El año 1563, Alí Faat El Uazi, embajador del Gran Turco en Florencia, informado de mis habilidades en pintar retratos y del monto de mis deudas de juego, me invitó a concurrir al Fondacco del Turquí, donde, después de cumplimentarme como cuadra a una persona bien nacida, me propuso:
—¿Os interesaría saldar vuestras deudas de juego y recibir una bolsa de cinco mil cequíes de oro?
—¿A quién tengo que vender mi alma?
—Se trata de vuestro ingenio.
—¿Hay que asesinar a alguien?
—Tenéis el mismo genio que Benvenuto.
—Es mi paisano...
—No. No se trata de matar; pero pagaremos vuestras deudas de juego y os daremos cinco mil cequíes si conseguís poneros en comunicación con el maestro vidriero Buono Malamoco, que vive en la isla de Murano. Buono Malamoco ha enviudado recientemente, su familia consiste en dos hermanos a quienes aborrece y que lo odian. Como la ley de Venecia condena a muerte al artífice que abandona su país, o en su defecto, a la familia de éste, tenemos razonables motivos para suponer que Buono Malamoco no tendrá escrúpulos en abandonar su parentela entre las garras de los esbirros de Venecia.
—¿Por qué os interesa este hombre?
—Los cristales venecianos han desalojado nuestros vasos y espejos de los bazares de Oriente. Mientras el arte de manufacturar el cristal está en decadencia en nuestra patria, cada día se hace más perfecto en Venecia. Los friolari de Murano han logrado tal perfección, que funden vasos cuyo cristal se quiebra cuando se deposita en ellos un veneno, o espejos que se rompen en cuanto se refleja en ellos el rostro del enemigo del dueño de ese espejo. El propio embajador de Francia me ha hecho beber en un vaso cuyo vidrio neutraliza por completo la esencia de embriaguez que contiene el vino.
—¿Es tan difícil comunicarse con Buono Malamoco, que ofrecéis esa suma?
—El Consejo de los Diez, por intermedio de sus espías, ejerce sobre estos artífices una vigilancia extraordinaria. Para poderlos observar más detenidamente los ha recluido a todos en la isla de Murano.
—¿Por qué me habéis elegido a mí?
Alí Faat El Uazi atusó su hermosa barba.
—Vos tenéis un arte. Sois pintor. Si os presentáis en Venecia con el pretexto de estudiar a maestros como el Tintoretto, el Veronés o el Ticiano, podéis trasladaros a cualquier parte de la república sin infundir sospechas a los esbirros de la Señoría.
—¿Qué he de ofrecerle a Buono Malamoco, en el supuesto caso de que pueda comunicarme con él?
—Nuestro fundidor tiene cincuenta años, edad en que casi todos los hombres codician desenfrenadamente el oro, las mujeres y los honores. Le prometeréis lo que él exija, además del respeto a su religión, si accede en marchar a Constantinopla y reformar nuestra industria del vidrio.
Súbitamente se me representaron los riesgos que iba a correr.
—El final de esta tentativa pueden ser para mí los pozos emplomados del Puente de los Suspiros o el puñal de un esbirro clavado en la espalda. Quiero diez mil cequíes.
—¿Cuándo me comunicaréis vuestro plan de acción?
—Mañana.
Después de desembarcar en el Molo, mi primera providencia fue
procurarme hospedaje en la casa de Monna Doneta, un caserón de muros
inclinados sobre el canal del Lazaroni. Monna Doneta me alojó en una
torrecilla de dos pisos con ventanitas verdes reflejándose en las aguas.
Una puerta se abría sobre el canal, y los sarmientos de una vid
rebalsando la tapia, que prolongaba un costado de la torre, suspendían
sus hojas sobre la cabeza de los gondoleros.
Deposité mis bártulos en el segundo piso de la torre y me marché a conocer el centro de la ciudad, la plaza de San Marcos.
Tuve la impresión de encontrarme en algún puerto de África. Cruzaban las losas de la plaza negros con monos encaramados a la espalda; árabes de Túnez con chalecos recamados de oro y finos turbantes; levantinos de cabeza encapuchada; esclavos acompañados de perrazos terribles; navegantes griegos con la cabeza cubierta de gorros escarlatas. Los barqueros fumaban acodados sus pipas de larga caña, y entre esta chusma circulaban jovencitos de cabellos rizados, señoras venecianas de la nobleza cubiertas de capas de terciopelo y acompañadas de caballeros de espada al cinto. Más allá, en el Rialto, en todos los bazares se veían puestos de canela, cinamomo, pimienta, sándalo y estoraque. Las nubes de incienso se escapaban de las puertas de las iglesias abiertas, y los patricios, en sus mulas tachonadas de plata, cruzaban los puentes de tablas.
