¿Fue o no aquel acto una venganza del doctor Niser Blake?
Hay cosas que la gente nunca debe olvidar, como por ejemplo la mentalidad de un hombre a quien se ha ofendido.
Esto fue lo que le ocurrió a Ofelia (señora), ella olvidó que en cierta época retorció como un trapo el orgullo de Niser Blake. Cierto es que de eso hacía mucho tiempo, pero también era que Niser le había dicho personalmente que no olvidaría el agravio en veinte años. Ella se echó a reír entonces, primero porque veinte años le parecía una incalculable suma de años y después porque era joven, bonita y solicitada. Estaban los dos en un baile, de pie frente a un espejo, Ofelia empolvándose las mejillas, él estirando el nudo de su corbata, cuando ella dijo:
—Hemos terminado, Niser. Es inútil que insistas.
Niser regresó a su casa, se tapó la cara con la almohada y lloró desesperadamente. El asunto no tenía solución, matarse, matarla. O matarse y matarla simultáneamente.
Niser no se mató ni cometió ningún homicidio. Halló fuerzas sobrehumanas, vaya a saber en qué rincón de su alma enloquecida, y se resignó a agonizar durante un año. Es curioso que un hombre pueda agonizar de pena durante un año, y que cada minuto sea un minuto de sufrimiento, por consiguiente, ese hombre, durante un año, vive varios millones de sufrimientos consecutivos e individuales. Pero así suele ocurrir, y así Niser vivió uno a uno durante trescientos sesenta y cinco días. Luego, una mañana, despertó con la sensación de que la cabeza se le había quedado hueca. Estaba un poco abombado, tenía la impresión de ser un hombre que había caminado durante mucho tiempo por la calle de una ciudad extraña cuyos pobladores eran exclusivamente gente negra. Escribió en una libreta de memorias:
“Me pareció que surgía de una especie de subterráneo, donde todo
lo que me caracterizaba como ser humano había sido masacrado por una
catástrofe horrorosa. Alguien, con una tenaza, arrancó la raíz de la
bondad humana.”
Continuó estudiando. Abrió sus libros con extrañeza y alegría.
¡Estaba vivo! ¡Por cierto que estaba vivo ya que podía estudiar! Fue
entonces cuando volvió a jurarse que la mala partida que le había jugado
Ofelia Rotter la recordaría durante veinte años.
Es indudable que, para mucha gente que no odia ni quiere intensamente a alguien, veinte años son muchos años. Pero para un hombre siniestramente enamorado, ni en veinte siglos se vacían su odio y su amor.
Trabajó. Estudió. La imagen de Ofelia estaba clavada en él como un pequeño cáncer que no avanzaba ni retrocedía. Clavada allí en su interior la veía con la misma claridad con que podía ver sus bisturíes o el rostro de una enfermera. Un trozo de su alma reprodujo como la cera de un calco el rostro de Ofelia Rotter, y Ofelia Rotter permanecía en esa tierna oscuridad pronunciando la sentencia eterna:
—Yo no tengo la culpa de no quererte. Creía que me podía enamorar de ti.
Niser Blake sabía que eso no era exacto. Las palabras de Ofelia Rotter no reproducían la realidad de su sentir. La verdad era otra.
El caso es que las mujeres que frecuentemente incurren en estas equivocaciones siempre se consideran exentas de responsabilidad.
Siete años después de lo que dejamos narrado, el automóvil en que Ofelia Rotter viajaba con su marido chocó con otro. El volante se enterró en el pecho del hombre, matándolo instantáneamente, y ella salió de la catástrofe con el rostro deshecho por las astillas de los cristales. Entonces resolvió ponerse en manos de Niser Blake, que se había acreditado como un gran especialista en cirugía estética.
Ofelia Rotter estaba en su habitación del sanatorio que dirigía Niser Blake, cuando la mucama le alcanzó una carta.
Estaba escrita a máquina. La abrió y leyó:
“Usted se ha hecho operar por un médico que la odia. Y él la ha
operado a usted, intencionalmente, mal, de manera que cuando usted se
quite los vendajes, tendrá el rostro de un monstruo.”
