¡S.O.S.! Longitud 145° 30’, Latitud 29° 15’

Roberto Arlt


Cuento


Interesantísimo relato de una fantástica aventura en el océano, que mantiene en suspenso al lector ante la pregunta: ¿cómo se salvarán estos náufragos?


En el comienzo de aquel nefasto cruce de San Francisco a Honolulú, jamás chicas americanas se habían divertido tanto con un hombre del Sur como en mi compañía. Para entonces hablaba yo un inglés de perro; pero ¿qué tendrá que ver mi inglés con la “Travesía del Terror”, como se la llamó más tarde?

Acabo de examinar una fotografía relacionada con aquel suceso que en pocas horas emblanqueció el cabello de más de un intrépido marino. Son cabezas, espaldas de multitudes detenidas frente a las vidrieras de los diarios, leyendo en las pizarras noticias telegráficas referentes a nuestra agonía.

¡Qué veinticuatro horas de horror! Y el Pacífico sereno, y el sol luciendo, luciendo en el cielo como si quisiera multiplicar las ansias de vivir de los condenados a muerte. El horizonte sin una nube y el Look Suzanne, el Blue Star y el Red Horse deslizándose en círculo de calesita “hacia un eje de pavor desconocido”. Así lo denominó el corresponsal del Times. Y no le faltaba razón.

El público, detenido frente a la pizarra de los diarios, terminaba por comprender, estudiando la espiral dibujada con tiza, que abarcaba una periferia de trescientos kilómetros, cuál era la situación real de estas tres naves. Tres naves perdidas, perdidas bajo un cielo azul, sin tempestad, con las máquinas en perfecto estado de funcionamiento, con los cascos sin una grieta y con las tripulaciones y el pasaje atemorizados en la borda, cogiéndose de los brazos de los oficiales taciturnos, algunos de los cuales terminaron por saltarse la tapa de los sesos.

¡Y tan deliciosamente como comenzó la travesía! ¡Y tan dulcemente quieto como estaba el océano! ¡Y tan luminoso como se presentaba el sol todas las mañanas a cumplir su oficio en el horizonte!

Salimos de San Francisco el 17 de octubre. Yo iba adjunto a la Comisión Simpson, que debía examinar la eficiencia de una nueva patente acústica para sondear las grandes profundidades del Pacífico. En Honolulú transbordaría al buque sonda H—23. En tanto, me divertía. No puedo jurar que el aparato acústico y las profundidades oceánicas me interesaran violentamente, pero la perspectiva de aventuras y desembarcos en playas indígenas, las deudas de tierra, la cara torcida que dibujaban mis parientes al verme aproximarse a su mesa, me determinaron a lanzarme a lo desconocido. Lo desconocido en este caso era la Comisión Simpson, a la cual debía agregarme en Honolulú. No sé por qué, siempre he tenido la secreta convicción de que mis parientes tenían la esperanza de librarse de mí mediante el auxilio de los antropófagos que aún suponen existen en los islotes de los mares del Sur.

Aparte de algunas familias inglesas, viajaban en el Blue Star algunos señores exóticos, entre ellos un árabe con pantuflas, chilaba y fez. ¡Que Dios maldiga al árabe! Probablemente él atrajo la desgracia sobre nuestra nave. Nadie me quita este disparate del entendimiento. El hombre merodeaba, taciturno, de un puente a otro, luciendo su perfil de cera dorada, su barba de azabache, sus ojos almendrados y su cortesía de saludar siniestramente a las damas tocándose la frente, los labios y el corazón con los dedos de la mano. Este bergante terminó por trastornar a una vieja escocesa cuyo rostro parecía un colador de pecas y que acarreaba una Biblia descomunal de una hamaca a otra. Al tercer día de navegar, la vieja escocesa estaba resuelta a convertir al árabe del islamismo al anglicanismo..., pero ésta es otra historia. También venía a bordo un insignísimo estafador. Todo el mundo lo sabía, pero a nadie le irritaba la particularidad. El estafador también leía la Biblia.

