Abdul el Joven, encaramado en lo alto del camello, se dejaba llevar hacia Tánger. Le parecía ver todas las cosas como desde el repecho de una torre.
Había salido de Larache, hecho noche en Arcila y, ahora, bajo el sol de primavera, se acercaba a Tánger conjugando unos verbos holandeses.
Las camellos, avanzando con largas zancadas, en el extremo de su cuello encorvado movían sus cabezas de reptiles hacia todas las direcciones, como si les interesara extraordinariamente lo que ocurría en la carretera y los sembradíos laterales. Pero a los costados de la carretera no ocurría nada extraordinario. De tanto en tanto, pesados, enormes, pasaban vertiginosos camiones cargados de mercadería, y Abdul el Joven pensaba que el tráfico de carga económica servido por camellos no se prolongaría durante mucho tiempo.
¡Malditos europeos! ¡Lo destruían todo!
Abdul el Joven venía pensando en numerosos problemas. Aparentemente estaba al servicio de Mahomet el Sordo, pero, secretamente, trabajaba para Alí el Negro. Alí el Negro había vivido durante cierto tiempo en Francia y se había jugado la piel muchas veces al servicio de Abd El Krim Jartabi. Evidentemente, Alí el Negro estaba vinculado al gran movimiento panislámico y algún día moriría ahorcado, apuñalado o ametrallado por algún terrorista europeo.
“—Tú irás muy lejos —le decía Alí el Negro a nuestro joven camellero—. Eres más astuto que una mujerzuela y hablas el inglés. ¡Quién hablara el inglés! Prepárate a sustituirme aquí en Tánger para cuando me asesinen, pero no te olvides que todavía te falta mucho que aprender. ¿Cómo distinguirías un vulgar trabajo de cemento de un clandestino preparativo de fortificación? ¿Cómo distinguirías una apócrifa cancha de tenis de la base de cemento para una pieza de grueso calibre? ¿Cuándo vas a aprender a usar el telémetro y el teodolito? Lo único que conoces es el inglés, porque tu honorable padre, posiblemente en un momento de locura, te obligó a estudiarlo.
Como Abdul el Joven no tenía nada que hacer, escuchaba respetuosamente estos discursos de su tío, y Alí el Negro, con la boquilla de su narguile prendida entre los carnudos labios, proseguía, al tiempo que olía, una rosa amarilla:
—Acuérdate de estudiar el holandés, que es el idioma de toda el África. Aprende el alemán también, si puedes. Mézclate con el pueblo. Vive constantemente con el pueblo. Mientras no puedas pasar por un cargador de agua, por un domador de serpientes, por un bebedor de fuego, no serás un perfecto espía. A tu próxima vuelta de Larache te tendré alistado un hombre que te enseñará a domesticar serpientes. Ello te será muy útil.
Bajo un sol de fuego que iluminaba los ondulantes prados herbosos, Abdul el joven venía conjugando verbos holandeses y recordando al mismo tiempo estas conversaciones con Alí el Negro. De paso, meditaba en una extraña confidencia que le había hecho un agente de Alí el Negro.
Fue en Arcila. Hacía ya horas que había salido de Arcila. El agente de Alí el Negro en Arcila vivía a unos pasos del famoso y abandonado palacio del cherif Muley Hamed. No lejos del palacio del cherif había un tinglado, y bajo el tinglado un montón de paja. Allí, sentados en cuclillas sobre la paja, se reunían los conductores de camellos, esquiladores de burros y campesinos de los alrededores. En tanto que los haraposos, con el pelo remojado, esperaban a que les afeitaran la cabeza, el barbero que trabajaba al servicio de Alí el Negro solía escuchar, aparentando indiferencia, curiosas noticias e interesantes informes. Luego, diligentemente, los transmitía a su amo.
Pues bien; Abdul el Joven fue y se sentó en cuclillas bajo el tinglado. Un adolescente de labios rojos se acercó a Abdul, le besó con familiaridad en la boca y luego le remojó la cabeza. A continuación, con su gran navaja, se le acercó el barbero, y mientras le afeitaba la cabeza, le susurró al oído:
—Comunícale a Alí el Negro que hace dos semanas viven aquí dos extranjeros. Son alemanes. No se mueven de la costa y meten sus coloradas narices en todos los rincones del río Lecuss. También puedes decirle que el otro día estuvo aquí con ellos Mahomet el Tangerino...
