Cuentos para Gente Menuda

Romualdo Nogués


Cuentos infantiles, colección



Prólogo

Enamorado de los niños, deseoso de proporcionarles algún placer, calculando el que yo experimentaba cuando era chico, en tiempo de Fernando VII, al oír cuentos fantásticos, he escrito los que no había olvidado y los que me acaban de referir en las faldas de Moncayo. En casi todos ellos hay una idea moral y concluyen, como las comedias antiguas, con un casamiento. Lo maravilloso encanta a los párvulos, y a los adultos el observar con el gusto que aquellos escuchan los sucesos más inverosímiles.

La inocencia es una alhaja preciosa que admiramos los que no la poseemos y que no excita la envidia.

El herrero de Calcena

Una tarde de verano llegaron muy cansados a Calcena, San José, la Virgen y Jesús, que, haciendo un pequeño rodeo, se dirigían a Egipto para escapar del decreto que Herodes, tetrarca de Judea, había dado, mandando degollar a todos los niños. Como los sicarios del tirano les iban a los alcances, para hacerles perder la pista determinó San José que a la borrica, cabalgadura de la Sacra Familia, le pusiese al revés las herraduras el herrero de Calcena. Éste no pertenecía a la raza celtíbera, esbelta y ligera; era una mezcla de la romana con la negra de África; tenía la cabeza cuadrada, la boca ancha, corto el pescuezo y enorme barriga. Torpe de mollera, corto de alcances, dominaba en él la envidia, y más que todo el egoísmo. Jamás hacía nada sin creer que le serviría de utilidad.

—Sólo pagándome con anticipación cambiaré las herraduras. —le dijo a San José.

—Es el caso (repuso éste), que hemos salido precipitadamente de Belén, y nos hemos olvidado los denarios para el camino.

Gratis, no me incomodo por nadie, replicó el panzudo egoísta.

—¿Y si consiguiera de Dios, que todo lo puede, os concediese una gracia en pago de vuestro trabajo?

—Una, no; cuatro; a gracia por herradura.

—¿Cuáles queréis?

—Que si alguno sube a esa higuera (y señaló el herrero la que había junto a la puerta), no baje hasta que yo se lo mande; que quien se siente en el banco de la herrería, se pegue a él cuanto tiempo me acomode; que el que beba vino de esta bota, no pueda variar de posición sin mi permiso, y si hubiera un atrevido que meta la mano en el agujero que se halla al lado del yunque, no la saque mientras yo no lo disponga.

—Corriente, y a herrar. —añadió el Santo Patriarca.

Al ponerse el sol por detrás del excelso Moncayo, que parecía una inmensa pirámide de lapislázuli y plata, se veía en su cima a la Sagrada Familia, cuyas divinas figuras se dibujaban sobre el cielo teñido de púrpura y oro. Aún no correspondía el magnífico pedestal al grupo que sustentaba.

Tan malo era el herrero de Calcena, que antes de morir ya recibieron en el infierno, orden de prenderle. El director del establecimiento penal comisionó para ejecutarlo aun diablo muy listo, que de un vuelo se trasladó a la herrería.

—Por ti vengo (dijo al egoísta); es inútil que trates de escaparte.

—Bueno (repuso el herrero); hazme un favor; ínterin me despido de mi mujer, que es una celtibera que me quiere tanto como la gente de esta tierra a la dominación extranjera, y se alegraría me llevara el mismo Satanás, chúpate unas cuantas brevas; son riquísimas.

El diablo se encaramó en la higuera, y quedó paralizado colgando de una rama y enganchado de una ala, como los murciélagos en invierno. Llamó el maldito artesano a los chicos de la escuela, que a pedrada limpia pusieron al diablo más blando que un higo. Cuando el herrero le dijo:

—Vete.

El enemigo malo se hundió por la grieta de una peña en los profundos infiernos. El demonio burlado, dio parte oficial del mal resultado de su expedición, y le reprendieron agriamente. Enviaron uno tras otro a los dos diablos de más acreditada bizarría en la milicia infernal, deseosos de cumplir misión tan importante. Al que se sentó en el banco para descansar un rato, no pudo moverse, y le pegaron una tremenda paliza. Su compañero, como venía del infierno, que es tierra caliente, tenía sed; empinó la bota, quedó con los brazos en alto, la cara hacia arriba, y más sufrió de tener que mirar al cielo, cuya morada a los demonios les causa horror, que por los tizonazos que los muchachos del pueblo le dieron con palos encendidos en la fragua. A los dos atormentaron hasta que el herrero quiso. Llegaron al Averno hechos una miseria, y el diablo Cojuelo, que por el teléfono sabía la noticia, cuyo invento se usa en tal lugar desde el pronunciamiento de Lucifer, pues no se comprende de otra manera que se hallen tan al corriente de lo que pasa en la tierra, encargó a un subalterno las calderas de Pedro Botero, y exclamó:

—Se ha malogrado la expedición por la ineptitud de tan malos oficiales. Voy a Calcena, y vuelvo más ligero que el pensamiento. A pesar de su pata coja, de un tranco se puso junto al herrero.

—Vamos. —le dijo a éste, amenazándole con la muleta.

—Espera; voy por las alforjas.

—Para este viaje no las necesitas.

—Es que las llenaría con el dinero que tengo dentro del hoyo que hay junto al yunque.

Como hasta los diablos tienen afición al oro, el Cojuelo metió la mano en el agujero, y quedó preso. Echaba de rabia espumarajos por la boca, blasfemaba, juraba como un endemoniado, y fue el que introdujo la moda de hablar mal en Aragón. A los gritos acudieron todas las mujeres y chicos de Calcena; le escupieron en la cara y le dieron puntapiés en el otro lado.

—Mira, moncaino (dijo el pata coja al artesano); juro por mi rabo que, si me sueltas, no me acordaré de ti ni te admitiré en mis reinos.

—Vete. —dijo el herrero, lleno de satisfacción, acariciándose la panza.

Aunque mala hierba nunca muere, al herrero de Calcena se le acabó la vida. Se dirigió al cielo; San Pedro, al abrir un poco las puertas, las cerró enseguida, y exclamó:

—¡Uf! ¡Huele a egoísta! ¡Fuera, fuera!

El condenado barrigudo llamó en el infierno; los diablos, enterados con anticipación de su llegada, armaron gran algarabía, y se opusieron a su entrada. Desde entonces, a los egoístas no los quieren en el cielo ni en el infierno.

El pelao de Ibdes

Pues señor; en un país muy lejos... se hallaba una buena mujer encerrada en profunda y obscura cueva. Dios la concedió un hijo despabilado y listo, que, en cuanto nació, preguntó a su madre:

—¿Qué hacemos aquí?

—¡Ay! Me encuentro encantada por un oso que mató a tu padre, sin poder salir ni ver el sol.

—¿A qué hora viene?

—A las doce de la noche. Pero es (añadió la pobre mujer al oído del recién nacido) el mismísimo demonio.