Al cuarto día de perder el tiempo entre cielo y tierra, descubrí un secreto. El médico de a bordo, en cuanto el pasaje se metía a la cama, se reunía con el señor X (nunca puedo recordar el nombre del señor X), agregado comercial de la embajada de Estados Unidos en Japón, un pintor mejicano y otro señor que no podría asegurar si era un filósofo o un contrabandista de opio. Estos cuatro caballeros, por riguroso turno, se introducían en el consultorio del médico, destapaban unos frascos con ciertos tremendos rótulos que decían “Veneno”, y bebían hasta que al amanecer confundían alegremente sus respectivas camas. Vendí mi silencio por el derecho de usufructuar los frascos de veneno. Así me emborraché cuatro noches seguidas con un noble whisky de indiscutible procedencia escocesa.

Durante el día, es decir, durante la tarde, le hacía el amor a las inglesitas, declamando en un english bárbaro y desaforado párrafos de Romeo y Julieta. Las señoras se reían a mandíbula batiente, viéndome remedar a Otelo, con la cara tiznada de betún y envuelto en una sábana. El árabe auténtico, el de la chilaba, las pantuflas y el fez, al pasar me dirigía una mirada saturna. Probablemente invocaba el rigor de Sidhi Mahomet sobre mi mala cabeza.

Así pasaron seis días de navegación, hasta que sobrevino el 23 de octubre.

Me había acostado tarde. Mi amor hacia Annie progresaba. ¡Ah, Annie, Annie! Nunca he conocido criatura más deliciosa, a pesar de la química industrial. Porque Annie era ingeniero químico. ¡Qué grande y terrible es el mundo!, como decía aquel amigo del Amigo de las Estrellas. Aquella noche, Annie, a pesar de su química, había pasado su brazo tibio sobre mi cuello peludo, y yo permanecía en éxtasis apoyado en la pasarela. El viento cálido adhería el vestido a sus formas y las modelaba. ¿En qué cielo me encontraba yo en aquel momento? Lo ignoro. Pero cuando ella susurraba un my sweetheart, estoy seguro que si llega a pedirme que firme mi sentencia de muerte, no vacilo.

Me acosté al amanecer. Cuando me detuve frente al ropero de mi camarote, tenía la cara tatuada de muescas rojas. Era la pintura de sus besos.

Me acosté sopesando las probabilidades que tenía de desistir de mi absurdo viaje de sondaje de las profundidades del Pacífico. ¿No sería más conveniente seguir con la familia de Annie hasta Shangai? Bien podía yo dedicarme a la química en China. Este pensamiento contribuyó a adormecerme en la satisfacción medida que se supone acompaña a los hombres de buena voluntad.

Eso fue el día 23. El día 24, a la mañana, alguien me sacudió brutalmente tomándome de un brazo. Me incorporé sobresaltado. Era el señor X (maldito sea su nombre, que nunca puedo recordar) inclinado sobre mi litera. Dijo:

—Oiga, Sprus, ocurre algo muy grave.

Estas palabras, pronunciadas en medio del océano, son siempre suficientes para despabilar a los Siete Durmientes de Efeso. Súbitamente mi cuerpo se vació de sueño; miré atentísimo al agregado comercial.

—¿Qué pasa?

—No lo comente, pero...

—No...

—Usted sabe que nos encontramos sobre una de las hoyas más profundas del Pacífico...

—Sí, diez mil metros...

—Bueno, parece que nos ha cogido el radio vector de un remolino de agua, de cien kilómetros de diámetro...

—¿Un remolino?...

—Semejante al que se forma en la superficie del agua de una bañadera cuando se va desaguando. La única diferencia es el diámetro... En la bañadera mide diez centímetros, aquí cien kilómetros.

El señor X era calmoso. Semejante particularidad le permitía expresarse con claridad didáctica. Sentado en la orilla de mi litera, conjeturó:

—Lo más probable es que se haya hundido un trozo de corteza de suelo oceánico sobre una gran caverna plutónica. Al volcarse el agua en su interior se ha producido el remolino. De otro modo no se explicaría la formación de un remolino de semejante diámetro.

—Sí, así debe ser. ¿No estaremos en las proximidades de una catástrofe cósmica?

—No, no creo. Una simple hendidura, nada más. La profundidad submarina más acentuada equivale a una ranura de diez milímetros de profundidad trazada en una esfera de un metro de diámetro.

—¿Y nosotros?

—Desde anoche que el jefe de máquinas intenta dar marcha atrás para sustraerse a la corriente circulatoria, pero ha sido inútil. Otros barcos están allí, cogidos como nosotros en la maldita trampa.

