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«Untar la mano» es frase grosera, bien; pero ¿qué decir entonces, del hecho de untarla, y de dejársela untar?...
Nada. Punto. Y sigamos adelante con los faroles.
No se durmió Silvestre sobre los laureles de su primera defensa victoriosa, sino que atisbó, vichó, bombeó, supo cuanto hacía el italiano, le tendió lazos, le analizó preparaciones en que había substituido sustancias, publicó los resultados, formuló denuncias, y de perseguido convirtiose pronto en perseguidor, porque en aquella delicada materia se inmiscuía alguien más que los cabecillas pagochiquenses, y el Consejo de Higiene, no desdeñoso de multas, solía enviar inspectores cuando era a golpe seguro, y entre tantos alguno habría reacio a los ungüentos de marras.
Y apareció muy luego otro inspector.
Barrucchi escapó difícilmente a las consecuencias con que lo amenazaba una grave trocatinta de frascos y rótulos en el armarito de los alcaloides, nada menos, falta que hasta nuevo aviso debe atribuirse a negligencia suya, nunca a perversidad de Silvestre, incapaz, por su parte de jugar a sabiendas con la vida de sus convecinos, e imposibilitado de penetrar en la plaza enemiga.
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Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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