Sitiado por Hambre

Roberto Payró


Cuento


—¡Hay que sitiarlo por hambre! —había exclamado Ferreiro aludiendo a Viera, en vista del pésimo efecto producido por las medidas de rigor, como pudo verse en «Libertad de imprenta».

El plan era fácil de desarrollar y estaba a medias realizado por el oficialismo pagochiquense en masa, que ni compraba La Pampa, ni anunciaba en ella, ni encargaba trabajos tipográficos en la imprenta cívica. No había más que seguir apretando el torniquete y aumentar el ya crecido número de los confabulados contra el periodista. De la tarea se encargaron cuantos pagochiquenses estaban en el candelero, dirigidos por el escribano que les hizo emprender una campaña individual activísima, no de abierta hostilidad, pues eso no hubiera sido diplomático, sino de empeñosa protección a El Justiciero.

En los pueblos pequeños, como el Pago, los suscriptores de los periódicos son necesariamente escasos y más escasos aún los anunciadores, porque ¿a qué tanto salir diciendo que en el almacén tal o en la tienda cual, se venden estos o los otros artículos, cuando todos tienen las mismísimas cosas, ni que la casa de Fulano o de Mengano está en la calle tal número tantos, cuando hasta los perros la conocen y le han puesto su marca muchas veces? Si se publica un aviso en un diario es sólo como acto de magnanimidad y para favorecerlo ostensiblemente, no por otro motivo o propósito, —y más barato resulta no anunciar. De los suscriptores, muchísimos no pagan, unos por ser amigos del propietario, otros por no serlo bastante, de manera que no hay cosa tan precaria como la vida de una publicación de aldea, villa o presunta ciudad, salvo cuando es afecta a los gobernantes, quienes la subvencionan, le dan edictos, licitaciones, etc., hacen suscribirse a sus allegados, subalternos, favorecidos o postulantes, y le crean así una especie de ambiente alimenticio artificial. El periodista de la situación es un parásito insaciable, porque nada, ni la sarna misma, come tanto como una imprenta. Y cuanto más tiene el diario oficialista, menos alcanza el diario opositor, puesto que el comercio no señala a la «réclame» sino una partida tan exigua como la destinada a limosnas —es decir, nada en absoluto o nada relativamente— y los fondos no alcanzan para dividirlos en dos. Mientras uno mama, el otro llora.

De tal parte de su capitalito que Viera destinó al sostenimiento de La Pampa después de invertir la mitad en la imprenta, apenas le quedaban unos pocos centenares de pesos enterrados en un solar de los suburbios que, en vez de subir se había depreciado desde que lo compró. Esto mismo era más nominal que positivo, pues como el diario, bamboleante en un principio, se sostenía a duras penas, los proveedores bonaerenses de papel, tinta, tipos y demás, tenían en cartera documentos a plazo fijo por un total bastante más crecido que el valor del terreno. Para La Pampa, más celosa que la misma balanza de precisión de Silvestre, la que según él medía hasta el peso de las palabras, cualquier carga desfavorable podía determinar la ruina y el cierre ignominioso por falta de elementos.

Ahora bien, la campaña organizada por Ferreiro se llevó a cabo con éxito visible. Todos «los amigos» convirtiéronse en elocuentes propagandistas y comisionistas de El Justiciero, buscando avisos y suscripciones que muchos no les negaban por no incurrir en las iras celestiales. Pero, según lo ya dicho y como que el hilo se corta por lo más delgado, sáquese la consecuencia, como la sacaban práctica, aritmética y monetariamente Viera y su administrador, no sin graves temores para un futuro inmediato.

—¿Por qué no se subscribe a El Justiciero? ¿Por qué no pone su avisito en El Justiciero? —era la frase intercalada de pronto en la conversación y sin andarse con muchos rodeos por los secuaces del escribano.

—Porque ya estoy suscripto a La Pampa y tengo allí mi aviso.

—Póngalo también en El Justiciero, porque «hay» interés en ayudarlo, y para un comerciante cine vive de todo el mundo, como usted, no conviene estar bien con unos y peor con «otros» que valen más.

El comerciante trataba, a veces, de no dar su brazo a torcer, siguiendo con el aviso en La Pampa.

—Es que mire, don... El negocio no da p'a tantas misas, y a gatas si puedo pagar un solo aviso, que ni necesito siquiera.

—Bueno —replicaba el comisionista de ocasión— en ese caso, para no quedar ni bien ni mal con nadie, saque el aviso que tiene y no se haga tomar entre ojos.

Por pocas concomitancias que el catequizado tuviera con «el poder» forzosamente cedía, si no a la elocuencia de estas palabras, a las amenazas que sentía rezongar bajo ellas, y o daba el aviso a El Justiciero quitándoselo a La Pampa o se lo quitaba a ésta para no dárselo a nadie. Lo mismo o punto menos ocurría con las suscripciones...