El niño halló en la cueva una tranca muy grande, y se escondió detrás de la puerta; al llegar el oso dando resoplidos, abierta la boca y enseñando sus formidables dientes, de un trancazo le hizo polvo. El muchacho arrojó los restos de la fiera a un río, y llevó a su madre a Ibdes, pueblo miserable de Aragón.

Los chicos del lugar, como aún no le había salido el pelo, le pusieron por mote o apodo El Pelao. Éste era mal estudiante, reñidor; se cansó de vida tan pacífica, y armado de la tranca con que mató al oso, salió de Ibdes a buscar fortuna. Su pobre madre no consiguió detenerle, y se quedó llorando.

Pues señor; el Pelao, anda que te anda, días y días, camino adelante, encontró a un hombre descomunal que arrancaba pinos a tirón. Se llamaba Arrancapinos.

—¿Qué eres? —le preguntó.

—Leñador.

—¿Cuánto te dan por cada pino?

—Dos cuartos.

—Poco es; ¿quieres venir a ver mundo?

—Sí.

Y los dos, tan amigos como si se hubieran conocido toda la vida, echaron a andar.

A las cien leguas de marcha los envolvió una gran nube de polvo que obscurecía el sol. La causa era que otro gigante a puñetazos tiraba las más altas montañas.

—¿Se trabaja? —le dijeron.

—¡Quiá! (contestó Batemontes.) Estoy abriendo un camino real.

—¿Cuánto jornal ganas?

—Un sueldo (ocho cuartos).

—¡Mira qué cosa! Vente con nosotros a correr aventuras.

Pues señor; ya eran tres; dos gigantes y el Pelao, que valía por cuatro. Llegaron ala orilla de un río, tan ancho, que ni con catalejo se divisaba la otra, y preguntaron por una barca a un gigante que, echado, miraba de alto abajo a los otros que estaban de pie; era tonto; pescaba con caña.

Barbancha, —así se llamaba el pescador—, colocó la suya de modo que subieran en ella los tres compañeros, y en dos zancadas los desembarbó en la margen opuesta. Lo mismo hacía con carros, coches y galeras. A tan grande animal lo convencieron que dejase el oficio y se fuese con ellos. Aceptó. Caminaban a pasos de gigante, y un día que amenazaba furiosa tempestad, se metieron en un palacio deshabitado, cuya despensa se hallaba bien provista.

—Oid (dijo el Pelao): Arrancapinos hará la comida, mientras nosotros registramos el palacio.

El gigante llenó un caldero con los manjares más exquisitos, encendió leña, se sentó en el hogar, hervía a borbotones el caldo, echó un cigarro, levantó la cabeza al lanzar una bocanada de humo, y vio en la chimenea, entre el hollín, a un viejo que lo miraba con ojos que parecían ascuas. Arrancapinos salió escapado, no supo disimular el miedo, que es en lo que consiste el valor, y dijo al Pelao:

—¡Hace un humo en esa cocina! Manda a otro en mi lugar.

—Vaya Batemontes. —añadió el chiquillo de la cuadrilla, a quien los gigantes obedecían sin murmurar, porque la inteligencia siempre acaba por dominar la fuerza bruta.

Batemontes arregló la lumbre, cogió una brasa, y al encender un cigarro observó que el viejo, desde el cañón de la chimenea, le clavaba los ojos con resplandor infernal. Echó a correr, y rogó que, para no cegar del humo, lo reemplazara Barbancha. A éste le sucedió pintiparado lo mismo que a sus compañeros. El Pelao se encargó de cocinar, encendió también su cigarro, reparó en el viejo que despedía fuego por los ojos, y de un trancazo lo hizo añicos. Como la libertad y la educación consisten en no hacer ni decir nada que mortifique a los demás, el Pelao no habló a los gigantes del humo de la cocina, y trató de distraerlos mientras en ella comían, asegurándoles que la escena que se representaba, capaz de asustar a una estatua de piedra, nada tenía de particular. Por arte de encantamiento, gran recurso para explicar lo imposible, la sangre, los huesos y la carne del viejo, en pedacitos, uno tras otro, marchaban poco a poco, atravesaban la cocina, subían a la ventana, se arrojaban al corral y se metían en un pozo sin agua.

—En cuanto comamos (dijo el Pelao), lo reconoceremos.

Los gigantes se miraron con espanto. Atado a una cuerda, bajaron a Arrancapinos al pozo diez mil varas; tocó la campana que llevaba para avisar si encontraba algo, lo subieron, y les juró, tiritando de miedo, que no se podía resistir el frío. Batemontes bajó veinte mil varas, y Barbancha cuarenta mil; y los muy bestias no supieron inventar nada, y repitieron que el frío era irresistible. Para mentir se necesita algo de talento, mucha memoria y poca vergüenza.

Pues señor; el Pelao, sonriéndose de la pavura de sus compañeros, se ató, le dieron cuerda, llegó al fondo del pozo, encontró una galería tapizada con telas bordadas de seda, las arañas eran de cristal de roca, los muebles de marfil y la alfombra de plumas de cisne. Llamó a una puerta de bronce, le preguntaron qué deseaba, contestó que abriesen y lo sabrían; apareció una señora muy guapa encantada por un león que, al presentarse rugiendo, el Pelao, con la tranca, al primer golpe lo aplastó. Ató a la señora a la cuerda, tocó la campana, los gigantes la subieron, y continuó su excursión.

Llamó a otra puerta de plata, salió una señora joven y bonita, encantada por una serpiente de siete cabezas, y, sin arredrarle los silbidos del monstruo, lo mató. Mandó a la segunda dama para arriba. Volvió a llamar a una puerta de oro, y otra hermosa señora le manifestó llorando que se hallaba encantada por el diablo en figura de horrible viejo, el cual, al recibir el trancazo que le tiró el Pelao, se ladeó, y sólo perdió una oreja que éste se metió en el bolsillo. Los gigantes subieron la última dama, y cuando tuvieron una para cada uno, se escaparon con ellas, y se portaron peor que enanos cochinos, dejando en el pozo al valeroso Pelao.

—Mira (le dijo el diablo), si me das mi oreja, porque sin ella no puedo presentarme en el infierno, te haré muy rico, y te daré, por mujer a una infanta hermosísima; las señoras que has visto en el pozo no sirven para descalzarla. Agárrate a la oreja que me queda, y te convencerás.

El Pelao lo verificó, y el diablo cumplió su promesa. En volandas lo llevó a un magnífico palacio; el Rey lo casó con su hija, que era preciosa; le dio el mando de las tropas del reino, y fue siempre feliz. Todo porque libró a su pobre madre, y ni al diablo tuvo miedo.

Cuentico contao, por la ventanica se fue al tejao.

Esgarrachupas

Esgarrachupas era un perdido, que gastaba más que tenía: llegó a entramparse con todos los vecinos de su lugar, que lo perseguían sin dejarlo a sol ni a sombra. Una tarde corrió la noticia de que había muerto de repente; que, amortajado de fraile capuchino, se hallaba depositado en la iglesia, y que lo enterrarían cuando el cura volviese de predicar de un pueblo inmediato. Los acreedores se acercaban al muerto, que tenía casi cubierta su cara con la capucha, y perdida la esperanza de cobrar, echándola de generosos, aunque deseando ardiese en los infiernos, exclamaban:

—¡Pobre Esgarrachupas! Para que salga del purgatorio, le perdono lo mucho que me debe.

