Los Siete Locos

Roberto Arlt


Novela



Capítulo primero

La sorpresa

Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.

Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo Humberto I», y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez: Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:

—Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.

—Con siete centavos —agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía impasible.

—¿Por qué anda usted tan mal vestido? —interrogó.

—No gano nada como cobrador.

—¿Y el dinero que nos ha robado?

—Yo no he robado nada. Son mentiras.

—Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?

—Si quieren, hoy mismo a mediodía.

La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:

—No... tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.

Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.

Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.

—¿Entonces, puedo irme?

—Sí...

—No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.

—Sí... todo... —y volviéndose, salió sin saludar.

Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.

Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.

Estados de conciencia

Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.

Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.

Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.

Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario —inmensamente extraordinario— que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.

Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, «la zona de la angustia».

Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.

Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.

Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.

—¿Qué es lo que hago con mi vida? —decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siempre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.

Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones —ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel— le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.

En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.

Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:

—¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? —Y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: —Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del pórtasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.

Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría «el señor», un hombre que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.

Y volvía a repetirse:

—Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo —y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.

Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:

—¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? —Y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.

Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.

Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.

Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan repugnantes.

Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:

—No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... —y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.

Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.

De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer «eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer. Decíase luego:

—Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.

Y «eso» aliviaba la vida, con «eso» tenía dinero que le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.

Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente alimentado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amontonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.

Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escuchaba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:

—¿Qué es lo que puedo hacer yo?

Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de iniciativa, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.

Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.

El terror en la calle

Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle.

Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose:

—Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.

El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos descomponían su sombra en triángulos.

—Será millonada, pero yo le diré: «Señorita, no puedo tocarla. Aunque usted quisiera entregárseme, no la tomaría». Ella me mirará sorprendida; entonces yo le diré: «Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy casado». Pero ella le ofrecerá una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yate nos iremos al Brasil.

Y la simplicidad de este sueno se enriquecía con el nombre de Brasil que, áspero y caliente, proyectaba ante él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y perpendiculares al mar tiernamente azul. Ahora la doncella había perdido su empaque trágico y era —bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala— una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.

Y Erdosain pensaba:

—No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer más duradero nuestro amor, refrenaremos el deseo, y tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.

Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera, pero era más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces decíase entristecido de un coraje vago:

—Bueno, seré «cafisho». —Y de pronto un horror más terrible que los otros horrores le destornillaba la conciencia. El tenía la sensación de que todas las muescas de su alma sangraban como bajo la mecha de un torno, y paralizado el entendimiento, embotado de angustia, iba a loca ventura en busca de lenocinios. Entonces supo el terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el estallido de un gran día de sol en la convexidad de una salitrera.

Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al hombre que se siente por primera vez a las puertas de la cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado a jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en el naipe y en la hembra una consolación brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido cierta certidumbre de pureza que lo salvará definitivamente.

Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos.

Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y regueros de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por mallas de alambre.

Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer horrorosa de flaca o de gorda.

Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía:

—¿Vamos, querido? —y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándole los oídos y con una niebla girante en las pupilas.

Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las mantas sucias por los botines, que protegían la colcha.

Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono de Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe mientras que de repugnancia el estómago se le cerraba como un puño.

Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:

—¿Qué he hecho de mi vida?

Una rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya, movía lentamente la mano mientras él entristecido se decía:

—¿Qué es lo que he hecho de mi vida?

Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse más en su locura que aullaba a todas horas.

Un hombre extraño

A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.

En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.

Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara amarilla.

Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas flácidas y el labio inferior casi colgante, le daban la apariencia de un cretino.

Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de canela, y, a momentos, inclinando el rostro apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.

Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aun sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:

—¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!

Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:

—Y, ¿te casaste con Hipólita?..

—Sí, pero no te imaginas el bochinche que se armó en casa...

—¿Qué... supieron que era de «la vida»?

—No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabes que Hipólita antes de «hacer la calle» trabajó de sirvienta?...

—¿Y?..

—Poco después que nos casamos fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento, se vino abajo.

—¿Y por qué confesó que fue prostituta?

—Un momento de rabia. ¿Pero no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?

—¿Y cómo te va?

—Muy bien... La farmacia da setenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.

Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó:

—¿Jugás siempre?

—Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.

—¿Qué es eso?

—Vos no sabes... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... Ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.

Y de pronto lanzó la embrollada explicación:

—Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce forzosamente el desequilibrio. Marcas, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentas entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o a las docenas que resulten.

Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:

—Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.

—Y también a los idiotas —arguyó Ergueta clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo—. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas, he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...

—¿Y sos feliz con ella?

—...creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco...

Erdosain, impaciente, frunció el ceño, luego:

—¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casas con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia; hablas a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer que estás loco porque esas cosas no las conoces ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría de instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo...

—Cinco mil pesos gané en las dos veces...

—Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, sino el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel...

—Eso sí que es verdad —interrumpió Ergueta—. Fíjate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabes lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.

—¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentiría toda la vida. ¿No es así?

—Sí, en la Biblia está escrito: «Y el padre se levantará contra el hijo contra el padre»...

—¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenes por delante un camino magnífico. ¿Sabes? Un camino raro...

—Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...

—Y salvarás de la angustia a mucha gente buena. Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado. ¿Sabes? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte, y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Esa es la gente que hay que salvar... a los angustiados, a los fraudulentos.

El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotargado; luego, calmosamente, agregó:

—Tenes razón... el mundo está lleno de «turros», de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...

—Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.

—No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy a la mañana.

Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:

—Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?

—De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?

Y Erdosain, tomándolo de un brazo a Ergueta, exclamó:

—Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabes? He robado seiscientos pesos con siete centavos.

El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:

—No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado yo con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?...

—Pero, decíme, ¿vos no podes prestarme esos seiscientos pesos?

El otro movió lentamente la cabeza:

—Te juro que los debo.

De pronto ocurrió algo inesperado.

El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:

—Rajá, turrito, rajá.

Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.

El odio

Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase hacia el horizonte entrevistó a través de los cables y de los «trolleys» de los tranvías y súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre su angustia convertida en una alfombra. Así como los caballos que, desventados por un toro se enredan en sus propias entrañas, cada paso que daba le dejaba sin sangre los pulmones. Respiraba despacio y desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde? Ni lo sabía.

En la calle Piedras se sentó en el umbral de una casa desocupada. Estuvo varios minutos, luego echó a caminar rápidamente y el sudor corría por su semblante como en los días de excesiva temperatura.

Así llegó hasta Cerrito y Lavalle.

Al poner una mano en el bolsillo encontró que tenía un puñado de billetes y entonces entró en el bar Japonés. Cocheros y rufianes hacían rueda en torno de las mesas. Un negro con cuello palomita y alpargatas negras se arrancaba los parásitos del sobaco, y tres «polacos» polacos, con gruesos anillos de oro en los dedos, en su jerigonza, trataban de prostíbulos y alcahuetas. En otro rincón varios choferes de taxímetros jugaban a los naipes. El negro que se despiojaba miraba en redor, como solicitando con los ojos que el público ratificara su operación, pero nadie hacía caso de él.

Erdosain, pidió café, apoyó la frente en la mano y se quedó mirando el mármol.

—¿De dónde sacar los seiscientos pesos?

Luego pensó en Gregorio Barsut, el primo de su mujer.

Ya no le preocupaba la actitud de Ergueta. Ante sus ojos se materializaba la taciturna figura del otro, de Gregorio Barsut, con la cabeza rapada, la nariz huesuda de ave de presa, los ojos verdosos y las orejas en punta como las del lobo. Su presencia le hacía temblar las manos dejándole la boca seca. Le volvería a pedir dinero esa noche. Seguramente a las nueve y media estaría en su casa como de costumbre. Y lo reveía. Amontonando una conversación abundante de pretextos vagos para visitarle, torrentes de palabras que lo entontecían a Erdosain, que con la boca sedienta y las manos temblorosas, no se atrevía a echarlo de su casa.

Y Gregorio Barsut debía darse cuenta de la repulsión que Erdosain experimentaba hacia él, porque más de una vez le dijo:

—Parece que mi conversación te desagrada, ¿no? —lo cual no era óbice para que fuera a su casa con frecuencia fastidiosa.

Erdosain se apresuró a negarle, y trató aparentemente de interesarse en la cháchara del otro, que conversaba horas seguidas, sin ton ni son, espiando siempre el rincón sudeste del cuarto. ¿Qué es lo que se proponía con esa actitud? Erdosain a su vez se consolaba de tales momentos desagradables pensando que el otro vivía acosado por la envidia y ciertos sufrimientos atroces que no tenían motivo de ser.

Una noche dijo Gregorio, en presencia de la esposa de Erdosain, que raramente asistía a esas conversaciones, pues se quedaba en otro cuarto cerrando la puerta para no escuchar las voces:

—¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara a ustedes a tiros, suicidándome luego!

Sus ojos oblicuos estaban fijos en el rincón sudeste del cuarto, y sonreía mostrando los dientes puntiagudos, como si las palabras que antes había dicho no pasaran de una broma. Pero Elsa, mirándolo muy seria, le dijo:

—Que sea la última vez que hables de esta manera en mi casa. Si no, no volvés a pisar aquí.

Gregorio trató de disculparse. Pero ella salió y en toda la noche no volvió a dejarse ver.

Continuaron los dos hombres charlando, el otro más pálido, la frente estrecha cargada de tumultuosas contracciones, pasándose a momentos la ancha mano por su cepillo de cabello color de bronce.

Erdosain no se explicaba el odio que le había cobrado a Barsut. Le suponía grosero, mas ello se contradecía con ciertos sueños de Gregorio, en los que aparecía en descubierto una naturaleza vaga, extraña, delicada, movida por los más inexplicables sentimientos.

Otras veces su grosería aparente o real, trocábase en repugnante, y frente a Erdosain, que reprimía su indignación desdibujando en los labios un esquince pálido, Barsut amontonaba obscenidades sin nombre, por el solo placer de ultrajar la sensibilidad del otro.

Era un duelo invisible, odioso, sin un fin inmediato, tan irritante que Erdosain después que Barsut salía, se juraba no recibirlo al otro día. Pocas horas antes de anochecer ya Erdosain estaba pensando en él.

Muchas veces el otro llegaba, y antes de sentarse comenzaba a hablar.

—¿Sabes?... he tenido un sueño raro anoche.

Y clavados los ojos en el rincón sudeste del cuarto, sin sonreír, con una expresión casi dolorosa en el semblante sucio, con barba de tres días, Barsut monologaba lentamente, contaba sus terrores de hombre de veintisiete años, la preocupación que le había dejado en el entendimiento el guiño de un pez tuerto, y relacionando el pez tuerto con la mirada fisgona de una anciana alcahueta que quería que se casara con su hija que se dedicaba al espiritismo, derivaba la conversación hacia cada absurdo que de pronto, Erdosain, olvidándose de su rencor, se preguntaba si el otro no estaría loco. Elsa, indiferente a todo, cosía en la habitación medianera, mientras un profundo malestar inmovilizaba a Erdosain.

Percibía éste una vibración de impaciencia, entrechocando sus dedos por los nudillos, y el esfuerzo efectuado para ocultar este temblor, lo fatigaba. Si pronunciaba alguna palabra lo hacía con extraordinaria dificultad, como si tuviera rígidos los labios por un baño de cola.

Apoyando un codo en la mesa y corrigiendo la rodillera de su pantalón, Barsut se quejaba a veces de que nadie le quería, mirando largamente a Erdosain al decir esto. Otras veces se burlaba de sus presentimientos y de un fantasma que decía ver en un rincón del excusado de la pensión donde vivía, fantasma que era una mujer gigantesca con una escoba entre las manos y los brazos delgados y la mirada arpía. En algunas oportunidades admitía que si no estaba enfermo terminaría por estarlo. Erdosain, fingiéndose cuidadoso de su salud, le preguntaba por los síntomas, aconsejándole reposo y cama, y como insistiera sobre esto. Barsut, malévolamente, le replicó una vez:

—¿Te molesta tanto mi presencia?

Otras veces Barsut llegaba siniestramente alegre, con una jovialidad de ebrio taciturno que le ha pegado fuego a un depósito de petróleo, y espatarrándose en el comedor,

palmeteándolo a Erdosain en la espalda, con insistencia molesta, le preguntaba:

—¿Cómo te va? ¿Qué tal? ¿Cómo te va?

A Barsut le centelleaban los ojos, y Erdosain permanecía allí triste, encogido, preguntándose qué era lo que lo apocaba en presencia de ese hombre, que siempre permanecía sentado en la orilla de la silla y espiando obstinadamente el rincón del comedor.

Y evitaban el mirarse a los ojos.

Había entre ellos una situación indefinida, oscura. Una de esas situaciones que dos hombres que se desprecian toleran por razones independientes de sus voluntades.

Erdosain odiaba a Barsut, pero con un rencor gris, tramposo, compuesto de malos ensueños y peores posibilidades. Y lo que hacía más intenso este odio era la falta de motivos.

A veces dábase a trenzar las imágenes de alguna venganza atroz, y con el ceño fruncido compaginaba desastres. Pero al otro día, al llamar Barsut a la puerta de calle. Erdosain se estremecía como una adúltera a la llegada de su esposo, y hasta una vez llegó a encolerizarse con Elsa, porque demoró en abrirle la puerta a Barsut, agregando a modo de comentario destinado a ocultar su cobardía ante ella:

—Va a creer que no queremos recibirlo. Para eso es mejor decirle que no venga más.

Faltaba el motivo concreto, y ese rencor subterráneo su extendía en él como un cáncer. Erdosain encontraba en cada gesto de Barsut razones para encorajinarse y desearle muertes atroces. Y Barsut, como si presintiera los sentimientos del otro, parecía ejecutar ex profeso las groserías más repugnantes. Así, Erdosain no olvidó jamás este hecho:

Fue un anochecer en que habían ido a tomar un vermouth. Acompañando la bebida, el mozo trajo un platito de papas en ensalada, con mostaza. Barsut clavó con tal avidez el escarbadiente en un trozo de papa que volcó la ensalada sobre el mármol ennegrecido por el roce de las manos y la ceniza de los cigarrillos. Erdosain lo observó, irritado. Entonces, Barsut, burlándose, recogió pedazo por pedazo y al llegar al último restregó con éste la mostaza derramada en el mármol, llevándoselo después a la boca con una sonrisa irónica.

—Podrías lamer el mármol —observó Erdosain asqueado.

Barsut le dirigió una mirada extraña, casi provocativa. Luego inclinó la cabeza y su lengua enjugó el mármol.

—¿Estás contento?

Erdosain palideció.

—¿ Te has vuelto loco?

—¿Qué? ¿Te vas a hacer mala sangre?

Y de pronto Barsut, riéndose, amable, disuelta esa especie de frenesí que lo había enfoscado toda la tarde, se levantó diciendo futilezas.

De ese hecho no se olvidó ya más Erdosain: la cabeza rapada, color de bronce, inclinada sobre el mármol y una lengua adherida a la viscosidad de la piedra amarilla.

Y muchas veces imaginaba que Barsut lo recordaba a través de los días con el odio que se le toma a las personas a quienes se han hecho demasiadas confidencias. Pero no se podía dominar, porque apenas llegaba a la casa de Erdosain, volcaba en las orejas de éste cubos de desdichas, aunque sabía que Erdosain se regocijaba con ellas.

Y es que Remo provocaba sus confidencias, y las provocaba con una transitoria pero espontánea compasión, de manera que Barsut sentía desvanecerse su rencor hacia el otro, cuando éste le aconsejaba seriamente. Mas su odio se desenroscaba furiosamente, cuando una rápida y furtiva mirada de Erdosain le revelaba que en éste se desvanecía la piedad y aparecía un maligno goce ante el espectáculo de su vida en parte deshecha, pues aun cuando tenía dinero para vivir mediocremente de renta, sufría el terror de volverse loco como había acontecido con su padre y sus hermanos.

De pronto Erdosain levantó la cabeza. El negro de cuello palomita había terminado de empulgarse y ahora los tres «macrós» se repartían fajos de dinero bajo la ávida mirada de los choferes que, desde la otra mesa, soslayaban con el vértice del ojo. El negro parecía que, bajo la influencia del dinero, iba a estornudar, tan lamentablemente miraba a los rufianes.

Erdosain se puso de pie y pagó. Luego salió diciéndose: —Si Gregorio me falla le pediré al Astrólogo.

Los sueños del inventor

Si alguien le hubiera anticipado a Erdosain, que horas después tramaría el asesinato de Barsut y que asistiría casi impasiblemente a la fuga de su esposa, no lo hubiera creído.

Vagabundeó toda la tarde. Tenía necesidad de estar solo, de olvidarse de las voces humanas y de sentirse tan desligado de lo que lo rodeaba como un forastero en una ciudad en cuya estación perdió el tren.

Anduvo por las solitarias ochavas de las calles Arenales y Talcahuano, por las esquinas de Charcas y Rodríguez Peña, en los cruces de Montevideo y Avenida Quintana, apeteciendo el espectáculo de esas calles magníficas en arquitectura, y negadas para siempre a los desdichados. Sus pies, en las veredas blancas, hacían crujir las hojas caídas de los plátanos, y fijaba la mirada en los óvalos cristales de las grandes ventanas, azogados por la blancura de las cortinas interiores. Aquél era otro mundo dentro de la ciudad canalla que él conocía, otro mundo para el que ahora su corazón latía con palpitaciones lentas y pesadas.

Deteniéndose, observaba los garajes lujosos como patenas, y los verdes penachos de los cipreses en los jardines, defendidos por murallas de cornisas dentadas, o verjas gruesas capaces de detener el ímpetu de un león. La granza roja serpenteaba entre los óvalos de los canteros verdes. Alguna aya con toca gris paseaba por los caminos.

¡Y él debía seiscientos pesos con siete centavos!

Miraba largamente los pasamanos que en los balcones negros fulguraban redondeces de barras de oro, las ventanas pintadas de color gris perla o leche teñida con unas gotas de café, los cristales cuyo espesor debía tornar aguanosa las imágenes de los transeúntes. Las cortinas de gasas, tan livianas que sus nombres debían ser bonitos como la geografía de los países distantes. ¡Qué distinto debía ser el amor a la sombra de esos tules que ensombrecen la luz y atemperan los sonidos!...

Sin embargo, él debía seiscientos pesos con siete centavos. Y la voz del farmacéutico repetía ahora en sus orejas:

—Tenes razón... el mundo está lleno de turros... de infelices... pero cómo remediar esto?... ¿De qué forma presentarle las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...

La pena, como uno de esos arbustos cuyo desarrollo se acelera con la electricidad, crecía en las honduras de su pecho retrepándole hasta la garganta.

Detenido pensaba que cada pesar era un búho que saltaba de una rama a otra de su desdicha. El debía seiscientos pesos con siete centavos y aunque quería olvidarse de ello poniendo sus esperanzas en Barsut o en el Astrólogo, su pensamiento se bifurcaba hacia una calle oscura. Hileras de luces parecían apoyarse en las cornisas. Abajo llenaba el cajón de la calle una neblina de polvo. Pero él caminaba hacia el país de la alegría, olvidado de la Limited Azucarer Company.

¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora de preguntárselo? ¿Y cómo podía caminar si su cuerpo pesaba setenta kilos? ¿O era un fantasma, un fantasma que recordaba sucesos de la tierra?

¡Cuántas cosas se movían en su corazón! ¿Y el otro que se había casado con una prostituta? ¿Y Barsut con su preocupación del pez tuerto y la primogénita de la espiritista? ¿Y Elsa que no entregándosele lo arrojaba a la calle? ¿Estaba loco o no?

Hacíase esta pregunta porque por momentos le extrañaba una esperanza que había surgido en él.

Se imaginaba que desde la mirilla de la persiana de algunos de esos palacios lo estaba examinando con gemelos de teatro cierto millonario «melancólico y taciturno». (Uso estrictamente los términos de Erdosain.)

Y lo curioso es que cuando él pensaba que el «millonario melancólico y taciturno» podía observarlo, componía un semblante compungido y meditativo, y no le miraba el trasero a las criadas que pasaban, fingiendo estar inmovilizado por la atención que prestaba a un gran trabajo interior. Porque se decía que si el «millonario melancólico y taciturno» veía que él le miraba el trasero a las criadas, deduciría de ello que no estaba tan preocupado como para merecer su compasión.

Tan es así, que Erdosain esperaba que el «millonario melancólico y taciturno» lo mandara llamar de un momento a otro al observar su semblante de músculos endurecidos por el sufrimiento de tantos años.

Tanto creció esta obsesión aquella tarde, que de pronto creyó que un granuja de chaleco y rayas rojas y amarillas que estaba en la puerta del hotel examinándole descaradamente, era el espía del «millonario melancólico y taciturno».

Y el criado lo llamaba. El lo seguía. Cruzaban un jardín erizado de cactus, entraban a un salón y permanecía solo durante unos minutos. Todo el edificio estaba a oscuras. Una lámpara brillaba en un rincón del salón. Sobre la ménsula del piano, piezas de música esparcían la fragancia de los papeles tocados siempre por manos femeninas. En el alféizar de una ventana cubierta de linones violetas estaba abandonada la cabeza de mármol de una mujer. Veíanse forrados los almohadones de las fraileras de géneros que parecían pinturas cubistas, y sobre el escritorio había ceniceros de bronce negro y polichinelas de mil colores.

¿En qué circunstancia de su vida había estado en el interior de esa sala que ahora se presentaba a su imaginación? No podía recordarlo. Pero veía un gran marco de ébano cuyos biseles paralelos retrepaban hacia un cielo raso blanquísimo, que volcaba su luz de yeso sobre una marina: cierto siniestro puente de madera, bajo cuyos contrafuertes ciclópeos hervía una multitud de hombres borrosos, manchados por sombras rojizas, y que acarreaban grandes bultos frente a un proceloso mar de hierro colado, sanguinolento, del que se levantaba en ángulo recto un muelle de piedra obstaculizado de fraguas, rieles y guinches.

En aquella sala se movía Elsa cuando aun era su novia. Sí quizás, pero, ¿para qué recordarlo? El era el fraudulento, el hombre de los botines rotos, de la corbata deshilachada, del traje lleno de manchas, que se gana la vida en la calle mientras la mujer enferma lava ropas en la casa. El era todo eso y nada más. Por eso lo había mandado llamar el «millonario melancólico y taciturno».

Erdosain, gozoso en el ensueño, en parte hecho plástico, por los espacios de tiempo e imágenes reconstruidas a expensas del gran señor invisible, no quería detenerse ya en su entrevista con el «millonario melancólico y taciturno» que le ofrecía dinero para hacer prácticos sus inventos, sino que semejante a esos lectores de folletines policiales que apresurados para llegar al desenlace de la intriga saltean los «puntos muertos» de la novela, Erdosain soslayaba determinadas construcciones interesantes de su imaginación, y se restituía a la calle, aunque en la calle se encontraba.

Entonces, abandonando la esquina de Charcas y Talcahuano, o de Arenales y Rodríguez Peña, echaba a caminar apresurado.

Y los excesos eran desplazados por desmedimientos de esperanza.

Triunfaría, ¡sí!, triunfaría. Con el dinero del «millonario melancólico y taciturno» instalaría un laboratorio de electrotécnica, se dedicaría con especialidad al estudio de los rayos Beta, al transporte inalámbrico de la energía, y al de las ondas electromagnéticas, y sin perder su juventud, como el absurdo personaje de una novela inglesa, envejecería; tan sólo su rostro empalidecería hasta adquirir la blancura del mármol, y sus pupilas chispeantes como las de un mago seducirían a todas las doncellas de la tierra.

Caía la tarde y de pronto recordó que el único que podía salvarle de su horrible situación era el Astrólogo. Esta ocurrencia removió todos sus pensamientos. Quizás el otro tenía dinero. Hasta sospechaba que pudiera ser un delegado bolchevique para hacer propaganda comunista en el país, ya que aquél tenía un proyecto de sociedad revolucionaria singularísimo. Sin vacilar, llamó un automóvil y le indicó al chofer que le llevara hasta la estación Constitución. Allí sacó boleto para Témperley.

El Astrólogo

El edificio que ocupaba el Astrólogo estaba situado en el centro de una quinta boscosa. La casa era chata y sus tejados rojizos se divisaban a mucha distancia sobre la espesura de los árboles silvestres. Por los claros que dejaban los abultamientos, entre el auténtico oleaje de pastos y enredaderas, gruesos insectos de culo negro moscardoneaban todo el día entre la perenne lluvia de hierbajos y tallos. No lejos de la casa, la rueda del molino giraba su cojera de tres paletas sobre un prisma de hierro oxidado, y más allá, sobre la caballeriza, se distinguían los cristales azules y rojos de una mampara destruida por el orín. Tras del molino y la casa, más allá de las bardas, negreaba la sierra verde botella de un monte de eucaliptos, apenachando de borbotones y cresterías en relieve el cielo de un azul marítimo.

Chupando una flor de madreselva, Erdosain cruzó la quinta hacia la casa. Le parecía estar en el campo, muy lejos de la ciudad, y la vista del edificio lo alegró. Aunque chato, éste tenía dos pisos, con ruinosa balconada en el segundo y un descascarado juego de columnas griegas en el recibimiento, hasta donde trepaba una destruida gradinata, guarnecida de palmeras.

Los rojizos tejados caían oblicuamente, protegiendo con el alero los tragaluces y ventanitas de las buhardillas, y entre la pimpante hojarasca de los castaños, por encima de la copa de los granados manchados de asteriscos escarlatas, se veía un gallo de cinc moviendo su cola torcida a todos los vientos. En derredor, intrincadamente, surgía el jardín, con amaño de bosquecillo, y ahora en la quietud del atardecer, bajo el sol que aplomaba en el espacio una atmósfera de cristal nacarado, los rosales vertían su perfume potentísimo, tan penetrante, que todo el espacio parecía poblarse de una atmósfera roja y fresca como un caudal de agua.

Erdosain pensó:

—Aunque tuviera una barca de plata con velas de oro y remos de marfil, y el océano se volviera de siete colores lisos, y desde la luna una millonaria con las manos me tirara besos, mi tristeza sería la misma... Mas esto no hay que decirlo. Sin embargo, mejor viviría aquí que allí. Aquí podría tener un laboratorio.

Una camilla mal cerrada goteaba en un tonel. Al pie del poste de una glorieta dormitaba un perro, y cuando se detuvo para llamar frente a la escalinata apareció por la puerta la gigantesca figura del Astrólogo, cubierto con un guardapolvo amarillo y la galera echada sobre la frente, sombreándole el anchuroso rostro romboidal. Algunos mechones de cabello rizado se escapaban sobre sus sienes, y su nariz, con el tabique fracturado en la parte media, estaba extraordinariamente desviada hacia la izquierda. Bajo sus cejas abultadas se movían vivamente unos redondos ojos negros, y esa cara de mejillas duras, surcadas de estrías rugosas, daba la impresión de estar esculpida en plomo. ¡Tanto debía de pesar esa cabeza!

¡Ah! ¿Es usted?... Pase. Le voy a presentar al Rufián Melancólico.

Atravesando el vestíbulo oscuro y hediondo a humedad, entraron a un escritorio de muros rameados por un descolorido papel verdoso.

La habitación era francamente siniestra, con su altísimo cielorraso surcado de telarañas y la estrecha ventana protegida por el nudoso enrejado. En el enchapado de un armario antiguo, arrinconado, la claridad azulada se rompía en lívidas penumbras. Sentado en un sillón forrado de raído terciopelo verde estaba un hombre vestido de gris, renegrida onda de cabellos le soslayaba la frente, y calzaba botines de cana clara. Onduló el amarillo guardapolvo del Astrólogo al acercarse al desconocido.

—Erdosain, le voy a presentar a Arturo Haffner.

En otra oportunidad, el fraudulento hubiérale dicho algo al hombre que el Astrólogo llamaba en su intimidad el Rufián Melancólico, quien, después de estrechar la mano de Erdosain, se cruzó de piernas en el sillón, apoyando la azulada mejilla en tres dedos de uñas centellantes. Y Erdosain remiró aquel rostro casi redondo, con laxitud de paz, y en la que sólo denunciaba al hombre de acción de chispa burlona, movediza, en el fondo de los ojos, y ese movimiento de levantar una ceja más que otra al escuchar al que hablaba. Erdosain distinguió a un costado, entre el saco y la camisa de seda que usaba el Rufián, el cabo negro de un revólver. Indudablemente, en la vida, los rostros significan poca cosa.

Luego el Rufián volvió nuevamente la cabeza hacia un mapa de los Estados Unidos de la América del Norte, al cual se dirigió al Astrólogo recogiendo un puntero. Y ya detenido, con el brazo amarillo cortando el azul mar del Caribe, exclamó:

—El Ku-Klux-Klan tenía sólo en Chicago 150 mil adherentes... En Missouri, 100.000 adherentes. Se dice que en Arkansas hay más de 200 «cavernas». En Little Rock, el Imperio Invisible afirma que todos los pastores protestantes están adheridos a la hermandad. En Texas domina absolutamente en las ciudades de Dallas, Fort, Houston, Beaumont. En Binghamtom, residencia de Smith, que era Gran Dragón de la Orden, se contaban 75.000 adeptos, y en Oklahoma éstos hicieron decretar por las Cámaras un «bill» suspendiéndolo a Walton, el gobernador, por perseguirlos, de tal modo que prácticamente el estado se encontraba hasta hace poco tiempo bajo el control del Klan.

El guardapolvo amarillo del Astrólogo parecía la vestimenta de un sacerdote de Buda.

Continuó el Astrólogo:

—¿Sabe usted que quemaron vivos a muchos hombres?...

—Sí —asintió el Rufián—; leí los telegramas.

Erdosain examinaba ahora al Rufián Melancólico. Así lo llamaba el Astrólogo, porque el macró hacía muchos años había querido suicidarse. Fue aquél un asunto oscuro. Del día a la noche, Haffner, que hacía tiempo explotaba a prostitutas, se descerrajó un tiro en el pecho, junto al corazón. La contracción del órgano en el preciso instante de pasar el proyectil lo salvó de la muerte. Luego, como es natural, continuó haciendo su vida, quizá con un poco de más prestigio por ese gesto que ninguno de sus camaradas de rapiña se explicaba. Continuó el Astrólogo:

—El Ku-Klux-Klan reunió millones...

Se desperezó el Rufián y contestó:

—Sí, y al Dragón... ¡ese sí que es un Dragón!, se le procesa por estafador...

El Astrólogo se desentendió de la réplica:

—¿Qué es lo que se opone aquí en la Argentina para que exista también una sociedad secreta que alcance tanto poderío como aquélla allá? Y le hablo a usted con franqueza. No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda. Creo que no se me puede pedir más sinceridad en este momento. Vea que por ahora lo que yo pretendo hacer es un bloque donde se consoliden todas las posibles esperanzas humanas. Mi plan es dirigirnos con preferencia a los jóvenes bolcheviques, estudiantes y proletarios inteligentes. Además, acogeremos a los que tienen un plan para reformar el universo, a los empleados que aspiran a ser millonarios, a los inventores fallados —no se dé por aludido, Erdosain—, a los cesantes de cualquier cosa, a los que acaban de sufrir un proceso y quedan en la calle sin saber para qué lado mirar...

Erdosain recordó la misión que lo llevó a la casa del Astrólogo, y dijo:

—Tendría que hablar con usted...

—Un momentito... estoy en seguida con usted —y siguió—: El poder de esta sociedad no derivará de lo que los socios quieran dar, sino de lo que producirán los prostíbulos anexos a cada célula. Cuando yo hablo de una sociedad secreta, no me refiero al tipo clásico de sociedad, sino a una supermoderna, donde cada miembro y adepto tenga intereses, y recoja ganancias, porque sólo así es posible vincularlos más y más a los fines que sólo conocerán unos pocos. Este es el aspecto comercial. Los prostíbulos producirán ingresos como para mantener las crecientes ramificaciones de la sociedad. En la cordillera estableceremos una colonia revolucionaria. Allí, los novicios seguirán cursos de táctica ácrata, propaganda revolucionaria, ingeniería militar, instalaciones industriales, de manera que estos asociados el día que salgan de la colonia puedan establecer en cualquier parte una rama de la sociedad... ¿Me entiende? La sociedad secreta tendrá su academia, la Academia para Revolucionarios.

El reloj suspendido del muro dio cinco campanadas. Erdosain comprendió que no podía perder más tiempo, y exclamó:

—Perdone que lo interrumpa. He venido para un asunto grave. ¿Tiene usted seiscientos pesos?

—El Astrólogo dejó su puntero y se cruzó de brazos:

—¿Qué es lo que le pasa a usted?

—Si mañana no repongo seiscientos pesos en la Azucarera, me pondrán preso.

Los dos hombres miraron curiosamente a Erdosain. Debía sufrir mucho para haber lanzado así sus pedido. Erdosain continuó:

—Es preciso que usted me ayude. He defraudado en unos cuantos meses seiscientos pesos. Me denunciaron en un anónimo. Si no repongo el dinero mañana, me pondrán preso.

—¿Y cómo es que usted robo ese dinero?...

—Así, despacio...

El Astrólogo se acariciaba la barba preocupado.

—¿Cómo ha ocurrido eso?

Erdosain tuvo que explicarse nuevamente. Los comerciantes, al recibir la mercadería, firmaban un vale en el que reconocían deber el importe de lo adquirido. Erdosain, en compañía de otros dos cobradores, recibía cada fin de mes los vales que tenía que hacer efectivos durante los treinta días restantes.

Los recibos que éstos decían no haber cobrado quedaban en su poder hasta que los comerciantes se resolvían a cancelar la deuda. Y Erdosain continuó:

—Fíjense que la negligencia del cajero era tal, que nunca controló los vales que nosotros decíamos no haber cobrado, de manera que a una cuenta hecha efectiva y malversada le dábamos entrada en la plantilla de cobranza con el dinero que provenía de una cuenta que cobrábamos después. ¿Se dan cuenta?

Erdosain era el vértice de aquel triángulo que formaban los tres hombres sentados. El Rufián Melancólico y el Astrólogo se miraban de vez en cuando. Haffner sacudía la ceniza de su cigarrillo, y luego, con una ceja más levantada que la otra, continuaba examinando de pies a cabeza a Erdosain. Al fin terminó por hacerle esta extraña pregunta:

—¿Y encontraba alguna satisfacción en robar?...

—No, ninguna...

—Y entonces, ¿cómo anda con los botines rotos?...

—Es que ganaba muy poco.

—Pero ¿y lo que robaba?

—Nunca se me ocurrió comprarme botines con esa plata.

Y era cierto. El placer que experimentó en un principio de disponer impunemente de lo que no le pertenecía se evaporó pronto. Erdosain descubrió un día en él la inquietud que hace ver los cielos soleados como ennegrecidos de un hollín que sólo es visible para el alma que está triste.

Cuando comprobó que debía cuatrocientos pesos, el sobresalto lo volcó hacia la locura. Entonces gastó el dinero en una forma estúpida, frenética. Compró golosinas, que nunca le apetecieron, almorzó cangrejos, sopas de tortuga y fritadas de ranas, en restaurantes donde el derecho de sentarse junto a personas bien vestidas es costosísimo, bebió licores caros y vinos insulsos para su paladar sin sensibilidad, y sin embargo carecía de las cosas más necesarias para el mediocre vivir, como ropa interior, zapatos, corbatas...

Daba abundantes limosnas y solía dejar a los mozos que le servían cuantiosas propinas, todo ello para acabar con los rastros de ese dinero robado que llevaba en su bolsillo y que al otro día podía sustraer impunemente.

—¿De modo que no se le ocurrió comprar botines? —insistió Haffner.

—Realmente, ahora que usted me lo hace observar, me parece curioso a mí también, pero la verdad es que nunca pensé que con plata robada se pudieran comprar esas cosas.

—Y entonces, ¿en qué gastaba el dinero?

—Doscientos pesos le di a una familia amiga, los Espila, para comprar un acumulador e instalar un pequeño laboratorio de galvanoplastia, para fabricar la rosa de cobre, que es...

—La conozco ya...

—Sí, ya le hablé de eso —repuso el Astrólogo.

—¿Y los otros cuatrocientos?

—No sé... Los he gastado de una manera absurda...

—Y ahora, ¿qué piensa hacer?...

—No sé.

—¿No conoce a nadie que le pueda facilitar?...

—No, nadie. Le pedí a un pariente de mi mujer, Barsut, hace diez días. Me dijo que no podía...

—¿Lo meterán preso, entonces?

—Es claro...

El Astrólogo se volvió al macró y dijo:

—Usted ya sabe que cuento con mil pesos. Esa es la base de todos mis proyectos. Yo a usted, Erdosain, lo único que puedo darle son trescientos pesos. También, mi amigo, ¡qué cosas hace!...

De pronto Erdosain se olvidó de Haffner y exclamó:

—Es que es la angustia, ¿sabe?... Esa «jodida» angustia la que lo arrastra...

—¿Cómo es eso? —interrumpió el Rufián.

—Dije que es la angustia. Uno roba, hace macanas porque está angustiado. Usted camina por las calles con el sol amarillo, que parece un sol de peste... Claro. Usted tiene que haber pasado por esas situaciones. Llevar cinco mil pesos en la cartera y estar triste. Y de pronto una idea chiquita le sugiere el robo. Esa noche no puede dormir de alegría. Al otro día hace temblando la prueba y sale tan bien que no queda otro remedio que seguir... lo mismo que cuando usted se intentó matar.

Al pronunciar estas palabras, Haffner se incorporó sobre el sillón y se tomó con las manos las rodillas. El Astrólogo hubiera querido imponer silencio a Erdosain. Era imposible, y éste continuó:

—Sí, como cuando usted se intentó matar. Yo me lo he imaginado muchas veces. Se había aburrido de ser cafishio. ¡ Ah, si supiera el interés que tenía en conocerlo! Me decía: Este debe ser un macró extraño. Claro está que de cien mil individuos que como usted viven de las mujeres se encuentra uno de su forma de ser. Usted me preguntó si yo sentía placer en robar. Y usted, ¿siente placer en ser cafishio? Dígame: ¿siente placer?... Pero, ¡qué diablo!, yo no he venido aquí para dar explicaciones, ¿saben? Lo que necesito es plata, no palabras.

Erdosain se había levantado, y ahora apretaba, temblando, entre sus dedos, el ala del sombrero. Miraba indignado al Astrólogo, cuya galera cubría el estado de Kansas en el mapa, y al Rufián, que se introdujo las manos entre el cinto y el pantalón. Este volvió a acomodarse en su sillón forrado de terciopelo verde, apoyó la mejilla en su mano regordeta, y sonriendo burlón, dijo calmosamente:

—Siéntese, amigo, yo le voy a dar los seiscientos pesos. Los brazos de Erdosain se encogieron. Luego, sin moverse, lo miró largamente al Rufián. Este, insistió, recalcando las palabras.

—Siéntese con confianza, amigo. Yo le voy a dar los seiscientos pesos. Para eso estamos los hombres.

Erdosain no supo qué decir. La misma tristeza que estalló en él cuando el hombre de la cabeza de jabalí le dijo en el escritorio que podía irse, la misma tristeza le enervaba ahora. ¡Entonces, la vida no era tan mala!

—Hagamos esto —dijo el Astrólogo—. Yo le doy los trescientos pesos y usted otros trescientos.

—No —dijo Haffner—. Usted necesita esa plata. Yo, no. Para eso tengo tres mujeres.— Y dirigiéndose a Erdosain, continuó—: ¿Ha visto, amigo, cómo se arreglan las cosas? ¿Está satisfecho?

Hablaba con socarrona calmosidad, con cierta cachaza de hombre de campo que siempre sabe que la experiencia que tiene de la naturaleza le permitirá encontrar una salida en la situación más complicada. Y Erdosain recién ahora percibió el candente perfume de las rosas y el gotear de la canilla en el barril que por la ventana entreabierta se escuchaba. Afuera ondulaban los caminos, iluminados por el sol, y el peso de los pájaros doblaban las ramas de los granados, consteladas de asteriscos escarlatas.

Nuevamente en los ojos del Rufián brilló la chispa de luz maliciosa. Con una jeta más levantada que la otra aguardaba la explosión de júbilo de Erdosain, mas como ésta no llegó, dijo:

—¿Hace mucho que usted vive de esa manera?...

—Sí, mucho.

—¿Se acuerda usted que yo le dije una vez que de esa forma, aunque usted no me confiaba nada, no se puede vivir? —objetó el Astrólogo.

—Sí, pero no quería hablar del asunto. No sé... esas cosas que uno no puede explicarse por qué las calla a las personas con quienes más confianza tiene.

—¿Cuándo va usted a reponer ese dinero?

—Mañana.

—Bueno, entonces le voy a hacer un cheque ahora. Lo tendrá que cobrar mañana.

Haffner se dirigió al escritorio. Sacó del bolsillo la libreta de cheques y escribió firmemente la suma, firmando después.

Erdosain pasó por ese viaje sin movimiento de un minuto con la inconsciencia del que se encuentra frente a la perspectiva de un sueño, y que luego más tarde se recuerda, para afirmar que en determinadas circunstancias la vida está empapada de un fatalismo inteligente.

—Sírvase, amigo.

Erdosain recogió el cheque, y sin leerlo lo dobló en cuatro pliegos, guardándolo en su bolsillo. Todo había ocurrido en un minuto. El suceso era más absurdo que una novela, a pesar de ser él un hombre de carne y hueso. Y no sabía qué decir. Ya no los debía, y el prodigio lo había obrado un solo gesto del Rufián. Este acontecimiento era un imposible de acuerdo con la lógica que rige los procedimientos corrientes, y sin embargo nada había ocurrido. Quería decir algo. Nuevamente examinó la catadura del hombre apoltronado en el sillón de terciopelo raído. Ahora el revólver estaba de relieve bajo la tela gris del saco, y Haffner, displicente, apoyaba la azulada mejilla en sus tres dedos de uñas centelleantes. Deseaba darle las gracias al Rufián, pero no sabía con qué palabras hacerlo. Este comprendió, y, dirigiéndose al Astrólogo, que se había sentado en un taburete junto al escritorio, dijo:

—¿De manera que una de las bases de su sociedad será la obediencia?...

—Y el industrialismo. Hace falta oro para atrapar la conciencia de los hombres. Así como hubo el misticismo religioso y el caballeresco, hay que crear misticismo industrial. Hacerle ver a un hombre que es tan bello ser jefe de un alto horno como hermoso antes descubrir un continente. Mi político, mi alumno político en la sociedad será un hombre que pretenderá conquistar la felicidad mediante la industria. Este revolucionario sabrá hablar tan bien de un sistema de estampado de tejidos como de la desmagnetización de un acero. Por eso lo estimé a Erdosain en cuanto lo conocí. Tenía mi misma preocupación. Usted recuerda cuántas veces hablamos de la coincidencia de nuestras miras. Crear un hombre soberbio, hermoso, inexorable, que domina las multitudes y les muestra un porvenir basado en la ciencia. ¿Cómo es posible de otro modo una revolución social? El jefe de hoy ha de ser un hombre que lo sepa todo. Nosotros crearemos ese príncipe de sapiencia. La sociedad se encargará de confeccionar su leyenda y extenderla. Un Ford o un Edison tienen mil probabilidades más de provocar una revolución que un político. ¿Usted cree que las futuras dictaduras serán militares? No, señor. El militar no vale nada junto al industrial. Puede ser instrumento de él, nada más. Eso es todo. Los futuros dictadores serán reyes del petróleo, del acero, del trigo. Nosotros, con nuestra sociedad, prepararemos ese ambiente. Familiarizaremos a la gente con nuestras teorías. Por eso hace falta un estudio detenido de propaganda. Aprovechar los estudiantes y las estudiantas. Embellecer la ciencia, acercarla de tal modo a los hombres que de pronto...

—Yo me voy dijo Erdosain.

Se iba a despedir de Haffner, cuando éste dijo:

—Entonces, un momento, oiga.

Salieron el Astrólogo y el macró un instante, luego regresaron, y al despedirse en la puerta de la quinta Erdosain volvió la cabeza para mirar al hombre gigantesco, que con el brazo encogido les hacía los gestos de un saludo.

Las opiniones del rufián melancólico

Y cuando ya doblaron en la esquina de la quinta, Erdosain dijo:

—¿Sabe que no tengo cómo agradecerle este enorme favor que me ha hecho? ¿Por qué me regaló usted este dinero?

El otro, que caminaba moviendo ligeramente los hombros, se volvió displicente y dijo:

—No sé. Me encontró en buen momento. Si eso uno tuviera que hacerlo todos los días...pero así... Además que, imagínese, en una semana lo recupero...

La pregunta se le escapó a Erdosain.

—¿Y cómo es que teniendo usted una fortuna sigue en la «vida»?

Haffner se volvió, agresivo, luego:

—Vea, amigo, la «vida» no es para todos los hombres. ¿Sabe? ¿Por qué yo voy a dejar tres mujeres que rinden dos mil pesos mensuales sin ningún trabajo? ¿Las dejaría usted? No. ¿Entonces?

—¿Y usted no las quiere? ¿Ninguna de ellas lo atrae especialmente?

Recién después de lanzada esta pregunta Erdosain comprendió que acababa de decir una tontería. El macró lo miró un segundo, y repuso:

—Escúcheme bien. Si mañana me viniera a ver un médico y me dijera: la Vasca se muere dentro de una semana la saque o no del prostíbulo, yo a la Vasca, que me ha dado treinta mil pesos en cuatro años, la dejo que trabaje los seis días y que reviente el séptimo.

La voz del macró había enronquecido. Había un no sé qué de amargura rabiosa en sus palabras, esa amargura que más tarde Erdosain reconocería en la voz de todos esos poltrones taciturnos y canallas aburridos.

—¿Lástima? —continuó el otro—. Amigo, a la mujer de la vida no hay que tenerle lástima. No hay mujer más perra, más dura, más amarga que la mujer de la vida. No se asombre, yo las conozco. Sólo a palos se las puede manejar. Usted cree como el noventa por ciento que el cafishio es el explotador y la prostituta la víctima. Pero dígame: ¿para qué precisa una mujer todo el dinero que ella gana? Lo que no han dicho los novelistas es que la mujer de la vida que no tiene hombre anda desesperada buscando uno que la engañe, que le rompa el alma de cuando en cuando y que le saque toda la plata que gana, porque es así de bestia. Se ha dicho que la mujer es igual al hombre. Mentiras. La mujer es inferior al hombre. Fíjese en las tribus salvajes. Ella es la que cocina, trabaja, hace todo, mientras que el macho va de caza o a guerrear. Lo mismo pasa en la vida moderna. El hombre, salvo ganar dinero, no hace nada. Y créame, mujer de la vida a la que no se le saca el dinero, lo desprecia. Sí, señor, en cuanto le empieza a tomar cariño, lo primero que desea es que le pidan... Y qué alegría la de ella el día que usted le dice: «Ma chérie», ¿podes prestarme cien pesos? Entonces esa mujer se desata, está contenta. Al fin la sucia plata que gana le sirve para algo, para hacer feliz a su hombre. Claro, los novelistas no han escrito esto. Y la gente nos cree unos monstruos, o unos animales exóticos, como nos han pintado los saineteros. Pero venga a vivir a nuestro ambiente, conózcalo, y se va a dar cuenta de que es igual al de la burguesía y al de nuestra aristocracia. La mantenida desprecia a la mujer de cabaret, la mujer de cabaret desprecia a la yiranta, la yiranta desprecia a la mujer de prostíbulo, y, cosa curiosa, así como la mujer que está en un prostíbulo elige casi siempre como hombre a un sujeto de avería, la de cabaret carga con un niño bien o un doctor atorrante para que la explote. ¿La psicología de la mujer de la vida? Está encerrada en estas palabras, que me decía llorando una mujercita a quien largó un amigo mío: «Encoré avec mon cul je peu soutenir un homme». Eso no lo sabe la gente ni los novelistas. Un proverbio francés ya lo dice: «Gueuse seule ne peut pas mener son cul».

Erdosain lo contemplaba estupefacto. Haffner continuó:

—¿Quién la cuida como el cafishio? ¿Quién la cuida cuando está enferma, cuando cae presa? ¿Qué sabe la gente? Si un sábado a la mañana la oyera usted a una mujer decirle a su «marlu»: «Mon chérí, hice cincuenta latas más que la semana pasada», usted se haría cafishio, ¿sabe? Porque esa mujer le dice «hice cincuenta latas» con el mismo tono que una mujer honrada le diría a su marido: «Querido, este mes, por no comprarme un traje y lavarme la ropa, he economizado treinta pesos». Créame, amigo, la mujer, sea o no honrada, es un animal que tiende al sacrificio. Ha sido construida así. ¿Por qué cree usted que los padres de la Iglesia despreciaban tanto a la mujer? La mayoría de ellos habían vivido como grandes bacanes y sabían qué animalita es. Y la de la vida es peor aún. Es como una criatura: hay que enseñarle de todo. «Por aquí caminarás, frente a esta esquina no debes pasar, a tal 'fioca' no hay que saludarlo. No armes bronca con esa mujer». Todo hay que enseñárselo.

Caminaban junto a los bardales, y en el dulce atardecer las palabras del macró abrían un paréntesis de estrañeza en Erdosain. Comprendía que se encontraba junto a una vida substancialmente distinta a la suya. Entonces, le preguntó:

—¿Y cómo se inició usted en la «vida»?

—En ese tiempo era joven. Tenía veintitrés años y una cátedra de matemáticas. Porque yo soy profesor —añadió orgullosamente Haffner—, profesor de matemáticas. Con mi cátedra iba viviendo, cuando en un prostíbulo de la calle Rincón encontré una noche a una francesita que me gustó. Hace de esto diez años. Precisamente en esos días había recibido una herencia de cinco mil pesos de un pariente. Lucienne me agradó, y le ofrecí que viniera a vivir conmigo. Tenía un cafishio, el Marsellés, un gigante brutal, a quien veía de vez en cuando... No sé si por la labia, o porque era lindo, el caso es que la mujer se enamoró, y una noche de tormenta la saqué de la casa. Fue eso una novela. Nos fuimos a las sierras de Córdoba, después a Mar del Plata, y cuando los cinco mil pesos se terminaron, le dije: «Bueno, adiós idilio. Se terminó». Entonces ella me dijo: «No, mi querido, nosotros no nos separaremos más».

Ahora iban bajo las bóvedas de verdura, ramas entrelazadas y ábsides de tallos.

—Yo estaba celoso. ¿Sabe usted lo que es estar celoso de una mujer que se acuesta con todos? ¿Y sabe usted la emoción del primer almuerzo que paga ella con plata del «mishé»? ¿Se imagina la felicidad de comer con los tenedores cruzados, mientras el mozo los mira a usted y a ella sabiendo quienes son? ¿Y el placer de salir a la calle con ella prendida de un brazo mientras los «tiras» lo relojean? ¿Y ver que ella, que se acuesta con tantos hombres, lo prefiere a usted, únicamente a usted? Eso es muy lindo, amigo, cuando se hace la carrera. Y ella es la que se preocupa de que usted se consiga otra mujer para que la explote, ella es la que la trae a su casa diciendo: «vamos a ser cuñadas», ella es la que la varea a la primeriza para que levante únicamente «viajes» para usted, y cuanto más tímido y vergonzoso es usted, más goza ella en destruir sus escrúpulos, en hundirlo en su basura, y de pronto... cuando menos se acuerda se encuentra enterrado hasta los pelos en el barro... y entonces hay que bailar. Y mientras la mujer está metida hay que aprovechar, porque un día le da una viaraza, enloquece por otro, y con la misma inconsciencia con que lo siguió a usted se sacrifica de nuevo. Me dirá usted: ¿para qué necesita una mujer un hombre? Mas, desde ya, le diré: Ningún dueño de prostíbulo va a tratar con una mujer. Con quien trata es con su «marlu». El cafishio le da a Una mujer tranquilidad para ejercer su vida. Los «tiras» no la molestan. Si que presa, él la saca; si está enferma, él la lleva a un sanatorio y la hace cuidar, y le evita líos y mil cosas fantásticas. Vea, mujer que en el ambiente trabaja por su cuenta termina siendo siempre víctima de un asalto, una estafa o un atropello bárbaro. En cambio, mujer que tiene un hombre trabaja tranquila, sosegada, nadie se mete con ella y todos la respetan. Y ya que ella, por un motivo o por otro, eligió su vida, es lógico que por su dinero pueda darse la felicidad que necesita.

«Claro, para usted todo esto es nuevo, pero ya se va ir haciendo. Y si no, dígame: ¿cómo se explica que haya 'fioca' que tenga hasta siete mujeres? El taño Repollo llegó en sus buenos tiempos a tener once mujeres. El gallego Julio, ocho. No hay francés casi que no tenga tres mujeres. Y ellas se conocen, y no sólo se conocen, sino que saben vivir juntas y rivalizan en quien le da más, porque es un orgullo ser la preferida de un hombre que los sosiega a los pesquisas más prepotentes de una sola mirada. Y pobrecitas, son tan locas, que uno no sabe si compadecerlas o romperles la cabeza de un palo».

Erdosain se sentía anonadado por el desprecio formidable que ese hombre revelaba hacia las mujeres. Y recordaba que en otra oportunidad el Astrólogo le había dicho: «El Rufián Melancólico es un tipo que al ver una mujer lo primero que piensa es esto: Esta en la calle rendiría cinco, diez o veinte pesos. Nada más».

Y ahora sintió Erdosain que el hombre le repugnaba. Para cambiar de conversación, dijo:

—Dígame... ¿Usted cree en el éxito de la empresa del Astrólogo?

—No.

—¿Y él sabe que usted no cree?

—Sí.

—¿Y por qué usted lo acompaña?

—Yo lo acompaño relativamente, y de aburrido que estoy. Ya que la vida no tiene ningún sentido, es igual seguir cualquier corriente.

—¿Para usted la vida no tiene sentido?

—Absolutamente ninguno. Nacemos, vivimos, morimos, sin que por eso dejen las estrellas de moverse y las hormigas de trabajar.

—¿Y se aburre mucho usted?

—Regular. He organizado mi vida como la de un industrial. Todos los días me acuesto a las doce y me levanto a las nueve de la mañana. Hago una hora de ejercicio, me baño, leo los diarios, almuerzo, duermo una siesta, a las seis tomo el vermouth y voy a lo del peluquero, a las ocho ceno, después salgo al café, y dentro de dos años, cuando tenga doscientos mil pesos, me retiraré del oficio para vivir definitivamente de mis rentas.

Y en realidad, ¿cuál va a ser su intervención en la sociedad del Astrólogo? Si el Astrólogo consigue dinero, guiarlo en la junta de mujeres y en la instalación del prostíbulo.

—Pero usted, en su interior, ¿qué piensa del Astrólogo?

—Que es un maniático que puede tener o no éxito.

—Pero sus ideas...

—Algunas son embrolladas, otras claras, y, francamente yo no sé hasta dónde quiere apuntar ese hombre. Unas veces usted cree estar oyendo a un reaccionario, otras a un rojo, y, a decir la verdad, me parece que ni él mismo sabe lo que quiere.

—¿Y si tuviera éxito?...

—Entonces ni Dios sabe lo que puede ocurrir. ¡Ah!, a propósito, ¿usted le habló de cultivos de bacilos del cólera asiático?

—Sí...sería un magnífico medio de combate contra el ejército.

Desparramar un cultivo en cada cuartel. ¿Se da cuenta? Simultáneamente, treinta o cuarenta hombres pueden destruir el ejército y dejar que las masas proletarias hagan la revolución...

—El Astrólogo lo admira mucho a usted. Siempre me ha hablado de usted como de un individuo que tiene grandes posibilidades de éxito.

Erdosain sonrió halagado.

—Sí, algo estudia uno para destruir esta sociedad. Pero volviendo a lo de antes: lo que yo no concibo es su posición respecto a nosotros...

Haffner se volvió rápidamente, midió de una mirada a Erdosain como extrañado de los términos de éste, y luego, sonriendo burlonamente, agregó:

—Yo no estoy en ninguna posición. Entiéndame bien. A mí no me perjudica ayudar al Astrólogo. Lo demás, sus teorías, las tomo a cuenta de conversación. El es para mí un amigo que piensa instalar un negocio, previsto y tolerado por nuestras leyes. Eso es todo. Ahora, que el dinero que él gane con ese negocio lo invierta en una sociedad secreta o en un convenio de monjas, personalmente no me interesa. Ya ve usted entonces que mi actuación en la famosa sociedad no puede ser más inocente.

—¿Y a usted le resulta lógico pensar que una sociedad revolucionaria se base en la explotación del vicio de la mujer?

El Rufián frunció los labios. Luego, mirando de reojo a Erdosain, se explicó:

—Lo que usted dice no tiene sentido. La sociedad actual se basa en la explotación del hombre, de la mujer y del niño. Vaya, si quiere tener conciencia de lo que es la explotación capitalista, a las fundiciones de hierro de Avellaneda, a los frigoríficos y a las fábricas de vidrio, manufacturas de fósforos y de trabajo. —Reía desagradablemente al decir estas cosas—. Nosotros, los hombres del ambiente, tenemos a una, a dos mujeres; ellos, los industriales, a una multitud de seres humanos. ¿Cómo hay que llamarles a esos hombres? ¿Y quién es más desalmado, el dueño de un prostíbulo o la sociedad de accionistas de una empresa? Y sin ir más lejos, ¿no le exigían a usted que fuera honrado con un sueldo de cien pesos y llevando diez mil en la cartera?

—Tiene razón... pero, entonces, usted ¿por qué me facilitó el dinero?

—Eso es harina de otro costal.

—Pero a mí eso me preocupa.

—Bueno, has tal a vista.

Y antes de que Erdosain pudiera contestarle, el Rufián tomó por una diagonal arbolada. Andaba apresuradamente. Erdosain le miró un instante, luego echó a caminar tras él, y le alcanzó junto a una quinta. Haffner se volvió irritado, y ya estridente exclamó:

—¿Se puede saber qué es lo que quiere usted de mí?...

