—Un... dos...; pierna izquierda adelante...; manos a la nuca...
La fila de hombres, con pantalón azul hasta la rodilla, alpargatas enyesadas y busto desnudo, avanza en puntas de pie por el tablado del gimnasio. Los brazos del profesor resaltan como las bielas de un motor sobre el rojo de su camisa y el azul de su pantalón prendido con presillas bajo el arco de las zapatillas. Los alumnos de gimnasia caminan dificultosamente, tensos los músculos del cuello por el esfuerzo que hacen al mantener la punta de los dedos envarados sobre la nuca.
—Pecho adelante, barba recogida, doblen bien las rodillas...
Caminan como si nunca lo hubieran hecho, y más padecen los de gigantesca estatura que los pequeños y esmirriados.
Simoens, el telegrafista, cierra los ojos, luego los abre, y no pierde nunca la noción de la distancia. Después del poste donde se marcan los puntos que se hacen jugando al “baseball”, está la barra; después las escaleras horizontales; luego el estante con las clavas y los bastones; después las poleas. Un “puchimball” cuelga en un ángulo su pelota de cuero ennegrecido por los puñetazos, y Simoens se divierte cada vez que pasa frente al “puchimball” en lanzarle un golpe al soslayo. Esta travesura de escolar es imitada por alguno que otro hombre. Todos tienen más de veinte años de edad y distintos motivos para hacer gimnasia.
Las paredes del gimnasio están barnizadas de blanco hasta tres pies de altura, luego la muralla de alfajías sube su color madera ahumada hasta el techo, de cuyas cabriadas pintadas de rojo cuelgan sogas gruesas con argollas de hierro. Simoens, que no ha navegado nunca, piensa que así es el interior de un navio, y se imagina transportado a toda velocidad en el coche de primera de un ferrocarril de lujo. Posiblemente, son las alfajías las que provocan dicha extraña asociación de barco y vagón. Sus pensamientos revolotean torpemente, y con ello Simoens se divierte...
El telegrafista retiene una maldición. El delgado que marcha frente a él ha vuelto a cambiar otra vez el paso. Piensa:
“Como cambie otra vez el paso, le saco la alpargata de un pisotón.” Pero ahora un ardor se infiltra en sus bíceps y, mirando al profesor, le dice con los ojos: “¡Bien podría cambiar de posición!...”
—Brazo izquierdo a la derecha, derecha en alto.
Simoens sopla hasta que el estómago se le contrae por completo, luego por la nariz absorbe aire vehementemente, y resopla otra vez. Una angustia asoma la sensación hasta su alma. No quiere pensar; camina, y las puntas de los dedos de los hombres, al pasar junto a las sogas mueven las argollas sobre sus cabezas.
Simoens piensa:
“Aquí está la salvación”.
—Manos a la cintura..., paso vivo.
Por fin se respira. Simoens detiene los ojos en la espalda del que camina delante suyo, salpicada de brillante barniz.
“Debo estar sudando.”
Luego lo envuelve en una mirada despectiva al que lo precede, y continúa el soliloquio que despertó su angustia:
“Pongamos que me sea infiel. Si no lo es ahora, llegará a serlo... Tengo un metro y setenta y cuatro de estatura.”
—¡Trote!...
La fila corre despacio. A Simoens no le gusta el trote. Siempre que comienza, resopla y frunce la nariz. Pero trota, enojándose contra la debilidad de su cuerpo, que no está entrenado. Si la fatiga lo alcanza a los tres minutos de correr, lo insulta mentalmente.
—¡Más vivo ese trote!...
“Pongamos que me sea infiel. Ella dentro de un año será la misma y yo seré distinto de lo que soy ahora...”
—¡Vivo!... ¡Levantando las rodillas!...
Los hombres corren. Simoens jadea. Aspira el aire por las fosas nasales y lo expulsa con tal fuerza por la boca que sus labios zumban como los de una foca. La fatiga de su cuerpo se oculta ahora en un misterioso rincón. Pero ya aparecerá. Simoens corre más libremente, y se dice:
“Seré otro hombre con el mismo rostro, nada más.”