El sacristán Furigañas, que lo velaba, añadía siempre:

—¡Dios se lo pague! Yo también le presté una peseta.

Llegó la noche, el monago se durmió en un confesonario, se olvidó cerrar la iglesia, y entró en ella, para robarla, una cuadrilla de ladrones. Calcularon que, habiendo un cadáver de cuerpo presente, nadie se atrevería a sorprenderlos, y podrían pacíficamente repartirse el dinero que acababan de quitar a unos ricos comerciantes que volvían de ferias. Se sentaron en el suelo, formando corro alrededor del muerto, que alumbraban cuatro velas: vaciaron un saco de onzas de oro: al ruido se despertó el sacristán, el difunto se incorporó, extendió los brazos, dio un grito, y los ladrones huyeron espantados, abandonando el tesoro.

Furigañas y Esgarrachupas se convinieron en que éste se haría el muerto para que le perdonasen las deudas, como lo consiguió. Se durmió en el ataúd, lo despertó el sonido del precioso metal al caer en las losas del templo, le deslumbró el brillo, y no pudo contener el ademán ni la exclamación, que asustaron a los bandidos. El sacristán y el perdido cerraron la iglesia y se repartieron el dinero. Como Furigañas no quiso perdonar la deuda a Esgarrachupas, al repetirle: «Dame mi peseta», lo oyó por el ojo de la llave de la puerta de la iglesia Galdrapas, el más valiente de los ladrones, que se había acercado a ver lo que pasaba, echó a correr, y, lleno de miedo, les dijo a sus compañeros:

—¡Tantos muertos se han levantado, que a peseta les ha tocado!

Las tres naranjitas de oro

Jugaba el hijo del Rey a la pelota en la plaza con varios jóvenes, tan locos como él, cuando, al pasar una espantosa vieja, de un pelotazo la rompió la alcuza, quedándose sin vasija, sin aceite y obligada a cenar a obscuras, en unión del gatazo negro que la acompañaba. Como era hechicera, hizo mal de ojo al hijo del Rey, que enfermó gravemente, y desahuciado por los médicos de cámara, a la desesperada llamaron a la maldita y rencorosa vieja, para que remediase el mal que había hecho, amenazándola con desollarla viva, quemarla y aventar sus cenizas.

La diabólica curandera examinó al joven, y dijo que sanaría si cogía por su mano las tres naranjitas de oro, y que para evitar los riesgos del camino, debía llevar prevenidos siete panes, siete cántaras de leche y siete ruecas. El hijo del Rey montó en un soberbio caballo andaluz (en aquella época gustaba más lo español que lo extranjero), y emprendió el viaje, seguido de los bagajes necesarios.

Después de caminar varios meses, encontró siete gigantescos perros, que, al verlo, se disputaron el honor de tragárselo. Conforme iban abriendo sus enormes bocas, el hijo del Rey les echaba un pan. Como el hambre satisfecha amansa a los animales furiosos y a los hombres políticos, le dejaron pasar sin causarle daño.

Andando leguas y leguas, al creerse próximo a terminar su viaje, se le interpusieron en el camino siete enormes culebras, silbando y amenazando herirle con sus puntiagudas lenguas. El joven las puso a cada una su correspondiente cántara de leche, la bebieron con ansia, se hartaron, y quedaron aletargadas completamente.

Cuando el hermoso príncipe iba más descuidado y contento, lo rodearon siete viejas desgreñadas y feas como visiones infernales. Eran brujas endemoniadas. Ya se preparaban, con gran algazara, a arrancarle el pellejo a tiras con sus largas y sucias uñas; pero el mozo las aseguró que en la corte del Rey su padre las damas más encopetadas hilaban que se las pelaban. Como a las mujeres, aunque sean de la edad de Matusalén, las gusta seguir la última moda, quedaron los siete espantajos muy alegres, cada una con su rueca, instrumento que antiguamente ponían por burla y castigo a los soldados que en las batallas se portaban con cobardía. Tan solemnes brujas nada ignoraban; de ellas descienden nuestras actuales sabias, y en pago del valioso regalo, enseñaron el ansiado naranjal al hijo del Key. Éste, palpitándole el corazón, cogió una naranjita de oro, la partió, y salió de ella una señora muy guapa, que le dijo:

—Necesito jofaina para lavarme, toalla para secarme y peine para peinarme.

Como el joven no pudo complacerla, la dama desapareció. Al abrir la segunda naranjita de oro, encontró otra señora más bella que la anterior; tuvo la misma exigencia, y no satisfecha, se le escapó de entre las manos.

Desesperado el mozo, recurrió a las consabidas viejas, y a pesar de que las puercas no se lavaban, secaban ni peinaban, tenían el utensilio necesario, y se lo dieron enseguida.

Partió el hijo del Rey la tercera naranjita de oro; se presentó a su vista la mujer más hermosa que puede imaginarse; le pidió lo mismo que las dos primeras, se lo presentó, y ella de un salto se colocó en la grupa del caballo, al cual le nacieron alas. Con la presteza del relámpago el nuevo Pegaso condujo al caballero y a la dama al palacio real.

Se casaron, y tuvieron un hijo muy bonito: el príncipe marchó a la guerra, que fue larga y sangrienta, y al ver sola a la hermosísima princesa, los palaciegos se conjuraron para matarla. Se encargó de ejecutarlo una camarista, y al peinar los rubios, sedosos y abundantes cabellos de la que llegaría a ser reina, la clavó un largo alfiler de oro en la cabeza.

No pereció, sino que la pobre se convirtió en paloma, y escapó volando por el balcón. El ave jamás se alejó de palacio, porque en él dejaba a su inocente y hermoso niño. Las madres, aunque sean irracionales, no abandonan a sus hijos. La palomita entraba siempre que podía por los balcones de palacio; llevaba a su hijo flores y frutas en el pico, lo arrullaba y lo besaba. Si alguno de sus enemigos se le acercaba, le volvía la cola, se marchaba, y se colocaba en la cornisa del alcázar, de modo que la fuera fácil ver al niño.

Al regresar triunfante el príncipe, preguntó en las inmediaciones de la capital por qué no salía su esposa a recibirle; le contestaron que de dolor por la ausencia de su marido, se había vuelto negra y fea. En palacio le presentaron una esclava africana, gran comedianta, instruida en el papel que debía representar y de la historia de la infeliz que por envidia habían sacrificado.

El príncipe se consolaba de la transformación de su mujer, acariciando a su hijo y a la palomita, que repetía sus visitas. Un día que pasaba la mano por la cabeza de la avecilla, observó que tenía un bultito; separó las plumas, vio un alfiler de oro, tiró, lo sacó, y la paloma volvió a su primitiva forma de mujer, más hermosa que nunca.