Ofelia arrojó a un rincón la carta. Luego se precipitó y la recogió. Al dorso, también escrito a máquina, podía leerse:
“No olvide que usted fue su novia y lo hizo sufrir atrozmente. Y
que él le dijo que aunque pasaran veinte años no olvidaría la ofensa.”
Ofelia Rotter nunca fue inteligente, y no había razón para que
ahora, que estaba tan cerca de los treinta años, fuera más sagaz que a
los veinte. La primera pregunta que se hizo a sí misma fue cómo podía
ocurrir que el autor o autora del anónimo estuviera interiorizado de su
intimidad y de la de Niser Blake. Su segunda idea fue quitarse el
vendaje, pero las expresas recomendaciones que le hiciera Niser
retuvieron su imprudente movimiento, y entonces tomó el partido de
esconder el anónimo y luego pidió comunicación con un clínico del
exterior.
El clínico (el doctor Straus, por quien conozco esta historia) le conminó que de ninguna manera tocara el vendaje. Por otra parte, ningún cirujano se atrevería a intervenir en la operación de un colega tomando como base de un supuesto atentado criminal los chismes de un anónimo. Además, era disparatado desconfiar de un cirujano de la responsabilidad de Niser.
Decepcionada, Ofelia Rotter consultó con otro médico y recibió la misma respuesta. ¡Tenía que esperar un mes!
Un mes son treinta días, y cada día tiene veinticuatro horas. Con la cabeza completamente liada en vendajes, Ofelia Rotter permanecía postrada en un sillón. ¿Sería posible que Niser fuera capaz de monstruosidad semejante? Sin embargo, para desfigurar a un ser humano bastaba maltratar algunos nervios, estropear uno o dos músculos, y el daño resultaría irreparable. Semejante atentado sería la ruina de Niser, pues nadie olvidaría su delito y él iría a la cárcel a pesar de su dinero.
Ofelia Rotter abandonó su sillón y, desesperada, gritó:
—¡Ese hombre es un monstruo! ¡Me ha desfigurado!
Luego, llorando histéricamente, se dejó caer en su cama. Acudió la mucama y le respondió que Niser aún no había llegado. Entonces Ofelia Rotter llamó telefónicamente al domicilio particular de Blake y alguien le respondió al otro lado de la línea:
—Ha salido al campo. No sabemos cuándo volverá.
Posteriormente se comprobó que la noticia era falsa, aunque nunca se pudo establecer quién fue la persona que desde la casa del doctor Niser dio semejante contestación. Si Ofelia Rotter, haciendo uso de la inteligencia que no tenía, hubiera pensado tan sólo un minuto, habría comprendido que la noticia era disparatada. El cirujano había operado abundantemente aquellos días, y no era posible que abandonara a sus pacientes en manos de extraños.
Pero nada de esto pensó Ofelia Rotter, sino que súbitamente volvió a representarse en su imaginación su propio rostro desfigurado por el cirujano, que ahora estaba fugitivo.
Tan enorme es la fuerza de la estupidez del miedo.
Un terror infinito entró en el alma de Ofelia Rotter. Se vio en um espejo imaginario con la cara cruzada por costurones tremendos. Niser la había transformado en un monstruo; ninguna persona medianamente sensible se atrevería a mirarla a la cara. Ella, en busca de una corrección, acudía a otros cirujanos, pero poco o nada podían los otros en su favor. ¡El médico criminal la había desfigurado para siempre!
La angustia creció tanto y tanto en Ofelia que, bruscamente, se lanzó a llorar.
Lloraba, y mientras lloraba, se representaba su futura vida de aislamiento. De pronto, abandonó el sillón y, desesperada, se lanzó contra la puerta de su habitación. Golpeó la madera con los puños y cayó desvanecida. Cuando reaccionó aún estaba sola. Entonces llamó a la mucama del sanatorio y le preguntó si había llegado el doctor Niser, y la muchacha le respondió que no. Silenciosamente, las lágrimas se desprendieron de los ojos de la operada y no pronunció palabra. Se quedó arrinconada allí en su sillón, pero tres horas después llegó un nuevo médico. El doctor Niser no podía venir a verla, no porque estuviera en el campo, sino porque estaba atacado por un principio de bronquitis. Lo de Niser no tenía importancia.