Me vestía apresuradamente. El cielo de la mañana relumbraba con grandes caracoles de estaño sonrosado en las alturas celestes. En el horizonte, cruzando con la vista extensas llanuras de agua soleada, se distinguían otros buques, cuya posición respecto al nuestro se mantenía inalterable, pues eran arrastrados circularmente a la misma velocidad que nuestra nave. Los mástiles, tristemente inclinados sobre los cascos negros, moviéndose paralelamente a otros cascos y otros mástiles, componían el dibujo de una calesita gigantesca e insignificante.

El señor X, con la visera de la gorra hundida hasta la punta de la nariz, me observó:

—Fíjese que la superficie del agua ha cambiado. En vez de estar rugosa, parece ahora una tapadera de aluminio girando sobre su eje...

El símil era exacto. El buque estaba empotrado, por decirlo así, en un inmenso disco de aluminio que giraba aparentemente con una velocidad periférica de treinta millas por hora. Cada diez horas dábamos una vuelta de remolino completa, para acercarnos más a su centro.

—Esta vez me parece que estamos atrapados —dijo nuevamente el señor X—. Voy a ver si veo algo.

Yo no soy hombre susceptible de experimentar un extraordinario apetito cuando se trata de asomarse a la muerte. En verdad, estaba lo suficientemente sobrecogido para asustarme, pero no aún lo suficientemente asustado para perder el sentido de la curiosidad que algún día me arrastrará a mi definitiva perdición.

En un buque, la oficina de novedades es la ventanilla de la estación radiotelegráfica. Allí se tejen chismes, se comentan las subrepticias aventuras nocturnas, pero cuando yo me acerqué, observé que los oficiales no estaban deseosos de conversación. Con el rostro grave, se inclinaban sobre el operador de guardia que hacía teclear el brazo del manipulador. A esa hora de la mañana todos los periódicos del mundo recibían la información del silencioso drama que vivíamos. A las tres de la tarde el drama comenzó a convertirse en tragedia. Un tripulante de color descubrió en los corrillos de los oficiales la gravísima novedad. Dando gritos de horror se arrojó a las aguas, y ya no fue posible mantener el secreto. El cadáver del negro, cogido por el mismo torbellino, seguía a estribor de la nave, como si una invisible mano lo soportara por encima de las aguas. Con repugnancia la gente se apartó de aquel costado pasando a babor.

Al anochecer, el espanto de la tripulación aumentó. Desde el horizonte, la invisible caverna submarina rugía el estertor de un moribundo. En cada puente el pasaje formaba corrillos de sombras que gesticulaban alarmadas. Sin embargo, las aguas se mantenían tranquilas y el cielo estrellado. El remolino, compacto en su masa de agua, giraba como el seguro volante de un motor que recién se pone en marcha.

Salió la luna y era un espectáculo sorprendente esta llanura convertida en una tersa rueda de plata, cuya pulimentación reflejaba la claridad lunar sobre nuestra nave como el reflector de un foco voltaico. Nos veíamos los rostros, inundados de grandes sombras, como si estuviéramos viviendo en un continente lunar.

A las tres de la mañana un comunicado lanzado por el Reed Horse informaba:


“El capitán del Reed Horse, míster Henry Topman, se ha suicidado de un balazo en su camarote.”


En nuestro buque las cosas no marchaban mejor. La disciplina de la tripulación se había quebrantado totalmente. Ninguno de los hombres se encontraba en su puesto, salvo los radiotelegrafistas. En tercera clase, los pasajeros que no yacían en sus literas agotados por el terror se habían embriagado, entregándose a todo género de excesos. Un grupo de árabes acuchilló a un grupo de judíos; un pasajero que se introdujo en el departamento de máquinas y descargó su revólver sobre los manómetros de la máquina a vapor fue muerto de un pistoletazo por el segundo maquinista.

Annie, tomada de mi brazo, no se apartaba un solo instante de mí. Los rulos de su cabellera negra enmarcaban su rostro pálido, de grandes ojos dilatados por el espanto. Yo no sabía a qué palabras apelar para consolarla. Sentados uno frente a otro en una mesa esquinera del comedor dorado, nos mirábamos poseídos por la más extrema fatiga.

