Una Aventura en Granada

Roberto Arlt


Cuento


Esteban cargaba su pipa, fingiendo estar entregado exclusivamente a este trabajo. Sin embargo, su pensamiento estaba en otra parte. Adiviné el proceso mental con tanta seguridad, que le afirmé:

—¿Estás cavilando si contarme o no tu secreto?

—¡Oh!, esto sí que es gracioso.

—No, no es gracioso. Tú has cambiado mucho, amigo Stifel. Desde que has regresado de España eres otro hombre.

—¿Qué dices?

—Cuando te fuiste eras un hombre jovial, despreocupado. Aquí, en Fleet, no había camarada más agradable que tú.

Esteban se aproximó pensativamente al ventanal y miró la calle de agua, a cuyo final, entre la neblina, se distinguía la torre de la iglesia de San Miguel. La sirena de un transatlántico que abandonaba el puerto de Hamburgo resonaba en la noche, y Esteban, alejándose pensativamente del ventanal, sentóse frente a mí y suspiró:

—Nunca debí haber ido a España.

—¿Por qué?

—No te has fijado...

“Clink”, y el barrilito de agua destilada que había en un rincón del consultorio cayó reventado al suelo. Sin sobresaltarse, rápidamente, Esteban apagó la luz y me dijo:

—Vamos adentro.

—¿Qué ha pasado?

—Han intentado matarme otra vez.

—Otra vez... ¿Por qué?

—Vamos adentro.

Le seguí, y ya en el interior del viejo edificio, entramos en una biblioteca. Cerró la puerta y me dijo:

—No te extrañe que no salga a la calle a buscar al que ha intentado matarme. Ya está lejos.

—Pero, ¿por qué quieren matarte?

—¡Oh! Es una vieja historia que está relacionada, precisamente, con el viaje de España. Escucha:

“Después que me diplomé como médico en Berlín, mis padres me regalaron cierta suma de dinero, que resolví gastar en viajes. Debido a que hablaba el castellano, pues cuando pequeño viví hasta los quince años en la República de Chile, en Sudamérica, ansioso de aventuras, resolví visitar España. ¿No era la clásica tierra de los romances, del Quijote, de la Celestina y del Buscón? Así que hube llegado a Granada y depositado mis maletas en un hotel llamado El Amoroso Molinero, situado en el Paseo del Salón, lo primero que hice fue lanzarme a la calle a conocer la Alhambra.

”Recuerdo que el corazón me saltaba dentro del pecho cuando crucé la Puerta de las Granadas, entré al pétreo palacio de Carlos V y desde allí divisé los rojizos muros de ladrillo de la Roja. Esos días fueron famosos para mí. Me paseaba sobrecogido por el Patio de los Arrayanes y el mirador de Daraxsa. Pero si la Alhambra me emocionó, los jardines del Generalife, sembrados de surtidores que desgranaban todo el día sus varas de agua entre los penachos de los cipreses, me embargaron de sabrosa melancolía. En el hotel de El Amoroso Molinero únicamente se me podía encontrar a la hora de almorzar o cenar, porque, desafiando los bravos calores, me lanzaba en todas direcciones a catar antigüedades.

”Una noche que me paseaba a lo largo del Darro, embebida el alma en la verdosa fantasmagoría de sus arcos de piedra tendidos entre las dos riberas de casas antiguas, y mientras que trataba de imaginarme cómo transcurriría la vida de la población morisca en siglos pasados, no bien había dejado atrás la vetusta iglesia de Santa Ana, de una callejuela que en rústicos escalones trepaba hasta la terraza del Albaicín, surgió una moza como nunca jamás veré otra semejante. Vestía una acampanada saya de raso amarillo y dos renegridas trenzas caían sobre sus hombros, mientras que bajo los arcos de sus cejas, los ojos, de negras aguas verdosas, centelleaban falsía y voluptuosidad. Bajo la misma vela de una hornacina de la Virgen y el Niño se detuvo y, allí, sonriéndome zalamera, me dijo:

”—Oye, niño: ¿no eres tú el médico extranjís que yanta en El Amoroso Molinero?

