con cascajo de río, y tardíamente chirrió un yesquero y una mano temblante encendió una mecha. La luz anaranjada se repartió en un pedazo de piedra y entre las patas de los caballos. Pero la facha del Expoliador, linda como la de Judas, permanecía en las tinieblas.
”De pronto, doña Mariquita lanzó un grito de los que vuelven el cabello cano y señaló con mano temblorosa un hilo de sangre que se escurría por una rajadura de la caja del carro, claro rubí en la luz anaranjada.
”Sobresaltado por el grito, el Expoliador dio un paso hacia atrás. Juancho, que vio en ese movimiento algún inconfesado propósito, lo encañonó con su fusil, y el tabernero, con una estrangulada interjección de espanto, echó a correr hacia el mesón.
”—¡Qué se nos va! —vociferó la Miñona apurando así el dedo sobre el disparador.
”Cuando estalló el cartucho, el Expoliador cayó doblado en dos en las aguas pardas del río.
”Pocos minutos después, algunos huéspedes de la taberna, un joven matrimonio de Tarragona y un viajante de Madrid, estaban en paños menores, abajo, junto al carro.
”Juancho, encaramado en el pescante, destapó la caja de su toldo. Allá en el fondo de la caja, sobre un colchón de paja, el vascuence alumbró con su farol a un cerdo degollado.
”En un ventanuco del mesón, don Enrique Herbert sonreía a las estrellas y a la movediza silueta de la loca niña Mariquita.”
(Mundo Argentino, 23 de noviembre de 1938)