—¿Lo que quiero?... Quiero decirle esto: Que no le agradezco absolutamente nada el dinero que me ha dado. ¿Sabe? ¿Quiere el cheque? Aquí lo tiene.

Y, efectivamente, se lo alcanzaba, pero el Rufián lo examinó esta vez despectivamente:

—No sea ridículo, ¿quiere? Vaya y pague.

Los alambrados ondularon ante los ojos de Erdosain. Sufría visiblemente, porque palideció hasta quedar amarillo. Se apoyó en un poste, creía que iba a vomitar. Haffner, detenido ante él, le preguntó condescendiente:

—¿Se le pasa el mareo?

—Sí... un poco...

—Usted está mal... tiene que hacerse ver...

Caminaron unos pasos en silencio. Como el exceso de luz le molestaba a Erdosain, cruzaron la vereda, que estaba en la sombra. Llegaron así hasta la estación del ferrocarril.

Haffner caminaba lentamente por el andén. De pronto se volvió a Erdosain:

—¿Nunca le ha ocurrido a usted tener antojos crueles acerca de las personas?

—Sí, a veces...

—Qué raro... porque ahora estaba recordando la manía que tuve un tiempo de inducir a la prostitución a una muchacha que estaba ciega...

—¿Y todavía vive?...

—Sí, ahora está embarazada. ¿Se da cuenta? Una ciega embarazada. Un día de estos lo voy a llevar. La va a conocer. Un espectáculo interesante, le prevengo. ¿Se da cuenta? Ciega y preñada. Es mala, siempre anda con agujas en las manos... Además es golosa como una cerda. A usted le va a interesar.

—Y usted piensa...

—Sí, en cuanto el Astrólogo instale el prostíbulo la primera que va a entrar va a ser ella. La tendremos escondida: será el plato raro...

—¿Sabe que usted es más raro que ella?

—¿Por?...

—Porque uno no puede explicárselo a usted. Mientras que usted me hablaba de la ciega, yo pensaba en lo que me había contado el Astrólogo. Que usted tuvo relaciones con una mujer honesta, que el azar llevó a esta mujer honesta a su casa y que usted la respetó. Más aún, déjeme hablar: esa mujer lo quería a usted, era virgen, ¿por qué la respetó?

—Eso no tiene importancia. Un poco de dominio de sí mismo, nada más.

—¿Y el caso del collar?

Erdosain sabía, por el Astrólogo, que el Rufián le había pedido una prueba material de cariño a una bailarina; que ésta, ante otras mujeres, se había desprendido de un magnífico collar que le regalara un amante, un viejo importador de tejidos. La escena fue curiosa, porque el viejo se encontraba en las inmediaciones. Haffner recibió el collar y ante el asombro de todos lo sopesó, examinó el quilate de las piedras, y luego se lo devolvió sonriendo burlonamente.

—Lo del collar es sencillo —repuso Haffner—. Yo estaba un poco bebido. Eso no me impedía saber que el gesto que yo hacía me daría un prestigio enorme entre esa canalla del cabaret, sobre todo en las mujeres, que son un poco fantasiosas. Lo curioso del asunto es que media hora después vino el viejo que le había regalado el collar a René a darme humildemente las gracias por no haber querido yo aceptar el regalo. ¿Se da cuenta? Desde otra mesa había seguido tembloroso la escena, y si no intervino fue por temor a suscitar un escándalo. Pero había temblado por el destino de su collar.... Ya ve usted cuánta suciedad... pero allí viene el tren a La Plata. Querido amigo, hasta pronto... ¡Ah!, concurra a la reunión que el miércoles hay en la casa del Astrólogo. Va a encontrar otros más interesantes que yo.

Erdosain cruzó pensativo a la plataforma donde salían los trenes para Buenos Aires. Indudablemente, Haffner era un monstruo.

El humillado

A las ocho de la noche llegó a su casa.

—El comedor estaba iluminado... Pero expliquémonos —contaba más tarde Erdosain—, mi esposa y yo habíamos sufrido tanta miseria, que el llamado comedor consistía en cuarto vacío de muebles. La otra pieza hacía de dormitorio. Usted me dirá cómo siendo pobres alquilábamos una casa, pero éste era un antojo de mi esposa, que recordando tiempos mejores, no se avenía a no «tener armado» su hogar.

«En el comedor no había más mueble que una mesa de pino. En un rincón colgaban de un alambre nuestras ropas, y otro ángulo estaba ocupado por un baúl con conteras de lata y que producía una sensación de vida nómade que terminaría con un viaje definitivo. Más tarde, cuántas veces he pensado en 'la sensación de viaje' que aquel baúl barato, estibado en un rincón, lanzaba a mi tristeza de hombre que se sabe al margen de la cárcel.

«Como le contaba, el comedor estaba iluminado. Al abrir la puerta me detuve. Aguardábame mi esposa, vestida para salir, sentada junto a la mesa. Un tul negro cubría hasta el mentón su carita sonrosada. A su derecha, junto a los pies, estaba una valija, y al otro lado de la mesa un hombre se puso de pie cuando yo entré, mejor dicho, cuando la sorpresa me detuvo en el umbral.

«Así permanecimos los tres un segundo... El capitán de pie, con una mano apoyada en la tabla de la mesa y otra en la empuñadura de la espada, mi esposa con la cabeza inclinada, y yo frente a ellos, olvidados los dedos en el canto de la puerta. Aquel segundo me fue suficiente para no olvidar más al otro hombre. Era grande, de reciedumbre atlética dentro de la tela verde del uniforme. Al apartar los ojos de mi esposa, su mirada recobró una dureza curiosa. No exagero si digo que me examinaba con insolencia, como a un inferior. Yo continué mirándolo. Su grandor físico contrastaba con la ovalada pequeñez de su rostro, con la delicadeza de la fina nariz y la austeridad de sus labios apretados. En el pecho llevaba la insignia de piloto aviador.

«Mis primeras palabras fueron:

«—¿Qué pasa aquí?

«—El señor... —mas avergonzándose, se corrigió—. Remo —dijo llamándome por mi nombre—, Remo, yo no voy a vivir más con vos.»

Erdosain no tuvo tiempo de temblar. El capitán tomó la palabra:

—Su esposa, a quien he conocido hace un tiempo...

—¿Y dónde la conoció usted?

—¿Por qué preguntas esas cosas? —interrumpió Elsa.

—Sí, cierto —objetó el capitán—. Usted comprenderá que ciertas cosas no deben preguntarse...

Erdosain se ruborizó.

—Quizá usted tenga razón... disculpe...

—Y como usted no ganaba para mantenerla...

Apretando el cabo del revólver en el bolsillo de su pantalón, Erdosain miró al capitán. Luego, involuntariamente, sonrió pensando que nada tenía que temer, ya que podía matarlo.

—No creo que pueda causarle gracia lo que le digo.

—No; sonreía de una ocurrencia estúpida... ¿Así que también le contó eso?

—Sí, y además me habló de usted como de un genio en desgracia...

—Hablamos de tus inventos...

—Sí... de su proyecto de metalizar las flores...

—¿Por qué te vas, entonces?

—Estoy cansada, Remo.

Erdosain sintió que el furor le encrespaba la boca en malas palabras. La hubiera insultado, mas al pensar que el otro podía aplastarle la cara a puñetazos retuvo la injuria, replicando:

—Vos siempre estuviste cansada. En tu casa estabas cansada... aquí... allá... también allá en la montaña... ¿te acordás?

No sabiendo qué responder, Elsa inclinó la cabeza.

—Cansada... ¿qué es lo que tenes cansada vos?... Y todas están cansadas, no sé por qué... pero están cansadas... Usted, capitán, ¿no está cansado también?

El intruso lo observó largamente.

—¿Y qué entiende usted por cansancio?

—El aburrimiento, la angustia... ¿no se ha fijado usted que éstos parecen los tiempos de tribulación de que habla la Biblia? Así los nombra un amigo mío que se ha casado con una coja. La coja es la ramera de las Escrituras...

—Nunca me di cuenta de eso.

—En cambio yo sí. A usted le parecerá extraño que le hable de sufrimientos en estas circunstancias... pero es así... los hombres están tan tristes que tienen necesidad de ser humillados por alguien.

—Yo no veo tal cosa.

—Claro, usted con su sueldo... ¿Qué sueldo gana usted? ¿Quinientos?

—Más o menos.

—Claro, con ese sueldo es lógico...

—¿Qué es lógico?

—Que no sienta su servidumbre.

El capitán detuvo una mirada severa en Erdosain.

—Germán, no le haga caso —interrumpió Elsa—. Remo está siempre con esa historia de la angustia.

—¿Es cierto?

—Sí... ella, en cambio, cree en la felicidad, en el sentido de «eterna felicidad» que estaría en su vida si pudiera pasar los días entre fiestas...

—Detesto la miseria.

—Claro, porque vos no crees en la miseria... la horrible miseria está en nosotros, es la miseria de adentro... del alma que nos cala los huesos como la sífilis.

Callaron. El capitán, ostensiblemente aburrido, examinaba sus uñas, cuidadosamente lustradas.

Elsa miraba fijamente tras los rombos del velo, el semblante demacrado de aquel esposo que tanto quisiera un día, en tanto que Erdosain se preguntaba por qué existía en él un vacío tan inmenso, vacío en el que su conciencia se disolvía sin acertar con palabras que ladraran su pena de un modo eterno.

De pronto el capitán levantó la cabeza.

—¿Y cómo piensa usted metalizar sus flores?

—Fácilmente... Se toma una rosa, por ejemplo, y se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el nitrato a plata metálica, quedando de consiguiente la rosa cubierta de una finísima película metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común procedimiento galvanoplastia» del cabreado... y, naturalmente, la flor queda convertida en una rosa de cobre. Tendría muchas aplicaciones.

—La idea es original.

—¿No le decía yo, Germán, que Remo tiene talento?

—Lo creo.

—Sí, puede ser que tenga talento, pero me falta vida... entusiasmo... algo que sea como un sueño extraordinario... una mentira grande que empuje la realización... pero, hablando de todo un poco, ¿esperan ustedes ser felices?

—Sí.

Otra vez sobrevino el silencio. En torno de la lámpara amarilla los tres semblantes parecían tres mascarillas de cera. Erdosain sabía que dentro de breves instantes todo terminaría y escarbando en su angustia, le preguntó al capitán:

—¿Por qué vino usted a mi casa?

El otro vaciló, después:

—Tenía interés en conocerlo.

—¿Le parecía divertido?

—No... le juro que no.

—¿Y entonces?

—Curiosidad de conocerlo. Su esposa me habló mucho de usted en estos últimos tiempos. Además, nunca imaginé encontrarme en una situación semejante... en realidad, no podría explicarme por qué he venido.

—¿Ha visto usted? Hay cosas inexplicables. Yo, desde hace un rato, trato de explicarme por qué no lo mato de un tiro teniendo el revólver aquí, en el bolsillo.

Elsa levantó la cabeza hacia Erdosain, que estaba a la cabecera de la mesa... El capitán preguntó:

—¿Qué es lo que lo contiene?

—En verdad, no sé... o... sí, tengo la seguridad de que es por esto. Creo que en el corazón de cada uno de nosotros hay una longitud de destino. Es como una adivinación de las cosas por intermedio de un misterioso instinto. Lo que ahora me sucede, lo siento comprendido en esa longitud de destino... algo así como si lo hubiera visto ya... no sé en qué parte.

—¿Cómo?

—¿Qué decís?

—No era porque vos me dieras motivo... no... ya te digo... una certidumbre remota.

—No lo entiendo.

—Yo sí me entiendo. Vea, es así. De pronto a uno se le ocurre que tienen que sucederle determinadas cosas en la vida... para que la vida se transforme y se haga nueva.

—¿Y vos?

—¿Usted cree que su vida?

Erdosain, desentendiéndose de la pregunta, continuó:

—Y lo de ahora no me extraña. Si usted me dijera que fuese a comprarle un paquete de cigarrillos, a propósito, ¿tiene un cigarrillo usted?

—Sírvase... ¿y luego?

—No sé. En estos últimos tiempos he vivido incoherentemente... aturdido por la angustia. Ya ve con qué tranquilidad converso con usted.

—Sí, siempre esperó él algo extraordinario.

—Y vos también.

—¿Cómo? ¿Usted, Elsa, también?

—Sí.

—¿Pero usted?

—Siga, capitán, yo lo entiendo. Usted quiere decir que lo extraordinario de Elsa está ocurriendo ahora, ¿no?

—Sí.

—Pues está equivocado, ¿no es cierto, Elsa?

—¿Vos crees?

—Decí la verdad, vos esperas algo extraordinario que no es esto, ¿no?

—No sé.

—¿Ha visto, capitán? Siempre fue ésa nuestra vida. Estábamos los dos en silencio junto a esta mesa...

—Callate.

—¿Para qué? Estábamos sentados y comprendíamos sin decirnos, lo que éramos, dos desdichados, de un desigual deseo. Y cuando nos acostábamos...

—¡Remo!

—¡Señor Erdosain!

—Déjense de aspavientos ridículos... ¿no se van a acostar ustedes acaso?

—De esta forma no podemos seguir hablando.

—Bueno, y cuando nos separábamos teníamos esta idea semejante: ¿y el placer de la vida y del amor consiste en esto?... Y sin decir nada comprendíamos que pensábamos en lo mismo... mas cambiando de tema... ¿piensan ustedes quedarse aquí en la ciudad?

Súbitamente Erdosain tuvo la fría sensación del viaje.

Le pareció verla a Elsa en el pasamano, bajo la hilera de vidriosos ojos de buey, contemplando el hilo azul de la distancia. El sol caía en los amarillos trinquetes de los mástiles y en los aguilones negros de los guinches. Atardecía, pero ellos permanecían con el pensamiento fijo en otros climas, a la sombra de las camareras, apoyados en la pasarela blanca. El viento soplaba yodado en las olas y Elsa miraba las aguas a través de cuyo enrejado cambiante se animaba su sombra.

Por momentos volvía la carita empalidecida y entonces ambos parecían escuchar un reproche que subía de lo profundo del mar.

Y Erdosain se imaginaba que les decía:

—¿Qué hicieron del pobre muchachito? («Porque yo, a pesar de mi edad, era como un muchacho —decíame más tarde Remo—. ¿Usted comprende, un hombre que se deja llevar la mujer en sus barbas... es un desgraciado... es como un muchacho, comprende usted?»)

Erdosain se apartó de la alucinación. Aquella pregunta que le surgió, estaba ahondada contra su voluntad en él.

—¿Me vas a escribir?

—¿Para qué?

—Sí, claro, ¿para qué? —repitió cerrando los ojos. Sentíase ahora más que nunca caído en una profundidad no soñada por hombre alguno.

—Bueno, señor Erdosain —y el capitán se levantó—, nosotros nos retiramos.

—¡Ah, se van!... ¿Se van ya?

Elsa le tendió su mano enguantada.

—¿Te vas?

—Sí... me voy... comprendes que...

—Si... comprendo.

—No podía ser, Remo.

—Sí, claro... no podía ser... claro...

El capitán describiendo un círculo en torno de la mesa, cogió la valija, la misma valija que Elsa trajo el día de su casamiento.

—Señor Erdosain, adiós.

—A sus órdenes, capitán... pero una cosa... ¿se van... vos, Elsa...vos te vas?

—Sí, nos vamos.

—Permiso, me voy a sentar. Permítame un momento, capitán... un momentito.

El intruso reprimió palabras de impaciencia. Tenía unos brutales deseos de gritar a ese marido: «¡A ver, firme, imbécil», mas por consideración a Elsa se retuvo.

De pronto Erdosain abandonó la silla. Con lentitud fue hasta un rincón del cuarto.

Luego, volviéndose bruscamente al capitán, dijo con voz muy clara, en la que se adivinaba el contenido deseo de que fuera suave:

—¿Sabe usted por qué no lo mato como a un perro?

Los otros se volvieron alarmados.

—Pues porque estoy en frío.

Ahora Erdosain caminaba de un lado a otro de la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Ellos lo observaban, esperando algo.

Por fin, el marido, sonriendo con un gesto, esguince pálido, continuó suavemente, languidecida su voz en una desesperación de sollozo retenido:

—Sí, estaba en frío... estoy en frío. —Ahora su mirada se había tornado vaga, pero sonreía con la misma sonrisa, extraña, alucinada—. Escúchenme... esto no tendrá explicación para ustedes, pero yo sí le he encontrado la explicación.

Sus ojos brillaban extraordinariamente y su voz enronqueció a través del esfuerzo que hizo por hablar.

—Vean... mi vida ha sido horriblemente ofendida... horriblemente magullada.

Calló, deteniéndose en un ángulo de la pieza. En su rostro se mantenía la sonrisa extraña del hombre que está viviendo un sueño peligroso. Elsa, repentinamente irritada, mordía la punta de su pañuelo. El capitán, de pie, junto a la valija, aguardaba.

De pronto Erdosain sacó el revólver del bolsillo y lo arrojó a un rincón. La «Browning» desconchó el revoque del muro, golpeando pesadamente en el suelo.

—¡Para lo que sirve este trasto! —murmuró. Luego, con una mano en el bolsillo del saco y la sien apoyada en el muro, habló despacio—: Sí, mi vida ha sido horriblemente ofendida... humillada. Créalo, capitán. No se impaciente. Le voy a contar algo. Quien comenzó este feroz trabajo de humillación fue mi padre. Cuando yo tenía diez años y había cometido alguna falta, me decía: «Mañana te pegaré». Siempre era así, mañana... ¿Se dan cuenta?, mañana... Y esa noche dormía, pero dormía mal, con un sueño de perro, despertándome a media noche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, mas cuando la luna cortaba de barrote del ventanillo, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo. Más tarde me despertaba otra vez, al sentir el canto de los gallos. La luna ya no estaba allí, pero una claridad azulada entraba por los cristales, y entonces yo me tapaba la cabeza con las sábanas para no mirarla, aunque sabía que estaba allí... aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera echarla a esa claridad. Y cuando al fin me había dormido para mucho tiempo, una mano me sacudía la cabeza en la almohada. Era él que me decía con voz áspera: «Vamos... es hora». Y mientras yo me vestía lentamente, sentía que en el patio ese hombre movía la silla. «Vamos», me gritaba otra vez, y yo, hipnotizado, iba en línea en línea recta hacia él: quería hablar, pero eso era imposible ante su espantosa mirada. Caía su mano sobre mi hombro obligándome a arrodillarme, yo apoyaba el pecho en el asiento de la silla, tomaba mi cabeza entre sus rodillas y, de pronto, crueles latigazos me cruzaban las nalgas. Cuando me soltaba, corría llorando a mi cuarto. Una vergüenza enorme me hundía el alma en las tinieblas. Porque las tinieblas existen aunque usted no lo crea.

Elsa miraba sobresaltada a su esposo. El capitán, de pie, cruzados los brazos, escuchaba aburrido. Erdosain sonreía con vaguedad. Continuó:

—Yo sabía que a la mayoría de los chicos los padres no les pegaban y en la escuela, cuando les oía hablar de sus casas, me paralizaba una angustia tan atroz que si estábamos en clase y el maestro me llamaba, yo lo miraba atontado, sin darme cuenta del sentido de sus preguntas, hasta que un día me gritó: «¿Pero usted, Erdosain, es un imbécil que no me oye?» Toda la clase se echó a reír, y desde ese día me llamaron Erdosain «el imbécil». Y yo, más triste, sintiéndome más ofendido que nunca, callaba por temor a los latigazos de mi padre, sonriendo a los que me insultaban... pero tímidamente. ¿Se da cuenta, capitán? Lo insultan a usted... y usted todavía sonríe tímidamente, como si le hicieran un favor al injuriarlo.

El intruso frunció el ceño.

—Más tarde —permítame, capitán—, más tarde me llamaron muchas veces «el imbécil». Entonces súbitamente el alma se me recogía a lo largo de los nervios, y esa sensación de que el alma se escondía avergonzada dentro de mi misma carne, me aniquilaba todo coraje; sintiendo que me hundía cada vez más y mirando a los ojos al que me injuriaba, en vez de tumbarlo de una cachetada, me decía: ¿Se dará cuenta este hombre hasta que punto me humilla? Luego me iba; comprendía que los otros no hacían más que terminar lo que había comenzado mi padre.

—Y ahora —repuso el capitán— ¿yo también lo hundo?

—No, hombre, usted no. Naturalmente, he sufrido tanto, que ahora el coraje está en mi encogido, escondido. Yo soy mi espectador y me pregunto: ¿Cuándo saltará mi coraje? Y ése es el acontecimiento que espero. Algún día algo monstruosamente estallará en mí y yo me convertiré en otro hombre. Entonces, si usted vive, iré a buscarle y le escupiré en la cara.

El intruso lo miró sereno.

—Pero no por odio, sino para jugar con mi coraje, que me parecerá la cosa más nueva del mundo... Ahora, puede usted retirarse.

El intruso vaciló un instante. La mirada de Erdosain, intensamente agrandada, estaba fija en él. Tomó la valija y salió.

Elsa se detuvo temblorosa ante su esposo.

—Bueno, me voy, Remo... era necesario que esto terminara así.

—Pero, ¿tú?... ¿tú?...

—¿Y qué querías que hiciese?

—No sé.

—¿Y entonces? Quédate tranquilo, te pido. Ya te dejé la ropa preparada. Cambiate el cuello. Siempre le haces pasar vergüenza a una.

—Pero tú, Elsa... ¿tú? ¿Y nuestros proyectos?

—Ilusiones, Remo... esplendores.

—Sí, esplendores... pero ¿dónde aprendiste esa palabra tan linda? Esplendores.

—No sé.

—¿Y nuestra vida quedará siempre deshecha?

—¿Qué querés? Sin embargo yo fui buena. Después te tomé odio... pero ¿por qué no fuiste también igual?...

—¡Ah!,sí... igual... igual...

Lo aturdía la pena como un gran día de sol en el trópico. Se le caían los párpados. Hubiera querido dormir. El sentido de las palabras se hundía en su entendimiento con la lentitud de una piedra en un agua demasiado espesa. Cuando la palabra tocaba en el fondo de su conciencia, fuerzas oscuras retorcían su angustia. Y durante un instante, en el fondo de su pecho, quedaban flotando y estremecidas como en el fangal de un charco, sus hierbajos de sufrimiento. Ella continuó con la voz apaciguada por una resignación interior:

—Ahora es inútil... ahora yo me voy. ¿Por qué no fuiste bueno vos? ¿Por qué no trabajaste?

Erdosain tuvo la certidumbre como él, y una piedad inmensa lo hizo caer al borde de la silla, aplastada la cabeza sobre el brazo estirado en la mesa.

—¿Así que te vas? ¿De veras que te vas?

—Sí, quiero ver si nuestra vida mejora, ¿sabes? Mira mis manos —y desenguantando la diestra la presentó magullada por los fríos, mordida por las lejías, picoteada por las agujas de la costura, oscurecida por el hollín de las cacerolas.

Erdosain se levantó, envarado por una alucinación.

Veía a su desdichada esposa en los tumultos monstruosos de las ciudades de portland y de hierro, cruzando diagonales oscuras a la oblicua sobra de los rascacielos bajo una amenazadora red de negros cables de alta tensión. Pasaba una multitud de hombres de negocios protegidos por paraguas. Su carita estaba más pálida que nunca, pero ella lo recordaba mientras el aliento de los desconocidos se cortaba en su perfil.

«—¿Dónde estará mi muchachito?»

Erdosain interrumpió su proyección de futuro:

—Elsa... ya sabes... vení cuando quieras... podes venir... pero decí la verdad, ¿me quisiste alguna vez?

Despaciosamente levantó ella los párpados. Sus pupilas se agrandaron. La voz llenaba el cuarto de calidez humana. A Erdosain le parecía vivir ahora.

—Siempre te quise... ahora también te quiero... nunca, ¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida... que el otro a tu lado es la sombra de un hombre...

—Alma, mi pobre alma... qué vida la nuestra... qué vida...

Un rizo de sonrisa encrespó dolorosamente los labios de ella. Elsa lo miró ardientemente un instante. Luego, con la voz seria de promesas:

—Mira... espérame. Si la vida es como siempre me dijiste, yo vuelvo, ¿sabes?, y entonces, si vos querés, nos matamos juntos... ¿Estás contento?

Una ola de sangre subió hasta las sienes del hombre.

—Alma, qué buena sos, alma... dame esa mano —y mientras ella, aun sobrecogida, sonreía con timidez, Erdosain se la besó—. ¿No te enojas, alma?

Ella enderezó la cabeza grave de dicha.

—Mirá Remo... yo voy a venir, ¿sabes?, y si es cierto lo que decís de la vida... sí, yo vengo... voy a venir.

—¿Vas a venir?

—Con lo que tenga.

—¿Aunque seas rica?

—Aunque tenga todos los millones de la tierra, vengo. ¡Te lo juro!

—¡Alma, pobre alma! ¡Qué alma la tuya! Sin embargo, vos no me conociste... no importa... ¡ah, nuestra vida!

—No importa. Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás sólito, de noche. Estás solo... de pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... ¡yo que he venido!

Estás con un traje de baile... zapatos blancos y tenes un collar de perlas.

—Y vine sola, a pie por las calles oscuras, buscándote... pero vos no me ves, estás solo... la cabeza...

—Decí... habla... habla...

—La cabeza apoyada en la mano y el codo en la mesa... me miras... y de pronto...

—Te reconozco y te digo: Elsa, ¿sos vos, Elsa?

—Y yo te contesto: Remo, yo vine, ¿te acordás de esa noche? Esa noche es esta noche y afuera sopla el gran viento y nosotros no tenemos frío ni pena. ¿Estás contento, Remo?

—Sí, te juro que estoy contento.

—Bueno, me voy.

—¿Te vas?

—Sí...

El semblante del hombre se deformó en la súbita pena.

—Bueno, ándate.

—Hasta pronto, mi esposo.

—¿Qué dijiste?

—Te digo esto, Remo. Espérame. Aunque tenga todos los millones del mundo, yo vuelvo.

—Bueno... entonces adiós... pero dame un beso.

—No, cuando vuelva... adiós, mi esposo.

De pronto, Erdosain lanzado por un espasmo sin nombre, la cogió brutalmente de las manos por los pulsos.

—Decíme: ¿te acostaste con él? —Soltame, Remo... yo no creía que vos... —Confesa, ¿te acostaste o no? —No.

En el marco de la puerta se detuvo el capitán. Una flojedad inmensa relajó los nervios de sus dedos. Erdosain sintió que caía y ya no vio más.

Capas de oscuridad

Nunca tuvo conciencia de cómo se arrastró hasta su cama.

El tiempo dejó de existir para Erdosain. Cerró los ojos obedeciendo a la necesidad de dormir que reclamaban sus entrañas doloridas. De tener fuerzas se hubiera arrojado a un pozo. Borbotones de desesperación se apelotonaban en su garganta asfixiándolo, y los ojos se le volvieron más sensibles para la oscuridad que una llaga a la sal. A instantes rechinaba los dientes para amortiguar el crujir de los nervios enrigecidos dentro de su carne que se abandonaba, con flojedad de esponja, a las olas de tinieblas que deyectaban su cerebro.

Tenía la sensación de caer en un agujero sin fondo y apretaba los párpados cerrados. No terminaba de descender, ¡quién sabe cuántas leguas de longitud invisible tenía su cuerpo físico, que no acababa de detener el hundimiento de su conciencia amontonada ahora en un erizamiento de desesperación! De sus párpados caían sucesivas capas de oscuridad más densa.

Su centro de dolor se debatía inútilmente. No encontraba en su alma una sola hendidura por donde escapar. Erdosain encerraba todo el sufrimiento del mundo, el dolor de la negación del mundo. ¿En qué parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera la piel erizada de más pliegues de amargura? Sentía que no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin embargo, vivía. Vivía simultáneamente en el alejamiento y en la espantosa proximidad de su cuerpo. El ya no era ya un organismo envasando sufrimientos, sino algo más inhumano... quizá eso... un monstruo enroscado en sí mismo en el negro vientre de la pieza. Cada capa de oscuridad que descendía de sus párpados era un tejido placentario que lo aislaba más y más del universo de los hombres. Los muros crecían, se elevaban sus hiladas de ladrillos, y nuevas cataratas de tinieblas caían a ese cubo donde él yacía enroscado y palpitante como un caracol en una profundidad oceánica. No podía reconocerse... dudaba que él fuera Augusto Remo Erdosain. Se apretaba la frente entre la yema de los dedos, y la carne de su mano le parecía extraña y no reconocía la carne de su frente, como si estuviera fabricado su cuerpo de dos substancias distintas. ¿Quién sabe lo que ya había muerto en él? Sólo perduraba para su sensibilidad una conciencia forastera a lo que le había ocurrido, un alma que no tendría el largo de la hoja de una espada y que vibraba como una lamprea en el agua de su vida enturbiada. Hasta la conciencia de ser, en él no ocupaba más de un centímetro cuadrado de sensibilidad. Sí, todo su cuerpo sólo vivía, estaba en contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de sensibilidad. El resto se desvanecía en la oscuridad. Sí, él era un centímetro cuadrado de hombre, un centímetro cuadrado de existencia prolongando con su superficie sensible, la incoherente vida de un fantasma. Lo demás había muerto en él, se había confundido con la placenta de tinieblas que blindaba su realidad atroz.

Cada vez más fuerte se hacía en él la revelación de que estaba en el fondo de un cubo de portland. ¡Sensación de otro mundo! Un sol invisible iluminaba para siempre los muros, de un anaranjado color de tempestad. El ala de un ave solitaria soslayaba lo celeste sobre el rectángulo de los muros, pero él estaría para siempre en el fondo de aquel cubo taciturno, iluminado por un anaranjado sol de tempestad.

Luego, la capacidad de su vida quedó reducida a aquel centímetro cuadrado de sensibilidad. Hasta se le hacía «visible» el latido de su corazón, y era inútil querer rechazar la espantosa figura que lo lastraba en el fondo de aquel abismo, un momento negro y otros anaranjado. Con que aflojara un poquito tan sólo su voluntad, la realidad que contenía hubiera gritado en sus oídos. Erdosain no quería y quería mirar... pero era inútil... su esposa estaba allí, en el fondo de una habitación tapizada de azul. El capitán se movía en un rincón. El sabía, aunque nadie se lo había dicho, que era un dormitorio diminuto, de forma hexagonal y ocupado casi enteramente por una cama ancha y baja. No quería mirarla a Elsa... no... no... quería, pero si le hubieran amenazado de muerte no por eso hubiera dejado de estar con la mirada fija en el hombre que se desnudaba ante ella... ante su legítima esposa que ahora no estaba con él... sino con otro. Más fuerte que su miedo fue su necesidad de más terror, de más sufrimiento, y de pronto, ella, que se cubría los ojos con los dedos, corría hacia el hombre desnudo, de piernas tiesas, se apretaba contra él y ya no rehuía la cárdena virilidad erguida en el fondo azul.

Erdosain se sintió aplanado en una perfección de espanto. Si lo hubieran pasado por entre los rodillos de un laminador, más plana no podría ser su vida. ¿No quedaban así los sapos que sobre la huella trincaba la rueda de la carreta, aplastados y ardientes? Pero no quería mirar, tan no quería que ahora veía con nitidez cómo Elsa se apoyaba sobre el cuadrado pecho velludo del hombre, mientras que las manos de él recogían las mandíbulas de la mujer para levantar el rostro hacia su boca.

Y de pronto Elsa exclamaba: «Yo también, mi querido... yo también». Su semblante había enrojecido de desesperación, los vestidos se atorbellinaban en torno del triángulo de sus muslos blancos como la leche, y con los ojos extasiados en el rígido músculo del hombre que temblaba, ella descubrió la crin de su sexo, sus senos erguidos... ¡ah!... ¿por qué miraba?

Inútilmente Elsa... sí, Elsa, su legítima esposa, trataba con la mano pequeña de abarcar toda la virilidad en una caricia. El hombre, bajo el aullido de su deseo, se apretaba las sienes, se cubría los ojos con el antebrazo; pero ella inclinada sobre él, le clavaba este hierro candente en los oídos: «¡Sos más lindo que mi esposo! ¡Qué lindo que sos, Dios mío!».

Si lentamente le hubieran torcido la cabeza sobre el cuello para tornillar en su alma, profundamente, esa visión atroz, no podría sufrir más. Padecía tanto que de interrumpirse ese dolor, su espíritu estallaría como un shrapnell. ¿Cómo es que el alma puede soportar tanto dolor? Y sin embargo quería sufrir más. Que encima de un tajo le partieran el dorso con un hacha en varias partes... Y si en cuatro trozos lo hubieran arrojado a un cajón de basura hubiera continuado sufriendo. No había un centímetro cuadrado en su cuerpo que no soportara esa altísima presión de angustia.

Todas las cuerdas se habían roto bajo la tensión del espantoso torno, y repentinamente una sensación de reposo equilibrio sus miembros.

Ya no deseaba nada. Su vida corría silenciosamente cuesta abajo, como un lago después del quebrantamiento de su dique, y, sin dormir, pero con los párpados cerrados, el desvanecimiento lúcido era más anestésico para su dolor que un sueño de cloroformo.

Notablemente latía su corazón. Con dificultad movió la cabeza para separar el cuero cabelludo de la almohada recalentada, y se dejó estar sin otra sensación de vivir que esa frescura en la nuca y el entreabrirse y cerrarse de su corazón, que, como un ojo enorme, abría el soñoliento párpado para reconocer las tinieblas, nada más. ¿Nada más que la tiniebla?

Elsa estaba tan lejos de su memoria que en esa hipnosis transitoria le parecía mentira haberla conocido. Quién sabe si existía físicamente. Antes podía verla, ahora tenía que hacer un gran esfuerzo para reconocerla... y apenas la reconocía. La verdad es que ella no era ella ni él era él. Ahora su vida corría silenciosamente cuesta abajo, se sentía en un retroceso de años, el niño que miraba un árbol verde sombreando el desaparecer continuo de un río entre algunas piedras con manchas rojas. El mismo, era una cascada de carne en las oscuridades. ¡Vaya a saber cuándo terminaría de desangrarse! Y sólo era notable el cerrarse y entreabrirse de su corazón que como un ojo enorme abría su párpado soñoliento para reconocer la oscuridad. El foco eléctrico de la mitad de cuadra filtraba por una hendidura un ramalazo de plata que caía sobre el tul del mosquitero. Su sensibilidad se recobraba dolorosamente.

El era Erdosain. Se reconocía ahora. Arqueaba con un gran esfuerzo la espalda. Por debajo de la puerta que cerraba la entrada al comedor se distinguía una franja amarilla. Se había olvidado de apagar la luz. El debía... ¡ah, no!, no, Elsa se ha ido... él debe seiscientos pesos con siete centavos a la Limited Azucarer Company... pero no, ya no los debe, si tiene un cheque...

¡ Ah, la realidad, la realidad!

El oblicuo paralelogramo de luz que llegaba desde la calle a platear el tul del mosquitero, era la noción de que vivía como antes, como ayer, como hace diez años.

No quería ver esa raya de luz, como cuando era pequeño, no quería «ver esa claridad que estaba allí, aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera espantar esa claridad». Sí, semejante a cuando su padre le decía que al otro día le iba a pegar. No era lo mismo ahora. Aquella otra claridad era azulada, ésta de plata, mas tan estridente y anunciadora de lo verdadero como la luz antigua. El sudor le humedecía las sienes y el cerco de cabellos. Elsa se había ido y ¿no vendría más? ¿Qué diría Barsut?

La bofetada

De pronto alguien se detuvo frente a la puerta de calle. Erdosain comprendió que era él y saltó de la cama. Como de costumbre Barsut golpeaba tratando de no hacer ruido.

Enronquecida la voz, Erdosain le gritó:

—Entra: ¿qué haces que no entras?

Cargando el cuerpo sobre los talones entró Barsut.

—Ahora voy —le gritó Remo mientras el otro entraba al comedor.

Y cuando entró, ya Barsut se había sentado, cruzándose de piernas, dando, como de costumbre, la espalda a la puerta y el perfil en dirección al ángulo sudeste de la pieza.

—¿Qué haces?

—¿Cómo te va?

Cargaba el codo en la orilla de la mesa, pues apoyaba la mejilla en la barba y la luz ponía una rojidez de cobre en la blanca carnosidad de la mano. Bajo las cejas, alargadas hacia las sienes, sus ojos verdes atemperaban la dura vidriosidad en una temperatura de pregunta.

Y Erdosain distinguía su semblante como a través de una neblina de luces titilantes en lo alto, la frente huida con las sienes hacia las orejas puntiagudas, la huesuda nariz de ave carnicera, el mentón chato para soportar tremendos golpes y el prolijo nudo de la corbata negra arrancando del cuello almidonado.

Torpe el timbre de voz, el otro preguntó:

—¿Y Elsa?

Erdosain recobró la lucidez de su entendimiento.

—Salió.

—Ah...

Callaron y Erdosain se quedó contemplando el ángulo recto que formaba la manga gris del saco en la blanca orilla de la mesa, y la mejilla que iluminaba la lámpara con un rojo de cobre hasta el dorso de la nariz, mientras que la otra mitad del rostro permanecía, desde la raíz de los cabellos hasta el hoyuelo del mentón, en una oscuridad donde la ojera ahondaba un cuévano de sombra. Barsut movía lentamente una pierna cruzada sobre otra.

—¡Ah! —escuchó Erdosain y preguntó—: ¿Qué decís?

Es que Erdosain había escuchado aquel «ah» pronunciado unos segundos antes, recién ahora.

—¿Salió Elsa?...

Barsut enderezó la cabeza, sus cejas se levantaron para dejar entrar más luz a los párpados, y con los labios ligeramente entreabiertos, sopló:

—¿Se fue?

Erdosain arrugó el ceño, examinó al soslayo los zapatos del otro, y entrecerrando los párpados, espiando con esa mirada filtrada a través de las pestañas la angustia de Barsut, dejó caer lentamente:

—Sí... se... fue... con... un... hombre...

Y guiñando el párpado izquierdo como el farmacéutico Ergueta, inclinó la cabeza. Bajo la bronceada raya de sus cejas, fieramente aguardaban sus pupilas.

Erdosain continuó:

—¿Ves? Allí está el revólver. Los pude matar y sin embargo no lo hice. Qué curioso animal es el hombre, ¿no?

—¿Y vos te dejaste llevar la mujer en tus barbas?

En Erdosain el odio antiguo exasperado por la humillación reciente se convertía ahora en un motivo de júbilo cruel y con la voz temblorosa en la garganta, reseca la boca de rencor, exclamó:

—¿Qué te interesa a vos?

Una enorme bofetada lo hizo trastabillar sobre la silla. Más tarde recordó que el brazo de Barsut retrocedía y avanzaba amasando su carne. Se tapó el rostro con las dos manos, quiso escapar a esa mole que siempre avanzaba sobre él como una fuerza desencadenada de la naturaleza. Su cabeza golpeó sordamente contra el muro y cayó.

Cuando volvió en sí Barsut estaba arrodillado a su lado. Notó que tenía el cuello desprendido y unos hilos de agua le corrían hasta la garganta. Desde el tabique nasal le subía por el hueso un dolor titilante, y a cada momento le parecía que iba a estornudar. Las encías le sangraban lentamente y bajo la inflamación de los labios se notaba la superficie dentaria.

Erdosain se levantó trabajosamente y cayó sobre una silla; Barsut estaba tan pálido que dos llamas parecían escapar de sus ojos. De los pómulos a las orejas, haces de músculos trazaban dos arcos temblorosos. Erdosain tenía la sensación de bambolearse en un sueño interminable, pero comprendió cuando el otro lo tomó del brazo, diciéndole:

—Mirá, escupime a la cara, si querés, pero déjame hablar. Es necesario que te cuente todo. Sentáte... así, ahí. —Erdosain se había levantado inconscientemente—. Oíme, hacé el favor. Vos ves ¿no? Yo puedo matarte a trompadas... recién se me fue la mano... te juro... si querés te pido perdón de rodillas. Qué querés, soy así. Mirá... ah... ah... si la gente supiera.

Erdosain escupió sangre. Una franja de temperatura le abrazaba la frente entrándole por las sienes y yéndole a punzar hasta la nuca. La espalda se le encorvó tanto que dejó apoyada la cabeza en la orilla de la mesa. Barsut, al verle así, le preguntó:

—¿Querés lavarte la cara? Te va a hacer bien. Espera un momento, no salgas.— Y corrió hacia la cocina, de donde volvió con la palangana llena de agua—. Lávate. Eso te va a hacer bien. ¿Querés que te friccione? Mirá, perdóname, fue un impulso. Vos, también, ¿por qué guiñaste un ojo como burlándote? Lávate, haceme el favor.

Erdosain, en silencio, se levantó y sumergió varias veces la cara en la palangana. Cuando le faltaba la respiración retiraba el rostro de la superficie del agua. Luego se sentó y el aire le evaporaba la humedad de los cabellos, junto a las sienes. ¡Qué cansado estaba! ¡Ah, si lo viera Elsa! ¡Cómo lo compadecería! Cerró los ojos. Barsut arrimó la silla a su lado y dijo:

—Es necesario que te cuente todo. Si no lo hiciera me sentiría un canalla. Ya ves, te hablo tranquilo. Mirá, si no lo crees poneme la mano en el corazón. Te soy sincero. Bueno, yo... yo te... yo te denuncié a la Azucarera... yo fui el que mandó el anónimo.

Erdosain ni levantó la cabeza. El u otro ¡qué importaba!

Barsut lo miró: esperaba quién sabe qué palabras, y dijo:

—¿Por qué no decís nada? Sí, yo te denuncié. ¿Te das cuenta? Yo te denuncié. Quería hacerte meter preso, quedarme con Elsa, humillarla. ¡No te imaginas las noches que he pasado pensando que te meterían preso! Vos no tenías de dónde sacar la plata y forzosamente ellos te denunciarían. ¿Pero, por qué no decís nada?

Erdosain levantó los párpados. Barsut estaba allí, sí, era él, y decía todas esas cosas. De los pómulos a las orejas, bajo la piel, el reflejo de los músculos temblaba imperceptiblemente.

Barsut bajó los ojos, apoyó los codos en las rodillas como si se encontrase frente a un fogón, y con voz lenta insistió.:

—Es necesario que te cuente todo. ¿A quién sino a vos le podría contar todas estas cosas que hacen doler el corazón? Dicen, y es cierto, que el corazón no duele, pero créelo, a momentos me digo: ¿para qué vivir? ¿A dónde va la vida si yo soy así? ¿Te das cuenta? Vos tenes que ver todo lo que he cavilado pensando estas cosas. Mirá, ni debía contártelas. ¿Cómo es eso que uno le hace una canallada a una persona, luego se acerca a ella y le cuenta sus más íntimos secretos, y no siente remordimientos? Yo mismo me he dicho muchas veces: ¿Por qué no siento remordimientos? ¿Qué vida es esta si hacemos una barbaridad y no sentimos nada? ¿Comprendes vos esto? De acuerdo a lo que hemos estudiado en el colegio, un crimen termina por volverlo loco al delincuente, ¿y cómo es que en la realidad vos haces un crimen y te quedas lo más tranquilo?

Erdosain continuaba con la mirada fija en Barsut ahora la imagen de aquel hombre se depositaba en el fondo de su conciencia. Las fuerzas de su vida ceñían el pálido relieve de una malla tan intensa que el calco que se verificaba en aquellos instantes ya nunca más se borraría.

—Mirá —continuó Barsut—, yo sabía que me tenías rabia, que de haberme podido matar lo hubieras hecho, y eso me alegraba y entristecía a un tiempo. ¡Cuántas noches me acosté pensando en el modo de secuestrarte! Hasta se me ocurrió mandarte una bomba por correo, o una víbora en una caja de cartón. O pagarle a un chofer para que te atropellara por la calle. Cerraba los ojos y las horas se me pasaban pensando en ustedes. ¿Vos te pensás que la quería a ella? —Erdosain observó más tarde que en la conversación de esa noche Barsut evitó llamar a Elsa por su nombre—. No, no la he querido nunca. Pero me hubiera gustado humillarla ¿sabes? Humillarla porque sí: verte a vos hundido para que ella me pidiera de rodillas que te ayudara. ¿Te das cuenta? Nunca la he querido. Si te denuncié fue por eso, para humillarla a ella que siempre fue tan orgullosa conmigo. Y cuando vos me dijiste que habías defraudado a la Azucarera, una alegría de salvaje me revolvió las entrañas. Y no terminabas de hablar cuando yo me dije: bueno, vamos a ver ahora dónde termina su orgullo.

Erdosain dejó escapar la pregunta:

—¿Pero vos la querías?...

—No, no la he querido nunca. ¡Si supieras lo que me ha hecho sufrir! ¿Quererla yo a ella, que nunca me dio la mano? Cada vez que me miraba me parecía que me escupía a la cara. ¡Ah, vos fuiste el marido, pero nunca la conociste! ¡Qué sabes vos qué mujer es ella! Mirá, te podría ver morir y no tendría un gesto de lástima. ¿Te das cuenta? Me acuerdo. Cuando la casa Astraldi quebró y ustedes se quedaron en la calle, si ella me hubiera pedido todo lo que yo tenía, se lo hubiera dado. Le hubiera dado toda mi fortuna para que me dijera «gracias». Nada más que gracias. Para que me dijera esa palabra yo me hubiera quedado sin nada. Un día que entablé una conversación me contestó: Remo es suficiente hombre para ganar para nosotros dos. ¡Ah, vos no la conoces! Sería capaz de verte morir sin hacer un gesto. Y yo pensaba. ¡Cuántas cosa, Dios mío, pasan por la cabeza de un hombre! Me tiraba en una cama y me ponía a imaginar cosas...vos habías asesinado a un hombre... era necesario salvarte y entonces ella me venía a pedir que te ayudara y yo, sin decirle una palabra de mis sacrificios, corría de un lado a otro. ¡Qué mujer, Remo! ¡Qué mujer! Me acuerdo de cuando cosía. Me hubiera quedado al lado, ¿sabes? sosteniéndole la costura, y yo sabía que no era feliz con vos. Lo veía en la cara, en su cansancio, en su sonrisa.

Erdosain recordó las palabras que Elsa había pronunciado hacía una hora:

No importa... Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás sólito de noche, estás solo... De pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... yo, que he venido.

Barsut continuó:

—Y claro, yo me preguntaba qué era lo que le hacía soportar la vida a tu lado, al lado de un hombre como vos...

Y vine a pie sola por las calles oscuras, buscándote, pero vos no me ves, estás solo, la cabeza...

Erdosain sentía que las ideas se le atorbellinaban en la superficie del cerebro como un remolino de agua. El cono gigante hundía la espiral hasta la raíz de sus miembros. Torbellino cuyo roce suave arrancaba a su alma una ternura dolorida, nueva. ¡Qué buenas las palabras de Elsa, qué extraordinario contenido!

Siempre te quise. Ahora también te quiero... nunca ¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida, que el otro a tu lado es la sombra de un hombre.

Erdosain tenía ahora la certidumbre de que estas palabras salvaban para siempre su alma, mientras que Barsut amontonaba una envidiosa angustia:

—Y yo hubiera querido preguntarle a ella qué es lo que encontraba a tu lado, abrirte el pecho delante de ella y demostrarle hasta cansarla que vos eras un loco, un canalla, un cobarde... Te juro que digo estas palabras sin rabia.

—Lo creo —repuso Erdosain.

—Ahora mismo, yo me pregunto, mirándote: ¿Con qué ojos mira una mujer a un hombre? Eso es lo que nunca sabremos. ¿No te parece? Vos para mí eras un desgraciado, al que de un revés se lo saca uno de adelante. Pero para ella, ¿quién eras vos? Ese es el punto oscuro. ¿Lo supiste alguna vez? Decíme francamente: ¿supiste vos en tu corazón qué hombre eras para tu mujer? ¿Qué es lo que ella vio en vos para sufrir tanto a tu lado, y soportarte como lo hizo?

¡Qué gravemente conversaba Barsut! Sus enronquecidas preguntas requerían una contestación. Erdosain lo sentía en sus inmediaciones no como a un hombre, sino precisamente como a un doble, un espectro de nariz huesuda y cabello de bronce que de pronto se había convertido en un pedazo de su conciencia, ya que como ésta en otras circunstancias, él ahora le dirigía las mismas preguntas. Sí, era probable que para vivir tranquilo fuera necesario exterminarlo, y la «idea» se reveló fríamente en él.

—Semejante a una espada entrando en un bloque de algodón —diría más tarde Erdosain.

Barsut ni remotamente se imaginó que en aquel instante, Remo acababa de condenarlo a muerte. Explicándome luego las circunstancias de esa concepción, Erdosain me decía:

«¿Usted ha visto a un general en un campo de batalla?... Pero para hacerle más accesible mi idea le diré como inventor: Usted busca durante cierto tiempo la solución de un problema. Usted sabe, tiene la seguridad de que la clave, el secreto, está en usted, pero no lo puede conocer, tan cubierto está el secreto de capas de misterio. Y un día, en el momento más inesperado, de pronto el plan, la visión completa de la máquina, aparece ante sus ojos, deslumbrándolo con su fácil exactitud. ¡Es algo maravilloso! Imagínese un general en un campo de batalla... todo está perdido, y de pronto, clara, precisa, se le aparece una solución que jamás había soñado concebir, y que, sin embargo, tenía allí, al alcance de su mano, en el interior de sí mismo. Yo, en aquel instante, supe que tenía que hacerlo matar a Barsut, y él, frente a mí, amontonando palabras inútiles no se imaginaba que yo, con la boca hinchada, la nariz dolorida, retenía una alegría estupenda, un deslumbramiento semejante al que se experimenta cuando lo que se ha descubierto es fatal como una ley matemática. Quizás existe también una matemática del espíritu cuyas terribles leyes no son tan inviolables como las que rigen las combinaciones de los números y de las líneas. Porque es curioso. Aquella bofetada que aun me hacía sangrar la encía, como el cuño de una prensa hidráulica estampó en mi conciencia las líneas definitivas de un plan de muerte. ¿Se da cuenta? Un plan son tres líneas generales, tres admisibles líneas rectas, nada más. Y en tumulto, se amontonaba mi regocijo sobre ese relieve en frío cuyas tres sintéticas líneas encerraban esto: secuestrar a Barsut, hacerlo matar y con su dinero fundar la sociedad secreta como deseaba el Astrólogo. ¿Se da cuenta usted? El plan del crimen surgió espontáneamente en mí, mientras que el otro hablaba tristemente de nuestras dos almas condenadas. El plan apareció en mí como si lo hubieran estampado en una plancha de hierro a miles de libras de presión.

«¡ Ah! ¿Cómo explicarle? De pronto yo me olvidé de todo retenido por una contemplación helada, llena de gozo, algo así como la aurora que descubre un trasnochador consuetudinario que lo alivia de su cansancio en la mañana que sucedió a una noche llena de fatigas. ¿Se da cuenta? Hacerlo asesinar a Barsut por un hombre que imperiosamente necesitaba dinero para llevar a cabo una idea genial. Y esta nueva aurora que latía en mí estaba tan perfectamente individualizada que muchas veces, más tarde, me he preguntado qué secreto llega a encerrar el alma de un hombre que, sucesivamente, le van mostrando horizontes nuevos, descascarando sensaciones que para él mismo son un asombro por su origen aparentemente ilógico».

En el curso de esta historia he olvidado decir que cuando Erdosain se entusiasmaba, giraba en torno de la «idea» eje con palabras numerosas. Necesitaba agotar todas las posibilidades de expresión, poseído por ese frenesí lento que a través de las frases le daba a él la conciencia de ser un hombre extraordinario y no un desdichado. Que decía la verdad, no me cabía duda. Lo que muchas veces me confundió fue la pregunta que a mí mismo me hice: ¿de dónde sacaba ese hombre energías para soportar su espectáculo tanto tiempo? No hacía otra cosa que examinarse, que analizar lo que en él ocurría, como si la suma de detalles pudiera darle la certidumbre de que vivía. Insisto. Un muerto que tuviera el poder de conversar no hablaría más que él, para cerciorarse de que en apariencia no estaba muerto.

Bersut, sin darse cuenta de todo lo que acababa de ocurrir en el otro, continuó:

—¡Ah!, vos no la conociste.., no la conociste nunca. Fíjate, escucha lo que te voy a contar. Una tarde fui a verte, sabía que no estabas, quería encontrarme con ella, verla no más, aunque fuera. Llegué sudado, no sé cuántas cuadras caminé al sol antes de resolverme.

—Igual que yo, al sol —pensó Erdosain.

—Y eso que vos sabes que a mí no me faltaba plata para tomar un automóvil, y aun cuando pregunté por vos, ella, sin moverse del umbral, me contestó:

—Disculpe, no lo hago pasar porque no está mi esposo. ¿Te das cuenta qué perra?

Erdosain pensó:

—Todavía hay un tren para Témperley.

Barsut continuó:

—Y yo, que te veía tan pobre hombre, me dije: ¿qué le habrá visto Elsa a este infeliz para enamorarse de él?

Con tranquilísima voz le preguntó Erdosain:

—¿Y en la cara se me nota que soy un infeliz?

Barsut levantó la cabeza, extrañado. Durante un momento mantuvo inmóviles las translúcidas pupilas verdosas en su interlocutor. El lienzo de luz que caía sobre él y Erdosain interponía una distancia de ensueño. Y Barsut se comprendía tan fantasma como el otro, porque moviendo penosamente la cabeza, como si repentinamente todos los músculos del cuello se le hubieran enrigecido, contestó:

—No, mirándote bien pareces un tipo agarrado por una idea fija... vaya a saber qué.

Erdosain repuso:

—Sos psicólogo. Naturalmente, yo no sé todavía en qué consiste esa idea fija, pero es curioso, lo que nunca se me ocurrió fue que vos pensaras en quitarme mi mujer... Y la tranquilidad con que decís esas cosas...

—No me negarás que te soy franco...

—No...

—Además, quería humillarla... no robártela, ¿para qué? Si yo sabía que nunca me querría.

—¿Y en qué lo adivinabas?

—Eso es lo que no sé. Porque uno hace ciertas cosas que no se puede explicar. Porque te trataba y vos me tratabas no pudiéndonos «pasar». Venía porque viniendo te hacía sufrir y sufría. Todos los días me decía: No iré más... no iré más... Pero en cuanto llegaba la hora, me ponía nervioso. Era como si me llamaran desde algún lado, y entonces me vestía apurado... venía...

Erdosain de pronto tuvo una idea singular, y dijo:

—Hablando de todo un poco... No sé si sabrás que esta mañana me hablaron en la Azucarera del anónimo. Si no rindo cuentas me ponen preso mañana. El único culpable, y creo que no tendrás inconveniente en admitirlo, de que esto pase sos vos, de modo que me tenes que facilitar la plata. ¿De dónde voy a sacar esa cantidad?

Barsut se irguió asombrado.

—Pero, ¿cómo? ¿Después que yo resulto cornudo y apaleado, después que Elsa se va y hago una infamia, el que te tiene que dar la plata soy yo? ¿Vos estás loco? ¿Con qué ventaja te voy a dar seiscientos pesos?...

—Con siete centavos...

Erdosain se levantó.

—¿Esa es tu última palabra?

—Pero, comprendé, ¿cómo yo?...

—Bueno «m'hijo»... Paciencia. Ahora haceme el favor de irte, que quiero dormir.

—¿No querés que salgamos?

—Estoy cansado. Déjame.

Barsut vaciló. Luego, levantándose y con el sombrero cogido de un ala, salió torpemente de la pieza.

Erdosain escuchó el golpe que hizo la puerta al cerrarse, caviló ceñudo un instante, buscó en su bolsillo una guía de ferrocarriles, miró el horario, luego volvió a lavarse, y ante el espejo se peinó. Tenía el labio amoratado, una mancha roja bordeábale la nariz, así como otra circunvalaba la sien, junto a la entrada del cabello.

Miró en derredor buscando algo, vio el revólver caído, lo recogió y salió. Pero como dejara la luz encendida, volvió y apagó la lámpara. Todo estaba oscuro ahora, como el rastro de una luz brilló ante sus ojos y salió. Por segunda vez en aquel día iba a la casa del Astrólogo—

«Ser» a través de un crimen

Un trozo de andén de la estación de Témperley estaba débilmente iluminado por la luz que salía de una puerta de la oficina de los telegrafistas. Erdosain sentóse en un banco junto a las palancas para los cambios de vías, en la oscuridad. Tenía frío y tal vez fiebre. Además experimentaba la impresión de que la idea criminosa era una continuidad de su cuerpo, como el hombre de tiniebla que pudiera arrojar en la luz. Un disco rojo brillaba al extremo del brazo invisible del semáforo: más allá otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la oscuridad, y la curva del riel galvanoplastiado de esas luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o carminosa. A veces la luz roja o verde, descendía. Luegotodo permanecía quieto, dejando de rechinarlas cadenas en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las piedras.

Quedóse amodorrado.

—¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me quedo aquí? ¿Es cierto que quiero matarlo? ¿O es que quiero tener la voluntad de sentir el deseo de matarlo? ¿Es necesario eso? Ahora ella estará revolcándose con él. Pero, ¿qué me importa a mí? Antes, cuando la sabía sola en casa, mientras yo estaba en el café, sufría por ella, sufría porque era desdichada a mi lado... ahora... claro... ya se habrán dormido, ella con la cabeza sobre el pecho de él. ¡Nombre de Dios! ¿Y ésta es la vida? ¡Estar perdidos, siempre perdidos! ¿Pero yo seré realmente el que soy? ¿O seré otro? ¡La tristeza! ¡vivir con extrañeza! Esto es lo que me pasa. Igual que a él. Cuando está lejos me lo imagino tal cual es, canalla, desdichado. Casi me rompe la nariz. ¡Pero qué formidable! ¡Resulta ahora al final de cuentas que el cornudo y apaleado es él y no yo! ¡Yo!... ¡Realmente, la vida es una bufonada! Y sin embargo, hay algo serio. ¿Por qué me repugna cuando está cerca?