”Si yo, ateniéndome a normas de elemental prudencia, le hubiera respondido: ‘No; no soy el médico extranjís, sino su amigo, me habría librado de un horrible destino; pero como no era nada más que un jovenzuelo imbécil, la vanidad me perdió. Instantáneamente supuse que la hechicera desconocida me había visto pasar con anterioridad, y cautivada por mi figura, me había hecho perseguir por un zagalillo o alguna celestina, quien la informó de mi nombre y condición. De modo que, detenido frente a ella, con ojos desencajados de admiración, le respondí, intentando imitar su gracejo:

”—Por Dios y la Virgen que yo soy el médico a quien tú buscas. Con mucho gusto te serviré a ti y a tu bendita madre y a tu hermanita, si la tienes.

”—Vaya que tienes ángel —repuso ella, y yo me quedé contemplándola un poco atontado, vacilando si debía tomarla o no de una mano y comenzar a besársela, cuando ella prosiguió:

”—Escucha, doctor de mi alma, y no me pierdas, que yo te pagaré con el sol y con la luna. Un hermanico mío, afilando su navajilla, cayó sobre ella y se desgarró las carnes. Quisiera que tú le curaras, que yo y mis padres, y sobre todo yo, te estaremos agradecidos por mil años. Que vaya, no me negarás tú, bendito, este favorcillo, ¿verdad que no?

”Yo la escuchaba y pensaba que ella era falsa y zalamera como siete mil mujeres, y que su hermanito debía ser un bribón de siete suelas, más forajido que el mismo Caco; pero los ojazos de la muchacha, clavados en mis ojos, derretían mi voluntad, y yo la miraba, y cuanto más la miraba, menos medía la profundidad del abismo en que estaba por lanzarme. De manera que, olvidado de mis deberes, le respondí:

”—Como tu hermano esté muerto, yo lo resucitaré. Espérame cinco minutos: llegaré hasta el hotel a buscar mi botiquín de primeros auxilios. ¿Está grave él?

”—Ha perdido mucha sangre...

”—Bueno; vendré corriendo...

”—No tardes. Que no se entere nadie.

”—Tú y yo, y nadie más, paloma —le dije. Y felicitándome de mi habilidad salí disparado como alma que lleva el diablo, que en verdad era el diablo el que esa noche me llevaba hacia mi perdición.

”Cuando retorné por la carretera del Darro y dejé atrás la vetusta iglesia de Santa Ana, allí bajo la hornacina de la Virgen y el Niño aún estaba ella inmóvil, aguardándome, semejante a un pastel de bronce. Pero la carrera me había ya espabilado a medias, de manera que, cuando siguiéndola a ella, eché a caminar cuesta arriba hacia la montañosa cornisa del Albaicín, entre serpenteantes senderines trazados entre casonas milenarias, le dije:

”—¿Ha reñido con alguien tu hermano?

”—¡Oh, no!; que te he dicho que ha tropezado y ha caído encima de su misma navajilla abierta...

”—¿Y cómo sabías tú que yo era el médico?

”—Porque hoy una criada del hotel me le señaló a usted y me dijo: ‘Allá va el médico extranjís...’

”La cuesta tornóse más empinada.

”Ella andaba delante de mí, con la agilidad de un andarín. La noche se había echado completamente encima. Cuando levanté los ojos descubrí que las estrellas habían desaparecido. Gruesos nubarrones tomaban sofocante el aire que respirábamos y mi frente estaba mojada de sudar. Al volver la cabeza descubrí que las luces de Granada quedaban abajo. Repentinamente me sentí inquieto, más ya era tarde para retroceder. La doncella misteriosa, a grandes pasos, me encaminaba ahora a través de chumberas y de cactos. Nuevamente el terreno tornóse tan accidentado, que ella me tomó de la mano, una mano de dedos largos y tibios, y yo, perdiendo a medias el sentido, comencé, arrastrado por ella, a ir y venir por el monte. Su brazo rozaba mi brazo. El tiempo parecía que volaba a través de las hendiduras de una tempestad. No terminábamos nunca de llegar: yo estaba destrozado por la fatiga y los pies doloridos. Una vez que intenté hablar, ella me dijo:

”—Calla. —Y de pronto nos detuvimos frente a un corte vertical hendido en el flanco de un monte que parecía un cerro de sal. En el flanco de este cerro, a su mismo pie, había una portezuela de madera. Ella golpeó con los nudillos; la puerta se abrió y me encontré frente a un subterráneo abierto en el mismo corazón de la montaña. Me detuve irresoluto. Una bocanada de aire húmedo y frío me golpeó el rostro; pero ella me empujó hacia adentro diciendo:

”—Vamos, que el pobrecito aguarda...

