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—¿Quién anda ahí?
Volví a meterme en la cama, medio vestido, y oí que la vieja se levantaba a su vez precipitadamente, encendía luz, se asomaba a mi cuarto y luego salía al patio a hacer una ronda extraordinaria.
—¡Ésta es la mía! —Me dije, sin reflexionar, inspirado por mi grande amiga, la oportunidad.
Y precipitándome al dormitorio de misia Gertrudis —don Claudio tenía cuarto aparte—, tomé de sobre la cómoda, donde las ponía siempre, sus magníficas trenzas castañas, que sólo se ataba a la cabeza una vez terminadas las faenas matinales. ¿Qué iba a hacer con ellas? No lo sabía ni me importaba por el momento.
Amaneció poco después, sin que misia Gertrudis volviera de su inspección, y yo salí, como de costumbre, con el libro en la mano. La vieja estaba haciendo fuego en la cocina. Corrí a la huerta, tiré en el lodo infecto del comedero de los cerdos las hermosas trenzas que los «cuchis» se encargarían de devorar o destrozar, por lo menos, como un plato exquisito, saqué la maleta de su escondite, y, por las calles solitarias aún, envueltas en húmeda neblina, me fui al boliche del Poste Blanco, a esperar la galera de Los Sunchos, que ya estaría por llegar. En efecto, la aguardaba hacía dos minutos, cuando se detuvo en la puerta, con gran ruido de hierros y de maderas entrechocados. El mayoral, Isabel Contreras, y los postillones, entraron a tomar su segunda «mañanita», de caña pura, caña con limonada o ginebra, sorbida ya la primera en la Bola de Oro, y a recoger encomiendas, correspondencia y pasajeros, si los había. Y había uno: yo.
317 págs. / 9 horas, 15 minutos.
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Publicado el 2 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
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