Unas sombras se mecían ante la vidriera amarilla de los telegrafistas.

—¿Matarlo o no matarlo? ¿Qué me importa esto a mí? ¿Me importa matarlo? Seamos sinceros. ¿Me importa matarlo? ¿O es que no me importa nada? ¿Que me da igual que viva? Y sin embargo quiero tener voluntad de matarlo. Si ahora viniera un dios y me preguntara: ¿Quieres tener fuerzas para destruir a la humanidad? ¿Yo la destruiría? ¿La destruiría yo? No, no la destruiría. Porque el poder hacerlo le quitaría interés al asunto. Además, ¿qué iba a hacer yo solo en la tierra? ¿Mirar cómo se oxidaban las dínamos en los talleres y cómo se desmoronaban los esqueletos que estaban a caballo encima de las calderas? Cierto es que él me ha abofeteado, pero, ¿me importa eso? ¡Qué lista! ¡Qué colección! El capitán, Elsa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí, el Astrólogo, el Rufián, Ergueta. ¡Qué lista! ¿De dónde habrán salido tantos monstruos? Yo mismo estoy descentrado, no soy el que soy, y, sin embargo, algo necesito hacer para tener conciencia de mi existencia, para afirmarla. Eso mismo, para afirmarla. Porque yo soy como un muerto. No existo ni para el capitán ni para Elsa, ni para Barsut. Ellos si quieren pueden hacerme meter preso, Barsut abofetearme otra vez, Elsa irse con otro en mis barbas, el capitán llevársela nuevamente. Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como el no ser. Un hombre no es como acción, luego no existe. ¿O existe a pesar de no ser? Es y no es. Ahí están esos hombres. Seguramente tienen mujer, hijos, casa. Quizá son unos miserables. Pero si alguien tratara de invadir su casa, de arrebatarles un centavo o de tocarles la mujer, se volverían como fieras. ¿Y yo por qué no me he rebelado? ¿Quién puede contestarme a esta pregunta? Yo mismo no puedo. Sé que existo así, como negación. Y cuando me digo todas estas cosas no estoy triste, sino que el alma se me queda en silencio, la cabeza en vacío. Entonces, después de ese silencio y vacío me sube desde el corazón la curiosidad del asesinato. Eso mismo. No estoy loco, ya que sé pensar, razonar. Me sube la curiosidad del asesinato, curiosidad que debe ser mi ultima tristeza, la tristeza de la curiosidad. O el demonio de la curiosidad. Ver cómo soy a través de un crimen. Eso, eso mismo. Ver cómo se comporta mi conciencia y mi sensibilidad en la acción de un crimen.

«Sin embargo, estas palabras no me dan la sensación del crimen del mismo modo que el telegrama de una catástrofe en China no me da la sensación de la catástrofe. Es como si yo no fuera el que piensa el asesinato, sino otro. Otro que sería como yo un hombre liso, una sombra de hombre, a la manera del cinematógrafo. Tiene relieve, se mueve, parece que existe, que sufre, y, sin embargo, no es nada más que una sombra. Le falta vida. Que diga Dios si esto no está bien razonado. Bueno: ¿qué es lo que haría el hombre sombra? El hombre sombra percibiría el hecho, pero no sentiría su pesantez, porque le faltaba volumen para contener un peso. Es sombra. Yo también veo el suceso, pero no lo contengo. Esta debe ser una teoría nueva. ¿Qué diría un Juez del Crimen de conocerla? ¿Se daría cuenta de lo sincero que soy? ¿Mas cree esa gente en la sinceridad? Fuera de mí, de los límites de mi cuerpo, existe el movimiento, pero para ellos la vida mía debe ser tan inconcebible como vivir al mismo tiempo en la Tierra y en la Luna. Yo soy la nada para todos. Y sin embargo, si mañana tiró una bomba, o asesino a Barsut, me convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon castigos, cárceles y teorías. Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas, abogados, fiscales, guardacárceles, coches celulares, y nadie verá en mí un desdichado sino el hombre antisocial, el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí que es curioso! Y sin embargo, sólo el crimen puede afirmar mi existencia, como sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra. Y yo sería el Erdosain, previsto, temido, caracterizado por el código, y entre los miles de Erdosain anónimos que infectan el mundo, sería el otro Erdosain, el auténtico, el que es y será. Realmente, es curioso todo esto. Sin embargo, a pesar de todo existen las tinieblas y el alma del hombre es triste. Infinitamente triste. Mas la vida no puede ser así. Un sentimiento interno me dice que la vida no debe ser así. Si yo descubriera la particularidad de por qué la vida no puede ser así, me pincharía, y como un globo me desinflaría de todo este viento de mentira y quedaría de mi apariencia actual un hombre flamante, fuerte como uno de los primeros dioses que animaron la creación. Con todo esto me he ido a las ramas. ¿Lo veo o no al Astrólogo? ¿Qué dirá cuando me vea llegar otra vez? Quizá me espere. El es, como yo, un misterio para sí mismo. Esa es la verdad. Sabe tanto hacia dónde va como yo. La sociedad secreta. Toda la sociedad se resume en él en estas palabras: sociedad secreta. Otro demonio. ¡Qué colección! Barsut, Ergueta, el Ruñan y yo... Ni expresamente se podía reunir tales ejemplares. Y para colmo, la ciega embarazada. ¡Qué bestia!

El vigilante de la estación pasó por segunda vez ante Erdosain. Remo comprendió que llamaba la atención del hombre y entonces, levantándose, se dirigió hacia la casa del Astrólogo. No había luna. Los arcos voltaicos lucían entre las aéreas enramadas de las bocacalles. De alguna quinta salían los sones de un piano y a medida que caminaba, su corazón se empequeñecía más, oprimido por la angustia que le producía el espectáculo de la felicidad que adivinaba tras de los muros de aquellas casas refrescadas por las sombras, y frente a cuyas puertas cocheras se hallaba detenido un automóvil.

La propuesta

El Astrólogo se disponía a acostarse cuando escuchó pasos en el sendero que conducía a la casa. Como el perro no ladró, entreabrió el postigo. Un paralelogramo de luz cortó las tinieblas hasta la cúpula de los granados y por este cajón amarillo vio avanzar a Erdosain, a quien la luz daba de lleno en el rostro.

—¡Qué curioso! —pensó el Astrólogo—. ¡Todavía no me había fijado que este muchacho usa sombrero de paja! ¿Qué es lo que querrá? —Y después de asegurarse que tenía el revólver en la cintura (este movimiento era instintivo en él) abrió la cerradura de la puerta y Erdosain entró.

—Creí que estaba acostado.

—Pase.

Erdosain pasó al escritorio. Todavía estaba allí el mapa de los Estados Unidos con las banderas negras clavadas en los territorios donde dominaba el Ku-Klux-Klan. El Astrólogo había estado trabajando en un horóscopo porque sobre la mesa estaba la caja de compases abierta. El viento que entraba por la reja movía los papeles, y Erdosain, después de esperar que aquél guardara algunos documentos en el armario, se sentó dando la espalda al jardín.

Ya allí, quedóse mirando el anchuroso semblante del otro, la nariz torcida arrancando de la frente tumultuosa, la oreja arrepollada, el pecho enorme contenido dentro de la ropa negra y sin lustre, su cadena de cobre cruzando de parte a parte el chaleco, el anillo de acero con una piedra violeta en su mano de dedos deformes y piel curtida. Ahora que el hombre estaba sin sombrero, se veía que su cabello era crespo, enmarañadísimo y corto. Había estirado las piernas y cargaba todo el cuerpo sobre los brazos del sillón. Con sus botas sin lustrar parecía un hombre de la montaña, quizás un buscador de oro. ¿Por qué no habían de ser así los buscadores de oro de la Patagonia? —pensó Erdosain—, y sin explicarse su distracción se quedó mirando el mapa de los Estados Unidos y repitiendo mentalmente las palabras que le había escuchado esa tarde al Astrólogo, mientras con el puntero le señalaba los estados federales al Rufián.

—El Ku-Klux-Klan es fuerte en Texas, Ohio, Indianápolis, Oklahoma, Oregón...

—¿Y qué dice, amigo... cómo?...

—¡ Ah, es cierto!... He venido a verle...

—Precisamente yo me iba a acostar. Estuve trabajando en el horóscopo de un imbécil...

—Si le molesto me voy.

—No, quédese. ¿Se ha trompeado usted? ¿Qué es lo que le pasa?

—Muchas cosas. Dígame, si usted pudiera... ¿No se va a asombrar de la pregunta?...Si usted, para fundar su logia, es decir, para conseguir los veinte mil pesos que se necesitan, si para conseguir veinte mil pesos usted tuviera que matar a un individuo, ¿usted qué haría?

El Astrólogo se incorporó en la silla, quedando ahora su cuerpo, soliviantado por el asombro, en ángulo recto... Y aunque su cabeza estaba erguida por los pensamientos que en él había suscitado Erdosain, aquélla parecía pesar prodigiosamente sobre sus hombros. Restregóse las manos y escrutó el rostro de Remo.

—¿Por qué se le ocurre, hacerme esta pregunta?

—Es que he encontrado el candidato que tiene veinte mil pesos. Lo podemos secuestrar, y si se niega a firmarnos el cheque lo torturamos.

El Astrólogo frunció el ceño. Ante los enigmas que encerraba esa propuesta, su perplejidad acrecentóse, y con los dedos de la mano izquierda comenzó a hacer girar el anillo sobre el anular de la derecha. La piedra violeta pasaba a cada instante frente a la cadena de bronce, y aunque él mantenía el rostro inclinado, bajo la línea de sus cejas, sus pupilas horizontales escudriñaban el rostro de Erdosain. Y la nariz torcida cobraba en esa posición el vigor de una defensa con el mentón hundido en la negra tela del corbatín.

—A ver, explíqueme todo eso, porque yo no entiendo ni una palabra.

Ahora se había incorporado y su rostro parecía desafiar una lluvia de golpes.

—Es fácil y genial. Mi mujer esta noche se ha ido a vivir con otro hombre. Entonces él...

—¿Quién es él?...

—Barsut, el primo de mi mujer... Gregorio Barsut, vino a verme y a confesarme que fue él quien me denunció a la Azucarera.

—¡Ah!... ¿Fue él quien lo denunció?...

—Sí, y para colmo...

—Pero, ¿por qué motivo lo denunció?...

—¡Qué sé yo!... Para humillarme... En fin, es medio loco. Un individuo que vive frenéticamente. Tiene veinte mil pesos. El padre murió en un manicomio. El va a terminar también allí. Los veinte mil pesos son la herencia de una tía por parte del padre.

El Astrólogo se cogió la frente. Estaba más perplejo que nunca. A él le interesaba el asunto, mas no lo comprendía. Insistió:

—Cuénteme todo con detalle, ordenadamente.

Erdosain recomenzó su relato. Narró todo lo que conocemos. Hablaba despacio, meticulosamente, pues había desaparecido de él esa tensión nerviosa que precedía a la propuesta que le hizo al Astrólogo.

Ahora estaba sentado al borde de la silla, la espalda arqueada, los codos apoyados en las rodillas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento. La piel amarilla pegada a los huesos planos del semblante le daba la apariencia de un tísico. Un cúmulo de iniquidades salía de su garganta, sin interrupciones, sordamente, como si recitara una lección estampada al frío en el plano de su conciencia. El Astrólogo, tapados los labios con los dedos, lo escuchaba mirándolo extrañado. Se había imaginado muchas cosas, mas no tantas.

Con una lentitud derivada del exceso de atención para no equivocarse, Erdosain acumulaba angustias, humillaciones, recuerdos, sufrimientos, noches que paso sin dormir, riñas espantosas. Dijo entre otras cosas:

—Le parecerá mentira a usted que yo, yo que he venido a proponerle el asesinato de un hombre, le hable de inocencia, y, sin embargo, tenía veinte años y era un chico. ¿Sabe usted qué clase de tristeza es esa que le hace pasar a uno la noche en un asqueroso despacho de bebidas, perdiendo el tiempo entre conversaciones estúpidas y tragos de caña? ¿Sabe lo qué es estar en un prostíbulo y de pronto contenerse para no llorar desesperadamente? Usted me mira asombrado, claro, veía un hombre raro, quizá, pero no se daba cuenta de que toda esa rareza derivaba de la angustia que yo llevaba escondida en mí. Vea, hasta me parece mentira hablar con precisión como lo hago. ¿Quién soy? ¿Adonde voy? No lo sé. Tengo la impresión de que usted es igual a mí, y por eso he venido a proponerle el asesinato de Barsut. Con el dinero fundaremos la logia y quizá podamos remover los cimientos de esta sociedad.

El Astrólogo lo interrumpió:

—Pero, ¿por qué usted ha procedido siempre así?...

—Eso es lo que yo no sé. ¿Por qué usted quiere organizar la logia? ¿Por qué el Rufián Melancólico continúa explotando mujeres y lustrándose los botines a pesar de tener fortuna? ¿Por qué Ergueta se casó con una prostituta y dejó a la millonaria? ¿Cree usted acaso que yo he tolerado la bofetada de Barsut y la presencia del capitán, porque sí? Aparentemente soy un cobarde, Ergueta un loco, el Rufián un avaro, usted un obsesionado. Aparentemente somos todo eso, pero en el fondo, adentro, más abajo de nuestra conciencia y de nuestros pensamientos hay otra vida más poderosa y enorme... y si soportamos todo es porque creemos que soportando o procediendo como lo hacemos llegaremos por fin hasta la verdad... es decir, a la verdad de nosotros mismos.

El Astrólogo se levantó, avanzó hasta Erdosain y, poniéndole la mano sobre la cabeza, dijo caviloso:

—Tiene usted razón, hijo mío. Nosotros somos místicos sin saberlo. Místico es el Rufián Melancólico, místico es Ergueta, usted, yo, ella y ellos... El mal del siglo, la irreligión nos ha destrozado el entendimiento y entonces buscamos fuera de nosotros lo que está en el misterio de nuestra subconciencia. Necesitamos de una religión para salvarnos de esa catástrofe que ha caído sobre nuestras cabezas. Me dirá usted que yo no le digo nada nuevo. De acuerdo; pero acuérdese que en la tierra lo único que puede cambiar es el estilo, la costumbre, la substancia es la misma. Si usted creyera en Dios no habría pasado esa vida endemoniada, si yo creyera en Dios no estaría escuchando su propuesta de asesinar a un prójimo. Y lo más terrible es que para nosotros ha pasado ya el tiempo de adquirir una creencia, una fe. Si fuéramos a verlo a un sacerdote, éste no entendería nuestros problemas y sólo acertaría a recomendarnos que recitáramos un Padre Nuestro y que nos confesáramos todas las semanas.

—Y uno se pregunta qué es lo que debe hacerse...

—Ahí está. Lo que debe hacerse. En otras épocas para nosotros hubiera quedado el refugio de un convento o de un viaje a tierras desconocidas y maravillosas. Hoy usted puede tomar un sorbete a la mañana en la Patagonia y comer bananas a la tarde en el Brasil. ¿Qué es lo que debe hacerse? Yo leo mucho, y créame, en todos los libros europeos encuentro este fondo de amargura y de angustia que me cuenta de su vida usted. Vea Estados Unidos. Las artistas se hacen colocar ovarios de platino y hay asesinos que tratan de batir el récord en crímenes horrorosos. Usted que ha caminado lo sabe. Casas, más casas, rostros distintos y corazones iguales. La humanidad ha perdido sus fiestas y sus alegrías. ¡Tan infelices son los hombres que hasta a Dios lo han perdido! Y un motor de 300 caballos sólo consigue distraerlos cuando lo pilotea un loco que se puede hacer pedazos en una cuneta. El hombre es una bestia triste a quien sólo los prodigios conseguirán emocionar. O las carnicerías. Pues bien, nosotros con nuestra sociedad le daremos prodigios, pestes de cólera asiático, mitos, descubrimientos de yacimientos de oro o minas de diamantes. Yo lo he observado conversando con usted. Sólo se anima cuando lo prodigioso interviene en nuestra conversación. Y así le pasa a todos los hombres, canallas o santos.

—Entonces, ¿lo secuestramos a Barsut?

—Sí. Ahora hay que ver de qué modo podemos apoderarnos de él y del dinero.

El viento removió el follaje. Erdosain quedó unos segundos mirando la franja de luz que por la ventana entreabierta caía sobre los granados. El Astrólogo había corrido su silla hasta el armario de modo que apoyaba la cabeza en el tablero ocre, y sus dedos jugaron nuevamente con el anillo de acero haciéndolo girar ante sus ojos.

—¿Cómo nos apoderaremos? Es muy fácil. Yo le diré a Barsut que he averiguado dónde se encuentra el capitán con Elsa...

—Sí, eso está bien. Pero, ¿cómo lo ha averiguado usted? Es lo que no va a dejar de preguntarle el otro...

—Diciéndole que me he dirigido a la Dirección del Personal del Ministerio de Guerra.

—Perfecto... muy bien... clarísimo...

Ahora el Astrólogo se había incorporado vivamente y miraba interesado a Erdosain.

—Y con el pretexto de que convenza a Elsa para que vuelva otra vez a mi lado, lo traemos.

—Admirable. Deje que piense un poco. Todo lo que plantea usted... claro... está muy bien. Ah... dígame una cosa, ¿tiene parientes él?

—Salvo mi señora, no.

—¿Y dónde vive?

—En una pensión. La hija de la dueña es bizca.

—¿Qué dirán cuando desaparezca Barsut?

—Podemos hacer esto, que es admirable. Le enviamos a la patrona un telegrama desde Rosario, firmado por él, diciendo que le envíe los baúles a un determinado hotel, donde usted estará viviendo bajo el nombre de Gregorio Barsut.

—Esto mismo. ¿Sabe que usted lo ha estudiado muy bien? Es perfecto el plan. Cierto es que todo se presta, el capitán, las direcciones del Ministerio, no tener parientes, el vivir en una pensión. Es más claro que una jugada de ajedrez. Está bien.

Dicho esto comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación. Cada vez que cruzaba ante la reja de la ventana, el jardín oscurecía o en el armario se volcaba una sombra que llegaba hasta los tirantes del techo. No le faltó razón a Erdosain, cuando dijo que el plan era nítido «como si lo hubiera estampado en una plancha de hierro a miles de libras de presión». Y mientras en la habitación las botas del Astrólogo resonaban sordamente en cada paso, Erdosain se lamentaba ya de que el «plan» fuera tan simple y poco novelesco. Le hubiera agradado una aventura más peligrosa, menos geométrica.

—¡Qué diablo! ¡Esto no tiene gracia! ¡Así cualquiera es asesino!

—¿Y Gregorio no tiene relaciones con la bizca?

—No.

—¿Y por qué usted me habló de ella, entonces?

—No sé.

—¿Y usted no tiene miedo de tener remordimientos después que «eso» suceda?

—Vea, yo creo que eso sólo ocurre en las novelas. En la realidad yo he hecho acciones malas y buenas y ni en un caso ni en el otro he sentido ni la mayor alegría ni el menor remordimiento. Yo creo que se ha dado en llamar remordimiento el temor al castigo. Aquí a uno no lo ahorcan, y sólo los cobardes...

—¿Y usted?...

—Permítame. Yo no soy un hombre cobarde. Soy un frío que es distinto. Razone usted. Si impasiblemente me he dejado llevar la mujer, y abofetear por un individuo que me traicionó, ¿con cuánta más razón asistiré impasiblemente a la escena de su muerte, siempre que ésta no sea una carnicería?

—Cierto. Es muy lógico. Todo en usted es lógico. ¿Sabe usted, Erdosain, que es un individuo interesante?

—Lo mismo decía mi esposa. Esto no le impidió irse con otro.

—¿Y usted lo odia a él?

—A veces. Depende. Quizá en mí pueda más la repulsión física que el odio. En verdad, odio no, porque nunca podemos odiar a las personas que sabemos son capaces de hacer exactamente las mismas canalladas que nosotros.

—¿Y por qué quiere matarlo, entonces, usted?

—¿Y por qué quiere usted fundar la sociedad?

—¿Y cree usted que ese crimen va a tener alguna influencia en su vida?

—Esa es la curiosidad que tengo. Saber si mi vida, mi forma de ver las cosas, mi sensibilidad, cambian con el espectáculo de su muerte. Además, que tengo ya necesidad de matar a alguien. Aunque sea para distraerme, ¿sabe?

—¿Y usted quiere que yo le saque las castañas del fuego?

—¡Claro!... porque para usted en estas circunstancias, sacarme las castañas del fuego equivale a tener veinte mil pesos para instalar la sociedad y los prostíbulos...

—¿Y cómo se le ocurrió a usted que yo era capaz de hacer «eso»?

—¿Cómo? Hace mucho tiempo que lo he observado. Pero la convicción de que usted era un hombre de embarcarse en una aventura peligrosa se me ocurrió hace un año cuando lo conocí en la Sociedad Teosófica.

—¿A ver?...

—Me acuerdo como si fuera ahora. Una carbonera, a su izquierda, estaba hablando del periespíritu con un zapatero. ¿Usted no se ha fijado qué predilección tienen los zapateros por las ciencias ocultas?

—¿Y?

—En esa circunstancia usted se dirigió a un caballero polaco que mantenía relaciones con el espíritu de Sobiezki.

—No recuerdo...

—Yo sí. El caballero polaco, usted mismo me lo dijo más tarde, era peón de albañil... Usted y el caballero polaco pasaron de Sobiezki a discutir sobre el «sentido de orientación de las palomas» y usted contestó: «Para mí la única importancia que tiene el sentido de orientación de las palomas es servir como intermediarias en un chantage», y allí usted comenzó a explicar... Bueno, cuando usted terminó de hablar, entre el asombro del polaco, la carbonera y el zapatero, yo me dije: este hombre es un audaz en disponibilidad...

—¡Jajá! ¡Qué muchacho es usted!

—Perfecto.

—Usted debe tomar en cuenta esto: es un mecanismo que se desmonta en tres submecanismos que tienen que marchar armoniosamente, aunque son independientes. Vea: El primer mecanismo es el secuestro. El segundo, la estada de usted en Rosario, donde pedirá y recibirá el equipaje con el nombre de Barsut. El tercero, asesinato y procedimiento para hacerlo desaparecer.

—¿Destruiremos el cadáver?

—Claro. Con ácido nítrico o si no con un horno donde... Si es horno hay que tener un mínimo de quinientos grados para carbonizar también los huesos.

—¿Y de dónde ha sacado usted esos datos?

—Ya sabe que soy inventor. Ah, de los veinte mil pesos podemos dedicar una parte para fabricar la rosa de cobre en gran escala. Ya he encargado su fabricación a una familia amiga. Posiblemente uno de los muchachos ingrese en la sociedad. Además, días pasados se me ha ocurrido un cambio electromagnético para la máquina de vapor de Stephenson. Bueno, lo que yo he ideado es cien veces más sencillo. ¿Sabe usted lo que a mí me haría falta? Irme un tiempo afuera, estar en la montaña, descansar y estudiar.

—Y usted podría ir a la colonia que organizaremos...

—¿Entonces está conforme con el plan?

—¡Ah! Una cosa. El dinero, ¿de dónde lo sacó Barsut?

—Hace tres años vendió una propiedad que le tocó en herencia.

—Y lo tiene en caja de ahorros...

—No, en cuenta corriente.

—¿Así que no vive del interés?

—No, lo va gastando de a poco. De a doscientos pesos mensuales. Dice que antes de terminar con esa suma habrá muerto.

—Es curioso. ¿Y qué tipo es él?

—Fuerte. Cruel. El secuestro va a tener que estudiarlo muy bien, porque se defenderá como una fiera.

—Muy bien.

—¡Ah!, antes de que me vaya. ¿Usted le dirá algo de esto al Rufián?

—No. Es un secreto entre nosotros. El Rufián participará como organizador de los prostíbulos, nada más. ¿Usted paga mañana en la Azucarera, no?

—Sí.

—Ahora que me acuerdo, conozco a un impresor. El será quien nos haga la circular del Ministerio de Guerra.

Erdosain paseóse un instante por la habitación.

—El secuestro es fácil. Usted va a Rosario y con un telegrama pide los baúles. Lo que ocurre es que cuando uno se encuentra frente a la comisión de un delito...

—Es que no será el único que cometeremos...

—¿Cómo?...

—Y claro. Otra de las cosas que me preocupa es el mantenimiento del secreto en la sociedad. Yo había pensado lo siguiente. En cada punto del estado habrá una célula revolucionaria. El comité central radicará en la capital. Entonces, este comité estaría organizado de la siguiente forma: jefe de capital de provincia, miembro del comité central, jefe del distrito de provincia, miembro del comité de la capital de provincia, jefe de villa principal, miembro del comité del distrito cabeza.

—¿No le parece muy complicado a usted?

—No sé, se estudiaría. Otros detalles de organización que se me han ocurrido son: cada célula dispondrá de un transmisor y receptor radiotelegráfico, siendo además obligación que cada diez asociados adquieran un automóvil, diez fusiles, dos ametralladoras, debiendo a su vez cien miembros costear el precio de un aeroplano de guerra, bombas, etc., etc. Los ascensos serán por disposición del consejo superior, las elecciones de categoría inferior se regirán por votaciones calificadas. Pero es hora de acostarse. Dentro de un rato tiene tren... ¿o se quiere quedar a dormir aquí?

En realidad Erdosain no tenía nada que hacer. Ya el reloj había dado las tres de la mañana y las palabras que pronunciara el Astrólogo pasaron por su entendimiento, casi borrosas. No le interesaba nada. Quería irse, eso era todo. Irse lejos.

Estrechó la mano del otro; el Astrólogo lo despidió en la gradinata y Erdosain, agobiado, cruzó la quinta. Cuando volvió la cabeza en las tinieblas, la ventana iluminada ponía un rectángulo amarillo suspendido en el centro de la oscuridad.

Arriba del árbol

Amanece. Erdosain avanza por el sendero que bordea la vereda rota junto a las quintas. La frescura de la mañana penetra hasta la más remota celdilla de sus pulmones fatigados. Aunque arriba el espacio negrea, y toda esta oscuridad desciende a aproximar las cosas a los ojos, pues las distantes son invisibles en el horizonte. Por el canal de callejones, rojean lentamente unas fajas verdegrises.

Erdosain avanza pensando:

—Esto es triste como el desierto. Ahora ella duerme con él.

Rápidamente la claridad aguanosa del alba colma los callejones de vahos blanquecinos.

Erdosain se dice:

—Sin embargo, hay que ser fuerte. Me acuerdo de cuando era chico. Creía ver caminar, por las crestas de las nubes, grandes hombres con el pelo rizado y chapados de la luz los verticales miembros. En realidad caminaban dentro del país de Alegría que estaba en mí. ¡ Ah!, y perder un sueño es casi como perder una fortuna. ¿Qué digo? Es peor. Hay que ser fuerte, ésa es la única verdad. Y no tener piedad. Y aunque uno se sienta cansado, decirse: Estoy cansado ahora, estoy arrepentido ahora, pero no lo estaré mañana. Esa es la verdad. Mañana.

Erdosain cierra los ojos. Un perfume que no puede discernir si es de nardo o de clavel, riega la atmósfera de un misterioso embalsamiento de fiesta.

Y Erdosain piensa:

—A pesar de todo es necesario injertar una alegría en la vida. No se puede vivir así. No hay derecho. Por encima de toda nuestra miseria es necesario que flote una alegría, qué sé yo, algo más hermoso que el feo rostro humano, que la horrible verdad humana. Tiene razón el Astrólogo. Hay que inaugurar el imperio de la Mentira, de las magníficas mentiras. ¿Adorar a alguien? ¿Hacerse un camino entre este bosque de estupidez? ¿Pero cómo?

Erdosain continúa su soliloquio con los pómulos teñidos de rosa:

—¿Qué importa que yo sea un asesino o un degradado? ¿Importa eso? No. Es secundario. Hay algo más hermoso que la vileza de todos los hombres juntos, y es la alegría. Si yo estuviera alegre, la felicidad me absolvería de mi crimen. La alegría es lo esencial. Y también querer a alguien...

El cielo verdea a lo lejos, mientras que la poca elevada oscuridad envuelve aún los troncos de los árboles. Erdosain frunce el ceño. De su espíritu se desprenden vapores de recuerdo, neblinas doradas, rieles brillantes que se pierden en el campo de una tarde abovedada de sol. Y el rostro de la criatura, una carita pálida, de ojos verdosos y rulos negros, escapando debajo de un sombrerito de paño, se eleva de la superficie de su espíritu.

Hace dos años. No. Tres. Sí, tres años. ¿Cómo se llamaba? María, María Esther. ¿Cómo se llamaba? La dulce carita ocupa ahora con su temperatura un anochecido espacio de ensueño. ¡Se acuerda de tantas cosas! El estaba sentado a su lado, el viento movía sus rizos negros, de pronto extendió la mano y entre la yema de los dedos tomó la ardiente barbilla de la criatura. ¿Dónde está ahora? ¿Bajo qué techo duerme? ¿si la encontrara, la reconocería? Hace tres años. La conoció en un tren, conversó algunos minutos con ella durante quince días, y después desapareció. Eso es todo y nada más. Y ella no sabía que estaba casado. ¿Qué es lo que hubiera dicho de saberlo? Sí, ahora se acuerda. Se llamaba María. ¿Pero importa algo eso? No. Había algo más hermoso en todo aquello, la dulce fiebre que caía de sus ojos a momentos verdes y a momentos pardos. Y su silencio. Erdosain recuerda viajes en ferrocarril; está sentado junto a la criatura que ha dejado caer la cabeza sobre su hombro, él enreda los dedos en los rizos y la criatura de quince años tiembla en silencio. Si ella supiera ahora que él proyecta matar a un hombre, ¿qué diría? Posiblemente no entendiera esa palabra. Y Erdosain recuerda con qué timidez de colegiala levantaba el brazo y apoyaba la mano en sus mejillas ríspidas de barba; y quizá esa felicidad que es la que él perdió es la que se necesita para borrar del semblante humano tanto vestigio de fealdad.

Erdosain se examina ahora con curiosidad. ¿Por qué piensa tantas cosas? ¿Con qué derecho? ¿Desde cuándo los candidatos a asesinos piensan? Y sin embargo, hay algo en él que le da las gracias al Universo. ¿Consiste en humildad o en amor? No lo sabe, pero comprende que en la incoherencia hay dulzura, se le ocurre que una pobre alma al enloquecer abandona con gratitud los sufrimientos de esta tierra. Y más abajo de esta piedad, una fuerza implacable, casi irónica, le tuerce el labio con un mohín de desprecio.

Los dioses existen. Viven escondidos bajo la envoltura de ciertos hombres que se acuerdan de la vida en el planeta cuando aún la tierra era niña. El encierra también a un dios. ¿Es posible? Se toca la nariz, adolorida por las trompadas que recibió de Barsut, y la fuerza implacable insiste en esa afirmación: El lleva un dios escondido bajo su piel doliente. ¿Pero el Código Penal ha previsto qué castigo puede aplicarse a un dios homicida? ¿Qué diría el Juez de Instrucción si él le contestara: «Peco porque llevo un dios en mí»?

¿Mas no es cierto? Este amor, esta fuerza que él conduce en el amanecer, bajo la humedad de los árboles que gotean rocío en la oscuridad, ¿no es una virtud de los dioses? Y nuevamente de la superficie de su espíritu se desprende el relieve de aquel recuerdo: Una ovalada carita pálida que tenía los ojos verdosos y rulos negros a veces arrollados a la garganta por el viento. ¡Qué sencillo es esto! No necesita decir nada, tan perfecto es su arrobamiento. Aunque nada de improbable tendría que se hubiera vuelto loco pensando en la colegiala bajo los árboles que gotean humedad. Si no, ¿cómo se explica que su alma sea tan distinta a la que lo endemoniaba por la noche? ¿O es que en la noche sólo pueden concebirse pensamientos sombríos? Aunque así sea no importa. El es otro ahora. Sonríe junto a los árboles. ¿No es magníficamente idiota esto? El Rufián Melancólico, la Ciega depravada, Ergueta con el mito de Cristo, el Astrólogo, todos estos fantasmas incomprensibles, que dicen palabras humanas, que tienen una palabra carnal, ¿qué son junto a él que apoyado en un poste, junto a un cerco de ligustro, siente el avance de la vida que llega a tocarle el pecho?

Es otro hombre, y por el solo hecho de haber pensado en la criatura que en un vagón de tren dejaba caer la cabeza sobre su hombro. Erdosain cierra los ojos. El acre olor de la tierra le escalofría. Un vértigo sube de su carne cansada.

Otro hombre avanza por el camino. Un silbato bronco llega desde la estación. Otros hombres de gorra o sombrero torcido cruzan a la distancia.

En realidad, ¿qué diablos hace allí? Erdosain guiña un párpado, tiene conciencia de que le está haciendo trampa a Dios, de que representa la comedia de un hombre que no ha podido desviar la maldición de Dios. Sin embargo, ante sus ojos pasan a momentos ráfagas de oscuridad, y una especie de embriaguez sorda se va apoderando de sus sentidos. Quisiera violar algo. Villar el sentido común. Si por allí hubiera una parva le prendía fuego... Algo repugnante abotarga su rostro: son las expresiones torvas de la locura; de pronto mira un árbol, da un salto, alcanza una rama, se aferra a ella y prendiéndose con los pies al tronco, ayudándose con los codos, logra encaramarse hasta la horqueta de la acacia.

Le resbalan los zapatos en la corteza lustrosa, los ramojos le fustigan elásticamente el rostro, alarga el brazo y se coge a una rama, asomando la cabeza por entre las hojas mojadas. La calle, abajo, sigue en declive hacia un archipiélago de árboles.

Está arriba del árbol. Ha violado el sentido común, porque sí, sin objeto, como quien asesina a un transeúnte que se le cruzó al paso, para ver si luego puede descubrirlo la policía. Hacia el este, sobre lo verdinoso del cielo, se recortan fúnebres chimeneas; luego, montes de verdura como monstruosos rebaños de elefantes rellenan los bajos de Bánfield, y la misma tristeza está en él. No es suficiente haber violado el sentido común para sentirse feliz. Sin embargo, hace un esfuerzo y dice en voz alta:

—¡Eh! bestias dormidas: ¡eh!, juro que... pero no... yo quiero violar la ley del sentido común, tranquilos animalitos... No. Lo que quiero es pregonar la audacia, la nueva vida. Hablo desde encima del árbol, no estoy «en la palmera», sino en la acacia: ¡eh! bestias dormidas.

Rápidamente decrecen sus fuerzas. Mira en redor casi extrañado de encontrarse en semejante posición, de pronto el semblante de la remota criatura estalla en él como una flor, e inmensamente avergonzado de la comedia que representa, baja de la planta. Está vencido. Es un desgraciado.

Capítulo segundo

Incoherencias

Los días que sucedieron al secuestro de Barsut, los pasó Erdosain encerrado en el cuarto de una pensión, a la que se trasladó provisoriamente después de liquidar su deuda con la Limited Azucarer Company. Le había cobrado terror a la calle. No pensaba nunca en el proyectado secuestro de Barsut, y hasta dejó de visitar al Astrólogo. Se pasaba el día en la cama, con los puños apoyados en la almohada y la frente aplastada sobre éstos. Otras veces permanecía horas con los ojos clavados en la pared, por la que le parecía trepaba una delgada neblina de sueño y de desesperación.

Durante aquel período no pudo nunca reconstruir el semblante de Elsa.

—Se había alejado tan misteriosamente de mi espíritu, que me costaba un gran esfuerzo recordar los rasgos de su fisonomía.

Luego dormía o cavilaba. Trató, aunque inútilmente, de preocuparse de dos proyectos que consideraba importantes: el cambio electromagnético para máquinas de vapor, y el de una tintorería de perros, que lanzaría al mercado canes de pelambre teñido de azul eléctrico, bull-dogs verdes, lebreles violetas, foxterriers lilas, falderos con fotografías de crepúsculos a tres tintas en el lomo, perritas con arabescos como tapices persas. Estaba tranquilo: una tarde se durmió y tuvo este sueño:

Sabía que era novio de una de las infantas. Este suceso acompañado del hecho de ser lacayo de su majestad, Alfonso XIII, le regocijaba inmediatamente, pues los generales le rodeaban, haciéndole intencionadas preguntas. Un espejo de agua mordía los troncos de los árboles siempre florecidos en blanco mayor, mientras que la infanta, una niña alta, tomándole del brazo, le decía ceceando:

—¿Me amáis, Erdosain?

Erdosain, echándose a reír, le contestó con grosería a la infanta: un círculo de espadas brilló ante sus ojos y sintió que se hundía, cataclismos sucesivos desgajaron los continentes, pero él hacía muchos siglos que dormía en un cuartujo de plomo en el fondo del mar. Tras del vidriado ventanuco iban y venían tiburones tuertos, furiosos porque sufrían de almorranas, y Erdosain se regocijó silenciosamente, riéndose con risitas del hombre que no quiere ser oído. Ahora todos los peces del mar estaban tuertos, y él era Emperador de la Ciudad de los Peces Tuertos. Una muralla eterna circundaba el desierto a la orilla del mar, el cielo verde se oxidaba en los ladrillos del muro, y en las paredes de las torres rojas, las olas entrechocaban miríadas de peces gordos y tuertos, monstruosos peces ventrudos enfermos de lepra marina, mientras que un negro hidrópico amenazaba con el puño a un ídolo de sal.

Otras veces, Erdosain evocaba tiempos pasados y en los que había previsto los sucesos actuales, como le dijera aquella noche al capitán. Sufrimientos sordos, merodeos en torno de una realidad que ahora le hacia decir:

—Tenía razón, no me equivocaba.

Así, recordaba que una noche conversando con Elsa, ésta, en un momento de sinceridad, le confesó que de haber sido soltera, no se habría casado, sino que hubiera tenido un amante.

Erdosain le preguntó:

—¿En serio decís eso?

De la otra cama, terca, Elsa respondió:

—Sí, hombre, tendría un amante... ¿para qué casarse?...

Fenómeno curioso: Erdosain tuvo súbitamente la sensación del silencio de la muerte, un silencio paralelo como un féretro a su cuerpo horizontal. Posiblemente en aquel instante, en él se destruyó todo el amor inconsciente que el hombre siente por una mujer, y luego le permitirá afrontar situaciones terribles, que serían insoportables de no haber sucedido previamente aquel fenómeno. Le parecía ahora encontrarse en el fondo de un sepulcro, pensó que jamás vería la luz, y en ese silencio liviano y negro que colmaba la habitación se movían los fantasmas despertados por la voz de su esposa.

Más tarde, explicando esos momentos, recordó que se mantenía inmóvil, en la cama, temeroso de romper el equilibrio de su enorme desdicha, que aplomaba definitivamente su cuerpo horizontal en la superficie de una angustia implacable.

Su corazón latía pesadamente. Parecíale que cada sístole diástole tenía que vencer la presión de una elástica masa de fango. Y era inútil que desde allí él intentara mover las manos para alcanzar el sol que estaba más arriba. Y la voz de la esposa repetía aún en sus oídos:

—No me hubiera casado. Tendría un amante.

Y esas palabras, que para ser pronunciadas no habían requerido sino el espacio de dos segundos de tiempo, estarían ahora resonando toda la vida en él. Cerró los ojos. Las palabras estarían toda la vida en él, arraigadas en su entraña como un crecimiento de carne. Y sus dientes rechinaron. Quería sufrir más aún, agotarse de dolor, desangrarse en un lento chorrear de angustia. Y con las manos pegadas a los muslos, tieso como un muerto en su ataúd, sin volver la cabeza, reteniendo el galope de su respiración, preguntó con voz sibilante:

—¿Y lo hubieras querido?

—¿Para qué?... ¡Quién sabe!... Sí; si era bueno, ¿por qué no?

—¿Y dónde se hubieran visto? Porque en tu casa no iban a tolerar eso.

—En algún hotel.

—¡Ah!

Callaron, pero ya Erdosain la veía en la firme desdicha de su vida, avanzar por la acera de una calle empedrada con lascas de río. Ella se adelantaba por la ancha vereda. Un tul oscuro le cubría la mitad del semblante, y encaminándose hacia el lugar donde la conducía el deliberado deseo, avanzaba con rápidos y seguros pasos. Y deseoso de martirizar aún lo poco de esperanza que le quedaba, Erdosain continuó, con una sonrisa falsa que ella no podía distinguir en la oscuridad, y la voz suave, para que Elsa no reparara en el furor que estremecía sus labios:

—¿Ves? Así es lindo, en un matrimonio, poder hablar de todo con una confianza de hermanos. Y, decíme, ¿te hubieras desnudado ante él?

—¡No digas estupideces!

—No; decíme: ¿te hubieras desnudado?

—¡Y... claro! ¡No me iba a estar vestida!

Si de un hachazo le hubieran partido la columna vertebral, no quedaría más rígido. La garganta se le resecó como si por ella entrara un viento de fuego. Su corazón apenas latía; por sobre los sesos sintió correr una neblina que se le escapaba por los ojos. Caía en el silencio y la oscuridad, se sumergía en la nada por un muelle descendimiento, mientras que la firme parálisis de su carne cúbica subsistía para que la sensación de la pena se estampara más profundamente. Calló, y, sin embargo, él hubiera querido sollozar, arrodillarse ante alguien, levantarse en ese instante, vestirse e ir a dormir en el atrio de alguna casa, en el umbral de una ciudad desconocida.

Enloquecido, gritó Erdosain:

—¿Pero te das cuenta... te das cuenta de lo horrible de esto, de lo espantoso que me has dicho? ¡Yo debía matarte! ¡Sos una perra! ¡Yo debía matarte, sí, matarte! ¿Te das cuenta?

—¡Pero qué te pasa! ¿Estás loco?

—Vos has deshecho mi vida. Ahora sé por qué no te me entregabas, ¡y me has obligado a masturbarme! ¡Sí, a eso! Me has hecho un trapo de hombre. Debía matarte. El primero que venga podrá escupirme en la cara. ¿Te das cuenta? Y mientras yo robo y estafo, y sufro por vos, vos... sí, vos estás pensando en eso. ¡En que te hubieras entregado a un hombre bueno! ¿Pero te das cuenta? ¡Un hombre bueno! ¡Así, un hombre bueno!

—¿Pero estás loco?

Rápidamente se vestía Erdosain.

—¿Dónde vas?

Echóse a cuestas el sobretodo; después inclinándose sobre la cama de la mujer, exclamó:

—¿Sabes adonde voy? A un prostíbulo, a buscarme una sífilis.

Ingenuidad e idiotismo

El cronista de esta historia no se atreve a definirlo a Erdosain, tan numerosas fueron las desdichas de su vida, que los desastres que más tarde provocó en compañía del Astrólogo pueden explicarse por los procesos psíquicos sufridos durante su matrimonio.

Aún hoy, cuando releo las confesiones de Erdosain, paréceme inverosímil haber asistido a tan siniestros desenvolvimientos de impudor y de angustia.

Me acuerdo. Durante aquellos tres días en que estuvo refugiado en mi casa, lo confesó todo.

Nos reuníamos en una pieza enorme y vacía de muebles, donde poca luz llegaba.

Erdosain quedábase sentado en el borde de una silla, la espalda arqueada, los codos apoyados en las piernas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento.

Hablaba sordamente, sin interrupciones, como si recitara una lección grabada al frío por infinitas atmósferas de presión, en el plano de su conciencia oscura. El tono de su voz, cuáles fueran los acontecimientos, era parejo, isócrono metódico, como el del engranaje de un reloj.

Si se le interrumpía no se irritaba, sino que recomenzaba el relato, agregando los detalles pedidos, siempre con la cabeza inclinada, los ojos fijos en el suelo, los codos apoyados en las rodillas. Narraba con lentitud derivada de un exceso de atención, para no originar confusiones.

Impasiblemente amontonaba inquietud sobre iniquidad. Sabía que iba a morir, que la justicia de los hombres lo buscaba, encarnizadamente, pero él, con su revólver en el bolsillo, los codos apoyados en las rodillas, el rostro enrejado en los dedos, la mirada fija en el polvo de la enorme habitación vacía, hablaba impasiblemente.

Había enflaquecido extraordinariamente en pocos días. La piel amarilla, pegada a los huesos planos del rostro, le daba la apariencia de un tísico. Más tarde la autopsia reveló que estaba ya avanzada la enfermedad en él.

Decíame la segunda tarde de encontrarse en mi casa:

—Antes de casarme, yo pensaba con horror en la fornicación. En mi concepto, un hombre no se casaba sino para estar siempre junto a su mujer y gozar la alegría de verse a todas horas; y hablarse, quererse con los ojos, con las palabras y las sonrisas. Cierto es que yo era joven entonces, pero cuando fui novio de Elsa sentí necesidad de renovar todas estas cosas.

Hablaba.

Erdosain jamás besó a Elsa, porque era feliz dejando que le apretara la garganta el vértigo de quererla y porque además creía que «a una señorita no debe besársela». Y confundía con espiritualidad lo que en sí no era más que un apetecimiento de su carne.

—Tampoco nos tuteábamos, porque me era agradable era distancia que interponía entre nosotros el usted. Además yo creía que a una señorita no se la tutea. No se ría. En mi concepto, la «señorita» era la auténtica expresión de pureza, perfección y candidez. A su lado yo no conocí el deseo, sino la inquietud de un arrobamiento delicioso que me llenaba de lágrimas los ojos. Y era feliz porque amaba con sufrimiento, ignorando el fin de mi deseo, y porque creía que era amor espiritual toda esa convulsión orgánica y terrible que me postraba dichoso ante la quieta mirada de ella, una mirada limpia que me penetraba con lentitud las subcapas más estremecidas del espíritu.

En tanto hablaba, yo lo miraba a Erdosain. ¡El era un asesino, un asesino, y hablaba de matices del sentimiento absurdo! Continuaba:

—Y la noche del día que nos casamos, ya solos en la pieza del hotel, ella se desnudó con naturalidad frente a la lámpara encendida. Ruborizado hasta las sienes, yo volví la cabeza para no mirarla y que no descubriera mi vergüenza. Luego me quité el cuello, el saco y los botines y me pues bajo las sábanas con los pantalones puestos. Sobre la almohada, entre sus rizos negros, ella volvió el rostro y dijo sonriendo con una risa extraña:

—¿No tenes miedo de que se te arruguen? Sácatelos, zoncito.

Más tarde, una distancia misteriosa la separó a Elsa de Erdosain. Se entregaba a él, pero con repugnancia, defraudada quién sabe en qué. Y él se arrodillaba a la cabecera de su cama, y le suplicaba que se le diera un instante, mas la mujer, con voz sorda de impaciencia, le respondía casi gritando:

—¡Déjame tranquila! ¿No ves que me das asco?

Refrenando un terror de catástrofe, Erdosain se hundía otra vez en su cama.

—No me acostaba, sino que permanecía sentado, casi apoyada la espalda en la almohada, mirando las tinieblas. Yo sabía que no había ningún objeto en estar mirando las tinieblas, pero me imaginaba que ella, compadecida de verme así, abandonado en la oscuridad, terminaría por apiadarse y decirme: «Bueno, vení si queras». Pero nunca, nunca, me dijo esas palabras, hasta que una noche le grité desesperado:

—¿Pero vos qué te pensás... que voy a estar masturbándome siempre?

Y entonces ella, serenamente, me contestó:

—Es inútil: yo no debía haberme casado con vos.

La casa negra

Y apareció en él la angustia, pero tan poderosa, que de pronto Erdosain se tomaba la cabeza enloquecido de un dolor físico. Parecíale que la masa encefálica se le había desprendido del cráneo y que chocaba con las paredes de éste al movimiento de la menor idea.

Sabía que estaba irremisiblemente perdido, desterrado de la posible felicidad que siempre, algún día, sonría en la mejilla más pálida: comprendía que el destino lo abortó al caos de esa espantosa multitud de hombres huraños que manchan la vida con sus estampas agobiadas por todos los vicios y sufrimientos.

El ya no tenía ninguna esperanza, y su miedo de vivir se hacía más poderoso cuando pensaba que jamás tendría ilusiones, cuando obstinadamente fijos los ojos en un rincón de la estancia, reconocía que le era indiferente trabajar de lavaplatos en una fonda o de criado en un prostíbulo.

¡Qué le importaba! La angustia lo niveló para el seno de una multitud silenciosa de hombres terribles que durante el día arrastran su miseria vendiendo artefactos o biblias, recorriendo al anochecer los urinarios donde exhiben sus órganos genitales a los mozalbetes que entran a los mingitorios acuciados por otras ansiedades semejantes.

Estas convicciones lo aletargaban en sombrías meditaciones. Sentíase atornillado a un bloque formidable del que no se evadiría jamás.

Porque esta angustia llegó a ser tan persistente, que de pronto descubrió que su alma estaba triste por el destino que en la ciudad aguardaba a su cuerpo, un cuerpo que pesaba setenta kilos y que él sólo veía cuando lo encaminaba frente a un espejo.

En otros tiempos con el pensamiento se había rodeado de todas las comodidades y los placeres, placeres que por no estar limitados por la materia no tenían duración ni fronteras, mientras que su tristeza actual se refería a su cuerpo, un cuerpo sufriente, y en el cual a momentos Erdosain pensaba como si ya no le perteneciera, pero con el remordimiento de no haberlo hecho feliz.

Dicha tristeza, en cuanto se refería a su pobre físico, tornábase profunda, como debe ser profundo el dolor de una madre que nunca pudo satisfacer los deseos de su hijo.

Porque él no le dio a su carne, que tan poco tiempo viviría, ni un traje decente, ni una alegría que lo reconciliara con el vivir; él no había hecho nada por el placer de su materia, mientras que a su espíritu no le fue negada ni la geografía de los países para quienes los hombres aún no han descubierto máquinas para llegar.

Y muchas veces se decía:

—¿Qué he hecho yo por la felicidad de este desdichado cuerpo mío?

Porque lo cierto es que se sentía en circunstancias tan ajeno a él, como el vino del tonel que lo contiene.

Luego recaía que ese cuerpo era el que envasaba sus cavilaciones, las nutría con su sangre cansada; un miserable cuerpo mal vestido que ninguna mujer se dignaba mirar y que sentía el desprecio y la carga de los días, de la que sólo eran responsables sus pensamientos que nunca habían apetecido los placeres que reclamaba en silencio, tímidamente.

Erdosain se sentía apiadado, entristecido hacia su doble físico, del que era casi un extraño.

Entonces, como un desesperado que se arroja desde un séptimo piso, él se arrojaba en el delicioso terror de la masturbación, queriendo aniquilar sus remordimientos en un mundo del que nadie podía expulsarlo, rodeándose de las delicias que estaban alejadas de su vida, de todos los cuerpos más distintos y hermosos, para los que se necesitarían una suma inmensa de existencias y dinero para gozar.

Era aquél un universo de ideas gelatinosas, roto en pasadizos donde la obscenidad se vestía con las sedas y puntillas y terciopelos y guipures más costosos; un mundo resplandeciente en su pulpa crepuscular. Transitaban en él las mujeres más hermosas de la creación, desconocidas tersas que por él descubrían sus senos de manzana, ofreciendo a su boca, agriada por innobles cigarrillos, labios fraganciosos y palabras pesadas de sensualidad.

Y ya eran doncellas altas, finas y pulidas, ya colegiales corrompidas, un mundo femenino y diverso del que nadie podía expulsarle, a él, pobre diablo, a quien las regentes de los prostíbulos más destartalados miraban con desconfianza como si fuera a defraudarles el importe de la fornicación.

Cerraba los ojos y entraba en la ardiente oscuridad, olvidado de todo, como el fumador de opio que al entrar al asqueroso fumadero donde el patrón chino huele a excremento, cree recobrar el cielo.

Y por un momento deslizábase subrepticiamente hacia el placer clandestino, avergonzado, mas con la impaciencia de un jovenzuelo al entrar por primera vez en un lenocinio.

El deseo zumbaba como un tábano en sus oídos, pero nadie lo podía arrancar ya de la oscuridad sensual.

Era esta oscuridad una casa familiar en la que perdía súbitamente las nociones del vivir común. Allí, en la casa negra, le eran habituales los placeres terribles, que de haberlos sospechado en la existencia de otro hombre le habrían separado para siempre de él.

Aunque esta casa negra estaba en Erdosain, entraba en ella haciendo singulares rodeos, tortuosas maniobras, y una vez traspuesto el umbral sabía que era inútil retroceder, porque por los corredores de la casa negra, por un exclusivo corredor siempre enfardado de sombras, avanzaba a su encuentro, con pies ligeros, la mujer que un día en la vereda, en un tranvía o en una casa, le había envarado de deseo.

Como quien saca de su cartera un dinero que es producto de distintos esfuerzos, Erdosain sacaba de las alcobas de la casa negra una mujer fragmentaria y completa, una mujer compuesta por cien mujeres despedazadas por los cien deseos siempre iguales, renovados a la presencia de semejantes mujeres.

Porque ésta tenía las rodillas de una muchacha a quien el viento soslayaba la pollera mientras esperaba el ómnibus, y los muslos que recordaba haber visto en una postal pornográfica, y la sonrisa triste y desvanecida de una colegiala que hacía mucho tiempo había encontrado en el tranvía, y los ojos verdosos de una modistilla con la pálida boca rodeada de granos que los domingos salía, al atardecer, con una amiga, para bailar en esos centros recreativos, donde los tenderos empujan con sus braguetas sublevadas a las mocitas que gustan de los hombres.

Esta mujer arbitraria, amasada con la carnadura de todas las mujeres que no había podido poseer, tenía con él esas complacencias que tienen las novias prudentes que ya han dejado las manos en las entrepiernas de sus novios sin dejar por ello de ser honestas. Iba hacia él. Tenía las nalgas contenidas por una faja ortopédica, que dejaba libres sus senos ligeramente combados, y sus modales eran irreprochables como los de una señorita educada que sabe razonar, lo cual no le impide dejar que su novio pierda los dedos en el corpiño entreabierto por un olvido.

Luego caía en los abismos de la casa negra. ¡La casa negra! Erdosain, de aquellos tiempos conservaba un recuerdo abominable; tenía la sensación de que había vivido en el interior de un infierno, cuyo contenido diabólico lo acompañaba a través de los días, y aun a pocos de los de su muerte, perseguido por la justicia. Cuando volcaba su memoria hacia aquella época se exaltaba sobriamente, una llama roja brillaba ante sus ojos, y tal era su doloroso furor, que hubiera querido de un salto llegar hasta más allá de las estrellas, quemarse en una hoguera que limpiara su presente de todo aquel terrible pasado, persistente e inevitable.

¡La casa negra! Aún me parece tener ante los ojos el semblante enrigecido del hombre taciturno, que de pronto levantaba la cabeza hacia el cielorraso, luego bajaba los ojos hasta ponerlos a la altura de los míos y sonriendo fríamente, agregaba:

—Vaya, dígales a los hombres lo que es la casa negra. Y que yo era un asesino. Y sin embargo yo, el asesino, he amado todas las bellezas y he luchado en mí mismo contra todas las horribles tentaciones que hora tras hora subían de mis entrañas. He sufrido por mí, y por los otros, ¿se da cuenta?, también por los otros...

La circular

El secuestro se llevó a cabo diez días después de la fuga del Elsa. El día catorce de agosto Erdosain recibió la visita del Astrólogo, mas, como había salido, al regresar encontró tirado bajo la puerta un sobre. Este contenía una circular falsificada, del Ministerio de Guerra, comunicándole a Erdosain de la supuesta dirección del capitán Belaunde y una curiosa posdata que decía así:

«Lo esperaré hasta el día veinte todas las mañanas de diez a once, en compañía de Barsut. Llame y entre sin esperar. No venga a visitarme solo».

Erdosain leyó la carta del Astrólogo y quedó pensativo. Se había olvidado de Barsut. Sabía que tenía que matarlo, luego tal determinación se cubrió de tinieblas, y los días que ocupaban el intervalo, y que transcurriera embotado, se fueron para siempre. «Tenía que matarlo a Barsut». La explicación de la palabra «tenía» podría encontrarse como la característica de la locura de Erdosain. Cuando le interrogué a ese respecto, me contesto: «Tenía que matarlo, porque si no no hubiera vivido tranquilo. Matar a Barsut era una condición previa para existir, como lo es para otros el respirar aire puro».

Así, no bien hubo recibido la carta, se dirigió a la casa de Barsut. Este vivía en una pensión de la calle Uruguay, cierto departamento oscuro y sucio ocupado por un fantástico mundo de gente de toda calaña. La patrona de tal antro se dedicaba al espiritismo, tenía una hija bizca y en cuanto a los pagos era inexorable. Pensionista que se retrasaba veinticuatro horas en pagarle, estaba seguro que al llegar la noche encontraba sus baúles y trastos arrojados en el centro del patio.

Llegó atardecido a la casa del otro. Precisamente estaba Gregorio afeitándose cuando entró Erdosain a su pieza. Barsut se detuvo pálido, con la navaja sobre la mejilla, luego mirándolo de pies a cabeza a Erdosain, exclamó:

—¿Qué es lo que querés vos aquí?

«Otro se hubiera indignado —comentaba más tarde Erdosain—. Yo le miré sonriendo 'amistosamente', porque me sentía amigo de él en aquellos momentos, y sin decir palabras le alcancé la carta del Ministerio de Guerra. Una alegría inexplicable me mantenía inquieto, recuerdo que estuve un minuto sentado en la orilla de su cama, luego me levanté poniéndome a pasear nerviosamente por la pieza».

—Así que está en Témperley. ¿Y vos querés que vayamos a buscarla?

—Sí, eso es lo que quiero. Y que vos vayas a buscarla.