”Al fondo del subterráneo aparecía un trozo de abovedamiento de caverna completamente iluminado. Me encaminé hacia allí. La desconocida cerró la puerta, yo terminé de avanzar algunos pasos y me detuve sorprendido.

”—Tres hombres, cubiertos de pies a cabeza de dominós negros, como los que usan los hermanos penitenciarios de ciertas comunidades de Sevilla durante las procesiones de la Semana Santa, custodiaban a otro que, tendido en el suelo, dormía, completamente amarrado con cordeles de pies y manos. Una de las personas de dominó al observar a través de los agujeros de su capuchón mi gesto de sorpresa, me indicó melifluamente:

”—Evite toda actitud extemporánea. Se encuentra entre caballeros. No deseamos proceder con violencia contra usted.

"Siguiendo un impulso de curiosidad me incliné sobre el prisionero. Pocas veces he encontrado en mi vida un rostro hermoso que pudiera parecerse a éste. Cierta melancolía adornaba su expresión: más parecía el semblante de una noble joven que el de un vigoroso hombre porque, evidentemente, el prisionero era un membrudo ejemplar masculino. Las cuerdas, apretadas, ceñían su musculatura firme. Se adivinaba que dormía bajo la acción de un narcótico poderoso. Despierto debía ser terrible e irresistible.

"Entonces el desconocido que primeramente me habló por debajo del capuchón de su dominó, porque durante la escena que sucedió los otros no pronunciaron una palabra, extrajo de su bolsillo una pistola automática y, mostrándomela, dijo:

”—Caballero, he traído esta pistola para saltarle la tapa de los sesos si se le ocurre desobedecernos.

"Yo los miraba atónito, la valijilla de primeros auxilios colgante de mi mano, los ojos desencajados. El otro continuó pacíficamente, después de guardar la pistola en el bolsillo:

”—Permítame que nos expliquemos. Le hemos elegido a usted por ser extranjero y porque, después de la escena que va a ocurrir, probablemente tendréis más que prisa por retiraros de esta noble ciudad.

"Él hablaba así, hidalga y campanudamente. Sin abandonar la pistola, echó la otra mano al bolsillo, sacó una cartera, la abrió, extrajo de ella dos billetes de mil pesetas, me los entregó o, mejor dicho, me los puso en el bolsillo, mientras yo, atónito, le miraba, y prosiguió:

”—Acaba de recibir usted dos mil pesetas; el importe de su operación.

”—Yo estoy loco o ustedes se burlan de mí. ¿Qué operación es la que he hecho?

”—La que vais a hacer —repuso el hombre del dominó.

”—¿Qué esperan ustedes de mí?

"Entonces, el caballero del dominó, malditos sean él y sus hijos por los siglos de los siglos, me respondió:

”—Muy sencillo. Le cortaréis la nariz y las dos orejas a este caballerito que yace en el suelo.

”¡Ah, qué claro lo recuerdo!

"Respingué como si a mis pies se hubiera abierto un pozo, mientras que el caballero del dominó prosiguió:

”—Ya veis que no os pedimos que matéis a este hombre, ni que le torturéis, ni que le hagáis una cura prohibida por la ley. No. Le cortaréis la nariz y las dos orejas, nada más.

"—Yo no haré eso.

"—¿Preferís, acaso, que os sepulten en esta húmeda cueva?

"El hombre del dominó parecía burlarse de mí.

