Ruinas

Rosalía de Castro


Novela corta


No voy a hablar de las ruinas de Roma, que no he visto, y que quisiera ver, ni de las de Pompeya, o Herculano, con que he soñado muchas veces, vengándose así mi imaginación de la mala suerte, que no me ha permitido contemplarlas realmente.

Pero aunque así no fuera, ¿qué iría yo a decir sobre esos antiguos y majestuosos restos, después que nos los han descrito con el lenguaje de la más bella poesía tantos genios ilustres?

También existen ruinas vivientes, que arrastran en pos de sí un mundo de gloriosos y tristes recuerdos y que aparecen tan aisladas en medio de los hombres nuevos como si bogasen sobre las olas misteriosas de mares desconocidos o habitasen en medio de los yermos de la Tebaida.

Respirando una atmósfera propia que parece rodearles, como una muralla impenetrable a los ojos profanos, habitan un mundo ignorado de todos, y mientras las modernas gentes se ríen de su apariencia carcomida y haraposa, y de aquellos usos ya perdidos que ellas guardan cuidadosamente como un precioso tesoro; mientras las personas sensatas y cuerdas murmuran, sin duda con intención moralizadora, de las rarezas y excentricidades de esos entes que viene a mezclarse entre ellas como una tela sucia entre sus ropas domingueras, esas pobres ruinas vivientes siguen imperturbables su marcha por el derrotero de la vida, dejando, aun después que se han extinguido, un eterno recuerdo que, si bien hace asomar comúnmente una sonrisa a los labios, conserva en el fondo algo que conmueve dolorosamente el corazón. Yo voy a hablar de alguna de estas ruinas.

En cierta pequeña, pero hermosísima villa, en la cual desde tiempos antediluvianos la gentes es de genio; en aquella villa, en donde el que allí vegeta es siempre bautizado con la sangre de su propio martirio, y cuya raza primitiva, a juzgar por su característica y singular audacia, que no hubiera desdeñado para alguno de sus golpes de mano el mismo Napoleón Bonaparte, debe ser diferente, a no dudarlo, del resto de la provincia, allí existían a principios de este siglo varias ruinas vivientes que vagaban por entre aquella atmósfera densa y caliginosa, como astros errantes y perdidos lejos de su órbita. La primera de estas ruinas era una anciana y solterona señora, rama caída de una casa ilustre a quien las adversidades y la mudanza de los tiempos habían dejado únicamente el recuerdo de sus glorias, sus piedras de armas y las pocas fanegas de tierra que pueden constituir apenas un vínculo mezquino.

Percibía la noble dama por los alimentos que la correspondían cuarenta y un reales al mes, una taza de manteca al año, una gallina y un ferrado de lentejas. Ella hubiera podido vivir cómodamente al lado de su hermano mayor, heredero principal, que tenía un buen sueldo por el Ejército, y que le ofrecía con una bondad y cariño paternales un lugar preferente en su casa. Pero la noble señora profesaba ciertas ideas de independencia individual que nadie hubiera podido modificar, y que, en honor de la verdad, conceptuaba amenazadas al lado de una cuñada y varios sobrinos, por lo cual rehusó heroicamente, aunque cariñosa y agradecida, la hospitalidad con que se le brindaba, prefiriendo su taza de manteca, su gallina, sus cuarenta y un reales al mes y su ferrado de lentejas.

De este modo, sola y a sus anchas, vivía en amable concordia con un enorme gato verdaderamente aristocrático, gordo, inteligente, pulido, de pelo brillante, de grandes ojazos amarillos, de larga cola y que se llamaba Florindo.

Gato alguno se ha visto jamás bautizado con un nombre más armonioso; pero el buen Florindo merecía ser de este modo distinguido, porque, según cuentan las crónicas, era una verdadera maravilla en su especie; era todo lo que se dice un gracioso gato que quería mucho a su dueña, y hasta le hacía mimos cuando aquélla le daba chulas, o sea, huevo frito, a lo que era muy aficionado, aun cuando, a decir verdad, le agradaba más una sardina fresca y sin otro adobo que el que había traído del mar. No era, pues, de extrañar que la noble dama prefiriese aquel amigo fiel a toda otra compañía.

De la amistad íntima con las criaturas de nuestra especie, suele comúnmente sacarse lágrimas y pesares, y todo lo peor que podía acontecerle a la buena señora con el compañero que había elegido era recibir algunos arañazos, que solía curar con bálsamo reservado y cuidado en un tiesto para el efecto, aun cuando pocas veces tenía que recurrir a él, pues Florindo era el gato más leal, más amable y bien educado del mundo.

Como estuviese bien harto, era todo lo que se dice un moro de paz, dispuesto siempre a cazar moscas y ratones, a hacer cabriolas y a jugar y volver una maraña el ovillo de la calceta de su dueña, y esta noble anciana, encantada de tantas maravillas, ¡sábelo Dios!, muchas veces pasaba sin comer por darle al animalito.

La segunda ruina era un comerciante que, poderoso en otros días, había ido descendiendo rápidamente a la miseria por sus incesantes prodigalidades, y que, mantenido de limosna por un antiguo criado suyo, vivía a la sazón en una especie de ratonera abuhardillada, en donde solía pasar las horas filosofando tranquilamente, como si se hallase todavía en sus salones cubiertos de alfombra y de espejos de Venecia.

El pobre hombre, miserable hasta el último extremo, soñaba todavía con derrochar grandes tesoros, a la manera que el avaro sueña con encerrarlos bajo cien llaves; se imaginaba que sus arcas estaban llenas, y que el pueblo apiñado en torno de su puerta recogía henchido de alegría las monedas y las golosinas que él les arrojaba desde las altas galerías de su hermoso palacio.

En los primeros días de su miseria, cuando despojado de todo, él, que había poseído una inmensa fortuna, se vio precisado a aceptar la hospitalidad que le había ofrecido su criado, no pudiendo persuadirse de que las riquezas le habían cerrado su mina inagotable, cuando veía que algún pobre se acercaba a pedir, que el niño del labrador no tenía cuartos para llevar a la romería, o que la lavandera traía la cofia rota, sin acordarse de que el oro que tenía delante ya no era suyo, echaba la mano sin recelo y repartía lo que le parecía oportuno para remediar los males del prójimo.

El criado pudo notar bien pronto que sus caudales disminuían, y no tardó en conocer la causa; así, acercándose un día al que había sido su amo, le dijo con el mayor respeto, salvo el enojo involuntario que hinchaba sus narices:

—Señor, yo bien quisiera poder poner a su disposición todas las riquezas de cierto hombre de la antigüedad, que según cuentan se llamaba Queso y era el más poderoso que se ha conocido; mas empiezo mi vida todavía, todo lo he ganado y lo gano a costa de mi sudor, y por eso le tomo a cuanto poseo un cariño paternal. Sí, señor; quiero al último clavo que hay en mi casa, y me duele desperdiciarlo, cuando pienso que sólo a costa de mi trabajo lo he comprado y he podido poner una llave a mi puerta para guardarlo y decir sin miedo: «Clavo, eres mío». Así, señor, usted sabe muy bien que mi fortuna tuvo principio a su lado.

—¡Y tanto que lo sé!

—Y que, por lo mismo, me creo en el deber de poner cuanto tengo a su disposición.

—Es justo.

—Pero entendámonos. Usted no es el vecino, ni la lavandera, ni el hijo del carretero, que quiere rosquillas, cuando puede llenar el vientre con borona y cerezas.

—Y si se los dan con pichones, pasteles y confites, como el más pintado, porque tiene boca y paladar como los demás y un magnífico apetito que muchos envidiarían. Pero ¿a dónde vas a parar con lo de Queso, el clavo y el hijo del carretero?

—Voy a parar, señor, y usted me perdonará tanta franqueza, a que si el hijo del carretero quiere pasteles y rosquillas, que las coma en buen hora hasta reventar, pero no con mi dinero.

—¡¡¡Ah!!! ¡Cómo que me había olvidado de que era tu dinero! Te advertiré, pues, que si no quieres que el hijo del carretero coma confites, eches la llave a tu dinero, porque si así no lo haces, en verdad te digo que me olvidaré de que es tuyo. ¡Y he aquí cómo te vas haciendo avaro! ¿No sabes, Juan, que has de morir? Y entonces, ¿te llevarás tu fortuna dentro de la mortaja? No, tonto, que se lo comerán tus herederos a hurtadillas como el gato come lo que ha robado, y llamarán después a sus perros para que aprovechen las migajitas por temor a que el pobre que muere de hambre a su puerta pueda llevarse alguna.

El criado, que no pensaba del mismo modo que el que fuera su amo, echó desde aquel día la llave a sus cajones, mientras don Braulio, resignado con su suerte, perseguía aconsejando a todo el mundo que se apresurasen a quitar el dinero de las gavetas y a emplearlo tan generosamente como él lo había empleado, pues en esto consistía el verdadero placer del hombre y la verdadera filosofía.

—¿Para andar mendigando como usted anda ahora? —le respondían.

—Y no me arrepiento —contestaba sereno e impasible—. ¿Querrías, acaso, que me dejase sorprender por la muerte en medio de las riquezas? Sería ciertamente un chasco del diablo. Nada de eso. Es preciso aprovecharse de los buenos días que Dios nos da, y gozar plenamente de las riquezas en el vigor de la juventud, cuando el corazón es susceptible de todas las acciones generosas y de las emociones más vehementes que produce el hacer bien. Repartir entonces lo que tenemos con los que nada tienen, dar de beber al sediento, dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, hacer pasar, en fin, algunos momentos de felicidad a los desgraciados que arrastran una vida de privaciones y tormentos; he aquí la gran misión del rico en sus buenos días, cuando el cuerpo, lleno de salud y de vigor, y ardoroso el espíritu, no desconfía nunca ni de Dios ni del porvenir. Yo creo haber hecho todo esto con tiempo y oportunidad. Y espero tranquilo y resignado la muerte. Y tú, avaro, que escondes tus tesoros en las entrañas de la tierra —gritaba entonces con voz estentórea—, ¿tú aguardas la muerte con la misma serenidad que yo? ¡Qué has de aguardar! La temes como a un ladrón que te lo ha de arrebatar todo, hasta el pellejo. ¡Viva, pues, Braulio, que ha gastado cuanto tenía entre sus hermanos, y que no teme a la tumba, a semejanza de los pícaros, que todo lo han ambicionado para sí! Dios es su juez, y Dios le salvará.

—Sí, «fíate de Dios y no corras» —le respondían con socarronería—. Si no fuera por su antiguo criado, se parecería usted al que, habiéndose tumbado al raso, esperando en que la providencia, que mantiene a los pájaros, le mantendría a él, sintió después de largas horas de confianza que una paloma se la había ensuciado en la boca.

—¡Pobrecillos aquéllos que no tienen fe! —replicaba don Braulio—. La providencia no cuida de los holgazanes, pero vela de continuo sobre el que alza su corazón a Dios, esperando ser salvo. Sabed que si mi criado no fuera mi criado, que cumple con un deber de conciencia tendiendo ahora la mano a quien en otro tiempo se la ha tendido, no me hubieran negado un pedazo de pan en cada puerta, así como yo no lo he negado a los que se han acercado a la mía. Dios es siempre justo.

Tal era don Braulio, noble ruina que había gastado su inmensa fortuna con aquel pueblo miserable que ahora se reía de su miseria, pues si bien es infalible que Dios es infinitamente misericordioso, no puede negarse que el hombre es el ser más ingrato de todos los seres.

La tercera ruina era un joven alto, delgado, rubio como el oro, de nariz acaballada como el hidalgo de la Mancha, de cabellera blonda y de barba luenga y rizada a lo antiguo trovador. Pudiera decirse un caballero del siglo XVII, arrancado de su tumba. Habitaba con su madre, ya anciana, una miserable barraca a orillas del río, y descendía en línea recta de una de las principales familias de aquellos contornos. Se murmuraba muy recio que le había sido injustamente arrebatada la fortuna que debía heredar de su padre, y mientras vivía sumido en la indigencia, al lado de su anciana madre, veía levantarse a lo lejos, hermosa y risueña, entre los bosques y las praderas que la circundan, la casa de sus antepasados, que habitaban sus infames usurpadores cuanto ricos, vanos, torpes y llenos de un necio orgullo, que hacía mirasen a su pobre pariente por encima del hombro cuando pasaban a su lado.

Gordos, relumbrantes y pausados, como gente que se nutre bien, sin cuidarse del hambriento y sin pensar jamás que se habían de morir como el último insecto, cuando veían al que habían despojado sin conciencia, no dejaban nunca de murmurar, aunque con disimulo, por temor a cierta espada enmohecida que el hidalgo sacaba a relucir muchas veces.

—Este pobre mozo debía vestir un traje más adecuado a su persona, pues así tiene toda la forma de un murciélago hambriento, a quien el sol sorprende fuera de su agujero.

Mientras el otro decía para sus adentros, acariciando el flojo y hundido vientre:

«¡Así! Miradme de reojo, pícaros ladrones de mi hacienda, que yo espero que me las habéis de pagar y que llegaréis a saber lo que es la indigencia como yo lo sé ahora. Estoy estudiando leyes, sí; no hay que reírse, pues mi inteligencia no crecería más con haber penetrado, como muchos otros, en la gran universidad compostelana. Infinitos conozco que han oído allí en vano, por largos años, pomposos discursos, saliendo tan torpes al fin de su carrera literaria como si jamás hubiese llegado hasta ellos una sola palabra de ciencia. Yo estudio en mi casa porque la miseria en que me tenéis sumido no me permite, como al hijo del último tendero bien acomodado, penetrar en el templo de Minerva. ¡El lance hubiera parecido inverosímil a mis ilustres antepasados! Pero esto no es capaz de desalentar un espíritu fuerte. Yo sólo aprenderé lo bastante, mucho más acaso de lo que vosotros desearíais, y el día que me halle convenientemente instruido, os juro que os ajustaré las cuentas como se las ajustan a un criado ingrato y ladrón. Empezaré por dirigirme a la ciudad de Santiago, en busca de gente que, exenta de preocupaciones, pueda entender en toda su extensión lo que pretendo decirle en buenos términos judiciales, y si allí nada consiguiese, que no es factible, sin dilación pasaré a La Coruña y de La Coruña a Madrid, en donde, definitivamente, todo quedará zanjado, haciendo que me devolváis, hasta la última piedra, cuanto de derecho me pertenece».

Este joven y rubio hidalgo, que tan fácil encontraba, siendo un pobre, recuperar una herencia usurpada, se llamaba Montenegro, nombre el más adecuado al color de su suerte, aunque, por fortuna suya, como entonces aún no era moda tener esplín, por más que su situación fuese triste y precaria hasta el último extremo, no solía darse demasiado a la melancolía.

Estudiaba largas horas, con una asiduidad que rayaba en locura, en unos libros de derecho que se había proporcionado con gran trabajo, y aunque algunos de ellos estaban roídos en parte por los ratones, él no se cuidaba demasiado de esta circunstancia (que hubiera causado aprensión a un ser más vulgar), aunque la deplorase, pues tenía tal fe en sí mismo sobre este punto, que contaba con adivinar lo que faltaba luego que supiese el resto.

