Vosotros no sabéis lo que es la noche. Vosotros los que vivís en ella, los que durante sus horas ponéis en movimiento las moléculas de vuestros sentidos, no conocéis la noche. El gas o la electricidad brillan, fulguran, arrancan chispas diáfanas al oro y a la pedrería… Empieza vuestra vida; la mesa del banquete os espera; el blanco lino en arabescos lustrosos como el raso, cae pesadamente ocultando el mosaico de la tallada mesa; el matiz verde o pardo del cristal de Venecia llena de opacos tonos los vinos del Rhin y la Sicilia; el manto de filigrana del faisán dorado se riza en caperuza delicada sobre el esmalta-do azafate de Sevres: salta la espuma del champagne sobre la copa de oro; los aromas del nardo y del heliotropo llenan la estancia de perfumes; los acordes de retirada música mandan la onda sonora de la armonía, y al tibio calor de encendidos pebeteros brota en vuestras mejillas el fuego de todas las impurezas…¡creéis vivir!; se agitan vuestros labios con palabras del amor impregnado de los deseos de la carne; brillan vuestros ojos buscando impacientes nuevas formas que adorar en los altares de la pasión, y al eco de vuestras frases aceradas, satíricas, oportunas para zaherir o desgarrar, responden las arterias de vuestras sienes que con violento latir arrancan de vuestro organismo los átomos de todo vigor, de toda fortaleza… Aún no se terminó vuestra noche; aún tenéis que recorrer las últimas etapas de la degradación humana buscando en las emociones de la riqueza del azar nuevos elementos para animar vuestra vida; aún habéis de sumir el pensamiento en el imbécil sopor del amor comprado sobre el fango de una oscura calleja, que en los contrastes de vuestras noches báquicas forjáis vosotros, los derrochadores de los bienes del alma, la única felicidad posible. ¡Y habláis de la noche como de vuestro día! ¡Habláis y vivís en ella y por ella…!
La noche es algo más que vuestras horas de error y de torpezas; la noche es algo más que ese espasmo calenturiento que os anima y que, como toda fiebre, vive a fuerza de matar; la noche es mucho más que ese ideal de pasiones sensuales que conturba vuestra imaginación con la pintura de monstruosas quimeras, puesto que os ofrece el placer en la orgía, en el lúbrico amor, en las emociones prostituidas.
La noche cae, cae como un capuz de azules crespones sobre la radiante atmósfera encendida por los rayos del sol, y, lentamente, llena de majestad y de dulzura, va sumiendo en el silencio vuestro mundo, ávido de buscar en ella el olvido, el descanso y la paz.
La noche baja sobre nuestra frente para que suba al cielo nuestro pensamiento; oscurece lo mortal e ilumina lo eterno; da el reposo a la vida y ofrece el movimiento al alma. La noche es antro de tinieblas sombrías para nuestra carne y camino fulgurante de luces para nuestro espíritu; la noche arranca de nuestro corazón toda la vehemencia impetuosa de las pasiones humanas, y enciende en nuestro cerebro la serena y amorosa contemplación de todas las grandezas divinas. Nada se opone, durante la noche, al paso libre del pensamiento a través de la eternidad. El rumor de la hoja que se desprende del árbol y con áspero crujido rueda entre el polvo; el suave pío del ave que sueña con los gorjeos del nuevo día; el roce del gusano que se arrastra para buscar el rincón que ha de servirle para su cuna de mariposa; la gota de agua que no pudo secar el fuego del sol y se desmenuza al resbalar sobre la roca, el negruzco contorno del horizonte que, bien sea llano o montuoso, poblado o yermo, no aparece sino como indeterminado paisaje: todos los rumores, todos los matices de la noche sirven para hacer más profundo el silencio, más tranquila la soledad, más opaca la sombra, más sutil el pensamiento, más puro el amor, más severa la conciencia.