”—Sed razonable, doctor. No todos los días de vuestra vida os llegará una intervención quirúrgica que os beneficie con dos mil pesetas. Si ahora nosotros os pusiéramos en libertad, es casi seguro que denunciarías nuestros propósitos a las autoridades de Granada, y también es muy posible que éstas se apresuraran a oponerse al cumplimiento de nuestros deseos. En cambio, cuando este caballerote —le tocó despreciativamente con el pie— haya perdido su hermosa nariz y las orejas, vos mismo comprenderéis que toda denuncia es improcedente. Obedecednos, caballero. Os hemos pagado cumplidamente. Nobleza obliga...

”—Una copita de oporto —susurró la doncella que me había guiado hasta la cueva, extendiéndome una bandejilla.

”Entonces yo ya no pude contenerme y exclamé:

”—¡Idos al diablo con vuestro oporto! De ninguna manera esperéis de mí tamaño crimen. Si queréis cortarle las orejas a ese pobre joven, cortádselas vosotros...

”—De ninguna manera —interrumpió mi melifluo interlocutor. —Nosotros no somos cirujanos y jamás nos atreveríamos a intervenir empíricamente ni en la nariz ni en las orejas de este mozo...

”Una voz ronca proveniente de debajo de la capucha de otro dominó que hasta ahora había permanecido silencioso, cortó en seco la discusión:

”—¡Qué tantas palabras con este mediquillo del...! —Aquí el sujeto lanzó una palabra de imposible reproducción. Ahora se dirigió a mí: —O usted le corta la nariz a este individuo, o nosotros le hacemos polvo a usted.

”Y antes que yo pudiera evitarlo, el individuo se abalanzó sobre mí, me tomó enérgicamente por las solapas y, apoyando el cañón de su revólver en mi pecho, ladró más bien que habló:

”—¿Qué resuelve su merced? No demore..., no demore...

”¿Qué iba a resolver? Vencido, contesté:

”—Conste que cedo a la fuerza. Pero ¿no podré saber cuál es la causa por la que se ha condenado a tan terrible pena a este desdichado joven?

”Entonces, el hombre de las argumentaciones melifluas me respondió, mientras yo entreabría mi maletín quirúrgico:

”—Este hermoso galán ha cubierto de deshonor a muchos hombres de nuestra ciudad, que, por supuesto, no es Granada. Últimamente una doncella ha muerto por su culpa y una virtuosa casada ha perdido su hogar al perder por él la cabeza. De manera que, no sintiéndonos con derecho a quitarle la vida, queremos quitarle esa fatal hermosura con que se jacta y pierde a nuestras mujeres, hermanas, hijas o esposas.

”Después que vos le hayáis separado de su nariz y de sus orejas, el bendito conquistará únicamente el paraíso, porque nadie querrá perderse con él ni por él.

”—¡Qué arzobispo hubierais hecho! —exclamó entonces el tercer dominó, que hasta ahora había permanecido callado.

”—¡Arzobispo! —replicó el de la voz ronca— Cardenal primado, y ¿por qué no Papa?

”No describiré lo que ocurrió después, pero durante una hora estuve ocupado en transformar en un monstruo al más hermoso hombre que había conocido. Los tres dominós negros me rodeaban vigilando mi trabajo y elogiando de tanto en tanto mi habilidad carnicera. Cuando la funesta operación estuvo terminada y dejé al galán convenientemente vendado e insensibilizado bajo la acción de otra inyección de morfina, mis secuestradores dijeron:

”—Ahora, caballero, convendréis con nosotros que no sería prudente dejaros en libertad. Servios beber este bebedizo, que os hará dormir hasta mañana. Mañana regresaréis a vuestro hospedaje, El Amoroso Molinero, y todos habremos quedado contentos como unas pascuas, hasta este bendito. —Y señaló al prisionero, cuya cabeza ahora estaba envuelta en vendajes.

”Dieciséis horas después desperté en la cueva, que estaba totalmente a oscuras.

”Tenía la boca abrasada por la sed, la cabeza pesada de incoherencias, el cuerpo quebrantado de un tan largo sueño, sobre un simple lienzo tendido sobre la piedra. Extendí el brazo, encontré la botella de oporto, bebí un trago, volví a echarme y otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, encendí un fósforo y salí hasta la puerta de la cueva.

