Aquella mañana, con grande asombro de Pago Chico entero, apareció en el diario oficial, El Justiciero, la siguiente inesperada noticia:
OTRA LISTA DE CANDIDATOS MUNICIPALES
«Con importantes elementos políticos, pertenecientes al partido provincial, acaba de formarse un nuevo comité que en las elecciones de hoy sostendrá la siguiente lista de candidatos para municipales.
Don Domingo Luna
Don Juan Dozo
Don José Bermúdez
Este comité, que funciona en la calle Buenos Aires, número 17, cuenta
con numerosos miembros, y aunque formado a última hora puede disputar
el triunfo a los demás partidos con bastantes probabilidades de éxito.
En cuanto a los cívicos, demás parece repetir que tendrán que comer
cola.»
¿Qué acontecimientos habían ocurrido? ¿Era la influencia de Bermúdez tan poderosa que su descontento producía la escisión del partido oficial? No debía ser así, pues él mismo se sorprendió al leer la noticia, y lleno de entusiasmo se encaró con su mujer, y golpeando el diario con el dedo, exclamó gozoso:
—¿No ves, china, cómo todavía me necesitan, cómo todavía tengo quien me apoye? ¡Yo también soy candidato, y del mismo partido oficial! ¡Mirá la lista! ¡Aquí estoy con Luna y Dozo, y El Justiciero dice que muy bien podemos triunfar!
—¡Alguna picardía de Ferreiro! Lo mejor será que no te metás —replicó Cenobita, siempre desconfiada—. Cuando menos, te quieren sacar unos pesos pa'l'asao con cuero y la pionada...
—¡Vos siempre agarrás pa lao del miedo! —replicó Bermúdez que se echó inmediatamente a la calle, vibrando de entusiasmo y de esperanza.
Eran las siete, y faltaba una hora para la apertura oficial del comicio.
Bermúdez, sin plan, iba palpitando, envanecido con su prestigio, ya innegable, en las esferas oficiales, y casi seguro de que por él iría directamente al triunfo. Tenía necesidad de hablar con alguien que no fuera su mujer tan suspicaz y desconfiada que jamás creía las cosas hasta no haberlas palpado. Y la suerte quiso que con quien primero se topase fuera con el doctor Fillipini, que salía de una casa vecina. Detúvole, convencido de que lo encontraría menos reacio que su digna esposa a compartir su patriótico entusiasmo, y, basándose en las conjeturas que le habían llenado la cabeza, le contó muy por lo menudo que sus amigos se habían arrepentido —como no podían menos de hacer— de haberlo dejado a un lado cuando tantos y tan importantes servicios prestara a la causa común.
El doctor lo miraba a ratos y a ratos bajaba los ojos, disimulando una risita fisgona que le hacía cosquillas en el estómago. Y cuando el otro dejó de hablar, no pudo reprimir esta desconsoladora exclamación:
—¡Ma é per il cuochente! ¿Ma, non vede qu'é per il cuochente?
El prestigioso candidato se sobresaltó, palideció y sin haber comprendido bien todavía, preguntó tartamudeando:
—¿El cociente?... ¿Qué tiene que ver el cociente?
Fillipini, tomándole un botón de la levita —para la circunstancia Bermúdez había creído conveniente salir de levita— y jugando con él, le explicó entonces sus suposiciones, en la media lengua italo-criolla, impasible, sin sorprenderse, con su filosofía práctica, ni de la inocencia del interlocutor, ni de la picardía de sus amigos políticos, sin más objeto que el de poner en claro las cosas, para hacer gala de sagacidad y burlarse en serio de aquel pobre congénere.
Bermúdez quedó consternado al comprender que el partido oficial acababa de dividirse aparentemente, pero sólo para asegurar más el triunfo, pues, por la ley, el candidato que apareciera en las dos listas —Luna en este caso— sería electo sin discusión, por pocos votos que obtuviera en una de ellas. Él no era, en resumen, más que un comparsa, cuya misión terminaría casi antes de haber empezado.
—¡Hijos de una gran!...
—¡Eh! ¿qué quiere? ¡Fatta la legge, fatto l'inganno!
El cociente lo había trastornado siempre, pero aquel día lo derribaba del pináculo de sus más gratas esperanzas. ¡No sería, esa vez tampoco, genuino representante y defensor del pueblo! ¡Miren que no votar derecho viejo como antes! ¡Esos republicanos, inventores de la ley de trampa y de engaño! Si los tuviera a mano ¡qué felpiada les daría!... Pero ¿qué hacerle? Para su venganza, ya que no para otra cosa, la mejor contingencia era que los cívicos sacaran un concejal. En cuanto a él no saldría nunca.
—Ma, gay un remedio...
—¿Qué remedio, dotor?