Los muros del gimnasio pasan ante sus ojos rápidamente. A veces levanta la cabeza, y por la claraboya abierta entre las cabriadas distingue un trozo de muro rosado, una ventanita de madera, luego lo observa con envidia al que corre frente a la columna, un hombre de cuarenta años, el cabello engominado, la caja del pecho enorme, las piernas con rígidas anfractuosidades de músculos. Un odioso sufrimiento entra hasta el corazón de Simoens:
“¿Sería ella capaz de enamorarse de un hombre así?... Corré, cuerpo maldito...” Y la fuerza de sus palabras desatan con tal violencia la voluntad que envasa, que Simoens desea ahora que la carrera no termine, quiere ver quién se fatiga primero, si él o el que va a la cabeza de la columna. Y, sin saber por qué, su sufrimiento se evapora, la inteligencia se le despega del cuerpo, y el telegrafista corre, mirando con voluptuosidad las paredes blancas y las sogas amarillas. Al pasar frente al “puchimball” le tira un puñetazo, y se ríe: “Hay que ser fuerte. Cuando se es fuerte, se tiene derecho a despreciarlo todo, incluso la infidelidad”.
—¡Al paso!... Aspiren...
Los hombres levantan los brazos como si fueran a tirarse a una pileta, luego, lentamente, respiran, y el salón se llena de más zumbidos que un árbol en una noche de invierno cuando sopla el viento.
Simoens se aprieta la pierna con los dedos. Palpa la rigidez de sus músculos:
“Dentro de un año seré otro hombre. Tendré otro brillo en los ojos. Otra epidermis. Otros brazos”. Se mira malhumorado los brazos flacos, luego el pecho, por el que corren gotas de sudor más gruesas que lentejas. Mira a sus compañeros. “Sin embargo, hay otros más flacos que yo. Y ese gordo. Seguramente ha venido para rebajar. Y rebajará el maldito. Claro que rebajará si quiere. Será esbelto y ágil siempre que tenga voluntad.”
—¡Alinearse por la derecha!...
Los alumnos se tocan por la punta de los dedos con los brazos extendidos.
—¡Firmes! ¡Girar la cabeza por la izquierda!...
Es fácil, así siempre lo pensó el telegrafista. Diez torsiones de cabeza a la derecha, diez a la izquierda, colocando en cada torsión la barbilla paralela a la línea del hombro.
Simoens gruñe satisfecho, mirándolo al profesor que, con las manos en la cintura, gira la cabeza sobre su camiseta roja:
“¡Oh canalla! Sos un buen profesor.”
Tiene que dejar de pensar. No puede pensar. Cada vez que tuerce la cabeza tan violentamente, una extraña debilidad le vela los ojos. A momentos le parece que las paredes del salón ondulan ante él.
—Firmes. Tocando con la punta de la mano los pies.
El profesor se ha arqueado sobre el tablado, su mano derecha toca la punta del pie izquierdo, mientras que el brazo izquierdo, rozándole la oreja permanece tenso sobre su cabeza.
Simoens rabia alegremente. No le gusta tampoco ese ejercicio. Piensa:
“Debían inventarse máquinas en las que uno se colocara e hicieran el ejercicio por uno, pero entonces la voluntad no se educaría.”
Y a la segunda vez de efectuar el movimiento torciendo el busto, un escalofrío le corre por el cuello.
—No inclinen la cabeza..., la cabeza mirando adelante.
“Endiablado profesor..., y pensar que los boxeadores hacen todos los días..., cierto es que tienen ‘training’.”
—Mirando al frente, Simoens. Enderece ese brazo. No haga garabatos con los dedos.
Todos miran al telegrafista y al profesor. Simoens está orgulloso de que el profesor lo haya observado. Le tiene cariño al profesor. Le obedece en absoluto. Sabe que de él depende “ser otro hombre”.
—Más inclinado..., más...