”Grandes estrellas lucían sobre la vega de Granada. En una altura opuesta a la que me encontraba se distinguía el Sacromonte con las entradas de sus cuevas totalmente iluminadas. Frente a las cuevas danzaban grupos de gitanas y el eco del jaleo llegaba hasta mí.

”Abajo, Granada, iluminada por cordones de lámparas eléctricas, parecía llamarme a la vida. Recordé los tres negros dominós de la noche anterior. Aquel trance me parecía el pasaje de una pesadilla infernal; pero cuando retorné al interior y recogí mi maletín descubrí que del rollo de vendajes no quedaban más que unos hilos, dejé de dudar de mi participación en la horrible aventura. Por si acaso no quisiera saberlo, en mi bolsillo se encontraban los dos billetes de mil pesetas.

”‘Nobleza obliga’...

”Entonces, agobiado de remordimientos de vergüenza y de temores, bajé por el camino retorcido que conducía a la carretera del Darro, que corre entre viejas casas de piedra de tres pisos de alto. Sonoridades de guitarras y voces de canto se escapaban de alguna tabernilla con vidrios ahumados; pero la nota de color, la vocinglería de la gente en tomo de los tíos vivos y todo el alboroto que veinticuatro horas antes me hubieran encantado, no encontraban en mí la más mínima relevancia. Compré los periódicos del día para informarme de si traían noticias de la extraña aventura, pero en ninguno de ellos decía palabra.

”Granada se me hizo odiosa. No me hubiera asombrado que en el hotel me aguardara una pareja de guardias civiles; pero cuando llegué a El Amoroso Molinero, el único con quien tropecé fue el granujiento camarero que, guiñándome familiarmente un ojo, me dijo:

”—¡Se jaranea!, ¿eh?

”—Sin responderle, entré en mi habitación, preparé el equipaje y, a las diez de la noche, siempre temeroso, subí al tren que salía para Madrid. De Madrid tomé el avión para Barcelona; en Barcelona tuve la suerte de encontrar un steamer que salía para Hamburgo, y recién entonces, cuando desembarqué en Alemania, comencé a respirar tranquilo.

”—Cinco meses después de esta desdichada aventura, al salir de mi casa, un tiesto de flores se desprendió de una ventana y estalló a mis pies. Dos meses después de este accidente, al volver de atender a mi hermana que se encontraba enferma, un desconocido me descerrajó un tiro. Esta noche alguien que nos estaba vigilando me ha disparado un tiro de fusil. ¿Y quién puede ser el autor de esos atentados sino el hombre desnarigado de Granada?”

—Pero tú no eres responsable...

—Ya sé.

—¿No te has dirigido a la policía?

—¿Cómo..., cómo?... Tendría que confesar mi delito. De callarme, tendría que mentir y, si mintiera, pronto descubrirían las contradicciones.

El problema de Esteban era grave.

—¿Y si te marcharas a América?

—Lo estudiaré.

Me despedí de Stifel. Al día siguiente averigüé por mi cuenta si había desembarcado en Hamburgo un hombre sin orejas y nariz; pero la policía no tenía la más mínima noticia acerca de semejante desfigurado. ¿Sería algún hermano de aquel hombre el que perseguía a Stifel?

Un mes después, en circunstancias que yo y un amigo mío escoltábamos a Esteban desde la casa de su hermana al consultorio, un segundo después de salir de debajo del arco de piedra de la antigua callejuela de Graskeller, escuchamos tres explosiones. Esteban lanzó un grito, vimos que un hombre huía seguido de algunas personas. De pronto Esteban cayó sobre sus rodillas y le tendimos en el suelo. Estaba moribundo. Su agresor, al que le seguían dos gendarmes, entró en la callejuela de Plan, alcanzó la de Wandrahu y ya no le vieron más.

Al día siguiente, a la misma hora en que Esteban moría, un transeúnte, en el paraje donde se sospechaba que le había aguardado su asesino, encontró en el suelo una oreja de cera.


(Mundo Argentino, 22 de marzo de 1939)


Publicado el 10 de febrero de 2024 por Edu Robsy.
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