No era difícil: tratar bajo cuerda de figurar en las dos listas, borrando uno de los candidatos, el doctor Carbonero, por ejemplo, y reunir de ese modo el mayor número posible de votos, además de poner de su lado la importantísima ventaja de figurar en dos listas. Cierto que si ambas tenían dos candidatos comunes, es decir, la mayoría de ellos, por la ley tendrían que considerarse iguales; pero... después se vería: eso tenía que resolverlo el mismo concejo, juez de las elecciones y en cuyo seno no faltaban amigos de Bermúdez. También podía hacer otra cosa: amenazar a los correligionarios con llevar sus elementos de hombres y dinero a la Unión Cívica, amenaza que no dejaría de dar resultados; pero eso debía Bermúdez presentarlo como resolución que tomaría en el último momento y sólo si se le obligaba a ello, desconociendo tan injustamente sus servicios.
—¿Y usté me ayudará, dotor?
—¿Io? ¿Cosa ho da fare? ¡Ma!... Io voteró...
Eran más de las siete, y Bermúdez, ansioso de poner el plan por obra, estrechó efusivamente la mano de Fillipini, y se alejó en dirección al café de Cármine, olvidado de su andar siempre lento y majestuoso. El médico, entretanto, iba sonriendo, con la vista baja, satisfecho de la mala pasada que había jugado a su colega Carbonero, aunque tuviera sus dudas respecto de la acción que desarrollaría el pobre Bermúdez, cuya única habilidad hasta entonces había sido robar a los indios y apuntar de más en las libretas de sus clientes y en la pizarra de la trastienda.
Bermúdez entró en el café, pidió una ginebrita con bither Angostura, y aguardó a que llegara alguno de los prohombres del partido oficial para poner manos a la obra.
Momentos después Ferreiro, que acaba de entrar, se sentaba a su lado.
—Y... ¿ha visto la nueva lista? Anoche no le pude avisar porque resolvimos hacerla muy a última hora.
—¡Hum!... ¡Sí, l'he visto, sí!
—¡Qué! ¿Y no está contento? —preguntó Ferreiro, fingiéndose muy sorprendido— y algo lo estaba, en verdad, al comprender las sospechas de aquel infeliz. ¿Quién podía haberlo puesto sobre aviso?
—Y ¿cómo v'y a estar contento, si eso es una trampa? ¿O crén ustedes que yo soy sonso y me chupo el dedo?
—¿Pero, cómo trampa, Bermúdez? ¿No quería ser candidato?
—¡Sí, candidato, sí, pero en de veras! No quiero que naide juegue conmigo. Ya estoy cansao. Y ¿quiere que le diga?, pues si no salgo municipal de esta hecha... ¡me voy con los cívicos! ¡Aunque no sea candidato, quiero ser municipal, ¿oye? y de no, me hago cívico, le juro!
Ferreiro se quedó un momento perplejo, pues no había contado con aquello, que le malbarataba sus planes. Pero, por la inminencia del peligro, no tardó en tomar una resolución, y antes de que Bermúdez hubiera vuelto a decir palabra, afirmó:
—Pero si precisamente lo hemos puesto en esa lista para que salga municipal, porque está resuelto en el comité que se le den votos también en la otra lista. No sé qué le ha dado ahora para tener semejantes desconfianzas... ¡Vaya! ¡sea franco! ¿quién es el intrigante que le ha venido con cuentos?
—A mí naide me ha traído cuentos. Pero yo sé muy bien lo del cociente, y aunque ya me había conformau con no salir municipal esta vez, no quiero tampoco que me tomen pa'l churrete; ¡y desde que, me han puesto en lista, quiero salir y que se dejen de historias!
—¡Pero si precisamente, le repito, sabiendo que usté deseaba ser municipal lo hemos puesto en esa lista, Bermúdez! Si el partido tenía que recompensar sus servicios, y así lo ha resuelto anoche. Usté es incapaz de desconfiar de ese modo; por eso le pregunto quién es el intrigante que le ha venido con cuentos... Debe ser algún interesado en dividirnos para sacar tajada...
—No se mete en política...
—Ah, ¿no ve, no ve que era cierto? ¿Quién le ha venido con el chisme, diga?... ¡Vaya! mátelo, que al fin somos correligionarios y tenemos que defendernos unos a otros. Hoy por ti, mañana por mí...
—El doctor Fillipini.
Ferreiro dio un puñetazo en la mesa:
—¡Ah, gringo é mier! —exclamó.
Y tomando otra postura, cruzadas las piernas y asida con ambas manos la que quedó arriba, preguntó a Bermúdez con sonrisa entre burlona y despreciativa:
—¿Y qué le ha dicho el doctor Fillipini? ¿Él le aconsejó que nos amenazara con irse a la Unión Cívica?