Barsut murmuró algo que Erdosain no entendió, luego con las manos empezó a friccionarse los músculos de los brazos y la epidermis se sonrojó suavemente. Iba a afeitarse los bigotes, sostuvo la navaja en el aire y volviendo la cabeza, dijo:

—¿Sabes? Creí que nunca tendrías el coraje de visitarme.

Erdosain sostuvo la estriada mirada verde, realmente aquel hombre tenía la faz de un tigre, y después de cruzarse de brazos, arguyó:

—Es cierto, yo también creía eso, pero ya vez, las cosas cambian...

—¿Tenes miedo de ir vos solo?

—No, lo que tengo es interés de verte a vos en la aventura...

Barsut apretó los dientes. Con el mentón empapado de espuma jabonosa y la frente arrugada poderosamente consideró a Erdosain y terminó por decir:

—Mirá, yo me creía un canalla, pero creo que vos... vos sos peor que yo. En fin, que sea lo que Dios quiera.

—¿Por qué decís que sea lo que Dios quiera?

Barsut se detuvo frente al espejo, apoyó los puños en la cintura, y lo que dijo no le sorprendió a Erdosain, que con el semblante sereno escuchó estas palabras:

—¿Quién me dice que esta circular no esté falsificada y que vos me tiendas una «cama» para asesinarme?

«¡Qué curiosa es el alma del hombre! —comentaba luego Erdosain—. Yo escuché esas palabras y ni un solo músculo del semblante se me alteró. ¿Cómo Gregorio había adivinado la verdad? No lo sé. ¿O es que él tenía también la mala imaginación mía?»

Encendió un cigarrillo y le contestó estas únicas palabras:

—Hacé lo que quieras.

Pero Barsut, que estaba en vena de conversar, repuso:

—¿Pero por qué no? Decíme: ¿Por qué no? ¿Qué tendría de extraño que vos me quisieras matar? Es lógico. Te quise robar la mujer, te denuncié, te di una paliza, ¡qué diablos!, tendrías que ser un santo para que no tuvieras ganas de matarme.

—¿Un santo? No, m'hijo, no lo soy. Pero te juro que mañana no te mataré. Algún día sí, pero mañana no.

Barsut se echó a reír alegremente.

—¿Sabes que sos notable, Remo? Algún día me matarás. ¡Qué curioso! ¿Sabes lo que me interesa de todo eso? La cara que pondrás al matarme. Decíme, ¿vas a estar serio o te vas a reír?

Las preguntas habían sido hechas con gravedad amistosa.

—Posiblemente esté serio. No sé. Creo que sí. Vos comprenderás que matarlo a otro no es juguete.

—¿Y no tenes miedo a la cárcel?

—No, ya que si te matara tomaría antes mis precauciones, y tu cadáver lo destruiría con ácido sulfúrico.

—Sos un bárbaro... A propósito, yo tengo una memoria más floja: ¿pagaste en la Azucarera?

—Sí.

—¿Quién te dio el dinero?

—Un rufián.

—Tenes pocos amigos, pero buenos... Entonces, ¿a qué hora me vas a venir a buscar mañana?

—A las ocho va ese hombre al comando... así es que...

—Mirá, no termino de creer que sea cierto, pero si Elsa está allá le voy a dar tantos sopapos que te prevengo que tendrán que pasar muchos años para que se los olvide.


* * *


Cuando Erdosain salió se dirigió a una oficina de correos y le hizo un telegrama al Astrólogo.

Trabajo de la angustia

Esa noche no durmió. Estaba sumamente cansado. Tampoco pensaba en nada. Pretendió darme una definición de aquel estado con estos términos:

—El alma está como si se hubiera salido medio metro del cuerpo. Un aniquilamiento muscular extraordinario, una ansiedad que no termina nunca. Usted cierra los ojos y parece que el cuerpo se disuelve en la nada, de pronto se recuerda un detalle perdido, entre los millares de días que ha vivido; no cometa usted nunca un crimen, porque eso más que horrible es triste. Usted siente que va cortando una tras otra las amarras que lo ataban a la civilización, que va a entrar en el oscuro mundo de la barbarie, que perderá el timón, se dice y eso también se lo dije al Astrólogo, que provenía de una falta de training en la delincuencia, pero no es eso, no. En realidad, usted quisiera vivir como los demás, ser honrado como los demás, tener un hogar, una mujer, asomarse a la ventana para mirar los transeúntes que pasan, y sin embargo, ya no hay una sola célula de su organismo que no esté impregnada de la fatalidad que encierran esas palabras: tengo que matarlo. Usted dirá que razono mi odio. Cómo no razonarlo. Si tengo la impresión de que vivo soñando. Hasta me doy cuenta de que hablo tanto para convencerme de que no estoy muerto, no por lo sucedido sino por el estado en que lo deja un hecho así. Es igual que la piel después de una quemadura. Se cura, ¿pero vio usted cómo queda?, arrugada, seca, tensa, brillante. Así le queda el alma a uno. Y el brillo que a momentos se refleja le quema los ojos. Y las arrugas que tiene le repugnan. Usted sabe que lleva en su interior un monstruo que en cualquier momento se desatará y no sabe en qué dirección.

«¡Un monstruo! Muchas veces me quedé pensando en eso. Un monstruo calmoso, elástico, indescifrable, que lo sorprenderá a usted mismo con la violencia de sus impulsos, con las oblicuas satánicas que descubre en los recovecos de la vida y que le permiten discernir infamias desde todos los ángulos. ¡Cuántas veces me he detenido en mí mismo, en el misterio de mí mismo y envidiaba la vida del hombre más humilde! ¡Ah!, no cometa nunca un crimen. Véame a mí cómo estoy. Y me confieso con usted porque sí, quizá porque usted me comprende...

«¿Y la noche?... Llegué tarde a casa. Me tiré vestido encima de la cama. La emoción que puede experimentar un jugador la sentía yo en los afanosos latidos de mi corazón. En realidad no pensaba en los sucesos posteriores al delito, sino que mantenía al borde del mismo la curiosidad de saber cómo me comportaría, qué es lo que haría Barsut, de qué forma lo secuestraría el Astrólogo, y el crimen que en algunas novelas había leído se presentaba interesante; veía yo ahora que era algo mecánico, que cometer un crimen es sencillo, y que nos parece complicado a nosotros debido a que carecemos de la costumbre de él.

«Tan es así que recuerdo que me quedé acostado con la mirada fija en un ángulo de la pieza a oscuras. Pedazos de antigua existencia, pero inconexos, pasaban como empujados por un viento, ante mis ojos. Nunca llegué a explicarme el misterioso mecanismo del recuerdo, que hace que en las circunstancias excepcionales de nuestra vida, de pronto adquiera una importancia casi extraordinaria el detalle insignificante y la imagen que durante años y años ha estado cubierta en nuestra memoria por el presente de la vida. Ignorábamos que existían aquellas fotografías interiores y de pronto el espeso velo que las cubre se rompe, y así, esa noche, en vez de pensar en Barsut me dejé estar allí, en ese triste cuarto de pensión, en la actitud de un hombre que espera la llegada de algo, de ese algo de que he hablado tantas veces, y que a mi modo de ver debía darle un giro inesperado a mi vida, destruir por completo el pasado, revelarme a mí mismo un hombre absolutamente distinto de lo que yo era.

«En realidad, el crimen no me preocupaba mucho, sino otra curiosidad: ¿de qué forma me manifestaría después del crimen? ¿Sufriría remordimientos? ¿Enloquecería, terminaría por irme a denunciar? ¿O sencillamente viviría como hasta el presente, adolorido de esa impotencia singular que le daba a todos los actos de mi vida una incoherencia que ahora usted dice son los síntomas de mi locura?

«Lo curioso es que a momentos sentía grandes impulsos de alegría, deseos de reírme para simular un paroxismo de locura que no existía en mí; mas quebrantado el impulso trataba de figurarme de qué forma lo secuestraríamos a Barsut. Estaba seguro de que se defendería, pero el Astrólogo no era hombre de intervenir sin previsión en una empresa. Otras veces me planteaba el problema mediante qué forma Barsut había adivinado que la circular del Ministerio de Guerra estaba falsificada y me admiraba de haber conseguido aquella perfecta presencia de espíritu, cuando volviendo hacia mí la cara jabonada, dijo casi irónicamente:

«—Mirá qué curioso si la circular estuviera falsificada.

«En realidad él era un canalla, pero yo no le iba a la zaga; la diferencia quizá consistiría en que él no experimentaba curiosidad por sus bajas pasiones como la sentiría yo. Además, a mí no me importaba nada en aquellas circunstancias. Quizá fuera yo el que lo matara, quizá fuera el Astrólogo, el caso es que había arrojado mi vida a un recoveco monstruoso, en el que los demonios jugaban con mis sentidos como con los dados metidos en un cubilete.

«Llegaban ruidos lejanos: el cansancio se infiltraba por mis articulaciones; a momentos me parecía que la carne, como una esponja, chupaba el silencio y el reposo. Ideas torvas se me ocurrían respecto a Elsa, un rencor taciturno me enrigecía los músculos en los maxilares; hasta sentía la pena de mi pobre vida.

«Sin embargo, la única forma de rehabilitarme ante mí era asesinándolo a Barsut, y de pronto me veía de pie junto a él; estaba atado con sogas gruesas y echado sobre un montón de bolsas; de él sólo era nítido el verde perfil del ojo y la nariz pálida; yo me inclinaba suavemente encima de su cuerpo, esgrimía un revólver, le apartaba dulcemente el cabello de las sienes y le decía en voz muy baja:

«—Vas a morir, canalla.

«Los bulto se estremecía, yo levantaba el revólver, apoyaba el caño en la piel sobre la sien y nuevamente repetía en voz muy baja:

«—Vas a morir, canalla.

«Los brazos se removían bajo las gruesas ligaduras, era una desesperada faena de huesos y de músculos espantados.

«—¿Te acordás, canalla, te acordás de las papas, de la ensalada volcada encima de la mesa? ¿Tengo ahora esa cara de infeliz que te preocupaba?

«Mas intempestivamente sentía vergüenza de decirle esas villanías, y entonces le decía, o no, no le decía nada, tomaba una bolsa y le cubría la cabeza: bajo la arpillera tupida, la cabeza se removía furiosamente; yo trataba de apretarla contra el piso para asegurar la eficacia del balazo y la posición segura del caño del revólver, y la arpillera resbalaba sobre los cabellos y todos mis esfuerzos eran inútiles para domar el coraje de esa fiera, que ahora resoplaba sordamente para escapar de la muerte. Si se desvanecía este sueño, me imaginaba viajando por el archipiélago de la Malasia, a bordo de un velero en el océano Indico; había cambiado de nombre, mascullaba inglés, mi tristeza era quizá la misma, pero ahora tenía brazos fuertes, la mirada serenísima; quizás en Borneo, quizás en Calcuta o más allá del mar Rojo, o al otro lado de la Taiga, en Corea o en Manchuria, mi vida se reedificará».

Cierto es que ya no eran los sueños del inventor ni del nombre que descubría unos rayos eléctricos, tan poderosos como para fundir moles de acero como si fueran lentejas de cera, ni presidiría la mesa vidriada de la Liga de las Naciones.

En otros momentos el terror avanzaba en Erdosain: tenía la sensación de estar engrilletado, la terrible civilización lo había metido dentro de un chaleco de fuerza del que no se podía escapar. Veíase encadenado y con el traje de rayadillo, cruzando lentamente en una columna presidiaría, entre médanos de nieve, hacía los bosques de Ushuaia. El cielo estaba arriba blanco como una chapa de estaño.

Esta visión le enardeció; aciegado del furor lento, se levantó, caminando de una parte a otra del cuarto, tenía intenciones de golpear las paredes con los puños, hubiera querido horadar los muros con los huesos; luego se detuvo en la jamba de la puerta, se cruzó de brazos, nuevamente la pena retrepó hasta su garganta, era inútil cuanto hiciera, en su vida había una realidad ostensible, única, absoluta. El y los otros. Entre él y los otros se interponía una distancia, era quizá la incomprensión de los demás, o quizá su locura. De cualquier forma, no por eso era menos desdichado. Y nuevamente el pasado se levantó por pedazos ante sus ojos; la verdad es que hubiera deseado escaparse de sí mismo, abandonar definitivamente aquella vida que contenía su cuerpo y que lo envenenaba.

¡Ah!, entrar a un mundo más nuevo con grandes caminos en los bosques, y donde el hedor de las fieras fuera más incomparablemente dulce que la horrible presencia del hombre.

Y caminaba, quería extenuarlo a su cuerpo, agotarlo definitivamente, aplastarlo por el cansancio hasta tal grado que le fuera imposible modular una sola idea.

El secuestro

A las nueve de la mañana Erdosain fue a buscarlo a Barsut.

Salieron sin decir palabra. Más tarde Erdosain reflexionaba sobre este viaje extraño en el cual el otro hombre fue hacia su destino sin oponer ninguna resistencia.

Refiriéndose a esas circunstancias, decía:

—Iba con Barsut como un condenado a muerte marcha hacia el paraje de la ejecución, abandonada toda su fuerza; con una sensación persistente, la del vacío ocupando los intersticios de mis entrañas.

«Barsut a su vez estaba ceñudo; yo comprendía que él allí, sentado junto a la ventanilla, con el codo apoyado en el pasamano, acumulaba furores para descargarlos contra el invisible enemigo que su instinto le advertía estaba oculto en la quinta de Témperley».

Erdosain continuó:

—A momentos me decía lo curioso que hubiera resultado para los otros pasajeros el saber que esos dos hombres, hundidos en el acolchado de cuero de los asientos, eran: uno el próximo asesino y el otro su víctima.

«Y sin embargo, todo continuaba lo mismo; el sol luda allá en los campos: habíamos dejado atrás los frigoríficos, las fábricas de estearina y jabón, las fundiciones de vidrio y de hierro, los bretes con el vacuno oliendo los postes, las avenidas a pavimentar con sus llanuras manchadas de yeso y de surcos. Y ahora comenzaba, traspuesto Lanús, el siniestro espectáculo de Remedios de Escalada, monstruosos talleres de ladrillo rojo y sus bocazas negras, bajo cuyos arcos maniobraban las locomotoras, y a lo lejos, en las entrevias, se veían cuadrillas de desdichados apaleando grava o transportando durmientes.

«Más allá, entre una raquítica vegetación de plátanos intoxicados por el hollín y los hedores del petróleo, cruzaba la senda oblicua de los chalets rojos para los empleados de la empresa, con sus jardincitos minúsculos, sus persianas ennegrecidas por el humo y los caminos sembrados de escoria y carbonilla».

Barsut iba ensimismado. Erdosain, para explicar el exacto término, se dejaba estar. Si en aquel momento hubiera visto un convoy avanzando por la línea en sentido contrario, no hubiera pestañeado, tan indiferente le era la vida o la muerte.

Así transcurrió el viaje. Cuando llegaron a Témperley, Barsut se sacudió como si despertara escalofriado de un sueño penoso, y se limitó a decir:

—¿Por dónde es?

Erdosain extendió el brazo, señalando vagamente la distancia que debía caminar, y Barsut siguió el rumbo.

Ahora cruzaban en silencio las calles hacia la quinta del Astrólogo.

Caía el tierno azul de la mañana en los bardales de las calles oblicuas.

Tallos, pasteles de todos los verdes y árboles, creaban informes edificios vegetales, crestados por penachos flexibles y bifurcados por laberintos de leñosidades rojas. Esto bajo el aire que ondulaba suavemente, de forma tal, que esas fantásticas construcciones del botánico azar parecían flotar en una atmósfera de oro, que tenía la lucidez vitrea de un cristal cóncavo, reteniendo en su esfericidad el profundo hedor de la tierra.

—Linda la mañana —dijo Barsut.

Y ya no hablaron más hasta llegar al frente de la quinta.

—Aquí es —dijo Erdosain.

Barsut dio un salto atrás y mirándolo con una agudeza increíble, exclamó:

—¿Y cómo sabes que es aquí, si no hay número?

Comentando más tarde esta incidencia, Erdosain decía:

«Puede afirmarse que hay un instinto del crimen, un instinto que le permite a uno mentir instantáneamente sin temor a incurrir en contradicciones, un instinto que es como el impulso de conservación y que en el momento más agudo de la lucha le permite encontrar recursos de salvación casi inverosímiles».

Erdosain levantó la vista y con un aplomo inesperado para él y sorprendente después, le contestó:

—Porque vine ayer a dar vueltas por acá. Quería ver si veía a Elsa.

Barsut lo miró dudando.

Hubiera afirmado que Erdosain mentía, pero el amor propio le impedía retroceder, y Erdosain llamando, golpeó fuertemente con las palmas de las manos.

Tapándole hasta la mitad del rostro el ancha ala de un sombrero de paja, y en mangas de camisa, se detuvo frente al portón de alambre pintado de rojo el Hombre que vio a la Partera.

—¿Está la señora? —preguntó Barsut.

Bromberg, sin contestar, corrió el cerrojo y abrió el portón: luego se internó en un sendero que torcía hacia la casa entre el eucaliptal, y los dos hombres lo siguieron. Repentinamente una voz gritó:

—¿Dónde van ustedes?

Barsut movió la cabeza. Bromberg giró sobre los talones, y como si se hubiera roto algún resorte de su brazo, éste se alargó semejante a un rayo.

Barsut abrió la boca en un frenesí de aire, doblándose instantáneamente la parte superior de su cuerpo. Iba a apretarse el estómago con las manos, pero el brazo de Bromberg dilató el ángulo de otro golpe, y bajo el cross de mandíbula entrechocaron los dientes de Barsut.

Cayó, y aplastado entre el pasto parecía estar muerto, con sus piernas encogidas y los labios ligeramente entreabiertos.

Apareció el Astrólogo, y Bromberg, serio, casi triste, se inclinó sobre el caído.

El Astrólogo lo tomó por la coyuntura de los brazos, con los dedos en garfio bajo los sobacos, y en esta forma lo condujeron hasta la cochera abandonada. Erdosain hizo correr sobre los rodillos el portalón pintado de color ocre, olor de pasto seco y un torbellino de insectos escapó de la tarbea negra. Introdujeron al desvanecido hasta un box: una gruesa cadena estaba asegurada a uno de los pilares por un candado.

El Astrólogo aseguró con el extremo de ésta por encima del tobillo, el pie de Barsut, hizo varios nudos con los eslabones, luego lo aseguró con un candado, rechinó éste al abrirse, y Erdosain, enderezándose sobre el caído, dijo mirándolo al Astrólogo:

—¿Ha visto? La libreta de cheques no la tiene encima.

Eran las diez de la mañana. El Astrólogo miró el reloj y dijo:

—Tengo tiempo de tomar el rápido que llega a Rosario a las seis. ¿Quiere acompañarme hasta Retiro?

—¿Cómo, va a Rosario?

—¿Y, si tengo que hacerle el telegrama a la dueña de la pensión? ¿Usted tiene el número?

—Sí, todo.

—Es lo mejor para apoderarse del equipaje de Barsut sin despertar sospechas. ¿En la pensión no tiene nada más?

—Sí, el baúl y dos muletas.

—Perfectamente. Dejémonos de charlas y vamos al grano. A las seis estaré en Rosario, le hago el telegrama a la vieja, usted se da una vuelta mañana a las diez y haciéndose el zonzo pregunta si Barsut no llegó todavía a Rosario, y como yo no he llegado, usted agrega que sabe que me han ofrecido un importante empleo, etc., etc. ¿Qué le parece?

—Muy bien.


* * *


A las doce el Astrólogo subía al tren.

Capítulo tercero

El látigo

La treta ideada por Erdosain y llevada a cabo por el Astrólogo tuvo éxito, y éste resolvió que el día miércoles se llevara a cabo la primera reunión en la que se conocerían los «jefes».

El día martes, a las cuatro de la tarde, Erdosain recibió la visita del Astrólogo, quien le avisó que el miércoles de esa semana, a las nueve de la mañana, se reunirían los jefes en Témperley.

El Astrólogo permaneció en compañía de Erdosain unos minutos, y cuando éste bajaba la escalera, examinando sobresaltado su reloj, dijo a aquél:

—Caramba... son las cuatro, tengo que ir a un montón de sitios... lo espero mañana a las nueve... ¡Ay! yo he pensado que el único que podía desempeñar el puesto de Jefe de Industrias era usted. Bueno, mañana conversaremos... ¡Ah!, no se olvide de presentar... mejor dicho, de prepararse un proyecto sobre turbinas hidráulicas, un tipo para usina de montaña, sencillo. Sería para la colonia y los trabajos de electrometalurgia.

—¿Cuántos kilowats?

—No sé... eso debe estudiarlo usted. Habrá hornos eléctricos... en fin, arrégleselas usted. Además, ha llegado el Buscador de Oro, mañana él le dará detalles más concretos. Prepárese para que no lo sorprenda el asunto. Diablo, se hace tarde... hasta mañana... —arreglándose la chistera llamó a un chofer que pasaba y se acomodó en el automóvil.

Al día siguiente, Erdosain, caminando por las veredas de Témperley, observaba asombrado que hacía mucho tiempo que no gozaba de una emoción de sosiego semejante.

Caminaba despacio. Aquellos túneles vegetales le daban la sensación de un trabajo titánico y disforme. Miraba deleitado los senderos de grano rojo en los parques, que avanzaban sus láminas escarlatas hasta los prados, manteles verdes esmaltados de flores violáceas, amarillas y rojas. Y si levantaba los ojos, se encontraba con aguanosos pozales en el cenit, que le producían un vértigo de caída, pues de pronto el cielo desaparecía en sus pupilas y le dejaba en los ojos una negrura de ceguera, aclarándose el pensamiento en un furtivo mariposeo de átomos de plata, que a su vez se evaporaban, transformándose en terribles azulencos ásperos y secos, ahora en lo alto, como cavernas de azul metileno. Y el placer que la mañana suscitaba en él, el goce nuevo, soldaba los trozos de su personalidad, rota por los anteriores sufrimientos del desastre, y sentía que su cuerpo estaba ágil para toda aventura.

—Augusto Remo Erdosain —tal como si pronunciar su nombre le produjera un placer físico, que duplicaba la energía infiltrada en sus miembros por el movimiento.

Por las calles oblicuas, bajo los conos del sol, avanzaba sintiendo la potencia de su personalidad flamante: Jefe de Industrias. La frescura del camino botánico le enriquecía de grandores la conciencia. Y esta satisfacción lo aplomaba en las calles, como a esos muñecos de celuloide el lastre de plomo. Pensaba que se mostraría irónico en la reunión, y un desprecio malévolo le surgía para los débiles del mundo. El planeta era de los fuertes, eso mismo, de los fuertes. Arrasarían al mundo y se presentarían a la canalla que se encalla el trasero en las butacas de todas las oficinas, blindados de grandeza, semejantes a emperadores solitarios y crueles. Se imaginaban nuevamente en un desmesurado salón de muros encristalados cuyo centro lo ocupaba una mesa redonda. Sus cuatro secretarios con papeles en las manos y las plumas tras de la oreja se acercaban a consultarle, mientras que en un rincón, con los sombreros en las manos, inclinadas las cabezas canosas, estaban los delegados de los obreros. Y Erdosain volviéndose hacia ellos les decía simplemente: «O mañana vuelven al trabajo o los fusilaremos». Eso era todo. Hablaba poco y en voz baja, y su brazo estaba fatigado de firmar decretos. Lo mantenía en pie la ferocidad de los tiempos que necesitaban el alma de un tigre para adornar los confines de todos los crepúsculos de siniestros fusilamientos.

Avanzaba ahora hacia la quinta del Astrólogo con el corazón batiente de entusiasmo, repitiéndose la frase de Lenin, como una musiquita llena de voluptuosidad:

«—¡Qué diablo de revolución es ésta si no fusilamos a nadie!».

Al llegar a la quinta y entreabrir una de las puertas, vio venir a su encuentro al Astrólogo, cubierto de un largo guardapolvo gris y un sombrero de paja.

Con amistad se estrecharon fuertemente las manos al tiempo que decía el Astrólogo:

Barsut está tranquilo, ¿sabe? Yo creo que no va a oponer mucha resistencia para firmar el cheque. Ya llegaron esos tipos, pero primero veremos a Barsut. ¡Que esperen, qué diablo! ¿Se da cuenta usted de mi situación? Con ese dinero el mundo es nuestro.

Ahora habían entrado al escritorio y el Astrólogo, haciendo girar el anillo con la piedra violeta y mirando el mapa de Estados Unidos, prosiguió:

—Conquistaremos la tierra, realizaremos nuestra «idea»... podemos instalar un prostíbulo en San Martín o en Ciudadela, y la colonia de los Santos en la montaña. ¿Quién más apto para regentear el prostíbulo que el Rufián Melancólico? Le nombraremos Gran Patriarca Prostibulario.

Erdosain se acercó a la ventana... Los rosales vertían un perfume potentísimo, agudo, todo el espacio se poblaba de una fragancia roja, fresca como un caudal de agua. Moscardones de alas de cristal revoloteaban en torno de las manchas escarlatas de los granados. Erdosain permaneció algunos segundos así. El espectáculo lo retrotrajo a la idéntica tarde aquella en que había estado allí, en el mismo lugar. Y sin embargo, no se imaginaba que la noche lo esperaba con la sorpresa de la partida de Elsa.

El verdor multiforme penetraba por sus ojos, pero él no lo veía. Allá en el fondo de su existencia, con la mejilla apoyada en los pezones violetas de un cuadrado pecho masculino, estaba su esposa, lánguida, la mirada floja, los labios entreabiertos para la obscena boca del otro.

Un pájaro pasó ante sus ojos, y Erdosain volviéndose al Astrólogo, dijo con voz forzadamente suave:

—Hombre, haga usted lo que quiera. —Luego sentóse, encendió un cigarrillo y observándolo al otro, que con un compás marcaba un círculo en un mapa azul, preguntó—: ¿Pero qué piensa hacer usted? ¿El Rufián Melancólico se prestará para administrar los prostíbulos?

—Sí, de eso no hay cuidado y Barsut no va a oponer mayor resistencia.

—¿Siempre está en la cochera?

—Me pareció prudente secuestrarlo. Lo encadené en la caballeriza.

—¿En la caballeriza?

—Era el único lugar sólido donde lo podía guardar. Además, en una pieza arriba de la cochera duerme el Hombre que vio a la Partera...

—¿Qué es eso?

—Algún día le contaré. Vio la partera y no puede dormir de noche. Bueno, yo había pensado que usted...

—¿Cómo, voy a ser el que...?

—Déjeme hablar. Que usted lo viera y tratara de convencerlo para que firmara, en fin, que le expusiera nuestras ideas...

—Va a haber que hacerlo firmar a la fuerza...

—Pero, ¿cómo? Yo, naturalmente, soy enemigo de la violencia, pero usted me entiende. Nuestra idea está por encima de todo sentimentalismo, de eso es lo que usted debe enterarlo a Barsut, en fin, que nosotros no quisiéramos vernos en la obligación de tostarle los pies u otra cosa peor... para que nos firmara el cheque.

—¿Y usted está dispuesto?

—Sí, nosotros estamos dispuestos porque no podemos perder esta única oportunidad. Yo contaba con su invento de la rosa de cobre, pero eso es lento. Al Rufián Melancólico no conviene pedirle dinero. Si no lo tiene lo pondremos en un apuro, y si lo tiene y no nos lo quiere dar, perderemos un amigo. El hecho de que haya sido generoso con usted no quiere decir que lo sea con nosotros. Además, es un neurasténico que no sabe lo que da de sí.

Erdosain miraba por los cuadriláteros formados por los hierros de la ventana, las manchas escarlatas en las copas verdes de los granados. Una franja amarilla de sol cortaba el muro en lo alto de la estancia. Una tristeza enorme pasó por su corazón. ¿Qué es lo que había hecho de su vida?

El astrólogo reparó en su silencio y dijo:

—Vea, Erdosain. No nos queda otro remedio que afrontar todo o abandonar. La vida es así, triste... ¿pero qué quiere que hagamos? Yo también sé que lo agradable sería hacer las cosas sin sacrificios.

—Es que en este caso el sacrificio es otro...

—Y nosotros, Erdosain, y nosotros que nos jugamos la cárcel y la libertad por tiempo indeterminado. ¿Usted no ha leído las «Vidas Paralelas» de Plutarco?

—No...

—Pues se las voy a regalar para que leyéndolas aprenda que la vida humana vale menos que la de un perro, si para imprimir un nuevo rumbo a la sociedad, hay que destruir esa vida. ¿Sabe usted cuántos asesinatos cuesta el triunfo de un Lenin o de un Mussolini? A la gente no le interesa eso. ¿Por qué no le interesa? Porque Lenin y Mussolini triunfaron. Eso es lo esencial, lo que justifica toda causa injusta o justa.

—¿Y quién lo va a asesinar a Barsut?

—Bromberg, el que vio a la partera...

—Usted no me había dicho...

—Ni había objeto, porque de ese lado todo estaba resuelto.

Una ráfaga de perfume se volcó en la estancia. Se hizo nítido el ruido del agua que caía en el tonel.

—Así que el asunto ya lo conocemos...

—Usted, yo y Bromberg...

—Demasiada gente para un secreto...

—No, porque Bromberg es mi esclavo, es esclavo de sí mismo, que es lo peor.

—Perfectamente, pero usted me va a entregar a mí un documento firmado en el que usted y Bromberg se confiesen autores del crimen.

—¿Y para qué quiere usted eso?

—Para estar seguro que no me engaña.

Con gesto maquinal el Astrólogo acomodó su galera, cogió su mongólico rostro entre sus gruesos dedos, y caminó hasta el centro de la estancia, así, con el codo apoyado en la palma de la otra mano, y dijo:

—No tengo inconvenientes en darle lo que usted me pide, pero no se olvide de esto. Yo vivo exclusivamente para realizar mi idea. Vienen tiempos extraordinarios. Yo no podría explicarle todos los prodigios que van a ocurrir porque no tengo tiempo ni ganas de discutir. Vienen sin duda tiempos nuevos. ¿Quienes los conocerán? Los elegidos. El día que yo encuentre un hombre capaz de substituirme y la empresa esté encaminada, me retiraré a meditar a la montaña. En tanto, todos los que me rodean me deben absoluta obediencia. Esto debe entenderlo usted si no quiere seguir el camino del otro...

—Esa no es forma de hablar.

—Sí, es forma, porque yo le voy a firmar a usted el documento que me pide.

—No lo preciso...

—¿Va a necesitar dinero usted?

—Sí, unos dos mil pesos para...

—No me diga... Se le entregará...

—Además, no quiero tener nada que ver con el asunto de los prostíbulos...

—Muy bien, llevará la contabilidad, pero ¿sabe ahora lo que nos hace falta? Es descubrir un símbolo vulgar para entusiasmar al populacho...

—Lucifer.

—No, ése es un símbolo místico... intelectual... Hay que descubrir algo grosero y estúpido... algo que entre por los sentidos de la multitud como la camisa negra... Ese diablo ha tenido talento. Descubrió que la psicología del pueblo italiano era una psicología de barbero y tenor de opereta... En fin, veremos, ya tengo pensada una jerarquía, algo interesante... lo hablaremos otro día... puede que resulte...

—El caso es que podamos sostenernos...

—Eso se descuenta... los prostíbulos van a dar... ¿pero va a ir a verlo a Barsut? ¿Sabe lo que le dirá?

—Sí...

Erdosain salió en dirección a la cochera, en donde estaban instaladas las caballerizas. Era aquélla una casona de gruesas paredes y con piso alto donde había numerosas piezas vacías, recorridas de ratas.

En una de ellas vivía, o mejor dicho, dormía, el siniestro Bromberg, a quien Erdosain había visto el día del secuestro.

Comprendía que ahora iba en camino hacia un hundimiento del cual no se imaginaba de qué forma saldría maltrecha su vida, y esta incertidumbre así como su absoluta falta de entusiasmo por los proyectos del Astrólogo, le causaba la impresión de que estaba obrando en falso, creándose gratuitamente una situación absurda. «Todo había hecho bancarrota en mí», diríase más tarde; mas sobreponiéndose a su cansancio e indiferencia marchaba hacia la cochera. Su corazón golpeaba fuertemente al saber que se encontraría «con el enemigo». A instantes arrugaba el ceño y su rencor era evidente.

Abrió el candado, descorrió la cadena y súbitamente encurioseado empujó una de las hojas del portón.

El prisionero se disponía a comer, desnudos los brazos en el círculo de la luz amarilla que sobre una mesa de pino extendía la lámpara de kerosene.

Estaba Barsut sentado bajo el triángulo de la pesebrera metálica, entre los muros de madera de un box, y al verlo a Erdosain arrugando la frente, detuvo por un segundo la aceitera con que regaba un trozo de carne rodeada de patatas; luego, sin decir palabra que revelara su sorpresa, se engolfó nuevamente en su nutricio trabajo. Alargando el brazo y cogiendo entre sus dedos una pizca de sal espolvoreó las patatas. Guardaba compostura sombría a pesar de que un agujero de su camiseta rosa dejaba ver su sobaco negro.

Los ojos fijos en el fiambre, certificaban que Barsut le daba más importancia a su vianda que a Erdosain, detenido a tres pasos de allí. El resto del establo permanecía en la oscuridad. Por los intersticios de los muros entraban oblicuas saetas de sol que dejaban en el polvo del suelo porosos discos de oro.

Barsut no se dignaba ver nada. Apretó el pan en la tabla de la mesa, cortó enérgicamente una rebanada, se sirvió soda, no sin previamente lanzar un chorro contra el piso para limpiar la boquilla, y luego se inclinó para leer un libraco al costado de su plato, mientras masticaba una mezcla de carne, pan y patatas.

Erdosain se apoyó en una pilastra que soportaba el techo, mareado del olor a pasto seco, y con los ojos entrecerrados distinguió a Barsut, que tenía medio rostro iluminado por la verdosa claridad de la pantalla, mientras sus maxilares se movían en la luz cruda que arrojaba el mechero de la lámpara. En estas circunstancias giró la cabeza y distinguió un látigo colgado en la pared.

Erdosain se sobresaltó. Tenía el mango largo y la lonja corta, y Barsut, que ahora seguía su mirada, frunció el labio despectivamente. Erdosain miró sucesivamente al hombre y al látigo y sonrió nuevamente. Se dirigió hacia el rincón y descolgó la fusta. Ahora Barsut se había puesto de pie y con los ojos terriblemente fijos en Erdosain, echaba el cuerpo afuera del box. Las venas del cuello se le dilataron extraordinariamente. Iba a hablar, pero el orgullo le impedía pronunciar una sola palabra. Sonó un chasquido seco. Erdosain había descargado un rebencazo en la madera para probar la flexibilidad del cuero, luego se encogió de hombros y la oblicua solar que cortaba las tinieblas fue atravesada por una raya negra, y el látigo cayó entre el pasto.

Erdosain se paseaba en silencio por el establo. Pensaba que aquella vida estaba en sus manos, que nadie podía arrebatársela, mas este sentimiento no lo hacía más feliz. Barsut encima de la divisoria de madera observaba el campo soleado, por la hendija que dejaba el portalón.

Habían cambiado los tiempos. Eso era todo. Lo miró con rencor a Barsut:

—¿Vas a firmar el cheque o no?

Barsut se encogió de hombros y Erdosain no volvió a preguntar. Quizás él se encontrara algún día y a esa misma hora en una celda oscura mientras que su memoria evocaría en aquel mismo instante el espectáculo de una cancha con piso de polvo de ladrillo, a la orilla del río, y las raquetas reticulando el cielo, de algunas chicas jugando al tenis. Y sin poderse contener exclamó no tanto dirigiéndose a Barsut, como hablándose a sí mismo:

—¿Te acordás? Yo tenía para vos cara de infeliz. No hables. Y vos no sabías lo que yo estaba sufriendo. Ni vos ni ella. Callate. ¿Te pensás que me interesa tu dinero? No, hombre. Lo que hay es que estoy triste. Vos y ella me han llevado a todo esto. No sé ni por qué hablo. Lo único que sé es que estoy cansado. Pero para qué hablar... —Y se disponía a salir cuando el Astrólogo entró. Barsut le revisó las manos con la mirada y el Astrólogo, removiendo la chistera en la cabeza, tomó la lámpara, la apagó y sentándose en un cajón, dijo:

—Venía a verlo para que arregláramos esa cuestión del cheque. Usted sabrá que por eso lo secuestramos. Claro está que yo no le hablaría a usted de esta forma si en la libreta que le encontramos en el bolsillo y que Erdosain quiso quemar, impidiéndolo yo, no hubiera leído un pensamiento sencillamente formidable: «El dinero convierte al hombre en un dios. Luego Ford, es un dios. Si es un dios puede destruir la luna».

Aquello era mentira, pero Barsut no se conmovió.

Erdosain observaba el impenetrable rostro romboidal del Astrólogo. Era evidente que éste estaba ejecutando una comedia y que en ella Barsut no creía, seguro de que el otro le engañaba.

Discurso del Astrólogo

El Astrólogo continuó:

—Al principio, ese pensamiento me pareció una de las tantas estupideces que abundan en sus divagaciones... Sin embargo, terminé por preguntarme involuntariamente por qué el dinero puede convertir en dios a un hombre, y de pronto me di cuenta que usted había descubierto una verdad esencial. ¿Y sabe cómo comprobé que usted tenía razón? Pues pensando que Henry Ford con su fortuna podía comprar la suficiente cantidad de explosivo como para hacer saltar en pedazos un planeta como la luna. Su postulado se justificaba.

—Ciertamente —rezongó Barsut, halagado en su fuero interno.

—Entonces me di cuenta que toda la antigüedad clásica, que los escritores de todos los tiempos, salvo usted que había escrito esta verdad sin saber explotarla, no habían concebido jamás que hombres como Ford, Rockefeller o Morgan fueran capaces de destruir la luna... tuvieran ese poder... poder que, como le digo, las mitologías sólo pudieron atribuir a un dios creador. Y usted, implícitamente, sentaba de hecho un principio: el comienzo del reinado del superhombre.

Barsut volvió la cabeza para examinar el Astrólogo. Erdosain comprendió que éste hablaba seriamente.

—Ahora bien, cuando llegué a la conclusión de que Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les confería el dinero algo así como dioses, me di cuenta que la revolución social sería imposible sobre la tierra porque un Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo gesto una raza, como usted en su jardín un nido de hormigas.

—Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo.

—¿El coraje? Yo me pregunté si era posible que un dios renunciara a sus poderes... Me pregunté si un rey del cobre o del petróleo llegaría a dejarse despojar de sus flotas, de sus montañas, de su oro y de sus pozos, y me di cuenta que para privarse de ese fabuloso mundo había que tener la espiritualidad de un Buda o de un Cristo... y que ellos, los dioses que disponían de todas las fuerzas, no permitirían jamás su exacción. En consecuencia, tendría que acontecer algo enorme.

—No lo veo... Yo escribí ese pensamiento guiado por otros móviles.

—Interesa poco. Lo enorme es esto: La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres van a decir: «¿Para qué queremos la vida?...» Nadie tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado toda fe. Y en el momento que se produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre la tierra una peste incurable... la peste del suicidio... ¿Se imagina usted un mundo de gentes furiosas, de cráneo seco, moviéndose en los subterráneos de las gigantescas ciudades y aullando a las paredes de cemento armado: «¿Qué han hecho de nuestro dios?...» ¿Y las muchachitas y las escolares organizando sociedades secretas para dedicarse al sport del suicidio? ¿Y los hombres negándose a engendrar hijos que el iluso Berthelot creía que se alimentarían con pastillas sintéticas?...

—Es mucho suponer —dijo Erdosain.

El Astrólogo se volvió hacia él, asombrado. Le había olvidado.

—Claro, no sucederá mientras los hombres no reparen en qué se funda su desdicha.

Eso es lo que ha pasado en realidad con los movimientos revolucionarios de carácter económico. El judaismo acercó sus narices al Debe y al Haber del mundo y dijo: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dinero para subvenir a sus necesidades...» Cuando debió decir que: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dioses y de fe».

—¡Pero usted se contradice! Antes dijo que... —objetó Erdosain.

—Cállese, ¿qué sabe?... Y pensando, llegué a la conclusión de que ésa era la enfermedad metafísica y terrible de todo hombre. La felicidad de la humanidad sólo puede apoyarse en la mentira metafísica... Privándole de esa mentira recae en las ilusiones de carácter económico..., y entonces me acordé que los únicos que podían devolverle a la humanidad el paraíso perdido eran los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan, Ford... y concebí un proyecto que puede aparecer fantástico a una mente mediocre... Vi que el callejón sin salida de la realidad social tenía una única salida... y era volver para atrás.

Barsut, cruzándose de brazos, se había sentado a la orilla de la mesa.

Sus pupilas verdes estaban tiesas en el Astrólogo, que, con el guardapolvo abotonado hasta la garganta y el pelo revuelto, pues se había quitado el sombrero, caminaba de un extremo a otro de la cochera, apartando con la punta de un botín los tallos de pasto seco que sembraban el suelo. Erdosain, apoyado de espaldas contra un poste, observaba el semblante de Barsut, que lentamente se iba impregnando de atención irónica, casi malévola, como si las palabras que decía el Astrólogo sólo befa merecieran. Este, como si se escuchara a sí mismo, caminaba, se detenía, a instantes se mesaba el cabello. Dijo:

—Sí, llegará un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los placeres, blasfema de impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a un perro rabioso...

—¿Qué es lo que dice?...

—Será la poda del árbol humano... una vendimia que sólo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad, rodeados de esclavos tigres, provocarán cataclismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante algunos decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretará a destruir al hombre de mil formas, hasta agotar el mundo casi... y sólo un resto, un pequeño resto será aislado en algún islote, sobre el que se asentarán las bases de una nueva sociedad.

Barsut se había puesto de pie. Con el entrecejo fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se encogió de hombros, preguntando:

—¿Pero es posible que usted crea en la realidad de esos disparates?

—No, no son disparates, porque yo los cometería aunque fuera para divertirme.

Y continuó:

—Desdichados hay que creer en ellos..., y eso es suficiente... Pero he aquí mi idea: esa sociedad se compondrá de dos castas, en las que habrá un intervalo... mejor dicho, una diferencia intelectual de treinta siglos. La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y por lo tanto mucho más interesantes que los milagros históricos, y la minoría será la depositaría absoluta de la ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada la felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta tendrá relación con el mundo divino, en el cual hoy no cree. La minoría administrará los placeres y los milagros para el rebaño, y la edad de oro, edad en la que los ángeles merodeaban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho.

—Pero eso es monstruoso en sí. Eso no puede ser.

—¿Por qué? Yo sé que no puede ser, pero hay que proceder como si fuera factible.

—Esa desproporción... la ciencia...

—¡Qué ciencia ni ciencia! ¿Acaso usted sabe para qué sirve la ciencia? ¿Usted no se burla en su pensamiento de los sabios y los llama «infatuados de los perecedero»?

—Veo que usted se ha leído esas pavadas.

—Claro. No hay que contradecir porque sí a la gente. Y la desproporción monstruosa que usted advierte en mi sociedad existe actualmente en nuestra sociedad, pero a la inversa. Nuestros conocimientos, quiero decir nuestras mentiras metafísicas, están en pañales, mientras que nuestra ciencia es un gigante... y el hombre, criatura doliente, soporta en él este desequilibrio espantoso... De un lado lo sabe todo... del otro lo ignora todo. En mi sociedad la mentira metafísica, el conocimiento práctico de un dios maravilloso será el fin..., el todo que rellenará la ciencia de las cosas, inútil para la felicidad interior, será en nuestras manos un medio de dominio, nada más. Y no discutamos esto, porque es superfluo. Se ha inventado casi todo pero no ha inventado el hombre una máxima de gobierno que supere a los principios de un Cristo, un Buda. No. Naturalmente, no le discutiré el derecho al escepticismo, pero el escepticismo es un lujo de minoría... Al resto le serviremos la felicidad bien cocinada y la humanidad engullirá gozosamente la divina bazofia.

—¿Le parece a usted posible?

El Astrólogo se detuvo un momento. Ahora hacía girar el anillo de acero con la piedra violeta, se lo quitó del dedo para observar su interior; luego, acercándose a Barsut, pero con un gesto de extrañeza, como el de un hombre cuya imaginación está distante de la realidad, repuso:

—Sí, todo lo que imagina la mente del hombre puede ser realizado dentro de los tiempos. ¿No ha impuesto ya Mussolini la enseñanza religiosa en Italia? Le cito esto como una prueba de la eficacia del bastón en la espalda de los pueblos. La cuestión es apoderarse del alma de una generación... El resto se hace solo.

—¿Y la idea?

—Aquí llegamos... Mi idea es organizar una sociedad secreta, que no tan sólo propague mis ideas, sino que sea una escuela de futuros reyes de hombres. Ya sé que usted me dirá que han existido numerosas sociedades secretas... y es cierto..., todas desaparecieron porque carecían de bases sólidas, es decir, que se apoyaban en un sentimiento en una idealidad política o religiosa, con exclusión de toda realidad inmediata. En cambio, nuestra sociedad se basará en un principio más sólido y moderno: el industrialismo, es decir, que la logia tendrá un elemento de fantasía, si así se quiere llamar a todo lo que le he dicho, y otro elemento positivo: la industria, que dará como consecuencia el oro.

El tono de su voz se hizo más bronco. Una ráfaga de ferocidad ponía cierta desviación de astigmatismo en su mirada. Movió la greñuda cabeza a diestra y siniestra, como si le punzara el cerebro la agudeza de una emoción extraordinaria, apoyó las manos en los ríñones y reanudando el ir y venir, repitió:

—¡ Ah! el oro... el oro... ¿Sabe cómo lo llamaban los antiguos germanos al oro? El oro rojo... el oro... ¿Se da cuenta usted? No abra la boca. Satanás. Dése cuenta, jamás, jamás ninguna sociedad secreta trató de efectuar una tal amalgama. El dinero será la soldadura y el lastre que le concederá a las ideas el peso y la violencia necesarias para arrastrar a los hombres. Nos dirigiremos en especial a las juventudes, porque son más estúpidas y entusiastas. Les prometeremos el imperio del mundo y del amor... Les prometeremos todo... ¿me comprende usted?... y les daremos uniformes vistosos, túnicas esplendentes... capacetes con plumajes de variados colores... pedrerías... grados de iniciación con nombres hermosos y jerarquías... Y allá en la montaña levantaremos el templo de cartón... Eso será para imprimir una cinta... No. Cuando hayamos triunfado levantaremos el templo de las siete puertas de oro... Tendrá columnas de mármol rosado y los caminos para llegar a él estarán enarenados con granos de cobre. En torno construiremos jardines... y allá irá la humanidad a adorar el dios vivo que hemos inventado.

—Pero el dinero..., el dinero para hacer todo eso..., los millones...

A medida que el Astrólogo hablaba, el entusiasmo de éste se contagiaba a Erdosain. Se había olvidado de Barsut, aunque éste se encontraba frente a él. Sin poderlo evitar, evocaba una tierra de posible renovación. La humanidad viviría en perpetua fiesta de simplicidad, ramilletes de estroncio tachonarían la noche de cascadas de estrellas rojas, un ángel de alas verdosas soslayaría la cresta de una nube, y bajo las botánicas arcadas de los bosques se deslizarían hombres y mujeres, envueltos en túnicas blancas, y limpio el corazón de la inmundicia que a él lo apestaba. Cerró los ojos, y el semblante de Elsa se deslizó por su memoria, mas no despertó ningún eco, porque la voz del Astrólogo llenaba la cochera de esta réplica salvaje:

—¿Así que le interesa de dónde sacaremos los millones? Es fácil. Organizaremos prostíbulos. El Rufián Melancólico será el Gran Patriarca Prostibulario... todos los miembros de la logia tendrán interés en las empresas... Explotaremos la usura... la mujer, el niño, el obrero, los campos y los locos. En la montaña... será en el Campo Chileno... colocaremos lavaderos de oro, la extracción de metales se efectuará por electricidad. Erdosain ya calculó una turbina de 500 caballos. Prepararemos el ácido nítrico reduciendo el nitrógeno de la atmósfera con el procedimiento del arco voltaico en torbellino y tendremos hierro, cobre y aluminio mediante las fuerzas hidroeléctricas. ¿Se da cuenta? Llevaremos engañados a los obreros, y a los que no quieran trabajar en las minas los mataremos a latigazos. ¿No sucede eso hoy en el Gran Chaco, en los yerbales y en las explotaciones de caucho, café y estaño? Cercaremos nuestras posesiones de cables electrizados y compraremos con una pera de agua a todos los polizontes y comisarios del Sur. El caso es empezar, ya ha llegado el Buscador de Oro. Encontró placeres en el Campo Chileno, vagando con una prostituta llamada la Máscara. Hay que empezar. Para la comedia del dios elegiremos un adolescente... Mejor será criar un niño de excepcional belleza, y se le educará de él por todas partes, pero con misterio, y la imaginación de la gente multiplicará su prestigio. ¿Se imagina usted lo que dirán los papanatas de Buenos Aires cuando se propague la murmuración de que allá en las montañas del Chubut, en un templo inaccesible de oro y de mármol, habita un dios adolescente... un fantástico efebo que hace milagros?

—¡Sabe que sus disparates son interesantes!

—¿Disparates? ¿No se creyó en la existencia del plesiosauro que descubrió un inglés borracho, el único habitante del Neuquén a quien la policía no deja usar revólver por su espantosa puntería?... ¿No creyó la gente de Buenos Aires en los poderes sobrenaturales de un charlatán brasileño que se comprometía a curar milagrosamente la parálisis de Orfilia Rico? Aquél sí que era un espectáculo grotesco y sin pizca de imaginación. E innumerables badulaques lloraban a moco tendido cuando el embrollón enarboló el brazo de la enferma, que todavía está tullido, lo cual prueba que los hombres de ésta y de todas las generaciones tienen absoluta necesidad de creer en algo. Con la ayuda de algún periódico, créame, haremos milagros. Hay varios diarios que rabian por venderse o explotar un asunto sensacional. Y nosotros les daremos a todos los sedientos de maravillas un dios magnífico, adornado de relatos que podemos copiar de la Biblia... Una idea se me ocurre: anunciaremos que el mocito es el Mesías pronosticado por los judíos... Hay que pensarlo... Sacaremos fotografías del dios de la selva... Podemos imprimir una cinta cinematográfica con el templo de cartón en el fondo del bosque, el dios conversando con el espíritu de la Tierra.

—¿Pero usted es un cínico o un loco?

Erdosain lo miró malhumorado a Barsut. ¿Era posible que fuera tan imbécil e insensible a la belleza que adornaba los proyectos del Astrólogo? Y pensó: «Esta mala bestia le envidia su magnífica locura al otro. Esa es la verdad. No quedará otro remedio que matarlo».

—Las dos cosas, y elegiremos un término medio entre Krisnamurti y Rodolfo Valentino... pero más místico, una criatura que tenga un rostro extraño simbolizando el sufrimiento del mundo. Nuestras cintas se exhibirán en los barrios pobres, en el arrabal. ¿Se imagina usted la impresión que causará al populacho el espectáculo del dios pálido resucitando a un muerto, el de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel custodiando las barcas de metal y prostitutas deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las esposas del primer desdichado que llegue? Van a sobrar solicitantes para ir a explotar la ciudad del Rey del Mundo y a gozar de los placeres del amor libre... De entre esa ralea elegiremos los más incultos... y allá abajo les doblaremos bien el espinazo a palos, haciéndolos trabajar veinte horas en los lavaderos.

—Yo lo creía a usted obrerista.

—Cuando converse con un proletario seré rojo. Ahora converso con usted, y a usted le digo: Mi sociedad está inspirada en aquella que a principios del siglo noveno organizó un bandido persa llamado Abdala-Aben-Maimum. Naturalmente, sin el aspecto industrial que yo filtro en la mía, y que forzosamente garantía su éxito. Maimum quiso fusionar a los librepensadores, aristócratas y creyentes de dos razas tan distintas como la persa y la árabe, en una secta en la que implantó diversos grados de iniciación y misterios. Mentían descaradamente a todo el mundo. A los judíos les prometían la llegada del Mesías, a los cristianos la del Paracleto, a los musulmanes la del Madhi... de tal manera que una turba de gente de las más distintas opiniones, situación social y creencias trabajaban en pro de una obra cuyo verdadero fin era conocido por muy pocos. De esta manera Maimum esperaba llegar a dominar por completo el mundo musulmán. Excuso decirle que los directores del movimiento eran unos cínicos estupendos, que no creían absolutamente en nada. Nosotros les imitaremos. Seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos, militaristas, en diversos grados de iniciación.

—Usted es el rufián más descarado que he conocido... Si tuviera éxito...

Barsut experimentaba un singular placer en insultarlo al Astrólogo. Y es que no quería reconocer que era inferior al otro. Además, había algo que le humillaba profundamente, parecerá mentira, pero le indignaba pensar que Erdosain fuera amigo y gozara de la intimidad de hombre semejante. Y se decía: «¿Cómo es posible que este imbécil haya llegado a ser amigo de tal hombre?» Y por ese motivo sentía que en su interior no había mala razón que no contradijera las palabras del Astrólogo.

—Lo tendremos, ya que está el cebo del oro. Los resultados de nuestra organización se verán por los balances que arrojen los negocios que emprendamos. Los prostíbulos serán una fuente de dinero. Erdosain ha ideado un aparato que permitirá controlar diariamente el número de visitas que reciba cada pupila. Esto sin contar con las donaciones, una nueva industria que pensamos explotar: la rosa de cobre, que ha inventado Erdosain. Ahora usted se puede explicar por qué lo hemos secuestrado.

—¿Qué hacemos con la explicación si estoy preso?

En aquel instante, Erdosain se observó a sí mismo de lo singular que resultaba el hecho de que Barsut en ningún momento le amenazara al Astrólogo con represalias para el momento en que se encontrara libre, lo que le hizo decirse: «Hay que andar con cuidado con este Judas, es capaz de vendernos, no por su plata, sino por envidia». El Astrólogo continuó:

—Su dinero nos servirá para instalar un lenocinio, organizar el pequeño contingente y comprar y herramientas, instalación de radiotelegrafía y otros elementos para el lavadero de oro.

—¿Y usted no admite que puede equivocarse?

—Sí... ya lo he pensado, pero procedo como si estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es como una enorme caldera. El vapor que produce puede mover una grúa como un ventilador...

—¿Y usted no admite que puede equivocarse?

—Sí... ya lo he pensado, pero procedo como si estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es como una enorme caldera. El vapor que produce puede mover una grúa como un ventilador...

—¿Y usted qué es lo que quiere mover?

—Una montaña de carne inerte. Nosotros los pocos queremos, necesitamos los espléndidos poderes de la tierra. Dichosos de nosotros si con nuestras atrocidades podemos aterrorizar a los débiles e inflamar a los fuertes. Y para ello es necesario crearse la fuerza, revolucionar las conciencias, exaltar la barbarie. Ese agente de fuerza misteriosa y enorme que suscitará todo eso será la sociedad. Instauraremos los autos de fe, quemaremos vivos en las plazas a los que no crean en Dios. ¿Cómo es posible que la gente no se haya dado cuenta de la extraordinaria belleza que hay en ese acto... en el de quemar vivo a un nombre? Y por no creer en Dios, ¿se da cuenta usted?, por no creer en Dios. Es necesario, compréndame, es absolutamente necesario que una religión sombría y enorme vuelva a inflamar el corazón de la humanidad. Que todos caigan de rodillas al paso de un santo, y que la oración del más ínfimo sacerdote encienda un milagro en el cielo de la tarde. ¡Ah, si usted supiera cuántas veces lo he pensado! Y lo que me alienta es saber que la civilización y la miseria del siglo han desequilibrado a muchos hombres. Estos locoides que no encuentran rumbos en la sociedad son fuerzas perdidas. En el más ignominioso café de barrio, entre dos simples y un cínico va a encontrar usted tres genios. Estos genios no trabajan, no hacen nada... Convengo con usted en que son genios de hojalata... Pero esa hojalata es una energía que bien utilizada puede ser la base de un movimiento nuevo y poderoso. Y éste es el elemento que yo quiero emplear.

—¿Manager de locos?...

—Esa es la frase. Quiero ser manager de locos, de los innumerables genios apócrifos, de los desequilibrados que no tienen entrada en los centros espiritistas y bolcheviques... Estos imbéciles... y yo se lo digo porque tengo experiencia... bien engañados..., lo suficiente recalentados, son capaces de ejecutar actos que le pondrían a usted la piel de gallina. Literatos de mostrador. Inventores de barrio, profetas de parroquia, políticos de café y filósofos de centros recreativos serán la carne de cañón de nuestra sociedad.

Erdosain sonreía. Luego, sin mirar al encadenado, dijo:

—Usted no conoce la inaguantable insolencia de los fronterizos del genio...

—Sí, mientras no se los comprende, ¿no es verdad. Barsut?

—No me interesa.

—Es que a usted debe interesarle porque va a ser de los nuestros. Yo opino esto. Si a un fronterizo se le discute que no es un genio, toda la insolencia y la grosería de este incomprendido se levanta injuriosa ante usted. Pero elogie sistemáticamente a un monstruo del amor propio, y ese mismo sujeto que lo hubiera asesinado a la menor contradicción se convierte en su lacayo. Lo que debe saber es suministrarles una mentira suficientemente dosificada. Inventor o poeta, será su criado.

—¿Usted también se cree genio? —estalló iracundo Barsut.

—Yo también me creo genio... Claro que lo creo... pero cinco minutos y una sola vez al día..., aunque poco me interesa serlo o no. Las frases importan poco a los predestinados a realizar. Son los fronterizos del genio los que engordan con palabras inútiles. Yo me heplanteado este problema que nada tiene que ver con mis condiciones intelectuales. ¿Puede hacerse felices a los hombres? Y empiezo por acercarme a los desgraciados, darles por objetivo de sus actividades una mentira que los haga felices inflando su vanidad..., y estos pobres diablos que abandonados a sí mismos no hubieran pasado de incomprendidos, serán el precioso material con que produciremos la potencia... el vapor...