Murió el Rey, heredó su hijo, mandó emparedar a la infame peinadora, arrojó a los intrigantes de su corte, se quedó casi solo, gobernó con justicia, no hizo caso de las recomendaciones de los altos ni de las adulaciones de los bajos, y vivió con su esposa y su hijo, que llegó a ser tan virtuoso, buen mozo y valiente como su padre.

Cuentito contado, por la ventanita se fue al tejado.

La varita de virtudes

El secretario y fiel de fechos de un pueblo preguntó a sus tres hijas:

—¿Cuánto me queréis?

—Más que a mi vida, —contestó la mayor.

—Más que a mi alma, —respondió la mediana.

—Yo (dijo la más chica), le quiero más que a la sal y el agua.

Como el padre no comprendió el sentido de la frase, y gustaba que le adulasen hasta las hijas, echó de casa a la más pequeña. Afligida la niña, caminaba sin saber adónde, cuando se encontró una perrita de aguas, casta la más inteligente de la raza canina. Un hechicero la había enseñado a hablar, y preguntó a la chiquilla:

—¿Por qué lloras?

—Porque no tengo pan para comer, ni paja donde dormir.

—Toma esta varita de virtudes (y señaló la perra con la pata un precioso palito con los extremos de oro, que el animal había soltado de la boca durante la conversación). Con ella (añadió), conseguirás cuanto desees, si al mismo tiempo dices las palabras que te voy a comunicar en secreto. La perrita, puesta en dos pies, acercó el hocico a oído de la chica, y escapó como una exhalación.

La niña pidió albergue en el palacio real. La servidumbre creyó que una pobrecita tan mal atrapazada (vestida) no estorbaría; la admitieron y destinaron a cuidar los patos del jardín. La Reina la vio, le chocó su hermosura, supo se llamaba Mariica, el fútil motivo por qué la abandonó su padre, y la regaló un traje completo. Hubo quien se alarmó, temiendo llegara la pastorcita de patos a la privanza real. Conforme la paterita crecía, se aumentaban sus encantos y la rabiosa envidia que la tenían los bajos servidores de palacio. Para deshacerse de ella, refirieron a la Reina que la, al parecer, humilde chicuela, era tan orgullosa, que aseguraba podría dar de comer a mil convidados sin ayuda de nadie. La Soberana creyó el cuento, y sonriendo desdeñosamente, exclamó:

—«Mariica lo ha dicho, —Mariica lo hará; —si no, la cabeza— se le cortará.»

Todos se apresuraron a comunicar tan cruel sentencia a la que por celos ya odiaban.

La paterita dijo a la varita maravillosa:

—«Con la virtud que tú tienes y con la que Dios te ha dado, me saques de este apuro. Sol y Luna, Dios me ampare y mi fortuna. Luna y Sol, Dios me ampare y su favor.»

Por encanto apareció en el principal salón de palacio una mesa ricamente puesta, llena de manjares exquisitos y con cubiertos de oro para mil personas. Las criadas de la Reina se mordieron los labios, y los criados del Rey se hincaron las uñas en la carne hasta hacerse sangre.

Pronto inventaron nueva falsedad. Aseguraron que la paterita ofrecía limpiar toda la ropa blanca de palacio, y la de los cien mil guardias del Rey, en quince minutos. La Reina dió una carcajada, y repitió:

—«Mariica lo ha dicho; —Mariica lo hará; —si no, la cabeza— se le cortará.»

De ésta no te escapas, pensaron los encarnizados enemigos de la que guardaba los patos.

Esta, al noticiárselo, pronunció, mirando a la varita, la fórmula sibilítica referida, y se la presentó una urraca, ave parlanchina, que la dijo:

—Se ejecutará lo que deseas.

Levantó la picaza el pico, y dirigiéndose al Océano que se divisaba en el horizonte, cantó:

—«Pajaritos del mar, —unos a acarrear y lavar; —otros a secar y planchar, —los demás a guardar.»

Millones de aves marítimas, obedeciendo con pasmosa actividad las órdenes despóticas de la urraca, en menos de un cuarto de hora dejaron la ropa más blanca que la nieve, recogida en los armarios de palacio y repartidas las camisas a los cien mil soldados de la guardia real, sin necesidad de cabos furrieles ni lavanderas.

Los más intrigantes y aduladores del palacio real inventaron un imposible mayor que los anteriores. Como la Reina tenía la inmensa pena de que su hijo mayor se hallaba encantado, le dijeron que la paterita juraba podía desencantarlo.

La Reina, al oírlo, vistos los prodigios que había llevado a feliz remate la de los patos, replicó muy confiada:

—Mariica lo ha dicho, —Mariica lo hará. —Y si lo hace, —Con mi hijo casará.

La niña recurrió a la varita, y antes de concluir de pronunciar «Luna y sol, Dios me ampare y su favor», brotaron de la tierra dos lindos pajes. Conducían un magnífico caballo, una copa de cristal de roca con adornos de oro esmaltado, y un pájaro de tornasolados colores. Uno de los pajes dijo a la heroína de esta fiel y verídica historia:

—Monta en el alazán, sigue al pájaro, y guarda la copa.

Arrebatados por el huracán, corrió el caballo y voló la avecilla, parándose de pronto junto a una fuente. El pájaro mandó a su vez a Mariica:

—Coge una copa de agua y tírala al aire.

Al evaporarse el líquido, quedó el príncipe desencantado. A los pocos días se casó con la envidiada niña.

Barrieron la servidumbre de palacio.

La nueva no fue mejor. De lo malo indispensable, la menor cantidad posible.

Convidaron a comer a todos los secretarios de los pueblos del reino. La Princesa preguntó a su padre por sus hijas, y respondió:

—Tenía tres. Las dos mayores, muy cataplasmeras (aduladoras), me abandonaron cuando más las necesitaba. A la más pequeña, porque no las imitaba, la arrojé de casa.

—Esa soy yo (dijo la hermosa Mariica, abrazándole). Os quiero más que al agua y la sal, sin las cuales no se puede vivir.

Los hermanos gemelos

Un padre quería que sus dos hijos gemelos se dedicasen al estudio; como eran calaveras, valientes y de genio, le pidieron para cada uno un caballo, un perro y una lanza, y prometieron se buscarían la vida como Dios les diese a entender. Visitaron a una maga, la cual les ofreció que si uno de ellos se hallaba en grave peligro, al otro se le volvería sangre el agua que fuera a beber.

Un dragón espantoso tenía atemorizada a una nación entera. Cada mes, para evitar que devorase a sus habitantes, le echaban para que se tragara a una hermosa doncella, sorteada entre todas las del país. Le tocó a la hija del Rey, la vistieron magníficamente, y la llevaron desmayada a un gran palacio situado fuera de la ciudad, para que el monstruo la devorase. Cuando la conducían al sacrificio, llegó a la población por casualidad uno de los referidos hermanos; preguntó por qué lloraban hombres y mujeres, grandes y chicos. Le dijeron la causa, se colocó a caballo en el patio del palacio, entró el dragón dando rugidos espantosos, y lo atravesó con su lanza. Un lago donde podían navegar barcos se formó con la sangre que derramó la horrenda fiera. Como sucede siempre, el valeroso paladín se casó enseguida con la Infanta, hermosísima muchacha.