—Sí, él. Pero me dijo que lo hiciera en último caso, y que si no me escuchaban tratara de hacer votar por mí en la otra lista, borrándolo a Carbonero...
—¡Conque sí, eh! ¡pues ya verá el hijo de su madre! —exclamó Ferreiro, que siguió murmurando, mientras sacaba del bolsillo un lápiz y la carilla en blanco de una carta, en la que escribió algunas palabras.
Bermúdez, turbado, sin saber ya a qué atenerse, lo interrumpió:
—¡Pero, al fin y al postre! —preguntó—, ¿salgo a no salgo municipal? Eso es lo que quiero saber, pero sin vueltas, derecho viejo, porque si no...
—Sí, será municipal, Bermúdez —contestó Ferreiro sin levantar la cabeza—. Le doy mi palabra de que será municipal.
Y firmando la esquela que acababa de escribir, la plegó en cuatro, y llamó al dueño de casa.
—¡Cármine! tráeme un sobre, y haceme llevar esta carta al intendente.
Era la condenación de Fillipini: un pedido-orden al intendente para que le quitara inmediatamente su puesto de segundo médico del hospital.
—¡Sí sale, amigo, sí sale! —exclamó levantándose y palmeando en el hombro a Bermúdez—. ¿Para cuándo serían los amigos, entonces?
—¡Je, je, je! —rió Bermúdez en el colmo de la satisfacción, levantándose también.
Y ambos salieron del café, encaminándose al atrio de la iglesia, donde iban a practicarse las elecciones más sonadas del entonces borrascoso Pago Chico.
Entretanto, en el comité cívico hallábanse reunidos Viera, el periodista, que a cada instante se asomaba a la puerta, nervioso, excitado, sin haber dormido, aguardando las huestes de votantes de la campaña que ya debían haber llegado; Lobera, que peroraba y destilaba esencias; Silvestre, que trataba en vano de meter baza apenas se interrumpiese la interminable serie de sus discursos; Pedrín, Pulci, Pancho Fernández, el hijo del vigilante, Tortorano, veinte o treinta más, y por último el doctor D. Francisco Pérez y Cueto, que había exclamado con énfasis al entrar:
—¡Ciudadanos! ¡este hermoso día no puede menos de anunciarnos la victoria!
Y satisfecho del efecto producido, sintiendo un agradable cosquilleo en la piel, de entusiasmo hacia su propia persona, había callado y permanecido silencioso para no disminuir con vulgaridades el mérito de aquellas palabras proféticas. Aquel día se había propuesto no decir sino frases históricas.
Pero eso sí tuvo que informarse de un detalle de la importancia, de la cuestión en aquellos momentos de vida o muerte, y preguntó en voz baja a Viera, deteniéndolo en una de sus continuas idas y venidas.
—Diga usted, Viera, ¿están preparadas las armas?
Viera sacudió la cabeza de arriba abajo, dirigiéndole una mirada confidencial, y contestó más quedo aún, como un murmullo:
—Están... La noche en peso nos la hemos pasado acarreándolas con Silvestre. ¡Y con un jabón! ¡No sé cómo no nos han pillado!
Las tales armas, el supremo recurso de un pueblo justamente indignado, resuelto a reconquistar su autonomía y a repeler todo conato de imposición, eran seis fusiles rémington, que se hallaban cuidadosamente ocultos en la azotea del comité y que Viera y Silvestre habían llevado efectivamente, y no sin peligro, la noche anterior.
Como los extremos se tocan, en el patio estaba la antítesis del arsenal aquel —grandes y negros trozos de asado con cuero, fiambre, sobre bolsal de arpillera, una compañía de damajuanas de vino carlón y un montículo de panes— el almuerzo, en fin, del invencible pueblo de Pago Chico, pronto a reivindicar sus derechos conculcados, aunque fuese a costa de su generosa y noble sangre.
Habíase prohibido terminantemente el uso de bebidas alcohólicas a los paladines del libre sufragio; no necesitaban excitante alguno para el caso probable de tener que sacrificar sus vidas en el altar de la patria, y era menester en cambio, que se mantuviera el mayor orden en el comité, para dar completo ejemplo de civismo y de austeridad de costumbres. Pero a duras penas se lograba que no se marcharan todos de una vez a tomar la mañana en el almacén de la esquina, y hubo que conformarse con una transacción: que fueran de a dos, cuando mucho de a tres, y que volvieran inmediatamente. El entusiasmo iba creciendo con esto.
—¡Hay que tenerlos a soga corta —decía Silvestres— si no, no pueden con el genio y rumbean p'a la borrachería!
