Regreso

Roberto Arlt


Cuento


Allí, doblado, con las puntas al aire sobre la mesa, está el papel con la dirección de Elena. De Elena, que ya no es una señorita sino una señora.

La vanidad de Julio puede reposar satisfecha en el recuerdo. Ha conocido los más desemejantes tipos de mujeres bajo diferentes constelaciones. Muñecas con trajes diversos expresando en idiomas distintos sentimientos análogos. Sara en Lisboa, más tarde Lina en Madrid, después Rjimo en Tetuán, Vaiolete en Londres, Teresita en Génova. Julio entrecierra los ojos y sonríe con sonrisa fatigada... ¡Cuántas son en diferentes climas! ¡Igualmente amadas, igualmente recordadas con gratitud! ¡Qué bondadosas y humanas han sido las extrañas para con él! Y ahora ya no están. Es probable que en este mismo momento que él recuerda a Lina, Lina, en una avanzada de Madrid, vigile una bocacalle al pie de una ametralladora. O que ya esté muerta, haciendo florecer las margaritas. ¿Y Rjimo? Camino a Fez, quizás en Casablanca, apoyada en la barnizada orilla de una mesa de ruleta frecuentada por la hez internacional del espionaje y del contrabando.

Julio sonríe con fatigado rostro. ¡Cuántas en diferentes climas! Treinta y cinco. No más. Podrían ser trescientas cincuenta, pero no son nada más que treinta y cinco. Bien puede reposar satisfecha su vanidad, filtrada a través de la pulpa de tan diferentes labios, pero su corazón aún aguarda acongojado. ¿Qué será de Lina, de Lina que como un pequeño atleta movía graciosamente los hombros al caminar por el Paseo de la Castellana y apoyando las ardorosas mejillas en su hombro? ¿Y de Rjimo? Rjimo, tenebrosa en el zoco de Tetuán, embozada como una monja, deslizando bajo las farolas de bronce sus chinelas doradas. ¡Oh, los tatuajes de Rjimo y la temperatura de la palma de su mano!

¡Es agradable, por cierto, haber mordido en tan diferentes linajes de felicidad! Julio entrecierra los ojos. ¡Qué bondadosas y humanas han sido las extranjeras para con él! Con cuánta gratitud contempla sus fantasmas proyectados ahora en el lento trompo del tiempo que gira su peonza gris en el solitario hall del hotel. Fantasmas de trajes vaporosos, voces distantes, sombras que dejan al descubierto el dorado talón de la felicidad que fue. ¡Cuán penoso recordar tanto amor que ya nunca más será! Y ahora esta Elena, esta María Elena, que ya no es señorita sino señora, y cuya dirección le ha procurado la Agencia de Informaciones Privadas.

¡María Elena, señora, y señora de otro!

Cuando le informaron se sorprendió como si ignorara el casamiento de María Elena, y lo más extraordinario del caso es que él ya sabía, antes de partir, que María Elena se había casado. Una mañana, yendo por la calle, tropezó con Simona, hermana de María Elena. Con maligna alegría la muchacha le dijo: “María Elena se ha casado.” Él miró sorprendido a la fea joven y se apartó no creyendo que fuera cierto que María Elena se había casado. Y ahora, a su vuelta, al cabo de los años, ahí en una esquina, el hermano de María Elena, complacido secretamente, le había confirmado la historia.

María Elena se había casado con un honorable recaudador de impuestos de Bahía Blanca. ¿Entonces era cierto? ¿Por qué no lo creyó él la primera vez que se lo dijeron? Antes fue Simona, ahora Demetrio. ¡María Elena se había casado!

Claro está, Julio quiso decir “¡qué pena!”, pero retuvo el impulso. Allí estaba Demetrio contándole con cierta sarcástica meticulosidad el casamiento de su muy amada hermana. Sí, se había casado con un hombre que fumaba tres paquetes de cigarrillos diarios, pero a quien ella, María Elena, había ahora sujetado a fumar un solo paquete. Julio preguntó con cariño por el piano viejo, en el cual María Elena ejecutaba, pero Demetrio replicó que ahora María Elena había comprado un piano nuevo. Fue una magnífica ocasión. Una familia que dejaba apresuradamente Bahía Blanca. El viejo piano permanecía en la casa paterna para uso de Simona.