El tiempo sobrante, que no era mucho, después de dedicarse a su tarea cotidiana, lo empleaba en pasear por las calles y alrededores del pueblo y en visitar a las damas que eran más de su agrado.

Siempre acariciando con su mano transparente y descarnada los rizos de su barba rubia: erguido como un príncipe en una ceremonia de corte, con las botas agrietadas, como escarcha que empieza a derretirse al sol, pero tan limpias y charoladas como si acabasen de salir de manos del zapatero; jugando con la caña del bastón, semejante a esos pollos que desean ardientemente hacer comprender a todo el mundo que han perdido la vergüenza cuando el rubor los vende a cada paso, tal andaba Montenegro por las bonitas calles de su pueblo natal, mirando ya para su sombra proyectada en la pared, ya para las niñas más hermosas hacia las cuales sonreía con tanta satisfacción por lo menos como para los rizos de su barba sin par en la villa y quizás…, quizás en toda España, porque el origen de aquella barba no podía ser completamente español.

El efecto que su presencia causaba en las jóvenes con todo aquel aparato de dorado, tieso y transparente, puede suponerlo el lector. Montenegro era para ellas la figura más cómica y risible del universo. Pero no podían nunca desecharle formalmente ni enfadarse con él, porque, pese a su estiradísima, flaca y rubia figura, no era nunca importuno ni pedía más de lo que buenamente querían darle. Y si alguna vez se atrevía a propasarse en algo de su acostumbrado comedimiento, era de una manera tan delicada y modesta, que las jóvenes se veían precisadas a condescender con él y estimarle, aun cuando no pudiesen hacer lo mismo con sus encorvadas narices y su pobre traje raído.

A pesar de esto, se dirigía siempre a las más hermosas y gallardas cuando quería bailar, aunque acontecía que las gallardas y hermosas no gustaban de su amable persona para esos lances, aduciendo como disculpa, con la franqueza que presta la confianza, que no seguía bien el compás.

Él comprendía muy bien que no era en el compás donde se encontraba el mal, sino en su pobreza y mal atavío; pero lejos de enojarse por esto, al acabar de recibir tales desaires que ellas procuraban endulzar con una sonrisa o un apretón de manos, echaba una filosófica mirada sobre su traje y decía para su coleto:

«Las entiendo, ¡picaronas!, y tienen razón, en parte, las pobrecillas; pero cuando ande elegante, cómo les encantará mi dorada barba y cuánto danzaré con ellas».

Porque es de advertir que Montenegro se ocupaba mucho de su persona y se esforzaba en creerse buen mozo, sin que por esto fuese vano, pues quería consolarse de su desgracia con las mujeres culpando a su malhadada fortuna y malísimo atavío, en lo cual no le faltaba razón, pues aparte de sus narices y su extremada delgadez tenía toda la apostura y bizarría de un elegante caballero. Si se ocupaba tanto de sí era precisamente porque quería ocultarse a sí mismo la apariencia miserable que tanto contrariaba sus instintos de lujo y de gran señor para que había nacido, pues, a poseer los bienes que le habían sido usurpados, Montenegro no hubiera pensado jamás, a buen seguro, ni en su levita, ni en sus botas, con las que tanto cuidado tenía.

De este modo se iba deslizando en la miseria la existencia del pobre hidalgo, mientras su infeliz madre tenía que hilar o hacer calcetas para mantenerlo y hacía las labores de una criada yendo a la fuente, al río, e ingeniándose de manera que ni ella ni su primogénito pudiesen morirse de hambre.

Montenegro, que tenía el mejor corazón del mundo y que amaba a su madre entrañablemente, sentía la mala y trabajosa vida a que su suerte la tenía reducida; pero nadie había podido obligarle, a pesar de esto, a que escribiese en una oficina o se hiciese pasante de procurador.

—¡Nunca! —exclamaba con aire digno—. Cada uno ha nacido para lo que ha nacido, y aun cuando para mí todos los hombres son iguales, no soy del mismo parecer respecto de su posición social, y como no encuentro propio de un noble primogénito ser escribiente, no lo seré jamás.

Su anciana madre, aunque imbuida también en aquellas ideas de hidalguía, solía oponerle alguna vez que, no tratándose de una cosa degradante o deshonrosa, todo era menos que dejarse morir en la indigencia, lo cual hasta podía llegar a ser un pecado delante de Dios. Mas él, irguiéndose tan alto como podía, y revistiéndose de toda la dignidad que le era propia, decía entonces:

—¡Madre! ¡Imposible me hubiera parecido en otro tiempo que usted llegara a aconsejarme tal cosa! ¡Es una obcecación, madre! ¿En verdad querría usted que por un mezquino sueldo se dijese mañana, cuando me vean pasear en mi carretela: «Ese noble caballero ha sido un escribiente»? Lejos de mí esa mala tentación. Suframos, madre mía, ya que hemos sufrido hasta aquí; pasemos en silencio nuestras miserias, que el tiempo de la justicia se acerca, y entonces podrá usted vivir descansada y morir tranquila.

Después de decir esto, con lo que dejaba convencida y resignaba a la pobre anciana, Montenegro se retiraba a un pequeño huerto de la casa para ocultar las lágrimas próximas a caer de sus ojos y bañar a torrentes aquella dorada barba, nacida para ser empapada, no en llanto, sino en aguas perfumadas.

—¡Pobre madre! ¡Pobre madre mía! —murmuraba entre sollozos—. ¡Qué vida tan trabajosa arrastra la infeliz y qué miserables e indiferentes pasa los días de su vejez! Al verla agobiada por tantos males, casi siento partírseme de dolor el corazón. Pero cuando yo sea rico, ¡Dios mío!, ¿qué no buscaré para darla? Tendrá litera, coches, lacayos, pisará alfombras, y su habitación estará forrada de terciopelo y oro como la de una reina. Pero en tanto, ¿a qué sollozar de este modo y amilanarse como una mujer? Lágrimas no son diamantes, ni la pena es dinero. Valor, y vamos a ensayar nuestras fuerzas, que es lo que importa.

Diciendo esto, procuraba borrar los últimos vestigios del dolor que le había mortificado. Peinaba aquella luenga y rizada barba, que era su mayor gala, y vestido de negro, sin llevar una sola mancha sobre su ropa raída, después de haber comido como el último de los miserables algunas coles mal cocidas o patatas condimentadas con agua y sal, se encaminaba con la mayor dignidad a casa del mejor abogado del pueblo con el objeto de discutir con él sobre sus derechos a los bienes que le habían usurpado y juzgar, al mismo tiempo, de sus propios adelantos en las leyes.

Preciso será advertir que, a pesar de sus preocupaciones y manías, tenía muy buen sentido y aun inteligencia y capacidad. Así, al poco tiempo de haber empezado sus eternas discusiones, conocía demasiado lo distante que se hallaba todavía del punto adonde pretendía llegar. Pero esto no era bastante a desanimarle en el propósito que se había formado, esperándolo todo de su constancia en el estudio y de sus indisputables derechos a los usurpados bienes. En vano el jurisconsulto procuraba, por medio de argumentos incontrastables, disuadirle de su loco proyecto, aconsejándole abandonase unos estudios que de nada podían servirle como no fuese para trastornarle la cabeza, y haciéndole ver que, aun en el caso de que, como creía, toda la razón estuviese de su parte, era inútil luchar con una familia poderosa que haría durar el pleito más que la vida del legítimo poseedor.

Montenegro proseguía siempre en su tema, aun cuando, conociendo la importunidad de proseguir hablando del asunto con quien de tal modo le contrariaba, se despedía urbanamente, porque jamás faltaba a las conveniencias con nadie, y más imbuido que nunca en sus locas ideas se iba a dar un buen atracón de derecho civil.

Fácil será comprender que no había quien no se riese descaradamente de aquélla manía del buen Montenegro, que, solo y pobre, quería luchar contra la riqueza y el poder; pero, a pesar de esto, era recibido en casa de las principales familias del pueblo, que no ignoraban que corría sangre noble por sus venas. Él era, por otra parte, uno de esos pobres cuyo orgullo y dignidad, acaso excesiva, les impide molestar a nadie con el relato lastimoso de sus miserias.

Tampoco hablaba de su pleito si no se le provocaba a ello, descubriéndose en todo su porte un corazón noble y sencillo y una extremada delicadeza de sentimientos que rayaba en fatuidad, según decían las malas lenguas.

Jamás había podido conseguirse de él que aceptase un convite o una fineza por pequeña que fuese, excusándose siempre con tal tino, que no fuera posible tacharle de impolítico ni de soberbio. De esto se extrañaban, no obstante, algunos ricos, que hubieran deseado mostrarse pródigos con él, regalándole alguna levita vieja o alguna camisa cuajada de zurcidos. Solían irritarse contra el caballero que nada aceptaba de ellos, ni siquiera el honrarse sentándose una vez al año a su mesa el día del Santo Patrón; pero al fin concluían por reconciliarse con aquel miserable tan poco pegajoso, cuya presencia nunca les amenazaba con obligarles a ofrecerle una jícara de chocolate o hacerse servir un vaso de agua con azucarillo, costumbre un tanto dispendiosa, que, según ellos, hace mucho tiempo debía haberse quitado de la sociedad, a juzgar por lo adelantada que se encuentra en otras materias, quizá mucho menos importantes que éstas que toca todos los días un pobre padre de familia, que encuentra razonable el trato de gentes, y a cuyo placer se entrega muchas veces con pesar por lo del chocolate y otros apéndices.

Únicamente existían dos personas de quien Montenegro nada rehusaba: la vieja solterona y el comerciante arruinado; y era de ver cómo en las noches de estío, reunidos los tres, iban a pasearse por alguno de los caminos reales que blanquean entre el verde del lino de aquellas praderas, compartiendo amigablemente lo que llevaban en los pobres bolsillos.

Iba envuelto el comerciante en un levitón que lo cubría desde las orejas hasta los talones; soberbio levitón de otros tiempos, con tanto vuelo como una capa, forrado de una bayeta tupida y gruesa como un colchón, con un cuello tan alto que, levantado, le llegaba hasta los ojos, y con unos bolsillos en los cuales cabían provisiones para tres semanas.

Pocos gabanes se han visto en nuestros tiempos como el de don Braulio, aquel levitón hecho con todas las reglas del arte, bien pespunteado, bien cortado, bien holgado y perfectamente sólido, hasta el punto de poder resistir sin descoserse, ni romperse, ni agujerearse por parte alguna, a las inclemencias de diez años contados día por día, y noche por noche, pues el levitón de don Braulio, después de servirle de vestimenta, le servía asimismo de manta, porque, aun cuando tuviese suficiente abrigo, nada le prestaba en la cama un calor tan cariñoso como su querido y nunca bien ponderado levitón.

También esta utilísima prenda le ahorraba la mayor parte de las veces de ponerse los pantalones, como que le cubría hasta el suelo, semejante a una sotana, y por eso don Braulio paseaba en las noches de estío con sus dos amigos predilectos, en este sencillísimo traje; levitón, gorro de dormir encajado hasta las orejas, calzoncillos de franela, medias de lana negra y babuchas.

Éste era ciertamente un modo de vestir mixto, cómodo y exclusivo de don Braulio, que, según decía, quería poner en práctica este refrán: «Si en todo tiempo quieres andar sano, trae la ropa de invierno en el verano».

Pero, en cambio, la anciana solterona vestía siempre como conviene a una dama que anda con las estaciones. En el invierno usaba antiguos jubones de terciopelo abrochados hasta el cuello y sayas de tisú acolchadas, o de una tela fuerte que formaba al andar un ruido seco que desde lejos venía diciendo: «Ya llega doña Isabel Salgado y Peñaranda, la gran señora, noble por los cuatro costados, y de pura sangre azul».

Y en verdad, la buena anciana, alta, bien formada, arrogante en el andar, majestuosa y altiva en la actitud, tenía toda la apariencia de aquellas antiguas castellanas de clarísima estirpe, cuyas ideas y acciones estaban siempre en consonancia con su distinguido y elevado nacimiento. Por esto doña Isabel Salgado y Peñaranda era tan señora en la indigencia como lo fuera en la prosperidad.

Mucho tiempo hacía que había pasado la moda del alto tupé, de las almidonadas y blancas pañoletas, y del zapatito bordado de lentejuelas y alto y encarnado tacón; pero pareciendole este atavío a doña Isabel el más digno y más apropiado a una verdadera señora, como ella solía decir, no quiso abandonar jamás aquella moda de su juventud que tan buenos tiempos le recordaba, y con la cual había robado tantos y tantos corazones.

Imagínese, pues, el lector a esta ruina viviente, pero ruina perfectamente erguida y conservada a pesar de sus setenta y tantos del pico, con un vestido de antigua muselina blanca (era a la entrada del otoño), salpicada de florecitas color de romero, manga corta hasta más arriba del codo, descubriendo un brazo gordo, torneado, blanco como la nieve y formando hoyuelos; pañoleta planchada y limpia, muy abollada hacia el pecho, y oliendo a espliego y a cáscara de naranja quemada; largos pendientes, gran aderezo, zapatos de raso azul ajados por la acción del tiempo, pero bien conservados todavía para que pudiera conocerse algo de su antiguo esplendor, y, sobre todo, el alto tupé encaramado sobre una frente noble, espaciosa y surcada de algunas arrugas que la coqueta anciana procuraba ocultar con dos soberbios rizos que dejaba caer sobre ellas.

Todo el traje era transparente de puro viejo, pero tan limpio y tan conservado a fuerza de cuidado como la que lo vestía.

Así es que el efecto que hubiera causado aquella noble dama vista a la luz de la luna hubiera sido sorprendente, si una circunstancia, en quien de seguro nadie pensara, no impidiese contemplarla de lleno en toda su majestad.

Doña Isabel tenía un paraguas de la misma especie que el levitón de don Braulio; paraguas de aquellos tiempos en que los paraguas se hacían para impedir el que uno se mojara.

El paraguas de doña Isabel, con su color de grana, parecía un convoy a lo lejos, un globo partido por la mitad y conducido por unas piernas vestidas con faldas, porque doña Isabel venía sepultada hasta medio cuerpo en la enorme concavidad de su paraguas monstruo.

Y no es que lloviese, porque, como hemos dicho, cuando los tres amigos paseaban por alguna carretera era en las noches calurosas y cuando hacía luna clara como el día. Pero una de las particularidades que distinguían a doña Isabel era el no abandonar nunca su paraguas, así como otras no abandonan el abanico, aunque las mismas piedras tiriten de frío, y cada paso ponía en servicio la gran mole como si fuese un granito de anís.

Nunca se movía, especialmente por la noche, sin llevar abierto el paraguas, porque, según aseguraba, le hacía mucho daño el relente, y esta circunstancia, unida al alto tupé, a los dos bucles caídos indefectiblemente sobre la pálida frente de la anciana y el gran gato Florindo, su compañero, hacían el mismo efecto en las gentes de la villa que el pleito y la dignidad inmutable del rubio Montenegro.

Juntos la anciana, el hidalgo y el comerciante, formaban un precioso mosaico, un espectáculo digno de ser observado, sobre todo cuando, caminando cada uno con la parsimonia que le era propia, comían nueces o castañas al compás de la agradable conversación que con solían deleitarse.