—¿El de la cicatriz en la cara?
—Sí. ¿Lo conoces?
—Hermano, creo que lo conozco.
—Bueno, Aboulcasin se hizo el encontradizo con los hombres de la nariz colorada en la playa, y estuvieron toda la mañana charlando allí, tendidos al sol como tres tiburones.
—Cuidado con mi cabeza.
El barbero se alejó unos pasos, observó el afeitado cráneo de Abdul, y le dijo:
—Estás más hermoso que una hurí.
Abdul sonrió y, luego de arrojarle unos cobres, salió. Varias ideas giraban en su cabeza. ¿Qué tendría que ver Mahomet con los alemanes? ¿Qué significaba ese paseo de cuarenta kilómetros de Tánger a Arcila? Mahomet no era hombre que se costeara tan lejos para recrearse con el paisaje del agua. Si quería ver agua tenía de sobra con el paisaje de Tánger. Allí había gato encerrado. Mahomet se entendía con los hombres que parecían alemanes. ¿Qué significaba eso?
Mahomet tenía un bacalito, un puesto de seda en la Luneta de Tánger. Pero más de una extranjera se detenía frente al bacalito de Mahomet a mercar seda y a dejar entre las pesetas de papel órdenes escritas. Y, ¡oh casualidad!, Abdul el Joven era amigo de una de las tres mujeres de Mahomet. Las esclavas de Mahomet y las dos mujeres de Mahomet sabían que su marido y amo era engañado por su tercera esposa; pero, con ese inquebrantable sentido de la solidaridad que existe entre las mujeres musulmanas, ninguna delataba la infidelidad de Amina. ¡Antes hubieran soportado el tormento!
Abdul sabía que había cubierto de deshonor la casa de Mahomet y, que si eran descubiertos, él y Amina sólo podían esperar la muerte. Pero jamás hubiera sospechado que Mahomet se dedicara al espionaje. La información del barbero era extraordinaria. ¿Y si él utilizara a Amina para que le sonsacara la verdad a su marido?
El adolescente le alcanzó una jofaina de cobre y Abdul se lavó la cabeza; pero mientras se enjabonaba pensaba en lo que diría Alí el Negro cuando se enterara de semejante novedad. ¡Mahomet el Sedero trabajando de espía!
Lo más curioso del caso es que nadie estaba informado en Tánger de la salida de Mahomet hacia Arcila. Una hora atrás Abdul se había cruzado con un agente de Alí el Negro que iba hacia Larache, y el agente no sabía que Mahomet estaba ausente de Tánger. ¿Cómo había escapado Mahomet a la vigilancia que controlaba la salida de todos los hombres desde Tánger hacia las afueras? Sin embargo, Mahomet no podía haber salido volando de Tánger. Únicamente que hubiera partido muy tarde por la noche, por el lado del barrio europeo, y embarcado en una lancha. Eso era probable. Existían en su partida una serie de particularidades raras a investigar. ¿Quién mejor que Amina, la tercera esposa de Mahomet, podía informarle?
Al caer de la noche llegó Abdul a Tánger. Dio cuenta de todas las peripecias del camino a su amo el Sordo; luego, cautelosamente, se dirigió a la casa de Alí el Negro.
Lo encontró apoltronado entre cojines en su jardín, bajo el tupido ramaje de un cedro, leyendo el Corán y fumando su eterno narguile. Abdul sentóse junto a él y dijo:
—¿Sabes quién está complicado en amistad con los alemanes de Arcila?
—No.
—Mahomet el Sedero de la Luneta.
—No.
—Sí.
A continuación Abdul le narró al Negro todo lo que había observado el barberillo de Arcila, mientras arrastraba sus babuchas frente al pórtico del palacio del cherif Muley Hamed.
—¿Cómo iría hasta Arcila? —murmuró el camellero.
—Salió por mar —repuso el Negro—, Ahora me acuerdo que un hermano de Mahomet tiene una finca en las mismas orillas del mar en Arcila. —Y pensativamente, agregó:— Los dos hermanos deben trabajar para los alemanes. ¡Nunca lo hubiera creído! ¿Quieres fumar un narguile?