Durante esta visita, Ofelia se reanimó. El tono del médico nuevo era tan persuasivo y sincero, que no cabía dudar. Pero algunas horas después, el martirio de la duda volvió a cancerar su alma, e insensiblemente se fue desmoronando en el fondo de una desesperación solitaria. Ella quería rehuir sus pensamientos, pero éstos, más fuertes que ella, la sujetaban a una tortura insoportable y blanda, en la cual cada minuto no era un minuto, sino una larga unidad de tiempo, abultada por su tremenda y secreta impaciencia.
Y esa misma impaciencia y terror crecían tanto y tanto, que en pocos días esta mujer quedó nerviosamente agotada. Tendida en un sillón con los ojos fijos en un punto invisible, con el resorte de los labios aflojado, como encadenada a un suplicio sin fin. Como su rostro estaba totalmente vendado, esta expresión de su martirio secreto pasó por completo inadvertida.
Ofelia Rotter pensaba con dolor creciente en los tiempos cuando era hermosa. Ya no cabía duda alguna sobre su desfiguración: debía ser atroz, Niser continuaba invisible.
Un día, imponiéndose un gran esfuerzo, exigió imperiosamente su presencia; apareció el médico joven que había sustituido al cirujano y le respondió que Niser estaba gravemente enfermo. Sus compañeros habían confundido un principio de neumonía con uno de bronquitis. Cuando Ofelia manifestó sus secretos temores, el médico joven se echó a reír y le respondió:
—¡Mi querida señora! ¿Cómo es posible que crea usted en semejantes monstruosidades?
Ofelia Rotter movió la cabeza con desesperación. Con ello quería expresar que lo irremediable había sucedido. El médico joven, un poco molesto por la extraña manía de la clienta del doctor Niser, optó por marcharse. Sus deberes eran netamente otros. Además sospechaba que el accidente pudiera haber afectado mentalmente a la señora Rotter.
Tres días después de esta conversación, una noticia sensacional corrió por el sanatorio: el doctor Niser había fallecido a consecuencia de una bronconeumonía. Ofelia se estremeció; luego pensó que aquel maldito hombre había muerto justamente a tiempo para librarse de las persecuciones de la justicia. Y se desplomó en su angustia permanente.
Los días pasaban ahora sobre su cabeza con la misma lentitud que carros de piedra arrastrados por bueyes. Todo en ella moría, agotado por una desesperación contra la cual no podía luchar. Faltaban aún quince días para desvendarle el rostro, y esos días se le representaban interminables. No transcurrían jamás, jamás. Sus brazos, su cuerpo, sus sentidos permanecían mortecinamente aplastados. Dormía y no dormía. Su sueño, pesado de sobresaltos, se disolvía con las primeras luces del alba y, entonces, hubiera querido morir antes que afrontar la longitud de un día que no terminaría nunca.
¡Oh, qué prisión de espantoso acero era aquella prisión de gasa que envolvía su rostro!
Finalmente, un día, para su suerte, dejó de cavilar. Su pensamiento, desprendiéndose de los sesos, se sumergía como otro trozo de sombra en las tinieblas. Una mañana la enfermera, asombrada, comprobó que Ofelia Rotter permanecía inmóvil, sin probar alimentos.
Le hablaron, y no respondió, la llevaron entonces a la sala de operaciones, a la cual ella, mansamente, accedió sin poner resistencia, y le quitaron los vendajes que cubrían el semblante.
A la vista de los médicos apareció el rostro de una criatura de belleza extrahumana por su expresión de paz. En su cara no aparecía ni el menor rastro de las operaciones a las cuales había sido sometida. Pero ella no hablaba, no se movía. El miedo la había vuelto idiota.
(Mundo Argentino, 30 de agosto de 1939)