Mientras estaban en el comité, los electores rondaban alrededor del asado, con el sólito apetito, aguzado por las repetidas copas de mermú, afilándoseles los dientes y saliéndoseles el cuchillo de la vaina. Y apenas podían entretener el ocio y el hambre con dicharachos y canchadas, haciendo esgrima a mano limpia.
—Lo que es hoy —decía el negro Urquiza, en cuclillas afilando un palito para los dientes con un formidable facón— lo que es hoy, los carneros van a... cargar aceite.
—¡Sí, de susto e verte la trompa! —le retrucó un paisanito, que, con las piernas cruzadas y recostando el hombro en la pared, parado junto a él, lo miraba desde arriba.
—Callate, guacho —saltó el moreno, gesticulando con su ancha boca y mostrando los dientes en una a modo de sonrisa. Mas vale ser negro que orejano. Yo siquiera tengo marca.
—¡Y yo soy capaz de ponerte otra en la jeta, negro trompeta —dijo el muchacho echando la mano atrás como para sacar también el cuchillo.
El negro estuvo de un salto en pie, pero varios se interpusieron mientras uno de los correligionarios decía pausadamente, no sin sorna:
—¡Vaya! guardesén p'a luego, muchachos. ¿No ven que las papas queman? Puede ser que luego haiga baile, y entonces podrán bailar a gusto...
—¡Sí, bailar con la más fea! —exclamó otro.
—¡Y'anda teniendo miedo éste... tabaco aventau, no más! —dijo el del baile.
—¡Oiganlé! —prorrumpieron varios.
—Pisale el poncho, ai tenés.
—¡A que no le mojás la oreja a ño Fortunato!
Viera creyó necesario intervenir:
—¡A ver, compañeros, un poco menos de bochinche, que esto no es ningún piringundín!
Los ánimos se tranquilizaron momentáneamente. Reinaba en todos un desasosiego, una nerviosidad desusada, y en la expectativa de acontecimientos penosos mostrábanse irritables, como si anhelaran precipitarlos o provocar otros prefiriéndolo todo a la zozobra en que necesariamente tenían que estar largas horas todavía.
Pero el más desasosegado, el más nervioso, el más irritable era el mismo Viera, que no podía estarse un segundo quieto. Conocía, afortunadamente, su estado y reprimía sus ímpetus, siempre a punto de estallar, contestando con monosílabos hasta al mismo Dr. Pérez y Cueto, sintiendo unas ansias que le subían del corazón a la garganta y le cortaban la respiración. ¿Qué era aquello? ¿Por qué no llegaban los correligionarios de la campaña? Y no pudo de pronto contener su impaciencia y se quedó en la puerta del comité, golpeando el suelo con el pie, pálido, casi trémulo, mirando con ojos devoradores a uno y otro lado, como si quisiera atraer con la mirada los esperados grupos de jinetes. Pero la calle polvorienta, abrasada por un sol de fuego aunque ya estuviesen en el final del mes de marzo, barrida de vez en cuando por una racha ardiente como salida de un horno, estaba desierta, completa, implacablemente desierta, y sobre ella se cernía el sepulcral silencio de los días de elecciones, en que las mujeres se encierran a rezar apenas salen su padre, su marido o su hijo, en dirección al comité o al atrio, y en que la mayoría de los hombres, por no hacer que recen de miedo sus mujeres, sus hijas o sus madres, se encierran con ellas, no porque teman los tumultos con tiros y tajos, sino simplemente por compasión hacia las desgraciadas, y por no darlas tan pésimo rato. También, si así no fuera, ¿cómo podría haber gobiernos electores, y de qué tendría el pueblo que quejarse y con qué entretenerse leyendo diarios?
Pero el rostro de Viera se iluminó de pronto: por una bocacalle, allá lejos, al extremo del pueblo, aparecía envuelto en densa nube de polvo un pelotón de jinetes que avanzaba al trotecito, en formación casi correcta, de a cinco en fondo. Y no pudo contener una jubilosa exclamación:
—¡Ahí vienen!
Todos se precipitaron a la puerta, y el comité quedó un momento silencioso. Pero ¡ay! cuando era más intensa y segura la esperanza, la cabalgata volvió una esquina y desapareció dejando tras sí, como único consuelo, flotante gasa de polvo que una racha desvaneció por fin.
—Es la pionada del saladero —dijo un paisano.
—Esos van con los carneros —murmuró desalentado otro del grupo.
La zozobra de Viera era ya un nudo que le cerraba la garganta hasta sofocarlo. Entró bruscamente al comité, y para disipar su horrible ansiedad, encarose con una rueda de electores que, más atrevidos o más hambrientos que los demás, habían aprovechado la general distracción apoderándose de una gran tajada de asado que devoraban, cortando los jugosos bocados a raíz de los labios con los cuchillos como navajas de afeitar.