El derrumbamiento del diario se precipitaba estruendosamente sin que Viera atinase con el remedio. El administrador sólo supo aconsejarle uno peor que la enfermedad: rebajar las tarifas. Puesto en práctica, observose que no entraba un solo anuncio nuevo —como es natural dado el carácter de los anunciantes— mientras seguían retirándose los viejos...

Viera, que había fijado ya la fecha de sus bodas, creyó prudente postergarlas hasta ver más claro en su situación, harto borrascosa para embarcarse en el matrimonio; hizo todas las posibles economías, redujo el personal de la imprenta y trató de prepararse para hacer frente al próximo vencimiento de uno de sus pagarés... ¡Ay! si bien las páginas de anuncios de La Pampa podían llenarse bien o mal con los borrones de los antiguos clisés de específicos, la caja de la administración no se llenaba con artificio alguno. Al borde del abismo, acudió solicitando un préstamo a la sucursal del Banco de la Provincia, aunque considerara el paso inútil y hasta ridículo, pues los consejeros eran Ferreiro y comparsa, precisamente los que estaban sitiándolo por hambre. No se le dio ni siquiera un «no redondo»; ¡eso nunca!; al pie de su solicitud, y con la firma del gerente, leyó pocos días más tarde esta cortés pero mortal negativa: «Otra oportunidad».

Aún no había hecho confidencias a nadie, limitándose a refunfuñar que el diario no iba tan bien como quisiera; pero ya necesitaba por lo menos el precario consuelo de desahogarse con algún amigo, instintivamente, sin la esperanza más remota de que nadie le echase una cuarta para sacarlo del cangrejal en que se hundía.

El comité cívico no había hecho ni podía hacer nada en su favor, porque también se hallaba desastrosamente arruinado, y ni en el terreno de la hipótesis era caso de pensar en desnudar a un santo desnudo para vestir a otro no más abrigado. Como aquel pesar y aquel temor de la catástrofe próxima no dejaban en su cerebro célula capaz de una iniciativa, ni siquiera eligió su confidente, abriose al doctor Pérez y Cueto que acababa de llegar por casualidad a la imprenta, y que le escuchó con tristeza y a ratos con indignación, mientras le reconstruía, tal como la había olfateado y comprendido, la trama abominable contra él urdida por Ferreiro, Luni, Machado, Barraba, Carbonero y tutti quanti.

—¡Mandrias! ¡Canalla soez! ¡Inmunda estirpe!... —exclamaba de tiempo en tiempo el doctor, interrumpiendo a Viera.

Y luego, cuando el otro le enumerara sus apuros y dificultades, lo volvía a interrumpir:

—¡Caramba, caramba, caramba!

Por fin Viera calló, muy conmovido, y no porque se le hubiera agotado el tema. El doctor Pérez y Cucto púsose en pie, paseó la sala de arriba abajo con las manos atrás y la cabeza sobre el pecho, profundamente meditabundo. Luego, irguiéndose, arribó a una conclusión:

—¡Hay que arreglar eso! —dijo.

Y después de una pausa, como para que se le escuchara con religiosa atención, repitió sentenciosamente:

—¡Hay que arreglar eso!

Nueva pausa. Viera, por último, resolvió acortar el entreacto:

—¿Y cómo? —preguntó a su grande amigo.

—¡Hay que arreglar eso! ¡Ya lo tengo pensado! Ahora mismo acaba de ocurrírseme. No es posible que esos espúreos ciudadanos, esos advenedizos despreciables que han llegado al poder arrastrándose por el lodo como los reptiles, sigan sojuzgando a este desdichado pueblo y vejando a la gente de pro. ¡A todos nos toca mantener bien alto la bandera enarbolada por La Pampa, y todos sabremos cumplir nuestro deber! ¡Tenga usted confianza, Viera, tranquilícese! ¡Retemple el corazón para seguir luchando como bueno!

Estaba tan agitado y conmovido cual si acábase de hablar ante cien o doscientos pagochiquenses, en algún meeting trascendental; y a fe que su auditorio, arrebatado por aquella elocuencia, enternecido por aquella grandeza de alma, se dejó contagiar por su entusiasmo hasta las lágrimas. Sí. Viera lloraba cuando estrechó la mano de su altisonante amigo. Y cualquiera de nosotros hubiese hecho lo mismo en su lugar, porque ensánchese Pago Chico hasta convertirlo en una gran nación, agrándese también proporcionalmente el motivo y las consecuencias del acto y ¿no resultan entonces el médico y el periodista dos héroes tan grandes como los que hayan sacrificado más por la patria y la humanidad? Todo es cuestión de relatividades, de apreciaciones, de teatro, de circunstancias. El hecho en sí era noble y generoso: póngase en parangón con la entrevista de Guayaquil y resultará trivial; compárese con el egoísmo reinante en la actualidad, y ya veréis como se agiganta...