Yo caminaba embelesado por las callejuelas torcidas admirando los pórticos de la nobleza, con zaguanes enlucidos de mármoles recamados, las ventanas góticas enrejadas de poligonales rejas de bronce, los vistosos palacios de piedra rosada con dobles pisos de galerías superpuestas. Las góndolas con proas rizadas como rulos de oro atracaban junto a los jardines de las casas señoriales.
Las maravillosas obras que me rodeaban no me hicieron olvidar en ningún momento cuál era el objeto de mi viaje; de modo que algunos días después comencé a visitar las iglesias y a tomar apuntes. Luego me lancé a los muelles con mi paleta y la caja de colores, y sentado frente a mi caballete, trabajaba como si en ello me fuera la menestra; de modo que en muy poco tiempo me relacioné con todos los pintores de la república y nadie dudaba que el objeto de mi viaje era el que yo había declarado.
Excuso decir que en Florencia yo había ideado diversos planes para comunicarme con Buono Malamoco sin despertar las sospechas de los esbirros de la Señoría. Entre estos planes se encontraba la intervención de una mujer destinada a seducir al maestro; pero estas tretas, que en las farsas dan siempre resultados brillantes, casi siempre fracasan en el terreno de los hechos. Finalmente, habiendo conocido a un pintor de Murano, le manifesté mis deseos de visitar las fábricas de vidrio y tomar apuntes para pintar una colección de escenas que se llamaría I vetrari de Venecia.
Esta ocurrencia mía tuvo un éxito extraordinario. Cuando desembarqué en Murano, casi fue a recibirme la población en masa. El párroco de San Donato me alojó en su casa; el síndico de los vidrieros me llevó a una reunión de fabricantes donde yo nuevamente reiteré mis propósitos. Durante más de una semana estuve visitando fundiciones de vidrio y tomando apuntes. Diré en honor de mi sagacidad que jamás hice una pregunta indiscreta, ni traté de relacionarme con ninguno de los maestros que habían llevado el arte del vidrio a las prodigiosas alturas a que se encontraba entonces. Algunos de estos artífices me invitaron a visitarlos en su casa, mas con suma habilidad decliné sus invitaciones.
Finalmente, un día, junto a un crisol, en una cueva techada de piedra, rodeado de balanzas y artesas de arena de diversos colores, conocí al maestro Buono Malamoco. Era él un hombre gigantesco de pelo rizado y con profundas patas de gallo en el vértice de los ojos. A pesar de su ostentosa alegría, me produjo la impresión de un hombre insincero y ávido de bienes.
Le pedí permiso para tomar apuntes de su persona, y el maestro accedió. Rápidamente hice un croquis de él frente a los platillos de una balanza, la panza negra del crisol a un costado y las arenas de los colores en el otro. El maestro, inclinado sobre un almirez, vertía lentamente una carga de cristales azules. El rápido parecido que obtuve le produjo un intensa satisfacción, y como nadie nos escuchaba, le pedí permiso para llevarle el cuadro a su casa. Buono Malamoco, conmovido por mis corteses maneras, accedió vivamente.
Una noche que diluviaba y no se veía un alma en los canales, tomé mi barca y fui a recalar junto a la gradinata de la finca donde vivía el maestro. Algo le asombró al artífice la hora que había elegido para entregarle su retrato, y después que se hubo admirado y gozado contemplándose, nos sentamos junto a la estufa para beber un vaso de vino.
Afuera retumbaba el trueno, el agua golpeaba en los cristales de la ventana, las llamas bailaban sobre los leños, y Buono Malamoco me envolvía en una mirada gris cargada de malicia y que parecía expresar esta idea: “Pero ¿es cierto que vos sólo sois un pintor?”
Yo estuve mirando largamente los tizones que se cubrían de una delicada corteza de ceniza, y finalmente abrí la caja de mi secreto.
—Maestro, ¿podría hablaros de un negocio provechoso para vos?