—¡Se necesita ser aprovechadores! —exclamó colérico— ¿No les da vergüenza ponerse a comer solos sin que nadie les haya dicho nada, para meter desorden?
—Es la picana, don Viera —contestó con aire socarrón y falsamente humilde el paisanito a quien el negro Urquiza llamara «guacho».
—Sí, ¡conque te agarrás el mejor pedazo, y todavía lo decís! Sos más madrugador que la lechuza, que no duerme de noche.
Pero este pequeño desahogo, que no podía ir más lejos, no fue parte a tranquilizarlo. Sufría tanto como el general a quien se le ha confiado una nación entera, y ve perdida, irremisiblemente perdida, la batalla final. Y para distraerse, trató de dominar su angustia y conversar con el doctor Pérez y Cucto, preocupadísimo también, que desde hacía rato murmuraba quién sabe qué filípicas, sazonadas con los términos más groseros de su repertorio peninsular, como si de tanto trueno pudiera salir la tormenta salvadora. Y, en voz baja, comentaron la inexplicable tardanza de Gómez, que debía ir con sus puesteros, peonada y esquiladores, la de García, salido la noche antes de los confines del partido con gran copia de paisanos resueltos, el silencio de Méndez, que debía haber llegado aquella madrugada a la cabeza de los seis o siete caudillejos que, junto con sus respectivos hombres, determinaron concentrarse antes de salir el sol en la pulpería de Laucha, y la de Soria, que había prometido ir temprano con los indios de la tribu de Curá, una veintena de electores tan inconscientes cuanto serviciales.
La ansiedad había cundido; formábanse varios corros, para deshacerse y formarse de nuevo algo más lejos, y las caras comenzaban a expresar otra cosa muy distinta del entusiasmo. Ya no se hablaba en voz alta, ni nadie salía al almacén a continuar las matutinas libaciones. Eran los mismos treinta y tantos que se habían reunido allí, muy de mañana, para estar bien al corriente de todo, en primer lugar, y para no tener que cruzar las calles cuando se alborotara el cotarro sobre todo. No se había agregado un solo ciudadano más, ya eran las ocho, y las esperanzas con tanto entusiasmo expresadas y exageradas la noche antes allí mismo, iban desvaneciéndose una tras otra, tan vertiginosamente como las nubes con el pampero sucio...
Al ver a Viera conversando con el doctor, Silvestre primero, Lobera después, Pancho Viacaba, Pedrín Pulci, Tortorano, Troncoso, y hasta el mismo Urquiza, husmearon conciliábulo y formaron rueda alrededor. ¿Cómo ocultar, entonces, el sobresalto y la angustia, si el mismo sobresalto y la misma angustia se habían apoderado de todo el mundo? Viera lo comprendió e hizo esfuerzos para infundir a los otros una tranquilidad que no tenía, y por sostener en ellos las últimas y mal abrigadas ilusiones.
—¡No se ha perdido todo! —repetía— Han de venir, han de venir. Aguardemos, y entre tanto, vamos a votar los que estamos aquí, para no perder el turno, porque las ocho están al caer...
El furioso galope de un caballo lo interrumpió. Habíase oído desde lejos, porque en el comité reinaba un vago silencio de expectativa ansiosa. El redoble de las patas del animal en el piso duro de la calle fue acercándose con creciente violencia, hubo una sofrenada, un resbalón en seco, el choque de unas botas con espuelas en las piedras de la acera, y casi al mismo tiempo apareció Méndez, jadeante, haciendo repicar las rodajas, con paso bamboleante de gaucho compadre, medio civilizado a ratos, pero áspero y rudo, sobre todo en aquellas circunstancias. Venía demudado. Y apenas se halló dentro del comité:
—¡Canallas! ¡canallas! —exclamó entrecortadamente—. Mi han fusilao la gente... ¡Canallas!
Hízose un silencio seguido de un murmullo agitado y caluroso, y todos los circunstantes rodearon a Méndez, acribillándolo a preguntas.
—Dejemén hablar; si les voy a contar todo. ¡Pero qué canallas asesinos! Esta madrugada salimos perfectamente de lo de Céspedes, p'a cair al pueblo tempranito. Éramos unos ciento veinte, todos los que estaban en el campo, y un redepente, al enfrentar la alameda de la estancia de Carballo —veníamos al tranquito—, unos que estaban atrincheraus entre los árboles nos hicieron una descarga cerrada, y antes de que nos pudiéramos dar cuenta, otra y otra, como juego graniau. Y, es natural, la gente, asustada, se me alzó y disparó, de balde traté de atajarla. Con el julepe ni siquiera atinaron a ver quiénes nos estaban afusilando, y cuántos eran. ¡Claro! Casi ninguno tráia más que facón... Yo hice juego con el revólver, pero me quedé solo, y en cuanto vieron que se me habían acaban los tiros, se me vinieron encima. Yo le clavé las espuelas al sotreta, disparé campo ajuera, ¿qu'iba hacer? y estuve esperando bajo un pajonal, p'a aprovechar venirme en cuanto se descuidasen, p'avisarles a ustedes.