Alejados, en cierto modo, del resto de los hombres por sus ideas particulares, formaban reunidos un triunvirato extraño y de un estudio curioso. Diferentes entre sí, se entendían, sin embargo, y se buscaban llamándose amigos. Cada cual hablaba de lo que le importaba, sin temor a que el otro se enfadase de oírlo, apareciendo en medio del mundo que habitaban como un cuadro en el que cada figura es un tipo, pero que sólo juntas hacen una buena composición.

He aquí generalmente el tema de sus conversaciones:

EL HIDALGO: ¿Cómo vamos de salud, doña Isabel?

DOÑA ISABEL: Gracias al Señor, sigo con mi buena estrella. Siempre fuerte de cuerpo y de espíritu. ¿Y su madre de usted, mi amigo; y el pleito?

EL HIDALGO: Adelanto, adelanto en mis estudios, y pronto regalaré a esas gentes de lo lindo. Mi buena madre trabaja como siempre, y no hago más que pensar qué doncella elegiré para servirla, tan pronto como me halle en posesión de mis bienes. Mi señora madre necesita exclusivamente para ella tres criadas; por mi parte, me contentaré con dos para mi servicio particular.

DONA ISABEL: Para el rango de un noble como usted, no me parecen bastantes todavía; en nuestra casa había diez.

EL HIDALGO: Lo pensaré…; pero ¿y Florindo? ¿Ha jugado hoy mucho?

DOÑA ISABEL: Muchísimo; es un niño mal criado, y me ha perdido una babucha. Sin duda la ha puesto de tapadera al agujero de un ratón. ¡Pobre animalito! ¿Quiere usted creer que ayer quedó a solas con las truchas que me regaló mi hermano, y ni siquiera se acercó a ellas?

EL HIDALGO: Es una verdadera maravilla ese gato.

DON BRAULIO. (Entrando): ¡Qué mundo éste! ¡Qué pícaro mundo! Señora, el mundo no se compone más que de avaros; el que ha agarrado una moneda, no la suelta ni por un ojo de la cara. Cada vecino observa al otro con el rabo del ojo, para ver de contarle los cuartos de su mostrador, mientras esconde los suyos, porque un tercero no vaya a contárselos a su vez. Yo no ocultaba a nadie mis tesoros cuando era rico, y, sin embargo, aun cuando todo el mundo los contase y recontase, no disminuían, y si he venido a menos ha sido únicamente porque las felicidades y la fortuna de los hombres son perecederas y se asemejan al mar en lo de bajar y subir.

DOÑA ISABEL: Pero ¿usted no comprende que los hombres no han nacido todos con unas mismas inclinaciones? He aquí que a mí me critican porque gasto tupé, mientras las pobres mujeres del día se creen muy bellas con sus peinados aplastados sobre la frente, cuando parecen monas… ¡Válgame Dios! Pero yo sigo en mis trece, y no me enojo al ver esas infelices, víctimas del mal gusto de una moda plebeya, si así puede decirse; únicamente las compadezco, porque ésta, don Braulio, es la venganza de las almas nobles; así compadezca usted también a los avaros.

DON BRAULIO: ¡Si no fueran tantos!

EL HIDALGO: Compadézcalos usted, que también yo compadezco muchas veces a mis usurpadores, cosa que ellos, ¡desgraciados!, no saben hacer conmigo; pero en algo habíamos de diferenciarnos. Y esto, todo el mundo lo comprende. La distancia que media entre nosotros es inmensa, ¿no es verdad, don Braulio? Por doquiera que yo vaya, ¿no se comprenderá que, pese a la suerte, soy un noble caballero? ¿Qué dicen por ahí de mí? ¿Qué han de decir, mi amigo? Que los pobres son pobres, y los ricos, ricos. En vez de compadecer a sus usurpadores debe usted procurar derrotarlos, y este método surtirá muy buen efecto. Yo sólo compadezco a los pobres y a los desgraciados.

Tal era, comúnmente, el círculo vicioso en que giraba la conversación de los tres amigos, y que la anciana sabía salpicar muchas veces de chistes y ocurrencias que siempre tenían por objeto satirizar el poquísimo tono y la descocada gracia de las damas del día.

Por lo demás, cuando en su presencia se hablaba de alguno de sus preferidos amigos, jamás dejaba de defenderlos con toda la energía de su carácter, que no era poca. Si se trataba de Montenegro, solía decir con saña, en presencia de muchas gentes quisquillosas, que, pobre como era el hidalgo, valía infinitamente más que algunos que se llamaba tales, y cuya noble progenie no tenía siquiera el tiempo de un muchacho cuando echa los últimos dientes. Montenegro correspondía a esta apología de que se creía digno asegurando que la anciana debía haber sido la mujer más bella y donairosa de su tiempo, la más fina y de talento más aventajado, y que aún en el día conservaba parte de sus encantos, venciendo a las bellezas modernas. Y la antigua dama tampoco dejaba de encontrar parecido en este retrato, si bien perdonaba en él algunas faltas de detalle, comprendiendo que los años habían borrado los más preciosos, no pudiendo ya ver de ellas el joven Montenegro más que una débil sombra; él no tenía la culpa.

Respecto al comerciante, ni doña Isabel ni Montenegro, en su calidad de aristócratas, podían elevarle al rango de los más nobles caballeros, porque al fin no había sido más que un comerciante; pero, en cambio, aseguraban ambos, doquiera se encontrasen, que don Braulio, entre los hombres de su especie, no lo había más honrado ni más bondadoso en el mundo; que su generosidad se asemejaba a la de los más grandes señores; su caridad, a la de los santos patriarcas, y que su filosofía, en fin, era mayor que la de muchos sabios.

¿Diremos que don Braulio era indiferente a todas estas alabanzas que franca y sinceramente le prodigaban sus únicos y buenos amigos? No nos atrevemos a tanto, pero sí añadiremos que jamás se había parado, con conocimiento de su razón, en cosas de nobleza ni otras vanidades. Daba buenamente a Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César, y a cada hijo de vecino lo que le parecía de su deber, sin cuidarse de sí mismo, de quien, sin que se diese cuenta de ello, se hallaba completamente satisfecho.

Así, no acordándose siquiera que sus nobles amigos le hacían descender, en la escala social, de la altura a que ellos se encontraban, como le concedían al mismo tiempo su mayor estimación y amistad, no vacilaba nunca en decir que, aparte de sus aprensiones y rarezas, eran las personas más dignas de estimación que existían en la villa.

Y no se extrañe el lector al ver que don Braulio hablaba de las aprensiones y rarezas de sus amigos, porque éstos le pagaban en la misma moneda.

Dice el refrán: «Vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro». Tal es el mundo, y por eso don Braulio, doña Isabel y Montenegro, al mirarse alguna vez al soslayo, cada cual se permitía allá para sus adentros una leve murmuración sobre su vecino, sin sentir el más pequeño remordimiento respecto de sí mismo. Pero sin que esto impidiese el mutuo aprecio de aquellos tres seres que se buscaban y se encontraban en todas partes, a quienes el mundo señalaba con el dedo y recibía en su seno como despojos inútiles venidos de un mundo que no era el suyo.

Pero es lo cierto que como la sociedad no puede soportar por largo tiempo sin desecharlo aquello que no comprende, se acercaba el día en que las ruinas vivientes de aquella villa, única en su género, iban a pesar demasiado sobre la tierra que los sostenía.

La anciana señora tenía demasiados años; Montenegro, demasiada ambición; don Braulio, demasiado genio, y todos tres, demasiada miseria.

¿Acaso el universo ha sido creado para esas plantas parásitas, para esos seres que parecen salir siempre de tono y sobrar en todas partes?

Dudoso lo juzgan muchas gentes honradas a quienes la providencia ha dado (sin duda por secretos fines) apariencia de hombres, y una fortuna que les sirve de abrigo contra la inclemencia de la desgracia que acá, para el corto entendimiento de los interesados en la materia, sólo debía perseguir a los brutos, porque como suelen decir que la desgracia aguza el ingenio, sería el justo medio de corregir millares de hipopótamos, cuya existencia, ¡quiera el cielo que no ofendamos a ésos que se dicen hermanos nuestros, haciendo esta declaración!, casi nos parece un crimen digno de la pena capital.

Pero he aquí, ¡oh, humanidad!, que los brutos triunfan… Ellos, ¡Dios mío!, y confiados en su buena estrella, se burlan de todo lo creado menos de la fortuna bienhechora que cobija su inocencia. Viven, comen, engordan y creen que el que no es sólidamente estúpido como ellos no tiene derecho a comer y engordar. ¡Oh! ¡Misterios indescifrables y recónditos! ¿Para qué han venido al mundo los brutos? Sabios, resolved este problema, que debe de tener alguna conexión con los animalitos asquerosos y dañinos creados para probar la paciencia del hombre.

En la célebre villa a que aludimos había muchos de esos seres voluminosos y respetables que hallan lugar en todas partes, a pesar del gran espacio que ocupan y de que con sus anchas fauces y respiración fuerte y anhelosa parecen querer sólo para sí todo el aire que encierra el recinto en donde se encuentran.

A ninguno de estos seres, sin embargo, se atrevían a decirles: «Caballero, o no caballero: usted absorbe más oxígeno del que conviene a nuestros pulmones; usted ocupa más lugar del que corresponde a una persona racional y de dimensiones bien proporcionadas. Vaya usted, pues, con la música a otra parte».

Pero, en cambio, poco faltaba a veces para que, con la menos urbanidad posible, hablasen de este modo a los tres personajes de este cuadro: «Ustedes son demasiado transparentes, demasiado poca cosa para poder andar sólidamente por donde nosotros andamos. Aves sin pluma, agáchense cada una en su nido y déjense morir sin salir a la luz del día, que es vergüenza lucir las carnes desnudas en donde todos las traen cubiertas, siquiera sea con el manto bien holgado de la desvergüenza».

Nadie podía negar, sin embargo, que, aparte de sus manías, los tres personajes en cuestión de buenos se caían a pedazos, y que por buenos se hallaban en aquel estado miserable, que tanto pábulo daba a las murmuraciones de los honrados vecinos de la villa, contra los cuales no había que oponer ciertamente ninguna queja de despilfarro o de extravío.

El que más y el que menos sabría escribir un libro sobre economía doméstica que haría morderse las uñas a más de cuatro personas de buen gobierno y respecto a lo bien sentado de sus cabezas, la forma y el volumen podía ser una garantía en prueba de que no era fácil que tales cabezas anduviesen a la ligera como muchas otras.

¿Qué razones poderosas no podían, pues, alegar todas estas gentes predestinadas desde la cuna a hacer causa común contra aquellas tres ruinas hambrientas que pasaban continuamente por debajo de sus ventanas oliendo el vaho de los manjares ajenos? Oler el exquisito aroma de los guisos que ellas no habían confeccionado, ¿no era, acaso, una impertinencia? ¿Con qué derecho se tomaban esta libertad? Y después de esto, ¡ver acaso con envidia cómo las chimeneas de los vecinos humeaban, porque en su hogar estaba apagado el fuego!

¡Y no hacer puchero como todo el que vive económica y decentemente! ¡Y vestir unas ropas hechas a estilo del siglo pasado, cuando hasta el tabernero (o el que despacha vinos) viste a la moderna, y después de todo esto erre y más erre con tenerse en las suyas, y andar por la calle como cualquiera!

Cuando lo meditaban seriamente los vecinos de la inmortal villa, se indignaban contra las ruinas y juraban decírselas frescas cuando se presentase la ocasión, porque así como así, aun cuando las ruinas no pedían un miserable ochavo a los ricos del pueblo, se irritaban de ver al uno sin querer aceptar nada de nadie, mientras todos sabían que andaba con el vientre flojo como pellejo vacío; a la otra haciéndose todavía la gran señora, cuando ya ni restos le quedaban de sus antiguos fueros, y al buen don Braulio queriendo derrochar todavía los bienes del prójimo, cuando no tenía en dónde caerse muerto.

Estos rumores fueron creciendo a medida que la miseria y la vejez se iba apoderando cada vez más de los pobres desheredados; pero ellos proseguían en tanto, sin vacilar, la senda espinosa que les había sido trazada.

Doña Isabel quería a su gato cada vez más, y a pesar de las miradas burlonas que se posaban sobre ella cuando la veían guardarse alguna fineza para Florindo, resistía serena y sin turbarse saliendo vencedora en la lucha. Muchas veces pretendían abrumarla con infinitas sátiras contra el gato, la manga corta, el tupé y el zapatito de tacón; las gentes se reían de ella, pero ella se reía, a su vez, de las gentes, improvisando versos en un estilo que quería ser clásico (doña Isabel era poetisa, cualidad que heredara de sus antepasados), y mostrando a las remilgadas bellezas que se agitaban en torno de ella su frente altiva y serena, el torneado brazo y el pequeño pie calzado con el zapatito de raso, exclamaba:

«Esto ha sido reinar, hijas mías; mi tiempo era el gran tiempo de las nobles hermosuras del regio pisar, del donaire y de la gracia que impera sobre la cabeza y sobre el corazón. Una sola mirada de mis ojos azules valía un imperio, aniquilaba un mundo de esperanzas o hacía dar vida a un pecho agonizante; el solo rumor de mis vestidos levantaba una tormenta de sensaciones en el corazón del que me amaba, y si yo dejaba caer a sus pies mi pañuelo perfumado, él era tan feliz como si hubiese vencido brazo a brazo al mismo Cid Campeador. ¡Mas hoy, queridas mías, cuán raquítico se ha vuelto el mundo! Queriendo asemejaros a mujeres griegas, parecéis muñecas medio desnudas, con quien las niñas juegan riéndose de sus pantorrillas de algodón. Y por eso el hombre, al veros tan pequeñas, rodando como una hoja seca en ese loco torbellino que se llama vals, dejando a un lado el ceremonioso respeto que usaba en mi juventud, os tomó por la mano y, sin aguardar a que les dierais vuestro permiso, os condujo a donde ha querido como cosa suya».

—Quizás sea verdad, doña Isabel —le respondían con ironía y mordiéndose los labios—; pero he aquí toda la hermosura de los ojos de usted, y lo torneado de ese brazo que hace hoyuelos en el codo como el de un niño; toda su gracia y su donaire, en fin, no le han valido siquiera un mal marido.

—¡Marido! ¡Santo Dios! A puñados, pobrecitas mías, los tenía yo; tanto, que de los que he desairado os contentaríais se hiciese un enjambre que os eligiese por flores. Mas ¡qué locura! Ellos eran notables a veces por su talento, es cierto; eran algunos también arrogantes, y otros, hombres honrados e inmensamente ricos pero…

—Cómo, doña Isabel, ¿y usted no los ha querido?

—Qué había de querer… ¿Y mi dignidad?

—Con el oro se hubiera aumentado infinito.

—El oro… Yo bien digo que esta juventud es inferior a la de mis tiempos… ¡El oro, pues! Bello es el oro, hijas mías. El oro, que todo lo puede, menos que la sangre roja haga una bonita mezcla con la sangre azul de pura raza, y como ellos no eran bastante nobles, ahí tenéis descifrado el misterio. ¿Acaso la descendiente de una casa ilustre, la que cuenta cien nobles abuelos, podía enturbiar su memoria admitiendo por esposo a un médico, un abogado, o lo que es aún menos que esto, al que se enriqueció ayer vendiendo y comprando al por mayor? Temería a que la sombra de mis antepasados viniese a despertarme en mi lecho nupcial, y que, cogiendo a mi esposo por la cabellera, me le llevase, en un traje impropio a los ojos de la decencia, al lado de un enfermo con cataplasmas, a medir sus fuerzas en algún vergonzoso litigio en donde el que defiende tiene que avergonzarse con el ofendido o a tomar y recibir cuentas, entre montones de fardos, cuyo olor de fábrica trastorna los nervios.