Abdul levantó la cabeza. Una constelación titilante de luces azules brillaba en la altura de la noche. Pensó en los besos de Amina y dijo, sentencioso:
—Tío, no cambies nunca los besos de una jovencita por las graves palabras de un sabio.
Y sonriendo, besó la mano de su tío y salió.
Mahomet, el sedero de la Luneta, estaba sentado a una mesa del
bar de Benavides el Renegado, junto a Mahomet estaba Baba, el estudiante
de teología, y Beddrin Hassán, el propietario de una flamante línea de
camiones que hacía el servicio entre Tánger y Ceuta. Los tres eran moros
y los tres decían, el uno del otro, cuando hablaban a sus amigos
cristianos:
—Fíate de un moro cuarenta años después que se haya muerto.
Sin embargo, un espía sabe que siempre algo conveniente se encuentra en el trato de hombres de diversa profesión, aunque a veces se oculta entre esa gente aquél que puede arrastrarlo hasta la muerte.
De pronto, a pedido de Baba el Estudiante, la orquesta, refugiada en el fondo del café bajo una arcada, comenzó a tocar el plañidero Ya asafi. La melodía era tan triste que, súbitamente, el rostro de los tres hombres se cubrió de gozosa angustia. Beddrin Hassán no pudo contenerse y comenzó a canturrear la letra de la canción:
“¡Cómo recuerdo el pasado distante! ¡Oh, Alá; oh, Alá!
¿Qué se han hecho de aquellos días de alegría,
de aquellas tardes y noches de placer dulcísimo?
¡Oh, morada de Andalucía que abandonamos,
no podremos olvidarte nunca!”
Canturreaba Beddrin Hassán y canturreaba el estudiante y, a pesar
de su gravedad, el sedero no se pudo sustraer al deseo de acompañarles,
y con voz grave se sumó a la canción. En aquel momento se olvidaron de
sus bribonadas, y de sus bellaquerías, y de sus intereses, y la
penetrante música del Ya asafi estuvo en sus corazones como la mirada negra de una muchacha que ansia ser besada en la boca.
“¡Oh, morada de Andalucía que abandonamos, no podremos olvidarte nunca!”, repetían ahora los tres hombres.
De pronto, los labios de Mahomet se cerraron. Allí, junto a la mesa, barbudo, infamante, estaba el mendigo Namiah.
—¡Dadle una caridad a este pobre huérfano, oh, creyentes! En el día de la Resurrección, esa caridad pondrá a vuestra derecha el libro de las buenas acciones.
Fríamente Beddrin Hassán le arrojó un cobre al mendigo, y éste salió. Algunos minutos después Mahomet recordó una olvidada obligación y se despidió de sus amigos. El estudiante de teología dijo entonces al propietario de los camiones:
—Ten por seguro que ha ido a reunirse con el mendigo.
Efectivamente, el haraposo Namiah se había detenido en el hueco de un pórtico. Refugióse allí, donde nadie lo podía ver; y cuando Mahomet se le acercó, le dijo:
—Escúchame, señor. Abdul, el camellero, está cubriendo tu casa de deshonor.
Una llamarada de fuego subió hasta las sienes del sedero.
Miró en derredor. En el recodo de la callejuela oscura no había presente nadie. ¿Y tras de las persianas? Se volvió cautelosamente hacia Namiah. Tratando de ganar tiempo para ordenar sus pensamientos, repuso:
—¿Estás seguro de que era Abdul? ¿No te habrás equivocado? ¿Comprendes la magnitud del testimonio que estás levantando contra un creyente?
Namiah se retorció bajo su chilaba andrajosa como si un cólico le desgarrara las entrañas, e insistió:
—¡Oh, gloria del Magreb! ¿Cómo puedes dudar de mi palabra? ¿No te he servido siempre tan devotamente como un humildísimo perro?
Mahomet, con sus renegridos ojos de traficante cauteloso, volvió a mirar en derredor. Allá, a veinte pasos del entrante donde ambos estaban refugiados, tras los nudos de una reja, se recortaban los rombos de una persiana espesa. ¿Estaría espiándole desde allí alguna mujer? El mendigo, impaciente, le observaba, esperando su recompensa con tanta avidez que ya se veía a sí mismo en un puesto de pescado mercando un grueso trozo hervido en aceite e hincándole los dientes.