—¿Con cuánto se remedia? —preguntó el doctor Pérez y Cueto, volviendo a la prosa de la vida, pero sin empequeñecer por eso su acción, como aquellas homéricas deidades que podían comer, batallar, amar, hacer tonterías, a lo humano, sin perder por eso su divino carácter.

Viera se lo dijo.

—Bien. Yo no puedo prestarle toda esa suma, ni aquí ha de tratarse de un préstamo. No. Pago Chico está en deuda con usted, Pago Chico está en deuda con La Pampa, su único defensor, su postrer baluarte, y es preciso que se conduzca como un pueblo digno de tal nombre. Inicio, pues, una suscripción popular contribuyendo con doscientos pesos, y encabezando la primera lista que me encargo de llenar. No faltarán hombres de buena voluntad que colaboren en la tarea y se hagan cargo de otras listas. En un par de días tendrá usted el doble de lo urgentemente necesario, y La Pampa volverá a navegar viento en popa.

Y, en efecto, pocos días después, el doctor Pérez y Cueto entraba triunfante en la redacción de La Pampa, gritando a voz en cuello:

—¡Aún hay pueblo en Pago Chico! Aún hay pueblo en Pago Chico!

Se había reunido una suma importante para aquel centro y aquella época, y centenares de vecinos suscribieron con entusiasmo según sus fuerzas, los unos igualando la suma ofrecida por el doctor, los otros contribuyendo hasta con veinte centavos ahorrados del modestísimo puchero. Si Washington hubiese podido presenciar aquel movimiento, hubiera pensado que aquella era tela de ciudadanos, y que con elementos capaces de acto tan sencillo en apariencia, es como se organizan grandes naciones. Desgraciadamente Washington había muerto hacía muchos años, y aunque viviera no tendría probabilidad de, conocer el nombre de Pago Chico, y mucho menos su batracomiomaquia...

Todas las listas cerradas y puestas en manos del administrador de La Pampa resultaron conformes con las sumas entregadas sucesivamente en efectivo. Todas... es decir... Y aquí la pluma se emperra como patria empacado, para el que no valen ni las nazarenas, ni la lonja, ni el talero mismo. No hay quien la saque. Sería más capaz de bolearse que de dar un solo paso... Pero ello es preciso, sin embargo, y justamente nos facilita el relato el hecho inevitable de que resultará inverosímil, de la más absoluta inverosimilitud. Si no fuera inverosímil, no lo contaríamos. Gracias a que lo es, siempre quedará el suceso envuelto en una niebla de vaga desconfianza, como una cuasi mentira que debiera ser mentira sin cuasi en cualquier mundo a lo Pangloss...

Pues es el caso que faltó una lista. No. La lista no faltó. Lo que faltó fue el dinero. Imposible armonizar nunca las cifras del total con el cero de la entrega... He aquí los hechos:

La tarde del día en que se cerraba la suscripción, Silvestre entró contentísimo en la imprenta, donde Viera estaba casualmente sólo.

—¡Viera, hermano Viera! —exclamó el insigne boticario— Te he juntado más de seiscientos pesos: todos me han pagado. Ahí los tengo en casa; y si los querés te los traigo aura mismo.

—No hay apuro.

—Aquí tenés la lista. Guardala, porque no queda nadie que agregar, y he hecho la suma. ¡Qué manifestación, hermano! Eso sí que es honroso. Ya no se trata de puro jarabe de pico, y cuando la gente se presta a aflojar la mosca, por algo ha'e ser. Tocarle el bolsillo es como andarle por las verijas a un animal cosquilloso. Así que, si querés, podés engreírte de lo que han hecho con vos.

—Sí, hermano —replicó Viera— me siento verdaderamente conmovido. ¡Esas son cosas de que no me podré olvidar en la vida, y que no andaré propalando, si no que las guardaré exclusivamente para mí, como una gloria íntima y también como una obligación inquebrantable de mantenerme tal cual soy, de seguir sin extravíos la norma que me he trazado!...

Hablaba sinceramente, y es muy posible que hoy, recordando aquellos momentos, repitiera esas mismas palabras con igual convicción.

Silvestre le miraba. Al rato le preguntó:

—Pero decime, ¿la suscripción te alcanza para sacarte completamente del pantano, o no?

—Es una ayuda muy grande.

—Eso ya sé. ¿Pero ahora te ves ya completamente libre de compromisos?

—Por el momento sí.

—¡Ah, por el momento, bien decía yo! ¿Unos cuantos meses, no es verdá? Porque si el diario no se sostiene, ni menos da ganancias, en cuanto se gasten esos nales volvés a enterrarte hasta el encuentro en el tembladeral, no?

