Se erguía la mata de cáñamo sobre todas las del vallejo. Cuando las frescas brisas del anochecer bajaban por la cañada sembrando los perfumes del heno sobre los apretados cogollos de cañamones, se llenaba toda la hondonada de rumores como si de planta a planta se cruzaran besos de amor y suspiros de esperanza.
Entonces el hada de los prados, la que desparrama el rocío en perlitas de cristal sobre el cáliz de las campanillas y las hojitas del trébol; el hada pequeña y esbelta que vuela sostenida por alas de mariposas azules y blancas para proteger la vida de las plantas humildes empezaba a descender desde las alturas posándose, con delicadezas de libélula, sobre las cimbreantes hojas del cáñamo. A cada mata le hacía una caricia y, mientras besaba los capullos con sus antenas, iba recogiendo los deseos de todas aquellas menudas almas que, al fin como almas, ambicionaban algo fuera de sí. El hada oía, sonreía y volaba. Así llegose a posar en la soberana de la heredad.
La noche cerraba el horizonte de sombras; había llegado la hora de los misterios augustos, cuando la espiga ya madura, resquebraja, con último esfuerzo, su película para caer fecunda al primer beso del sol; había llegado la hora de las germinaciones desconocidas, de las vehemencias ignoradas, de las transformaciones sutiles, de todo ese vivir del mundo vegetal que se estremece, con incógnitas vibraciones, para ofrecerse a la aurora, rebosante de color y de perfume.
La planta de cáñamo sobre la que se posó el hada sobresalía por encima de todas y sacaba su apretada cabeza de cañamones, en cuyo remate se veía uno lustroso y rollizo que apenas cogía en su envoltura de hojuelas vestidas de pelusilla blanca. Al sentir el peso del hada se balanceó la planta y el cañamón sacó su piquillo saludando con gracioso desparpajo. El hada al verle se sonrió y le dijo: «Hermoso y robusto eres; ¡lástima que no goces ventura! Yo soy poderosa, si puedo dártela pide cuanto quieras.» El cañamón tembló de orgullo; el hada de los prados no solamente le había llamado hermoso sino que se prestaba a concederle cuanto quisiera. Los cañamones, sus hermanos, que más menudos que él y en cunitas más estrechas se apiñaban a su alrededor, tocábanse unos a otros llenos de asombro al ver la suerte de aquel gemelo.
El cañamón, aunque joven, sabía perfectamente los diferentes destinos que le esperaban; mas si no lo supiera, sus hermanos de la misma mata se lo hubieran dicho pues, aprovechando la estancia del hada en el cogollo, iban pidiéndole cada uno el porvenir que más le seducía.
«Yo —decía uno— quisiera ser comido por aquella parejita de jilgueros que hizo su nido esta primavera en el vecino fresno; ¡qué hermoso debe ser llevar el sustento y la alegría a un hogar de pájaros!»
«Yo —decía otro— quisiera caer en la tierra de este mismo valle; transformarme en mata frondosa y alta como mi madre y multiplicarme en miles de cañamones como mis hermanos. La viejecita que plantó a nuestros padres no tiene más fortuna que este cáñamo, del cual soy leve parte, y aunque poquita cosa, quisiera contribuir con mí cuerpecillo al bienestar de esa pobrecita; ¡debe ser tan dulce prestar nuestro valer a la debilidad!» «Yo —exclamaba otro cañamón— quisiera correr mundo para pasar tierras y mares, ir enfardado con miles de hermanos por entre los hombres, y así podría dejar en cada mano una ganancia, pues pasando de sitio a sitio produciría la actividad del alma y del cuerpo; ¡debe ser tan bueno ir sembrando vida y riqueza por donde se pasa!»
«Yo —pidió otro— quiero ser prensado y dar una gotita de aceite con el cual pueda servir a la industria humana; ¡debe ser tan sublime unir nuestra pequeñez a la gran labor de los hombres!...» «Yo quiero rodar a un hormiguero...» «Yo quiero que me tuesten y amasen con harina de flor para festejar en torta dorada una boda aldeana...» Y así todos los cañamoncitos de la planta pedían destinos en armonía con lo intrínseco de su naturaleza.
El cañamón gordo, como si hubiera estado recapacitando sobre todo lo que sus hermanos pidieron, dejó pasar un rato de silencio y después, ahuecando la voz cuanto pudo, dijo: «Señora hada, puesto que con tanto empeño y seducida por mi hermosura quiso otorgarme lo que más vivamente deseo, le suplico que dejando a la casualidad mi porvenir, me conceda la dicha de sobredorarme.»
