António Fligtebaud, término medio asesinaba un hombre por año.
Su exterior era agradable, pues la naturaleza le había dotado de un físico simétrico. Su sonrisa bondadosa, sus maneras afables, no hacía suponer que fuera un correcto asesino.
Era paciente, astuto, cobarde y sobre todo, muy cortés. Jamás utilizó cómplices en la preparación de sus homicidios, lo que revela un carácter sumamente ejecutivo, que le concedía un extraordinario relieve a los dictados de su voluntad.
El estudio de un crimen, ya que no utilizaba cómplices (Fligtebaud era un hombre de rigurosísimos principios), lo sumergía en largos meses de labor, durante los cuales analizaba tan meticulosamente los detalles de su plan, que cuando se resolvía para la acción, podía afirmarse que la muerte ya estaba madura en el cuerpo de su próxima víctima.
El primer hombre que asesinó no fue uno, sino dos; resultó ser un joyero portorriqueño. El joyero, de natural desconfiado, vivía en el mismo local que ocupaba su establecimiento, en compañía de un joven de fornida apariencia. Fligtebaud esperó la oportunidad en que se desocupó un local junto a la joyería, perforó el muro una noche de tormenta y agredió al joyero a pistoletazos. El joyero falleció en su cama, el joven dependiente cayó junto a un muro. Fligtebaud desocupó la caja fuerte de todos los valores que contenía. Este doble asesinato le valió veinte mil pesos.
Al día siguiente se hospedó en un sanatorio, cuyos médicos se consideraron felices de tratarle una úlcera al estómago, que él no tenía pero que fingía padecer. Descansó de sus fatigas y quebrantos durante tres meses, y luego viajó, porque era aficionado al espectáculo del mundo y al trato con variada gente.
Dos años después, en Valparaíso se introdujo en el departamento de un respetable bolsista; mató a su criado, y luego, después de amarrar al especulador a una silla, comenzó a quemarle la planta de los pies, hasta que el desdichado le reveló las combinaciones de su caja de hierro. De allí extrajo en efectivo ciento cincuenta mil pesos chilenos, cinco mil dólares y veinte mil pesos en joyas. Para que el hombre, cuyos pies había tostado, no revelara su identidad a la policía, lo mató de un tiro. No ejecutó este hecho por crueldad, sino por principios. Lo cual condecía con una frase que en otra oportunidad soltara ante el decano de una facultad que visitaba: “Un hombre sin principios es semejante a una nave sin brújula".
Consumado este delito, volvió a internarse en un sanatorio. Explotaba ahora un ataque de reuma, que los médicos tuvieron una evidente satisfacción en tratar.
Antonio Fligtebaud gozaba de la paz blanca de los sanatorios, las enfermeras discretas y bonitas, los médicos paternales, los practicantes, que al caer de la tarde buscan la conversación de un enfermo inteligente. Y Fligtebaud resultaba un “enfermo" agradable, pagaba puntualmente y seguía los inofensivos tratamientos con una escrupulosidad de hombre que valora la importancia de la terapéutica.
Jamás experimentó remordimientos de conciencia por la suerte que se había cumplido en sus víctimas. También es cierto que antes de matarlas o torturarlas les cubría la cabeza con una sábana, de modo que de su prisionero sólo escuchaba las palabras, pero no veía las expresiones, que en última instancia son las que determinan la calidad del terror, del remordimiento o de la repulsión.
Era ligeramente alto, blanduzco, invertebrado; al caminar arrastraba los pies, pero cuando se aproximaban los momentos de la acción, todo él se transformaba en una figura musculosa, atlética y escrutante.
Cuando no se hospedaba en un sanatorio, hacía deportes. No jugaba, no bebía; le agradaba la vida en sí, la música negra y los ballets de Stravinsky. En síntesis, si no se hubiese dedicado a matar a sus prójimos como perros, habría resultado una bellísima persona.
Noche
En la ventana de una buhardilla totalmente a obscuras se encuentra Fligtebaud apoyado de codos en el alféizar, con un prismático largavista frente a sus ojos. El que pudiese colocarse tras del anteojo descubriría que Antonio vigila a un hombre situado a ciento cincuenta metros de distancia, sentado frente a una mesa, tras de una ventana enrejada, en una habitación empapelada de rojo.
Al lado de Fligtebaud hay un fusil.
Fligtebaud observa atentísimamente a través del prismático.