—¿Y quienes son, quienes son? —preguntaron varios con la voz ligeramente empañada por la emoción.
—No sé, la gente no es del pago; tráida de otros partidos...
La noticia cayó como una ducha helada, pues aunque se temiese ya alguna hazaña oficialista, nunca se creyó que llegara a tanto la desenvoltura de las autoridades, cuyo silencio de los días anteriores se había tomado por una prueba de debilidad y una derrota antes de haber lucha. En Pago Chico, como en el resto de la provincia, se fusilaba, pues a mansalva a la gente, y quien lo hacía era el mismo gobierno. Era cosa más seria de lo que se había pensado, entonces; no se trataba sólo de sostener refriegas en los atrios, sino de hallarse siquiera en condiciones de llegar a ellos... Nadie las tuvo ya todas consigo, pues.
Silvestre, exasperado, y al mismo tiempo curioso de saber lo que se preparaba en las cercanías de la iglesia, preguntó a Viera, mientras Méndez seguía explicando el terrible encuentro de aquella mañana:
—¿Qué hacen en la plaza? ¿Han mandado algún bombero?
—No, a nadie —contestó el periodista.
—Entonces voy yo de una carrera.
—Mucho cuidado —le gritó Viera, cuando Silvestre ponía el pie en la calle.
El desaliento fue subiendo de punto, casi hasta convertirse en pánico, a medida que fueron llegando mensajeros con otras infaustas noticias. La jugada hecha a Méndez se había repetido con Gómez, con García, con Soria, con todos los que llevaban gente de diversos puntos del partido. Sólo iban a engrosar los escasos elementos del comité, unos cuantos dispersos, que llegaban de a uno y de a dos, todos a dar noticias desesperantes, abultando los hechos, echando bravatas, mintiendo hazañas, exagerando el número, el armamento y la ferocidad del enemigo, que al fin y al cabo no quería matar sino ahuyentar electores por iniciativa y consejo de Ferreiro.
—¡Nos han fregau fiero, caracho! —exclamaba Méndez.
—¡Es una vergüenza, una verdadera vergüenza! —decía Viera casi llorando.
—¿Y nos vamos a quedar así, como unos manfios! ¿Nos habrán quitau la gente, pero nosotros podemos quetuarlos a balazos, canallas, hijos de mil!... ¡A ver, muchachos, a ver quién quiere hacer la pata ancha, conmigo: venga el que tenga huesos, y vamos a echarlos del atrio a tiros!
Parte de la gente, desde las primeras noticias, viendo la indecisión de los jefes, había juzgado lo más oportuno comerse el asado y beberse el vino; pero al resonar la palabra vehemente y furibunda de Méndez, muchos habían acudido a hacerle corro, e iban enardeciéndose, ya dispuestos a lanzarse a la calle y jugar el todo por el todo, cuando Silvestre entró en el comité como una exhalación, y sin tomar aliento comenzó a contar que el comisario Barraba con treinta vigilantes armados a rémigton ocupaba el frente del atrio y que tenía varias carretillas al lado, llenas de municiones; que los «carneros», por su parte, habían formado un cantón en las azoteas de la confitería de Cármine armados también con rémingtons del gobierno, y dominando las mesas colocadas en el atrio mismo, de tal modo, que podían fusilar a mansalva a cuantos se acercaran al comicio.
Era la derrota, la más completa e inmerecida de las derrotas.
Sin embargo, Viera quiso luchar hasta lo último, tentar un esfuerzo supremo, hacer de aquella una cuestión de vida o muerte para él y para cuantos le habían acompañado hasta entonces en su cruzada reivindicadora.
—No, amigo, es al botón —replicó Méndez, que había reaccionado, a su proposición de ir a tomar las mesas por asalto—. Hace un ratito yo mismo lo aconsejaba, y hubiera ido a sacarlos de allí por sorpresa. Pero las cosas se han puesto muy distintas... ¿No ve que están preparaus, y que l'único que vamos a sacar con estos cuatro gatos es que nos maten como a perros?
—¡Sería un sacrificio tan cruento como inútil de sangre generosa! —exclamó el doctor Pérez y Cueto con la voz más oratoria que tenía— ¡Dejemos que obren los acontecimientos! ¡Tarde o temprano ha de llegar la hora de la justicia! ¡Elevemos los corazones y retemplemos el ánimo! ¡La patria nos mira, (pausa corta) y estos contratiempos, estas iniquidades, mejor dicho, nos realzan a sus ojos, en lugar de deprimirnos como quisieran los enemigos de la libertad, los asesinos del pueblo!...