—¿Conque, es decir, señora, que usted, llena de experiencia y de talento, desprecia la profesión lucrativa y civilizadora del comercio, desprecia usted la ciencia y los hombres de la ciencia?

—¡Yo criaturas! ¿Despreciar la profesión lucra… ti… va del comercio? —respondía doña Isabel fingiendo con extremada gracia dificultad en pronunciar la palabra lucrativa—. ¡Yo! Dios me libre de despreciar a nadie… Ellos valen tanto en su esfera como yo en la mía; y soy la primera en estimar a los que deseché para maridos, ellos lo saben. Pero si les pareció mal que yo no hubiese querido mezclar mi sangre azul con su sangre roja, hubieran ellos hecho lo mismo no queriendo mezclar la roja con la azul, y estábamos pagados, aunque, por mi parte, hijas mías, no reconozco deudores.

—No nos atrevemos a decir tanto, señora, porque aún existe el rollizo Florindo, que le debe a usted toda una vida de satisfacciones y de delicias.

—Pues os engañáis grandemente, porque yo no hago más que pagarle así la cacería que hace en los ratones que se atrevían a mis vestidos, y la satisfacción que me causa el verle jugar con mis zapatillas y el hilo de mi calceta, mientras con mi mano, que él conoce, acaricio su pelo brillante y blanco como la piel de un cisne. ¡Oh mi hermoso gato! Él me extrañará y me buscará melancólico cuando yo haya muerto, mientras vosotras, queridas mías, diréis al son de ese vals que ha discurrido el diablo: «Descanse en la tumba doña Isabel, puesto que ya ha pasado el tiempo de los minuets».

—Señora, eso es juzgarnos con un poco de ligereza. Pero, en verdad, a la edad que usted cuenta, ¿no se cansa de vivir una pobre criatura racional que piensa y discurre? Tantos años pasados sobre una mujer, por más que esa mujer sea noble por los cuatro costados, deben hacerla vacilar sobre su cúspide de mármol diciéndole al oído: «Abajo el tupé, la manga corta y el zapatito de tacón; abajo Isabel (supongamos que la anciana se llama Isabel) con tu arrogancia y tu frente coronada de visos tricolor, que sólo Dios sabe cómo allí los sostienes todavía. ¿Tú no adviertes que bulle en torno tuyo una generación nueva, que detesta ese revuelto peinado, y que las tumbas se abren diariamente para el que ha corrido su mundo, puesto que los hombres no son eternos?». En verdad, señora, confiese usted que a su edad deben sentirse represivos deseos de reposar a la sombra de un sauce, y que la muerte hace cosquillas en el corazón de los ancianos rebeldes a la tumba.

—¡Perdónales, Señor, que no saben lo que dicen! Sin los ancianos, pobres criaturas, el mundo se hubiera parecido a una escuela de párvulos. ¡Vosotras sois las ramas; nosotros, el tronco que os sostiene! ¡Ved lo que es un pobre niño sin el amparo de sus padres! Y, por otra parte:


Es más fuerte si es vieja,
la verde encina,
más bello el sol parece
cuando declina.
Y de esto infiere
por qué ama uno la vida
cuando se muere.
 

Ésta es una letrilla que enseña mucho, y ella os hará ver por qué los viejos no desean nunca la muerte, encontrándose, por el contrario, más apegados a la existencia. Cuando yo era joven no pensaba en otra cosa que no fuesen mis vestidos y mis joyas, era extremadamente susceptible y me daba tormento a mí misma por el más leve pelillo de amor propio, sin acordarme de la naturaleza, que Dios hizo tan bella, ni de admirar sus obras. Mas ahora, un solo rayo de sol que, entrando por mi ventana, llega a calentar mis pies, me encanta de una manera indecible, las gracias de un niño me admiran, me entretengo y alabo a Dios cuando contemplo las hojas de una flor y me río con las piruetas que hace mi gato al jugar con una bolita de papel que le echo a rodar por el suelo. Otras veces cojo mi viejo violín y, resbalando suavemente el arco sobre las cuerdas tirantes, hago resonar en ellas algunos aires de mi tiempo, pareciéndome así que soy joven todavía y que el mundo rejuvenece conmigo, para no envejecer jamás. Y en el invierno, cuando yo y Florindo, sentados junto al pequeño braserillo que me sirve de hogar, vemos cómo cuece la cena y humean las castañas en el puchero, mientras por fuera llueve a torrentes, ¡qué feliz soy y cómo bendigo a Dios porque me da un abrigo, un poco de fuego para alegrar mi pequeño cuarto y un lecho en donde descansar sin importunos ruidos y dueña absoluta de mi libertad! Os confieso que la vida me parece cada vez más hermosa, y que aun cuando tuviese que pasar infinitas privaciones, como me quedase mi gato, mi violín, mi independencia y un poquito de sol, viviría feliz sobre la tierra. ¡Qué la vida es larga, Dios mío! Más breve que un soplo, y aun cuando viviera diez veces más de lo que he vivido, sería todavía un soplo; lo que me prueba, y es lo único que me obliga a luchar conmigo misma para aceptar la muerte con resignación, que esta vida no es la verdadera vida para que fuimos criados.

De este modo solía explicarse doña Isabel, que era graciosa en el decir, que poseía el buen tacto de no zaherir directamente a nadie, aun cuando la zahiriesen; pero que, efecto de su franqueza y vivacidad natural, jamás dejaba sin doble respuesta a los que pretendían hacerla hablar.

Así, venía a servir en la sociedad de diversión y de entretenimiento. Se reían de ella y se solazaban al mismo tiempo con sus improvisaciones en verso y su amena conversación.

Una sola cosa acriminaban en la noble señora, y era que a donde iba tomaba chocolate cuando se lo ofrecían, aun cuando le hubiese ya tomado en otra parte, llegando hasta siete, muchas veces, los chocolates que se había sorbido en una sola tarde. Tal comportamiento solía acharcársele a glotonería; pero tan lejos de esto, doña Isabel ni era glotona ni golosa, pues su alimento cotidiano era tan parco y sencillo que apenas bastaría para mantener a un niño. Únicamente tenía la manía o no manía de creer que el chocolate no era alimento de ningún modo, y que para ella el tomarlo era una mera diversión, como la de chupar un caramelo o sorber un refresco.

Por eso, menos quisquillosa en esto que el joven Montenegro, no recelaba nunca aceptar aquélla niñería que se le presentaba en un dedal grande y que apenas llenaría, sorbido de una vez, la boca de un aldeano.

Don Braulio presentaba, a la faz de aquel pueblecillo ilustradísimo en el arte de la murmuración y de la chismografía, un lado más flaco todavía que el chocolate de doña Isabel.

Como él, cuando era rico, recibía en su casa a todo el mundo, sin excluir las horas de comer, como acostumbraban los honrados vecinos de aquella especialísima villa, solía cuando le parecía oportuno, subir a casa de alguno de aquéllos que fueron en otros días sus eternos convidados, y, sentándose a la mesa, tomar algo de lo que le parecía mejor, entre lo poquísimo bueno que se le presentaba, de grado o por fuerza. Pero aún no paraba ahí su osadía.

Las prodigalidades de don Braulio habían dejado un eterno y grato recuerdo, sobre todo en la memoria de los mendigos y de los que se complacen en vivir a cuenta del bolsillo ajeno.

Cuando el hombre pródigo festejaba sus días, su natalicio, la Natividad del Señor, la fiesta de la villa, etc., lo hacía con una esplendidez desconocida en los fastos de la historia, esplendidez que causaba escalofríos en los avaros y asombro en las gentes de costumbres comedidas, que por allí abundan.

Si las damas le pedían fiesta, don Braulio, inocente como un niño que arrojase perlas a un lago, derramaba su oro para complacerlas, y tras del banquete venía el baile y tras de aquel baile otro, exigiendo por única recompensa que, robando cada una media hora al tiempo que habían de dedicar a sus amantes, le rodeasen formando una rueda y cantasen en coro un vals o una canción de amor de aquéllas en que Cupido siempre salía a relucir con la venda y las flechas, ni más ni menos que si se tratase de Guillermo Tell.

Don Braulio quedaba muy contento con este obsequio, que las jóvenes le hacían de muy buena gana, mimándole como a un hombre excelente que de tal modo las complacía.

Pero no sólo las damas y caballeros participaban de tales beneficios, porque esto a don Braulio le hubiera parecido injusto y poco humanitario. Era preciso que el pueblo gozase, a su vez, la parte que debía tocarle en tales regocijos, y para el efecto llamaba a algunos gaiteros y tamborileros, ponía una o dos pipas de buen vino a las puertas ele su casa, raciones de carne bien guisada y hogazas de pan, y el pobre no tenía más que llegar, llenar el vientre, beber su taza de vino, y… ¡Viva don Braulio!, gritaba después. ¡Cómo él no ha nacido ni nacerá otro alguno tan bueno para el pobre!

Todo esto duraba hasta la medianoche, y al fin don Braulio, saliendo a su balcón, arrojaba sobre la muchedumbre dulces y dinero, como otro pudiera arrojar granos de arena.

—Don Braulio, usted se arruina por esas gentes, que se alegran de verse buenas y no se lo agradecen —solía decirle algún amigo caritativo para todos menos para sí mismo.

—No lo crea usted —le respondía don Braulio con alguna ironía, pues, a pesar de su excesiva bondad, no dejaba de conocer en dónde le apretaba el zapato—. Si alguien me arruinase a mí, no serían los pobres, sino los ricos. Lo que se gasta con el rico, es la parte de trigo que, en la parábola del Señor, siembra el labrador sobre un peñasco que no da fruto; pero lo que se da al pobre es la parte de grano que cae en buena tierra, no porque yo espere precisamente en este mundo la recompensa, sino en el otro. Además…, ¿cree usted que la vida del hombre es tan larga que pueda uno temer a la miseria? Yo casi he andado ya más de la mitad de la mía; el mundo se acaba presto y es preciso que pague al fin estos placeres con que ahora me regalo —y añadía en seguida, dirigiéndose al pueblo—: Alegraos, desgraciados; alegraos que para mí y para vosotros me ha dejado ganar Dios lo que poseo. Tened un día de contento en la vida, ya que siempre lloráis, sin hallar consuelo; alegraos y emborrachaos, que, aunque ése es un abominable vicio, yo espero que, por una sola vez al año, el Señor os perdonará.

—¡Es mucho hombre! —murmuraban entonces a su espalda todos los convidados—. En su bolsa mete la mano todo aquél a quien se le antoja llamarse desgraciado o amigo. Su prurito de hacer bien no es ya más que una manía, y aún podríamos añadir que estaba loco, si fuera de esto no razonase como el más juicioso; pero es de dudar que Dios le tome todo esto en cuenta cuando muera, pues, en resumen, no hay aquí más sino que el pobre ha nacido despilfarrado y cumple su misión.

—Ayudándole nosotros —añadía alguno a quien el buen vino del despilfarrado empezaba a calentar los cascos.

—Amigo —respondía otro, poco más o menos en el mismo estado que su compañero de mesa—, «locos lo dan y cuerdos lo reciben»; el refrán es ya muy viejo, y mientras más viejo, más verdadero, según mis cálculos. Y aunque suelen decir que en cuestiones de estrecha conciencia (muy estrecha debe ser, en efecto) tanto peca el pródigo como el que ayuda a malgastar los bienes del pródigo, a mí no me conviene creerlo, y no lo creo.

—Suspender el pensamiento es lo mejor —añadía un hacendado de primer orden que sólo creía en la sabiduría de los abogados y de san Agustín—. Todas ésas son cuestiones puramente teológicas, y allá la Iglesia que las aclare. Nosotros, pobres ignorantes y legos en la materia, obrando como está en el uso y en las costumbres de nuestro país, tenemos bastante. Comamos, pues, ya que don Braulio nos convida; he aquí un pastel cuyo sólo olor resucita a los muertos.

Y aquellas gentes honradas, ¿quién se atrevería a asegurar lo contrario?, comían los manjares en que se iba derritiendo la fortuna del comerciante, sin el menor escrúpulo de conciencia, por aquello de que estaba en el uso «darlo locos y recibirlo cuerdos».

Pero es el caso que, acostumbrado don Braulio a aquel esplendor que le rodeó hasta el invierno de su vida, cuando después, en su indigencia, veía a algunos de sus antiguos amigos bien acomodados portarse de una manera mezquina en aquellos días que él se había complacido festejar, se entraba de rondón hasta la cocina, y tomando asiento al lado del hogar, mientras dirigía una oblicua mirada a las cazuelas y las ollas, echaba un sermón sobre las gentes tacañas y la tacañería, que ardía en un candil.

—¡Pse! —exclamaba—. Se conoce que la fortuna de don Braulio ha dejado ya de existir. Desde que él es pobre no se ha visto en esta maldita villa una fiesta como Dios manda. Don Fulano, bien podía usted en un día como el de hoy haber mandado hacer una ollita para esos pobres hambrientos que andan rondando en torno de la puerta. Peste sobre los avaros; en el mismo sepulcro han de ser perseguidos por los desharrapados que les piden pan. Don Fulano, quede usted con Dios. Hoy no me sentaré a la mesa de usted; no acostumbro contentarme en un convite con el ala de un pollo tísico. Muchas gracias y buen provecho.

—¡Insolente! —replicaba entonces, a espaldas de don Braulio, el amo de la casa—. A fe que debiera tener presente su situación, y no meterse a gobernar vidas ajenas. Gracias a Dios no hemos nacido todos con el fatal instinto del despilfarro que a él le anima; pero, de cualquier modo, no tengo por qué oír sus impertinencias, y de hoy en adelante le cierro las puertas de mi casa. En verdad que de los miles de veces que he comido en la suya, me he librado muy bien de hacerle ninguna objeción respecto de sus dispendios y locuras; comía, callaba, y adelante la procesión.

—¡Toma! —solía responderle su esposa—. ¿Y qué otra cosa te correspondía hacer cuando a ti nada te costaba darte un atracón de ricos bocados? Eso debe hacer toda persona prudente, y no entremeterse en donde nadie le llama a uno, como él hace ahora.

De este modo, la mayor parte de hacendados y personas respetables y de buen gobierno de la villa negaron la entrada en su casa al arruinado comerciante, quien, cuando los tropezaba, solía exclamar en tono recio:

—Mal me quieren mis comadres porque digo las verdades.

Y aunque, sin importársele un ardite semejantes desaires, proseguía filosofando, empezaba a comprender, sin arrepentirse por eso de lo pasado, que la mayor parte de los hombres eran ingratos y egoístas, y que por eso dice aquel refrán, que a él le había parecido siempre confuso: «haz bien sin mirar a quien», y «nunca por el bien que hagas esperes ser remunerado en la tierra».