Aquel hombre situado a ciento cincuenta metros de distancia con la mano el lomo de un animal que está sobre su regazo y del cual sólo son visibles los cuartos traseros. Aquella habitación distante produce la sensación de ser la trastienda de una ropavejería situada en la planta más alta de un viejo edificio que probablemente tiene diez pisos de altura. En la mesa, a través del lente de Fligtebaud, pueden verse tres relojes de estilo rococó, en plata sobredorada. De los muros cuelgan encimados marcos sin cuadros y cuadros sin marcos; en un ángulo de la mesa hay un jarrón de porcelana china, frente a él revienta una carpeta apretada de papeles; mientras que en el espejo de un ropero frontero se refleja el vertical cubo negro de una caja de hierro.
Fligtebaud no abandona su largavista.
De pronto la puerta se abre; entra una mujer gorda con la cabellera negra envuelta en una redecilla; la mujer trae una cesta en la mano, habla algunas palabras con el hombre, que permanece de espaldas a la ventana, y luego sale. El hombre se pone de pie, luego se sienta, y la anciana sale.
Fligtebaud abandona el catalejo y coge su fusil. El fusil está provisto de silenciador y alza telemétrica. El asesino encañona la espalda del hombre sentado; de pronto, el desconocido, que está a ciento cincuenta metros de distancia, se pone de pie.
Fligtebaud recoge su anteojo. El hombre súbitamente agrandado a través de los cristales, aparece como un anciano cubierto de una bata de velludo.
En aquel rostro misteriosamente aproximado aparece la máscara de un hombre duro, cínico, enérgico. Queda detenido un instante frente a su habitación; luego camina hasta la ventana; parece que su intención fuera cerrarla, pero desiste; se encamina a la puerta por la cual salió la criada gorda, gira dos veces la llave en la cerradura, y luego baja una barra de hierro, que asegura la fortaleza de la puerta.
Fligtebaud sigue todos los movimientos del anciano a través de su largavista.
El viejo abandona la puerta y se dirige a la caja de hierro. En el espejo del ropero se ve su figura reflejada de espaldas, mueve el brazo y la puerta de la caja de hierro se entreabre. Retira un paquete; vuelve a sentarse frente a su escritorio.
Fligtebaud coge nuevamente su fusil. Encañona cuidadosamente la espalda del viejo reticulada por los barrotes de la ventana que da a la calle, y en la buhardilla se escucha el estampido de una bolsa de goma que revienta. El asesino enfoca al anciano con su prismático. El viejo yace frente a la mesa con la cabeza caída sobre el pecho y un brazo vertical a la pata de la silla. De pronto, con un esfuerzo tremendo, el viejo se pone de pie. Nuevamente Fligtebaud le encañona con su fusil y aprieta el gatillo. Cuando se lleva el largavista a los ojos, el desconocido ha caído de bruces sobre la mesa. Y ya no se mueve más.
Fligtebaud se retira de la ventana, cierra las hojas, enciende la luz en la habitación. Se puede observar que tiene las manos enguantadas. Desarma el fusil y se lo coloca al cinto; recoge dos cápsulas de bronce caídas sobre la alfombra; apaga la luz y sale.
Media hora después, Fligtebaud entraba al edificio en cuyo último piso se encontraba el anciano que él había asesinado desde la buhardilla situada a ciento cincuenta metros de allí. Nuestro hombre se encaminó rápidamente por un largo pasillo. Hacia el fondo se descubría la puerta de un ascensor. No encontró a nadie. Marcó el piso quinto en el distribuidor del ascensor, pues aquella casa tenía ocho pisos, arrancó un pequeño cable que partía del distribuidor y descendió en el quinto piso. Dejó así inutilizado el mecanismo, y subió tres pisos.
Cuando llegó a la puerta del único departamento situado en el octavo piso, sacó del bolsillo una palanqueta, no menor de treinta centímetros de largo y de afiladísima uña; sin vacilar, como si aquel fuera el único y legítimo procedimiento para abrir puertas, introdujo la uña de acero entre las juntas de la puerta, ejecutó un brusco movimiento, saltó la cerradura y se encontró en un patiecillo a obscuras. Cerró la puerta, encendió una linterna eléctrica y trató de forzar una de las cuatro puertas que daban al patiecillo. Saltaron las cerraduras, pero las hojas permanecieron firmes. Estaban aseguradas por dentro con cadenas o barras.