Sonriendo, el profesor se acerca a Simoens, apoya la mano en la columna vertebral, y forzando la curva lo inclina. Los otros miran con cierta envidia al telegrafista.
¿Por qué el profesor no los corrige como al telegrafista? Ellos también necesitan perfeccionarse, “convertirse en otros hombres”.
—¡Firmes! Respiren. Otra vez.
Simoens, al levantar los brazos como un nadador que se va a arrojar de un trampolín, mira al suelo. A los pies de cada gimnasta hay chispas de agua.
—Atención. Tocando con los dedos la punta de los pies.
El profesor levanta su pierna izquierda, de modo que el pantalón azul hace un perfecto ángulo recto con la vertical roja de la camisa. El brazo tenso sobre el paño parece una biela de bronce con los dedos rígidos sobre la tela blanca de la alpargata.
—Uno..., dos..., tres..., cuatro...
Simoens divaga:
“En realidad, es imposible establecer si una mujer lo quiere a uno o no. Pero yo seré otro. ¿Qué cara pondrá el día que nos encontremos?... ¡Cómo pesa esta pierna!...”
—Ocho..., siete..., seis..., cinco... Sacando pecho, recogido el mentón...
“La voluntad... En esta ciudad habrá un millón de hombres. ¿Cuántos somos haciendo gimnasia?... Tendré otra piel, otros ojos, otros brazos. Ir lejos. Tendría que aprender esgrima y también tiro. Pero no estoy entrenado. ¿Qué estará haciendo ella en este mismo momento?”
Simoens cierra los ojos. No quiere pensar. Esquiva ciertas imágenes de angustia, con la misma desesperación que un morfinómano se negaría a aceptar una inyección, deseándola ardientemente.
—...levantado el cuerpo sobre los puños...
El profesor está en posición horizontal, los antebrazos como postes verticales junto a los flancos, el cuerpo rígido cargado sobre los puños y la punta de los pies. Deja caer su cuerpo hacia el suelo, luego lo levanta por simple distensión de brazos.
—Una..., dos..., tres..., cuatro...
El telegrafista cierra los ojos. Claro está que no va a abandonar la clase. Ha dejado de pensar. No puede pensar. El esfuerzo es tremendo... Cuando su pecho toca el suelo, se dejaría estar allí, sabe que puede hacerlo, pero no lo “hará”. Una violencia más enérgica que la voluntad de su fatiga lo hace crujir allí a la par de los otros. Un hombre gordo abandona, tambaleándose, la clase. Simoens sonríe vanidosamente. Cierra los ojos y aprieta los dientes...
—...cuatro..., tres..., dos..., uno. ¡Firmes!
Simoens mira consternado en derredor. Ha perdido la conciencia del tiempo, percibe los movimientos después que los alumnos los efectúan varias veces, su voluntad no “puede” obedecerle. Respira con dificultad, afanosamente. El sudor corre por su pecho como la lluvia por un tejado. Continúa en la clase de gimnasia porque allí hay hombres que “están”, pero casi sin conocimiento de ello. Los movimientos se suceden en su retina, rapidísimos. Los efectúa pero no sabe cómo, automáticamente. La verdad es que está “grogui”. Simoens se detiene asombrado. ¿Cómo? Recién empieza la clase, ¿y ya termina?
-Rompan fila.
Es posible. Mira el reloj. Sí, ha pasado media hora.
En el vestuario se desviste temblando como si estuviera con fiebre. Un furor sordo sube de su carne ebria de movimientos. Quisiera continuar trabajando en el gimnasio. Envuelto en una toalla entra al baño. No hay duda, ha hecho la clase completamente “grogui”. Pero resistió.
Simoens anda en la calle. A pesar de que se siente fatigado, su cuerpo se mueve con más agilidad que el de sus prójimos. Se dice:
“Dentro de un año seré otro... Dentro de seis meses seré otro. Hay que resistir. ¿Qué cara pondrá ella cuando me encuentre transformado?”
Y se acaricia con infinita dulzura los adoloridos músculos del brazo, por sobre el tejido de la ropa.
(El Hogar, 30 de enero de 1931)