Al día siguiente de la boda estaban los novios en los miradores de palacio; preguntó el caballero a su mujer qué eran unas murallas que se divisaban en el horizonte, y contestó:

—El castillo llamado No entrar, si la vida quieres conservar.

Por más esfuerzos que hizo la Infanta, no pudo detener a su marido. El espíritu aventurero lo dominaba; quería llevar a cabo las más peligrosas hazañas; y aunque le aseguraron que de cuantos iban ninguno volvía, montó a caballo y se dirigió a la referida fortaleza. Una vieja que encontró en la puerta, con voz temblorosa dijo al caballero:

—Tengo miedo que me muerda el perro que lleváis; haced el favor de atarlo con esta cuerda.

En cuanto el aventurero la tocó, quedaron encantados jinete, caballo y perro.

Al instante al otro hermano, que estaba a miles de leguas, se le volvió sangre el agua que iba a beber. Emprendió la marcha, y arribó a la capital donde acababan de suceder hechos tan estupendos. Se alojó en palacio; como era igual a su hermano el encantado, la Infanta, loca de alegría, lo equivocó con él, lo abrazó, y le dijo:

—¡Ay, mi querido esposo! Desde que te fuiste no he cesado de mirar hacia aquel maldito castillo. —y señaló con su rosado dedo índice las lejanas murallas.

Lo oyó el nuevo caballero, calculó que allí estaba su hermano, y para libertarle, sin pensar en los peligros que le amenazaban, montó, y veloz como paja arrastrada por el viento, se halló delante de la puerta que guardaba la vieja encantadora, la cual le pidió que atase el perro, pretextando que podría morderla, y alargándole la cuerda. Pero el caballero la amarró con una correa ala cola de su caballo, y la amenazó con llevarla de pueblo en pueblo para que los muchachos se divirtiesen en apedrear a una bruja, si no reducía a cenizas el castillo de No entrar, si la vida quieres conservar, desencantando antes a su hermano. A éste, convertido en estatua de mármol negro, juntamente con el caballo y el perro, formando artístico grupo, le sopló la vieja en el oído, y los tres volvieron a la vida. El castillo fue pasto de las llamas; el hermano libertador se casó, como era consiguiente, con otra hermosísima infanta, y de la vieja no se ha vuelto a saber más. De seguro el diablo cargaría con ella.

A los hermanos que se quieren y protegen, Dios les ayuda.

El gigante y la niña

Un gigante poseía una huerta donde se criaban riquísimas peras. Una señora tuvo el capricho de comerse una, el dueño se empeñó en no dársela ni vendérsela por más dinero que le ofreció, sino cambiársela por la primera hija que ella diese a luz. La señora aceptó, creyendo que jamás la tendría, y se engañó. Al poco tiempo fue madre de una hermosa niña; la ocultó sin permitir que la viesen, temiendo que el gigante se la reclamara. A los seis años creyó que nadie se acordaría; la encontró el coloso, y la advirtió que no olvidase mandarle lo que le pertenecía.

La pobre mujer, asustada, escondió a la niña hasta que cumplió diez años. Entonces el gigante escribió a la señora que si no le enviaba a su hija, la mataría. Afligidísima la infeliz, y segura de que el malvado ejecutaría la amenaza, se la entregó. La chica era muy mona, y llegó a conquistar el afecto de tan grande animal.

La muchacha cumplió los dieciséis años, lo pasaba bien en el magnífico palacio del gigante, y no sufría sino recordando el cariño de su buenísima madre. Como la chica eclipsaba en hermosura a las flores del jardín, calculó el gigante que si la veían se la robarían.

—Mira (la dijo): te prohíbo te asomes al balcón; los hombres son perversos a proporción de su edad y estatura. Si alguno te quiere coger, echa una hoja de este árbol a sus pies antes que te toque, y te separará de él un río caudaloso de agua amarga. Si el infame lo pasara a nado, le arrojas una hoja de este otro árbol, y el río que le impedirá atravesar será de vino muy agrio. Si esto no fuera obstáculo para detener al que te persiga, le tiras una hojita del árbol que se halla en medio de los otros dos. El río que impedirá te alcancen será de aceite que hervirá a borbotones.

La muchacha poseía las tres potencias del alma, y sabía aprovecharse de ellas. Mientras el gigante dormía la siesta, la niña se asomaba al balcón, por hacer lo contrario de lo que le mandaban. Observó que un joven guapo y elegante la miraba; se hablaron, amaron, y convinieron que por la noche, vendría, la sacaría del palacio, la conduciría a casa de su madre, y si ésta consentía, se casarían enseguida. A las pocas horas, los amantes huían en un veloz caballo. El gigante, al levantarse todos los días, llamaba a la chica:

—Lucero del alba, péinate los cabellos de oro.

Como no respondió la niña, entró en su cuarto, y del grito y patada que dio de rabia, retembló el edificio. Le habían robado la única persona que había querido en su larga vida. Por la pista del caballo, averiguó el camino que llevaban los que huían a toda brida, y, furioso el hombrón, de cada paso adelantaba una legua. Pronto alcanzó al noble bruto que conducía sobre sus lomos la feliz pareja. El joven temblaba pero la muchacha, sonriéndose, arrojó al gigante una de las hojas maravillosas que había cogido en la huerta la tarde anterior entre ellos y su perseguidor se interpuso un ancho y profundo río. El monstruo lo pasó a nado. Tiritaba de miedo el enamorado mozo; la niña, muy serena, tiró al suelo la hoja del segundo árbol, y un río de vino más caudaloso que el anterior atajó los pasos del gigante. Éste, con sus anchas tragaderas, de un sorbo lo dejó seco.

No había remedio. De nada servía al caballero espolear al ligero animal, que corría más que el viento. Ya tenía el feroz gigante levantada la manaza para aplastar a los que se le escapaban, cuando la dama, apoyada en el brazo derecho de su amante, dejó caer la tercera hoja. En el acto, olas inmensas de aceite hirviendo, de un olor insoportable, ahogaron al monstruo horrible y a sus maldiciones.

Libres y alegres se apearon; llegó la noche, y se durmieron. Se creían dichosos y próximos al término de su viaje, cuando un ejército de gigantes, más espantosos que el que acababa de perecer en un mar de aceite, agitando sus larguísimos brazos, trataban de despedazarlos; como la niña no tenía ya las hojas portentosas para detenerlos del susto despertó, abrió los ojos, y se halló en la cama junto a su madre, de la cual no se había separado nunca.

Las muchachas, a los dieciséis años suelen tener sueños semejantes.

La hija del jugador

Uno se jugó cuanto tenía. Ya no le quedaba nada de su hacienda, cuando le pasó por la imaginación, en su afán de buscar dinero para satisfacer la pasión que le dominaba, el vender, aunque fuera al diablo, su hija única, niña de quince años.