Tuvo que descerrajar los tableros inferiores de una puerta con ayuda de la palanca y entrar a gatas por aquel agujero. Junto a la puerta encontró la llave de las lámparas eléctricas; giró una y se encontró bañado de luz en el interior de la tienda de un ropavejero. Las habitaciones del departamento estaban revestidas de estanterías, y en el interior de las estanterías, tras de los vidrios cargados de polvo, se veían abrigos, vajillas, pieles, trajes, porcelanas, aparatos de uso indeterminado.
Fligtebaud miró estos objetos y sonrió despectivamente. Sin embargo, tomó la precaución de marcar la huella de su zapato en un rincón frente a la estantería, que era el lugar donde más polvo se había acumulado. Tomó esa precaución porque había revestido la suela de su zapato de otra suela gruesa, de tamaño más pequeño, pero que al ser identificada por la policía le permitiría afirmar a ésta que el autor del crimen era un hombre que medía aproximadamente un metro y sesenta centímetros de estatura, cuando en realidad Fligtebaud medía un metro y setenta y ocho.
Entró finalmente a la sala. El viejo fusilado desde la buhardilla continuaba echado de boca sobre su escritorio. Fligtebaud dejó su galera negra sobre el jarrón chino y se encaminó a la ventana que esa noche el usurero había tenido intención de cerrar. El asesino corrió escrupulosamente la cortina. Luego se volvió hacia el muerto y lo reconsideró con una mirada malévola. Parecía que no estaba satisfecho de verle muerto. Permaneció así un minuto, y luego salió de su atracción cargado de ferocidad, para dirigirse a la caja de hierro, cuya puerta continuaba entreabierta. Sacó del bolsillo de su sobretodo a cuadros una bolsa de tela y comenzó a desvalijar la caja de hierro. De los estuches que dejaba caer vacíos al suelo substrajo joyas, collares, anillos de platino y de oro; derramó el contenido de una bolsita de cuero en su bolsa, y rodaron rubíes, topacios, brillantes. Debían ser piedras pertenecientes a joyas desmontadas y que el usurero habría comprado a algún ladrón. Encontró numerosos relojes de oro; abrió una caja pequeña, y había allí una talega con pequeños lingotes de platino y de oro; en otro compartimiento encontró un paquete de billetes de moneda extranjera, y en una caja de cartón quince mil pesos en billetes. En otra caja más pequeña halló un puñado de gemelos de oro pertenecientes a juegos distintos.
Experimentó una sensación molesta.
Alguien lo estaba mirando.
Se volvió.
Encaramado en la mesa, con su galera entre las manos, estaba un pequeño mono de pelaje marrón, con el cual acostumbraba jugar el usurero. El monito barbudo miraba fijamente al asesino. Sus redondos ojillos negros parecían cargados de la misma maldad que Fligtebaud había sorprendido en los ojos del usurero cuando él lo vigilaba con su largavista desde aquella buhardilla a la que no volvería más.
El criminal, en otra circunstancia, no hubiera hecho caso del repulsivo animalejo, pero ahora la odiosa bestia tenía su galera en la mano, su flamante galera de la cual se había olvidado de arrancar las iniciales que le colocara el solícito sombrerero.
Fligtebaud no era hombre de improvisaciones. Si disparaba su pistola sobre el mono, podía acudir gente. Mejor que fingiera amistad. Dio un paso hacia el mono, y éste, ágilmente, con la galera en la mano, saltó al suelo. El hombre avanzó otro paso hacia el mono, y este, con una expresión rastrera pintada en su cara barbuda, salió de la habitación para entrar a la otra. Con la galera en la mano, la cola arrastrando por el suelo y la cabeza inclinada, el mono parecía un demonio que se burlaba del asesino. Fligtebaud se detuvo, y el monito le imitó. Como si pretendiera exasperar al hombre ceñudo que lo miraba, la perversa criatura velluda levantó la galera sobre su cabeza. Antonio quiso avanzar hacia él, y el mono, caminando sesgadamente, se colocó junto al agujero que el asesino había descerrajado en la puerta.
Como una esponja comprimida se cubre superficialmente de agua, así se cubrió de sudor el cuerpo del asesino. Era necesario que lo arriesgara todo. Echó la mano al bolsillo de su sobretodo; mataría al mono de un pistoletazo. Pero en cuanto el odioso animal le vio iniciar el gesto, como si comprendiera su intención, chillando estrepitosamente salió por el agujero al patio. Antonio se echó al suelo, y arrastrándose salió al panecillo tras el mono.