—Usted se va por las ramas. Yo le pregunto qué fin personal persigue usted al querer organizar la sociedad.

—Su pregunta es estúpida. ¿Para qué inventó Einstein su teoría? Bien puede el mundo pasarse sin la teoría de Einstein. ¿Sé yo acaso si soy un instrumento de las fuerzas superiores, en las que no creo una palabra? Yo no sé nada. El mundo es misterioso. Posiblemente yo no sea nada más que el sirviente, el criado que prepara una hermosa casa en la que ha de venir a morir el Elegido, el Santo.

Barsut sonrió imperceptiblemente. Aquel hombre hablando del Elegido con su oreja arrepollada, su melena hirsuta y delantal de carpintero le causaba una impresión irónica, indefinible. ¿Hasta qué punto fingía aquel bribón? Y lo curioso es que no podía irritarse contra él, lo dominaba del hombre una sensación imprecisa, lo que le decía no era inesperado, sino que hasta parecía haber escuchado aquellas frases, con el mismo tono de voz, en otra circunstancia distante, como perdida en el gris paisaje de un sueño.

La voz del Astrólogo se hizo menos imperiosa.

—Créame, siempre ocurre así en los tiempos de inquietud y desorientación. Algunos pocos se anticipan con un presentimiento de que algo formidable debe ocurrir... Esos intuitivos, yo formo parte de ese gremio de expectantes, se creen en el deber de excitar la conciencia de la sociedad..., de hacer algo aunque ese algo sean disparates. Mi algo en esta circunstancia es la sociedad secreta. ¡Gran Dios! ¿Sabe acaso el hombre la consecuencia de sus actos? Cuando pienso que voy a poner en movimiento un mundo de títeres..., títeres que se multiplicarán, me estremezco, hasta llego a pensar que lo que puede ocurrir es tan ajeno a mi voluntad como lo serían a la voluntad del dueño de una usina las bestialidades que ejecutara en el tablero un electricista que se hubiera vuelto repentinamente loco, Y a pesar de ellos siento la imperiosa necesidad de poner en marcha esto, de reunir en un solo manojo la disforme potencia de cien psicologías distintas, de armonizarlas mediante el egoísmo, la vanidad, los deseos y las ilusiones, teniendo como base la mentira y como realidad el oro..., el oro rojo...

—Usted está en lo cierto... Usted va a triunfar.

—Bueno, ¿qué es ahora lo que espera de mí? —replicó Barsut.

—Ya le dije antes. Que nos firme el cheque por diecisiete mil pesos. A usted le quedarán tres mil. Con eso puede irse al diablo. El resto se lo pagaremos en cuotas mensuales con lo que rindan los prostíbulos y los lavaderos.

—¿Y saldré de aquí?

—En cuanto cobremos el cheque.

—¿Y cómo me prueba usted de que ésas son sus verdades?

—Ciertas cosas no se prueban... Pero ya que usted me pide una prueba, le diré: Si usted se niega a firmarme el cheque lo haré torturar por el Hombre que vio a la Partera, y después que me haya firmado el cheque lo mataré...

Barsut levantó sus ojos descoloridos, y ahora su rostro con barba de tres días parecía envuelto en una neblina de cobre. ¡Matarlo! La palabra no le causó ninguna impresión. En ese momento carecía de sentido para él. Además, la vida le importaba tan poco... Hacía mucho tiempo que aguardaba una catástrofe; ésta se había producido, y en vez de sentirse acosado por el terror encontraba en el interior de si mismo una indiferencia cínica que se encogía de hombros ante cualquier destino. El Astrólogo continuó: —Mas no quisiera llegar a eso... Lo que yo quisiera es contar con su ayuda personal... que usted se interesara en nuestros proyectos. Créame, nosotros estamos viviendo en una época terrible. Aquel que encuentre la mentira que necesita la multitud será el Rey del Mundo. Todos los hombres viven angustiados... El catolicismo no satisface a nadie, el budismo no se presta para nuestro temperamento estragado por el deseo de gozar. Quizá hablemos de Lucifer y de la Estrella de la Tarde. Usted le agregará a nuestro sueños toda la poesía que ellos necesitan, y nos dirigiremos a los jóvenes... ¡Oh!, es muy grande esto... muy grande...

El Astrólogo se dejó caer sobre el cajón. Estaba extenuado. Enjugóse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros como el de los labriegos, y los tres permanecieron un instante en silencio.

De pronto Barsut dijo:

—Sí, tiene usted razón, esto es muy grande. Suélteme, que le firmaré el cheque.

Había pensado que todas las palabras del Astrólogo eran mentiras, y aquello casi le perdió.

El Astrólogo se levantó caviloso:

—Perdón, yo le pondré a usted en libertad después que haya cobrado el cheque. Hoy es miércoles. Mañana a mediodía puede estar usted en libertad, pero nuestra casa sólo la podrá abandonar dentro de dos meses —dijo esto porque reparó que el otro no creía en sus proyectos—. ¿Para esta tarde no necesita algo?

—No.

—Buenos, hasta luego.

—Pero ¿se va así?... Quédese...

—No. Estoy cansado. Necesito dormir un rato. Esta noche vendré y charlaremos otro poco. ¿Quiere cigarrillos?

—Bueno.

Salieron de la caballeriza.

Barsut se recostó en su lecho de pasto seco, y encendiendo un cigarrillo lanzó algunas bocanadas de humo que en la oblicua de una aguja de sol destrenzaban sus maravillosos caracoles de azul acero. Ahora que estaba solo su pensamiento se ordenaba cordialmente, y hasta se dijo:

«¿Por qué no ayudarlo a «ése»? El proyecto que tiene de la colonia es interesante, y ahora me explico por qué ese bestia de Erdosain le tiene tanta admiración. Cierto es que me habré quedado en la calle... quizá sí, quizá no... mas de una forma o de otra había que terminar». Y entrecerró los ojos para meditar en el futuro.

El Astrólogo, con la galera echada sobre los ojos, se volvió a Erdosain y dijo:

—Barsut cree que nos ha engañado. Mañana, después de cobrar el cheque, tendremos que ejecutarlo...

—No, tendrá que ejecutarlo...

—No tengo inconveniente... pero qué le vamos a hacer. En libertad ese envidioso nos denunciaría inmediatamente. ¡Y él cree que estamos locos! Y efectivamente lo estaríamos si los dejáramos con vida.

Se detuvieron junto a la casa. Arriba unas nubes achocolatadas avanzaban rápidamente en lo celeste su dentellado relieve.

—¿Quién lo va a asesinar?

—El Hombre que vio a la Partera.

—Sabe que no es muy agradable morir con el verano en puerta...

—Así no más es...

—¿Y el cheque?

—Lo cobrará usted.

—¿No tiene usted miedo que me escape?

—No, por el momento no.

—¿Por qué?

—Porque no. Usted más que nadie necesita que la sociedad resulte para desaburrirse. Si usted es mi cómplice, es precisamente por eso... por aburrimiento, por angustia.

—Puede ser. Mañana, ¿a qué hora nos veremos?

—Este... a las nueve en la estación. Yo le llevaré el cheque. A propósito, ¿tiene cédula de identidad?

—Sí.

—Entonces no hay nada que temer. ¡Ah! una cosa. Le recomiendo que hable poco en la reunión y fríamente.

—¿Están todos?

—Sí.

—¿También el Buscador de Oro?

—Sí.

Apartando los ramojos que les castigaban los rostros, avanzaron hacia la glorieta. Era éste un quiosco fabricado con alfajías, y en los rombos de madera prendían sus tallos verdes los crecimientos de una madreselva cargada de campánulas violetas y blancas.

La farsa

Al entrar, el círculo de hombres se puso de pie, mas Erdosain se detuvo estupefacto al observar entre los reunidos un oficial del ejército con el uniforme de mayor.

Estaban allí el Buscador de Oro, Haffner, un desconocido y el Mayor. Los dos primeros de codos en la mesa. Haffner releyendo unos papeles en blanco, y el Buscador de Oro con un mapa frente a él. Un pedrusco precintado impedía que el viento se llevara el dibujo. El Rufián estrechó la mano de Erdosain y éste se sentó a su lado, poniéndose a observar al Mayor, que bruscamente había despertado toda su curiosidad. Realmente el Astrólogo era maestro en sorpresas.

Sin embargo, el desconocido le produjo mala impresión.

Era éste un hombre de elevada estatura, lívido y ojos renegridos. Había en él algo de repugnante, y era el labio inferior replegado en un continuo mohín de desprecio, la nariz larga y arqueada, arrugada sobre el ceno por tres muescas transversales. Un sedoso bigote caía sobre sus labios rojos y su mirada apenas se fijó en Erdosain, pues ni bien fue presentado a él se dejó caer en una hamaca, permaneciendo así con la cabeza apoyada en un respaldar, la espada entre las rodillas y un alón de cabello pegado a su frente plana.

Y durante unos minutos todos permanecieron en silencio, observándose con evidente malestar. El Astrólogo, sentado a un costado de la entrada de la glorieta, encendió un cigarrillo observando oblicuamente a los «jefes». Así se les llamó en una reunión posterior. De pronto levantó la cabeza mirando a los otros cinco hombres que estaban frente a la cabecera de la mesa, y dijo:

—No creo necesario que volvamos a repetir lo que todos conocemos y hemos convenido en reuniones particulares..., es decir, la organización de una sociedad secreta cuyo sostenimiento se efectuará mediante comercios morales o inmorales. En esto estamos todos de acuerdo, ¿no? ¿Qué les parece a usted (a mí me gusta la geometría) que llamemos «células» a los distintos jefes radiales de la sociedad?

—Así se llaman en Rusia —dijo el Mayor—. Los componentes de cada célula no podrán conocer a los miembros de otra.

—¿Cómo..., los jefes no se conocerán entre sí?

—Los que no se conocerán, insisto, no son los jefes, sino los socios.

El Buscador de Oro interrumpió:

—Así no va a ser posible hacer nada. ¿Qué es lo que liga a los miembros de las distintas células?

—Pero si la sociedad somos nosotros seis.

—No, señor... la sociedad soy yo —objetó el Astrólogo—. Hablando seriamente, les diré que la sociedad son todos..., siempre con restricciones por lo que me atañe.

Intervino el Mayor:

—Creo que la discusión no tiene objeto, porque según tengo entendido extistirá un escalafón perfectamente establecido. Cada ascenso pondrá al miembro de célula en contacto con un jefe nuevo. Habrá tantos ascensos así como jefes de células.

—¿A cuántas asciende por el momento las células?

—Son cuatro. Yo estaré encargado de todo —continuó el Astrólogo—. Usted, Erdosain, Jefe de Industrias; el Buscador de Oro —un joven que estaba en el ángulo de la mesa, inclinó la cabeza—, tendrá a su cargo las Colonias y Minas; el Mayor ramificará nuestra sociedad en el ejército, y Haffner será el Jefe de los Prostíbulos.

Haffner se levantó exclamando:

—Perdón, yo no seré jefe de nada. Estoy aquí como podría estar en cualquier parte. Lo único que hago en obsequio de ustedes es darles un presupuesto y nada más. Si les molesto me puedo retirar.

—No, quédese —rectificó el Astrólogo.

El Rufián Melancólico volvió a sentarse y a trazar garabatos con un lápiz en el papel. Erdosain admiró su insolencia.

Pero fuera de toda duda allí el que centralizaba la atención y curiosidad de todos era el Mayor, con el prestigio de su uniforme y lo extraño de su sociedad.

El Buscador de Oro se volvió hacia él:

—¿Cómo es eso? ¿Usted tiene esperanza de filtrar nuestra sociedad en el ejército?

Todos se habían incorporado en los sillones. Era aquello la sorpresa de la reunión, el golpe de efecto preparado en silencio. Indudablemente, el Astrólogo tenía toda la pasta de un jefe. Lo lamentable era que siempre guardara el secreto de sus procedimientos. Pero Erdosain sentíase orgulloso de compartir una complicidad con él. Ahora todos se habían incorporado en sus asientos para escuchar al Mayor. Este observó al Astrólogo, y luego dijo:

—Señores, yo les hablaré con palabras bien pesadas. Si no, no estaría aquí. Ocurre lo siguiente: Nuestro ejército está minado de oficiales descontentos. No vale la pena de enumerar los motivos, ni a ustedes les interesarán. Las ideas de «dictadura» y los acontecimientos políticos militares de estos últimos tiempos, me refiero a España y a Chile, han hecho pensar en muchos de mis camaradas que nuestro país podría ser también terreno próspero para una dictadura.

El asombro más extraordinario abría las bocas de todos. Aquello era lo inesperado.

El Buscador de Oro replicó:

—¿Pero usted cree que el ejército argentino... digo... los oficiales, aceptarán nuestras ideas?

—Claro que las aceptarán..., siempre que ustedes sepan ordenarlas. Desde ya puedo anticiparles que son más numerosos de lo que ustedes creen los oficiales desengañados de las teorías democráticas, incluso el parlamento. No me interrumpa, señor. El noventa por ciento de los diputados de nuestro país son inferiores en cultura a un teniente primero de nuestro ejército. Un político que ha sido acusado de haber intervenido en el asesinato de un gobernador ha dicho con mucho acierto: «Para gobernar un pueblo no se necesitan más aptitudes que las de un capataz de estancia». Y ese hombre ha dicho la verdad refiriéndose a nuestra América.

El Astrólogo se restregaba las manos con evidente satisfacción.

El Mayor continuó, fijas las miradas de todos en él:

—El ejército es un estado superior dentro de una sociedad inferior, ya que nosotros somos la fuerza específica del país. Y sin embargo, estamos sometidos a las resoluciones del gobierno... ¿y el gobierno quién lo constituye?... el poder legislativo y el ejecutivo... es decir, hombres elegidos por partidos políticos informes... ¡y qué representantes, señores! Ustedes saben mejor que yo que para ser diputado hay que haber tenido una carrera de mentiras, comenzado como vago de comité, transando y haciendo vida común con perdularios de todas las calañas, en fin, una vida al margen del código y de la verdad. No sé si esto ocurre en países más civilizados que los nuestros, pero aquí es así. En nuestra cámara de diputados y de senadores, hay sujetos acusados de usura y homicidio, bandidos vendidos a empresas extranjeras, individuos de una ignorancia tan crasa, que el parlamentarismo resulta aquí la comedia más grotesca que haya podido envilecer a un país. Las elecciones presidenciales se hacen con capitales norteamericanos, previa promesa de otorgar concesiones a una empresa interesada en explotar nuestras riquezas nacionales. No exagero cuando digo que la lucha de los partidos políticos en nuestra patria no es nada más que una riña entre comerciantes que quieren vender el país al mejor postor.

Todos miraban estupefactos al Mayor. A través de los rombos y campánulas veíase al celeste cielo de la mañana, pero nadie reparaba en ello. Erdosain contábame más tarde que ninguno de los concurrentes a la reunión del miércoles había previsto de los concurrentes a la reunión del miércoles había previsto una escena de tan alto interés. El Mayor pasó un pañuelo por sus labios y continuó:

—Me alegro de que mis palabras interesen. Hay muchos jóvenes oficiales que piensan como yo. Hasta contamos con algunos generales nuevos... Lo que conviene, y no se asombren de lo que les voy a decir, es darle a la sociedad un aspecto completamente comunista. Les digo esto porque aquí no existe el comunismo, y no se puede llamar comunistas a ese bloque de carpinteros que desbarran sobre sociología en una cuadra donde nadie se quita el sombrero. Deseo explicarles con nitidez mi pensamiento. Toda sociedad secreta es un cáncer en la colectividad. Sus funciones misteriosas desequilibran el funcionamiento de la misma. Pues bien, nosotros los jefes de células, les daremos a éstas un carácter completamente bolchevique. —Fue la primera vez que esa palabra se pronunció allí, e involuntariamente todos se miraron—. Este aspecto atraerá numerosos desorbitados y, en consecuencia, la multiplicación de las células. Crearemos así un ficticio cuerpo revolucionario. Cultivaremos en especial los atentados terroristas. Un atentado que tiene mediano éxito despierta todas las conciencias oscuras y feroces de la sociedad. Si en el intervalo de un año repetimos los atentados, acompañándolos de proclamas antisociales que inciten al proletariado a la creación de los «soviets»... ¿Sabes ustedes lo que habremos conseguido? Algo admirable y sencillo. Crear en el país la inquietud revolucionaria.

«La "inquietud revolucionaria" yo la definiría como un desasosiego colectivo que no se atreve a manifestar sus deseos, todos se sienten alterados, enardecidos, los periódicos fomentan la tormenta y la policía le ayuda deteniendo a inocentes, que por los sufrimientos padecidos se convierten en revolucionarios; todas las mañanas las gentes se despiertan ansiosas de novedades, esperando un atentado más feroz que el anterior y que justifique sus presunciones; las injusticias policiales enardecen los ánimos de los que no las sufrieron, no falta un exaltado que descarga su revólver en el pecho de un polizonte, las organizaciones obreras se revuelven y decretan huelgas, y las palabras revolución y bolcheviquismo infiltran en todas partes el espanto y la esperanza. Ahora bien, cuando numerosas bombas hayan estallado por los rincones de la ciudad y las proclamas sean leídas y la inquietud revolucionaria esté madura, entonces intervendremos nosotros, los militares...»

El Mayor apartó sus botas de un rayo de sol, y continuó:

—Sí, intervendremos nosotros, los militares. Diremos que en vista de la poca capacidad del gobierno para defender las instituciones de la patria, el capital y la familia, nos apoderamos del Estado, proclamando una dictadura transitoria. Todas las dictaduras son transitorias para despertar confianza. Capitalistas burgueses, y en especial, los gobiernos extranjeros conservadores, reconocerán inmediatamente el nuevo estado de cosas. Culparemos al gobierno de los Soviets de obligarnos a asumir una actitud semejante y fusilaremos a algunos pobres diablos convictos y confesos de fabricar bombas. Suprimiremos las dos cámaras y el presupuesto del país será reducido a un mínimo. La administración del Estado será puesta en manos de la administración militar. El país alcanzará así una grandeza nunca vista.

Calló el Mayor, y en la glorieta florida los hombres prorrumpieron en aplausos. Una paloma echó a volar.

—Su idea es hermosa —dijo Erdosain—, pero el caso es que nosotros trabajaremos para ustedes...

—¿No querían ser ustedes jefes?

—Sí, pero lo que recibiremos nosotros serán las migajas del banquete...

—No, señor... usted confunde... lo pensado...

Intervino el Astrólogo:

—Señores... nosotros no nos hemos reunido para discutir orientaciones que no interesan ahora... sino para organizar las actividades de los jefes de célula. Si están dispuestos, vamos a empezar.

Un recio mozo que hasta entonces había permanecido callado, intervino en la discusión.

—¿Me permiten ustedes?

—Cómo no.

—Pues entonces creo que el asunto hay que plantearlo en esta forma: ¿Quieren ustedes o no la revolución? Los detalles de organización deben ser posteriores.

—Eso... eso, son posteriores... si, señor.

El desconocido terminó por explicarse:

—Soy amigo del señor Haffner. Soy abogado. He renunciado a los beneficios que podrían proporcionarme mi profesión por no transigir con el régimen capitalista. ¿Tengo o no derecho a opinar así?

—Sí, señor, lo tiene.

—Pues entonces aseguro que lo dicho por el Mayor imprime una nueva orientación a nuestra sociedad.

—No —objetó el Buscador de Oro—. Puede ser la base de ella sin la exclusión de sus otros principios.

—Claro.

—Sí.

La discusión se iba a renovar. El Astrólogo se levantó:

—Señores, discutirán otro día. Ahora se trata de la organización comercial... no de ideas. Por lo tanto suprimiremos todo lo que se aparte de ello.

—Eso es la dictadura —exclamó el abogado.

El Astrólogo lo miró un momento, luego dijo parsimoniosamente:

—Usted se siente con pasta de jefe, a lo que creo... Creo que la tiene. Su deber, si usted es inteligente, es organizar lejos de nosotros otra sociedad. Así provocaremos el desmoronamiento de la actual. Aquí usted me obedece, o se retira.

Durante un instante los dos hombres se examinaron; el abogado se levantó, detuvo los ojos en el Astrólogo, se inclinó con una sonrisa de hombre fuerte y salió.

Terminó con el silencio de todos la voz del Mayor, que dijo al Astrólogo:

—Ha obrado usted muy bien. La disciplina es la base de todo. Le escuchamos.

Rombos de sol ponían su mosaico de oro en la tierra negra de la glorieta. A lo lejos sonaba el yunque de una herrería, innumerables pájaros echaban a rodar sus gorjeos entre las ramas. Erdosain chupaba la flor blanca de la madreselva y el Buscador de Oro, los codos apoyados en las rodillas, miraba atentamente el suelo.

Fumaba el Rufián y Erdosain espiaba el mongólico semblante del Astrólogo, con su guardapolvo gris abotonado hasta la garganta.

Siguió a estas palabras un silencio molesto. ¿Qué buscaba ese intruso allí? Erdosain súbitamente malhumorado se levantó, exclamando:

—Aquí habrá toda la disciplina que ustedes quieran, pero es absurdo que estemos hablando de dictadura militar. A nosotros, sólo pueden interesarnos los militares plegándose a un movimiento rojo.

El Mayor se incorporó en su asiento y mirando a Erdosain, dijo sonriendo:

—¿Entonces reconoce usted que hago bien mi papel?

—¿Papel?...

—Sí, hombre... yo soy tan Mayor como usted.

—¿Se dan cuenta ahora ustedes del poder de la mentira? —dijo el Astrólogo—. Lo he disfrazado a este amigo de militar y ya ustedes mismos creían, a pesar de estar casi en el secreto, que teníamos revolución en el ejército.

—¿Entonces?

—Este no fue nada más que un ensayo... ya que representaremos la comedia en serio algún día.

Las palabras resonaron tan amenazadoras que los cuatro hombres se quedaron observando al Mayor, que dijo:

—En realidad no he pasado de sargento —pero el Astrólogo interrumpió sus explicaciones, diciendo:

—¿Amigo Haffner, tiene el presupuesto?

—Sí... aquí está.

El Astrólogo hojeó durante unos minutos los pliegos borroneados de cifras y explicó a la concurrencia:

—La base más sólida de la parte económica de nuestra sociedad, son los prostíbulos.

El Astrólogo continuó:

—El señor me ha entregado un presupuesto que se refiere a la instalación de un prostíbulo con diez pupilas. He aquí los gastos a efectuarse.

Y leyó:


— 10 Juegos de dormitorio, usados .. $ 2.000 — Alquiler de la casa, mensual ................ $ 400 — Depósito, tres meses ...................... $ 1.200 — Instalación, cocina, baños y bar. ......... $ 2.000 — Coima mensual al comisario .................. $ 300 — Coima al médico ............................. $ 150 — Coima al jefe político para la concesión .. $ 2.000 — Impuesto municipal mensual ................... $ 50 — Piano eléctrico ........................... $ 1.500 — Gerenta ..................................... $ 150 — Cocinero .................................... $ 150 Total: ...................................... $ 9.000


«Cada pupila abona 14 pesos por semana en concepto de gastos de comida y tiene que comprar en la casa, la yerba, azúcar, kerosene, velas, medias, polvos, jabón y perfumes.»

«Fuera de todos gastos podemos contar con una entrada mínima de dos mil quinientos pesos por mes. En cuatro meses hemos recuperado el capital invertido. Con el cincuenta por ciento de las entradas líquidas instalaremos otros lenocinios, el veinticinco por ciento será destinado a cubrir las deudas, y la otra tercera parte se destinará al sostenimiento de las células. ¿Se autoriza el gasto de diez mil pesos o no?»

Todos inclinaron la cabeza aprobando, menos el Buscador de Oro, que dijo:

—¿Quién es el revisor de cuentas?

—Se elegirá terminado todo.

—De acuerdo.

—¿Usted también, Mayor?

—Sí.

Erdosain levantó la cabeza y miró el pálido semblante del pseudo-sargento, cuyos ojos aviesos se habían detenido en una mariposa blanca que movía sus alas en lo verde, y esta vez no pudo menos que decirse cómo era posible que el Astrólogo moviera tales comediantes. Pero el Astrólogo lo interpretaba:

—Usted, señor Erdosain, ¿cuánto necesita para instalar el taller de galvanoplastia?

—Mil pesos.

—¡Ah! ¿Usted es el inventor de la rosa de cobre? —le dijo el Mayor.

—Sí.

—Lo felicito. Yo creo que la venta tendrá éxito. Naturalmente hay que metalizar flores en gran cantidad.

—Así, es. Yo he pensado agregar el ramo de fotografía. Salvaría los gastos del taller.

—Eso queda a su criterio.

—Además, yo cuento ya con un práctico amigo mío para la galvanoplastia —al decir esto pensaba en la familia Espila, que bien podía ingresar en la sociedad secreta, mas el Astrólogo interrumpió sus reflexiones, diciendo:

—El Buscador de Oro nos va a dar noticias de la zona donde pensamos instalar nuestra colonia —y ésta se levantó.

Erdosain se asombró al considerar el físico del otro. Se había imaginado a éste de acuerdo a los cánones de la cinematografía, un hombre enorme, de barbazas rubias apestando a bebidas. No había tal cosa.

El Buscador de Oro era un joven de su edad, la piel pegada sobre los huesos planos del rostro y palidísima, y renegridos ojos vivaces. La enorme caja toráxica parecía pertenecer a un hombre dos veces más desarrollado que él. Las piernas eran finas y arqueadas. Entre el cinto de cuero y el paño del pantalón se le veía el cabo de un revólver. Tenía la voz clara, pero en él todo revestía un continente extraño, como si el sujeto estuviera compuesto de diferentes piezas humanas correspondientes a hombres de distintos estados. Así, su cara era la de un hombre de tapete acostumbrado a bizquear tras de los naipes, su pecho el de un boxeador y las piernas pertenecientes a un jockey. Y él tenía un poco de ese amasijo, en aquella realidad informe que trascendía de su cuerpo. Hasta los catorce años había vivido en el campo, luego mató a tiros a un ladrón, y más tarde el miedo a la tuberculosis lo arrojó nuevamente a la llanura y había galopado días y noches extensiones increíbles. Erdosain simpatizó con él inmediatamente de conocerle.

El Buscador de Oro desenvolvió unas piedras. Eran trozos de cuarzo aurífero. Luego dijo:

—Aquí tienen el certificado de análisis de la Dirección de Minas e Hidrología.

Las piedras pasaron rápidamente de mano en mano. Los ojos afirmaban una voracidad extraordinaria y las yemas de los dedos rozaban con delectación el cuarzo con escamas y compactos injertos de oro. El Astrólogo, liando lentamente un cigarrillo, observaba todos los semblantes que habían recibido una descarga de alma... una tentación los tensionaba al examinar las piedras. El Buscador de Oro volvió a sentarse y dijo conversando con todos:

—Allá abajo hay mucho oro. Nadie lo sabe. Es en el Campo Chileno. Primero estuve en Esquel... están las máquinas tiradas de una explotación que fracasó, después anduve en Arroyo Pescado... caminé... allá, no sé si ustedes lo sabrán, los días no se cuentan y entré al Campo Chileno. Selva, puro bosque de miles de kilómetros cuadrados. Me acompañaba la Máscara, una prostituta de Esquel que conocía una picada para entrar porque antes había estado con un minero al que lo asesinaron al volver. Bueno, allá abajo se mata a uno por nada. Estaba sifilítica y se me quedó en el bosque. La Máscara. ¡Sí, me acuerdo! Veinte años hacía que daba vueltas por esos pagos. De Puerto Madryn fue a Comodoro, después a Trelew, después a Esquel. Ella los conoció a todos los buscadores de oro. Primero fuimos hasta Arroyo Pescado... es cuarenta leguas más al sur de Esquel... pero no había sino un poquito de polvo en las arenas... a caballo seguimos quince días y entre monte y monte llegamos al Campo Chileno.

Con voz clara y fija en el motivo del relator el Buscador de Oro narraba su odisea en el sur. Escuchándole, Erdosain tenía la impresión de cruzar en compañía de la Máscara, desfiladeros gigantescos negros y glaciales, cerrados en el confín por triángulos violetas de más montañas. Los altiplanos desaparecían bajo el altísimo avance del bosque perpetuo de troncos rojizos y follaje de negro verde, y ellos, alucinados, seguían adelante bajo el espacio profundo y liso como un desierto de hielo celeste.

Con gestos lentos, indiferentes al asombro que suscitaba su relato, contaba el Buscador de Oro la aventura de meses. Todos le escuchaban absortos.

Luego, una mañana llegó al desfiladero negro. Era un círculo de piedra negra, basáltica, crestada, un brocal empenachado de estalagmitas oscuras, donde lo celeste del espacio se hacía infinitamente triste. Pájaros errantes rozaban en su vuelo los bloques de piedra, sombreados por otros círculos de montes más altos... Y en el fondo de aquel pozal, un lago de agua de oro, donde refluían hilachos de cascadas destrenzados por las breñas.

Nunca el Buscador de Oro había estado en parajes tan siniestros. Aquella profundidad de agua de bronce espejando los farallones negros lo detuvo asombrado. Los muros de piedra caían perpendicularmente, moteados de sarcomas verdosos, de largas malaquitas, y en aquel fondo de bronce su figura pálida y barbuda se reflejaba con los pies hacia el cielo.

Al pronto se le ocurrió que el agua sería de oro, pero desechó la hipótesis por absurda, porque no había leído ni oído nunca nada semejante, y continuó contando:

—Pero al volver, encontrándome un día en Rawson esperando en la sala de un dentista, se me ocurrió hojear una revista llamada «La Semana Médica», que había en una de las mesas del vestíbulo... y aquí se produce el prodigio. Abro al azar el folleto y en la primera página que miro veo un artículo titulado: «El agua de oro, o el oro coloidal en la terapéutica de lupus eritematoso». Me puse a leer y entonces aprendí que el oro es susceptible de quedar suspendido en el agua en partículas microscópicas... y que ese fenómeno que para mí era flamante, lo habían descubierto los alquimistas que lo llamaban «agua de oro». La obtenían por el procedimiento más simple que es dado imaginar: echando un trozo candente de oro en agua de lluvia. Inmediatamente me acordé del lago cuya coloración atribuí a substancias vegetales. Yo había estado, sin reconocerlo, junto a un lago de oro coloidal que quizá cuántos siglos había tardado en formarse por el paso del agua junto a las vetas. ¿Se dan cuenta ustedes ahora, lo que es la ignorancia? Si el azar no arroja esa revista en mis manos, yo hubiera ignorado para siempre la importancia de ese descubrimiento...

—¿Y volvió usted? —interrumpió el Mayor.

—Pero, naturalmente. Volví solo hace ocho meses de esto, fue cuando le escribí a usted... pero yo partía de un error... tengo que estudiar la obtención metálica del oro... además hay filones allá... es cuestión de trabajar... conseguirse un traje de buzo, porque el fondo del agua es dorado y al agua en sí no tiene color.

Haffner dijo:

—¿Sabe que es interesante lo que cuenta? Poniendo que no existiera oro, aquello es siempre más divertido que esta puerca ciudad.

El Mayor agregó:

—Si se instala la colonia en el Campo Chileno, será necesario contar con una estación telegráfica.

Erdosain replicó:

—Si es así, puede armarse una estación portátil con longitud de onda de 45 a 80 metros. Costaría quinientos pesos y tiene un alcance de tres mil kilómetros.

Nuevamente intervino el Mayor:

—La colonia tiene toda mi preferencia porque allí se podrá instalar la fábrica de gases asfixiantes. Usted, Erdosain, conoce algo al respecto.

—Sí, que el aristol se puede fabricar electrolíticamente, pero no he estudiado nada al respecto, aunque los gases asfixiantes y el laboratorio bacteriológico son los que deben preocuparnos en grado mayor. Sobre todo el laboratorio de cultivo de microbios de la peste bubónica y el cólera asiático. Habría que conseguirse algunas bacterias «tipos», que la ventaja consiste en la enorme baratura de la producción.

El Astrólogo intervino:

—Creo que lo más conveniente sería dejar para más adelante la organización de la colonia. Por ahora debemos limitarnos a llevar a cabo el proyecto de Haffner. Sólo cuando dispongamos de entradas, organizaremos el primer contingente que partirá para la colonia. ¿Usted, Erdosain, me había hablado de una familia?

—Sí; los Espila.

Haffner repuso:

—¡Qué diablo! Me parece que no hacemos nada más que hablar macanas. Si bien es cierto que yo en la sociedad de ustedes no paso de ser un simple informante, me parece que ahora mismo debería resolverse algo.

El Astrólogo lo miró y repuso:

—¿Está usted dispuesto a dar el dinero para hacer algo? No. ¿Y entonces? Espere usted a que dispongamos de un capital, que no puede pasar muchos días tendremos, y entonces, ya verá.

Haffner se levantó, y mirándolo al Buscador de Oro, dijo:

—Ya sabe, compañero; cuando el asunto de la colonia esté listo, me avisa; y si necesita gente, mejor que mejor, yo le proporcionaré una gavilla de malandrines que no van a tener ningún inconveniente en dejar Buenos Aires —y poniéndose el sombrero, sin darle la mano a nadie y saludándolos a todos con un gesto, iba a salir, cuando, recordando algo, exclamó dirigiéndose al Astrólogo—: Si se apura a conseguir el dinero, hay un magnífico prostíbulo en venta. Tiene anexo y churrasquería, y además se juega mucho. El patrón es un uruguayo y pide 15.000 pesos al contado, pero con diez mil y los otros cinco a un año de plazo creo que se conformará.

—¿Puede usted venir el viernes aquí?

—Sí.

—Bueno, véame el viernes, creo que arreglaremos el asunto.

—Salú. —Así saludó el Rufián, y salió.

El buscador de oro

Después que salió Haffner, Erdosain, que tenía deseos de conversar con el Buscador de Oro, se despidió del Astrólogo y el Mayor. Erdosain se encontraba nuevamente inquieto. Antes de retirarse, e! Astrólogo le dijo en un aparte:

—No falte mañana a las 9, hay que cobrar el cheque.

Se había olvidado de «aquello». De pronto Erdosain miró en derredor como aturdido por un golpe. Necesitaba conversar con alguien; olvidarse de la negra obligación que ahora aceleraba los latidos de sus venas, bajo el ardiente sol del mediodía.

El Buscador de Oro le fue simpático. Por eso se acercó a él y le dijo:

—¿Quiere usted acompañarme? Quisiera conversar con usted de «allá abajo».

El otro lo observó con sus ojillos chispeantes, y luego dijo:

—Cómo no. Encantado. Usted me ha sido muy simpático.

—Gracias.

—Sobre todo por lo que me ha dicho de usted el Astrólogo. ¿Sabe que es formidable su proyecto de hacer la revolución social con bacilos de peste?

Erdosain levantó los ojos. Le humillaban casi esos elogios. ¿Era posible que alguien le diera importancia a las teorías que pensaba?

El Buscador de Oro insistió:

—Eso y los gases asfixiantes es admirable. ¿Se da cuenta? ¡Dejar un botellón de acero en el Departamento de Policía, a la hora que está ese bandido de Santiago! ¡Envenenarlos a todos los «tiras» como ratas! —Y lanzó una carcajada tan estentórea que tres pájaros se desprendieron en un gran vuelo de arco de un limonero—. Sí, amigo Erdosain, usted es un coloso. Peste y cloro. ¿Sabe que revolucionaremos esta ciudad? Ya me lo imagino ese día, los comerciantes saliendo como vizcachas asustadas de sus madrigueras y nosotros limpiando de inmundicia el planeta con una ametralladora. Doscientos cincuenta tiros por minuto. Una papa.

Y después cortinas de cloro o de fosgeno... ¡Ah!, habría que publicar en los diarios sus proyectos, créame...

Erdosain interrumpió el panegírico con esta pregunta:

—¿Así que usted encontró el oro, no?... el oro...

—Supongo que no creerá en esa novela de los «placeres».

—¿Cómo novela? ¿Así que el oro...?

—Existe, claro que existe... pero hay que encontrarlo.

Tan profunda era la decepción de Erdosain, que el Buscador de Oro agregó:

—Vea, hermano... yo hablé con usted porque el Astrólogo me dijo que podía hacerlo.

—Sí, pero yo creía...

—¿Qué?

—Que entre tantas mentiras, ésa sería una de las pocas verdades.

—En el fondo es verdad. El oro existe... hay que encontrarlo, nada más. Usted debía alegrarse de que todo se esté organizando para ir a buscarlo. ¿O cree que esos animales se moverán si no fueran empujados por las mentiras extraordinarias? ¡Ah! cuánto he pensado. En eso estriba lo grande de la teoría del Astrólogo: los hombres se sacuden sólo con mentiras. El le da a lo falso la consistencia de lo cierto; gentes que no hubieran caminando jamás para alcanzar nada, tipos deshechos por todas las desilusiones, resucitan en la virtud de sus mentiras. ¿Quiere usted, acaso, algo más grande? Fíjese que en la realidad ocurre lo mismo y nadie lo condena. Sí, todas las cosas son apariencias... dése cuenta... no hay hombre que no admita las pequeñas y estúpidas mentiras que rigen el funcionamiento de nuestra sociedad. ¿Cuál es el pecado del Astrólogo? Substituir una mentira insignificante por una mentira elocuente, enorme, trascendental. El Astrólogo, con sus falsedades, no parece un hombre extraordinario, y no lo es... y lo es; lo es... porque no saca provecho personal de sus mentiras, y no lo es porque él no hace otra cosa que aplicar un principio viejo puesto en uso por todos los estafadores y reorganizadores de la humanidad. Si algún día se escribe la historia de ese hombre, los que la lean y tengan un poco de sangre fría, se dirán: Era grande, porque para alcanzar de cualquier charlatán. Y lo que a nosotros nos parece novelesco, e inquietante, no es nada más que la zozobra de los espíritus débiles y mediocres, que sólo creen en el éxito cuando los medios para alcanzarlo son complicados, misteriosos, y no simples. Y sin embargo usted debía saber que los grandes actos son sencillos, como la prueba del huevo de Colón.

—¿La verdad de la mentira?

—Eso mismo. Lo que hay es que a nosotros nos falta el coraje para enormes empresas. Nos imaginamos que la administración de un Estado es más complicada que la de una modesta casa, y en los sucesos ponemos un exceso de novelería, de romanticismo idiota.

—¿Pero usted en su conciencia siente, quiero decir, la realidad le da una impresión a usted de que tendremos éxito?

—Completamente, y créame... seremos cuando menos los dueños del país... si no del mundo. Tenemos que serlo. Lo que proyecta el Astrólogo es la salvación del alma de los hombres agotados por la mecanización de nuestra civilización. Ya no hay ideales. No hay símbolos buenos ni malos. El Astrólogo, vez pasada hablaba de colonias que fundaban en el antiguo mundo los vagos que no se encontraban bien en su país. Nosotros haremos lo mismo, pero dándole a la Sociedad un sentido de juego enérgico... juego que seduce hasta el alma de los tenderos cuando van al cinematógrafo a ver una aventura de cow-boys. ¿Qué sabe usted, hermano, de los líos que pensamos armar?... En último extremo sembraremos bombas de trinitrotolueno para divertirnos un poco con el espanto de la canalla. ¿Qué cree usted que eran las viejas patotas y los malevos del arrabal? Hombres que no habían encontrado cauces donde lanzar su energía. Y entonces la desfogaban estropeándolo a un cajetilla o a un turco.

Vea... Comodoro... Puerto Madryn, Trelew, Esquel, Arroyo Pescado, Camo Chileno, conozco todos los caminos y todas las soledades... Créalo... organizaremos un cuerpo de juventud admirable —se había entusiasmado—. ¿Usted cree que no hay oro? Me recuerda a las criaturas que en la mesa tienen los ojos más grandes que el estómago. En nuestro país todo es oro.

Erdosain sentíase arrastrado por el calor del otro. El Buscador de Oro hablaba convulsivamente, guiñando los ojos, levantando ya una ceja, ya la otra, zamarreándolo amistosamente por el brazo.

—Créame, Erdosain... hay mucho oro... más del que se puede imaginar usted... pero no es ésa la realidad. Hay otra: el tiempo que se va. Esquel, Arroyo Pescado, Río Pico... Campo Chileno... leguas... caminos de días y días... y usted sabe, sabe que para sacar el certificado de un caballo que no vale diez pesos se camina semanas, el tiempo no vale nada... Todo es grande... enorme... eterno allá. Tiene que convencerse. Me acuerdo cuando con la Máscara íbamos por Arroyo Pescado. No sólo oro... el oro rojo... Allá se salvan las almas que enfermó la civilización. Enviaremos a la montaña a todos los nuestros. Vea... yo tengo veintisiete años... y me he jugado la piel a balazos varias veces —sacó el revólver—. ¿Ve aquel gorrión? —estaba a cincuenta pasos, levantó el revólver hasta su mentón, apretó el disparador y el sonar al estampido el pájaro se desprendió verticalmente de la rama—. ¿Ha visto? Así me he jugado muchas veces la piel. No hay que estar triste. Vea, tengo veintisiete años. Arroyo Pescado, Esquel, Río Pico, Campo Chileno... todas las soledades serán nuestras... organizaremos la escolta de la Alegría Nueva... La Orden de los Caballeros del Oro Rojo... Usted cree que estoy exaltado. ¡No, hombre! Hay que haber estado allá para darse cuenta. Y en esas circunstancias uno concibe la necesidad, la imprescindible necesidad de una aristocracia natural. Desafiando la soledad, los peligros, la tristeza, el sol, lo infinito de la llanura, uno se siente otro hombre... distinto del rebaño de esclavos que agoniza en la ciudad. ¿Sabe usted lo que es el proletariado, anarquista, socialista, de nuestras ciudades? Un rebaño de cobardes. En vez de irse a romper el alma a la montaña y a los campos, prefieren las comodidades y los divertimentos a la heroica soledad del desierto. ¿Qué harían las fábricas, las casas de modas, los mil mecanismos parasitarios de la ciudad si los hombres se fueran al desierto... si cada uno de ellos levantara su tienda allá abajo? ¿Comprende usted ahora por qué estoy con el Astrólogo? Nosotros los jóvenes crearemos la vida nueva; sí, nosotros. Estableceremos una aristocracia bandida. A los intelectuales contagiados del idiotismo de Tolstoi los fusilaremos, y el resto a trabajar para nosotros. Por eso lo admiro a Mussolini. En ese país de mandolinistas estableció el uso del bastón y aquel reinado de opereta se convirtió del día a la noche en el mastín del Mediterráneo. Las ciudades son los cánceres del mundo. Aniquilan al hombre, lo moldean cobarde, astuto, envidioso, y es la envidia la que afirma sus derechos sociales, la envidia y la cobardía. Si esos rebaños se compusieran de bestias corajudas lo hubieran hecho pedazos todo. Creer en el montón es creer que se puede tocar la luna con la mano. Vea lo que le pasó a Lenin con el campesino ruso. Pero ya está todo organizado y no cabe otra cosa que decir: en nuestro siglo los que no se encuentran bien en la ciudad que se vayan al desierto. Eso es lo que se propone el Astrólogo. Tiene mucha razón. Cuando los primeros cristianos se sintieron mal en las ciudades se fueron al desierto. Allí a su modo se construyeron la felicidad. Hoy, en cambio, la chusma de las ciudades ladra en los comités.

—¿Sabe que me gusta su símil del desierto?

—Pero claro, Erdosain. El Astrólogo lo dice: esos que no están cómodos en las ciudades no tienen derecho a molestar a los que la gozan. Para los descontentos e incómodos de las ciudades está la montaña, la llanura, la orilla de los grandes ríos.

Erdosain no se imaginaba tal violencia en el Buscador de Oro. El otro adivinó el pensamiento, porque dijo:

—Nosotros predicaremos la violencia, pero no aceptaremos en las células a los teóricos de la violencia, sino que aquel que quiera demostrarnos su odio a la actual civilización tendrá que darnos una prueba de su obediencia a la sociedad. ¿Se da cuenta usted ahora del objeto de la colonia? ¿El oro no es también una hermosa ilusión? El esfuerzo lo convertirá en un superhombre. Entonces se le otorgarán poderes. ¿No sucede lo mismo con las órdenes monacales? ¿No está así organizado el ejército? Pero, hombre, ¡no abra la boca! En las mismas empresas comerciales... por ejemplo, en la casa Gath y Chaves, en Harrods, me han contado los empleados que el personal se gobierna con una disciplina junto a la cual la disciplina militares un juguete. Ya ve, Erdosain, que nosotros no inventamos nada. Sustituimos un fin mezquino por un fin extraordinario, nada más.

Erdosain se sentía humillado frente al Buscador de Oro. Envidiábale al otro la violencia, le irritaban sus verdades gruesas e indiscutibles, y hubiera deseado contradecirlo, al tiempo que se decía:

—Yo soy menos personaje de drama que él, yo soy el hombre sórdido y cobarde de la ciudad. ¿Por qué no siento su agresividad y su odio?. Sí, tiene razón. Y sonrío a sus palabras, prudentemente, como si temiera que me dé una cachetada, y es que me asusta su violencia, me enoja su coraje.

—¿En qué piensa, hermano? —dijo el Buscador de Oro.

El Buscador de Oro se encogió de hombros.

—Usted piensa que es cobarde porque las circunstancias para vivir no lo han obligado a jugarse la piel. Yo lo quiero ver a usted el día en que su vida esté pendiente del gatillo del revólver, si es cobarde o no. Lo que hay es que en la ciudad no se puede ser valiente. Usted sabe que si le estropea la cara a un desgraciado los trámites policiales lo van a molestar tanto, que usted prefiere tolerar a hacerse justicia por su mano. Esa es la realidad. Y uno se acostumbra a ser un resignado, a refrenar los impulsos...

Erdosain lo miró:

—¿Sabe que es notable?

—Pierda cuidado, socio. Ya va a ver usted cómo se va a despabilar dentro de poco... y se va a encontrar con el alma de un valiente... Hay que empezar, nada más.

A la una de la tarde los dos hombres se despidieron.

La coja

Ese mismo día, poco antes de llegar Erdosain al último tramo de la escalera en caracol, distinguió, detenida en el rellano, a una señora envuelta en un abrigo de lutre y toca verde, que conversaba con la patrona de la pensión. Un «ahí viene» le hizo comprender que era a él a quien esperaban, y al detenerse en el pasillo, la desconocida, volviendo el rostro, ligeramente pecoso, le dijo:

—¿Usted es el señor Erdosain?

—¿Dónde he visto esta cara? —se preguntó Erdosain al responder afirmativamente a la desconocida, que entonces se presentó:

—Soy la esposa del señor Ergueta.

—¡Ah! ¿Usted es la Coja! —mas súbitamente, avergonzado de la inconveniencia que asombró a la patrona hasta hacerle mirar los pies a la desconocida, Erdosain se disculpó:

—Perdón, estoy aturdido... Usted comprende, no esperaba... ¿quiere pasar?

Antes de abrir la puerta de su habitación, Erdosain volvió a disculparse por el desorden que encontraría en ella la visita, e Hipólita, sonriendo irónicamente, le replicó:

—Está bien, señor.

Sin embargo a Erdosain le irritaba la mirada fría que filtraba las transparentes pupilas verdegrises de la mujer. Y pensó:

—Debe ser una perversa —pues había reparado que bajo la toca verde, el cabello rojo de Hipólita se alisaba a lo largo de las sientes en dos lisos bandos que cubrían la punta de sus orejas. Volvió a observar sus pestañas fijas y rojas y los labios que parecían inflamados en la sonrojada morbidez del rostro pecoso. Y se dijo: —¡Qué distinta a la de la fotografía!

Ella, detenida ante él, le observaba como diciéndose:

—Este es el hombre —y él, inmediato a la mujer, sentía su presencia sin comprenderla, como si ella no existiera o estuviera distante de él por muchas leguas del rumbo interior. Sin embargo, estaba allí y era preciso decir algo, y no ocurriéndosele otra cosa, dijo, después de encender la luz y ofrecerle una silla a la señora, ocupando él el sofá:

—¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy bien.

No terminaba de comprender qué es lo que hacía esa vida implantada de pronto en su desconcierto. Le soliviantaba el alma una ráfaga de curiosidad, pero hubiera querido estar de otro modo, sentirse familiar al semblante de la mujer, cuyas ovaladas líneas tenían algo de rojo del cobre, como esos rayos de sol de lluvia, que en los cuadros de santos brotan en mil haces de entre un pináculo de nubes. Y se decía:

—Yo estoy aquí, pero mi alma, ¿dónde está? —Y tornó a decir—: ¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy bien.

Ella, que se había cruzado de piernas, estiró el borde de su vestido mucho más abajo de su rodilla, la tela se frunció entre sus dedos sonrosados, y levantando la cabeza como si le costara un gran esfuerzo ese movimiento en la extrañeza de un ambiente que no conocía, dijo:

—Es preciso que haga usted algo por mi marido. Se ha vuelto loco.

—Mi curiosidad no ha recibido ningún gran golpe —se dijo Erdosain, y satisfecho de mantenerse insensible como uno de esos banqueros de las novelas de Xavier de Montepin, agregó, con la alegría interior de poder representar la comedia del hombre impasible—: ¿Así que se ha vuelto loco? —pero de pronto, comprendiendo que no podría prolongar ese papel, dijo—: ¿Se da cuenta usted, señora? Me da una noticia extraordinaria, y sin embargo he permanecido impasible. Me duele estar así, vacío de toda emoción; quisiera sentir algo y estoy como un adoquín. Usted tiene que disculparme. No sé lo qué me pasa. Usted me disculpará, ¿no? En otro tiempo, sin embargo, no estaba así. Recuerdo que era alegre como un gorrión. He ido cambiando poco a poco. No sé, la miro a usted, quisiera sentirme amigo suyo y no puedo. Si la viera a usted agonizar posiblemente no le alcanzaría ni un vaso de agua. ¿Se da cuenta? Y sin embargo... ¿Pero, dónde está él?

—En el Hospicio de las Mercedes.

—¡Qué curioso! ¿No vivían ustedes en el Azul?

—Sí, pero hace quince días que estamos aquí...

—¿Y cuándo sucedió «eso»?

—Hace seis días. Yo misma no me lo explico. Es como usted decía antes refiriéndose a mí. Perdone si le hago perder tiempo. Yo pensé en usted, que le conocía, él siempre me hablaba de usted. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Antes de casarse... Sí, me habló de usted. La llamaba la Coja... y la Ramera.

A Erdosain le pareció que el alma de Hipólita le iba esmaltando serenamente las pupilas. Tenía la certidumbre de que podía hablar de todo con ella. El alma de la mujer estaba inmóvil allí, como para recibirlo naturalmente. Ella había apoyado las manos cruzadas sobre la falda encima de la rodilla, y esa circunstancia de posición le hacía fácil el tiempo de confidencia. Lo ocurrido durante la mañana en la casa del Astrólogo le parecía algo remoto, sólo algún pedacito de árbol y de cielo cruzaba a momentos su recuerdo, y el deslizamiento de las imágenes truncas le dejaba apoyada en la conciencia un placer lento e injustificado. Se restregó las manos con satisfacción, y dijo:

—No se ofenderá usted, señora... pero yo creo que estaba ya loco al casarse con usted...

—Dígame... ¿Usted sabe si jugaba antes de casarse conmigo?

—Sí... Además, recuerdo que estudiaba mucho la Biblia, porque entre otras cosas me habló de los tiempos nuevos, del cuarto sello y un montón de cosas más. Además, jugaba. A mí siempre me interesó porque veía en él un temperamento frenético.

—Eso mismo. Un frenético. Llegó a aceptar un envite de cinco mil pesos en una mesa de poker. Vendió mis joyas, un collar que me había regalado un amigo...

—Pero ¿cómo?... ¿Ese collar usted no se lo regaló a la sirvienta poco antes de casarse con él? Así me dijo él. Que usted le regaló el col lar y la vajilla de plata... y el cheque de diez mil pesos que le regaló el otro...

—¡Pero usted cree que estoy loca!... ¿Por qué iba a regalarle a mi sirvienta un collar de perlas?

—Entonces mintió.

—Es lo que me parece.

—¡Qué curioso!...

—No le extrañe. Mentía mucho. Además, en estos últimos días estaba perdido. Estudió una martingala para aplicarla a la ruleta. Usted se habría reído si lo hubiera visto. Armó un libro de números que nadie entendía como no ser él. ¡Qué hombre! No podía dormir de la preocupación; desatendía la farmacia; a veces, estando la luz apagada y yo por dormirme, sentía un gran golpe en el suelo; era él que se había tirado de la cama, prendía la luz, anotaba unas cifras como si tuviera miedo de que se le escaparan... Pero, ¿así que le dijo a usted que yo había regalado mi collar de perlas? ¡Qué hombre! Lo que hizo fue empeñarlo antes de que nos casáramos... Bueno, como le decía... el mes pasado fue al Real de San Carlos...

—Y, lógicamente, perdió...

—No, con setecientos pesos ganó siete mil. Hubiera visto cómo llegó... Callado... Yo me dije: ¡Zas!, perdió... pero lo notable es que estaba asustado de la suerte que había tenido... él mismo hasta entonces había tenido una relativa confianza en su martingala...

—Sí... me doy cuenta... Prefería creer en ella a probarla.

—Claro, por miedo al fracaso. Pero ya le digo... durante algunos días estuvo como trastornado. Recuerdo que una tarde, a la hora de la siesta, me dijo: «Bueno, negra, te resignarás a ser la reina del mundo».

—Siempre la manía de las grandezas...

—Le prevengo que en parte yo también creí después de eso en el éxito de la martingala. El había jugado de acuerdo a los números que figuraban en su tabla de cálculos, y entonces para hacer saltar la banca retiró tres mil pesos del banco... Estaban a mi nombre, recuerdo, y más los seis mil quinientos... Había pagado unas cuentas de la farmacia... Salimos para Montevideo... y lo perdió todo.

—¿Cuánto tardó?

—Veinte minutos... Yo creía que se desmayaba por el camino... pero, ¿así que a usted le dijo que yo había regalado mi collar a la sirvienta?... ¡Qué hombre!

—Sería para darme una mejor idea de usted. ¿Y en el viaje, cómo les fue?

—Nada... no dijo una palabra. Eso sí, tenía los ojos vidriosos, la cara como deshecha, relajada, ¿sabe? En cuanto llegamos a Buenos Aires se acostó... era un día lunes. Se quedó hasta el anochecer en la cama, luego fue a la calle, no sé por qué me daba en el corazón de que algo iba a suceder... A las diez de la noche no había vuelto aún, y entonces me acosté; a eso de la una de la madrugada me despertaron sus pasos en el cuarto, yo iba a encender la luz cuando él dio un gran salto y tomándome de un brazo, usted sabe la espantosa fuerza que tiene, en camisón me sacó de la cama y arrastrándome por los pasillos me llegó hasta la puerta del hotel.

—¿Y usted?

—Yo no gritaba porque sabía que lo iba a enfurecer. Ya en la puerta del hotel se quedó mirándome como si no me conociera, con la frente hecha un bulto de arrugas, los ojos grandes. Corría un viento que hacía doblarse los árboles, yo me tapaba con los brazos, y él, sin decir palabra, no hacía más que mirarme, cuando frente a nosotros se detuvo un vigilante, mientras que de atrás lo agarraba por los brazos el portero, que se había despertado con el ruido. Y él gritaba que lo podían escuchar desde la esquina: Esta es la ramera... la que amó a los rufianes que tienen la carne como la carne del mulo...»

—¿Pero cómo se acuerda usted de esas palabras?

—Todo lo que pasó es como si lo estuviera viendo ahora. El, entre una hoja de la puerta, tironeando para adentro; desde afuera el vigilante estirándolo, mientras el portero lo abrazaba por la garganta para hacerle perder fuerzas, y yo en el quicio esperando que eso terminara, pues se habían juntado varias personas que en vez de ayudarlo al vigilante se entretenían en mirarme a mí. Menos mal que yo usé siempre un largo camisón de noche... Por fin, con la ayuda de otros vigilantes a quienes avisó un mozo desde adentro con llamadas de auxilio, pudieron sacarlo para la comisaría.

Creían que estaba borracho... pero era un ataque de locura... Así lo diagnosticó el médico. Deliraba con el arca de Noé...

—Perfectamente... ¿y en qué puedo servirla? —Otra vez Erdosain sentía que lo importante del personaje reaparecía en su vida como un elemento novelesco que hay que cuidar como se cuida el lazo de la corbata en el desorden de un baile.

—En fin, yo lo molestaba a ver si usted provisoriamente podía ayudarme. Con la familia de él no puedo contar absolutamente para nada.

—¿Pero usted no se casó en la casa de él?

—Sí, pero cuando volvimos de Montevideo después que nos casamos, fuimos un día de visita... imagínese... de visita en una casa donde yo había sido sirvienta.

—¡Qué colosal!

—La indignación de esa gente usted no se la imagina. Una día de él... pero ¡para qué contar tantas mezquindades!... ¿no le parece? La vida es así y listo. Nos echaron y nos fuimos. Paciencia, mala suerte.

—Lo raro es que usted haya sido sirvienta.

—No tiene nada de particular...

—Es que usted no causa esa impresión...

—Gracias... el caso es que al salir del hotel tuve que empeñar un anillo... y necesito administrare! poco dinero que tengo...

—¿Y la farmacia?

—Está a cargo de un idóneo. Le he telegrafiado que envíe dinero... pero él me ha contestado que tiene órdenes de la familia de Ergueta de no entregarme un centavo. En fin...

—¿Y usted qué piensa hacer?

—Eso es lo que no sé... Si volver a Pico, o esperar aquí.

—¡Qué lío!...

—Créame, estoy harta ya.