Todos apoyaron, y algunos dieron el ejemplo altamente filosófico de hacer a mal tiempo buena cara, yendo a atacar el asado ya que no podían comportarse lo mismo con las mesas electorales. El ejemplo fue seguido, todos se pusieron a comer, y del silencio sepulcral que reinaba en el comité desde las primeras desastrosas noticias, fue pasándose poco a poco a la animación y la alegría, gracias a las frecuentes y abundantes libaciones y para justificar una vez, más el refrán criollo de «Barriga llena, corazón contento».
Pero los caudillos, como que eran los que más perdían, formaban grupo aparte, mustios y cariacontecidos, cerca de la puerta, comiendo melancólicamente, cuando vieron con sorpresa presentarse al mismo don Ignacio en persona, a pesar de la ruidosa separación del comité y del fuego resuelto que había hecho contra su mesa directiva. Lo dejaron acercarse sin decir palabra, aguardando a ver por dónde comenzaba.
—Vengo a acompañarlos en la derrota, y no hubiera venido en caso de triunfo —dijo dirigiéndose a Viera—. En cuanto vi las fuerzas que hay en la plaza y el cantón de la azotea de Cármine, comprendí que los habían fregao... ¡Es una infamia!... Pero todavía puede haber remedio... ¿Han hecho protesta ante escribano?
—No —contestó simplemente Viera.
—¡Pero hombre! ¡Si es lo primero que hay que hacer! Bien me parecía que se habían descuidau. En estas cosas hay que tener un poco de prática, como les he dicho tantas veces. Si no se hace la protesta ¿cómo quieren pedir luego la anulación de las elecciones? Vamos, vamos a buscar al escribano para que la redate inmediatamente.
—¡Y de qué nos va a servir eso, si no hay justicia, si la protesta y nada todo es uno! —exclamó Silvestre— Acuérdese, don Ignacio, de todas las que hemos hecho hasta hoy, y dígame cuál es la que no ha ido a parar a la basura... Si nos hubieran dejado votar habríamos ganado, no hay duda; pero entonces hubieran protestado los carneros, y como los jueces son suyos, la Corte hubiera anulado la elección. No hay remedio, no hay más remedio que hacer una revolución, pero una gorda, y colgar a toda la canalla de los faroles, porque a esos hay que matarlos o dejarlos.
—Nunca está demás la protesta —insistió don Ignacio—. Quién sabe qué vueltas van a dar las cosas, y nunca es malo estar prevenidos.
—Además, no cuesta nada hacerla, y siempre será un documento que atestigüe la felonía de nuestros enemigos, una página realmente ignominiosa de su historia —apoyó el doctor Pérez y Cucto.
Los demás estuvieron por la afirmativa, y los principales, Viera, don Ignacio, el doctor, Silvestre, y cuatro o cinco más salieron para ir a buscar al escribano. Y la protesta se hizo, para aumentar el número de las protestas legalizadas de aquel tiempo, que reunidas en un legajo formarían una montaña de pequeñas inmundicias. El escribano Martínez no dejó de vacilar ante la exigencia de los cívicos. Aunque su función era ineludible, temía las iras oficiales, la posible venganza de los amos del poder, y sólo comenzó a escribir el documento cuando vio que los electores burlados comenzaban a irritarse, y que, por huir de un peligro futuro, iba a caer en uno inminente y contundente... Aun puede verse, —si es que el documento no ha desaparecido, si alguna interesada mano no lo destruyó en La Plata, donde fue a golpear las puertas de la sorda justicia—, que está escrito con mano temblorosa, lleno también de borrones que la trémula pluma dejó caer aquí y allí, atestiguando el grande, el inmenso respeto de tabelión hacia las autoridades constituidas y su anhelo de no ver perturbado el orden, sobre todo cuando el desorden podía envolver y arrastrar a su dignísima persona...
Entre tanto, en el comicio funcionaban las mesas bajo la exclusiva dirección del escribano Ferreiro, que hacía copiar los registros y poner en las urnas una boleta por cada nombre que se sacaba de las listas del padrón y se ponía en las actas.
Defendidos contra toda posible asechanza por las fuerzas del comisario Barraba, estratégicamente dispuestas frente a la iglesia, y por los correligionarios armados a rémington acantonados en los altos de la confitería de Cármine, los escrutadores realizaban su patriótica tarea con toda tranquilidad, fuertes en su derecho y su deber. Desde que tuvieron por seguro' que no se presentarían ni siquiera los fiscales cívicos, y que el resultado de los ataques a los electores de la campaña había sido excelente, se pusieron con júbilo a la tarea, copiando nombres y depositando boletas según las instrucciones de Ferreiro, es decir, alternado entre una y otra lista de las dos oficiales, de tal modo que al fin resultaran electos don Domingo Luna y el gran Bermúdez, como era invencible deseo de este prohombre pagochiquense.