Quedose el hada como quien ve visiones con el extemporáneo deseo del cañamón. «¿Sobredorarte? ¿Pero cómo quieres, hijo mío, que pueda yo hacer eso?» «El cómo es cuenta tuya; mi deseo es este, si no lo satisfaces podrías haberte excusado la oferta: quiero estar dorado; quiero ser una bolita de oro semejante a las que rodean la garganta de las campesinas cuando acuden vestidas de gala a la romería del monte; quiero ser dorado... dorado!...» El hada acongojada por el tenaz deseo del cañamón, se dejó vencer por la ilusión de su protegido y sonreía de placer al verle hecho una bolita de oro cascabeleando con sonidos argentinos. «Realmente sería hermoso destino», pensaba, y como las hadas suelen a veces sugestionarse con los delirios de sus peticionarios, la de los prados volvió sus ojos a las estrellas preguntando a sus destellos de qué modo podría dorar con resplandor inextinguible el pequeño cañamón.
Las estrellas, que son también hadas del cielo, hubieron de contestarla mandando un hacecillo de fulguraciones doradas, y una muy blanca y muy querida del hada, con el misterioso hablar de las estrellas hubo de decirla que atase aquel hacecillo de fulguraciones con el primer rayo de sol que surgiera del nuevo día y dentro del atadijo metiese al cañamón segura de que quedaría dorado a dos tonos: el mate formado por la luz de las estrellas, el brillante por el rayo del sol.
El hada batió las alas de alegría, y volviéndose hacia el cañamón, le dijo: «Tu deseo se cumplirá al lucir la aurora; abre bien las hojitas de tu envoltura y ponte cara al sol; yo bajaré entonces entre la neblina de la cañada y te ceñiré con destellos de oro; ahora, adiós, y para que veas con cuánto placer me detuve sobre la mata que te sustenta, concedo a los cañamones, gemelos tuyos, los destinos que me pidieron. Así diciendo, el hada colgó de sus antenas de filigrana el hacecillo de fulguraciones y siguió con su vuelo de libélula posándose en los cálices de las campanillas y en las hojitas del trébol que iban escarchándose de gotas de rocío, diáfanas como perlitas de cristal.
El sol lució sus galas de astro de oro, y apenas se disipó la niebla de la mañana, la mata de cáñamo que se erguía sobre todas las del vallejo ostentó en su corola una soberbia bolita de oro: era el hermoso cañamón que, según el hada de los prados había ofrecido, amaneció dorado por las fulguraciones de las estrellas y un rayo del sol. ¡Qué preciosidad aquella bolita que brillaba como una perla de fuego en el aterciopelado cogollo del cáñamo! Inesilla, la nieta de la viejecita, que no tenía más fortuna que aquella plantación, bajaba por el regacho de la cañada cantando como una alondra canta al día. De pronto, los reflejos dorados del cañamón hubieron de fijar su mirada, y extática ante la novedad fuese corriendo hacia la mata. ¡No había duda: el cañamón estaba dorado! Inesilla lo cogió con mucho tiento y empezó a darle vueltas hasta convencerse de que era un cañamón dorado, cosa verdaderamente incomprensible si allá en las montañas donde se cría e! cáñamo no se supiera que existían hadas capaces de realizar maravillas.
El cañamón dorado fue el suceso de toda aquella comarca. Durante muchos días todos los caseros y aldeanos venían a contemplarle, metidito en una copa de cristal sobre un pedacito de papel que muy piqueteado le había puesto Inesilla debajo del improvisado fanal...
Pasaron días; el cañamón dorado comenzaba a sentir esa desazón de la quietud y el ensimismamiento que, a pesar de su oro, le iba llenando de hastío. Por la abierta ventana de la granja contempló durante un año entero la evolución de las estaciones y pudo ver, metido bajo su copa, el destino de muchos cañamones hermanos suyos. Al principio su reposo y su prosopopeya de idolillo le llenaban de ventura: «¡Esto, esto quería él: ser admirado, venerado, pasar su vida siendo el punto concreto de todos los asombros y deslumbramientos!» Nada mejor que aquel existir rodeado de contemplaciones. Todos sus deseos se vieron colmados en aquellos días en que su vista producía el éxtasis de la muchedumbre.
Mas el tiempo pasó, la gente se acostumbró a mirar aquel granito dorado, inútil en su apoteosis radiante y llegó un día en que ni por casualidad se le arrojaba la limosna de un homenaje. Entonces empezó a encontrar incómoda su posición, cansada y monótona su existencia. Insensiblemente, cuando dejó de sentirse objeto de atención por fuera, mirose con minuciosidad por dentro y vio que debajo de su cascarilla aurífera se consumían y evaporaban los jugos alimenticios de su corazoncito de semilla. Se encontró seco, envejecido, arrugado y tan acre y amargo como suave y dulce se había sentido en su humilde cuna de cañamón. Entonces en un acceso de hipocondría llegó a maldecir su coraza de oro que de tal modo le había privado de su fecundo y esencial destino.