Julio sonreía un poco irónico y dolido por dentro. Evidentemente, Demetrio era el mismo zopenco bondadoso. ¡Curiosa la vida!

Una mujer tenía relaciones con un individuo, le acosaba con fiereza, luego desaparecía, semejante a un topo, cavaba un camino oscuro bajo la ceniza del tiempo y un día aparecía comprando un piano de ocasión porque se había casado con un señor que era recaudador de impuestos. Y si el recaudador de impuestos no se hubiera casado con María Elena, María Elena se hubiera casado con un fabricante de muñecos de cartón piedra, y si no se hubiera casado con el fabricante de muñecos de cartón piedra, contraería matrimonio con el primero que se presentara. Pero siempre, casada con el primero, segundo o tercero, al marcharse de su casa, hubiera dejado el viejo piano para comprarse uno nuevo, que en este caso era de ocasión. Famoso piano. Cuando María Elena era su novia, había gestionado la venta del viejo piano para poder comprar con el importe dos pasajes de recreo para Europa. Y ahora usufructuaba el piano la fea Simona...

En el solitario hall del hotel, Julio inclina la cabeza sobre el respaldar, un poco agobiado por el transcurso de las emociones. Encima de la mesa está el papel con la dirección de María Elena. ¿Qué hacer? ¿Irá a visitarla? ¡La casa de la señora María Elena! ¿Cómo estará puesta? “El padre del marido de María Elena tiene dinero.” Sin embargo, María Elena no parecía darle importancia. El detalle probablemente es accidental. María Elena habrá contraído nuevas relaciones. Amistades con los parientes de su esposo. ¡Qué simpático resulta el círculo de familia en provincias! A Julio le agradaría encontrarse en una rueda de familia en Bahía Blanca, conversar con señoras y caballeros, y que de pronto aparezca la señora María Elena en compañía de su esposo. Julio se levanta y correctamente como si en su vida la hubiera visto..., ¡pero, María Elena, la de los ojos verdosos, en ese instante pálida como una muerta, las pupilas atigradas de atención, examina atenta, indagando sus propósitos, al tiempo que le extiende débilmente la mano! ¡Qué hermoso y agradable esto! Todos conversando como en familia. Julio tratando de “usted” a esta mujer, que todos los que le rodean ignoran que ha llorado sobre su pecho, que le ha dado de comer con su propia mano, que le ha adormecido sobre su regazo.

Julio pasea ahora por el hall del hotel. ¿Puede solicitar su odio una situación más atentamente maravillosa?

El ceño del hombre se arruga. ¿Por qué María Elena no ha tenido hijos? Él le perdonaría este estúpido casamiento en nombre de la maternidad. Si María Elena tuviera un hijo, ¡cuánta curiosidad tendría por conocerlo! Lo apretaría contra su pecho, lo besaría, ¿no había soñado muchas veces en tener un hijo de aquella mujer? Y he aquí que “aquella mujer” se casa... “hace tres años que se ha casado y no tienen hijos”, le ha dicho Demetrio.

“¿Y por qué se ha casado, entonces?”, se pregunta Julio.

—Estudia francés —le ha dicho Demetrio.

Una mujer no se casa para estudiar francés, tuvo ganas de contestarle Julio, pero se abstuvo. Cada vez le resultaba menos comprensible la lógica de los actos humanos.

Luego el deseo secreto lo hace regresar al punto de partida:

¿Y si él, bruscamente, sin previo aviso, se presentara en la casa de María Elena? Para llegar hasta ella no necesita más que un mínimo de voluntad: sacar un boleto en la estación de ferrocarril. Detenerse después de algunas horas de viaje frente a un timbre, apretar el botón..., sale la criada, o asoma la misma María Elena..., de cualquier manera él entra en la casa desconocida. ¿Qué diría María Elena al verle presentarse después de tantos años de ausencia?

Se puede rechazar a un desconocido. Se puede arrugar enérgicamente la frente ante un intruso. Pero él no es un desconocido, ni un intruso. Él es el hombre que toda mujer esconde en el más remoto repliegue de su conciencia, secreto del tiempo perdido, cuando las manos se levantan hasta los cielos, cuando la noche está poblada de mil ruidos misteriosos y cuando se cruza con pies descalzos el suelo helado, que convierte en quemante la impaciencia y el sigilo. Él es todo aquel cúmulo de circunstancias que se atornillan bajo siete llaves y que conceden al ser humano que así ha procedido el definitivo don de la comprensión y la indulgencia. Sea hombre o mujer.