Una luna amarilla asomaba sobre las murallas de los altos edificios. La claridad estrellada, abombada sobre la terraza que correspondía al piso del usurero, recortaba la silueta del mono con la galera del asesino en la mano.
Fligtebaud no perdió su serenidad. Era necesario que apresara al mono. Afortunadamente, una escalerilla de hierro llevaba a la terraza, pero la entrada a la azotea estaba clausurada por una altísima puerta de lanzas asegurada por una cadena y un candado. Por allí había pasado el mono; por allí no podía pasar él.
El asesino se sintió enloquecer de furor. Estaba a un paso de su perdición. Tenía que apoderarse de su sombrero que el maldito mono había abandonado en el centro de la terraza para dedicarse a columpiarse colgado de los cables del telégrafo.
Pensó rápidamente que la llave del candado debía estar en el llavero que tenía el usurero.
Volvió a entrar al cuarto donde se encontraba el muerto. Se acercó al cadáver e inclinándose sobre él le puso las manos en el bolsillo. Allí no estaban las llaves. Recordó afortunadamente un gesto que hizo el anciano al aproximarse a la puerta de la caja de hierro, y entonces le introdujo la mano en el pecho. Efectivamente, de un cordón de seda negra colgaba un manojo de llaves. Las retiró empapadas de sangre. Filgtebaud sentía asco y fatiga. Examinó las llaves cargadas de coágulos de sangre, las limpió con un papel; allí estaba la del candado. Marchó rápidamente hacia la terraza.
El candado se abrió, la cadena cayó al suelo; al oír el chirrido, el mono que se columpiaba de los cables del telégrafo, se lanzó de un salto hacia la galera que había dejado abandonada en el centro de la terraza y la recogió.
El asesino sintió que le arrebataba un torbellino de locura y furor. Era necesario que recobrara su galera y que además lo quemara a fuego lento al maldito mono. Sí, se apoderaría de él y lo torturaría toda la noche. A su vez, el mono, con la galera arrastrando por el suelo, echó a correr delante de él. Con la cola tiesa como la de un gato, avanzaba ahora a lo largo de un pequeño muro. El asesino, poseído de la misma fatiga que experimenta un durmiente en el transcurso de una pesadilla, trepó a la pared; el mono avanzaba rápidamente y él despacio. Cruzaron una verja de lanzas; el mono, trepándola ágilmente, Fligtebaud desgarrándose el pantalón y el corazón batiéndole como un tambor dentro del pecho. Algunas joyas cayeron de su bolsillo. Cruzaron frente a una mansarda iluminada; había un hombre de espaldas a la ventana; no les vio pasar. Fligtebaud sudaba como si fuera verano, y sin embargo hacía frío. Aquella era una persecución fantástica y dolorosa. De la noche, el asesino no veía nada más que un vacío profundo y estrellado, y en el confín, tan próximo y tan distante, el mono solapado, cuyos ojos le miraban de través. Y pasaban junto a patios profundos, a lo largo de muros altísimos. El hombre no experimentaba el más mínimo vértigo. Hubiera podido correr a lo largo de una cornisa, porque ya accionaba como un sonámbulo. Se diría que la maldita bestezuela le había hipnotizado, porque involuntariamente él repetía sus movimientos, apresurándolos o retardándolos, según el ritmo con que el mono avanzaba por las alturas.
De pronto el animalito se detuvo. Rascándose la cabeza y mirando las estrellas, parecía reflexionar; dejó la galera en el suelo, miró hacia el asesino, y repentinamente, como si tuviera miedo, abandonó definitivamente el sombrero, y a grandes saltos desapareció en las tinieblas.
Fligtebaud ansiosamente entró en la sombra profunda que proyectaba un rascacielo. En aquel triángulo de azotea estaba su galera, y frenéticamente se lanzó a ella. Un crujido estalló a sus pies, y diez puntas de cristales rotos le desgarraron los muslos, y por el agujero que su cuerpo abrió en una claraboya de vidrio se desplomó en el vacío. Un reguero de luces volteó en sus ojos. Cuarenta metros más abajo se aplastó en el mosaico de un patio. Y ya no se movió más.
La galera, desprendida de sus manos rotas, rodó hasta un muro.
Al día siguiente, en los periódicos que narraban la muerte del asesino, podía leerse:
"Se busca al cómplice que después del robo mató a Fligtebaud, pues se ha encontrado su galera arañada y mordida. La particularidad de este doble homicidio preocupa a los investigadores.”
Pero el cómplice no pudo ser hallado jamás.