—Bueno, el caso es que hoy no tengo dinero. Mañana, sí, tendré...

—¿Sabe?... Esos pocos pesos quiero reservarlos por si acaso...

—Y en tanto usted averigüe algo serio... si quiere puede quedarse aquí. Precisamente, al lado hay una pieza vacía. ¿Y qué más desea?

—Ver si usted lo puede sacar del hospicio.

—¿Cómo lo voy a sacar si está loco? Veremos. Bueno...esta noche se queda a dormir aquí. Yo me las arreglaré en el sofá... aunque es probable que no duerma aquí.

Otra vez la mujer filtró entre las pestañas rojas, su malévola mirada verdosa. Era como si proyectara su alma sobre el relieve de las ideas del hombre, para recoger un calco de sus intenciones.

—Bueno, acepto...

—Mañana, si quiere, le daré dinero para que se vaya tranquila a vivir a un hotel si no prefiere quedarse aquí.

Mas de pronto, encocorado contra Hipólita por un pensamiento que acababa de resbalar en su entendimiento, dijo:

—¿Sabe usted que no debe quererlo a Eduardo?...

—¿Por qué?

—Es evidente. Usted llega aquí, me habla de todo este drama con una tranquilidad que asombra... y naturalmente, entonces... ¿qué es lo que uno va a pensar de usted?

Al decir estas palabras, Erdosain había comenzado a pasearse en el reducido espacio de la habitación. Sentíase inquieto, y de reojo examinaba el ovalado rostro pecoso, con las finas cejas rojas bajo la visera verde del sombrero, y los labios como inflamados, mientras que las dos alas de cabello color de cobre ceñían las sienes cubriendo las orejas, y las pupilas transparentes lanzaban haces de mirada.

—No tiene casi senos —pensó Erdosain. Hipólita miraba en redor; de pronto, sonriendo amablemente, le preguntó:

—¿Qué es lo que usted, m'hijito, esperaba de mí?

Erdosain se sintió irritado por ese «m'hijito» intempestivo y prostibulario que se sumaba al canalla «paciencia, mala suerte». Por fin, dijo:

—No sé... en fin, me la imaginaba a usted menos fría... hay momentos en que da usted la idea de que es una mujer perversa... puede que me equivoque, pero... en fin... allá usted...

Hipólita se levantó:

—M'hijito, yo nunca he hecho comedias. He venido a usted, sencillamente, porque sabía que usted era su mejor amigo. ¿Qué quiere?... ¿Que me ponga a llorar como una Magdalena si no lo siento?... Ya he llorado bastante...

Ella también se había puesto de pie. Lo miraba con fijeza, pero la dureza de líneas que estaba rígida bajo la epidermis de su semblante como una armadura de voluntad se descompuso de fatiga. Con la cabeza inclinada ligeramente a un costado, a Erdosain le recordó a su esposa... bien podía ser ella... estaba en la puerta de una estancia desconocida... el capitán, indiferente, la miraba marchar ara siempre y no la detenía... la calle se abría ante ella... quizá fuera a parar a un hotel de muros sucios, y entonces, apiadado, dijo:

—Discúlpeme... estoy un poco nervioso. Usted está en su casa. Lo único que siento es que me haya encontrado sin dinero. Pero mañana tendré.

Hipólita volvió a ocupar la silla y Erdosain, al tiempo que caminaba se tomó el pulso. Las venas latían rápidamente. Fatigado de la tarde pasada con el Astrólogo y Barsut, dijo con amargura:

—Es pesada la vida... ¿eh?...

La intrusa miraba en silencio la punta de su zapa tito. Levantó los ojos y una arruga fina estrió su frente pecosa. Luego:

—Usted parece que está preocupado. ¿Le pasa algo?

—Nada... dígame... ¿sufrió mucho al lado de él?...

—Un poco. Es violento...

—¡Qué curioso! Quisiera representármelo en el manicomio y no puedo. Apenas si distingo un pedazo de cara y un ojo... Le prevengo que yo presentí el desastre. Le encontré una mañana, me contó todo y de pronto tuve la impresión de que sería desdichada a su lado... pero usted debe estar cansada. Yo tengo que salir. Le voy a decir a la patrona que le sirva la cena aquí.

—No... no tengo ganas.

—Bueno, entonces con su permiso. Aquí está el biombo. Haga como si estuviera en su casa.

Cuando Erdosain salió, la Coja le envolvió en una mirada singular, mirada de abanico que corta con una oblicua el cuerpo de un hombre de pies a cabeza, recogiendo en tangente toda la geometría interior de su vida.

En la caverna

Ya en la calle, Erdosain observó que orvallaba, pero continuó caminando, empujado por un rencor sordo, malhumor de no poder pensar.

Los acontecimientos se complicaban... y él, en tanto, ¿qué era en medio de esos engranajes que lo iban bloqueando, metiéndose cada vez más adentro de la vida, sumergiéndolo en un fangal que le desesperaba? Además, estaba aquello... esa impotencia de pensar, de pensar con razonamientos de líneas nítidas, como son las jugadas de ajedrez, y una incoherencia mental que lo encocoraba contra todos.

Entonces su irritación se volvió contra la bestial felicidad de los tenderos, que a las puertas de sus covachas escupían a la oblicuidad de la lluvia. Se imaginó que estaban tramando eternos chanchullos, mientras que sus desventradas mujeres se dejaban ver desde las trastiendas, extendiendo manteles en las mesas cojas, arramblando innobles guisotes que al ser descubiertos en las fuentes arrojaban a la calle flatulencias de pimentón y de sebo, y ásperos relentes de milanesas recalentadas.

Caminaba ceñudo, investigando con furor lento las ideas que se incubarían bajo esas frentes estrechas, mirando descaradamente las lívidas caras de los comerciantes, que desde el cuévano de los ojos espiaban con una chispa de ferocidad los compradores que se movían en los negocios fronteros; y Erdosain sentía a momentos ímpetus de insultarlos, antojo de tratarlos de cornudos, de ladrones y de hijos de mala madre, diciéndoles que tenían la falsa gordura de los leprosos y que si algunos estaban flacos era de celar los éxitos de sus prójimos. Y en su fuero interno los iba injuriando atrozmente, imaginándose que los negociantes aquellos estaban atornillados a próximas quiebras por espantosos pagarés, y que la desdicha que le arrojaba a él al fondo de la desesperación se cerniría también sobre sus mugrientas mujeres, que, con los mismos dedos con que momentos antes habían retirado los trapos en que menstruaban, cortarían ahora el pan que ellos devorarían entre maldiciones dirigidas a sus competidores.

Y sin podérselo explicar se decía que el más educado de esos bribones era de una grosería solapada y profunda, todos envidiosos hasta el tuétano y más desalmados e implacables que cartagineses.

A media que iba pasando frente a colchonerías y almacenes y tiendas, pensaba que esos hombres no tenían ningún objeto noble en la existencia, que se pasaban la vida escudriñando con goces malvados la intimidad de sus vecinos, tan canallas como ellos, regocijándose con palabras de falsa compasión de las desgracias que les ocurrían a éstos, chismorreando a diestra y siniestra de aburridos que estaban, y esto le produjo súbitamente tanto encono que de pronto aceptó que lo mejor que podría hacer era irse, pues si no tendría un incidente con esos brutos, bajo cuyas cataduras enfáticas veía alzarse el alma de la ciudad, encanallada, implacable y feroz como ellos.

No tenía un propósito determinado, reconocía que tenía el espíritu sucio de asco a la vida, y de pronto al ver que pasaba un tranvía hacia Plaza Once, a grandes saltos trepó a la plataforma. Ya en la boletería sacó pasaje de ida y vuelta a Ramos Mejía. Iba para allá como hubiera podido ir en otra dirección. Cansado, desconcertado con la certeza de que había arrojado su alma a un foso del cual ya no podría salir nunca más. Y esperándolo, la Coja. ¿No hubiera sido preferible ser capitán de navío y comandar un superdreadnought? Las chimeneas vomitarían torrentes de humo y en el puente de mando conversaría con el comandante de torre, mientras que en el corazón se le pintaría la imagen de una mujer que acaso no fuera su esposa. Mas, ¿por qué su vida era así? Y la de los otros también, también «así» como si el «así» fuera un cuño de desgracia que visto en otro era de relieve más borroso.

¿Qué se había hecho de la vida fuerte, que ciertos hombres contienen en su envase como la sangre de un león? La vida fuerte que hace de pronto que una existencia se nos aparezca sin los tiempos previos de preparación y que tiene la perfecta soltura de las composiciones cinematográficas. ¿No eran acaso así las fotografías de los héroes? ¿Quién conservaba una fotografía de los héroes? ¿Quién conservaba una fotografía de Lenin discutiendo en un cuartujo de Londres, o de Mussolini vagabundo por los caminos de Italia? Y, sin embargo, eran de pronto revelados en un balcón arengando a la multitud barbuda, o entre las columnas truncas de unas ruinas recientes, con zapatos de sport, y un sombrero jipi-japa que no desdecía la fiereza del semblante de conquistador. En cambio, él sentía allí, localizada en su vida, las pequeñas imágenes de la Coja, del capitán, de su esposa, de Barsut, todas existencias que en cuanto se apartaban de sus ojos quedaban restituidas a la minúscula dimensión que le confiere la distancia a los cuerpos físicos.

Apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla. El vagón se deslizó y luego se detuvo, al segundo silbido del guardatren, arrancó el convoy, y éste entró rechinando fieramente en los entrerrieles que chocaban férreamente al ser apartados por el filo de las ruedas.

Las luces verdes y rojas del subterráneo le encandilaron los ojos por un instante, luego volvió a cerrarlos. En la noche, el tren comunicaba su trepidación a los rieles, y la masa multiplicada por la velocidad, imprimía a sus pensamientos el vértigo de una marcha igualmente implacable y vertiginosa.

Cracc... cracc... cracc... arrancaban las ruedas en cada junta de riel, y ese monorritmo sordo y formidable le alivianaba de su rencor, tornaba más ligero su espíritu, mientras que la carne se dejaba estar en la somnolencia que comunica a los sentidos la velocidad.

Luego pensó que Ergueta ya estaba loco. Recordó las palabras del otro cuando estaba a la orilla de la desgracia: «rajá, turrito, rajá», y afirmando la cabeza en el ángulo acolchado del respaldar, pensó en tiempos idos, cerrando los ojos para distinguir con claridad las imágenes de un recuerdo. Este le causaba cierta extrañeza, pues era la primera vez que observaba que en un recuerdo ciertas figuras tienen la dimensión normal con que se las ha conocido en la realidad, mientras que otras figuras o cosas son pequeñitas como soldados de plomo o tan sólo presentan un perfil, careciendo de profundidad. Así, junto a la corpulencia de un negro, cuya mano perdíase en el trasero de un pequeño, veía una mesita minúscula, como para muñecas, sobre la que estaban aplastadas las pequeñas cabezas de unos hombres ladrones, mientras que el techo, de altura real, daba un aspecto de desolación más extraordinaria al gris paraje del recuerdo.

Una muchedumbre oscura se movía allí, en el interior de su alma; luego la sombra, como una nube, cubría de cansancio su pena, y junto a la mesita donde dormían los pequeñitos ladrones adultos, se erguían gigantescos y morrudos como un cráneo de buey, el relieve del patrón de la fonda, con los dedos engrampados en las musculosas bolas de sus brazos. Y otro recuerdo le demostraba cuán exacto era su presentimiento de inminente caída, cuando aún no había ni pensado defraudar a la Azucarera, pero ya buscaba en los parajes siniestros una imagen de su posible personalidad.

¡Cuántos senderos había en su cerebro! Pero ahora iba hacia el que conducía a la fonda, la fonda enorme que hundía su cubo taciturno como una carnicería hasta los últimos repliegues de su cerebelo, y aunque el relieve de ese cubo que nacía en su frente y terminaba en la nuca, era de veinte grados, las minúsculas mesitas con los ladroncitos adultos no resbalaban por el piso como hubiera sido lógico, sino que el cubo se enderezaba bajo el contrapeso de una costumbre instantánea, la de pensar en él, y su carne acostumbrada ya a la velocidad multiplicada por la masa del tren eléctrico, se dejaba estar en una inercia vertiginosa; y ahora que el recuerdo había vencido la inercia de todas las células, aparecía ante sus ojos la fonda, como un cuadrilátero exactamente recortado. El cual parecía que ahondaba sus rectas al interior de su pecho, de modo que casi podía admitir que si se mirara a un espejo, el frente de su cuerpo presentara un salón estrecho, ahondado hacia la perspectiva del espejo. Y él caminaba en el interior de sí mismo, sobre un pavimento enfangado de salivazos y aserrín, y cuyo marco perfecto se biselaba hacia lo infinito de las sensaciones adyacentes.

Y pensaba que si la Coja hubiera estado a su lado, él le diría refiriéndose a un recuerdo:

—Aún yo no era ladrón.

Erdosain se imaginó que la Coja lo miraba, y él, con un tono aburrido, continuó:

—Al lado del viejo edificio de «Crítica», en la calle Sarmiento, había una fonda.

Hipólita levantó los ojos como interrogándolo, de pronto, entre el traqueteo infernal de los coches al cruzar las entrevias de Caballito, Erdosain se imaginó que era un personaje que había vivido como un bandido, pero que ya se había regenerado, y entonces continuó diciéndole a su interlocutora invisible:

—Y allí se reunían vendedores de diarios y ladrones.

—¿Ah, sí?

El patrón, para evitar que los tumultos formados por esta canalla terminaran de romperles los cristales de los escaparates, tenía bajadas continuamente las cortinas metálicas.

La luz entraba al salón por los vidrios de la banderola teñidos de azul, de forma que en esa leonera de muros pintados de gris como los de una carnicería turca, flotaba una oscuridad que tornaba lechosa la humareda de los cigarros.

En aquel cubo sombrío, de techo cruzado por enormes vigas, y que la cocina de la fonda inundaba de neblinas de menestra y de sebo, se movía el tumulto oscuro, una «merza» de ladrones, sujetos de frentes sombreadas por las viseras de las gorras y pañuelos flojamente anudados en el escote de las camisetas.

De once a dos de la tarde se apeñuscaban en torno de las grasientas mesas de marmol, para chupar conchas de almejas podridas o jugar a los naipes entre vasos de vino.

En aquella bruma hedionda los semblantes afirmaban gestos canallescos, se veían jetas como alargadas por la violencia de una estrangulación, las mandíbulas caídas y los labios aflojados en forma de embudo; negros de ojos de porcelana y brillantes dentaduras entre la almorrana de sus belfos, que le tocaban el trasero a los menores haciendo rechinar los dientes; rateros y «batidores» con perfil de tigre, la frente hundida y la pupila tiesa.

Un vocerío ronco vomitaba estos racimos espatarrados en los bancos y acodados a los mármoles, entre los que se deslizaban los «lanceros», de traje adecentado, cuello flojo, chaleco gris y hongos de siete pesos. Algunos acababan de salir de Azcuénaga y daban noticias de los nuevos presos transmitiendo mensajes, otros para inspirar confianza, gastaban anteojos de carey, y todos al entrar soslayaban el antro con rapidísimas miradas. Hablaban en voz baja, sonriendo convulsivamente, pagando botellas de cerveza a extraños compinches y salían y entraban varias veces en un cuarto de hora, llamados por misteriosas diligencias. El amo de esta caverna era un hombre enorme, cara de buey, ojos verdes, nariz de trompeta y apretadísimos labios finos.

Cuando se encolerizaba sus rugidos sobresaltaban a la canalla, que le temía. Se manejaba con ésta utilizando una violencia sorda. Un perdulario hacía más escándalo del tácitamente tolerado, y de pronto el fondero se acercaba, el bullanguero sabía que el otro le pegaría, pero aguardaba en silencio, y entonces el gigante descargaba con el filo del puño terribles golpes cortos en el borde del cráneo del culpable.

Un enmudecimiento gozoso acompañaba al castigo, el desgraciado era lanzado a la calle a puntapiés, y el vocerío se renovaba más injurioso y resonante, desplazando nubes de humo hacia el vidriado cuadrilátero de la puerta. A veces a esta leonera entraban músicos ambulantes, frecuentemente un bandoneón y una guitarra.

Afinaban los instrumentos y un silencio de expectativa acurrucaba a cada fiera en su rincón, mientras que una tristeza movía su oleaje invisible en esa atmósfera de acuario.

El tango carcelario surgía plañidero de las cajas, y entonces los miserables acompasaban inconscientemente sus rencores y sus desdichas. El silencio parecía un monstruo de muchas manos que levantara una cúpula de sonidos sobre las cabezas derribadas en los mármoles. ¡Quizás en lo que pensaban! Y esa cúpula terrible y alta adentrada en todos los pechos multiplicaba el langor de la guitarra y del bandoneón, divinizando el sufrimiento de la puta y el horrible aburrimiento de la cárcel que pincha el corazón cuando se piensa en los amigos que están afuera «escorzándose» hasta la vida.

Entonces en las almas más letrinosas, bajo las jetas más puercas, estallaba un temblor ignorado; luego todo pasaba y no había mano que se extendiera para dejar caer una moneda en la gorra de los músicos.

—Allí iba yo —le decía Erdosain a su interlocutora hipotética—. En busca de más angustia, de la afirmación de saberme perdido y a pensar en mi esposa que sola en mi casa sufriría de haberse casado con un inútil como yo. Cuántas veces, arrinconado en esa fonda, me la imaginé a Elsa fugitiva con otro hombre. Y yo caía siempre más abajo, y ese antro no era nada más que el anticipo de lo peor que había de ocurrirme más adelante. Y muchas veces, mirando a esos miserables, me decía: ¿No llegaré a ser como uno de éstos? Ah, yo no sé cómo, pero siempre he tenido el presentimiento de lo que más adelante ocurriría. No me he equivocado nunca. ¿Se da cuenta usted? Y allí, en la caverna, lo encontré un día meditando a Ergueta. Sí, a él mismo. Estaba solo en una mesa, y algunos diarieros lo miraban con asombro, aunque otros debían creer que era un ladrón bien vestido, nada más.

Erdosain se imaginó que la Coja le preguntaba ahora:

—¿Cómo, mi marido estaba allí?

—Sí, y con su cara de «perrero» roía el puño de su bastón, mientras que un negro le soliviantaba el trasero a un menor. Pero él no hacía caso de nada. Parecía que estaba clavado en el piso de la caverna. Cierto es que me dijo que había ido a esperar a un vareador que tenía que pasarle unos «datos» para la próxima carrera, mas la verdad es que estaba allí, como si de pronto se hubiera sentido perdido y entró a ese paraje para buscarle un sentido a la vida. Esa quizá sea la verdad exacta. Buscarle sentido a la vida entre los acontecimientos que vive la canalla. Allí supe por primera vez su determinación de casarse con una prostituta, y cuando le pregunté de su farmacia, me contestó que había dejado al idóneo en Pico a cargo de ella, porque de primera intención supuse que había venido a jugar. No sé si usted sabrá que lo expulsaron de un club por hacer trampas. Hasta se dijo que había falsificado fichas, pero ese asunto nunca se puso en claro. Sólo me habló de usted cuando le pregunté por la novia, una muchacha millonaria de Cacharí, y que estaba muy enamorada de él.

—Corté hace rato —me contestó.

—¿Por qué?

—No sé... me «esgunfiaba»... estaba aburrido.

—¿Pero por qué la dejaste? —insistí.

Una luz agria convulsionaba su pupila. Malhumorado insistió apartando de un manotón las moscas que hacían círculo en su chop de cerveza:

—¡Qué se yo!... De aburrido... de turro que soy. Y me quería la pobrecita. Pero qué iba a hacer conmigo. Además, ya no tiene remedio...

—¿Le dijo Ergueta que eso ya no tenía remedio?...

—Sí, señora; dijo así: «Eso ya no tiene remedio, porque mañana me caso».

El tren eléctrico dejó atrás Flores. Erdosain, apoltronado en el sillón, recordó que lo miró seriamente al farmacéutico, en cuyo rostro se difundía ese acechador movimiento de los músculos que le da al semblante una expresión malévola.

—¿Y con quién te casas?

El semblante de Ergueta empalideció hasta las orejas. A medida que inclinaba su cabeza hacia Erdosain, guiñaba un párpado, mientras que el otro ojo inmóvil trataba de recoger toda la sorpresa que lo demudaría dentro de un segundo a Erdosain:

—Me caso con la Ramera. —Después levantó la cabeza y sólo se le veía el blanco de los ojos. Yo no me moví.

El farmacéutico tenía en el semblante una expresión de arrobamiento como la que se ve en las tricromías populares, en las que aparece un santo arrodillado con el canto de las manos apoyado en el pecho.

Y Erdosain recordaba que en esas circunstancias, el negro que le tocaba el trasero al menor, ahora llevaba las manos de éste a sus partes pudendas, mientras un círculo de diarieros armaba un vocerío infernal y el patrón gigantesco cruzaba el salón con un plato de sopa en una mano y otro de guiso rojo, para una comandita de dos rateros que devoraban en un rincón.

Sin embargo, su resolución no le extrañó. Ergueta tenía esas desesperadas resoluciones de las naturalezas frenéticas que obedecen al imperio de las obsesiones con furor lento, una explosión profunda de la que ellos no escucharon el estampido, pero cuyo crecimiento de volumen centuplica el instinto. Sin embargo, aparentando una gran serenidad:

—¿La Ramera?.... ¿Quién es la Ramera? —le pregunté.

Una oleada de sangre le enrojecía el semblante. Hasta sus ojos sonreían.

—¿Quién es, che?... Un ángel, Erdosain. En mi cara, en mi propia cara, rompió un cheque de mil pesos que le dejó un querido. A la sirvienta le regaló un collar de perlas que valía cinco mil pesos. A los porteros del departamento toda la vajilla de plata. «Entraré en tu casa desnuda», me dijo ella.

—¡Pero si todo eso es mentira! —sentía ahora que le decía Hipólita en su recuerdo.

—Yo le creí en esas circunstancias. Y él continuó contándome:

—Si vos supieras lo que ha sufrido esa mujer. Una vez, era el séptimo aborto que le hacían, tan desesperada estaba que fue a tirarse desde el cuarto piso por la ventana. De pronto, qué maravilla, che... en el balcón se le apareció Jesús. Estiró el brazo y no la dejó pasar.

Aún sonreía Ergueta. Súbitamente echó mano al bolsillo y le extendió un retrato a Erdosain.

La deliciosa criatura lo sugestionó.

Ella no sonreía. A sus espaldas los espacios estaban abigarrados de palmas y helechos. Sentada en un banco con la cabeza ligeramente inclinada, miraba una revista que su rodilla sostenía, pues cruzaba una pierna sobre otra. De esta forma, a poca distancia del césped, el vuelo de su vestido suspendía una campana. El alto peinado y los cabellos huidos de sus sienes hacían más clara y ancha la luna de su frente. A los lados de la fina nariz, el arco de las cejas era delgado como conviene a los ojos que son ligeramente oblicuos en un rostro delicadamente ovalado.

Y mirándola, Erdosain supo de pronto que junto a Hipólita él no experimentaría jamás ningún deseo, y esa certidumbre lo alegró de tal forma que pensó en la delicia de acariciar con los dedos en horqueta la barbilla de la extraña joven y escuchar el crujido de la arena bajo la suela de sus zapatitos. Luego murmuró:

—¡Qué linda que es!... ¡Debe tener una gran sensibilidad!...

¡Qué distinta era en la realidad!

El tren eléctrico cruzaba ahora por Villa Luro. Entre montes de carbón y los gasómetros velados por la neblina relucían tristemente los arcos voltaicos. Grandes huecos negros se abrían en los galpones de las locomotoras, y las luces rojas y verdes, suspendidas irregularmente en la distancia, hacían más tétrica la llamada de las locomotoras.

¡Qué distinta era la Coja en la realidad! Sin embargo, recordaba que le había dicho a Ergueta:

—¡Qué linda es!... ¡Debe tener una gran sensibilidad!...

—Sí, es así; además es muy delicada en sus modales. Me gusta la aventura. Mirá la cara que pondrán los que dudaban de mi comunismo. He plantado a una cogotuda, a una virgen, para casarme con una prostituta. Pero el alma de Hipólita está por encima de todo. A ella también le gusta la aventura y los corazones nobles. Juntos haremos grandes cosas, porque los tiempos han llegado...

Erdosain recogió la frase del farmacéutico:

—¿Así que vos crees que los tiempos han llegado?...

—Sí, tienen que ocurrir cosas terribles. ¿No te acordás que vos una vez me dijiste que el presidente Roosvelt había hecho un gran elogio de la Biblia?

—Sí... pero hace mucho.

Erdosain respondió con tales palabras porque en realidad no recordaba jamás haberle hecho una cita de esa naturaleza al farmacéutico. Este continuó:

—Afuera he leído bastante la Biblia...

—Lo cual no te impide «escolazar».

—Eso no te importa —interrumpió Ergueta adusto.

Erdosain lo miró fastidiado, el farmacéutico sonrió con su sonrisa pueril y mientras el patrón depositaba otro medio litro de cerveza en el mármol, dijo:

—Fijate qué palabras misteriosas están escritas en la Biblia: «Y salvaré la coja, y recogeré la descarriada y pondrélas por alabanza y por renombre en todo país de confusión».

Un silencio extraordinario se produjo en la fonda. Sólo se veían cabezas inclinadas o grupos que miraban pensativamente el ir y venir de las moscas en la pringue de las mesas. Un ladrón enseñaba a un consocio un anillo de brillantes y las dos cabezas permanecían conjuntamente inclinadas en la observación de las piedras.

Por la entreabierta puerta de vidrios opacos penetraba un rayo de sol que como una barra de azufre cercenaba en dos la atmósfera azulosa.

El otro repitió: «y salvaré la coja, y recogeré la descarriada», insistiendo y guiñando maliciosamente un párpado al repetir esto: «y pondrélas por alabanza y por renombre en todo país de confusión...»

—Pero si Hipólita no es coja...

—No, pero ella es la descarriada y yo el fraudulento, el «hijo de perdición». He ido de burdel en burdel, y de angustia buscando el amor. Yo creía que era el amor físico y después leyendo ese libro que me iluminó comprendí que mi corazón buscaba el amor divino. ¿Te das cuenta? El corazón se orienta por su cuenta. Vos estás engrupido, querés hacer tu voluntad, y fallas... por qué fallas... es misterio... Luego un día, de golpe, sin saber cómo, se aparece la verdad. Y mirá que yo he vivido. «Hijo de perdición», ésa es mi vida. Papá antes de morir en Cosquín me escribió una carta terrible, entre vómitos de sangre y recriminándome, ¿sabes? Y la carta no la firmaba con su nombre, sino que ponía: «Tu padre El Maldito». ¿Te das cuenta? —y otra vez guiñó el párpado levantando de tal forma las cejas que Erdosain se preguntó:

—¿No estará loco éste?

Luego salieron de la fonda. Los automóviles se deslizaban por la calle Corrientes centelleando bajo el sol, pasaba mucha gente que se dirigía a su trabajo, y bajo los toldos amarillos el rostro de las mujeres aparecía sonrosado. Entraron al café Ambos Mundos. Ruedas de «canfinfleros» rodeaban las mesas. Jugaban al naipe, a los dados o al billar. Ergueta miró en redor, luego, escupiendo, dijo en voz alta:

—Todos cafishios. Habrá que ahorcarlos sin mirarles las caras.

Nadie se dio por aludido.

Erdosain, sin quererlo, se quedó cavilando en algunas palabras del otro.

«Buscaba el amor divino». Entonces Ergueta llevaba una vida frenética, sensual. Pasaba las noches y los días en los garitos y en los prostíbulos, bailando, embriagándose, trabándose en espantosas peleas con malevos y macrós. Un ímpetu sordo lo llevaba a realizar las más brutales hazañas.

Una noche, Ergueta se encontraba en la plaza de Flores, frente a la confitería de Niers. Estaba allí el borracho Delavene que se había recibido de abogado hacía un mes y otros muchos patoteros del Club de Flores. Molestaban a los que pasaban. De pronto, Ergueta, al ver aproximarse a un gallego se desprendió la bragueta y cuando el otro llegó hasta él, lo mojó con un chorro de orín. El hombre fue prudente, y desapareció rezongando. Entonces el farmacéutico dijo mirando a Delavene que fanfarroneaba con exceso:

—Bueno... ¿a que no lo meás al primero que pase?

—¿A que sí?

Todos se regocijaron, porque el vasco Delavene era un salvaje. Un hombre dobló en la esquina y Delavene comenzó a orinar. El desconocido se hizo a un lado, pero el «vasco» casi atropellándolo, lo mojó.

Sucedió algo terrible.

Sin pronunciar una palabra el ofendido se detuvo, la patota miraba riéndose y silbando, de pronto el desconocido desenfundó el revólver, oyóse un estampido, y Delavene cayó de rodillas apretándose, el vientre con las manos. La agonía del «vasco» fue larga y dolorosa.

Antes de morir, noblemente reconoció que había provocado el drama, y cuando Ergueta estaba borracho y se nombraba a Delavene, aquél se arrodillaba y con la lengua hacía una cruz en el polvo.

Mientras amasaba un cigarrillo, el farmacéutico contestó a una pregunta de Erdosain sobre Delavene:

—Sí, era un corazón noble... un amigo único. Yo pagaré por él algún día —mas replegando su pensamiento a una preocupación más actual, dijo—: ¡Ah, he pensado mucho estos últimos tiempos. Y yo me decía si era justo que un hombre estéril, enfermo, vicioso e inmoral se casara con una virgen...

—¿Hipólita... sabe?

—Sí, ella sabe todo. Además, una virgen merece un nombre de virgen. Un hombre que tenga el alma y el cuerpo virgen. Así será algún día. ¿Te imaginas un macho hermoso y virgen y fuerte?

—Así debía ser —susurró Erdosain.

El farmacéutico observó su reloj.

—¿Tenes que hacer?

—Sí, dentro de un rato voy a casa a ver a Hipólita.

—Esta vez me asombré —contábale más tarde Erdosain al cronista de esta historia —. La casa de la familia Ergueta era suntuosa y el espíritu de la gente que allí se movía como los caracoles, absolutamente conservador y rutinario. Erdosain le preguntó:

—¿Cómo?... ¿La llevaste a tu casa?

—¡Y las historias que tuve que inventar!...Ella no quería ir, mejor dicho, aceptaba de ir, pero como lo que es...

—¿Fue capaz?...

—Tan capaz que sólo al final la pude convencer. A mamá le dije que la había robado en el momento de embarcarse con sus tíos para Europa... una «mula» más grande que una casa.

—¿Y tu mamá?

Erdosain iba a preguntarle si su madre creyó semejante mentira, como si Hipólita llevara escrito en el semblante los trabajos que le habían convulsionado la vida...

—¿Y tu mamá cómo recibió la noticia?

—Me dijo que se la llevara inmediatamente. Cuando se la presenté, la abrazó y le dijo: «¿Te ha respetado, hija?» Y ella, bajando los ojos, le contestó: «Sí, mamá». Lo cual es cierto. Te prevengo que mamá y mi hermana Sara están encantadas con Hipólita.

En aquel momento Erdosain tuvo el presentimiento que esos desdichados se habían preparado un desastre futuro. No se equivocó, y al recordar ahora en el tren eléctrico la certidumbre que no había fallado, se dijo al tiempo que pasaba por Liniers: «Es curioso, las primeras impresiones no lo engañan nunca a uno», y al preguntarle a Ergueta cuándo se casaba, éste le respondió:

—Mañana salimos para Montevideo. Nos casamos allá, por si acaso no nos entendemos. —Al pronunciar estas palabras volvió a guiñar el párpado sonriendo cínicamente, y agregó—: No soy ningún caído del catre, che.

A Erdosain le molestó ese lujo de precauciones. No pudiendo contenerse, le dijo:

—¿Cómo... no te casaste y ya estás pensando en el divorcio? ¿Qué hazaña de comunista es la tuya? En el fondo seguís siendo el jugador tramposo.

Pero el farmacéutico se regodeaba con la suficiencia de un usurero a quien no le importan los insultos, si se los dirigen en el momento de pagar los intereses. Guarango, repuso:

—Hay que ser turbo, che.

Erdosain estaba asombrado frente a tanta grosería.

Pensó en la deliciosa criatura y se la imaginó soportando a ese bruto bajo un cielo oscurecido por grandes nubes de polvo e incendiado por un sol amarillo y espantoso. Ella se marchitaría como un helécho trasplantado a un pedregal. Ahora Erdosain lo examinó nuevamente al farmacéutico pero con rabia.

El jugador reparó en la malevolencia de su compañero y dijo:

—Es necesario hacer algo contra esta sociedad, che. Hay días que sufro de un modo insoportable. Parece que todos los hombres se hubieran vuelto bestias. Dan ganas de salir a la calle y predicar al exterminio o poner una ametralladora en cada bocacalle. ¿Te das cuenta? Vienen tiempos terribles.

«El hijo se levantará contra el padre y el padre contra el hijo. Es necesario hacer algo contra esta sociedad maldita. Por eso me caso con una prostituta. Bien dicen las Escrituras: «Y tú, hijo de hombre, no juzgarás tú a la ciudad derramadora de sangre y le mostrarás todas sus abominaciones». Y estas otras palabras, fíjate en estas otras palabras: «Y enamoróse de sus rufianes cuya carne es como carne de asno y cuyo flujo como flujo de caballos». —Y señalando a los «cafishios», que jugaban en torno de las mesas, dijo—: Ahí los tenes. Entra al Royal Keller, al Marzzoto, al Pigall, al Maipú, en todas partes donde entres los vas a encontrar. Fuerzas perdidas. Hasta esa canalla se aburre en el fondo. Cuando llegue la revolución se les ahorcará o se les mandará a la primera fila. Carne de cañón. Yo pude ser como ellos y renuncié. Ahora vienen tiempos terribles. Por eso dice el libro. «Y salvaré a la coja y recogeré a la descarriada y pondréla por alabanza y por renombre en todo el país de confusión». Porque hoy la ciudad está enamorada de sus rufianes y ellos hundieron a la coja y a la descarriada, pero tendrán que humillarse y besarle los pies a la coja y a la descarriada.

—¿Pero vos la querés o no a Hipólita?

—Claro que la quiero. A momentos me parece que ha bajado de la luna por una escalera. Donde está ella todos se sentirán felices.

Y Erdosain creyó por un instante que ella hubiera bajado de la luna para que todos los hombres acudieran a extasiarse en su sencillez, tranquila.

El farmacéutico continuó:

—Ahora vienen tiempos de sangre, che, de venganza. Los hombres adentro de sus almas están llorando. Pero no quieren escuchar el llanto de su ángel. Y las ciudades están como las prostitutas, enamoradas de sus rufianes y de sus bandidos. Esto no puede seguir así.

Miró un instante a la calle, y después con la atención fijada como en un sonido interior, el jugador dijo con voz patética en el café del aburrimiento:

—Tendrá que venir un hombre, un ángel, yo qué sé. Se arrodillará en medio de la Avenida de Mayo. Los automóviles se detendrán, los gerentes de los bancos y los ricos de los hoteles se asomarán a los balcones y moviendo los brazos indignados le dirán:

«¿Qué quieres, tú, cara de sapo? No nos seas molesto —pero él se levantará— y cuando vean su carita triste y sus ojos encendidos de fiebre, a todos se les caerán los brazos, y él se dirigirá a los cogotudos, les hablará, les preguntará por qué hicieron mal, por qué se olvidaron del huérfano y machacaron al hombre y han hecho un infierno de la vida que era tan linda. Y ellos no sabrán qué contestar, y la voz del ángel postrero resonará de tal forma que se les pondrá la piel de gallina, y hasta los más rufianes llorarán».

La bocaza del farmacéutico se deformó de angustia. Parecía que masticara un veneno elástico y amargo.

—Sí, es necesario que venga Cristo otra vez. Los hombres más perros, los cínicos más letrinosos sufren todavía. Y si él no viene, ¿quién nos va a salvar?

Los Espila

El tren se detuvo en Ramos Mejía. El reloj de la estación marcaba las ocho de la noche. Erdosain bajó.

Una neblina densa pesaba en las calles fangosas del pueblo.

Cuando se encontró solo en la calle Centenario, bloqueado de frente y a las espaldas por dos murallas de neblina, recordó que al día siguiente lo asesinarán a Barsut. Era cierto. Lo asesinarían. Hubiera querido tener un espejo frente a sus ojos para ver su cuerpo asesino, tan inverosímil le parecía ser él (el yo) quien con tal crimen se iba a separar de todos los hombres.

Los faroles ardían tristemente vertiendo a través del fangal cataratas de luz algodonosa que goteaban en los mosaicos haciendo invisible el pueblo más allá de dos pasos. Un enorme desconsuelo estaba en Erdosain que avanzaba más triste que un leproso.

Tenía ahora la sensación de que su alma se había apartado para siempre de todo afecto terrestre. Y su angustia era la de un hombre que lleva en su conciencia un siniestro jaulón, donde entre huesos de pecados, bostezan teñidos de sangre, elásticos tigres, afirmando el ojo en una proyección de salto.

Y Erdosain, a medida que avanzaba, pensaba en su vida como si fuera la de otro, tratando de comprender esas fuerzas oscuras que le subían desde las raíces de las uñas hasta agolparse silbando en sus rejas como el simún.

Envuelto en la neblina que llevaba hasta la última celdilla de su pulmón una gota de humedad pesada, Erdosain llegó a la calle Gaona, donde se detuvo para enjugarse la frente cubierta de sudor.

Golpeó a una puerta de tablas, la única entrada de un enorme frente de fábrica a cuyo costado estaba suspendida una lámpara de querosene... De pronto una mano abrió el portón y el joven farfullando malas palabras siguió los costados de un murallón por un sendero de ladrillos que se doblaban en el fango bajo sus pisadas.

Se detuvo frente a los vidrios de una puerta iluminada, golpeó las manos y una voz ronca le gritó:

—Adelante.

Erdosain entró.

Una lámpara de acetileno iluminaba, con fulginosa llama, las cinco cabezas de la familia Espila, que hacía un instante estaban inclinadas sobre los platos. Todos le saludaron sonriendo con alegres voces, mientras que Emilio Espila, un muchachón alto, flaco y cabelludo, corrió hacia él para estrecharle las manos.

Erdosain saludó por orden, primero a la anciana Espila encorvada por el tiempo y cubierta de ropas negras; luego a las dos hermanas mozas, Luciana y Elena; luego al sordo Eustaquio, un gigantón encanecido y delgado como si estuviera tuberculoso, que, según su costumbre, comía con la nariz en el plato, mientras sus ojos grises vigilaban el jeroglífico de una revista, interpretándolo al tiempo que masticaba.

Erdosain se sintió un poco reanimado por la sonrisa cordial de Luciana y Elena.

Luciana era carilarga y rubia, con la nariz respingada y la boca de largos y finos labios sinuosos teñidos de rosa. Elena tenía aspecto monjil, con su semblante ovalado y color de cera y las polleras largas, y las manos gordezuelas y pálidas.

—¿Querés cenar? —dijo la anciana.

Erdosain, al observar cuán enjuta estaba la fuente, respondió que ya lo había hecho.

—¿De veras que cenaste?

—Sí... voy a tomar un poco de té.

Le hicieron sitio junto a la mesa, y Erdosain tomó asiento entre el sordo Eustaquio que continuaba vigilando su jeroglífico y Elena, que distribuía el resto del guisote entre Emilio y la anciana.

Erdosain los observó compadecido. Hacía muchos años que conocía a los Espila. En otro tiempo la familia ocupaba una posición relativamente desahogada, luego una sucesión de desastres los había arrojado en plena miseria, y Erdosain, que encontró casualmente un día en la calle a Emilio, los visitó. Hacía siete años que no los veía y se asombró de reencontrarlos a todos viviendo en un cuchitril, ellos, que en otra época tenían criada, sala y antesala. Las tres mujeres dormían en la habitación atestada de muebles viejos y que hacia en las horas de cenar o almorzar, las veces de comedor, mientras que Emilio y el sordo se guarecían en una cocinita de chapas de zinc. Para subvenir a los gastos de la casa, efectuaban los trabajos más extraordinarios: vendían guías sociales, aparatos caseros para fabricar helados, y las dos hermanas hacían costura. Un invierno, era tanta la pobreza, que robaron un poste de telégrafos y lo aserraron en la noche. Otra vez se llevaron todos los pilares de un alambrado, y las aventuras que corrían para muñirse de dinero lo divertían y compadecían a un tiempo a Erdosain.

La impresión que recibió la primera vez que lo visitó, fue enorme. Vivían los Espila en un caserón cerca de Chacarita, un cuartel de tres pisos y divisorias de chapas de hierro. El edificio tenía el aspecto de un transatlántico, y los chiquillos brotaban de allí como si el conventillo fuera un falansterio. Durante algunos días Erdosain recorrió las calles pensando en los sufrimientos que debieron sobrellevar los Espila, para resignarse a esa catástrofe, y más tarde, cuando inventó la rosa de cobre, se dijo que para levantar el espíritu de esa gente era necesario injertarles una esperanza, y con parte del dinero robado en la Azucarera compró un acumulador usado, un amperímetro y los diversos elementos para instalar un primitivo taller de galvanoplastia.

Y convenció a los Espila que debían dedicarse a ese trabajo en horas perdidas, pues de tener éxito todos se enriquecerían. Y él, cuya vida carecía por completo de consuelo y esperanza, él, que se sentía perdido hacía mucho tiempo, llegó a sugestionarlos con esperanzas tan intensas que los Espila se avinieron a iniciar los experimentos, y Elena se dedicó muy en serio a estudiar galvanoplastia, mientras que el sordo preparaba los baños y se ponía práctico en ese trabajo de unir en serie o tensión los cables del amperímetro y en manejar la resistencia. Hasta la anciana participó en los experimentos y nadie dudó, cuando consiguieron cobrear una chapa de estaño, que en breve tiempo se enriquecerían si la rosa de cobre no fracasaba.

Erdosain les habló además de confeccionar puntillas de oro, visillos de plata, gasas de cobre, y hasta esbozó un proyecto de corbata metálica que los asombró a todos. Su plan en esencia era sencillo. Se fabricarían camisas de pecheras, puño y cuellos metálicos, tomando género, bañándolo en una solución salina y sometiéndolo a un baño galvanoplastia) de cobre o níquel. Gath y Chaves, Harrods o San Juan podrían comprarle la patente, y Erdosain, que no creía sino a medias en esas aplicaciones, llegó a pensar un día que se había extralimitado en hacer soñar a esa gente, porque ahora, a pesar de que no pagaban a nadie y se morían casi de hambre, lo menos que soñaban era adquirir un Rolls-Royce y un chalet, que de no estar en la Avenida Alvear no les interesaba como propiedad. Erdosain se inclinó sobre la taza de té, y entonces Luciana, que estaba ligeramente sonrosada, correspondió a la sonrisa petulante de Emilio con una señal, pero éste, que a causa de estar extraordinariamente desdentado no podía hablar sino ceceando mucho, dijo:

—Zabez... la roza ez un hecho...

—Sí, gracias a Dios la hemos conseguido sacar. —Pero Luciana saltó impaciente, abrió un cajón de lavatorio y Erdosain sonrió entusiasmado.

Entre los dedos de la rubia doncella se erguía la rosa de cobre.

En el miserable cuchitril la maravillosa flor metálica esfoleaba sus pétalos bermejos. El temblor de la llama de la lámpara de acetileno hacía jugar una transparencia roja, como si la flor se animara de una botánica vida, que ya estaba quemada por los ácidos y que constituía su alma.

El sordo levantó la nariz del plato de escarola, y con voz tenante, exclamó, después de examinar el jeroglífico y la rosa:

—No hay vuelta, che... Erdosain... sos un genio...

—Zi de ezta hecha noz hazemos ricoz...

—Dios te oiga —murmuró la anciana.

—Pero mamá... no zea tan ezéptica...

—¿Te costó mucho trabajo?

Elena, con una gravedad sonriente y talante científico, se explicó.

—Fijate, Remo, que como a la primera rosa éste le largaba exceso de amperaje, se quemaba...

—¿Y el baño no se precipitó?

—No... eso sí, lo entibiamos un poquito...

—Para darle el baño a ésta; la encolamos...

—Zabez... un baño de cola fina... zuave...

Remo examinó nuevamente la rosa de cobre, admirando su perfección. Cada pétalo rojo era casi transparente, y bajo la película metálica se distinguía apenas la forma nervada del pétalo natural, que había ennegrecido la cola. El peso de la flor era leve, y Erdosain agregó:

—¡Qué liviana!... Pesa menos que una moneda de cinco centavos...

Luego observando una sombra amarilla que cubría los pistilos de la flor, estriándose al retrepar a los pétalos, agregó:

—Sin embargo, cuando saquen las flores del baño tienen que lavarlas con mucha agua. ¿Ven estas estrías amarillas? Es el cianuro del baño que ataca al cobre. —Todas las cabezas formaban círculo en torno de él, y le escuchaban con religioso silencio. Continuó: —Se forma cianato de cobre, que hay que evitarlo, porque si no no ataca el baño de níquel. ¿Cuánto duró?

—Una hora.

Al levantar los ojos de la rosa su mirada se encontró con la de Luciana. Los ojos de la doncella parecían aterciopelados de una calidez misteriosa y sus labios sonreían dejando entrever los dientes brillantes. Erdosain la miró extrañado. El sordo examinaba la rosa y todas las cabezas estrechadas contra él seguían con atención las rayas amarillas del cianuro. Luciana no bajó los párpados. De pronto Erdosain recordó que al día siguiente intervendría en el asesinato de Barsut, y una tristeza enorme le hizo bajar los ojos: luego, súbitamente hostil para esa gente ilusionada y que no tenía una idea de sus sufrimientos y de las angustias que hacia meses estaba soportando, se levantó y dijo:

—Bueno, hasta luego.

Hasta el sordo lo miró desencajado.

Elena dejó la silla y la anciana quedóse con el brazo inmóvil sosteniendo un plato que iba a colocar frente a Eustaquio.

—¿Qué te pasa, Remo?

—Pero, che, Erdosain...

Elena lo observó seriamente:

—¿Te pasa algo, Remo?

—Nada, Elena... créame...

—¿Estás enojado? —preguntó Luciana llenos los ojos de su calidez misteriosa y triste.

—No, nada... sentía unas enormes ganas de verlos... Ahora tengo que irme...

—¿De veras que no estás enojado?

—No, señora.

—Zon las preocupacionez... me explico...

—Callate vos, badulaque...

El sordo se resolvió a abandonar el jeroglífico e insistió en lo que dijera antes.

—Te prevengo que esto tenes que tomarlo en serio, porque te vas a hacer rico.

—¿Pero no te pasa nada a vos?

Erdosain recogió su sombrero. Experimentaba una repugnancia enorme al pronunciar palabras inútiles. Todo estaba resuelto. ¿A qué hablar, entonces? Sin embargo, se esforzó y dijo:

—Créanme... los quiero mucho a ustedes... como antes... No estoy enojado... tranquilícense... tengo más ideas... Pondremos una tintorería de perros y venderemos perros teñidos de verde, de azul, de amarillo y de violeta... Ya ven que ideas me sobran... Ustedes van a salir de esta horrible miseria... yo los voy a sacar... ya ven, me sobran ideas.

Luciana lo miró compadecida y dijo:

—Yo te acompaño —así salieron juntos hasta la calle.

La neblina encajaba en el callejón un cubo en el cual reverberaban tristemente los mecheros de los faroles de petróleo.

De pronto, Luciana tomóse del brazo de Erdosain y le dijo con voz muy suave:

—¡Te quiero, te quiero mucho!

Erdosain la miró irónicamente, su pena se había transfigurado en crueldad. La miró:

—Ya lo sé.

Ella continuó:

—Te quiero tanto, que para serte agradable me he estudiado cómo es un alto horno y el transformador de Beseemer. ¿Querés que te diga lo qué son los atalajes y cómo funciona la refrigeración?

Erdosain la envolvió en una mirada fría, pensando: «Esta mujer está mal».

Ella continuó:

—Siempre pensaba en vos. ¿Querés que te explique el análisis de los aceros y cómo se funde el cobre, mirá, y el lavado del oro y lo qué son las muflas?

Erdosain, apretando obstinadamente los labios, caminaba por el callejón pensando que la existencia de los hombres era un absurdo, y otra vez el rencor injustificado brotaba de él hacia la dulce muchacha que, apretada contra su brazo decía:

—¿Te acordás de aquella vez que hablaste de que tu ideal era ser jefe de un alto horno? Me has vuelto loca. ¿Por qué no hablas? Entonces me puse a estudiar metalurgia. ¿Querés que te explique la diferencia que existe entre una distribución irregular de carbono y otra molecular perfecta? ¿Por qué no hablas, querido?

Sintióse el fragor sordo del tren que pasó a lo lejos, la lechosidad de la neblina se convertía en oscuridad a poca distancia de los faroles, y Erdosain hubiera querido hablar, explicarle sus desdichas, pero aquel la malignidad sorda y enconada, lo mantenía rígido junto a la doncella, que insistió:

—Pero, ¿qué tenes? ¿Estás enojado con nosotros? Sin embargo, a vos te deberemos nuestra fortuna.

Erdosain la miró de pies a cabeza, apretó el brazo de la muchacha y le dijo sordamente:

—No me interesas.

Luego le volvió la espalda, y antes de que ella atinara a volverse hacia él, a rápido paso se perdió entre la neblina.

Comprendía que gratuitamente había ultrajado a la muchacha, y esta convicción le proporcionó una alegría tan cruel, que murmuró entre dientes:

—Ojalá revienten todos y me dejen tranquilo.

Dos almas

A las dos de la madrugada, aun andaba Erdosain entre murallas de viento, por las calles del centro, en busca de un lenocinio.

Un rumor sordo jadeaba en sus orejas, mas siguiendo el frenesí del instinto caminaba a la sombra que las altas fachadas arrojaban hasta el afirmado. Una tristeza horrible estaba en él. En ese momento no tenía rumbos.

Sonámbulo, marchaba, con los ojos inmóviles en las flechas niqueladas que en los cascos de los vigilantes hacían relucir en las bocacalles los cilindros de luz que caían de los arcos voltaicos... Un impulso extraordinario arrojaba su cuerpo a en largos pasos... Así venía Plaza Mayo, y ahora, por Cangallo, dejaba atrás la estación del Once.

Una tristeza horrible estaba en él.

Su pensamiento, inmóvil en un hecho, repetía:

—Es inútil, soy un asesino —mas, de pronto, al aparecer el cubo rojo o amarillo del zaguán de un lenocinio, se detenía, vacilaba un instante bañado por la neblina rojiza o amarillenta, luego, diciéndose—: Será en otro —continuaba su camino.

Silencioso, a su lado, rodaba un automóvil en la veloz desaparición, y Erdosain pensaba en la dicha que no tendría nunca y en su juventud perdida, y su sombra se adelantaba rápidamente en las baldosas, luego perdía longitud, e, iniciándose pisoteada, brincaba sobre sus espaldas u oscilaba en la reja brillosa de una alcantarilla... Mas su angustia se hacía a cada instante más pesada, como si fuera una masa de agua, fatigando con una marea la verticalidad de sus miembros. A pesar de esto, Erdosain se imaginaba que, por beneficio de su providencia, había entrado a un prostíbulo singular.

La regenta le abría la puerta del dormitorio, él se arrojaba vestido encima del lecho... en un rincón hervía el agua de una olla sobre el quemador de kerosene... súbitamente entraba la pupila semidesnuda... y deteniéndose asombrada de un motivo que sólo él y ella conocían, la ramera exclamaba:

—¡Ah! ¿sos vos?... ¡vos!... ¡por fin viniste!...

Erdosain le respondía:

—Sí, soy yo... ¡Ah, si supieras cuánto te he buscado!

Mas como esto era imposible que aconteciera, su tristeza rebotaba como pelota de plomo en una muralla de goma. Y bien sabía que siempre sus anhelos de ser súbitamente compadecido, por una ramera desconocida, serían durante el desenvolverse de los días, ineficaces como esa pelota, para horadar la vida espesa. Nuevamente se repitió:

—¡Ah! ¿sos vos? vos... ¡Ah! por fin viniste, mi triste amor... —pero todo era inútil, él no encontraría jamás esa mujer, y una energía despiadada, de desesperación, le ensanchaba los músculos, se dinfundía en los setenta kilos de su pesadez, moviéndola con agilidad a través de las tinieblas, mientras que en el cubo de su pecho, una tristeza enorme hacía pesados los latidos de su corazón.

De pronto se encontró frente al portalón de la pensión donde vivía; entonces resolvió entrar. Su corazón latía impaciente.

En puntillas cruzó la galería y acercándose a la puerta de su pieza la abrió sigilosamente. Luego, con las manos extendidas en la oscuridad, fue hacia el ángulo donde estaba el sofá y lentamente se acurrucó allí, evitando crujieran los muelles. Más tarde no encontró explicación para esta actitud. Estiró las piernas en el sofá y durante unos minutos permaneció con la nuca apoyada en el entrecruzamiento de sus manos. Y había más oscuridad en su alma que en aquel momento de tinieblas, que se convertiría en un cubo empapelado si encendiera la lámpara. Quería fijar su pensamiento en algo objetivo, lo cual le fue imposible. Esto le causó cierto miedo pueril; durante unos instantes extremó su atención, pero ningún sonido llegaba hasta él y entonces cerró los ojos. Su corazón trabajaba con golpes roncos, propulsando la masa de su sangre, y una frialdad de agua le erizó el vello de la espalda. Con los párpados tiesos y el cuerpo rígido aguardaba un acontecimiento. De pronto comprendió que si continuaba en esa postura gritaría de miedo, y recogiendo los talones, con las piernas cruzadas como un Buda, aguardó en la oscuridad. Su aniquilamiento era intenso, mas no podía llamar a nadie, ni tampoco llorar. Y sin embargo, no era cosa de continuar así toda la noche, encuclillas.

Encendió un cigarrillo y lo inmovilizó un gran frío.

La Coja estaba de pie junto al canto del biombo, examinándolo con su venenosa mirada fría. El cabello dividido en dos lisos bandos le cubría las orejas con sus alas rojas, y los labios de la mujer estaban apretados. Todo denotaba en ella un exceso de atención, pero Erdosain tuvo miedo. Por fin atinó a decir:

—¡Usted!

El fósforo le quemaba las uñas... y de pronto, un impulso más fuerte que su timidez lo levantó. En la oscuridad caminó hacia ella, y dijo:

—¿Usted?... ¿No dormía usted?

El sintió que ella estiraba el brazo; la mano de la mujer tomó entre los dedos su mentón e Hipólita dijo con una voz profunda:

—¿Que tiene que no duerme?

—¿Usted me acaricia a mí, señora?

—¿Por qué no duerme?

—Usted me toca a mí?.... ¡Pero qué fría está su mano!... ¿Por qué está tan fría su mano?

—Encienda la lámpara.

Bajo la luz vertical, Erdosain quedóse contemplándola. Ella se sentó en el sofá.

Erdosain murmuró tímidamente:

—¿Quiere que me siente a su lado? No podía dormir.

Hipólita le hizo espacio, y junto a la intrusa, Erdosain no pudo contener la fuerza que levantaba sus manos, y con la yema de los dedos le acarició la frente.

—¿Por qué es usted así? —le preguntó él.

La mujer lo miró serena.

Erdosain la contempló un instante con muda desesperación; y al fin, recogió su fina mano. Iba a llevársela a los labios, pero una fuerza extraña chocó en su sensibilidad, y sollozando se desmoronó sobre la falda de la mujer.

Lloraba convulsivamente a la sombra de la intrusa erguida y de su mirada inmóvil en los sacudimientos de su cabeza. Lloraba aciegado, retorcida la vida de un furor ronco, conteniendo gritos cuyos desgarramientos incompletos renovaban su dolor horrible, y el sufrimiento brotaba de él inagotablemente, se inundaba de más pena, una pena que subía en sollozos en su garganta. Así agonizó varios minutos, mordiendo su pañuelo para no gritar, mientras que el silencio de ella era una blandura en la que se recostaba su espíritu extenuado. Luego el sufrimiento gritante se agotó; lágrimas en su pecho y encontró consuelo en estar caído así, con las mejillas mojadas, sobre el regazo de una mujer. Un enorme cansancio lo agobiaba, la figura de su esposa distante terminó por borrarse de la superficie de su pena, y mientras permanecía así, un encalmamiento crepuscular vino a resignarlo para todos los desastres que se habían preparado.

Levantó el enrojecido rostro, rayado por los repliegues de la tela y húmedo de lágrimas.

Ella lo mirada serena.

—¿Está triste? —preguntó.

—Sí.

Luego callaron y un relámpago violeta iluminó los recovecos del patio oscuro. Llovía.

—¿Quiere que tomemos mate?

—Sí.

En silencio preparó el agua. Ella miraba abstraída los cristales donde tamborileaba la lluvia, mientras Erdosain aprontaba la yerba. Luego, sonriendo entre las lágrimas, dijo:

—Yo lo cebo a mi modo. Le gustará.

—¿Por qué estaba triste?

—No sé... la angustia... hace mucho tiempo que no vivo tranquilo.

Ahora tomaba el mate en silencio, y en la habitación con el empapelado descolado en un rincón, se hacía más perfecta la figura de la mujer, envuelta en el abrigo de lutre, con el cabello rojo peinado en dos bandos que cubrían la punta de sus orejas.

Con sonrisa pueril, agregó Erdosain:

—Cuando estoy solo... a veces suelo tomar.

Ella sonrió amigablemente con una pierna cruzada sobre otra, la espalda ligeramente inclinada, un codo apoyado en la palma de la mano y los dedos de la otra sosteniendo el mate, cuya bombilla niquelada chupaba con lentitud.

—Sí, estaba angustiado —repitió Erdosain—; pero, ¡qué frías sus manos!... ¿Siempre las tiene así frías?