Si él se encontrara a solas con María Elena, ahora sí que sería bien cierto que hablarían en un idioma terrible, cuya sustancia entonces era inaccesible a la jovencita. Un idioma que aun el recaudador de impuestos no sospecharía plegado en el entendimiento de María Elena. Ellos dos, Julio y María Elena, hablarían con frases cortantes y auténticas, sin adjetivos ni circunloquios, un idioma compuesto de raíces nerviosas que descascararon de mentiras los días y las noches.

Julio, abandonado en el sillón, entrecierra los ojos. ¡Maldita mujer! Ella, la más amada, es la que le entorpece más la existencia. Posiblemente se ha casado por despecho. Recuerda claramente: debió ser en la fecha, algunos meses antes que María Elena formalizara su compromiso. Bruscamente apareció, imponiendo condiciones. Él se negó. Pero después que María Elena subió al tren, la evidencia surgió en su entendimiento. Ella había venido a jugarse su última posibilidad y él la había rechazado. Y cuando un año después se encontró con Simona, y Simona le dijo que María Elena se había casado, él no le creyó. Lo cierto es que había rechazado esta verdad, aterrorizado en su interior. Había tratado de olvidarse que María Elena se había casado. Y casi consiguió su propósito, cuando nuevamente surge en la esquina perdida de la ciudad, ante sus ojos, Demetrio para confirmarle el hecho olvidado.

El antiguo proceso se reactiva. Con los mismos síntomas.

Recuerda a María Elena en la primera vez que la conoció. Ella vivía en las afueras de la ciudad, un pueblo de provincia. Julio dejó de verla, sin tener una noción precisa de los motivos vacilantes de su conducta. Al cabo de un año quiso encontrarla, pero postergó para otro año este encuentro, y después para otro..., hasta que ella, así como quien descubre un gran amor oculto en la entraña y que ha permanecido apagado, lo buscó. Y más tarde volvieron a separarse..., a separarse hasta este mismo momento, con la prolongación de tiempo, que nuevamente le enciende fuego al cartucho de dinamita que ella ha dejado asentado en su conciencia. Ahora, allí sobre la mesa, está el papel con su dirección. Pero ahora también, como hace diez años, se reproduce en la conciencia de Julio el idéntico proceso letárgico..., desea ver a María Elena..., pero simultáneamente el sillón en el cual reposa pensando en ella, le amarra a la inercia. Especie de cansancio corporal inusitado, como si fuera su entero cuerpo el que repudiase la presencia de aquella mujer que le ha sacudido como una tempestad. Y no se trata aquí de que la imagen de ella sea borrosa en su recuerdo, no; la recuerda con tal precisión que podría escribir un índice de recuerdos. María Elena en el comedor de su casa. En la sala tocando el piano. En una acera estrecha, paseándose tomada de su brazo. Echándole las cartas para adivinar su destino. Llorando una medianoche de tormenta. Acompañándole una mañana por el Palacio de Justicia. Una tarde en la cazuela del Colón.

Una noche cruzando la kermesse del pueblo. La última vez que la ha visto, María Elena tiene un dedo de la mano derecha envuelto en gasa, se ha cortado con un cuchillo. María Elena contándole sucesos de su casa, “Mamá ha estado enferma. He tenido yo que hacerme cargo de muchas cosas”.

Julio traduce la palabra inercia que asoma a sus labios en tristeza de su encariñamiento. Inevitablemente ha querido a esta mujer; como inevitablemente uno puede enfermar de cualquier dolencia específica. Y dejar de ser una integridad fisiológica para transformarse en una unidad patológica. Un amor impreso en el subconsciente con firmeza de relieve en medalla. La medalla ha caído al fondo del océano, el agua y las arenas ondulan sobre ella, pero la imagen no se borra. Un relieve dolido y resignado. ¡Si al menos ella tuviera un hijo! Entonces ese matrimonio se justificaría. Sería maravilloso encontrarla, provocar él, con ignorancia de María Elena, la casualidad de un tropiezo en la calle. Julio se inclinaría sobre la criatura, que vestiría unos pantaloncitos cortos y un cuello de seda sobre el terciopelo de la blusita, y le diría: “Hola, ¿cómo te va, hombrecito?” Esta suma de actos cordiales es imposible. “Se ha casado, no tiene hijos y estudia francés.”