En tierra, a esa misma hora, los periódicos comentaban nuestra situación en los tonos más dramáticos. La agencia Argus describía a doscientos quince diarios de Europa y América nuestra situación en estos términos:


“Las tripulaciones han abandonado sus tareas habituales y vagan enloquecidas por los puentes. Doscientas mujeres y quinientos hombres se encuentran en los actuales momentos apoyados en las pasarelas de las naves, mirando con ojos dilatados por el espanto los concéntricos círculos de agua plateada que los aproximan cada vez más al centro hueco del torbellino. En todos los buques se han apagado las calderas, muchos pasajeros, atemorizados, se han encerrado en su camarote; se ignora si esta gente vive o se ha dado muerte por su propia mano.

”Es evidente que se ha producido una catástrofe suboceánica, de consecuencias incalculables para la economía del planeta en los presentes momentos. El eje del remolino se encuentra en la parte del Pacífico conceptuada la más profunda. Es probable que la costra submarina se haya desplomado sobre una caverna gigantesca cuya capacidad es incalculable por ahora. El astrónomo Delanot asocia este fenómeno al de las grandes manchas solares en actividad, aunque, como todos los directores de observatorio, está asombrado, pues los sismógrafos no han registrado ningún movimiento sísmico, cuyo epicentro corresponda al paraje de que nos ocupamos.”


A las cuatro de la mañana el telegrafista Reignert transmitía:


“Con nuestros compañeros nos hemos comprometido a transmitir hasta último momento los horrores de esta catástrofe única en historia de navegación del mundo. El segundo de a bordo, Jenkins, ha perdido toda esperanza de salvación. El capitán ha sufrido gravísimo ataque cardíaco, que le imposibilita hacerse cargo comando del buque.

”Los hechos más importantes ocurridos son: En la riña habida entre árabes y judíos, han resultado muertos cuatro judíos y heridos de suma gravedad dos árabes. El señor Ralph, comerciante de la isla de Aoba, después de intentar ahorcarse, mató a su mujer y se arrojó a las aguas. Esta noche no ha funcionado el servicio de cámara ni de cocina. En este mismo momento acaban de informarme que el mayordomo ha sido hallado en su camarote con la garganta seccionada con su misma navaja de afeitar. Dos marineros, uno irlandés y uno americano, han reñido armados de hacha. El americano ha muerto y el irlandés está encerrado en una escotilla de proa, negándose a salir por temor a las represalias que la tripulación pueda tomar contra él.”


La nave parecía haberse transformado en un asilo de dementes. El estafador, que leía la Biblia para madurar sus planes, se asoció a la señora escocesa de las pecas, y en el centro del comedor establecieron un permanente servicio religioso. Más allá, junto a la popa, el árabe rico, a quien yo atribuía las desgracias que llovían sobre nuestro buque, invocaba la protección de Sidhi Mahomet.

El estafador y la señora escocesa leían, alternándose, versículos de la Biblia, mientras que un coro de señoras desgreñadas y llorosas, y viajeros enjutos y niños asombrados, formaban un círculo en redor de ellos. Annie, a pesar de su química industrial, acabó por abandonarme y sumarse a esta gente que rezaba inagotablemente. Yo, a las cuatro de la mañana, me refugié en el camarín del médico para dar cuenta de los frascos de “Veneno”. El señor X, siempre con su gorra absurda, formaba tertulia allí con el pintor mejicano, que estaba indecentemente bebido, y el médico canadiense. El médico, recordando sus estudios, sugería, a modo de consuelo:

—Cuando el buque llegue al centro del remolino, el eje de cavío se lo tragará como una paja. Nosotros nos deslizaremos a una velocidad fantástica a lo largo de un embudo cristalino que irá oscureciéndose hasta que el tremendo choque nos despedace en el fondo de la caverna.

El señor X, recordando también sus estudios universitarios, oponía a esa tesis esta otra hipótesis:

—En cuanto lleguemos al centro del remolino, tropezaremos con una corriente de aire vertical, en dirección hacia arriba, es decir, que nosotros caeremos a lo largo de un tubo de vacío, que a los pocos segundos de descenso nos habrá asfixiado.