—Sí.

—¿Me quiere dar su mano?

Enderezó la intrusa la espalda y casi señorial se la alcanzó. Erdosain la tomó con precaución y se la llevó a los labios, y ella lo miró largamente, derretida la frialdad de sus pupilas en un calor súbito que le sonrojó las mejillas. Recordó entonces Erdosain al encadenado, y sin que esto pudiera vencer la pálida alegría que estaba en él, dijo:

—Vea... si usted me pidiera ahora que me matara, yo lo hacía. Tan contento estoy.

El calor que hacía un instante convulsionó las aguas de sus ojos se perdió otra vez en la frialdad de su mirada. La mujer lo examinaba encurioseada.

—Se lo digo seriamente. Voy... es mejor... pídame usted que me mate... dígame, ¿no le parece a usted que ciertas personas harían mejor en irse?

—No.

—¿Aunque hagan lo peor?

—Eso está en manos de Dios.

—Entonces no vale la pena que hablemos de eso.

Otra vez tomaban el mate en silencio, un silencio que sobrevenía para que él pudiera gozar el espectáculo de la mujer de cabello rojo, envuelta en su abrigo de lutre, con las transparentes manos recogiendo la rodilla por sobre el vestido de seda verde.

Y de pronto, no pudiendo contener su curiosidad, exclamó:

—¿Es cierto que usted ha sido sirvienta?

—Sí... ¿qué tiene de particular?

—¡Qué raro!

—¿Por qué?

—Sí, es raro. A veces me parece que voy a encontrar en otra vida lo que falta en la mía. Y se le ocurre a uno que hay gentes que han descubierto el secreto de la felicidad... y que si nos cuentan un secreto nosotros también seremos felices.

—Mi vida, sin embargo, no es ningún secreto.

—¿Pero usted nunca sintió la extrañeza de vivir?

—Sí, eso sí.

—Cuénteme.

—Fue cuando era muchachita. Trabajaba en una linda casa de la Avenida Alvear. Había tres niñas y cuatro sirvientas. Y yo me despertaba a la mañana y no terminaba de convencerme de que era yo la que me movía entre esos muebles que no me pertenecían y esa gente que sólo me hablaba para que yo la sirviera. Y a momentos me parecía que los otros estaban bien clavados en la vida, y en sus casas, mientras que yo tenía la sensación de estar suelta, ligeramente atada con un cordón a la vida. Y las voces de los otros sonaban en mis oídos como cuando una está dormida y no sabe si sueña o está despierta.

—Debe ser triste.

—Sí, es muy triste ver felices a los otros y ver que los otros no comprenden que una será desdichada para toda la vida. Me acuerdo que a la hora de la siesta entraba a mi piecita y en vez de zurcir mi ropa, pensaba: ¿yo seré sirvienta toda la vida? Y ya no me cansaba el trabajo, sino mis pensamientos. ¿Usted no se ha fijado qué obstinados son los pensamientos tristes?

—Sí, no se van nunca. ¿Qué edad tenía usted entonces?

—Dieciséis años.

—¿Y no se había acostado ya con ningún hombre?

—No... pero estaba rabiosa... rabiosa de ser sirvienta para toda la vida... además, había algo que me impresionaba más que todo. Era uno de los niños. Estaba de novio y era muy católico. Yo lo sorprendí acariciándose más de una vez con una prima que era su novia, ahora me doy cuenta: una muchacha sensual, y me preguntaba cómo era posible conciliar el catolicismo con esas porquerías. Involuntariamente terminé por espiarlo... pero él, que era tan asiduo con su novia, era correctísimo conmigo. Después me di cuenta que lo había deseado... pero era tarde... yo estaba en otra casa...

—¿Y?...

Siempre con el peso de mis ideas. ¿Qué era lo que quería de la vida? ¿Entonces no lo sabía? En todas partes fueron amables conmigo. Más tarde he oído hablar mal de la gente rica... pero yo no supe ver esa maldad. Ellos vivían así. ¿Qué necesidad tenían de ser malos, no es cierto? Ellas eran las niñas y yo la sirvienta.

—¿Y?—

—Recuerdo que un día iba en el tranvía acompañando a una de mis patronas. En el asiento venían conversando dos mozos. ¿Usted ha observado que hay días en que ciertas palabras suenan en los oídos como bombos... como si una hubiera estado siempre sorda y por primera vez oyera hablar a las personas? Bueno. Uno de los mozos decía: «Una mujer inteligente, aunque fuere fea, si se diera a la mala vida se enriquecería y si no se enamorara de nadie podría ser la reina de una ciudad. Si yo tuviera una hermana, la aconsejaría así». Al escucharlo, yo me quedé fría en el asiento. Estas palabras derritieron instantáneamente mi timidez y cuando llegamos al final del viaje me parecía que no eran los desconocidos los que habían pronunciado esas palabras, sino yo, yo que no me acordaba de ellas hasta ese momento. Y durante muchos días me preocupó el problema de cómo ser una mujer de mala vida.

Erdosain sonrió:

—¡Qué maravilla!

—El primer mensual que cobré lo gasté en un montón de libros que hablaban de la mala vida. Me equivoqué, porque casi todos eran libros pornográficos... estúpidos... ésa no era la mala vida, sino la mala vida del placer... Y, quiere creerme, ninguna de mis amigas sabía explicarme, en substancia, lo que era la mala vida.

—Siga... ahora no me extraña que Ergueta se haya enamorado de usted. Usted es una mujer admirable.

Hipólita sonrió ruborizada.

—No exagere... soy una mujer sensata, nada más.

—Cuente, la deliciosa criatura.

—¡Qué chico es usted!... Bueno —Hipólita cerró las solapas del abrigo sobre su pecho y continuó—: Trabajaba como antes, todo el día, pero el trabajo se me hizo extraño... quiero decir, que mientras fregaba o hada una cama, mi pensamiento estaba lejos y al mismo tiempo tan adentro de mí, que a momentos me parecía que si ese pensamiento se hacía más grande se me iba a reventar la piel. Pero el problema no se resolvía. Escribí a una librería preguntando si no tenía algún manual para ser una mujer de mala vida y no me contestaron, hasta que un día decidí verlo a un abogado para que me aclarara ese punto. Fui hasta los tribunales y di vueltas por un montón de calles, miraba una chapa, otra, otra, hasta que, enfilando por la calle Juncal, me detuve ante una casa lujosa, hablé con el portero y me llevó en presencia de un doctor en leyes. Me acuerdo como si fuera hoy. Era un hombre delgado, serio, tenía toda la cara de un bandido perverso, pero al sonreír su alma parecía la de un mocoso. Más tarde, pensando, llegué a la conclusión de que ese hombre debió sufrir mucho.

Chupó largamente el mate, luego, devolviéndoselo, dijo:

—¡Qué calor hace aquí! ¿Quiere abrir la ventana?

Erdosain entreabrió una hoja. Llovía aún. Hipólita continuó:

—Sin inmutarme, le dije: «Doctor, vengo a verlo porque quiero saber lo que es la mala vida». El otro se quedó mirándome asombrado. Después de reflexionar unos momentos, me dijo: «¿Con qué objeto desea usted saberlo?» Yo le expliqué tranquilamente mis propósitos y él me escuchaba con atención, frunciendo el ceño, cavilando mis palabras. Por fin dijo: «En la mujer se llama mala vida los actos sexuales ejecutados sin amor y para lucrar». Es decir, repuse yo, que mediante la mala vida, una se libra del cuerpo... y queda libre.

—¿Usted le contestó eso?

—Sí.

—¡Qué raro!

—¿Por qué?

—¿Y luego?

—Casi sin despedirme, salí a la calle. listaba contenta, nunca estuve más contenta que ese día. La mala vida. Erdosain, era eso, librarse del cuerpo, tener la voluntad libre para realizar todas las cosas que se le antojaran a una. Me sentía tan feliz que al primer buen mozo que pasó y que me deseó con bonitas palabras, me entregué.

—¿Y luego?

—¡Qué sorpresa!, cuando el hombre... ya le dije que era un guapo mozo, cayó como una res después de satisfacerse. Lo primero que se me ocurrió fue que estaba enfermo... nunca me imaginaba eso. Mas cuando el otro me explicó que aquello era natural en todos los hombres, no pude contener las ganas de reír. Así que el hombre, cuya fortaleza parecía inmensa como la de un toro... en fin, ¿usted nunca vio a un ladrón en una pieza llena de oro? En ese momento yo, la sirvienta, era el ladrón en la pieza llena de oro. Y comprendí que el mundo era mío... Después, antes de lanzarme a la prostitución, resolví estudiar... sí, no me mire asombrado, leía de todo... había llegado a la conclusión leyendo novelas, que el hombre admitía extraordinarias facultades de amor en la mujer culta... no sé si me explico bien... quiero decirle que la cultura era un disfraz que avaloraba a la mercadería.

—¿Encontró placer usted en la posesión?

—No... pero volviendo a lo primero: leía de todo.

Erdosain se sintió entusiasmado por el cinismo de la mujer, y enternecido, le dijo:

—¿Me quiere dar su mano?

Ella se la entregó, seria.

Erdosain la tomó con precaución; luego la llevó a los labios y ella ya lo miró largamente; mas Remo de pronto recordó al encadenado; él estaría ahora despierto en el establo, y sin que esto pudiera vencer la dulzura que amodorraba sus sentidos, dijo:

—Mira, si vos... si usted me pidiera ahora que me matara, lo haría encantado.

Largamente lo miró ella a través de sus pestañas rojas.

—Se lo digo en serio. Mañana... hoy... es mejor... pídame que me mate...dígame, ¿no le parece a usted que cierta gente debería irse de la tierra?

—No... eso no se hace.

—¿Aunque lleguen a ser bandidos?

—¿Quién puede juzgar a otro?

—Entonces no hablemos más.

—Otra vez chupaban en silencio la bombilla. Erdosain comprendía la dulzura de muchas cosas. La miró, luego dijo:

—¡Qué criatura extraña es usted!

Ella sonrió halagada, y una fiesta entró en el alma de él.

—¿Quiere que ponga más yerba?

—Sí.

De pronto Hipólita lo miró seria.

—¿De dónde sacó usted esa alma que tiene?

Erdosain iba a hablar de sus sufrimientos, pero se retuvo por pudor y dijo:

—No sé... muchas veces pensaba en la pureza... yo hubiera querido ser un hombre puro —y entusiasmándose, continuó—: Muchas veces sentí la tristeza de no ser un hombre puro. ¿Por qué? No lo sé. ¿Pero se imagina usted un hombre de alma blanca, enamorado por ver primera... y que todos fueran iguales? ¿Se imagina usted qué amor enorme entre una mujer pura y un hombre puro? Entonces, antes de entregarse el uno al otro, se matarían... o no; sería ella la que se ofrecería un día a él... luego se suicidarían, comprendiendo la inutilidad de vivir sin ilusiones.

—Sin embargo, eso no es posible.

—Pero existe. ¿No ha visto usted cuántos tenderos y modistas se suicidan juntos? Se quisieron... no pueden casarse... van a un hotel... ella se entrega y luego se matan.

—Sí, pero lo hacen de inconscientes.

—Quizá.

—¿Dónde cenó usted anoche?

Habló Erdosain de los Espila, explicándole la caída de esa gente en la miseria.

—¿Y por qué no trabajan?

—¿De dónde sacar trabajo? Lo buscan y no encuentran. Eso es lo terrible. Hasta me pareció observar que la miseria había destruido en ellos el deseo de vivir. El sordo Eustaquio tiene talento para las matemáticas... sabe cálculo infinitesimal; pero eso no le sirve para nada. El «Don Quijote» también se lo sabe de memoria... pero debe tener algo descentrado en el entendimiento... se lo pintará este hecho: a los dieciséis años lo mandaron a comprar yerba y fue a una botica en vez de ir a un almacén. Después de muchas explicaciones dijo que la yerba era un producto medicinal... que así lo había estudiado en botánica.

—No tiene sentido práctico.

—Eso mismo. Además, es jugador caviloso... para resolver un acertijo es capaz de perder la comida y cuando tiene algunos centavos entra a las confiterías a atracarse de dulces.

—¡Qué raro!

—En cambio, Emilio es buen muchacho. Tiene... así me lo ha dicho, la certidumbre de que ese estado psíquico de ellos, abúlico y extraño, es consecuencia hereditaria, y sobre esa base rige toda su vida, se mueve con la lentitud de una tortuga. Es capaz de tardar dos horas en vestirse... parece que todas sus cosas las hace en una atmósfera de indecisión extraordinaria.

—¿Y las hermanas?

—Las pobres hacen lo que pueden... cosen... una cuida en la casa de una amiga un chico hidrocéfalo con la cabeza más grande que un melón.

—¡Qué horror!

—Lo que no me explico es cómo se acostumbraron a todo aquello. Por eso después que los visité, sentí la gran necesidad de ilusionarlos... y como yo hablaba bastante bien, lo conseguí. Y se dedicaron a la rosa de cobre.

—¿Qué es eso?

Erdosain le explicó sus cavilaciones de inventor. Había sido al comienzo, poco después que se casó, cuando soñaba enriquecerse con un descubrimiento. Su imaginación ocupaba las noches de máquinas extraordinarias, trozos incompletos de mecanismos girando sus engranajes lubrificados...

—¿Pero entonces usted es inventor?...

—No... ahora no... aquello tuvo importancia para mí. Hubo una época en que tenía el hambre... la terrible hambre del dinero... posiblemente estuviera enfermo de una locura que ha cambiado... Ahora, cuando yo les hablé a ellos de eso, no era porque me interesaba el asunto económicamente, sino porque necesitaba verlos ilusionados, necesitaba ver con mis ojos esas pobres muchachas soñando con vestidos de seda, en un novio buen mozo, y con un automóvil a la puerta de un chalet que no tendrían. Y ahora estoy seguro que creen en todo eso.

—¿Siempre fue usted así?

—No, a veces. ¿No le ha ocurrido a usted sentir en un momento dado el deseo de hacer obras de misericordia? Me acuerdo ahora de este otro hecho. Se lo cuento porque usted antes me preguntó qué alma era la mía. Me acuerdo. Hace un año. Era un sábado, a las dos de la madrugada. Recuerdo que estaba triste y entré en un prostíbulo. La sala llena de gente que esperaba turno. De pronto la puerta del dormitorio se abrió apareciendo la mujer... imagínese usted... una carita redonda de chica de dieciséis años... ojos celestes y una sonrisa de colegiala. Estaba envuelta en un tapado verde y era más bien alta... pero su carita era la de una colegiala... Ella miro en redor... ya era tarde; un negro espantoso, con labios de cartón, se levantó, y entonces ella, que nos había envuelto a todos en una promesa, retrocedió triste hacia el dormitorio, bajo la dura mirada de la regenta.

Erdosain se detuvo un momento, luego, con voz más pura y lenta, continuó:

—Créame... es muy vergonzoso esperar en un prostíbulo. Nunca se siente uno más triste que allí adentro, rodeado de caras pálidas que quieren esconder con sonrisas falsas, huidas, la terrible urgencia carnal. Y hay algo además humillante... no se sabe lo que es... pero el tiempo corre en las orejas, mientras el oído afinado escucha el crujir de una cama allí dentro, luego, un silencio, más tarde, el ruido del lavado... pero antes de que nadie ocupara el sitio del negro, dejé mi silla y fui a la otra. Esperaba con el corazón dando grandes golpes, y cuando ella apareció en el umbral yo me levanté.

—Siempre eso... uno tras otro.

—Me levanté y entré, otra vez la puerta se cerró; dejé el dinero encima del lavatorio, y cuando ella iba a entreabrir su batón, yo la tomé de un brazo y le dije: «No, yo no he entrado para acostarme con vos».

Ahora la voz de Erdosain había adquirido una fluidez vibrante.

—Ella me miró y seguramente lo primero que pensó fue si yo no sería algún vicioso; mas mirándola seriamente, créame, estaba conmovido, le dije: «Mirá, entré porque me dabas lástima». Ahora nos habíamos sentado junto a la consola de un espejo dorado, y ella, con su carita de colegiala, me examinaba gravemente. ¡Me acuerdo!... Como si fuera ahora. Le dije: «Sí, me dabas lástima. Yo ya sé que ganarás dos o tres mil pesos mensuales... y que hay familias que se darían por felices con tener lo que vos tiras en zapatos... ya lo sé... pero me diste lástima, una lástima enorme, viendo todo lo lindo que ultrajas en vos». Ella me miraba en silencio, pero yo no tenía olor a vino. «Entonces pensé... se me ocurrió en seguida de que entró el negro, dejarte un recuerdo lindo... y el más lindo recuerdo que se me ocurrió dejarte fue éste... entrar y no tocarte... y vos después te acordarás siempre de ese gesto». Fíjese que en tanto yo hablaba, el batón de la prostituta se había entreabierto encima de sus senos, mientras que sobre la pierna cruzada se... de pronto ella, al mirarse en el espejo se dio cuenta y apresuradamente bajó el vestido sobre sus rodillas, cerrándose el escote. Ese gesto me hizo una impresión extraña... ella me miraba sin decir palabra... vaya a saber lo qué pensaba... de pronto la regenta golpeó con el nudillo de los dedos en la puerta, ella miró en esa dirección con afligimiento, luego su carita se volvió hacia mí... me miró un momento... se levantó... tomó los cinco pesos y forcejeando los entró en mi bolsillo al tiempo que decía: «No vengas más porque si no te hago echar por el portero». Estábamos de pie... yo ya iba a salir por la otra puerta, y de pronto, con la mirada fija en la mía, sentí que sus brazos se anudaban en mi cuello... me miró todavía a los ojos y me besó en la boca... ¡qué le diré yo a usted de ese beso!... pasó su mano por mi frente y cuando ya estaba en el umbral, me dijo: «Adiós, hombre noble».

—¿Y usted no volvió más?

—No, pero tengo la esperanza de que algún día nos encontraremos... vaya a saber en dónde, pero ella, Lucién, no se olvidará nunca de mí. Pasarán los tiempos, rodará por los prostíbulos más miserables... se volverá monstruosa... pero yo siempre estaré en ella como me había propuesto, como el recuerdo más precioso de su vida.

Batía la lluvia en los cristales de la puerta y en los mosaicos del patio. Erdosain chupaba lentamente su mate.

Hipólita se levantó, fue hasta los cristales y miró un instante el patio negro. Luego volvióse y dijo:

—¿Sabe que usted es un hombre extraño?

Erdosain caviló un instante.

—Le soy sincero... yo no sé qué va a ser de mi vida... pero, créame, no estuvo en mis manos el ser un hombre bueno. Otras fuerzas oscuras me torcieron... me tiraron abajo.

—¿Y ahora?

—Ahora voy a hacer un experimento. Encontré a un hombre admirable que está firmemente convencido de que la mentira es la base de la felicidad humana y me he decidido a secundarlo en todo.

—¿Y lo hace feliz eso a usted?

—No... hace tiempo que he sentido que ya nunca más seré dichoso.

—¿Pero cree en el amor?

—¡Para qué hablar de eso! —mas de pronto vislumbró cuál era el motivo de todas las incoherencias que estaba diciendo hacía unos minutos, y dijo—: ¿Qué es lo que pensaría usted de mí si mañana... me refiero a cualquier día... si cualquier día supiera que yo había asesinado a un hombre?

Hipólita, que se había sentado, levantó lentamente la cabeza y dejándola apoyada en el respaldar del sofá, miró largamente el techo. Luego, entornando los párpados, dijo filtrando una mirada fría entre sus pestañas rojas:

—Pensaría que usted era inmensamente desdichado.

Erdosain dejó su sillón, guardó el calentador, la yerba y el mate en el cajón del ropero, y entonces Hipólita le dijo:

—Venga aquí... a mis pies.

Una enorme dulzura estaba en él.

Sentóse en la alfombra de forma que su costado se apoyaba en las piernas de ella, abandonó la cabeza en sus rodillas, e Hipólita cerró los ojos.

Estaba bien así. Reposaba en el regazo de la mujer, y el calor de sus miembros traspasaba la tela, entibiándole la mejilla. Aquella situación además le parecía muy natural; la vida adquiría ese aspecto cinematográfico que siempre había perseguido, y no se le ocurrió pensar en Hipólita, tiesa en el sofá, pensaba en él, era un débil y un sentimental. El tic tac del reloj espaciaba en el intervalo de su engranaje una gota de sonido que caía sucesivamente como una lenteja de agua en el cúbico silencio de la habitación. E Hipólita se dijo:

—Toda la vida no hará nada más que quejarse y sufrir. ¿Para qué me sirve un muchacho así? Tendría que mantenerlo. Y la rosa de cobre debe ser una pavada. ¿Qué mujer va a llevar en el sombrero adornos de metal, pesados, y que se ennegrecen? Todos son así, sin embargo. Los débiles, inteligentes e inútiles; los otros, brutos y aburridos. Todavía no he encontrado entre ellos uno digno de cortarle el pescuezo a los otros, o de ser un tirano. Dan lástima.

Pensaba así frecuentemente, a media que la realidad deslucía los fantoches que su imaginación teñía de vivos arrogantes un momento. Podía señalarlos con el dedo. Este pelele erguido, perfumado y severo que los días hábiles hacia reputación de su empaque y silencio, era un infeliz lascivo, aquel otro pequeño y modosito, siempre gentil, discreto y sensato, era víctima de vicios atroces, aquel brutal como un carretero y fuerte como un toro, más inexperto que un escolar, y así todos pasaban ante sus ojos anudados por el deseo semejante e inextinguible, todos habían abandonado un instante las cabezas en sus rodillas desnudas, mientras que ella, ajena a las manos torpes y a los transitorios frenesíes que envaraban los fantoches tristes pensaba, áspera, la sensación de vivir como una sed en el desierto.

—Así era. A los hombres sólo los movía el hambre, la lujuria y el dinero. Así era.

Angustiada, decíase que el único que la había interesado era el farmacéutico, capaz de levantarse por unos instantes por encima de su carnadura vehemente, pero el terrible juego había desvanecido su mecanismo, y ahora yacía más roto que los otros muñecos.

¡Qué vida la suya! En otros tiempos, cuando era mocita desvalida, pensaba que nunca tendría dinero ni una casa alhajada con hermosos muebles, ni vajilla reluciente, y esa imposibilidad de riqueza la entristecía tanto como hoy saber que ningún hombre de los que podían encamarse con ella tenía empuje para convertirse en un tirano o conquistador de tierras nuevas.

La vida interior

—¡Sí había soñado!

Días hubo en que se imaginó un encuentro sensacional, algún hombre que le hablara de las selvas y tuviera en su casa un león domesticado. Su abrazo sería infatigable y ella lo amaría como una esclava; entonces encontraría placer en depilarse por él los sobacos y pintarse los senos. Disfrazada de muchacho recorría con él las ruinas donde duermen las escolopendras y los pueblos donde los negros tienen sus cabañas en la horqueta de los árboles. Pero en ninguna parte había encontrado leones, sino perros pulguientos, y los caballeros más aventureros eran cruzados del tenedor y místicos de la olla. Se apartó con asco de estas vidas estúpidas.

En el transcurso de los días los raros personajes de novela que había encontrado, no eran tan interesantes como en la novela, sino que aquellos caracteres que los hacían nítidos en la novela eran precisamente los aspectos odiosos que los tornaban repulsivos en la vida. Y, sin embargo, se les había entregado.

Mas, ya saciados, se apartaban de ella como si se sintieran humillados de haberle ofrecido el espectáculo de su debilidad. Ahora se sumergía en la esterilidad de su vivir igual a un arenal geográficamente explorado.

Así como era imposible transmutar el plomo en oro, asiera imposible transformar el alma del hombre.

Cuántas veces había caído desnuda entre los brazos de un desconocido y le había dicho: «¿No te gustaría ir al África?» El otro respingó como sí a su lado hubiera silbado un crótalo. Y entonces tenía la impresión de que esos cuerpos armados de huesos, devanados en músculos, eran más débiles que los de los tiernos infantes, más asustadizos que los niños en el bosque.

Las mujeres le eran odiosas. Las veía abatirse bajo la sensualidad de los machos para ofrecer por todas partes la fealdad de sus vientres hinchados. Tenían exclusivamente capacidad para el sufrimiento, éste era un mundo de gente fatigada, fantasmas apenas despiertos que apestaban a tierra con su grávida somnolencia, como en las primeras edades los monstruos perezosos y gigantescos. De allí que toda su alma voladora se sintiera aplastada por la inutilidad de los prójimos.

Porque Hipólita hubiera querido moverse en un universo menos denso, un mundo liviano como una pompa de jabón donde la materia no estuviera sometida a la gravedad, y se imaginaba la dicha riente de recorrer todas las veredas del planeta metamorfoseaba a su voluntad y dándole a los días la realidad de un juego que compensara aquel que su niñez había carecido.

Todo le había sido negado cuando pequeña. Recordaba que una de las quimeras de su infancia fue soñar que sería la criatura más dichosa del mundo si viviera en una habitación empapelada.

Había visto en las vidrieras de las ferreterías papeles pintados que en su reducida imaginación se le figuraba que tornarían soñadora la vida de los que se rodeaban de ellos, papeles pintados que eran como trasplantar en una casa el Bosque de los Encantamientos, con sus flores arbitrarias de azules y retorcidas en fondos listados de oro, y este sueño de los siete años fue en ella tan intenso, como más tarde cuando criada la idea que se hizo acerca del placer que experimentaría si pudiera tener un Rolls-Royce, cuya tapicería de cuero era tan preciosa en su imaginación, como lo fueran los imposibles papeles pintados que tan sólo costaban sesenta centavos el rollo.

Había declinado en tiempos idos. Recordaba ahora, con la cabeza del hombre sobre sus rodillas, aquellos atardeceres de domingo cuando súbitamente se encapotaba el tiempo y la brisa fría empujaba a sus amas del jardín a la sala. Picoteaba la lluvia en los cristales, ella se refugiaba en la cocina resplandeciente de limpia, y a través de las habitaciones llegaba la voz de las visitas, las señoras conversaban mientras que las niñas hojeaban revistas deteniéndose en las fotografías de las ceremonias nupciales, o tocaban el piano.

Y ella sentada ante la mesa, con la punta del delantal retorciéndose entre sus dedos el busto ligeramente inclinado, se dejaba penetrar de los sonidos, que le eran siempre tristes, aunque hablaran de cosas alegres. Como una leprosa se sentía aislada de la felicidad. La música le traía una visión de lugares distintos, hoteles entre montañas, y ella no sería jamás la recién casada que baja al comedor en compañía de su esposo hermoso, mientras tintinea la vajilla y los pájaros revolotean en torno de las ventanas por donde se distingue el caer de una cascada.

Retorcía lentamente la punta del delantal entre sus dedos, inclinada la frente, las piernas cruzadas.

No tendría jamás un esposo como Marcelo, ni extendería su mantilla sobre la aterciopelada baranda de un palco, mientras centellean los diamantes en las orejas de las duquesas y los violines ante el proscenio chirrían suavemente.

Tampoco sería una señora, una de esas jóvenes señoras que ella había servido y cuyos esposos mimosean dulcemente a medida que la preñez avanza sus sufridores vientres. Y su pena crecía dulcemente como la oscuridad en el crepúsculo.

—¡Servir... siempre servir!

Entonces un rencor se infiltraba en su angustia, la frente le pesaba y sus párpados rojos caían sancionando una resignación.

Y en la sala el piano hacía pasar los países distintos por su atención soñera y se imaginaba que la educación de esas señoritas debía hacer sus almas más hermosas y apetecibles para el deseo del novio y su cabeza pesaba como si el cráneo se le hubiera trasmutado en un casco de huesos de plomo.

Todo lo que la rodeaba, cacerolas y fogones y las limpias maderas de las estanterías de la cocina, y los espejos del cuarto de baño y las pantallas rojas de las lámparas, le parecían representar un valor que ponía para siempre a esos enseres fuera de su alcance, y el repasador como la alfombra, así como el triciclo de los niños, le parecía haber sido creado para proporcionar la felicidad a seres de distinta pasta de la que ella estaba formada.

Los mismos vestidos de las niñas, las telas livianas con que adornaban sus preciosos cuerpos, las puntillas y cintas, se le figuraban de distinta naturaleza que las que ella podía comprar por el mismo dinero. Esta sensación de convivir provisoriamente con gente situada en un mundo desemejante al que ella pertenecía la desazonaba, al extremo que la desesperanza aparecía como un estigma en el rostro.

¡Qué podía ser ella, sino sirvienta, siempre sirvienta!

Hoscamente se levantaba de su corazón una negativa sorda, respuesta al fantasma invisible que la encocoraba. Su vida era una resistencia erguida contra la domesticidad. No sabía cómo escaparía de tal encadenamiento de desdichas, pero no dejaba de repetirse que ese estado era provisorio, ignorante sin embargo de lo que tenía que sobrevenirle. Y continuamente observaba los modales de las señoritas y estudiaba cómo inclinaban las cabezas, así como se despedían de las amigas en las puertas de sus casas, reproduciendo luego ante un espejo los saludos y gestos que recordaba. Y estos actos que ejecutaba en la soledad de su cuartujo dejábanle por algunas horas en los labios y en el alma una sensación de señoría y delicadeza y entonces se reconvenía anteriores modales torpes, como si esos anteriores modales fueran en desmedro de su auténtica y actual personalidad de señorita.

Durante algunas horas su vida estaba inflamada de delicadeza penetrante y blanda como la fragancia de una crema perfumada, con vainilla, y le parecía sentir en su garganta las melifluas voces de los «sí» y de los «no» hasta hacerse la ilusión de que estaba respondiéndole a una deliciosa interlocutora que tenía una piel de zorro azul en torno del cuello.

Su cuarto de sirvienta se repoblaba de fantasmas insinuantes, sentada en una butaca forrada de seda de color de cocodrilo, recibía a sus amigas que venían a despedirse para irse a «París de Francia» y hablaba de noviazgos. «Su mamá no le permitía este verano ir a veranear a X... porque se encontrarían con S..., ese indiscreto que la asediaba con exceso». O cruzaba el mar, un mar quieto como los lagos de Palermo, sentada en una cesta de mimbre como lo había visto en las fotografías de los puentes de los piróscafos de lujo, cuando pasaba por las calles a hacer las compras en el mercado. Tendría una Kodak abandonada en su falda mientras que un joven con la gorra en la mano e inclinado hacia ella la hablaría con timidez.

Su alma de criada se anegaba de felicidad. Comprendía que aquello era tan lindo que de haber podido gozarlo su caridad hubiera sido infinita. Y se veía en un atardecer de invierno recorriendo una callejuela oscurecida, envuelta en un abrigo de petit-gris, en busca de una huérfana, hija de un ciego. Le llevaba socorros, la convertía en su hija adoptiva y un día la huérfana hacía su presentación en sociedad; sería entonces una deliciosa joven; los hombros descubiertos entre plumones de gasa, y, sobre la limpia frente, una onda de cabello rubio concertaría con la delicadeza de sus almendrados ojos.

Y de pronto una voz la llamaba:

—Hipólita... sirva el té.

Un crimen

Erdosain levantó bruscamente la cabeza, e Hipólita, como si hubiera estado pensando en él, dijo:

—Vos también... vos también fuiste muy desgraciado.

Erdosain tomó la fría mano de la mujer y apoyó en ella los labios.

Ella continuó despacio:

—A veces me parece un mal sueño esta vida. Ahora que me siento tuya me aparece otra vez la pena de otros tiempos. Siempre, en todas partes, sufrimientos.

Luego dijo:

—¿Qué es lo que habrá que hacer para no sufrir?

—Es que llevamos el sufrimiento en nosotros. Una vez llegué a pensar que flotaba en el aire... era una idea ridícula; pero lo cierto es que la disconformidad está en uno.

Callaron. Hipólita acariciaba con lentitud su cabello, de pronto la mano se apartó de su cabeza y Erdosain sintió que la mujer apretaba su mano contra los labios.

Erdosain, sentándose a su lado, murmuró:

—Decíme, ¿qué te he hecho para que me hagas tan feliz? ¿No comprendes que haces bajar el cielo para mí? Nunca me había sentido tan enormemente desgraciado.

—¿Nadie te ha querido?

—No sé; pero nunca el amor me fue mostrado en su pasión terrible. Cuando me casé tenía veinte años y creía en la espiritualidad del amor.

Caviló un instante, mas no tardó en levantarse, y después de apagar la luz, se sentó en el diván junto a Hipólita. Luego dijo:

—Quizá fuera un infeliz. Cuando me casé no la había besado a mi mujer. Cierto es que jamás había sentido la necesidad de hacerlo, porque yo confundía con pureza lo que era frialdad de sus sentidos y además... porque yo creía que a una señorita no se le debe besar.

La otra sonreía en la oscuridad. El estaba ahora sentado a la orilla del sofá, con los codos clavados en las rodillas y las mejillas entre la palma de las manos.

Un relámpago violeta iluminó la habitación.

El prosiguió con lentitud:

—La señorita estaba en mi concepto como la más verdadera expresión de pureza. Además... no se ría... yo era pudoroso... y la noche del día que nos casamos, cuando ella se desvistió con naturalidad frente a la lámpara encendida, yo volví la cabeza avergonzado... y después me acosté con los pantalones puestos.

—¿Usted hizo eso? —en la voz de la mujer temblaba la indignación.

Erdosain se echó a reír, excitadísimo:

—¿Por qué no? —al tiempo que examinaba oblicuamente a la Coja se restregaba las manos—. He hecho eso y muchas cosas más graves aún. Y las que haré... «Han llegado los tiempos», decía su esposo. Creo que tiene razón. Claro está que dichos episodios se refieren a una época de mi vida en la que vivía como un idiota. Le digo esto para que esté segura que si me tuviera que acostar con usted no lo haría con los pantalones puestos...

Por un momento Hipólita tuvo miedo. Erdosain no hacía nada más que observarla con el rabillo del ojo, mientras que se restregaba las manos. Precavida, ella agregó:

—Debe haber pasado que usted estaba enfermo. Como yo cuando era sirvienta. Se vive entre cielo y tierra...

—Eso, entre cielo y tierra... Precisamente eso. Sí, me acuerdo de cuando me trataban de imbécil.

—¿También?...

—Sí, en mi cara... yo quedaba mirándolo al que me había injuriado, y mientras todos los músculos se me relajaban en una flojedad inmensa, me preguntaba qué es lo que había hecho, no sé en qué tiempo, para soportar tantas humillaciones y cobardías. Sufrí mucho... tanto... que más de una vez me sentí tentado a irme a ofrecer como criado en alguna casa rica... ¿Podía acaso tragar más vergüenza? Entonces sentí el terror, un espantoso miedo de no tener un objeto noble en mi vida, un sueño grande, y por fin ahora lo he encontrado... he condenado a muerte a un hombre... Quédese ahí sentada... Mañana, porque yo no me opongo, un hombre va a ser asesinado.

—¡No es posible!

—Sí, es cierto. El hombre de la mentira, el hombre del que le hablé antes, necesitaba dinero para realizar su proyecto. Así se realizará, porque yo quiero que suceda. Mañana me entregará un cheque para cobrar. Cuando yo vuelva será ejecutado.

—No... no es posible.

—Si, y si no vuelvo no lo asesinarían, porque sin el dinero el crimen es inútil... son quince mil pesos... yo puedo escaparme con ellos... la sociedad se va al diablo... el hombre se salva. ¿Se da cuenta usted? De mi honradez criminal depende todo.

—¡Dios mío!

—Quiero que se haga el experimento... Usted comprende, ciertas determinaciones lo convierten a uno en un dios. Desde hace mucho tiempo estoy resuelto a matarme. Si antes, cuando le dije, usted hubiera asentido, yo me mataba. ¡Si supiera lo hermoso y grande que me siento! No me hable más del otro... ya está resuelto, hasta me alegra pensar en el pozo que me hundo. ¡Se da cuenta usted!... Y cualquier día... no, de día no será... cualquier noche, cuando esté harto de tanta farsa e incoherencia, me iré.

Una arruga se bifurcó en la frente de Hipólita. No cabía duda. Aquel hombre estaba loco. Su alma aventurera previo acontecimientos futuros, y se dijo: «Con este imbécil es necesario proceder prudentemente». Y cruzando los brazos sobre el tapado, preguntó, como si lo dudara:

—¿Usted tendría coraje de matarse?

—No es lo que usted dice. Ya no hay coraje ni cobardía. Desde muy adentro tengo la sensación de que suicidarse es como irse a sacar una muela. Cuando pienso así, todo descansa en mí. Cierto es que yo había pensado en otros viajes y en otras tierras, en otra vida. Hay algo en mí que desea todo lo delicado y hermoso. Muchas veces pensé que sí... pongamos esos quince mil pesos que voy a cobrar mañana... podría irme a las Filipinas... al Ecuador a recomenzar mi vida, casarme con alguna doncella millonaria y delicada... estaríamos durante las siestas acostados en una hamaca, bajo los cocoteros, mientas que los negros nos ofrecerían naranjas partidas. Y yo miraría tristemente el mar... ¿y sabe?... esta certidumbre que me dice que adonde vaya miraré tristemente el mar... esta seguridad de que ya nunca más seré dichoso... al comienzo me enloqueció... y ahora me he resignado.

—¿Entonces para qué va a hacer el experimento?

—¿Sabe?... todavía no he llegado al fondo de mí mismo... pero el crimen es mi última esperanza... y el Astrólogo lo sabe, porque cuando hoy le pregunté si no temía que me escapara, me contestó: «No, por el momento, no... Usted más que nadie necesita que esto resulte para desangustiarse...» Ya ve usted hasta dónde he llegado.

—Nunca me imaginaría tal cosa. ¿Y lo van a matar en Témperley?

—Sí. Sin embargo... ¡Qué sé yo! La angustia. ¿Sabe usted lo que es la angustia? ¿Tener la angustia arraigada hasta los huesos como la sífilis? Vea, hace cuatro meses de esto: esperaba el tren en una estación de campo. Tardaría tres cuartos de hora en llegar... y entonces crucé a una plaza que había enfrente. A los pocos minutos de estar sentado en un banco, una chica... tendría nueve años, vino a sentarse a mi lado. Empezamos a charlar... estaba con un delantal blanco... vivía en una de las casas que había allí enfrente... Lentamente, sin poderme contener, desvié la conversación hacia un tema obsceno... mas con prudencia... sondeando el terreno. Una curiosidad atroz se había apoderado de mí conciencia. La criatura, hipnotizada por su instinto semidespierto, me escuchaba temblando... y yo, despacio, en ese momento debía tener una cara de criminal... fíjese que desde la garita de los guardagujas dos cambistas me miraban con atención, le revelé el misterio sexual, incitándola a que se dedicara a corromper a sus amiguitas...

Hipólita se apretó las sienes con los dedos.

—¡Pero usted es un monstruo!

—Ahora he llegado al final. Mi vida es un horror... Necesito crearme complicaciones espantosas... cometer el pecado. No me mire. Posiblemente... vea... las personas han perdido el sentido de la palabra pecado... el pecado no es una falta... yo he llegado a darme cuenta que el pecado es un acto por el cual el hombre rompe el débil hilo que lo mantenía unido a Dios. Dios le está negado para siempre. Aunque la vida de ese hombre después del pecado se hiciera más pura que la del más puro santo, no podría llegar jamás hasta Dios. Yo voy a romper el débil hilo que me unía a la caridad divina. Lo siento. Desde mañana seré sobre la tierra un monstruo... imagínese usted una criatura... un feto... un feto que tuviera la virtud de vivir fuera del seno materno... no crece jamás... velludo... pequeño... sin uñas camina entre los hombres sin ser un hombre... su fragilidad horroriza al mundo que lo rodea... pero no hay fuerza humana que pueda restituirlo al vientre perdido. Es lo que me ocurrirá mañana a mí. Me alejaré de Dios para siempre. Estaré solo sobre la tierra. Mi alma y yo, los dos solos. El infinito por delante. Siempre solos. Y noche y día... y siempre un sol amarillo. ¿Se da cuenta? Crece el infinito... arriba un sol amarillo y el alma que se apartó de la caridad divina anda sola y ciega bajo el sol amarillo.

Un golpe sordo estremeció el suelo, y de pronto ocurrió algo extraordinario. Erdosain calló espantado. Hipólita estaba arrodillada a sus pies... Ella le tomó la mano y se la cubrió de besos. En la oscuridad la mujer exclamó:

—Deja... déjame que te bese esas pobres manos. Sos el hombre más desdichado de la tierra.

—Levántate, Hipólita.

—No, quiero besarte los pies —él sintió que sus brazos le apretaban las piernas—. Sos el hombre más desgraciado de la tierra. ¡Cuánto sufriste, Dios mío! ¡Qué grande que sos... qué grande es tu alma!

Erdosain la levantó con dulzura infinita. Sentíase ablandado por una piedad infinita, la atrajo sobre su pecho, le alisó el cabello en la frente, y le dijo:

—Si supieras ahora lo fácil que va a ser morir. Como un juego.

—¡Qué alma la tuya!...

—¿Pero estás afiebrada?...

—¡Pobre muchacho!

—¿Por qué? Si ahora somos como dioses... Sentate a mi lado. ¿Estás bien así? Mirá, hermanita, todo lo que sufrí ha sido pagado con tus palabras. Viviremos un tiempo más...

—Sí, como novios...

—Sólo el gran día serás mi esposa.

—¡Te quiero tanto!... ¡Qué alma la tuya!

—Y después nos iremos.

Y ya no hablaron más. La cabeza de Hipólita estaba caída sobre su pecho. Faltaba poco para amanecer. Entonces Erdosain dobló ese cuerpo fatigado sobre el sofá... ella sonrió extenuada; luego Remo sentóse sobre la alfombra, apoyó la cabeza en el borde del sofá, y así acurrucado quedóse adormecido.

Sensación de lo subconsciente

Semi incorporado en un sofá, con los brazos cruzados y la galera echada sobre la frente, el Astrólogo meditaba esa noche sus preocupaciones, en la oscuridad del escritorio. La lluvia batía en los cristales de la ventana, pero no la escuchaba ensimismado en numerosos proyectos. Además, le ocurría algo extraño.

La proximidad del crimen a cometer aceleraba en el espacio de tiempo normal otro tiempo particular. Recibía así la sensación de existir sensibilizado en dos tiempos. Uno natural a todos los estados de la vida normal, otro fugacísimo y pesado en los latidos de su corazón, escapándose entre sus dedos trabados por la meditación como el agua de un cesto.

Y el Astrólogo, retenido dentro del tiempo del reloj, sentía deslizarse en su cerebro el otro tiempo rapidísimo e interminable que como una película cinematográfica, al deslizarse vertiginosamente, hería con las imágenes que aparejaba, su sensibilidad, de un modo impreciso y fatigante, ya que antes de percibir con claridad una idea ésta había desaparecido para ser substituida por otra. Tal que, cuando miraba el reloj encendiendo un fósforo, comprobaba que el tiempo transcurrido era de minutos, mientras que en su entendimiento esos minutos mecánicos, acelerados por su ansiedad, tenían otra longitud que ningún reloj podía medir.

Sensación que lo retenía en la oscuridad, a la expectativa. Comprendía que cualquier error cometido en dicho estado podría serle fatal más tarde.

El asesinato del hombre Barsut no le preocupaba mayormente, sino las precauciones que debía tomar para que ese hecho no adquiriera importancia indebida. Y aunque pretendía preparar una coartada, ello era dificultoso. Tenía la sensación de que el que así cavilaba en las tinieblas no era él, sino que estaba contemplando a su doble, un doble forjado de emoción y que tenía su apariencia exacta, con la cara romboidal, brazos cruzados y la galera echada sobre la frente. Sin embargo, no podía darse cuenta de qué naturaleza eran los pensamientos de ese doble tan íntimamente ligado a él y tan distante de su comprensión. Porque juzgaba que su sentimiento de existir era en aquellos instante más efectivo que la existencia de su cuerpo. Mas tarde, explicando dicho fenómeno, dijo que era la conciencia de la distinta velocidad del tiempo que duraban sus emociones, dentro del otro tiempo mecánico, como aquellos que dicen «aquel minuto me pareció un siglo».

Imposibilidad de pensar que no dejaba de ser importante, ya que se trataba de quitarle la vida a un hombre, paralizar la circulación de sus cinco litros de sangre, enfriar todas sus células, borrarlo de la vida como una mancha de un papel blanco eliminando todo rastro en la superficie. Como tan grave problema no se apartaba del Astrólogo, éste sentíase dentro del tiempo mecánico del reloj, el hombre físico, mientras que en la lenta velocidad del otro tiempo que ningún reloj podía controlar se localizaba su doble, pensativo, enigmático, auténticamente misterioso, preparando quizá qué coartadas que luego lo sorprenderían al hombre inteligente.

La certidumbre de haberse convertido por la proximidad del crimen en un doble mecanismo con dos nociones de tiempo tan diferentes y dos inercias tan desemejantes, lo apoltronaban sombrío en la oscuridad.

Una fatiga terrible anonadaba su musculatura, sus miembros recios, la coyuntura de sus huesos.

La lluvia hacía funcionar en las acequias el breve engranaje de las ranas, pero él, hombre de acción, ablandado por la inquietud como si le hubieran reblandecido los huesos y no pudiera ponerse de pie, «yo, hombre de acción —se decía—, permanezco aquí, estoy así dentro de mi plazo de tiempo mecánico, palpitando con otro tiempo que no es mi tiempo y que me relaja para la precaución. Porque es indudable que matar a un hombre es lo mismo que degollar a un cordero, pero no lo es para los otros, y aunque estén distantes y mi conducta sea un misterio para ellos, este tiempo anormal me los acerca, y yo no me puedo casi mover, como si ellos estuvieran allí, en la sombra, espiándome. Será el tiempo de nerviosidad lo que me inutiliza, o el Astrólogo subconsciente que se reserva sus ideas y me deja exprimido como una naranja para concebir pensamientos que ahora me hacen falta. Sin embargo, muerto Barsut, la vida continuará como si nada hubiera ocurrido... y es que nada ha ocurrido si esto no se descubre».

Encendió nuevamente un fósforo. La habitación quedó flechada de vértices de sombras movedizas. No había pasado un minuto. Sus pensamientos eran simultáneos y contenían en la nada del tiempo hechos que para estar presentes en el tiempo que los recogía hubieran necesitado en otras circunstancias meses y años. Así había nacido hacía cuarenta y tres años y siete días, y ese pasado se aniquilaba de continuo en el presente, presente tan fugaz, que siempre era el Astrólogo del minuto posterior, en el tiempo de minuto o segundo venidero. Ahora su vida enfocada hacia un hecho que aún no existía, pero que se consumaría dentro de algunas horas, se tendía dentro del tiempo mecánico como un arco, cuya violencia contenida daba al tiempo del reloj la tensión extraordinaria de ese otro tiempo de inquietud.

Y aunque muchas veces se había dicho que si tenía oportunidad de poder asesinar a alguien no desperdiciaría la ocasión, volvió a detener sus preocupaciones en aquellos tiempos de misterio. Luego saltó de allí a la imaginación de una dictadura, que se sostendría mediante el terror impuesto por numerosas ejecuciones y el medio de anular esa repugnante impresión momentánea era representarse a los fusilados como hombres horizontales. En efecto, se imaginaba en el centro de la llanura el pequeño cuerpo de un hombre tendido, y al comparar la longitud del muerto con la de los millares de kilómetros que medía la tierra por él tiranizada, se apoderaba de la certidumbre que la vida de un hombre no tenía ningún valor.

El otro se pudriría bajo la tierra, mientras que él, eliminado el obstáculo humano cuya longitud era la millonésima parte de la tierra suya, avanzaría hacia todas las conquistas.

Luego pensaba en Lenin, que, restregándose las manos, repetía a los comisarios de los Soviets:

Es una locura. ¿Cómo podemos hacer la revolución sin fusilar a nadie? —Y esto regocijaba el corazón del Astrólogo. Establecería dicho principio en la sociedad. Los futuros patriarcas de razas serían educados con un inexorable criterio homicida; y nuevamente se ensanchaban sus esperanzas. Luego reconocía que todo innovador debía luchar con ideas antiguas, estampadas por la costumbre en sí mismo, y que todas sus cavilaciones actuales eran la consecuencia de una contradicción entre principios a sancionarse y aquellos establecidos.

El tiempo corría entre sus dedos trabados por la cavilación.

Asesino de hoy sería el conquistador del mañana, pero en tanto soportaba la hosca malevolencia del presente amasado con ayeres. Levantóse encolerizado. Llovía aún. Salió hasta la escalinata, donde se detuvo escudriñando la oscuridad silvestre, estremecida por el agua que caía espesa y lenta. Las tinieblas parecían allí formar parte de la existencia de un monstruo que jadeaba pesadamente en la oscuridad. La tierra mojada se había vuelto ocre... Y él era un hombre firme en la noche, un animador de acontecimientos grandiosos, y sin embargo ningún fantasma se levantaba de la espesura para sancionar su actitud. Ahora se preguntaba si los hombres de otras edades habían sufrido sus indecisiones, o sí marchaban al logro de sus fines satisfechos de que la Muerte les diera un espesor de coraza a sus determinaciones. ¿Pero tenía importancia la muerte? Decíase que como a ente filosófico lo único que podía interesarle era la especie, no el individuo, más los que asediaban con escrúpulos eran sus sentimientos, que contra su voluntad desdoblaban el tiempo que se necesitaba, en dos tiempos extraños.

Un relámpago interpuso distancias azules entre los bloques de las montañas de nubes.

Mojado y con la cabellera revuelta, se detuvo a un costado de la escalinata el Hombre que vio a la Partera.

¡Ah! es usted —dijo el Astrólogo.

—Sí; quería preguntarle qué es lo que piensa usted de esta interpretación del versículo que dice: «El cielo de Dios». Esto significa claramente que hay otros cielos que no son de Dios...

—¿De quién, entonces?

—Quiero decir que puede ser que haya cielos en los que no esté Dios. Porque el versículo añade: «Y bajará la nueva Jerusalén». ¿La nueva Jerusalén? ¿Será la nueva Iglesia?

El Astrólogo meditó un instante. El asunto no le interesaba, pero sabía que para mantener su prestigio ante el otro tenía que responder, y contestó:

—Nosotros, los iluminados, sabemos en secreto que la nueva Jerusalén es la nueva Iglesia. Por eso dice Swedemborg: «Puesto que el Señor no puede manifestarse en persona, y habiendo anunciado que vendrá y establecerá una Nueva Iglesia, sigue que lo hará por medio de un hombre, que no sólo pueda recibir la doctrina de esta iglesia, sino también publicarla por medio de la prensa...» pero ¿por qué usted independientemente de otra escritura llega a admitir la existencia de varios cielos?

Bromberg, guareciéndose en el pórtico, miró la jadeante oscuridad estremecida por la lluvia, luego contestó:

—Porque los cielos se sienten como el amor.

El Astrólogo miró sorprendido al judío, y éste continuó:

—Es como el amor. ¿Cómo puede usted negar el amor si el amor está en usted y usted siente que los ángeles hacen más fuerte su amor? Lo mismo pasa con los cuatro cielos. Se debe admitir que todas las palabras de la Biblia son de misterio, porque si así no fuera el libro sería absurdo. La otra noche leía entristecido el Apocalipsis. Pensaba que tenía que asesinarlo a Gregorio, y me decía si está permitido verter sangre humana.

—Cuando se estrangula no se vierte sangre —repuso el Astrólogo.

—Y cuando llegué a la parte del «cielo de Dios» comprendí el motivo de la tristeza de los hombres. El cielo de Dios les había sido negado por la iglesia tenebrosa... y por eso los hombres pecaban tan fuertemente.

En las tinieblas, la voz aniñada de Bromberg sonaba tan tristemente como si se lamentara de que lo hubiesen excluido del verdadero cielo. El Astrólogo arguyó:

—El hombre alado que me habla en sueños me ha dicho que el fin de la iglesia tenebrosa es próximo...

—Así tiene que ser... porque el infierno crece día a día. Son tan pocos los que se salvan, que el cielo junto al infierno es más chico que un grano de arena junto al océano. Año tras año crece el infierno, y la iglesia tenebrosa, que debió salvar al hombre, engorda día por día al infierno, y el infierno triste crece, crece, sin que haya una posibilidad de hacerlo más pequeño. Y los ángeles miran con miedo la iglesia tenebrosa y el infierno rojo inflado como el vientre de un hidrópico.

El Astrólogo repuso, adoptando para hablar un altisonante tono:

—Por eso el hombre alado me ha dicho: «Ve, santo varón, a edificar a los hombres y a anunciar la buena nueva. Y extermina a los anticristos y revélale tus secretos y los secretos de la nueva Jerusalén a Bromberg el judío» —y de pronto el Astrólogo, tomándolo de un brazo a su compañero, le dijo—: ¿No te acuerdas cuando tu espíritu conversaba con los ángeles y les servías el pan blanco a la orilla de los caminos, y les hacías sentar a la puerta de tu cabana y les lavabas los pies?

—No me acuerdo.

—Pues debías acordarte. ¿Qué dirá el Señor cuando sepa eso? ¿Cómo responderé yo de tu alma ante el Ángel de la Nueva Iglesia? Me dirá: ¿Qué es de ese hijo querido, mi piadoso Alfon? ¿Y yo qué le diré? Que eres un cernícalo. Que te has olvidado de los tiempos en que realizaste una existencia angélica y que te pasas todo el día en un rincón ventoseando como un mulo.

Gravemente enfurruñado, objetó Bromberg:

—Yo no ventoseo.

—Y bien ruidosamente ventoseas... pero no importa... el Ángel de las Iglesias sabe que tu espíritu arde en la devoción sincera, y que eres enemigo del Rey de Babilonia, del tenebroso Papa, y por eso estás elegido para ser el amigo del hombre, que con mandato del Señor establecerá la Nueva Iglesia sobre la tierra.

Sonaba quedamente la lluvia en las hojas de las higueras y toda la oscuridad acre y blanda estremecía en la noche su húmedo hedor vegetal. Bromberg predijo gravemente:

—Y el Papa, el mismo Papa espantado saldrá a la calle descalzo, y todos se apartarán de él con terror y premura y en los caminos los cercos se llenarán de flores cuando pase el santo Cordero.

—Así nomás es —continuó el Astrólogo—. Y en el cielo entreabierto será dado ver a todos los pecadores arrepentidos, las doradas puertas de la nueva Jerusalén. Porque tan inmensa es la caridad de Dios, querido Alfon, que ningún hombre podría entrar directamente en contacto con ella sin caer por tierra con los huesos esponjosos.

—Por eso yo daré a los hombres mi interpretación del Apocalipsis y luego me iré a la montaña a hacer penitencia y a rogar por ellos.

—Así es Alfon, pero ahora vete a dormir porque tengo que meditar y es la hora en que el hombre alado viene a hablarme a la oreja. Tú también tienes que dormir porque mañana, si no, no tendrás fuerza para estrangular al réprobo...

—Y al Rey de Babilonia.

—Así es.

Lento separóse de la gradinata el Hombre que vio a la Partera. El Astrólogo entró a la casa y subiendo por una escalera que estaba a un costado del vestíbulo, se internó en una habitación extremadamente alargada, cruzada en los altos por las vigas que soportaban las alfajías del techo, que allí extendía su oblicua ala.

En los muros desconchados no había ningún grabado. En un rincón estaban los baúles de Gregorio Barsut y bajo un ojo de buey una cama de madera pintada de rojo. Una manta negra formaba baturrillo con las sábanas blancas. Sentóse pensativamente el Astrólogo a la orilla del lecho. Su gabán se entreabrió dejando ver desnudo el pecho velludo. En horqueta abrió la yema de los dedos sobre sus mostachos de foca, y frunciendo el ceño quedóse contemplando un baúl en el rincón.

Quería hacer salta su pensamiento a una novedad exterior, que rompiendo el monorritmo de sus sensaciones le devolviera la presencia de ánimo que, anteriormente a la determinación de asesinar a Barsut, estaba en él.

—Son veinte mil pesos —pensó—, veinte mil pesos que servirán para instalar los prostíbulos y la colonia... la colonia...

Sin embargo no veía claro. Las ideas se le escapaban como sombras, sus pensamientos desleídos por el sobresalto permanente hacían estéril toda concentración. De pronto dióse una palmada en la frente y jubiloso pasó al desván inmediato arrastrando un cajón, de cuya tapa mal retenida por los flejes se desprendía espeso polvo.

Sin cuidarse por las bocamangas del gabán que se le llenaban de tierra blanca, destapó el cajón. Mezclábanse allí soldados de plomo con muñecos de madera, y era aquello un hacinamiento de payasos, generalitos, clowns, princesas y extraños monstruos gordos con narices averiadas y bocas de sapo.

Cogió un trozo de cuerda, y dirigiéndose al rincón, ató ésta a dos clavos, uniendo así el ángulo que formaban los dos muros con improvisada bisectriz. Hecho esto tomó del cajón varios fantoches, arrojándolos sobre la cama. Con trozos de piola amarró la garganta de cada pelele, y tan absorbido estaba en la labor, que no se apercibió que el viento empujaba por el ventanillo abierto el agua de la lluvia, que había arreciado.

Trabajaba entusiasmado. Cuando hubo acollarado la garganta de los muñecos con piolines que recortaba de mayor a menor, los llevó hasta el rincón, amarrándolos de la soga. Terminada su obra, quedóse contemplándola. Los cinco fantoches ahorcados movían sus sombras de capuchón en el muro rosado. El primero, un pierrot sin calzones, pero con una blusa a cuadritos blancos y negros; el segundo, un ídolo de chocolate y labios bermellón, cuyo cráneo de sandía estaba a la altura de los pies del pierrot; el tercero, más abajo aún, era un pierrot automático, con un plato de bronce clavado en el estómago y cara de mono; el cuarto era un marinero de pasta de cartón azul, y el quinto un negro desnarigado mostrando una llaga de yeso por la vitola blanca de un cuello patricio. Satisfecho contempló su obra el Astrólogo. Estaba de espaldas a la lámpara, y hasta el techo alcanzaba su silueta negra. Habló fuertemente:

—Vos, pierrot, sos Erdosain; vos, gordo, sos el Buscador de Oro; clown, sos el Rufián; y vos, negro, sos Alfón. Estamos de acuerdo.