Malamoco levantó las cejas y sus ojos grises se alertaron.
—Tengo que proponeros un trato, por el cual si vos me denunciáis a la Señoría, puedo perder la vida.
La curiosidad de Malamoco era demasiado viva para que rehusara conocer mi secreto. Respondió:
—Os juro por los sacrosantos Evangelios, que sea cual fuere lo que me comuniquéis, ni una palabra saldrá de mi boca.
Por supuesto, no creí ni por un momento en la seriedad de su juramento, pero de algún modo los hombres deben engañarse para aproximarse al logro de sus deseos.
Así es que le dije:
—Maestro, vuestra fama de fundidor de cristal ha llegado hasta las tierras del Gran Turco. —Y a continuación le comuniqué las ofertas que le hacía por mi intermedio Alí Faat El Uazi.
Buono me escuchó gravemente. De tanto en tanto se llevaba el gran vaso de vino a los labios. Afuera retumbaba el trueno, el agua lloraba en los cristales y las campanas de San Donato doblaban lentamente. Malamoco empujó con la punta de su bota un trozo de leño al interior de la estufa y movió lentamente la cabeza.
—Quiero ser sepultado en la misma tierra donde yacen mis padres, y mis abuelos, y mis bisabuelos. Sin embargo, la extrema gentileza de Alí Faat me incita a corresponderle.
Preguntadle cuánto pagaría el Gran Turco por el secreto de fijar cinco colores dentro de una lámina de vidrio curva o recta.
—¿Tendré que daros su respuesta aquí?
—No. Nunca más vendréis vos por aquí porque infundiríais sospechas. —Malamoco consultó el calendario.— Hoy es jueves 5. De aquí al día de San Ireneo tenéis tiempo de ir y venir de Florencia para traerme las propuestas del embajador. Mirad, convengamos el día de San Ireneo. Nos encontraremos frente a la isla de San Giorgio Maggiore, a las diez de la noche, en mi batel. Vos alquilaréis una góndola; de modo que no necesitéis de remero que os pueda delatar. Para advertiros que yo estoy allí, os haré dos señales breves y una larga con un faro azul. Vos me responderéis apagando tres veces una luz amarilla.
Anoté el paraje donde debíamos encontrarnos, la hora y el número de señales. Luego le dije al maestro que al día siguiente partiría de Murano y que en la posta me dirigiría inmediatamente a Florencia.
Buono Malamoco me escuchaba moviendo suavemente la cabeza.
En la fiesta de San Ireneo llegué a Venecia acompañado de Alí Faat El Uazi. El embajador quería conversar personalmente con el artífice, que a su modo de ver estaba dispuesto a venderle todos sus secretos. El plan de Alí Faat El Uazi era combinar una permanente comunicación entre Buono Malamoco y algún maestro vidriero musulmán que traería al efecto de Constantinopla.
Para disimular su condición, el embajador se había vestido como un caballero cristiano, y juro que nadie hubiera sospechado de él, tan en carácter estaba. Empleamos el día en visitar los parajes de diversión. Por la noche, en una góndola que tema ya alquilada, me dirigí al canal de San Marcos. En nuestro camino nos cruzamos con diversas embarcaciones, hasta que finalmente, allá en las proximidades de San Giorgio Maggiore, distinguí las lámparas azules de una embarcación. Hice las señales convenidas con el friolari, y moviendo más enérgicamente los remos, me encontré a babor de un batel, cuyo remero me hizo la seña para que subiera.
El embajador y yo saltamos a la embarcación, donde de pronto se abrió la puerta de una tienda y nos encontramos frente a un espectáculo inolvidable. Malamoco yacía tendido en el suelo del batel con un puñal clavado en el pecho. El jefe de los esbirros, sin hacer caso de mi presencia, se dirigió a El Uazi y le dijo gravemente:
—Vos sois el embajador de Turquía en Florencia y éste es vuestro espía. Aquí está el vidriero Buono Malamoco. Podéis llevároslo a Constantinopla. Lo que nos permitimos aconsejaros es que ni vos ni vuestro soplón volváis a poner los pies en un país cuyas instituciones tan mal habéis apreciado.
Luego los esbirros nos hicieron abandonar su batel, depositaron el muerto en nuestra góndola y se alejaron con rápidos golpes de remo.
(Mundo Argentino, 1 de julio de 1942)