En la noche, los sentidos atraen hacia el alma la adoración de la belleza; los ojos miran para que el pensamiento reflexiones; los oídos oyen para que la inteligencia raciocine; el cuerpo reposa para que la idea marche. El silencio, la calma, el sueño de la materia, le da al espíritu el movimiento, la actividad, la revelación…
Allá arriba el espacio, eterno, infinito, profundo y misterioso, como la concepción del pensamiento en los se-nos cerebrales; allá arriba, suspendidos por leyes que dimanan de una causa incomprensible, mundos y mundos, tan múltiples como infinito es el espacio donde se agitan; allá arriba, el panorama sin fin de la inmensidad henchida por las majestuosas oleadas de la vida, latiendo al unísono que en nuestro corazón, en los soles, en los planetas, en las nebulosas; allá arriba, la esfinge muda y parada del tiempo, sin marcar horas, ni días, ni años, y llevando a través de universos inexplorados el mismo oráculo indescifrable que aquí nos presenta sobre la esencia de Dios, el origen de la verdad, la causa del ser; allá arriba las promesas, las esperanzas, los misterios, lo ignorado, lo inmortal, lo incomprensible. Aquí abajo el átomo, obediente a leyes inmutables, girando en un círculo de eterno movimiento, órbita infinita por su continuidad; aquí abajo, la espiral gigantesca de la vida rodeando, sin pasarse ni un punto, la personalidad impalpable del alma, y subiendo, subiendo sin cesar y sin cansancio, a través de las horas de los días, de los años, hacia unas alturas cada vez más lejanas, y dejando en pos de sí, cada vez más desconocido, su punto de partida; aquí abajo, la hoja seca arrugada y descolorida, volviéndose polvo, y dejando en su lugar otra hoja fresca y brillante, que será válvula de la vida del árbol, pomposo adorno de sus ramas, presente inestimable de la primavera; aquí abajo, el suspiro del ave dormida que sueña con el amor y la libertad, y tiene por único lecho una rama que la más tenue brisa puede tronchar, y a cuyo lado acecha el dolor y la muerte brillando en los hambrientos ojos del taimado búho; aquí abajo, el gusano buscando el sitio para su letargo, durante el cual ha de ceñirse la mortaja que más tarde será el nido donde entreabra sus fúlgidas alas; aquí abajo, la diáfana molécula que el rocío vertió sobre la abrupta peña, perdiéndose al ser desparramada entre el fango o el polvo; aquí abajo, el horizonte indeciso, turbio, visto como a través de ahumado cristal, y confundiendo en la oscuridad de sus límites, los montes y los llanos, el bosque y el desierto, la ciudad y la campiña…
Entre los abismos del cielo y los abismos terrenales, el pensamiento, vagando como luz de abrasadora tea que fuese agitada por mano invisible; entre aquellas eternidades de las alturas, a las cuales puede arribar con esfuerzo poderoso de la idea que surge de la inteligencia; entre aquellos horizontes sin límites que en un más allá indefinido se aparecen siempre ante la investigación que acosa al alma como sede de abrasadora fiebre; entre esa negra y, sin embargo, fulgente bóveda celeste, que se descubre cuando la noche borra las huellas de la luz, y estos valles terrenales llenos de sombra y de silencio, donde la naturaleza duerme, sin dejar por eso de vivir, como si fuera el cuerpo colosal de un alma inmensa; entre el Todo ignorado y la parte analizada, flamea con rastro desigual pero ardiente, poderoso, inextinguible, el deseo del alma pensadora, la aspiración del espíritu integrador, que nuevo colón del pensamiento humano se pregunta delante de las playas de lo eterno, si habrá en las inmensidades de los mares celestes otros continentes de más belleza y esplendor que los conocidos…
He aquí la noche; el cuerpo ya no existe sino parcialmente; la inmovilidad es su reposo; los ojos no vagan ni giran, están fijos, su nervio dejó de transmitir imágenes y solo obra como hilo conductor desde la eternidad hasta el cerebro; se pudiera decir que el cerebro ve sin necesidad de los ojos; por ellos, que están muy abiertos, se asoma el pensamiento y parece como que los desprecia por finitos e insuficientes; el cuerpo no alienta; el aire perfumado de los campos penetra en el organismo sin conmoverlo más que con un leve movimiento ondulatorio; el ritmo del corazón es el único ruido que perturba el silencio; se diría que así como el exterior se lanzó al alma a buscar lo infinito sin más poder que el de su deseo, en la profundidad de lo interno ha penetrado, sin agentes intermediarios, hasta la última célula de los músculos; el sonido de oleada pastosa con que la sangre circula marca con incansable tenacidad la huida de la existencia mortal a través de los tejidos. Nada demuestra el vivir y, sin embargo, es cuando más vigoroso palpita el espíritu de la vida. He aquí el éxtasis de la noche, supremo tránsito hacia todas las bellezas que pueden recrear el alma; tránsito cuyo centro luminoso es la intuición de dios y cuyo beneficio para el ser pensante es el olvido de todo el dolor, de toda fealdad; éxtasis que une la vida en la comunión de todos los amores inmortales, puesto que apartando del espíritu el deseo de lo banal y terreno lo lleva, con la vehemencia de la pura adoración, hasta el trono del Ser Supremo.
¡La noche! La desposada del pensamiento que le trae el inmarcesible azahar del amor eterno…! No, no es la noche ficticia inventada por las flaquezas humanas la verdadera noche de la naturaleza y del mundo; vuestra noche abraza las entrañas como lava ardiente, llena de frío petrificador el corazón y de funestas sombras el cerebro; la noche del Universo engrandece la vida, templa la pasión, ilumina el entendimiento, crea, como las brisas de los mares, esas nieblas que turban la serenidad de la conciencia…!
¡Si fuese la muerte lo que es la noche!
Publicado en Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 3 de enero de 1886.