No se había asustado mayormente Ferreiro de sus amenazas, pero consideró que era mejor no provocar una di'sidencia en circunstancias tales como las que estaban atravesando, tanto más cuanto que Bermúdez podía servirle como instrumento, afinadísimo gracias a su misma inutilidad personal: lo llevaría de las narices a donde quisiera.
En el comicio reinaba, pues, la calma más absoluta, y los pocos votantes que en grupos llegaban de vez en cuando del comité de la provincia, eran recibidos y dirigidos por Ferreiro, que los distribuía en las tres mesas para que depositaran su voto de acuerdo con las boletas impresas que él mismo les daba al llegar al atrio. Los votantes, una vez cumplido su deber cívico, se retiraban nuevamente al comité, para cambiar de aspecto lo mejor posible, disfrazándose, —el disfraz solía consistir en cambiar el pañuelo que llevaban al cuello, nada más—, y volver diez minutos más tarde a votar otra vez como si fueran otros ciudadanos en procura de genuina representación.
—¡No sé p'a qué hacen incomodar a esa gente! —exclamó uno de los escrutadores—. Además de incomodarse ellos nos incomodan a nosotros, porque nos hacen perder tiempo: la mayor parte ni siquiera sabe con qué nombre debe votar. Lo mejor es seguir copiando derecho viejo del padrón, sin tanta historia.
—Tiene razón, amigo —exclamó Ferreiro—, tiene mucha razón. Voy a dar orden de que no vengan más.
Y desde ese momento cesó la procesión de comparsas hecha a modo de los desfiles de teatro en que los que salen por una puerta entran en seguida por la otra, después de cambiar de sombrero o de quitarse la barba postiza. Los escrutadores pudieron entonces copiar descansadamente el padrón, y así lo hicieron hasta la hora de almorzar.
El almuerzo les fue llevado de la fonda, pues el comité, descontando ya el indudable triunfo, había querido obsequiarles con todo lo mejor que podía obtenerse en Pago Chico en materia de cocina francesa confeccionada con grasa de vaca.
Por la tarde, a la hora en que debía cerrarse el comicio, del comité, provincial salieron estrepitosas notas musicales, en la calle frente a la puerta comenzó a funcionar el infaltable mortero municipal dirigido por don Máximo en persona, estallaron las bombas de estruendo en el aire caldeado por un día bochornoso de sol, y los paisanos desarrapados, llevados de todas partes para las elecciones, formaron un grupo, abigarrado y mal oliente, que con la banda de Castellone a la cabeza recorrió el pueblo dando vivas al partido provincial y mueras a los cívicos, atestiguando de aquel modo el indiscutible triunfo del oficialismo, las inmensas simpatías de que gozaban las autoridades locales que el pueblo por nada quería cambiar, y la impotencia de los cuatro locos que se arrogaban la representación política de ese mismo pueblo, unánime como tabla, sin embargo, para hacer creer a los inexpertos que de veras había una oposición en Pago Chico, donde a lo único que las personas sensatas hacían la guerra, era a los perturbadores que bajo la careta del patriotismo querían trastornarlo todo, por aquello de que a río revuelto ganancia de pescadores...
Así por lo menos lo dijo al día siguiente el diario oficial, llenando al pasar de improperios a todos cuantos habían intentado sacudir el yugo.
Viera, entretanto, sentado a la puerta de su casa, oía todo aquel innoble regocijo, en el abatimiento provocado por la continuada tensión nerviosa de aquel día, en el que desarrolló más esfuerzo del necesario para realizar alguna obra hercúlea, como la higienización de las caballerizas de Augías, por ejemplo... Confusas imágenes, vagos sueños de evangelización y sacrificio cruzaban por su mente, sentía un nudo en la garganta, una opresión en el pecho, e incapaz de sintetizar después del análisis, de obrar basándose en la triste experiencia, sólo acertaba a balbucir:
—¡Será posible! ¡Será posible!
Y como en esta fórmula vaga se materializaba su ideal, su ¡será posible! era protesta, programa y credo —lo más puro, y por lo mismo lo más inmaterial, imponderable, sublime...
Buscó largo rato lo que había de hacer... Todo se le presentaba impreciso. No podía resolverse a nada. No sabía. Entonces, en pleno reino de lo abstracto, sólo atinó a buscar su abstracción espiritual y sentimental más alta:
Se fue a ver a su novia.