Terminada su arenga, separó el baúl de Barsut del muro, y colocándolo frente a los muñecos sentóse ante ellos. Y así comenzó un diálogo silencioso, cuyas preguntas partían de él, recibiendo en su interior la respuesta cuando fijaba la mirada en el fantoche interrogado.

Su pensamiento tomó una claridad sorprendente. Necesitaba expresar sus ideas en un sistema telegráfico, vibrante, interrumpido, como si todo él tuviera que acompasar el ritmo del pensamiento a una misteriosa trepidación de entusiasmo.

Pensaba:

—Es necesario instalar fábricas de gases asfixiantes. Conseguirse químico. Células, en vez de automóviles camiones. Cubiertas macizas. Colonia de la cordillera, disparate. O no. Sí. No. También orilla Paraná una fábrica. Automóviles blindaje cromo acero níquel. Gases asfixiantes importantes. En la cordillera y en el Chaco estallar revolución. Donde haya prostíbulos, matar dueños. Banda asesinos en aeroplano. Todo factible. Cada célula radiotelegrafía. Código y onda cambiante sincrónicamente. Corriente eléctrica con caída de agua. Turbinas suecas. Erdosain tiene razón. ¡Qué grande es la vida! ¿Quién soy yo? Fábrica de bacilos bubónica y tifus exantemático. Instalar academia estudios comparativos revolución francesa y rusa. También escuela de propaganda revolucionaria. Cinematógrafo elemento importante. Ojo. Ver cinematógrafo. Erdosain que estudie ramo. Cinematógrafo aplicado a la propaganda revolucionaria. Eso es.

Ahora el ritmo del pensamiento se atemperaba. Decíase:

—¿Cómo poner en cada conciencia el entusiasmo revolucionario que hay en la mía? Eso, eso, eso. ¿Con qué mentira o verdad? ¡Qué rápido es el tiempo que pasa! ¡Y qué triste! Porque eso es cierto. Hay tanta tristeza en mí, que si ellos la conocieran se asombrarían. Y yo solo sostenerlo todo.

Se acurrucó en el sofá. Tenía frío. En las sienes le batían fuertemente las venas.

—El tiempo que se escapa. Eso. Eso. Y todos que se dejan estar caídos como bolsas. Nadie que quiera volar. ¿Cómo convencerlos a esos burros de que tienen que volar? Y sin embargo, la vida es otra. Otra como ellos no la conciben tan siquiera. El alma como un océano agitándose dentro de setenta kilos de carne. Y la misma carne que quiere volar. Todo en nosotros está deseando subir hasta las nubes, hacer reales los países de las nubes... pero ¿cómo?... Siempre aparece este «cómo» y yo... yo aquí, sufriendo por ellos, queriéndolos como si los hubiera parido, porque los quiero a estos hombres... a todos los quiero. Están encima de la tierra porque sí, cuando debían estar de otro modo. Y sin embargo los quiero. Lo estoy sintiendo ahora. Quiero a la humanidad. Los quiero a todos como si todos estuvieran atados a mi corazón con un hilo fino. Y por ese hilo se llevan mi sangre, mi vida, y sin embargo, a pesar de todo, hay tanta vida en mí, que quisiera que fueran muchos millones más para quererlos más aun y regalarles mi vida. Sí, regalársela como un cigarrillo. Ahora me explico el Cristo. ¡Cuánto debió quererla a la humanidad! Y sin embargo soy feo. Mi enorme cara ancha es fea. Y sin embargo debiera ser lindo, lindo como un dios. Pero mi oreja es como un repollo y mi nariz como un tremendo hueso fracturado de un puñetazo. Pero qué importa eso. Soy hombre y basta. Y necesito conquistar. Es todo. Y no daría uno solo de mis pensamientos a cambio del amor de la más linda mujer.

De pronto unas palabras anteriores cruzan su memoria, y el Astrólogo se dice:

—¿Por qué no?... Podemos fabricar cañones, como dice Erdosain. El procedimiento es fácil. Además, que no es necesario que tengan una resistencia para mil descargas. Una revolución que durara ese tiempo sería un fracaso.

Las palabras callan en él. En la oscuridad se abre hacia el interior de su cráneo un callejón sombrío, con vigas que cruzan el espacio uniendo los tinglados, mientras que entre una neblina de polvo de carbón los altos hornos, con sus atalajes de refrigeración que fingen corazas monstruosas, ocupan el espacio. Nubes de fuego escapan de los tragantes blindados y la selva más allá se extiende tupida e impenetrable.

El Astrólogo siente recobrada su personalidad, que le sensación del tiempo extraño le había arrebatado.

Piensa, piensa que es posible fabricar acero níquel y construir cañones de tubos enchufados. ¿Por qué no? Su pensamiento se desliza ahora sobre los obstáculos con flexibilidad. Entonces con el dinero suministrado por los prostíbulos se comprarían en los diversos puntos de la República terrenos a un precio insignificante. Allí los miembros de la logia pondrían las bases de cemento armado para emplazar las piezas de artillería, simulándose construcciones de galpones para conservar cereales.

Le exaltaba la posibilidad de crear un ejército revolucionario dentro del país, que se sublevaría mediante una señal radiotelefónica. ¿Por qué no? Acero, cromo, níquel. Como un sortilegio la palabra hiende su imaginación. Acero, cromo, níquel. Cada jefe de célula estaría a cargo de una batería. ¿Qué es necesario, en resumen? Que los cañones disparen quinientos, cuatrocientos proyectiles. Y los automóviles con ametralladoras. ¿Por qué no? Cada diez hombres una ametralladora, un automóvil, un cañón. ¿Por qué no ensayar?

Lentamente, en el fondo de la negra noche, un gigantesco huevo de acero al rojo blanco, entre dos columnas, dobla lentamente su punta hacia una cúpula. Es el convertidor de Bessemer accionado por un pistón hidráulico. Un torrente de chispas y llamas ardientes se escapa de la punta del huevo de acero. Es el hierro que se convierte en acero soliviantado en la base por un chorro de aire de centenares de atmósferas de presión. Acero, cromo, níquel. ¿Por qué no ensayar? Su pensamiento se fija en cien detalles. No ha mucho la voz de adentro le ha preguntado:

—¿Por qué motivo la felicidad humana ocupa tan poco espacio?

Esta verdad le entristece la vida. El mundo debía ser de unos pocos. Y estos pocos caminar con pasos de gigantes.

Es necesario crearse la complicación. Y ver claro. Primero matarlo a Barsut, después instalar el prostíbulo, la colonia en la montaña... pero ¿cómo hacer desaparecer el cadáver? ¿No es estúpido esto de que él, el hombre que encuentra fácil construir un cañón y fabricar acero, cromo, níquel, tenga tantas dudas para hacer desaparecer un cadáver? Cierto es que no debía pensar... se le quemará... quinientos grados son suficientes para destruir un cadáver contenido en un recipiente. Quinientos grados.

El tiempo y el cansancio corren por su mente. No quisiera pensar, y de pronto la voz, la voz independiente de su boca y de su voluntad, susurra de adentro para distraerlo un poco:

—El movimiento revolucionario estallará a la misma hora en todos los pueblos de la República. Asaltaremos a los cuarteles. Comenzaremos por fusilar a todos los que puedan alborotar un poco. En la capital se lanzarán días antes algunos kilogramos de tifus exantemático y de peste bubónica. Por medio de aeroplanos y en la noche. Cada célula inmediata a la capital cortará los rieles del ferrocarril. No dejaremos entrar ni salir trenes. Dominada la cabeza, suprimido el telégrafo, fusilados los jefes, el poder es nuestro. Todo esto es una locura posible, y siempre se vive en una atmósfera de sueño y como de sonambulismo cuando se está en camino de realizar las cosas. Sin embargo, se va hacia ellas con una lentitud tan rápida que todo es sorprendente cuando se ha conseguido. Para ello es necesario sólo voluntad y dinero... Podemos organizar aparte de las células una gavilla de asesinos y de asaltantes. ¿De cuántos aeroplanos dispondrá el ejército? Pero cortados los medios de comunicación, asaltados los cuarteles, fusilados los jefes, ¿quién mueve ese mecanismo? Este es un país de bestias. Hay que fusilar. Es lo indispensable. Sólo sembrando el terror nos respetarán. El hombre es así de cobarde. Una ametralladora... ¿Cómo se organizarán las fuerzas que deben combatirnos? Suprimido el telégrafo, el teléfono, cortados los rieles... Diez hombres pueden atemorizar a una población de diez mil personas. Basta que tengan una ametralladora. Son once millones de habitantes. El norte, con los yerbales, nos respondería. Tucumán y Santiago del Estero, con los ingenios... San Juan, con los medio—comunistas... Sólo tenemos por delante el ejército. Los cuarteles se pueden asaltar de noche. Secuestrado el pañol de armas, fusilados los jefes y ahorcados los sargentos, con diez hombres nos podemos apoderar de un cuartel de mil soldados siempre que tengamos una ametralladora. Es tan fácil eso. Y las bombas de mano, ¿dónde dejo las bombas de mano? Sólo sorpresa simultánea en todo el país, diez hombres por pueblo y la Argentina es nuestra. Los soldados son jóvenes y nos seguirán. A los cabos los ascenderemos a oficiales y tendremos el más inverosímil ejército rojo que haya conocido la América. ¿Por qué no? ¿Qué es el asalto al banco de San Martín, el asalto del hospital Rawson, el asalto de la agencia Martelli en Montevideo? Tres diarieros audaces y se terminó una ciudad.

Un rencor sordo hace latir apresuradamente sus venas. La sangre corre en tumulto por su cuerpo recio y tenso en una posición de asalto. Se siente más fuerte que nunca, la fuerza del que puede hacer fusilar.

Oscilaba la luz eléctrica bajo las sonoras descargas de la tempestad, pero el Astrólogo sentado de espaldas a la cama, sobre el baúl, con las piernas cruzadas, el mentón clavado en la palma de la mano y con el codo apoyado en la rodilla, no apartaba los ojos de sus cinco peleles cuyas sombras andrajosas temblaban en el muro enrosado.

Tras él la lluvia que entraba por el ventanillo hacía un charco en el piso, las preguntas y respuestas se cruzaban en silencio, a momentos una arruga enfoscaba la frente del astrólogo, luego sus ojos inmóviles, en su rostro romboidal, asentían con un parpadeo lento a una contestación en acuerdo con sus deseos, y así permaneció hasta el amanecer, hora en que, levantándose del baúl, irónicamente les volvió la espalda a los cinco muñecos que permanecieron en la soledad del cuartujo, bamboleándose bajo la banderola, como cinco ahorcados.

Caviló un instante, luego apresuradamente bajó las escaleras, dejó el portal, y a grandes pasos se dirigió entre las tinieblas a la cochera donde se encontraba Barsut.

Ya no llovía. Las nubes se habían resquebrajado, dejando ver en un claro celeste un pedazo amarillo de luna.

La revelación

Interin ocurrían estos sucesos, en el Hospicio de las Mercedes. Ergueta entraba en lo que él más tarde llamaría «el conocimiento de Dios». Así fue.

Despertó al amanecer en la sala. Un paralelepípedo de luna ponía un rectángulo azul en el encalado del muro frente a su cama. A través de los barrotes de la ventana abierta se veía al cielo encuadrado por el contramarco, un cielo poroso y seco de azul como yeso teñido de metileno. En el retículo de los hierros temblaban los hilos de agua de una estrella.

Ergueta se rascó concienzudamente la nariz, aunque no sentía mayor preocupación. Comprendía que se encontraba en la casa de los locos, pero ése «era un asunto que no le concernía».

Le preocupaba si hubieran encalabozado su espíritu, pero el que en realidad estaba encarcelado en el manicomio era su cuerpo, su cuerpo que pesaba noventa kilos, y que ahora con cierto resquemor inexplicable recordaba que había rodado por los lupanares. Y sin poder evitarlo revisaba como un espectáculo oprobioso la vida sensual con que se había regodeado. Mas, ¿qué tenía que ver su espíritu con tal carnaza furiosa?

Era ésa una realidad tan evidente para su entendimiento, que lo asombró de que los médicos no repararan aún en tal diferencia.

Ergueta se sintió maravillado de su descubrimiento. El ya no era un hombre, sino un espíritu, «sensación pura de alma», con riberas nítidamente recortadas dentro de la carnicera armazón de su físico, como las nubes en los espacios infinitos.

Estaba ligeramente alegre. Ya noches anteriores tuvo la certeza de que podía apartarse de su cuerpo, dejarlo abandonado como a un traje. Al descubrirla, esta súbita seguridad le proporcionó un miedo liviano. Hasta en determinados momentos tuvo en la epidermis la sensación que sólo se tocaba con los bordes de su alma, de forma que el equilibrio de su cuerpo próximo a caer, y el de su piel, le causaba náuseas. Era como si descendiera a suma velocidad en un ascensor.

Además tenía miedo de tener voluntad de abandonar su cuerpo, pues si se lo destruían, ¿cómo podría entrar en él? El enfermero tenía cara de bellaco, y aunque él le hubiera hablado de unas redoblonas para la próxima «reunión», no se sentía del todo seguro. Mas pasada esta primera impresión se complacía en creer que era un niño débil, lo cual no le impedía reírse desde su cama de la comedia con que trataba de tranquilizar sus noventa kilos, descontando que él podía ir a donde quisiera... pero no... no era cuestión de jugar. Su bondad no podía admitir eso. ¡Y qué hermoso era sentirse así colmado de caridad! Su misericordia se ensanchaba sobre el mundo, como una nube sobre los techos de la ciudad.

Su cuerpo quedaba cada vez más abajo.

Ahora lo veía como en el fondo de un cajón, el sanatorio entre los blancos cubos de las casas era otro cubo, las calles azuleaban entre sábanas de sombra, las luces verdes de los semáforos del F.C.S. lucieron débilmente, y el espacio entró en él como el océano en una esponja, mientras el tiempo dejaba de existir.

Caían las alturas a través de su delicia. Ergueta sentía quietud, estancamiento de bondad para sí mismo, por la voluntad de una fuerza exterior. Así gozaría el estanque seco con la lluvia que le envía el cielo.

De la tierra hacia la cual se volvía su caridad, veía los redondeados bordes verdosos lamidos por el éter azul. Y como no era natural permanecer silencioso, sólo atinaba a decir:

—Gracias... gracias, mi Señor.

No experimentaba curiosidad alguna. Su humildad se fortalecía en el acatamiento.

En la tersura celeste atisbo de pronto el escalonamiento de un roquedal. Una luz de oro bañaba el pedrerío a pesar de la noche, y lo azul en la distancia caía en profundos barrancos de lomas doradas. Ergueta con su cuerpo restituido avanzó a pasos prudentes, tiesa la pupila fiera en su perfil de gavilán.

Naturalmente, no se sentía tranquilo porque su cuerpo había pecado innumerables veces, y porque comprendía que su rostro, a pesar de la actual expresión grave, tenía las rayas enérgicas y la fiereza de los malevos, que cuando él era mocito imitaba en el arrabal y con las patotas.

Pero su espíritu estaba contrito y quizá eso fuera suficiente, lo que no le impedía decirse:

—¿Qué dirá el Señor de mi «pinta»? ¿Cómo puedo presentarme ante él? —Y al mirarse maquinalmente los botines comprobó que estaban deslustrados, lo que acrecentó su confusión—. ¿Qué dirá el Señor de mi «pinta» y de esta cara de burrero y de cafishio? Me preguntará de mis pecados... se acordará de todas las macanas que hice... ¿y yo qué le voy a contestar?... que no sabía, pero ¿cómo le voy a decir eso, si él dejó testimonio de ser en todos sus profetas?

Nuevamente volvió a examinar sus botines, sucios y descalabrados.

—Y me dirá: «Hasta estás hecho un turro... un vago vergonzoso y eso que fuiste a la universidad... Te jugaste a los «burros» lo que pudo ser consuelo del huérfano y de la vida... y enfangaste en orgías el alma inmortal que yo te di, y arrastrastes a tu ángel guardián por los lupanares y él lloraba tras tuyo, mientras tu bocaza carnicera se llenaba de abominaciones...» Y lo peor es que yo no se lo voy a poder negar... ¿Cómo le voy a negar el pecado? ¡Qué macana, Dios mío!

El cielo era sobre su cabeza una cúpula de yeso azul. Giraban en las elípticas remotos planetas como naranjas, y Ergueta miró humildemente el pedregal dorado.

De pronto una gran turbación desazonó su modestia. Levantó la cabeza y a su izquierda, detenido a diez pasos, vio al Hijo del Hombre.

El Nazareno, cubierto de una túnica celeste, volvía a él su perfil demacrado donde lucía el almendrado ojo sereno.

Ergueta sufrió un gran desconsuelo, no podía arrodillarse, «porque un bacán conserva siempre la línea» y no se arrodilla frente a un carpintero judío, pero sintió que un sollozo le retorcía el alma y en silencio extendió los brazos unidos por los dedos hacia el dios silencioso.

Sentía que toda su caradura se impregnaba de devoción hacia él.

Así callado lo miraba a Jesús detenido en el roquedal. Los ojos de Ergueta se llenaron de lágrimas. Lamentábase de que no hubiese allí alguien con quien golpearse para demostrarle al Señor cuánto lo quería, y ya el silencio le pareció tan insoportable que venciendo el terrible anonadamiento, humildemente suplicó:

—Yo quisiera ser diferente, pero no puedo.

Jesús lo miraba.

—Créame... me da no sé qué decirle que lo quiero mucho.

Ergueta le volvió la espalda, caminó tres pasos, luego, volviéndose, se detuvo.

—He cometido todos los pecados y muchas maca... disparates... quisiera arrepentirme y no puedo... quisiera arrodillarme... cierto, besarle los pies a usted, que fue crucificado por nosotros... ¡Ah! si usted supiera todas las cosas que quise decirle y se me escapan... y lo quiero sin embargo. ¿Será porque estamos de hombre a hombre?

Jesús lo miraba.

Una sonrisa nueva agració el rostro de Jesús.

Ergueta calló un instante, luego ruborizado murmuró tímidamente:

—¡Oh! qué bueno que es usted —exclamó enajenado Ergueta—. ¡Qué bueno! Usted se ha dignado sonreírme a mí, pecador... ¿Se da cuenta usted? Ha sonreído. A su lado, créame, me siento un muchacho, un «purrete». Quisiera adorarlo toda la vida, ser su guardaespalda. Ahora no pecaré más, toda la vida voy a pensar en usted, y pobre del que dude de usted... le rompo el alma...

Jesús lo miraba.

Entonces Ergueta, queriendo ofrecer lo mejor de sí mismo, dijo:

—Yo me arrodillo ante usted. —Avanzó unos pasos y llegando frente a Jesús inclinó la cabeza, apoyó una rodilla en el pedregal dorado, iba a prosternarse cuando Jesús avanzó su mano taladrada, la apoyó en su hombro, y dijo:

—Vente. Sígueme siempre y no peques más, porque tu alma es hermoso como la de los ángeles que alaban al Señor.

Quiso hablar, pero ya el vacío y el silencio lo rodeaban vertiginosamente. Ergueta comprendió que había entrado en el conocimiento de Dios. Ello era bien claro, porque al volverse a una voces que sonaban en la sala oscura, un loco mudo de nacimiento exclamó, mirándolo con extrañeza:

—Parece que venís del cielo.

Ergueta lo miró asombrado.

—Sí, porque, como los santos, tenes una rueda de luz en la cabeza.

Ergueta, suavemente atemorizado, se apoyó en el muro.

Un loco tuerto, que hasta entonces permanecía callado, exclamó:

—Milagros... vos haces milagros. Al mundo le devolviste el habla.

La conversación despertó a un tercer poseído, que se pasaba los días matando imaginarios piojos entre sus callosos dedos desgastados, y el barbudo, volviendo su cara pálida, dijo:

—Vos viniste a resucitar a los muertos...

—Y a darle la vista a los ciegos —interrumpió el mundo.

—Y también a los tuertos —aseguró el loco a quien faltaba un ojo—, porque ahora veo de este lado.

El mudo, sosteniendo su busto con los dos brazos apoyados en el colchón, continuó:

—Pero vos no sos vos, sino Dios que está en tu cuerpo.

Ergueta, anonadado, aseveró:

—Es cierto, hermanos... no soy yo... sino Dios que está en mí... ¿Cómo podría yo, miserable burdelero, hacer milagros?

—¿Por qué no haces otro milagro?

—Yo no vine a eso, sino a predicar el verbo del Dios Vivo.

El matador de piojos recogió un pie sobre su rodilla y malévolamente insistió:

—Debías hacer un milagro.

El mudo colocó su almohada en el piso de la sala y sentándose encima de ella, dijo:

—Yo no hablo más.

Ergueta se apretó las sienes, aturdido de lo que veía. Meditó amablemente el tuerto:

—Sí, vos debías resucitar ese muerto.

—¡Si no hay ningún muerto aquí!

El tuerto avanzó cojeando hasta Ergueta, lo tomó de un brazo y casi arrastrándolo lo llevó hasta una cama frontera, donde yacía inmóvil un hombrecito de cabeza redonda y nariz enorme.

El mundo se acercó apretando los labios.

—¿No ves que está muerto?

—Se murió esta tarde —rezongó el tuerto.

—Les digo que ese hombre no está muerto —exclamó irritado Ergueta, convencido de que los otros lo burlaban; pero el matador de piojos saltó de su lecho, se acercó a la otra cama, inclinóse sobre el hombrecito de cabeza redonda y de tal forma empujó el cuerpo inmóvil que éste, al caer, resonó opacamente en el piso de la sala, quedando entre las dos camas con las piernas hacia arriba, semejante a la horqueta de un árbol recién podado.

—¿Viste que está muerto?

Los cuatro locos permanecían consternados en torno de la horqueta, recuadrados por el celeste rectángulo de luna, con los camisones inflados por el viento.

—¿Viste que está muerto? —repitió el barbudo.

—Hacé un milagro —suplicó el tuerto—. ¿Cómo vamos a creer en El si vos no haces un milagro? ¿Qué te cuesta hacerlo?

El mundo, inclinando repentinamente la cabeza, le hacía señales de aquiescencia a Ergueta.

Gravemente se inclinó sobre el cadáver, iba a pronunciar las palabras de Vida, mas súbitamente los muros de la sala giraron los planos del cubo ante sus ojos, un viento oscuro aulló en sus orejas y otra vez tuvo tiempo de ver los tres locos recuadrados por el celeste rectángulo de luna, con los camisones inflados por el viento, mientras que él resbalaba por una tangente que cortaba el girante torbellino de tinieblas, en la inconsciencia.

El suicida

Erdosain permaneció a los pies de la Coja quizá una hora. Las anteriores emociones se disolvían en su actual modorra. Sentíase extraño a todo lo ocurrido en el transcurso del día. La angustia y la malevolencia se endurecían en su pecho como el fango bajo el sol. Permanecía, sin embargo, inmóvil, sometido al poder de la somnolencia oscura que se desprendía de su cansancio. Pero su frente se arrugaba. Y a través de la niebla y de la oscuridad crecía su otra desesperación, el temor sin esperanza de verse perdido como un fantasma a la orilla de un dique de granito. Las aguas grises trazaban franjas de distinta altura que corrían en opuesta dirección. Chalupas de hierro llevaban borrosas gentes hacia remotos emporios. Habían allí, además, una mujer acicalada como una cocotte, con un barboquejo de diamantes y que apoyaba los codos en la mesa de una taberna y se apretaba las mejillas entre los dedos enjoyados. Y mientras ella hablaba, Erdosain se rascaba la punta de la nariz. Mas como esta actitud no era explicable, Erdosain recordó que habían aparecido cuatro mocitas con el vestido hasta las rodillas y el pelo amarillo desgreñado en torno de sus caras caballunas. Y las cuatro mocitas, al pasar a su lado, alargaron un platillo. Fue entonces cuando Erdosain se preguntó: «¿Es posible que puedan alimentarse haciendo sólo eso?» Entonces la estrella, la cocotte, que bajo la barbilla tenía una papada de brillantes, le respondió que sí, que las cuatro mocitas vivían limosneando, y comenzó a hablar de un príncipe ruso, con su voz más femenina, cuyo género de vida, aunque ella trataba de aparejarlo, no condecía con el que llevaba las cuatro mocitas. Y recientemente entonces Erdosain pudo explicarse satisfactoriamente por qué razón se rascaba la punta de la nariz mientras la preciosa hablaba.

Mas su tristeza creció cuando vio la silenciosa gente, volver la cabeza, subir a los vagones de un convoy largo, que tenía todas las persianas bajas. Nadie preguntaba por itinerarios ni estaciones. A veinte pasos de allí, un desierto de polvo extendía su confín oscuro. No se divisaba la locomotora, pero sí escuchó el doloroso rechinar de las cadenas al aflojarse los frenos. Podía correr, el tren se deslizaba despacio, alcanzarlo, trepar por la escalerilla y quedarse un instante en la plataforma del último vagón, viendo cómo el convoy adquiría velocidad. Erdosain estaba aún a tiempo para alejarse de esa soledad gris sin ciudades oscuras... pero inmovilizado por su enorme angustia, quedóse allí mirando con un sollozo detenido en la garganta, el último vagón con las ventanillas rigurosamente cerradas.

Cuando lo vio entrar en la curva de los entrerrieles que cubría la muralla de niebla, comprendió que se había quedado sólo para siempre en el desierto de ceniza, que el tren no retornaría jamás, que siempre continuaría deslizándose taciturno, con todas las persianas de sus vagones estrictamente cerradas.

Lentamente retiró el rostro de las rodillas de Hipólita. Había dejado de llover. Sus piernas estaban heladas, le dolían las articulaciones. Miró un instante el rostro de la mujer dormida, esfumado en la claridad azulada que entraba por los cristales, y con extraordinaria precaución se puso de pie. Las cuatro mocitas de rostro caballuno y el pelo amarillo encrespado, estaban aún en él. Pensó:

«Debía matarme... —Mas al observar el cabello rojo de la mujer dormida, sus ideas tomaron otro giro más pesado—: Debe ser cruel. Y podría matarla, sin embargo —apretó el cabo del revólver en el bolsillo—. Bastaría un tiro en el cráneo. La bala es de acero y sólo haría un agujerito. Eso si, se le saltarían los ojos de las órbitas y quizá la nariz echara sangre. ¡Pobre alma! Y debe haber sufrido mucho. Pero debe ser cruel».

Una malevolencia cautelosa lo inclinó sobre ella. A medida que miraba a la dormida sus ojos adquirían una fijeza de enajenado, mientras con la mano en el bolsillo levantaba el percutor, apretando el gatillo. Un trueno retumbó a lo lejos, y esa extraña incoherencia que envolvía como un velo su cerebro se apartó de él; entonces con numerosas precauciones cogió su perramus, cerró los postigos evitando que crujieran las bisagras, y salió.

Al bajar las escaleras reconoció con alegría que tenía hambre.

Se dirigió a una de las tantas churrasquerías que hay junto al mercado Spineto, y apresuradamente recorrió algunas cuadras.

Rodaba la luna sobre la violácea cresta de una nube, las veredas a trechos, bajo la luz lunar, diríanse cubiertas de planchas de zinc, los charcos centelleaban profundidades de plata muerta, y con atorbellinado zumbido corría el agua, lamiendo los cordones de granito. Tan mojada estaba la calzada, que los adoquines parecían soldados por reciente fundición de estaño.

Erdosain entraba y salía de las sombras celestes que oblicuamente cortaban las fachadas. El olor a mojado comunicaba a la soledad matutina cierta desolación marítima.

Indudablemente, no se encontraba en sus cabales. Lo preocupaban aún las cuatro mocitas de cara caballuna, y el mar siniestro con sus olas de hierro. El pesado hedor de aceite quemado que vomitaba la puerta amarilla de una lechería, le causó náuseas, y entonces, cambiando de idea, se dirigió a un prostíbulo que recordó había en la calle Paso, más cuando llegó, la puerta estaba ya cerrada y desconcertado, tiritando de frío, la boca con sabor a sulfato de cobre, entró a un café donde acababan de levantar las cortinas metálicas. Después de larga espera, le sirvieron el té que había pedido.

Pensó en la mujer dormida. Entrecerró los ojos, y apoyando la cabeza en el muro, se entregó con más desconsuelo a sus penas.

No sufría por él, el hombre inscripto con un nombre en el registro civil, sino que su conciencia, apartándose del cuerpo, lo miraba como al de un extraño, y se decía:

—¿Quién tendrá piedad del hombre?

Y estas palabras, que acertaba a recoger su pensamiento, lo turbaban llenándolo de dolorosa ternura por invisibles prójimos.

—Caer... caer siempre más bajo. Y sin embargo, otros hombres son felices, encuentran el amor, pero todos sufren. Lo que ocurre es que unos se dan cuenta y otros no. Algunos lo atribuyen a lo que no tienen. Pero qué sueño estúpido ése. Sin embargo, la cara de ella era linda. Lo que tenía de lógica era lo que decía respecto al príncipe aventurero. ¡Ah! poder dormir en el fondo del mar, en una pieza de plomo con vidrios gruesos. Dormir años y años mientras la arena se amontona, y dormir. Por eso tiene razón el Astrólogo. Día vendrá en que la gente hará la revolución, porque les falta un Dios. Los hombres se declararán en huelga hasta que Dios no se haga presente.

Un amargo olor de cianuro llegó hasta él; y percibiendo a través de los párpados la lechosa claridad de la mañana, sintióse diluido como si se hallara en el fondo del mar y la arena subiera indefinidamente sobre su chozo de plomo. Alguien le tocó la espalda.

Abrió los ojos al tiempo que el mozo del café le decía:

—Aquí no se puede dormir.

Iba a replicar, mas el criado se apartó para ir a despertar a otro durmiente. Era éste un hombre grueso, que había dejado caer la calva cabeza sobre los brazos cruzados encima de la tabla de la mesa.

Pero el durmiente no respondía a las voces del mozo, y entonces extrañado se aproximó el patrón, un hombre que tenía bigotes tan enormes como manubrios de bicicleta, y de tal forma lo sacudió a su parroquiano, que éste quedó doblado sobre la silla, sin caer porque lo afirmaba el canto de la mesa.

Erdosain se levantó extrañado, mientras que patrón y mozo, mirándose, observaban de reojo al singular cliente.

El durmiente permaneció en posición absurda. La cabeza caída sobre un hombro, dejaba ver su cara chata, mordida de viruelas con los círculos negros de unas gafas ahumadas. Un hilo de baba rojiza manchaba su corbata verde, escapando de entre los labios azulados. El codo del desconocido apretaba en la mesa una hoja de papel escrito. Comprendieron que estaba muerto. Llamaron a la policía, pero Erdosain no se movía de allí, encurioseado por el espectáculo del siniestro suicida de las gafas negras, cuya piel se cubría lentamente de manchas azules. Y el olor de almendras amargas que estaba inmóvil en el aire, parecía escaparse de entre las quijadas abiertas.

Llegó un auxiliar de policía, luego un sargento, más tarde dos vigilantes y un oficial inspector, y dicha gente merodeaba en torno del muerto, como si éste fuera una res. De pronto el auxiliar, dirigiéndose al oficial inspector, dijo:

—¿No sabe quién es?

El sargento sacó del bolsillo del cadáver la adición de un hotel, varias monedas, un revólver, tres cartas lacradas.

—¿Así que éste es el que mató a la muchacha de la calle Talcahuano?

Le quitaron los anteojos al muerto, y ahora se le veían los ojos, las pupilas bisqueando, la córnea vuelta hacia arriba, los párpados teñidos de rojo como si hubiera llorado lágrimas desangre.

—¿No le decía? —continuó el auxiliar—. Aquí está la cédula de identidad.

—Iba a ir a Ushuaia para toda la vida.

Entonces Erdosain, al escuchar estas palabras, recordó como si hiciera mucho tiempo que lo hubiera leído. (Y sin embargo, no era así. La mañana anterior se había enterado en un diario). El muerto era un estafador. Abandonó a su esposa y cinco hijos para vivir en concubinato con otra mujer de la que tenía tres hijos, pero hacía dos noches, quizá harto de la barragana, se presentó en un hotel de la calle Talcahuano en compañía de una jovencita de diecisiete años, su nueva amante. Y a las tres de la madrugada le tapó suavemente la cabeza con una almohada, disparándole un balazo en el oído. Nadie en el hotel escuchó nada. A las ocho de la mañana el asesino se vistió, dejó entreabierta la puerta, y llamando a la camarera le dijo que no despertara a la señora hasta las diez, porque estaba muy cansada. Luego salió, y recién a las doce del día fue descubierta la muerta.

Pero lo que le impresionó extraordinariamente a Erdosain fue pensar que el asesino había estado cinco horas en compañía de la muerta, cinco horas junto al cadáver de la jovencita en la soledad de la noche... y que debía de haberla querido mucho.

¿Mas él no había pensado lo mismo horas antes frente a la mujer de cabello rojo? ¿Era aquello una reminiscencia inconsciente o el suicida allí doblado?...

Llegó el carro de la Asistencia Pública y el muerto fue cargado.

Luego lo interrogaron. Erdosain manifestó lo poco que sabía como testigo, y salió intrigado a la calle. Una pregunta inconcreta y dolorosa estaba en el fondo de su conciencia.

Recordaba ahora que el cadáver tenía la boca de los pantalones enfangada, la camisa sucia y húmeda y, a pesar de ello, ¿cómo había llegado a hacerse querer por la jovencita que mató? ¿Existía entonces el amor? A pesar de sus dos mujeres y de sus ocho hijos dispersos y de su vida crapulosa de ladrón y estafador, el asesino amaba. Y se lo imaginó en la noche hosca, allí, en ese hotel frecuentado por prostitutas e individuos de profesión indefinida, en una habitación de empapelado despedazado, mirando sobre la almohada empapada de sangre la cérea carita de la muchacha enfriada. Cinco horas sombrías contemplando la muerta, que antes le apretaba entre sus brazos desnudos. Pensando así llegó a la plaza Once, dolorosamente estupefacto.

Eran las cinco de la mañana. Entró a la estación del ferrocarril, miró en redor, y como tenía sueño se refugió en un rincón de la sala de espera.

A las ocho lo despertó de su profundo sueño el ruido que con las maletas hizo un pasajero. Se restregó con los puños los párpados adoloridos. En un cielo sin nubes brillaba el sol.

Salió, subiendo a un ómnibus que se dirigía a Constitución. El Astrólogo le esperaba en la estación de Témperley. Su recia figura engabanada, con la chistera echada sobre los ojos y los bigotazos caídos a lo galo, fue distinguida inmediatamente por Erdosain.

—Está muy pálido —dijo el Astrólogo.

—¿Estoy pálido?

—Amarillo.

—He dormido mal... para peor he visto un suicidio esta mañana...

—Bueno, aquí tiene el cheque.

Erdosain lo examinó. Era por quince mil trescientos setenta y tres pesos; al portador, pero con la fecha atrasada de dos días.

—¿Por qué atrasó la fecha?

—Inspirará más confianza. El empleado de banco sabe que si ese cheque se hubiera perdido, a la hora que usted se presentara a cobrarlo habría ya orden de secuestro.

—¿Protestó?...

—No... sonreía. Ese hombre piensa hacernos meter en la cárcel a todos... ¡ah!... antes de ir al banco, vaya a una peluquería y hágase afeitar...

—¿Y el otro está advertido?

—No, cuando sea el momento lo despertaremos.

Faltaban pocos minutos para la llegada del tren. Erdosain lo miró sonriendo al Astrólogo y dijo:

—¿Qué haría usted si yo me escapara?

El otro, con los dedos en horqueta, se sobó los bigotes, y luego:

—Eso es tan imposible como que el tren que viene aquí no pare aquí.

—Pero admitámoslo por un momento.

—No puedo. Si por un momento admitiera eso, no sería usted el que fuera a cobrar el cheque... ¡Ah!... ¿Quién era el que se suicidó esta mañana?

—Un asesino. Curioso. Mató a una muchachita que no quería ir a vivir con él.

—Fuerzas perdidas.

—¿Y usted sería capaz de matarse?

—No... Usted comprende que yo estoy destinado para un fin más alto.

Erdosain lanzó una pregunta extraña:

—Dígame, ¿usted cree que las pelirrojas son crueles?

—Tanto no... pero más bien asexuales; de allí que esa frialdad con que examinan las cosas causa una impresión agria. El Rufián Melancólico me contaba que en su larga carrera de macró había conocido muy pocas prostitutas de cabello rojo... Ya sabe. No se olvide de afeitarse. Vaya al banco a las once, no antes. ¿Usted almuerza conmigo hoy, no?

Sí, hasta luego.

Tras de Erdosain subió el Mayor, que le hizo una amistosa señal al Astrólogo. Erdosain no lo vio.

Y ya hundido y en su butaca, Erdosain pensó:

—Es un hombre extraordinario. ¡Cómo diablos ha conocido que no lo engañaré¿ Si acierta en las otras cosas como en ésta triunfará —y vencido por el balanceo del tren se adormeció otra vez.

Tras de él estaba el Mayor. Y ya en el banco, con el corazón golpeando fuertemente, se acercó a la ventanilla cuando el empleado pagador lo llamó:

—¿Quiere grueso o menudo?

—Grueso.

—Firme.

Erdosain firmó el reverso del cheque. Creyó que le pedirían cédula de identidad, mas el empleado, impasible, con sus brazos protegidos de manguitos de lustrina, contó diez billetes de a mil pesos, cinco de quinientos y el resto en moneda menor. Y aunque Erdosain deseaba huir de miedo, escrupulosamente recontó el dinero, lo puso en su cartera, colocó ésta en el bolsillo de su pantalón, cogiéndola fuertemente, y salió a la calle.

Entre bosques de nubes blancas, aparecía como metal recién lavado, un caracol de cielo. Erdosain se sintió feliz. Pensó que en otros climas y bajo un espacio siempre azul como el que miraba debían existir mujeres singulares, de cabelleras lujosas y rostros lisos, con grandes ojos almendrados, sombrosos en la oscuridad de las largas pestañas. Y que el aire siempre perfumado saldría de las grutas de la mañana hacia las bocacalles de las ciudades, escalonadas sobre los céspedes de los jardines, sobrepujando con sus esféricas torres las empenachadas crestas de los parques y terrazas.

Y el rostro romboidal del Astrólogo, con las guías de los bigotes caídas a lo largo de las comisuras de los labios, y su chistera de cochero de punto, lo entusiasmó; luego pensó que unido a la sociedad podría continuar sus ensayas de electrotécnica, y ahora cruzaba las calles semejante a un emperador venido a menos, sin reparar que su prestancia seducía a las planchadoras que pasaban con la cesta bajo el brazo, y emocionaba a las pantaloneras que regresaban de las tiendas con pesados bultos.

Inventaría el Rayo de la Muerte, un siniestro relámpago violeta cuyos millones de amperios fundirían el acero de los dreadnoughts, como un horno funde una lenteja de cera, y haría saltar en cascajos las ciudades de portland, como si las soliviantaran volcanes de trinitrotolueno. Veíase convertido en Dueño del Universo. Con una esquela terminante citaba a los Embajadores de las Potencias. Encontrábase en un desmesurado salón de muros encristalados, cuyo centro lo ocupaba una mesa redonda. En rededor hundidos en las poltronas estaban los viejos diplomáticos, cabezas calvas, semblantes plomizos, miradas duras y furtivas. Algunos golpeaban con el revés del lápiz el cristal de la mesa, otros fumaban silenciosos, y un gigantesco negro libreado de verde se mantenía inmóvil junto al terciopelo rojo de los cortinones que cubrían la entrada.

¡Y él! Erdosain, Augusto Remo Erdosain, el ex ladrón, el ex cobrador, se levantaba. Su busto modelado por un negro saco cruzado se reflejaba en el vidrio de la mesa con los cuatro dedos de la mano derecha calzados en el bolsillo, y en la izquierda algunos papeles. Ya de pie, examinaba con ojos glaciales el impasible rostro de los Embajadores. Una palidez terrible le inmovilizaba con su frío delicioso. Héroes de todas las épocas sobrevivían en él. Ulises, Demetrio, Aníbal, Loyola, Napoleón, Lenin, Mussolini, cruzaban ante sus ojos como grandes ruedas ardientes, y se perdían en un declive de la tierra solitaria bajo un crepúsculo que ya no era terrestre.

Sus palabras caían en sonidos breves, con choques sólidos de acero. Y seducido por la teatralidad del espectáculo, se contemplaba en un imaginario espejo, estremecido y airado.

Imponía condiciones.

Los Estados debían entregarle sus flotas de guerra, millares de cañones y gavillas de fusiles. Luego de cada raza se seleccionarían algunos cientos de hombres, se les aislaría en una isla, y el resto de la humanidad era destruida. El Rayo volaba las ciudades, esterilizaba campos, convertía en cenizas las razas y los bosques. Se perdería para siempre el recuerdo de toda ciencia, de todo arte y belleza. Una aristocracia de cínicos, bandoleros sobresaturados de civilización y escepticismo, se adueñaba del poder, con él a la cabeza. Y como el hombre para ser feliz necesita apoyar sus esperanzas en una mentira metafísica, ellos robustecerían el clero, instaurarían una inquisición para cercenar toda herejía que socavara los cimientos del dogma o la unidad de creencia que sería la absoluta unidad de la felicidad humana, y el hombre restituido al primitivo estado de sociedad, se dedicaría como en tiempos de los faraones a las tareas agrícolas. La mentira metafísica devolvería al hombre la dicha que el conocimiento le había secado en brote dentro del corazón. Sus palabras caían con sonidos cortos y secos, como los choques de cubos de acero. Y decía a los Embajadores:

—La ciudad de nosotros, los Reyes, será de mármol blanco y estará a la orilla del mar. Tendrá un diámetro de siete leguas y cúpulas de cobre rosa, lagos y bosques. Allí vivirán los santos de oficio, los patriarcas bribones, los magos fraudulentos, las diosas apócrifas. Toda ciencia será magia. Los médicos irán por los caminos disfrazados de ángeles, y cuando los hombres se multipliquen demasiado, en castigo de sus crímenes, luminosos dragones voladores derramarán por los aires vibriones de cólera asiático.

«El hombre vivirá en plena etapa de milagro, y será millonario de fe. Durante las noches proyectaremos en las nubes, con poderosos reflectores, la «entrada del Justo en el Cielo». ¿Se imaginan ustedes? Súbitamente, por sobre las montañas surge un rayo verde y lila, y las nubes se cubren de un jardín donde el aire blanco flota como copos de nieve. Un ángel de alas color de rosa cruza los canteros, se detiene ante la verja del Paraíso, y con los brazos abiertos los recibe al «Justo», un hombre de pueblo, con sombrero abollado, larga barba y garrote. ¿Comprenden ustedes pillos, profesionales, cínicos y eximios? ¿Comprenden? El ángel de las alas color de rosa, lo recibe al hombre que en la tierra suda y sufre. ¿Se dan cuenta que genial es mi idea, qué maravilloso el fácil milagro? Y las multitudes adorarán de rodillas a Dios, y únicamente el cielo no existirá para nosotros, bandoleros tristes que tenemos el poder, la ciencia y la verdad inútil».

Temblaba al hablar.

—Seremos como dioses. Donaremos a los hombres milagros estupendos, deliciosas bellezas, divinas mentiras, les regalaremos la convicción de un futuro tan extraordinario, que todas las promesas de los sacerdotes serán pálidas frente a la realidad del prodigio apócrifo. Y entonces, ellos serán felices... ¿Comprenden, imbéciles?

De un encontronazo un faquín lo arrojó contra un muro. Erdosain se detuvo espantado, apretó el dinero convulsivamente en su bolsillo, y excitado, ferozmente alegre como un tigrecito suelto en un bosque de ladrillo, escupió a la fachada de una casa de modas, diciendo:

—Serás nuestra, ciudad.

Tras él caminaba el Mayor.

El guiño

En Témperley lo esperaba el Astrólogo. Una sonrisa llena de bondad iluminaba su rostro. Erdosain casi corrió a su encuentro, pero el otro, tomándolo de los brazos, lo detuvo un instante mirándolo a los ojos, luego, tuteándolo, cosa que no había hecho nunca, le dijo:

—¿Estás contento?

Erdosain se ruborizó. En aquel instante un doble misterio quedó revelado en su conciencia. Aquel hombre no mentía, y sintióse tan amigo de él, que ahora hubiera querido conversar indefinidamente, narrarle los pormenores más íntimos de su vida desgraciada, y sólo atinó a decir:

—Sí, estoy muy contento.

El Astrólogo se detuvo un momento en el andén de la estación. Ahora lo trataba de usted como de costumbre.

—¿Sabe? Muchos llevamos un superhombre adentro. El superhombre es la voluntad en su máximo rendimiento, sobreponiéndose a todas las normas morales y ejecutando los actos más terribles, como un género de alegría ingenua... algo así como el inocente juego de la crueldad.

—Sí y ya uno no siente miedo ni angustia, es como si anduviera caminando encima de las nubes.

—Claro, lo ideal sería despertar en muchos hombres esta ferocidad jovial e ingenua. A nosotros nos toca inaugurar la era del Monstruo Inocente. Todo se hará, sin duda alguna. Es cuestión de tiempo y audacia, pero cuando se den cuenta que el espíritu se les hunde en la letrina de esta civilización, antes de ahogarse van a torcer el camino. Lo que hay es que el hombre no ha reparado que está enfermo de cobardía y de cristianismo.

—¿Pero usted no quería cristianizar a la humanidad?

—No, al montón... pero si ese proyecto fracasa tomaremos un camino contrario. Nosotros no hemos sentado principio alguno todavía, y lo práctico será acaparar los principios más opuestos. Como en una farmacia, tendremos las mentiras perfectas y diversas, rotuladas para las enfermedades más fantásticas del entendimiento y del alma.

—¿Sabe que usted me resulta el loco de la usina, como le decía ayer Barsut?

—Lo que llamamos locura es la descostumbre del pensamiento de los otros. Vea, si ese changador le confesara las ideas que se le ocurren, usted le encerraría en un manicomio. Naturalmente, como nosotros debe haber pocos... lo esencial es que de nuestros actos recojamos vitalidad y energía. Allí está la salvación.

—¿Y Barsut?

—Ni sospecha lo que le espera.

—¿Y cómo lo eliminará?

—Bromberg lo estrangulará... No sé, es una cuestión que no me atañe.

Bajo el sol, evitando los charcos, se encaminaban hacia la morada. Y Erdosain se decía:

—Y la ciudad de nosotros, los Reyes, será de mármol blanco y estará a la orilla del mar... y seremos como dioses. —Y mirándole con los ojos resplandecientes, dijo a su compañero—: ¿Sabe usted que algún día seremos como dioses?

—Es lo que la gente bestia no comprende. Los han asesinado a los dioses. Pero día vendrá que bajo el sol correrán por los caminos gritando: «Lo queremos a Dios, lo necesitamos a Dios». ¡Qué bárbaros! Yo no me explico cómo lo han podido asesinar a Dios. Pero nosotros los resucitaremos... inventaremos unos dioses hermosos... supercivilizados... ¡y qué otra cosa será entonces la vida!

—¿Y si fracasara todo?

—No importa... vendrá otro... vendrá otro que me substituirá. Así tiene que suceder. Lo único que debemos desear es que la idea germine en las imaginaciones... el día que esté en muchas almas, sucederán cosas hermosas.

Erdosain asombrábase de su serenidad.

No temía ya nada, y nuevamente recordó el salón de los Embajadores, y su mirada malévola se recogió en la turbación de los ancianos diplomáticos, cabezas calvas, semblantes plomizos, miradas duras y furtivas, y entonces, sin poderes contener, exclamó:

—¡Qué tanto «joder» para retorcerle el pescuezo a esa bestia!

El otro lo miró sorprendido.

—¿Está nervioso o es que se enoja solo, como los elefantes?

—No, me revienta esta carga de escrúpulo antiguo.

—Así son los mocitos —repuso el Astrólogo—. Su vida es parecida a la de un gato entre una puerta entreabierta.

—¿Asisto a la ejecución?

—¿Le interesa?

—Mucho.

Pero al atravesar la puerta de la quinta, una náusea le revolvió el estómago y sintió en la garganta el reflejo gástrico de un vómito. Apenas si se podía tener en pie. En sus ojos las formas estaban veladas por una neblina lechosa. De las articulaciones le colgaban los brazos con pesantez de miembros de bronce. Caminaba sin conciencia de la distancia; el aire le pareció que se vitrificaba, el suelo ondulaba bajo sus plantas, a momentos la vertical de los árboles se convertía en un zig-zag dentro de sus ojos. Respiraba con fatiga, tenía la lengua reseca e inútilmente trataba de humedecerse los labios apergaminados y las fauces ardientes, y sólo una voluntad de vergüenza lo mantenía en pie.

Cuando entreabrió los ojos descendía por la escalerilla de la cochera en compañía de Bromberg.

El Hombre que vio a la Partera marchaba como atontado con la greñuda cabellera alborotada. Tenía los pantalones superfluamente sostenidos por la pretina, y un trozo de camisa blanca como la punta de un pañuelo escapaba de su bragueta. Y se tapaba la boca con el puño arrojando enormes bostezos. Pero su mirada somnolienta, perdidosa, parecía ajena a su actitud de patán. Eran hermosos ojos los suyos, serios e incoherentes como los de las grandes bestias, entre los párpados pestañudos que sombreaban sus ojeras en un redondo y fino rostro de doncella. Erdosain lo miró, pero el otro pareció no verle, sumergido en su magnífica incoherencia. Luego miró embobado al Astrólogo, éste le hizo una seña con la cabeza y después de abrirle el candado entraron los tres al establo.

Barsut se levantó de un brinco: iba a hablar. Bromberg describió una curva en el aire y un choque de cráneos contra las tablas retumbó en la cochera. En el polvo el sol alargaba un losange amarillo. Del montón informe se desprendían ronquidos sordos. Erdosain seguía con curiosidad cruel la lucha, y de pronto de la cintura de Bromberg, que estaba abultado sobre Barsut con los dos enormes brazos tensos en la sujeción de un pescuezo contra el suelo, se desprendió el pantalón, quedando con las nalgas blancas en descubierto y la camisa sobre los riñones. Y el sordo ronquido no fue ya. Hubo un instante de silencio, mientras el asesino, semidesnudo, inmóvil, oprimía más fuertemente la garganta del muerto.

Erdosain miraba, nada más.

El Astrólogo aguardaba con el reloj en la mano. Así estuvieron dos minutos, que en Erdosain no tuvieron longitud.

—Basta, ya está.

Torpe, con el pelo pegado a la frente, volvióse Bromberg, y sin fijar en nadie su mirada incoherente, cogió ruborizado las puntas de su pantalón, abrochándoselo apresuradamente.

Había salido de la cochera el asesino. Erdosain lo siguió, y el Astrólogo, que era el último, se volvió a mirarlo al estrangulado.

Este permanecía en el suelo, con la cabeza vuelta hacia el techo, las mandíbulas distendidas y la lengua pegada al vértice de los labios torcidos en una comisura que descubría los dientes.

En esa circunstancia ocurrió un suceso extraño, del que no se dio cuenta Erdosain. El Astrólogo, deteniéndose bajo el dintel de la cochera, volvió el rostro hacia el muerto, entonces Barsut, levantando los hombros hasta las orejas, estiró el cuello y mirándolo al Astrólogo guiñó un párpado. Este se tocó el ala del sombrero con el índice y salió a reunirse con Erdosain, quien sin poderse contener, exclamó:

—¿Y eso es todo?

—El Astrólogo levantó hacia él una mirada burlona.

—¿Pero se creía usted que «eso» es como en el teatro?

—¿Y cómo lo va a hacer desaparecer?

—Disolviéndolo en ácido nítrico. Tengo tres damajuanas. Pero, hablando de todo un poco, ¿tiene noticias de la rosa de cobre?

—Sí, salió lo más bien. Los Espila están contentísimos. Anoche precisamente vi una muy buena muestra.

—Bueno, almorzaremos... que bien nos lo hemos ganado. Pero cuando iban a entrar en el comedor, el Astrólogo dijo:

—¿Cómo... no nos lavamos las manos?

Erdosain lo miró sorprendido e instintivamente levantó las manos hasta donde se cruzaban las solapas de su saco para mirárselas. Entonces, apresuradamente, en silencio, se encaminaron hasta el cuarto de baño, despojándose de los sacos, abrieron las canillas. Erdosain cogió un trozo de jabón y concienzudamente, arremangado hasta los codos, se frotó con él. Luego puso los brazos bajo el chorro de agua y se secó vigorosamente en la toalla. Mas antes de salir, el Astrólogo efectuó un acto extraño.

Cogiendo la toalla la arrojó al fondo de la bañadera, tomó un frasco de alcohol, vertiendo su contenido sobre ella, luego encendió un fósforo, y durante un minuto los dos semblantes en el cuarto oscuro fueron iluminados por las azuladas llamas del inflamable que consumía el tejido. Luego, por todo resto quedó allí un negruzco depósito de cenizas: el Astrólogo abrió una canilla, nuevamente el agua corría arrastrando la liviana carbonización, y entonces ambos salieron para el comedor.

Una sonrisa irónica retozaba en el rostro de Erdosain.

—¿Así que ha hecho como Pilatos, en?

—Tiene razón, e inconscientemente.

En el comedor sombroso las entreabiertas persianas dejaban ver el jardín. Tiernos tallos de madreselva trepaban hasta las maderas del marco. Insectos transparentes resbalaban en el aire junto al limonero y las paredes blancas se reflejaban en la rubia opacidad del piso encerado. Los flecos del mantel caían en torno de las patas cuadradas de la mesa. En un florero etrusco, un ramo de claveles desparramaba su a pimentada fragancia, y los cubiertos plateados brillaban sobre el lino y en la loza; las sombras se enroscaban como rulos en la vitrea convexidad de las copas, o se extendía en franjas triangulares sobre los platos. En una fuente ovalada había una mayonesa de langostinos.

El Astrólogo sirvió vino. Comían en silencio. Luego el Astrólogo trajo caldo amarillo de yemas de huevos, una bandeja de espárragos nadando en aceite, ensalada de alcachofas y más tarde pescado. Como postres hubo ricota rociada de canela y fruta.

Después sirvió café, y Erdosain le entregó el dinero. El Astrólogo lo recontó:

—Aquí tiene tres mil quinientos. Hágase varios trajes. Usted es un buen mozo y es conveniente que ande elegante.

—Muchas gracias... pero oiga... estoy muerto de sueño. Voy a dormir un rato. ¿Quiere despertarme a las cinco?

—Cómo no, venga. —Y el Astrólogo lo acompañó hasta su dormitorio. Erdosain se quitó los botines, extenuado ya, arrojó el saco en el respaldar de la cama. Un ardor enorme le quemaba los párpados, su pecho se cubrió de sudor espeso y no pensó más.

Despertó ya oscurecido, al ruido del Astrólogo que abría una persiana. Volvióse sobresaltado, mientras que el otro le decía:

—¡Por fin! Hace veintiocho horas que está durmiendo. —Mas como expresara duda, el Astrólogo le alcanzó los diarios del día, y, ciertamente, habían pasado dos días.

Erdosain saltó de la cama pensando en Hipólita.

—Es necesario que me vaya.

—Usted dormía que parecía un muerto. Nunca he visto a nadie dormir así, con tal cansancio, hasta con el olvido de las necesidades naturales... pero, a propósito, ¿de dónde sacó usted esa historia del suicida del café? He visto los diarios de ayer a la noche y de esta mañana. Ninguno trae esa noticia. Usted la ha soñado.

—Sin embargo, yo puedo enseñarle el café.

—Pues soñó en el café, entonces.

—Puede ser... no tiene importancia... ¿y eso?...

—Ya está.

—¿Todo?

—Todo.

—¿Y el ácido?

—Lo volcaremos en el sumidero.

—¿Así que ya?...

—Es como si no hubiera existido nunca.

—Al despedirse del Astrólogo, éste le dijo:

—Véngase el miércoles a las cinco. A la noche tendremos reunión. No se olvide de comprarse un traje de confección mientras le hacen los otros. No falte, que estará el Buscador de Oro, el Rufián y otros, otros. Cambiaremos ideas y acuérdese de que tengo mucho interés en la cuestión de los gases asfixiantes. Hágase un proyecto para fábrica reducida de cloro y fosgeno. Ah, y a ver si puede averiguar qué diablo es el gas mostaza. Destruye cualquier substancia que no esté protegida por un impermeable empapado en aceite.

—El fosgeno es oxicloruro de carbono.

—No pierda tiempo, Erdosain. Una fábrica chica. Que puede servir de escuela de química revolucionaria. Recuerde que nuestras actividades se pueden dividir en tres partes. El Buscador de Oro estará encargado de lo relacionado con la colonia, usted con las industrias, Haffner con los prostíbulos. Ahora que tenemos dinero no hay que perder tiempo. Es necesario que trabaje. ¿Qué me dice usted si organizamos una usina que llegue a ser en la Argentina lo que fue la Krupp en Alemania? Hay que tener confianza. De lo nuestro pueden salir muchas sorpresas. Somos descubridores que no saben sino en conjunto hacia dónde van. ¡Y eso mismo quién sabe!...

Erdosain fijó un segundo los ojos en el semblante romboidal del otro, luego, sonriendo burlonamente, dijo:

—¿Sabe que usted se parece a Lenin?

Y antes de que el Astrólogo pudiera contestarle, salió.


Publicado el 17 de abril de 2020 por Edu Robsy.
Leído 112 veces.