Es curioso. Yo, que un día antes pensaba en ligar mi destino a la voluptuosa Annie, no me acordaba de ella ahora. Cuando pasaba por el comedor y la veía leyendo en la Biblia el libro de Jonás, entre la pecosa escocesa y el lacrimoso estafador, pensaba que el espectáculo que esta gente ofrecía era francamente ridículo. El árabe rico, postrado hacia la Meca, haciendo sus oraciones, no me resultaba tampoco más divertido.

Además, por donde se ponía el pie se tropezaba con montones de basura. En el fumoir de primera clase, encabeza dos por el segundo oficial, los fogoneros, con los maquinistas, habían organizado un Concejo de Urgencia. Hablaban mucho, bebían whisky cada uno por cuatro, y nuestra posible salvación de aquella trampa no aparecía por ninguna parte. Nunca me olvidaré de un pelirrojo, comisionista de motores eléctricos en Cantón. Había despedazado la puerta de un camarote; a cada cuarto de hora arrojaba un trozo de tabla a las aguas y, apoyado en la pasarela, se quedaba mirando cómo el trozo de madera acompañaba al buque en su carrera circular. Otro, en el comedor; inmovilizado como un sonámbulo frente a una brújula de bolsillo, seguía con ojos de enajenado el lento rodar de la aguja magnética. Una mujer, desmelenada como una furia, con el vestido rasgado sobre el pecho, permaneció ocho horas aferrada a un mástil, fija la mirada en aquel redondo espejo de plata, pulimentado por la claridad lechosa del amanecer. Luego se desplomó. Estaba muerta.

Sobrevino un amanecer rojo. El estafador, Annie y la señora escocesa continuaban en el comedor leyendo los versículos del libro de Jonás, que fue salvado por Jehová del interior del vientre de una ballena. De pronto el árabe, que no creía en Jonás, introdujo la mano entre los pliegues de su chilaba, extrajo una pistola automática y se saltó la tapa de los sesos.

Y de pronto, en el enrojecerse de esta aurora mortal, cargada de vahos fríos, comenzó a sonar el gong furiosamente y apareció un oficial radiotelegrafista, gritando:

—Estamos salvos..., estamos salvos... Vienen los hidroaeroplanos a salvarnos.

Del confín comenzaron a partir zumbidos de sirena. El mar estaba colmado de columnas de sonidos. ¡Salvos, salvos! Yo me eché a llorar como una criatura. Y abrazando al estafador, a la señora escocesa y a Annie, comencé a gritar no sé qué cosas.

Esta vez una racha de locura cruzó por el buque. La gente se abrazaba, gritaba, cantaba. Las mujeres se arrodillaban en la cubierta, y estrechando a sus párvulos recuperados los mostraban al sol, y luego los arrojaban en brazos de los oficiales radiotelegrafistas, que eran los héroes de las jornadas. En tanto, las sirenas sonaban cada vez más estrepitosas. De todos los ángulos brotaban hombres barbudos, ojerosos, con botellas. Se organizó una manifestación de hombres, mujeres y niños que llevaban en andas a los radiotelegrafistas. Se bebía; hubo cantos en coro. Dentro de unas horas abandonaríamos la nave; cada cual debía llevar exclusivamente sus valores en metálico y documentos, pero nadie lamentaba los bienes terrestres perdidos. En cada pasillo, frente a cada camarote, había un tumulto de personas con vasos en las manos que ofrecían champagne, y a medida que aumentaba la alegría de salvarse, el ruido humano aumentaba de altura, y aunque las sirenas ensordecían, los agudos que lanzaban las gargantas eran más rabiosos y ululantes. Annie, que hasta hacía una hora leía la Biblia, cuando volvió a reencontrarme en un pasillo, me tomó entre sus brazos. Por sus mejillas corrían las lágrimas, pero sonreía tan maravillosamente, que yo sólo atiné a estrecharme a ella con más violencia. Un viento sordo nos empujaba a través de los pasillos; cuando entramos al comedor se desvaneció en mis brazos. Luego nos besamos, más ávidamente que nunca. Era aquélla una especie de locura, a la que puso fin el zumbido grave de la flotilla de aviones plateados. Y entonces salimos... Teníamos que volver nuevamente a la tierra...

Y a pesar de que yo salvaba mi vida, en aquel minuto me sentí triste.


(El Hogar, 22 de noviembre de 1937)


Publicado el 7 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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