Se encontró en el camino de la casa de juego a un compañero de garito, muy rico, porque prestaba a los que comenzaban tal carrera de perdición, sin cuidarse de que le devolviesen el dinero, sobre todo a los jóvenes, si dudaban en abandonar un vicio que siempre empobrece y acanalla y nunca enriquece. Su digno amigo era alto, seco, moreno, ojos atravesados, pelo ensortijado y negro, con el cual trataba de ocultar algún exceso que tenía en la cabeza; las uñas, por su tamaño, parecía que no se las cortaba desde la creación del mundo.

—Si me entregáis a vuestra hija, os daré cuanto queráis, —le dijo tan repugnante personaje al jugador, adivinándole el pensamiento.

—Venid a buscarla esta noche, —replicó el infame.

A la primera campanada de las doce, llamaron a la puerta.

—Mira quién es, —le dijo el padre a su hija.

Ésta se asomó a la ventana, y contestó:

—Parece un caballero.

—Baja y abre.

La muchacha, que era muy religiosa, al correr el cerrojo con la mano izquierda, se santiguó con la derecha, y no encontró a nadie.

—Se habrá arrepentido. —exclamó el padre al saberlo.

Al otro día, el hombre mal encarado se excusó con el jugador, le adelantó una cantidad a cuenta, le entregó dos magníficas sortijas para que su hija precisamente se las pusiese una en cada mano, y prometió ir a buscarla sin falta la próxima noche.

La niña estaba medio dormida cuando sonó un fuerte golpe en la puerta, al mismo tiempo que daban las doce.

—¿No oyes? (gritó el padre.) Abre; antes toma estas sortijas; —y se las colocó como le había indicado el largo de uñas.

La chica, muy satisfecha del regalo, bajó corriendo la escalera, fue a hacer la señal de la cruz con la mano derecha, y no pudo; tampoco consiguió santiguarse con la izquierda, y cayó desmayada, diciendo:

—¡Jesús me valga!

Al grito acudió su padre, calculó que el amigo podría así llevársela con más facilidad; pero había desaparecido. Era el diablo. A la infeliz se la habían paralizado los dos brazos.

Insistió con más empeño el demonio en que le entregasen a la niña. Como ya no podía santiguarse, trató de sorprenderla sin darla tiempo para pronunciar el santo nombre de Dios, y encargó al padre que la llevase detrás de una ermita situada en la cima de un cerro. La muchacha, al pasar por la puerta del templo, se sentó; el padre no pudo conseguir que se moviese, y el diablo, después de dar mil vueltas y esperar inútilmente mucho tiempo, como tenía otro asunto interesante entre manos, se marchó, dejando el atrapar a la niña para mejor ocasión.

El padre la llevó engañada a un bosque, y allí la abandonó. Poco después rodearon a la muchacha una traílla de perros que perseguían una corza.

El Rey, que iba cazando, acudió a los ladridos. Al ver una niña tan hermosa, se enamoró de ella, la llevó a la corte y se casó, aunque los palaciegos se opusieron, porque se ignoraba la nobleza de su familia, y los brazos a la chica no la servían sino de adorno.

Mientras el Rey peleaba con el moro, la Reina tuvo un precioso niño. Se lo escribió a su marido loca de contento; pero el diablo, que no quería abandonar tan buena presa, volvió a meter la pata. Interceptó la carta, y la sustituyó con otra del primer ministro, en la cual participaba al Rey que su hijo era un monstruo con cabeza de perro y patas de cabra.

El Rey dio orden de que al hijo y a la madre los echasen de palacio.

A la pobre la pusieron el niño a la espalda metido en un saquito, y se marchó a la ventura. Hacía mucho calor, tenía sed, se paró a la orilla de un caudaloso río, y como no podía valerse de los brazos, temía que al inclinarse para beber se le escapase y ahogase su hijo; pidió socorro a la Virgen, que se la apareció, y mandó apagase la sed en la corriente. Fue a acercar los labios al agua, y se la cayó el niño en el río. La madre se arrojó detrás, y salió a la orilla con su hijo en los brazos, que habían vuelto a tener movimiento al perder las sortijas.

—La fe salva (la dijo la Virgen): yo no abandono jamás a los que resisten a las tentaciones de Satanás.

Colocó a la madre y al hijo en una casa, situada en el camino de la capital del reino, y la encargó que al llamar no abriese si no escuchaba al mismo tiempo la salutación angélica.

Aquella noche el diablo quiso hacer la última prueba. Por más que dió golpes en la puerta hasta con los cuernos, no le hicieron caso.

Al rayar el alba volvieron a llamar.

Ave María. —dijo el Rey, que regresaba cansado de matar moros.

Su mujer, con el niño en brazos, salió a recibirle. El Rey se convenció de que sólo el diablo podía mentir tan descaradamente al participarle que su hijo, más hermoso que un serafín, era un horrible fenómeno.

Pocas horas después entraba la familia real por las puertas de la capital. El Rey montaba un magnífico caballo, y la Reina, con el niño en brazos, en una mula blanca que conducía un paje vestido de seda y oro.

Según noticias fidedignas, el jugador concluyó con darse a todos los demonios.

Haz bien sin mirar a quién

Una pobre viuda tenía un hijo muy hermoso. No lo podía mantener, y le aconsejó se marchase a probar fortuna. Le dio muchos besos, unas alforjas, un pan, y le encargó que nunca olvidase la máxima «Haz bien sin mirar a quién».

Anda que anda, el chico llegó a la orilla de un ancho y cristalino río; se sentó, comió un pedazo de pan, y le echó unas miguitas a un pájaro muy mono. El bonito animal se le acercó sin temor, el muchacho lo cogió, lo metió vivo en las alforjas, y pensó:

—Me lo comeré asado cuando se me acabe el pan que me dió mi madre.

En el momento recordó lo que ésta le había encargado:

—Haz bien sin mirar a quién.

Y soltó la avecilla, que voló cantando de alegría.

El chico se durmió sobre la mullida hierba, se levantó con el sol al día siguiente, y continuó su marcha río abajo. Con el fresco de la mañana tuvo hambre, sacó el pan que le sobró la tarde anterior, caminaba y comía. Al beber en el río, vio junto a la orilla a un barbito precioso, y le arrojó el pedacito de pan que le quedaba; el pez se descuidó, y el rapaz lo pescó. Pero lo volvió a tirar enseguida al agua, diciendo para sí:

—Haz bien sin mirar a quién.

El barbo, libre, desapareció, saltando de contento.

Poco antes de anochecer, entró el chico en una gran ciudad. No conocía a nadie, no tenía dinero ni albergue; al pedir limosna en la puerta de un palacio, salían a pasear una señora rodeada de sus hijos, tan bellos y buenos, que parecían angeles, los cuales se compadecieron del muchacho; rogaron a su madre, y consiguieron que lo admitiese de criado para que los acompañara en sus juegos y diversiones.

El chicuelo se hizo querer de todos; era muy listo, respetuoso, trabajador incansable, siempre estaba alegre, a nada ponía reparo, y llegó a tener fama de ejecutar bien y pronto los encargos más difíciles.

La mencionada señora, bañándose en el río, perdió la sortija de diamantes y esmeraldas que su marido la regaló al casarse. Creía en la necedad de que si no recuperaba alhaja tan estimada, infinitas desgracias caerían sobre su familia. Para que se la buscase, amenazó al pobre criadito que lo despediría, si no se valía de su talento y se la presentaba antes de veinticuatro horas.