Por eso, cada vez más alejado de aquellas gentes, de las cuales en otro tiempo había sido el ídolo, estrechó su amistad con la anciana y el hidalgo, diciendo para sí: «Nunca procures íntima amistad con los que sean menos que tú, ni con los que sean más que tú, porque los primeros te envidiarán y los segundos te tendrán siempre en menos. He aquí las cosas amargas que enseña la experiencia —añadía—. Cuando yo era rico no sabía nada de esto, y ojalá nunca hubiera llegado a saberlo. Me duele encontrarme a mal con la humanidad, de la cual formo parte».

Entre las tres ruinas, Montenegro era el menos satirizado por las gentes razonables, sin duda porque ni tomaba chocolate ni vasos de agua con azucarillo si alguna vez se lo traían, no lo tocaba, diciendo que no le gustaba el agua azucarada, y la señora de casa tenía con esto motivo de decir: «Ya no le servimos a usted azucarillo, puesto que le deja en la bandeja». Montenegro sabía con qué gente trataba; no se permitía la menor objeción sobre los asuntos de cada uno, y, sin embargo, era el que más sufría.

Mientras don Braulio y doña Isabel tenían suficiente valor y suficiente energía para no hacer caso de quien los despreciaba, Montenegro, con la susceptibilidad de su carácter, su noble corazón y su prurito de caballero, sin que nunca se realizasen sus ilusiones, y viendo cómo su madre moría en la miseria, una melancolía devoradora fue poco a poco invadiendo su espíritu, ocupado siempre en una idea fija. Sin hallar nunca término a sus estudios, venía a encontrarse, después de largo tiempo de una asiduidad exagerada en la lectura, con que nada sabía, y muchas veces concluyó por echar a los ratones la culpa de su ignorancia por haberle roído acaso la mejor parte de sus libros, pues ya iba dudando de su ingenio para poder adivinar lo que en ellos faltaba. Además, otra causa oculta, y sin duda aún más poderosa que su pleito, le preocupaba. Sus amigos lo notaron; pero en vano procuraron adivinarle. Era un misterio, un secreto que el hidalgo se reservaba. Sin embargo, como las mujeres tienen, por lo general, una mirada penetrante para sondear ciertas heridas del alma, doña Isabel notó que Montenegro se ocupaba más que nunca de su persona y de su traje, con el cual parecía andar en extremo mortificado.

Esto no hubiera debido parecerle muy extraño, cuando dicho traje iba siendo cada vez más viejo, cuando su sombrero tomaba el color dorado o más bien tornasol del ala de una mosca, que él procuraba en vano encubrir alisando la felpa con un paño mojado antes de salir a la calle; y cuando sus botas, riéndose descaradamente, como mujeres sin vergüenza, descubrían los rotos calcetines de lana blanca y los zurcidos que en ellos le hacía casi a tientas su anciana madre.

Doña Isabel, con sus ojos de lince, veía, no obstante, otra causa a través de esta multitud de causas que parecían suficientes para mortificar a un hidalgo como Montenegro; así, se decidió un día a abordar la cuestión, pese a exponerse a parecer importuna a su susceptible amigo; pero todo era menos en su concepto que verle morir de tristeza, sin saber fijamente la causa por qué moría.

Montenegro llegaba a su lado muchas veces con los ojos hinchados como de haber llorado, aun cuando procuraba ocultarlo cuidadosamente; otras, sus dos amigos le veían andar errante por parajes solitarios y como hablando consigo mismo. Todo el mundo notó que Montenegro estaba cambiado; pero como su ropa era cada vez más haraposa, le tenían lástima desde lejos, y muchas veces permanecía en la reunión solo en un rincón de la sala, al cual nadie se acercaba, lo mismo que si allí hubiese un apestado.

En tanto, se aproximaba uno de esos inviernos tempestuosos y abundantes en lluvias que dejan recuerdo en aquellas comarcas, inundando los campos, desbordando los ríos y haciendo inhabitable la choza del pobre. El mes de octubre tocaba a su término, cubriendo el césped de los bosques con la hoja seca, que los enfermos y los ancianos, sentados en el umbral de la puerta o al pie de la ventana, mientras un rayo de sol calienta sus miembros ateridos, miran caer al son del viento, que las arrastra de remolino en remolino, como el presagio de su fin.

Para aprovecharse del último sol de otoño que acaso debían ver brillar en la tierra, doña Isabel y don Braulio solían pasear algunas veces por un bosque cercano a la ciudad, y aun cuando, como hemos dicho, tenían alegre humor, no dejaban de reflexionar algunas veces sobre su vida pasada, que ya no era para ellos más que un recuerdo vano, y sobre su porvenir, cuya perspectiva era una tumba abierta bajo sus pies.

—Todos los que hemos visto niños son ya hombres —decía doña Isabel—. Los árboles que en los días de mi juventud daban ricos frutos, hoy ya están secos; la casa en donde nací ha cambiado, porque una nueva familia ha introducido y mezclado en ella nuevos usos con los usos viejos; de manera, don Braulio, que en la edad que contamos ya no venimos a ser otra cosa en este mundo que dos piedras desprendidas de un edificio arruinado; pero, así y todo, yo vivo todavía contenta, y por más que lo pretendo no puedo hallar agradable la muerte, sino que la detesto cada vez más, siendo la única cosa que aborrezco de cuanto Dios ha hecho en todo el universo.

—Pues yo, señora, ¿qué le diré a usted? Encuentro la muerte justa y natural, y me resigno a ella con el íntimo convencimiento de que para morir he nacido. Si bien no me pesaría, lo confieso, quedarme por acá hasta el fin del mundo, siquiera fuese para alegrar la vida de algunos pobres con buenos vestidos, buenas comidas y mejores vinos. Días hay que empiezan a parecerme largos, y otros que pasan demasiado aprisa, como si no quisieran que un pobre viejo gozase de ellos plenamente. No tengo a nadie en el mundo a quien pueda interesar mi vida; mis antiguos conocidos se han vuelto cada vez más tacaños, y no ve uno a su paso más que penalidades, que ya no les es dado remediar. De modo, señora, que reconozco, como usted dice, que no somos más que unas pobres ruinas… Y, sin embargo…, ¿no ve usted ese sol? Y así, hablando como buenos amigos, ¿no se van pasando las horas muy agradablemente? En realidad, no debiera uno ni morir ni envejecer; pero he ahí el pobre Montenegro que es joven todavía, que aún puede esperar algo del porvenir, y que, sin embargo, ha dado en la manía de ponerse triste.

—Ciertamente —repuso doña Isabel—, y lo que más me aflige es no poder consolarle. Si yo pudiera adivinar…

—Nada, señora; adivinado está. Montenegro es pobre, y, además, no ha sido nunca rico. ¡Qué yo no hubiera conocido su miseria antes de haberme arruinado!…

—Sería en vano; él no quiere más que lo suyo. No admite nada de nadie, aunque con nosotros hace una excepción. Pero no crea usted que la única causa de su tristeza es la pobreza; las mujeres entendemos más que ustedes de estas cosas; sólo el amor es capaz de hacer decaer el ánimo de un hombre como Montenegro.

—Quizás tenga usted razón. ¡Y no haber caído antes en ello! Pues que se case, que es el remedio infalible para curar un amor violento. Por eso yo, que encontraba muy hermosa esa enfermedad, he querido permanecer siempre enfermo.

—¡Qué se case! ¿Puede hacerlo un hombre en la situación de Montenegro?

—¡Válgate Dios! ¡En todo tiene usted más previsión que yo!… Que no se case entonces señora, y que se deje arrastrar por los instintos…, pero en resumen, yo me trabuco un poco cuando trato de dar consejos. Usted, que tiene más talento que yo, decidirá…

—¡Decidir!… Montenegro no es más que un amigo que me estima y a quien estimo infinito; pero que me guarda su secreto. No obstante, no por curiosidad, Dios bien lo sabe, sino para si puedo remediar su mal, pienso observarle detenidamente, y desde hoy iré a la reunión todas las noches… Me parece que conozco a la delincuente…

Su conversación fue interrumpida con la presencia de Montenegro, que, con el rostro encendido y con cierto brillo extraño en la mirada, se adelantaba hacia ellos por entre los árboles del bosque. Los dos ancianos se admiraron de su aspecto y le preguntaron, inquietos, si estaba enfermo.

—¡Oh! Nada de eso —contestó con una animación particular—. Únicamente he pasado hoy siete horas seguidas leyendo y se me ha cargado un poco la cabeza. Pero se hace indispensable, al fin, que esto termine de una vez; tengo otros dos libros más, y es preciso que los devore en pocos días, y que cada palabra quede impresa en mi cerebro como lo está en el papel. Mis deudores sucumbirán, no hay remedio; pero ¡no será sin que les deje pan para comer! Antes pensaba de otro modo; mas ahora voy creyendo que sería demasiada expiación hacer que esos usurpadores de mi hacienda tuviesen que ver a su anciana madre morirse de hambre y trabajar como una criada. ¡No podré ser tan cruel!

Don Braulio y doña Isabel, al oír esto, se miraron con cierta extrañeza, porque jamás su amigo les había hablado con el acento que entonces lo hacía. Doña Isabel no se atrevió, sin embargo, a decirle la menor palabra; pero el comerciante no pudo menos de exclamar con la franqueza un tanto brusca que le era propia:

—Señor de Montenegro, se me antoja creer que se explica usted hoy de una manera poco acostumbrada. ¿Le habrá a usted acontecido alguna cosa? Esos pedantes de parientes que le han dado a usted la mala suerte, ¿le habrán ofendido?

—¿Ellos? —respondió al punto Montenegro en el mismo tono exaltado—. Saben que soy de su sangre, que nací noble y que a la menor palabra hubiera ido a buscar la espada de mi padre que en donde quiera ha derribado el brazo enemigo. No, no es nada: no me ha sucedido nada. Mi madre, ¡la pobrecilla!, se ha mojado mucho al querer vadear un riachuelo, adonde, por distraerse, había ido a lavar unos pañuelejos sólo por distraerse. Ahora la ataca la reúma y está constipada; pero no será nada, porque mi señora y querida madre ha nacido fuerte, ¡la pobrecilla!, y resiste, eso sí; resiste a la fatiga como si tuviese quince años; yo lo sé bien. Por lo demás, mis queridos amigos, un gran pensamiento llena de continuo mi cabeza: derribar a mis usurpadores. Esto ya lo saben ustedes, y todo el misterio no se reduce a otra cosa, como no se trate de cierto secreto que guardo en mi corazón.

—¿Un secreto? —dijo doña Isabel, sin poder contenerse—. Lo respeto; pero siento no estar al alcance de él.

—Quizás pasada esta noche pueda revelarles a ustedes algo…; pero, por ahora, no hablemos más de esto.

Montenegro calló y sus amigos no se atrevieron a decirle una palabra más. El rostro del hidalgo tenía un aspecto ardiente y sombrío, a la vez que les inquietaba sobre su porvenir; por eso la anciana no dejó de asistir aquella noche a la tertulia, a pesar de la lluvia y del viento que arreciaba con furor.

Cuando entró en el salón, ya Montenegro se hallaba solo sentado detrás del piano y ensimismado, al parecer, en vagos pensamientos. Ya miraba hacia el techo, cuya blanca monotonía nada podía ofrecerle de nuevo, ya acariciaba su rubia barba, o hacía girar en torno sus ojos, como si mirase sin ver. Ni siquiera notó que doña Isabel había entrado, a pesar de que a su presencia se levantó un clamor unánime, dando la bienvenida. Doña Isabel no quiso tampoco ir a importunarle; por el contrario, fue a sentarse muy lejos, desde un puesto en donde podía observar sin ser observada.

Pronto los ecos del piano resonaron, las parejas se pusieron en movimiento y la sala tomó un aspecto de animación que nadie hubiera esperado en la reunión casera de una tan pequeña villa, lo cual consiste en que todos allí tienen aspiraciones a poner en práctica las costumbres de las grandes capitales. Y eso sí: no hay que dudar de que lo consiguen en parte sobre todo cuando se trata de cierta escuela que no podemos mentar por temor a que su solo nombre, a pesar del qué se me da a mí que le es propio, pudiera dar lugar a una querella contra nosotros entre los habitantes de aquel pueblo, con quien no queremos estar a mal por nada del mundo. Sus venganzas tienen algo con aquella máxima de Maquiavelo: «Calumnia, calumnia, que algo queda». Sépase, pues, que no querremos nunca hacer la menor ofensa al pueblo en cuestión. Cuando tan bien trata a sus amigos, ¿qué hará con sus enemigos?

Montenegro fue el único que no se movió de su asiento ni dirigió siquiera sus miradas al torbellino que rodaba delante de él, lo cual le hizo ver a doña Isabel que Montenegro estaba aún más cambiado de lo que ella creía. Pero de pronto, una voz algo atiplada se hizo oír entre el rumor del baile y de la música, y una joven alta y de mirada desdeñosa y enfática penetró en la sala, rígidamente vestida a la moda de su tiempo, lo cual era ya una razón para que le pareciese a la anciana más detestable que las demás, aun sin tomar en cuenta su mirada de príncipe chino. La joven en cuestión era bastante linda; pero era su hermosura de ésas a las cuales se prefiere mil veces una fisonomía simpática o una dulce voz. Sin embargo, era aquélla la que había encantado al pobre Montenegro. Doña Isabel no se había engañado, y se sintió avergonzada por el hidalgo al ver que el noble amigo suyo, aquel excelente caballero de corazón honrado y delicadeza infinita, se había enamorado de aquélla que le parecía un mamarracho inflado, una muñeca de resorte, cuyos ojos eran de cristal y tinta de china. Montenegro estaba loco por aquella criatura, la menos capaz de tenerle lástima y de comprender, al través de las rarezas que había creado en él la miseria, sus excelentes cualidades.

En efecto, tan pronto llegó la joven, la fisonomía de Montenegro cambió de repente; doña Isabel le vio temblar, palidecer, tornarse rojo y después agitarse en su asiento como si tuviese hormiguilla, mientras la joven le miró, se sonrió de una manera clásica y pasó adelante; Montenegro, levantándose entonces como movido por un resorte, la siguió sin parar hasta que la joven tomó asiento casi al lado de doña Isabel, que involuntariamente retiró atrás su silla. Montenegro, puesto en pie delante de su ídolo y haciendo lo posible porque sus flacas piernas no temblasen a impulsos de la emoción que sentía, le dijo con aire humilde y modesto, que encerraba un mundo de sufrimientos:

—Julia…, Julia… ¿Quiere usted bailar conmigo este vals? Sólo éste.

—Sigue usted mal el compás —le contestó, riéndosele en sus barbas.

—Pero usted es maestra, y yo aprenderé a las primeras vueltas.

—Pero va usted a tropezar —volvió a responderle, próxima a lanzar una carcajada y mirando descaradamente para las suelas descosidas de las botas del hidalgo.

—¡Quizás!… —respondió éste, sintiendo que su rostro se cubría con el rubor de la vergüenza, y se retiró dos pasos—. Siquiera las otras jóvenes no le hablaban nunca de sus botas. Pero la muñeca de ojos de cristal y tinta de china, sonriéndose para él dulcemente y atrayéndole con la punta de la levita, añadió, como si se hubiese arrepentido de tanta crueldad:

—No vaya usted a ponerse compungido. Los hombres llorones son detestables. No sea usted soberbio; mañana le traeré a usted unos zapatos nuevos y bailaremos. Con ésos es imposible.