Para mayor tormento, desde su trono de papel pudo ver al cañamoncito que pedía llevar la dicha y la abundancia a un hogar de pájaros en el piquito de un jilguero que cantando se lo llevaba a su nido. «¡Qué dichoso soy —decía el ave—, si no fuera por este cañamón no tendría mi amada qué almorzar; gracias a él podrá estarse quietecita sobre los huevos que acaso perecieran si se levantase impaciente por mi tardanza en llevarle comida!» El cañamón iba radioso de júbilo; se veía en aquel momento cáliz sagrado donde la naturaleza encerraba la hostia del amor. El cañamón dorado temblaba de rabia...
En otra ocasión vio a otro de sus hermanos caer en la tierra, en el mismo vallejo donde ambos nacieron, y vio cómo la abuela de Inesilla daba gracias a la providencia por la abundante cosecha de cáñamo que llenaba la heredad.
Tuvo también noticia de cómo otros de sus hermanos, metidos en fardos, habían salido a correr mundo, llevando la actividad y la fortuna a diferentes familias de la tierra...
El cañamón dorado cada vez se consumía más. Había llegado el invierno con sus vendavales, sus días de nieves y hielos, y hombres y pájaros se entregaban a esa quietud forzosa de la estación sombría. El cañamón, metido bajo su copa de cristal, seguía con honda tristeza meditando sobre la desdicha de su destino. ¡Qué porvenir le esperaba! ¡Todo cambiaba, todo vivía transformándose, todo seguía en la gran corriente de la existencia prestando sus fuerzas a la armonía universal, y él, como vivo ejemplo de un orgullo ilimitado, de un egoísmo monstruoso, se petrificaba en aquella estática contemplación de sí mismo, sin formar parte de la cadena de la vida, sin llevar nada de fecundidad ni de amor al concierto augusto de la Naturaleza! ¡Ah! ¡Si hubiera podido en aquellos instantes de asolador hastío cambiar su cascarilla de oro por su legítima, parda y lustrosa envoltura de cañamón! ¡Cuántas veces se lamentó de la funesta bondad del hada de los prados que de tal modo fue cómplice de su vanidad de pequeño!
Así llegose un día en que Inesilla dispuso limpiar el pequeño estrado de su abuela. En la faena estaba y levantando la copa que cubría el cañamón, cuando una ráfaga de viento invernal se lo arrebató de la mano y por la abierta ventana fue volando en giros hasta el canalón del tejado; allí cayó sobre una capa de nieve helada semejando entre la diáfana blancura una chispita del fuego solar envuelta en copos de bruma. ¡Con qué satisfacción suspiró el cañamón al encontrarse libre de su fanal y ante un nuevo destino! Es verdad que por dentro se sentía consumido, hueco, sin vigores; pero al fin era un cañamón y come tal serviría para algo. A la aurora siguiente se posó en el tejado un gorrioncillo hambriento, que a trueque de morir de frío tenía que buscar su pitanza. Mirando con avidez distinguió junto al alero aquel puntito brillante. «¿Qué será? —decía— ¿podré almorzar con eso?». Ínterin iba dando saltitos hasta el mismo borde del tejado. Allí alargó la cabeza y con sus ojillos negros, haciendo mohines de curiosidad y asombro fue mirando por todos lados al cañamón. «¡Bah! ¡Es un grano de oro, eso no se come!», y suspirando de hambre y desilusión tendió su vuelo. El cañamón se estremeció de rabia, pero su manto de oro le impedía mostrar al ave su verdadera naturaleza. Pasaron muchos días y la nieve y el huracán fueron gastando aquel capuz áureo del soberbio cañamón. Una mañana de primavera apareció la semilla sobre el limpio alero despojada de su envoltura de oro. «Por fin —dijo— voy a servir de algo en el mundo, seré para la primera avecilla que me vea suculento festín, o el viento me lanzará a la tierra y me multiplicaré hasta lo infinito para bien de mi especie y del hombre. ¡Ya era hora de cumplir un destino de amor!»
En efecto, el primer pájaro que cruzó por encima del alero, vio la semilla y de un vuelo parose a su lado. «He aquí una gran sorpresa para los míos», gorjeaba mientras cargó con el cañamón para llevárselo al nido. Llegado a él le puso en el borde y con el ansia de la alegría y la necesidad, le dio el picotazo que había de libertarlo de la cascarilla, para entregar a la voracidad de los pequeñuelos sus blancas y jugosas entrañas, pero, ¡oh desencanto!, el cañamón... ¡estaba hueco!
En aquel momento el hada de los prados que subía por el vallejo a escuchar los deseos de las plantas le dijo al cañamón: «Quisiste ser dorado y has sido inútil; todas tus grandezas exteriores se convirtieron en banalidad interior. Sirve, siquiera, de ejemplo a tus hermanos y que aprendan a buscar la dicha en el altruismo y la modestia, nunca en el orgullo y el egoísmo.
Publicado en El Cantábrico, Santander, 29-30 de diciembre de 1901.