El infeliz chico miraba desconsolado correr el agua del río, cuando vio, conoció y llamó, al barbo con quien partió su pan y después de haberlo pescado se arrepintió y salvó la vida. Refirió sus penas al animal. Al oírlas (era un buen pez), se hundió rápidamente en lo más profundo del agua, y apareció enseguida con la perdida sortija en la boca.

La entregó al niño y éste a la señora, que, loca de alegría, le colmó de regalos. Al año, de tan sorprendente suceso, enfermó una niña, que la señora quería más que a las de sus ojos. Los médicos aseguraron que moriría sin remedio, si no tomaba una píldora de gran virtud, que sólo sabía fabricar un boticario medio brujo, que habitaba en una ciudad sitiada por numerosos ejércitos de descomunales salvajes antropófagos, que degollaban y devoraban a cuantos trataban de penetrar en ella.

—Vete de esta casa, y no vuelvas hasta que traigas la píldora que han recetado a mi idolatrada hija. —dijo la señora al criadito.

Éste, desesperado, salió al campo; se arrimó acongojado al tronco de un frondoso árbol donde revoloteaba el pájaro de brillante plumaje al cual le echó miguitas y después de cazarlo le puso en libertad. Lo llamó, contó sus cuitas, y el avecilla desapareció. Voló a la ciudad sitiada, entró en el laboratorio del boticario por la ventana, mientras el brujo limpiaba los anteojos con el pañuelo, y le robó la maravillosa píldora. Hendió los aires con la rapidez del rayo, y puso el remedio en la mano del muchacho, moviendo las alas en señal de alegría y reconocimiento. ¡Era un buen pájaro!

La niña tomó la medicina, y sanó. Cargó el chico un carro con el dinero y dulces que le dieron, regresó a su pueblo, abrazó a su madre, y vivió dichoso, en premio de no haber hecho daño a los animales que Dios crió, ni olvidado la máxima cristiana: «Haz bien sin mirar a quién».

La buena hija

Una mujer dejada de la mano de Dios, sólo así podía suceder, odiaba a su hija porque era más guapa que ella. Mandó a un criado que en un carro la llevase atada, y al pasar por un espeso bosque la matara. Como prueba de que lo había ejecutado, debía traerla el corazón, la lengua y un dedo meñique.

Al criado le dió lástima de la juventud y hermosura de la muchacha, y entregó a tan mala madre la lengua y el corazón de una perrita que el carro aplastó en el camino, diciendo que el dedo se le habría perdido, porque no lo encontraba en las alforjas.

La infeliz chica se refugió en una cueva inmediata a otra que servía de albergue a una cuadrilla de bandidos. Mientras éstos salían a sus correrías, la pobre muchacha, en pago de los restos de la comida que encontraba en la cueva, la barría y arreglaba las camas. Los bandoleros, admirados y temiendo que pudieran sorprenderlos, dejaron a uno de centinela, que se durmió. La mocita entró de puntillas para no despertarle, y limpió la caverna.

A todos los de la cuadrilla, uno tras de otro, que encargaron la vigilancia, les sucedió lo mismo, y ninguno supo explicar el misterio. Admirado el capitán de ladrones, arrogante mozo, que se metió a tan mal oficio porque mató en desafío a uno que insultó a su madre, se quedó de guardia. Cerró los ojos; la muchacha se acercó pasito a pasito, lo creyó dormido, y cuando más descuidada se encontraba, la agarró el capitán por la cintura, y resbaló el banco donde se hallaba sentado.

—¡Ay! No me matéis, y respetad mi honra. —exclamó la asustada joven.

—Al contrario (dijo aquél, soltándola); necesitamos una criada, y nunca encontraremos otra más hermosa.

El jefe de bandidos había nacido caballero: como las ideas de nobleza que se adquieren en la niñez, y las cicatrices de las heridas que se reciben en la guerra tarde se borran, el capitán sacó una pistola del cinto, y añadió:

—Al que te vaya a faltar, le levantaré la tapa de los sesos.

Lo hubiera cumplido.

El criado repitió muchas veces a la desgraciada chica, al dejarla en el bosque, que si deseaba vivir, no se acercase jamás a su madre; mas ella ansiaba verla, y nunca la olvidaba. Un día que salió a la puerta de la caverna a tomar el sol, se le acercó una vieja, y le preguntó:

—Niña, ¿qué haces aquí tan sola y triste?

—Pensar en mi madre.

—¿Por qué no la buscas?

—Es imposible.

—Toma esta sortija, y cuanto desees, aunque sea en sueño, se cumplirá.

La muchacha se puso el anillo, quedó hechizada, en la apariencia muerta, y mucho más hermosa que viva. La vieja la colocó en una caja de cristal; quiso cargar con ella, y no pudo: la niña llevaba, al cuello un escapulario. La hechicera buscaba en su imaginación un medio de separar del cuerpo de la niña el objeto religioso que la impedía arrebatarla por los aires y presentarla a sus compinches los demonios, cuando oyó ruido de caballos, y desapareció, mesándose de rabia los cabellos. Era el hijo del Rey, que con brillante tropa perseguía a los bandidos. En la puerta de la caverna le hirió la vista la caja de cristal, se apeó, la abrió, y encontró la preciosa joven, muerta o desmayada. No volvió a acordarse del objeto de su expedición; cubrió con su capa de grana la caja de cristal, y la condujo a palacio. La depositó en una sala magnífica, tapizada de seda, cuyos muebles eran de marfil y oro; a nadie participó el hallazgo, y enamorado de la bella encantada, pasaba los días contemplándola extasiado. No quería participar su dicha a los demás. Al salir de la sala cerraba y guardaba la llave. Una vez se olvidó de ejecutarlo, y la Reina, que, como mujer, era curiosa, y como madre se hallaba alarmada de ver a su hijo tan preocupado desde su última expedición militar, y registró la sala, y halló el tesoro que ocultaba el Príncipe. Para sorprenderle agradablemente, dispuso que las damas cambiasen el vestido ordinario que llevaba la hechicera y hechizada muchacha, por uno magnífico. Al arrancarla la sortija que la dio la bruja para ponerla otra de más valor, quedó la niña desencantada; se puso de pie, llena de vida, de gracia y de belleza. Parecía un sol. A los gritos de la Reina acudió toda la corte. Todos por unanimidad convinieron, lo cual sólo en los cuentos fantásticos es posible, en que la joven no tenía el más pequeño defecto, y que debía casarse inmediatamente con el Príncipe. Se verificaron las bodas. La muchacha, que al principio la persiguió la desgracia, acabó por ser lo más feliz que se puede imaginar, en recompensa de querer siempre a su madre, aunque ésta con ella no podía haberse portado peor.

El tío Cerote

El tío Cerote era un zapatero remendón, que siempre andaba a la greña con su mujer, vieja, fea, negra y más seca que las llares del hogar. El marido observó que los sábados desaparecía de la cama antes de media noche, y al amanecer, sin saber cómo, la encontraba a su lado. Para averiguar la causa, se tendió en el banco de la cocina, y se hizo el dormido.