—Es justo, muchacha. Tu abuelo era el zapatero del padre de Montenegro, y a fe que le daba mucho que hacer. En recuerdo de esto, tú debes calzar al hijo.

La joven volvió la cabeza al escuchar estas palabras dichas en voz alta y que habían llamado la atención de muchas personas. Doña Isabel era quien las había dicho; pero Montenegro, al oírlas, había desaparecido.

Gran eco causó este suceso en la sala. Los unos se alegraban mucho de que la nieta del zapatero, hoy hija de un rico comerciante de Lonja Cerrada, hubiese sido humillada en su orgullo; otros, a quienes apretaba el zapato hecho en la misma horma, llamaban en su auxilio todos los sentimientos de igualdad y de fraternidad que han sido predicados hasta el día, a fin de condenar el comportamiento de la anciana, que echaba en cara a una pobre niña haber tenido un ascendiente honrado, un hijo del trabajo, un maestro de obra prima que todo lo había ganado con el sudor de su frente. De lo cual se enorgullecía su nieta, aunque sin querer que le hablasen de ello, porque gustaba mucho de la modestia tan recomendable en las jóvenes doncellas. Estas dignas gentes, siempre hijas del trabajo, encontraban justo que la nieta de un hijo del trabajo insultase y echase en cara a un pobre hidalgo que traía los zapatos rotos; pero les pareció inicuo que la anciana recordase a la joven doncella aquello mismo de que se honraba, es decir, que era nieta de un hijo del trabajo que le había legado (todo con el sudor de su frente) mucho dinero y la vanagloria de poder vanagloriarse en secreto, por aquello de la modestia, de tan honesta y honrada progenie.

Pero doña Isabel escuchó impasible ciertas murmuraciones que en pro y en contra se levantaron en torno de ella, dispuesta a salir otra vez a la palestra si volvían a provocarla; pero aquellas buenas gentes que la conocían se libraron muy bien de ello, guardándoselo para mejor ocasión. Ella no se despidió, sin embargo, sin coger un violín que halló a mano (era una gran profesora) e improvisar una canción a estilo de su tiempo, cuya letra decía así:


En el pícaro mundo
que habitamos, ¡ay, sí!…,
toditos quieren dar,
ninguno recibir.

¡Ay, sí!… ¡Ay, sí!…
¡Qué necias son las gentes,
qué necias, vive Dios,
que quieren zurrar siempre
y que las zurren no!

¡Ay, no!… ¡Ay, no!…
Pero quieran, no quieran,
danzan todos a un son,
que el mundo así fue hecho;
tranlarailón, tranlarailón.
 

Doña Isabel fue aplaudida como lo era siempre en tales casos; pero, a pesar de su triunfo, no pudo dormir en toda la noche, pensando en la desgracia de Montenegro y juzgándola casi irremediable.

Cuando don Braulio vino a verla al otro día se lo contó todo, con muestras de la mayor aflicción.

—Nuestro amigo, está perdido —le dijo por último—. ¿Qué le parece a usted? ¡Perdido por una mocosuela bailadora de vals, que le echa en cara que no tiene zapatos!… ¡Si yo fuese joven…, don Braulio! La verdad diré como si estuviese para morir: yo he sido siempre muy quisquillosa en materia de gustos, y quizá es por esto porque la figura de Montenegro no me choca ni pizca, a pesar de su barba dorada y de su arrogante apostura; pero si yo fuese hoy joven, repito, hubiera sido capaz de ofrecerle mi mano a fin de que diese un bofetón al mundo; mas no hay que pensar en eso; esa chiquilla le desprecia, y se acabó. Montenegro será capaz de morirse de pena.

Así habló doña Isabel; pero con gran asombro vio que don Braulio no se irritaba como ella, que permanecía impasible, ni más ni menos que si se tratase de la indigestión de algún caballerote de la villa; no pudo, pues, menos que exclamar un poco enojada:

—¿Y usted no dice nada? ¿Si querrá usted también abandonar al pobre Montenegro? No es cosa de chanza, no lo crea usted, debe estar enfermo el infeliz, y desesperado, pues cuando salió ayer de la tertulia llevaba el rostro desencajado y cadavérico.

Don Braulio se levantó al oír esto, y dijo sonriendo:

—Entonces es preciso que vayamos a su casa y que le salvemos. Ligerito, ligerito.

—¡Bendito sea Dios! Ya me parecía que no podría usted haber cambiado tan pronto; pero eso de salvaje es demasiado. Sólo siendo muy rico y viajando podría llegar a olvidar a esa mujer, que conozco le ha herido en la mitad del corazón.

—Pues será rico, y viajará, y olvidará a esa mujer, que tiene más humos que una duquesa y que parece un chorlito.

—¿Qué me dice usted? ¿Sus parientes consentirán acaso buenamente en devolverle aunque no sea más que parte de sus bienes?

—¡Qué, señora! Tanto valdría decirle a un gato hambriento que soltase buenamente el pez que hubiese robado; pero, en fin, señora, sépalo usted de una vez. ¡Don Braulio es otra vez rico! No tanto como lo ha sido, pero bastante para hacer felices a más de cuatro desdichados. Ya no dará banquetes, exceptuando uno…; pero sabrá repartir lo que Dios le ha dado.

Doña Isabel quedó al pronto muda de admiración; después bendijo a Dios porque empezaba a premiar en la tierra a aquel sencillo corazón, y, por último, le preguntó, sin temor a parecerle indiscreta, cómo había acontecido aquel milagro. Don Braulio le respondió:

—Hablaremos por el camino para no perder tiempo. ¡Quién sabe lo que estará sufriendo ese pobre caballero!

Doña Isabel cogió inmediatamente su gran paraguas, arregló su tupé y bajaron la pequeña y estrecha escalera; mas cuando iban a salir tropezaron con un sujeto de aspecto hinchado y cubierto con un gran sombrero de paja que, por sus dimensiones, tenía muchos puntos de contacto con el paraguas de la anciana. Fumaba un gran cigarro habano, escupía por el colmillo, y haciendo una gran reverencia a don Braulio, sin cuidarse de su grave y digna compañera, exclamó:

—Señor de too mi respeto, es necesarioo que hoy, si osté lo consiente y no le parese mal, fagamos las coentas, porque miñana por la miñana me facía coenta darme a la vela pral Ferrol. Es cousa liguera, porque todo viene perfectamente asentao.

Don Braulio quedó conforme con lo que el caiceño le propuso, y cuando aquél se hubo alejado, dijo a doña Isabel:

—Éste es el que acaba de traerme la fortuna por la puerta. Cierto sobrino mío, a quien antes de marchar para América había yo dado algunas cartas de recomendación y unos cuantos miles de reales para que al llegar a aquella tierra de Dios no se encontrase el pobrecillo pasto de negros, acaba de morir, soltero y sin familia, siendo yo su único pariente y heredero. La herencia asciende a millón y medio de reales, sin contar algún dinero puesto en los bancos. Con esto hay bastante para que Montenegro tenga un coche; lo tendrá, señora, y será rico. ¡Ahora mismo depositaré en sus manos una buena cantidad! Pero como nada querría aceptar, y como tampoco quiero que se vea obligado a agradecerme nada, preciso será que usted le intime la comisión diciéndole que éste es un legado particular que cierto usurero le ha de ado al morir, en compensación de una deuda antigua que tenía contraída con sus abuelos. Esto se le hará ver por medio de algún cartapacio, y todo quedará arreglado.

Loca de alegría doña Isabel al oír esto, ni siquiera notó que se había desencadenado un recio vendaval y que, malparados, los rizos de su tupé se agitaban, descompuestos, sobre su frente. Iban a pasar el puente en donde se formaban grandes remolinos, y como doña Isabel necesitase reunir todas sus fuerzas para sujetar el gran paraguas, que ya se inclinaba hacia un lado, ya hacia el otro, no pudo detenerse cuando una voz que hirió su oído le dijo:

—¿Qué dicen por ahí de mí?

—¿No es ése Montenegro? —preguntó a don Braulio.

—El mismo. Lleva un aspecto calenturiento y febril. Yo le sigo, en tanto usted le intima la comisión a su señora madre… Si logro cogerle, le diré que usted le está esperando. Ese pobre caballero me ha dado miedo. Debe estar muy enfermo.

Don Braulio se volvió en seguimiento de Montenegro, mientras doña Isabel, entre triste y contenta, marchaba en línea recta por medio del puente, llevando agarrado entre sus dos manos el gran paraguas, que hacía violentos esfuerzos por escapársele. Los pequeños pies y parte de las piernas bien torneadas de la anciana quedaron más de una vez en descubierto a impulsos de aquel viento fuerte que parecía conspirarse contra ella; pero antes que todo era sostener aquel estimado objeto que apartaba de continuo el sol, la lluvia y el rocío de su cabeza. Se hallaba en la parte más elevada del ruinoso y antiguo puente, cuando una ráfaga de viento más fuerte que las otras y mezclada de una lluvia fuerte, arrebatándole el gran paraguas de las manos, la dejó expuesta a la inclemencia de los desencadenados elementos. Ella lo vio hacer varias volteretas en el espacio, como si se hallase contento de su libertad, y después caer graciosamente sobre la rápida corriente del río, que lo arrebataba sin sumergirlo, parecía darle un adiós desde lejos, con su color encarnado, y decirle: «No me lloréis, señora mía; yo, al fin, tenía que sucumbir, y al menos éste es un fin digno de mí».

Doña Isabel se sintió en los primeros momentos tan abatida con aquel percance como el que de pronto siente que le falta la tierra bajo los pies. Además de encontrarse expuesta a que el temporal azotase, sin traba alguna, su venerable frente y su tupé, acababa de perder un fiel compañero. La desgracia era grande, y la furia con que la lluvia maltrataba su rostro, siempre tan bien resguardado hasta entonces, se lo hacía comprender demasiado a la anciana.

Pero como era fuerte de ánimo y de corazón y se resignaba comúnmente con la suerte que el cielo le deparaba, siguió, intrépida, su camino, diciendo para sí: «Dios lo remediará».

Mojada y llena de frío, llegó por fin a la pobre casucha que habitaban Montenegro y su madre. La puerta estaba entreabierta, y bien pronto divisó una figura humana echada en el suelo sobre unas pajas.

—¿Se puede entrar? —preguntó.

Una voz afligida y débil le dijo que pasase adelante, y doña Isabel penetró en aquella especie de caverna húmeda e insalubre. Una especie de rubor cubrió el rostro enjuto de la persona que se hallaba en aquel miserable lecho al ver a doña Isabel, y exclamó:

—Señora, éste es un sitio muy malo, en el cual no se puede entrar sin repugnancia… Creí que era otra persona… ¿Qué busca usted?

—Doña María —dijo la anciana, que aunque no trataba entonces con intimidad a la madre de Montenegro, la había tratado en tiempos mejores para ambas—, ¿no me conoce usted?

—¡Ah, sí! Ahora recuerdo; estoy casi ciega… Siéntese usted; pero no hay en dónde. Dios me lleve y vele por mi pobre hijo, que anda muy triste. Hoy lloró toda la noche, toda, y yo no sé la causa.

—Ánimo, doña María; todos pasamos y hemos pasado las nuestras. El mundo es así; pero Dios no abandona a sus criaturas. Yo le traigo a usted una buena nueva, muy buena.

La madre de Montenegro se incorporó en su lecho para oír, y doña Isabel le dijo entonces, con el talento que le era propio, cuanto don Braulio le había encargado; pero, a pesar del cuidado con que le dio la buena nueva, en poco estuvo que la enferma no perdiese, al oírla, el conocimiento. Doña Isabel la animó, le dejó un buen bolsillo debajo de la almohada, llamó a una vecina para que le hiciese inmediatamente un buen puchero, y se alejó, diciendo a la pobre madre que iba en busca de su hijo, después de haber permanecido con ella cerca de tres horas. En su interior empezaba a inquietarse por la tardanza del hidalgo.

Cuando llegó a su casa encontró en ella a don Braulio con una gran cesta delante, y a Florindo comiendo con toda la delicadeza de un gato bien educado un gran trozo de merluza fresca; pero se conocía, por lo erizado de su pelo, que Florindo gozaba de un placer que hacía mucho tiempo no había tenido.

Doña Isabel quedó agradablemente sorprendida, y comprendiendo, por el cesto, lo que pasaba, le dijo a don Braulio:

—No debía usted ocuparse tanto de mí, mí excelente amigo. Usted sabe muy bien que soy feliz con mi suerte, y que las privaciones de que me hallo rodeada se estrellan en vano contra una existencia cuyas necesidades se limitan a muy poco. Yo no le diré a usted, como nuestro pobre amigo, que rehúso por delicadeza sus beneficios; pero sí que paso bien con lo que tengo.

—¡Qué ha de pasar usted, señora! Cuarenta y un reales, una taza de manteca…, una gallina, no hablemos más de ello. ¡Ah, doña Isabel! Sólo por no atentar contra Dios puede pasar esto en tierra de cristianos. Yo aceptaría de usted, si fuese rica, lo que usted me diera; usted acepte de mí cuanto le ofrezca; es nuestro deber. Si usted rehúsa, me parecerá que es por soberbia, y no la conceptuaré digna de mi amistad. Pero ¿qué hay de Montenegro? Yo no le pude pillar; no sé por dónde se escurrió al volver de una esquina. ¿Usted ha sido más afortunada?

—Tampoco le he visto, y me salí, inquieta, del lado de su pobre madre, en donde he permanecido en vano esperándole por el espacio de dos horas. La pobre señora está muy enferma, y gana usted el cielo favoreciéndola. Creyó sin recelo cuanto le dijo, y recibió el dinero sin el menor escrúpulo, aun cuando la alegría de verle en sus manos por poco le hace desfallecer. Pero ahora es preciso saber de nuestro pobre amigo, pues no dejé a su madre sino diciéndole que iba en busca suya. Dice que ha llorado toda la noche, y que está muy triste, lo cual sé yo demasiado.

En aquel momento, las pisadas de un caballo que marchaba al galope por debajo de la ventana llamó la atención de los dos ancianos, que se asomaron, lanzando al mismo tiempo un grito de sorpresa. Montenegro acababa de pasar montado en aquel caballo, cuyo rápido galope podría hacer creer que iba a desbocarse, sin que hubiese respondido a sus voces más que con una seña amistosa, que así podía significar adiós como hasta luego.

Los dos amigos se retiraron, atónitos, preguntándose a un mismo tiempo: ¿A dónde va? Volvieron a asomarse para verle mejor; pero se perdió a sus ojos entre el remolino de polvo que levantaba en su carrera.

—¡Desgraciado! —le gritó don Braulio involuntariamente, como si pudiese oírle—. ¡Pierdes treinta mil duros! ¡Vuelve y harás rabiar a ese chorlito que se ha burlado hoy de ti!