¿Qué hombre será el marido? No es menester pensarlo mucho. Un ciudadano cien por cien de prejuicios, frases hechas y retumbantes, afirmaciones categóricas en política criolla. Resuelto partidario del caudillo. María Elena, con sus estriados ojos de gata, le escudriñará fría sabiendo que la vida “es así”, y porque “es así” no se le puede corregir.

“Mamá la visita constantemente.” Es natural. Una señora que no tiene hijos necesita la compañía de la madre. Ese hogar envasa un secreto sentimiento que ha sido defraudado y que es menester apuntalar. ¿En quién depositará ahora María Elena el excedente de su amor? ¿En un perro o en gato? Los gatos nunca le han sido simpáticos a María Elena. La electricidad de que está cargada la piel del gato fue siempre repulsiva para el tacto de esta mujer. Quizá tenga un perro; uno de esos perros barbudos, que parecen corchos montados sobre cuatro escarbadientes. Pero él quisiera verla. Descubrir dentro de qué nuevas características se desenvuelve su vida afectiva. Ella ha sido siempre de poco hablar. No en vano ha reprimido impulsos y ha escondido su otro secreto, hasta que él, Julio, lo desenterró del profundo foso en que María Elena lo había cubierto de voluntarios escombros. En lo subconsciente de esta mujer, ¿qué dirección habrán tomado los más flamantes secretos? ¿Se han producido fermentaciones ricas para un psicólogo o será la misma criatura cargada de la tensión de una voluntad sorda, pero sin norte? De hecho debe dominarlo al marido. Este casamiento de María Elena no es el triunfo de María Elena, sino su fracaso. Si así no fuera, ¿la madre la visitaría tan asiduamente? En ese hogar sin hijos, ¿qué desilusiones acude a apuntalar la madre? Posiblemente una bancarrota secreta. Si María Elena hubiera tenido un hijo de su actual marido, es más que seguro que Julio se hubiera borrado rápidamente de su conciencia, pero este hijo que no ha venido es en la conciencia de esta mujer una caverna que, secretamente, a través de los años, tiene que colmar él, Julio, con su imagen antipática. Los años carecen de valor en las profundidades del alma cuando las fuerzas que se encuentran adormecidas en la conciencia y bajo la forma de instintos no obtienen una satisfacción definitiva. El que habló de olvidar se olvidó de agregar que para olvidar hay que transformarse. Y María Elena continúa siendo la misma mujer que conoció Julio y que conoció a Julio. En la partida de odio que un día jugaron ambos, el ganador es él, Julio. Allí, allá está un ser humano que no ha querido escucharle. Pretendió caminar las rutas de la vida en compañía de una brújula loca; la brújula hoy ya no señala ningún norte. ¿Qué hace María Elena junto a ese marido aburrido y vacío? Estudiar francés. Esto sí que es irrisorio. Y quizá recordarle. Porque María Elena debe recordarle. Ambos se han desmantelado mutuamente con excesiva crueldad para que las ruinas palpitantes que han sobrevivido en uno y otro hayan terminado por desmoronarse. Fue aquélla una lucha tan tremenda que por cierto era digna de mentarse y escribirse en largas parrafadas. Terminaron por convertir sus pensamientos en las palancas de una máquina de voluntad. Se detestaron con fruición tan salvaje, que hubo una época en que Julio sólo imaginaba procedimientos de tortura para despedazar aquel cuerpo tan odiado y querido.

Ahora todo ha terminado en la dirección del rencor. Allí sobre la mesa está el papel blanco con la dirección en negro. La vida ha corrido bajo del arco del puente de diez años de separación. ¿Irá a ver a María Elena? ¿No irá?

Julio se levanta despacio, coge el papel y arrugándolo en la estrechez del bolsillo lo deja allí. Puede ser que en el fondo de su bolsillo, como en el fondo de su conciencia, una mañana, una tarde o una noche, la dirección escrita despierte como impulso que aún no ha madurado suficientemente. Y entonces él irá a la estación, comprará un pasaje, viajará algunas horas en tren, llegará a la ciudad, caminará unas cuadras, tocará un timbre, se abrirá una puerta, asomará ella y...


(La Nación, sin fecha)


Publicado el 22 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.
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