—Abdul. Abdul el camellero. No es posible, Namiah...
—Te lo juro por las barbas del profeta, señor. El mismo. Con una magnífica chilaba y perfumado como una mujerzuela de la Luneta.
Sin embargo, no en vano Mahomet trabajaba de espía. Retorció su furor apretando los dientes y, oprimiendo sobre la chilaba una mano contra su corazón, calculadamente despacio, susurró:
—¿Quién lo sabe además de ti?
—Nadie, señor.
—¿Y cómo sabes que Abdul está en mi casa?
—La puerta del jardín de tu casa se abrió cuando yo pasaba y él entró.
El sedero se mesó la barba: el mendigo podía hablar. Echó la mano a la faltriquera para sacar algunas monedas y extrajo una pequeña bolsita atada. El mendigo comenzó a desatarla, y el puñal del sedero rebrilló su curva en el aire, enganchó con su punta el corazón del haraposo y se retiró. El mendigo se apoyó, temblando, contra el muro, con la bolsa aún entre sus manos. Mahomet le retiró delicadamente la bolsa, volvió el cuchillo a su vaina frente al moribundo, que lo miraba desencajado, y se apartó. Cuando Mahomet volvió la cabeza, Namiah estaba tendido en el suelo en el último sueño.
El sedero se dirigió a su casa. La ley era explícita. Podía condenar a muerte a cualquiera de sus tres mujeres que le fuera infiel, y podía hacerlas ejecutar en su casa, o en la casa del padre de la infiel, contratando los servicios del verdugo. También la ley lo autorizaba a ejecutar al maldito camellero. Sin embargo, la prudencia no dejó de hacer escuchar su llamado.
Si mataba al camellero, perdería el único cabo que le permitiría establecer quién era el organizador del espionaje nacionalista en Tánger. Sin embargo, el furor que encrespaba sus pensamientos era tan recio, que sus ojos lucían como los de un leproso. La esclava de Amina tuvo apenas tiempo de entrar en la habitación donde Amina y el camellero Abdul se reían cara a cara, recíprocamente enganchados por sus brazos:
—¡Estrella de la mañana, que llega el león encrespado!
—¡Me han delatado! —rugió Abdul.
—¡Cállate, fuego del paraíso! —suspiró Amina, y besándolo en la boca lo empujó hacia un arcón—. Métete allí.
Ella misma levantó la tapa, y Abdul empalideció al penetrar en aquel pozo de madera que podía ser su ataúd. Amina bajó la tapa, extendió el tapiz y se dejó caer en su sitial, donde continuó un bordado abandonado. Siniestramente pálido apareció el sedero tras de una cortina. Amina comprendió que estaba descubierta. El sedero miró en derredor. Amina se levantó, avanzó hasta su dueño, le tomó la mano derecha y se la besó. Luego le dijo, sonriendo:
—¡Oh, mi señor, si llegas un minuto antes encuentras aquí a mi amante!
Mahomet dio un salto hacia atrás y echó mano a su puñal.
—Pero como has llegado un minuto después, tuve tiempo para esconderlo en ese arcón.
Con paso inseguro y mirada torva, Mahomet se dirigió al arcón, pero entonces la carcajada de Amina estalló tan vibrante, que el sedero se detuvo como si hubiera recibido un latigazo en el rostro, mientras que su tercera esposa le decía:
—¡Ah, hombre crédulo entre los hombres crédulos! Has creído en una mentira y perdiste tu sabiduría. Paga la pena. Vete inmediatamente a la tienda de Masud y cómprame un pañuelo de seda verde que tiene bordados un ruiseñor de oro, una rosa de plata y un clavel de sangre.
El sedero retrocedió, sonriendo. El honor estaba salvado. Entonces, con el corazón rezumando un odio que lo enloquecía, respondió amablemente, deseando huir de allí:
—¡Oh, gloria de las esposas fieles! He perdido la sabiduría y pagaré mi falta. ¿Has dicho que es...?
—En la tienda de Masud. Un pañuelo...
(Mundo Argentino, 15 de marzo de 1939)