—Desgraciadamente.

—Natural. ¡Lo que necesitás es muchos suscritores, muchos avisos, para pagar a todo el mundo y vivir sin arretrancas; o, de no, mucha plata para que el diario no se vaya al bombo en algunos años, y venga más población y entonces se pueda sostener. Porque supongo que, aunque los nuestros suban no sos de los que se han de prender a la ubre...

—Tenés razón, tenés razón en todo, Silvestre.

—Bueno... entonces, esperá... dejame a mí... Yo sé lo que hago, y has de ver como todo viene como anillo al dedo. Tengo una combinación... Ya verás, ya verás...

Y se levantó en actitud de marcharse.

—¿Qué pensás hacer?

—No te quiero decir... Luego... Mañana.

Y se fue.

Tan optimista estaba Viera, que la más pequeña simiente de ilusión o de esperanza caída en su cerebro, luego se fecundaba, germinaba, brotaba, crecía, echaba hojas, ramas, flores, frutos, como si estuviera en manos del más hábil de los faquires indios. Las vagas palabras de Silvestre lo enajenaron, entregándolo a una especie de pasajera megalomanía: era evidente para él que su amigo pensaba convocar de nuevo al vecindario patriota para exponerle minuciosa y exactamente la situación, comunicarle sus ideas y propósitos, y exigir de él un esfuerzo más amplio y más continuado que aquella gran cinchada, demostrando que con menos sacrificio se arribaría a mucho mayor efecto si no se aguardaba cada vez, para echarle una manito, a que el carro estuviera encajado hasta la maza. Más suscripciones, avisos mejor pagados, con qué equilibrar las entradas y las salidas; él no pedía más, ni lujo ni holgura siquiera, para seguir diciendo verdades y defendiendo al pueblo.

Fue a ver a la novia para contagiarle su fiebre de ensueños, para transmitirle el inmenso júbilo con que tantas manifestaciones de aprecio —gloriosas decía él— embriagaban su juventud, para hablar también de las bodas, que podrían acelerarse, sin tener ya enfrente el fantasma de la miseria... Después, vuelto a su casa, aquella noche se durmió sonriendo a sus nuevos y quebradizos juguetes.

Cuando, a medio día, entró en la imprenta Silvestre, su revuelto cabello, los ojos huraños, los labios resecos y plegados en una mueca amarga y nerviosa, revelaban un hondo sufrimiento, una grande angustia. Viera lo mirá sorprendido.

—¿Qué tenés? —exclamó.

Silvestre, sin contestar, sacó el revólver, prementolo por el cabo al periodista y

—¡Tomá, matame! —murmuró con voz reconcentrada.

—¿Qué tenés? ¿Estás loco?

—¡Tomá, matame, te digo! Soy un canalla y un flojo, porque ya me debía haber hecho saltar la tapa de los sesos! ¡Tomá, matame, por favor!

Viera le quitó el revólver. Acababa de comprenderlo todo, lo de la combinación, las reticencias, la loca esperanza... Silvestre se había dejado arrastrar por su afición al juego, creyendo sinceramente que obedecía al propósito de salvar para siempre a su amigo. La noche antes, en casa del Rengo, lo habían dejado más pelado que laucha recién parida. La suscripción no era ya sino una cantidad negativa, aumentada con una deuda exigible dentro de las veinticuatro horas, una «deuda de honor».

El periodista guardó el revólver en un cajón del escritorio, y aunque sintiera el corazón oprimido hasta el dolor, pudo sonreírse y decir filosóficamente:

—¡Pedazo de sonso! Si hubieras venido con las manos llenas de plata no traerías el revólver, aunque la intención sea la misma... Sólo que... hay que desconfiarles mucho a esas intenciones... ¿Perdiste? Bueno; ¡no hablemos más! Ya sabés que hiciste mal en jugar y... ¡basta!

Silvestre lo miraba boquiabierto, alelado, con una sorpresa indecible.

—¿Conque sabías? —acertó a balbucear— ¡Y me perdonás, hermano, todo el mal que t'hecho!...

Y reaccionando de pronto, rompió a llorar con grandes sollozos convulsivos, sentado, sepultada la cabeza entre las manos, sobre las rodillas trémulas.

...Una semana después no se acordaba ya de aquella crisis espantosa, tranquilizado por el silencio de Viera. Pero debemos confesar en honor suyo, que perdonó a su amigo el haberlo perdonado de su falta, y esto aboga por él, porque es excepcional. Viera dio por recibida la suma con grave peligro de su reputación, pues la falla prolongó y dio incremento a sus apuros.

—¿Dónde tira la plata ese loco? —se preguntaban haciéndose cruces los que veían de cerca al periodista siempre metido en su intolerable atolladero.

Pero como Silvestre no se apresuraba a explicarlo ni Viera había de hacerlo...


Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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