—¡Treinta mil duros! ¿Cede usted todo ese dinero a ese buen joven? Es demasiada bondad…, me asombra…

—Señora, no debe usted asombrarse. Soy muy viejo, no tengo herederos y siempre he profesado a ese hidalgo una afección casi paternal. Además, me queda doble capital, triple todavía. El pobre Montenegro debe ser feliz, no lo ha sido nunca, y únicamente ha sabido sostenerse en su indigencia siempre digno y honrado…; pero no hay que hablar ya de esto. ¡Oh!, quiera Dios que vuelva. ¡Qué placer sentiré al verle vestido como corresponde a su clase! ¿Qué dirán entonces esas bailadoras de vals, que ni siquiera le miraban? Voy otra vez a casa de su madre, a ver si puedo saber a dónde nuestro amigo se encamina. Ella no debe ignorarlo, Dios lo quiera.

Doña Isabel se dispuso a salir, y al ver don Braulio que no llevaba el paraguas, se lo recordó, haciéndole presente que el tiempo estaba muy malo.

—¡Ay, amigo mío! —dijo doña Isabel con alguna pesadumbre—. A mi paraguas le sucedió lo que a Periquillo Sarmiento, «que salió a pasear y se lo llevó el viento». Hoy lo ha arrebatado el vendaval de mis manos al atravesar el puente, y le he visto bogar sobre la corriente del río. ¿Qué hay que hacer? ¿Qué es eterno en la tierra?

Doña Isabel supo por la madre de Montenegro que aquél había llegado a casa tan pronto como doña Isabel saliera; que, enterado de la buena nueva, había estrechado muchas veces a su madre contra su corazón, sin pronunciar una palabra, y que después, cogiendo algunas monedas de oro, se despidió de la madre, diciendo que no estuviese con cuidado, que a la noche estaría de vuelta.

Doña Isabel quedó más tranquila, y por la noche apareció en la reunión para decir a todo el mundo que sus amigos eran ricos.

—Señora —exclamaron al verla—. ¡Dos noches seguidas después de tanto tiempo de ausencia! ¿Cómo usted, que tanto se resfría, se ha atrevido a venir sin paraguas? (Todos sabían ya el lance que le ocurriera en el puente).

—Más vale escatimarse que prodigarse, hijas mías. Y respecto al paraguas, el viento se encargará de daros cuenta de él, pues me lo ha arrebatado; pero como no nací en estos tiempos, en que todos padecen de escalofríos, «me gusta lo bueno; pero si no lo tengo, paso sin ello».

—Pero ha sido una gran desgracia, señora. ¡Usted, que no abandonaba nunca su paraguas, ni aun en las noches de luna! ¿En dónde se encontrará ese fiel compañero?

—Donde le haya llevado la suerte —replicó.


Todo, señores, tiene
fin en la tierra;
y porque esto que digo
mejor se entienda,
si no lo saben,
sepan que de los rotos
viven los sastres.
Y que si los paraguas
fueran eternos,
¿quién tuviera el oficio
de paragüero?
La cosa es clara,
y así, paraguas mío,
en paz descansa.
 

Miles de aplausos llenaron la sala al oír estas seguidillas, no tan sólo por lo que querían decir, sino por el donaire con que la anciana las improvisó y las dijo, a pesar de la ronquera que le había producido la mojadura de la mañana.

Todo lo mejorcito de la ciudad se hallaba reunido en el salón, porque era domingo, y ya se decidían a no abandonar en toda la noche a doña Isabel, cuando un imprevisto suceso vino a sellar todas las voces.

Un nuevo personaje en quien nadie pensaba, y que traía zapatillas, gorro de dormir y un levitón que le llegaba hasta los pies, apareció de improviso en la sala, causando en todos una viva sensación, si bien diferente en cada uno.

¡Presentarse con aquel traje en una tertulia! Y era don Braulio el que así se atrevía a romper con la etiqueta, a deshonrar con sus babuchas y su gorro de dormir aquel salón en donde el buen tono, la modestia y el pudor tenían su morada, salvo, según la opinión de doña Isabel (y aun de Byron), cuando se bailaba el vals.

El amo de la casa, a quien don Braulio tenía en el número de los tacaños, frunció el entrecejo, y ya se levantaba, llevando delante su enorme panza, para decir algo al hombre imprudente, cuando don Braulio, dirigiéndose a las jóvenes más lindas, exclamó:

—Hace mucho tiempo, hermosas mujeres, reinas del universo, que yo no he podido obsequiaros; pero como tiempos van y tiempos vienen, la buena suerte, que se había cansado de mí, ha vuelto a visitarme, y yo quiero darle la bienvenida con una de mis antiguas costumbres. Desde que la fortuna de don Braulio dejó de existir, fue siempre noche en este pueblo; pero hoy vuelve a salir el sol de la villa. ¡Alegraos conmigo! Hermosas, ¿no entonáis en su honor alguna canción nueva como las cantabais en otros días?

—Sí, sí, don Braulio —respondieron algunas, indecisas—; pero entonces éramos más niñas… Además, entonces no se ponía usted ese gorro ni ese levitón, cuya circunstancia pudiera hacernos dormir en medio de la canción.

—¿A que no, si os remojo el paladar con unos bizcochillos mojados en suave licor, y si os regalo a cada una un ramo de flores, cuyo grato olor os despierte los sentidos?

El entrecejo del amo de la casa se había desarrugado, y como esto viesen de nuevo las contertulias, exclamaron con más ánimo:

—Veamos…, veamos… Pues qué, ¿don Braulio habrá encontrado de nuevo la servilleta encantada?

—He encontrado una gran canastilla llena de flores, de vinos y de confites (el entrecejo del amo de la casa se parecía a un lago en calma; su vientre había disminuido), que yo os dedico a vosotras, las mujeres, encanto de la humanidad. Y tened entendido que tanto me complace a mí el haceros este obsequio como a vosotras el recibirlo. ¡Ea!, Periquillo entra con el permiso del amo, que es muy condescendiente en esto de dar convites a sus contertulios cuando, sin haber echado mano a la gran gaveta, se le entra el bien de Dios por la puerta como llovido del cielo.

El amo de la casa fingió un gran golpe de tos para que no se oyesen estas palabras, se rio mucho, sin tener por qué, y, ¡por supuesto!, dejó que entrase Periquillo con un gran cesto lleno de cintas, de flores, de botellas y de confites.

Un grito unánime de ¡Viva don Braulio! resonó del uno al otro extremo del salón, a cuyo saludo contestó el comerciante con un grito aún más fuerte que se oyó entre todos, diciendo:

—¡Y toque el Señor el corazón de los ingratos!

Hicieron el sordo a estas palabras, y el amo de la casa, blando como si acabasen de ungirle con aceite, se dirigió a él, diciéndole entre amable y chancero, entre risueño y tembloroso, entre demonio negro y demonio blanco:

—Es usted un hombre extraordinario, ¡caracoles! Eso no se puede negar: a cada uno lo que se merece.

—Bueno estará usted entonces —le contestó don Braulio—; muy bueno, buenísimo, como un emplumado.

—Usted siempre tan chancero, siempre con su buen humor. Yo…, francamente, como usted era así algo francote…, pues…, no sé si me explico bien, y como uno tiene a veces mal humor, efecto de sus disgustillos, no sé si alguna vez habré faltado; pero si ha sucedido esto, le aseguro que habrá sido involuntariamente.

—¿Y a mí qué me importa? —le respondió don Braulio—. Yo me he alejado de los llorones porque no nací llorón como ellos; hoy, que traigo la alegría conmigo, vengo a decirles que ha amanecido el sol de la villa.

Como es de suponer, fue aquella una noche de verdadera alegría, y don Braulio, con su gorro blanco y sus babuchas, volvió a ser el ídolo de la fiesta.

Pero estaba decidido que aquella noche había de ser de sorpresas, y un nuevo personaje de quien todos se olvidaban apareció en la puerta.

Al principio nadie acertaba a saber quién era aquel elegante caballero, tan elegante como no había ninguno en la villa.

Pero después de un largo reconocimiento, todos exclamaron en voz baja y con asombro:

—¡Montenegro! ¡Montenegro!… Pero ¡qué demudado!… ¡No hay ninguno tan elegante ni tan perfumado como él entre cuantos le rodean!

—Pero ¿qué cambio es éste? —cuchicheaban las mujeres—. ¿Cómo viste hoy tan bien?

Y la de ojitos de cristal y tinta china murmuraba con voz atiplada y como si hablase consigo misma:

—¡Quién me lo hubiera dicho ayer! De seguro no me mostraría tan severa.

—¿Pues qué? —le interrogó otra que estaba a su lado y había oído el soliloquio—. ¿Acaso Montenegro te hizo el amor y le habrás desairado?

—¡Y qué desaire! —respondió—. Fue un golpe demasiado rudo, lo confieso; pero las mujeres somos así —añadió, riendo—. No sabemos tener compasión con una levita rota o con unas botas descosidas, y acaso esto nos perjudica, porque ¿qué sabe una lo que puede suceder mañana? Pero nada, no tuve la menor lástima ni consideración. Ayer por la mañana cogí su amorosa y lacónica carta, que decía así, poco más o menos: «Marcelina, es la primera vez que amo y quizá sea la última. Tenga usted compasión de mí; consuéleme usted con una sola mirada y tendré valor para sufrir y esperar. Antes, me hallaba conforme con mi suerte; ahora siento que la desesperación ha penetrado en mi pecho. Si soy pobre, llegaré a ser rico; no me desprecie usted, que moriré de pesar». Y yo escribí en lo que quedaba en blanco: «Es usted demasiado atrevido. Cuando el hombre se encuentra en cierta situación, y cuando no puede ofrecer a la mujer que ama sino desdichas, no debe amar. Yo no soy poética, y el mejor cuerpo del mundo me parece detestable cuando le cubre una mala ropa; tanto, que no puedo soportarme a mí misma en traje desaliñado. Sabía demasiado que usted me amaba, pero ¿qué había de hacer? Por Dios, que esto le sirva a usted de lección. Bajo una mala ropa, el amor no tiene cabida».

—¡Qué contestación tan disonante!

—Confieso que lo ha sido; pero aun no contento con ella, volvió por la noche a pedirme que bailase con él, y, enojada yo de tanta audacia, le dije que sus botas estaban rotas y podía tropezar, y que hasta que yo le diese otras nuevas no bailaría con él.

—El infeliz no merecía tanto; en el fondo es un pobre hombre.

—Pero soberbio al mismo tiempo, pues no quiere recibir nada de nadie. Me ama, sin embargo; me ama como un insensato, y por lo que le dije del traje roto, es sin duda por lo que se ha puesto tan elegante. Pero para esto se necesita dinero, y por fuerza ha debido heredar… Quién sabe si sus parientes… Me ama; me ama mucho, y le hablaré con un poco de más cariño; al fin es un caballero.

—Dudo, no obstante, que te ame tanto como te imaginas.

—¿Por qué? —murmuró, picada y con altivez, la muñeca de ojos de cristal y tinta de china.

—No te impacientes, que te lo voy a contar. Porque esta mañana me ha enviado una carta más tierna y más entusiasta que la que ayer te ha escrito a ti.

—¡A ti! —exclamó la muñeca, palideciendo—. ¡Imposible!

—Hela aquí, mujer; yo no miento.

Y, en efecto la joven enseñó otra carta de Montenegro, mucho más ardiente y arrebatadora que la que había escrito a Marcelina, puesto que en aquélla quería a todo trance poseer la mano de la joven.

Pero una tercera, que escuchaba el diálogo de entrambas, dijo a su vez con burlona sonrisa:

—No hay que engreírse; yo poseo un documento igual al vuestro, pidiéndome en matrimonio. Montenegro ha querido formar una especie de serrallo, tomando por mujeres a todas las jóvenes de la villa, porque yo sé de más de cuatro a quienes les ha enviado la misma misiva.

Las jóvenes reían a más no poder, aun cuando procuraban no alzar la carcajada, y en menos tiempo del que se tarda en escribirlo, más de diez cartas amorosas que Montenegro había escrito aquella mañana circularon de mano en mano.

El asunto se complicaba; nadie comprendía aquel misterio, al cual ponía el sello el vestido nuevo y el aire delicado y aristocrático del delincuente.

La muñeca de ojos de cristal y tinta de china estaba nerviosa e indignada, porque aquel haraposo que ahora vestía el traje más elegante de cuantos había visto la pusiera al nivel de las demás, y procuraba desahogar su ira arrancándole la cara a las figuras chinescas de su abanico.

El hidalgo, en tanto, paseaba solo de un lado al otro del salón, con todo el aire de un opulento señor. La misma benigna protección, la misma actitud erguida y llena de noble dignidad se notaba en su persona, de tal modo que nadie se atrevía a acercársele. Su nariz huesosa y acaballada parecía aún más transparente y descarnada; sus ojos castaños brillaban bajo su frente pálida con cierta inquietud indefinible y febril, y al alisar los rizos de sus rubios cabellos y de su dorada barba, se diría que una tirantez nerviosa tornaba rígida su mano, que parecía de mármol. Doña Isabel le miraba desde un rinconcito con la mayor inquietud.

Después que hubo paseado largo tiempo por el salón, se acercó por fin al grupo en que se hallaban reunidas y cuchicheando las jóvenes a quienes había pedido en matrimonio, y les dijo:

—¿Cuál de tantas hermosas querrá hoy bailar conmigo la primera contradanza?

—Aquélla que usted elija; así es el uso —dijo, con indiscreta petulancia, la muñeca.

—¡Oh! Si valiese elegir, yo las elegiría a todas —respondió Montenegro, mirando frente a frente a la mujer que amaba, la cual se mordió los labios con ira, añadiendo:

—Ésa sería una contradanza monstruosa.

—Una bellísima contradanza para mí; una contradanza de hadas arrastrando en pos de sus pasos al más fino y más ardiente de todos los amadores.

—Está usted hoy desconocido, Montenegro; esta noche todos quieren sorprendernos.

—¿Desconocido, acaso, por lo del traje nuevo? En efecto, es el primero que me ven estas damas —dijo Montenegro con cierto sarcasmo amargo de que no se le hubiera creído capaz.

—No sólo por eso —repuso la muñeca de ojos de cristal, cada vez más irritada contra su amador—, sino porque desde ayer se ha convertido usted en un volcán amoroso, hasta el punto de amar a diez mujeres a un tiempo.

Al oír decir esto, algunas jóvenes dejaron ver un billete en la punta de sus dedos; pero Montenegro no se turbó en lo más mínimo, y volviendo a tomar el mismo tono sarcástico con que había dicho sus últimas palabras, prosiguió:

—Cuando uno ha pasado mucho tiempo, toda la vida acaso, sin haber podido tocar los suaves dedos de una mujer para lanzarse con ella en el remolino del baile, la primera vez que alguna consiente en seguirnos quisiéramos que la danza durase, por lo menos, tanto como el tiempo que nos ha sido rehusado este placer. Cuando un hombre ha pasado toda su existencia y lo mejor de su juventud sin la parte de amor que le corresponde a una criatura en la tierra y sin saber lo que es ese dulcísimo sentimiento, el día que llega a conocerlo le sucede lo que con el baile. Hoy, que me veo vestido como todos, he creído que tendría permiso para elegir una joven y bailar con ella, o que ellas me eligiesen a mí. También me han dicho que el amor no podía caber bajo una mala ropa, ¡lo mismo que si el amor tuviese frío!, y por eso hoy, que tengo ropa nueva, he querido desquitarme de mis antiguos descalabros amando a un tiempo a tantas mujeres como hubiera ido amando por turno en mi pasada y triste juventud. ¿Tengo razón?