A la hora indicada, la mujer se acercó al marido de puntillas, lo creyó en profundo sueño, y se dió por todo el cuerpo con un ungüento, herencia de sus dignas antepasadas, muy duchas en la magia y demás artes diabólicas.

Enseguida bajaron por la chimenea multitud de viejas horribles, se untaron, y a la primera campanada de las doce salieron todas en tropel, caballeras en escobas, las que no cabían por donde entraron, por las grietas de la casa, gritando desaforadamente:

—«Por encima de rama y hoja, a los campos de Tolosa.»

Picado el remendón de la curiosidad, se untó como ellas, y no habiendo entendido bien lo que voceaban tales vestiglos, dijo:

«Por entre rama y hoja, a los campos de Tolosa.»

Con la velocidad de bala de cañón subió por el de la chimenea, atravesó montes y valles, pasó por zarzas y espinos, y llegó al aquelarre o reunión de brujas, casi desollado.

Comenzaba la danza. Alrededor del demonio en figura de macho cabrío, y a compás de música infernal, bailaban brujas y brujos, cantando:

—«Lunes y martes y miércoles, tres. Jueves y viernes y sábado, seis.»

El sacristán, que en el campanario se preparaba a tocar a misa de alba, oyó la maldita copla, hizo bocina con las manos, y añadió:

—«Y domingo, siete.»

—«Coge la giba, y vete», le replicó furioso a coro el aquelarre, al escuchar el nombre del día consagrado a Dios.

En el acto le nació al monaguillo una joroba que envidiaría un dromedario.

Después de tan brillante fiesta, los brujos y brujas fueron uno a uno besando al cabrón debajo de la cola. Cuando le tocó al zapatero, se la levantó, reconoció tan limpio sitio, y en el mismo, con la lezna, le dio un fuerte pinchazo. El diablo se volvió gravemente, y advirtió al remendón:

«Tío Cerote, otra vez, aféitese el bigote.»

El cabrón, después de tan bello espectáculo, comenzó a leer la constitución que otorgaba a sus fieles súbditos, escrita en un inmenso cartapacio; al ver éste, el zapatero exclamó:

—¡Jesús, María y José, qué libro tan grande!

Las brujas, asustadas de los sagrados nombres, desaparecieron, arrancando el papel. Del tomo en folio sólo quedaron las cubiertas. Desde entonces las constituciones son libros sin hojas.

Blanca Rosa

Un Rey muy vicioso se jugó la corona con el diablo, la perdió, y lo destronaron. Recurrió el Príncipe a una maga que lo protegía, la cual le dijo que ignoraba el medio de recuperar el símbolo de la monarquía, y que consultaría caso tan arduo con un adivino que le debía muchos y grandes favores. Éste aconsejó a la maga que reuniese a todas las aves, que, como vuelan tan alto y tienen tan buena vista, lo saben todo, y alguna la diría dónde se hallaba el castillo de Irás y no volverás, donde el diablo guardaba la corona.

La maga, con una varita, hizo un círculo en el aire. En el acto, por encanto, se pobló de aves grandes y chicas. Las preguntó por el castillo, y se callaron. Sólo la avutarda manifestó que, interesada, por hallarse su imagen en el escudo de armas del reino, haría un reconocimiento y volvería.

Voló, y regresó al momento. Explicó, cantando, que para conseguir el Príncipe lo que deseaba, debía ocultarse en un bosque junto al lago que había inmediato al castillo; que cuando se bañase la hija del gobernador de la fortaleza, la robase los vestidos, y no se los devolviese hasta que la viese muy apurada. La avutarda, que por lo ligera y servicial debía llamarse avelista, se ofreció de guía. El Príncipe se agarró a la cola, y en un dos por tres llegaron al bosque, y se escondieron, mientras la hija del señor del castillo, niña preciosa de quince años, se metía en el agua, despojándose de su túnica de tisú de oro. Cuando se la quiso poner, no la encontró; la avutarda, revoloteando, se la había quitado y llevado al Príncipe. La hermosa doncella exclamó llorando:

—El que el vestido me dé, del mayor apuro le sacaré.

El destronado Monarca mandó la túnica con el ave, para no alarmar el pudor de la niña, y después se presentó.

—¿Qué quieres? —le preguntó la linda muchacha, nombrada Blanca Rosa por su color y hermosura. (Era la virtud del arrepentimiento.)

—Recuperar mi corona, que se encuentra en el castillo de Irás y no volverás.

La niña cogió al Príncipe de la mano, llamó en la fortaleza, abrieron, acarició a un perro gigantesco de tres cabezas que guardaba la puerta, condujo a su protegido al salón negro, donde se hallaba el diablo sentado en un trono de llamas de fuego, que recibió al ex monarca sonriéndose y burlándose en su interior, porque con malas artes, como sucede entre tahures, le había ganado la corona.

—Te daré lo que deseas, si con el trigo que te entregará mi mayordomo consigues sembrarlo, segarlo, trillarlo, aventarlo, molerlo, cernerlo, amasarlo, cocerlo y echar el pan al perro de tres cabezas que hay a la puerta del castillo; todo en veinticuatro horas.

Recurrió el Príncipe a su bella protectora, que le mandó arrojar el grano desde el balcón al jardín. Se asomó, y, con espanto, vio al trigo nacer, salir las espigas y dorarlas el sol; una nube de enanitos practicó todas las operaciones, desde segar hasta llevar el pan todavía caliente a las fauces del monstruoso perro.

Volvió a reclamar su corona el Príncipe; pero el diablo, que, como todos los que no son buenos, cumple tarde y mal lo que promete, le replicó:

—No la obtendrás, si no me entregas en cambio una sortija que hace quinientos años a un ascendiente tuyo se le cayó en el mar al irse a pique el barco que mandaba en un combate. Sólo se salvó de la tripulación tan valiente guerrero.

Dificultad tan insuperable hizo desmayar al Príncipe. Acudió a Blanca Rosa; ésta frunció las cejas, y le dijo severa:

—Ofrecí sacarte de todos tus apuros, y no faltaré a mi palabra. Verás.

Apareció una enorme tortuga, que, en un abrir y cerrar de ojos, fue al mar y volvió con la sortija del vigésimo abuelo del que perdió su reino al juego. El diablo se la regaló, y le advirtió:

—No me vuelvas a tentar; abandona el vicio, toma tu corona, cásate con Blanca Rosa; te gusta y a ella no le eres indiferente; montad en un caballo que hay en la cuadra que corre más que el viento, y cuando lleguéis a la capital de tus Estados, os esperará la tropa formada, y el pueblo entusiasmado os conducirá al palacio.

Ni visto ni oído. Así sucedió según refería una abuela que a la sombra de un árbol del jardín tenía embelesados a varios nietos durante las horas de la siesta. Y añadía la anciana:

—El peor de los vicios es el del juego. Siempre va acompañado de otros. El que lo tiene, pierde el honor, y muchas veces la vida.


Publicado el 29 de enero de 2023 por Edu Robsy.
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