Al hablar así, Montenegro lanzó a la muñeca de cristal una mirada tan ardiente y tan fiera, que la hizo estremecerse de pies a cabeza. Le pareció que aquella mirada encerraba un terrible misterio. En tanto, como Montenegro alzase la voz al hablar, algunos se habían aproximado para escuchar la discusión. Doña Isabel y el comerciante fueron los primeros, pues habían notado que Montenegro les había mirado como si no les conociese.

Montenegro cesó de hablar por un momento, pasó después la mano por la frente, y poniéndose en pie delante de la muñeca de ojos de cristal y de tinta de china, que no las tenía todas consigo, exclamó dirigiéndose a ella con una risa que tenía mucho de dolorosa y comprimida:

—¿No sabe usted, señorita, en dónde he estado hoy? ¿Calla usted…? Bien; va usted a saberlo y todos los que se hallen presentes. Yo vivo con mi anciana madre, esperando recobrar los bienes que me han usurpado, lo cual va a acontecer muy pronto. Mas he aquí que cierto día sentí bullir dentro de mi corazón una cosa inquieta, que no me dejaba comer, ni estudiar, ni dormir; yo hasta entonces había podido hacer todo esto perfectamente, e irritado con aquel inesperado inconveniente, me determiné a saber lo que era. Abro, pues, una mañana el corazón y encuentro que lo que me mortificaba era la imagen de una mujer.

Un prolongado murmullo se levantó entre los circunstantes al oír estas últimas palabras. ¿Montenegro era capaz de tanta ironía o estaba loco? Pero una fría y escudriñadora mirada que dirigió en torno suyo les hizo creer lo primero, y el hidalgo prosiguió, mientras un silencio sepulcral se había vuelto a extender en torno:

—Tan pronto como vi que lo que me atormentaba era una cosa tan pequeña, la arranqué de un golpe, volví a cerrar el corazón y me dormí tranquilo aquella noche. Pero a la siguiente mañana aquella imagen no tan sólo me inquietaba el corazón, sino que se me había subido al cerebro, causándome tormentos espantosos. ¡Tenía una voz tan imperiosa! Y siempre que me ponía a estudiar, me gritaba, diciéndome: «Yo estoy contigo para siempre, a donde tú vayas iré yo; pero jamás seré tuya en realidad, porque tú eres muy pobre, y yo quiero pan y tú no me lo das». Mi madre, por otro lado, me decía lo mismo; pero yo, ¡pobre de mí!, como oía siempre la voz de aquella mujer, no podía hacer nada; tenía un infierno dentro de mí.

—Montenegro, dejemos esta conversación —exclamó de pronto doña Isabel, sin poder contenerse—. Otro día nos contará usted eso, que la noche va a concluir.

—¡Oh, señora! —repuso el hidalgo haciendo una reverencia—, permítame usted que hable hasta el fin. El cuento es extraño pero verídico, y algo aprenderá usted sabiéndolo. Otro día, notando que cuando quería leer, la imagen pérfida de aquella mujer empañaba mis ojos con lágrimas y me entrampaba los renglones, me decidí a escribirle una carta lacónica y explícita, rogándole que me dejase en paz, que tuviera compasión de mí, pues era la primera vez que una mujer, a quien ningún daño había hecho, me martirizaba y se divertía conmigo, haciéndome llorar y quitándome el sueño. En seguida volví a abrir mi corazón, dejando dentro la carta para que ella la leyese. Mas cuando fui a buscar la contestación, la imagen había huido, dejando sólo la carta, y en ella un alfiler, con el que había picado los renglones añadiendo ella algunos más, que escribió con mi propia sangre. El alfiler prosiguió dándome tormentos que no puedo expresar, y como mi madre se quejaba en su lecho fatigada por una vida sin descanso, me dije: «Es preciso que esto concluya», y con un atrevido pensamiento en la mente, ayer por la mañana me visto, abrazo a mi querida y desgraciada madre y me pongo en camino para la corte. Tan pronto me presento allí, las puertas de palacio se abren a mi paso; pregunto por la reina y me llevan a su presencia. Entonces se lo conté todo, y como viese que se hacía la reacia, le dije: «Sajonesilla, ven aquí»; y, colocándola sobre mis rodillas, como solía hacerme mi madre cuando yo era niño, la di unos azotes que enrojecieron sus blanquísimas carnes; pero pronto me dio lástima. Los azotes surtieron, sin embargo, su efecto, y todo quedó arreglado entre la sajonesa y yo. ¿Ven ustedes esta hermosa barba rubia? Pues todo es oro que ella me ha regalado ¿Ven ustedes esos cabellos? También son oro…; oro por todas partes, y cuando llegué a mi casa, ya la sajonesilla había enviado a mi señora madre un bolsillo bien lleno. Entonces me planté la ropa nueva que con el dinero de mi amiga había comprado en la corte, y me dije: «Hoy sí que danzaré con ellas; hoy sí que el amor no se escapará por entre los agujeros de mi ropa vieja; hoy sí que mi querida madre se calentará a un buen fuego, y dormirá en colchón, y tendrá criados, porque yo nado en oro, señores… ¿Quieren ustedes oro? ¡Ahí va, ahí va!».

Y diciendo esto, arrancaba su barba y sus cabellos con alegría frenética. Después, cogiendo a la muñeca con fuerza, la arrastró en pos de sí, dando vueltas por la sala y diciendo:

—Bailemos, señorita; bailemos. Ya no tengo las botas rotas; quítame el alfiler que has clavado en mi corazón y ámame, porque ya tengo ropa nueva y podré darte pan.

Pero de pronto la alejó de sí, diciendo:

—¡Atrás, mujer! Yo no alimentaré nunca serpientes. Tengo una madre que me ama, y amigos que me estiman.

—Sí, sí, amigo mío —dijo doña Isabel acercándosele, y lo mismo don Braulio—; pero ¿qué es lo que tiene usted hoy en su cabeza?

El hidalgo les rechazó diciéndoles que no los conocía, mientras todos pronunciaban dolorosamente estas palabras:

—¡Está loco! ¡Está loco! ¡Infeliz!

Las grandes desgracias conmueven los corazones más empedernidos; así, no hubo nadie en la reunión que no experimentase una verdadera y profunda emoción ante la triste escena que acababan de presenciar.

Lo que no podían explicarse era el traje nuevo del pobre loco, aunque muchos pensaron en don Braulio; pero se oponía a esta idea la delicadeza del hidalgo. Doña Isabel deshizo todas las dudas, haciendo saber a los presentes que Montenegro acababa de recibir una cuantiosa suma de un usurero que había tenido antiguos negocios con su padre.

Las gentes de la reunión se dispersaron, y don Braulio y doña Isabel acompañaron al loco a su casa, quien parecía haber vuelto a su sano juicio tan pronto el aire frío de la noche pasó sobre su rostro. Su madre se diría que había rejuvenecido, sentada al amor de un abundante fuego, y recibió a su hijo muy contenta, sin conocer en él ninguna señal de locura. Ni don Braulio ni doña Isabel se atrevieron tampoco a darle tan infausta nueva, llegando ellos mismos a creer que aquello no habría sido más que un arrebato del momento.

Pero cuando doña Isabel, a la siguiente mañana, había ya puesto el pie en el umbral de su puerta para ir a ver a su amiga, le vio pasar rápidamente ante ella hacia la carretera, en un estado de desorden difícil de describir. En vano le llamó a grandes voces, pues él no quiso oírla, apresurando aún más su carrera. Doña Isabel comprendió entonces que el mal de su amigo era incurable, y sin valor para salir, volvió a entrar en su casa.

Estaba enferma y no se había apercibido de ello hasta aquel momento. La humedad que había penetrado sus huesos el día anterior a causa del mal calzado y de la falta de su paraguas, unida a las emociones que había experimentado, acabaron casi con sus fuerzas. A pesar de esto, no quiso acostarse; pero cuando don Braulio vino a visitarla, notó que tenía el rostro demudado, y llamó a un médico, quien declaró que la enferma estaba de peligro. Sin embargo, rehusó acostarse, según se lo aconsejaban.

Hizo su tocado, como de costumbre; frió un huevo a Florindo, y después se puso a la ventana mientras hacía calceta.

—Señora, ¿cómo está usted así expuesta al viento que penetra por la ventana, cuando detesta el frío?

—Rarezas de los viejos —contestó—. Además, quiero ver si vuelve ese infeliz amigo nuestro.

Y doña Isabel, contándole a don Braulio cómo había visto desaparecer a Montenegro, se echó a llorar, pues profesaba al hidalgo un cariño casi maternal. Si no se lo había dicho antes, fue porque casi temía hablar de aquel suceso, que le tenía traspasado el corazón.

Don Braulio quedó sorprendido; se fue al lado de la madre del infeliz hidalgo, que nada sabía de su nueva desgracia, y cuando, a la caída de la tarde volvió a ver a doña Isabel, la halló todavía en el mismo lugar en donde la había dejado.

—Aún no ha vuelto —le dijo al punto.

—Pero, señora, ese frío que está usted recibiendo en la ventana va a hacer que su indisposición se agrave. Retírese, y ya remediaremos lo demás. Mandé, hará dos horas, hombres en busca de esa pobre criatura, cuya desgracia deja un profundo vacío en mi corazón.

Un gran ruido de voces que se acercaba interrumpió su diálogo, y bien pronto divisaron un grupo de gentes, entre el cual venía un hombre cuyo paso era más ligero que ninguno y de un aspecto desolador.

Su ropa negra venía cubierta de lodo; sus cabellos en desorden, y los pies, descalzos y ensangrentados.

Era Montenegro, el mismo que miró para la ventana sin conocer a sus amigos. La multitud le siguió, gritando: «¡Está loco! ¡Está loco!». Y doña Isabel, tornándose pálida como la muerte, dijo a don Braulio:

—Amigo mío, vaya usted a atender a esa infeliz criatura… A mí me es imposible dar un paso.

—Señora —le respondió el comerciante—, nuestro desgraciado amigo ya no tiene remedio; pero usted está muy enferma, y no debo abandonarla antes de haberla auxiliado. No tome usted tan a pecho las cosas, que en este mundo ya es sabido que las felicidades son contadas.

—Don Braulio, no es sólo este suceso el que me daña. Yo estaba más vieja de lo que creía, y la mojadura de ayer habrá contribuido también a desmoronar por completo este edificio, ruinoso ya, a pesar de su apariencia fuerte todavía. Don Braulio, tráigame usted un confesor al momento, por lo que pueda ocurrir… Mi cabeza no está bien y…

—Pero qué, señora —exclamó don Braulio con voz entrecortada—, ¿iré a perder mis dos únicos amigos en un día?

—Francamente, mi buen don Braulio, me siento morir. ¡No sé qué nube cubre mi corazón!

—Señora —volvió a exclamar don Braulio, casi sin saber lo que decía—, ¡no se muera usted, por el amor de Dios! Usted, a quien yo estimo y quiero como a una hermana…, como la señora más cabal que haya nacido.

—El Señor me llama… Acuérdese usted de mí en sus oraciones, y también de que le he profesado mi mayor estimación. Usted merece la de todo el mundo… ¡Y Florindo, pobrecillo!… ¡Ven aquí, animalito!… Tu ama te va a dejar…

El animal saltó al regazo de la anciana y maulló cariñosamente, mirándola con sus grandes ojazos, como si quisiese comprender lo que le decía. Pero doña Isabel, echándose de repente hacia atrás en su silla, exclamó con voz fuerte:

—¡Jesús!… Un confesor… Dios me val…

No acabó la última palabra, porque había muerto.

Don Braulio, estupefacto y casi sin movimiento, la contemplaba mudo, sin creer en lo que veía, y así permaneció algún tiempo, mientras el gato, poniendo sus patas delanteras en el pecho de la que fuera su ama, maullaba tristemente, oliéndole el rostro con inquietud.

Don Braulio, despertando al fin de su aturdimiento, salió a disponer un suntuoso entierro a su cariñosa amiga. Y cuando volvieron al lado del cadáver vieron que el gato no la había abandonado. La anciana tenía razón. Aquel pobre animal siguió el cuerpo inanimado de su dueña hasta el cementerio, encontrándosele muerto al tercer día sobre un pañuelo de la difunta, en el pequeño cuarto en donde aquélla había lanzado su último suspiro, mientras las bailadoras de vals decían, al son de la música:

—Descanse en paz doña Isabel, pues que ya ha pasado el tiempo de los minuets.

Montenegro anduvo errante largo tiempo de ciudad en ciudad, descalzo y desnudo, diciendo que iba a evacuar sus negocios que pronto ganaría su pleito, y que necesitaba viajar de una parte en otra para que sus defensores no se durmiesen. En vano el buen comerciante procuró encerrarle y mitigar su mal de este modo, impidiendo que se estropease por los caminos, pues se despedazaba el cuerpo contra las paredes de su encierro, y maltrataba a quien intentaba detenerlo, no haciendo, por el contrario, mal alguno si le dejaban libre.

Un día le hallaron muerto en medio de un camino real, con los pies casi despedazados, el pecho hinchado y la boca llena de espumosa sangre. Una fuente, en la cual había apagado por última vez su sed mortal, murmuraba tranquilamente a algunos pasos, mientras zumbaban multitud de insectos en torno del abandonado cadáver. Ya no se hubiera reconocido en él al flaco y rubio caballero que cuidaba tanto de sus cabellos y de su dorada barba: una y otro habían desaparecido.

Él había esparcido por los caminos aquellas galas, que le habían consolado en su indigencia, arrancándolas con sus propias manos, y diciendo que eran oro. Así, cuando veía algún pobre, cogía sin compasión un puñado de sus dorados cabellos y se los arrojaba, diciendo:

—Ahí tienes oro; sé feliz. La sajonesilla, mi amiga, me ha dado bastante para que pueda repartir con vosotros.

Generalmente andaba diez y doce leguas por día; en cada fuente que encontraba al paso bebía siempre, y al pie de una fuente exhaló el último suspiro, después de haber andado por espacio de veinte horas sin parar. La muerte vino a ser el descanso de tan larga jornada.

La muñeca de ojitos de cristal y tinta de china se casó con otro hidalgo, que sólo lo era en nombre, y acostumbraba a decir, doquiera se encontrase (como no fuese en su pueblo), que cierto noble caballero se había vuelto loco por ella.

Don Braulio no dio más convites; pero hizo felices a muchos desgraciados, entre ellos la madre de Montenegro, a quien nada le faltó en el resto de su vida.

Ésta fue la única persona a quien visitó en recuerdo de los dos únicos amigos que le habían sido fieles en el mundo. Hizo hasta el fin de sus días, que fueron largos, una guerra declarada a los tacaños y a los avaros, y antes de morir dejó escrito su epitafio, que decía así:


MALDIGO A LOS LADRONES DEL POBRE
QUE LLEGUEN A PROFANAR MI TUMBA
AQUÍ REPOSA
UN HOMBRE QUE NO EN VANO HA ESPERADO EN DIOS
 

Sólo nos resta decir que estos tres tipos que hemos descrito son verdaderos, y personas existen todavía que los han conocido. Nosotros no hemos tenido esa dicha; pero les conservaremos siempre un eterno recuerdo. Quizás con alguno de ellos no hagamos más que cumplir en esto con un deber que nos imponen nuestros nobles y dignos antepasados.


Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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