, lanzando torbellinos de chispas y llamas
como lenguas pálidas, áureas,
azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían
largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un
reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían
el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar
una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían
camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero.
Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y
salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en
los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan
y pulen los torrentes. En aquella negrura de
caverna, al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A
un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la
entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía
uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y
tersos que estaban desnudos hacían
resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado.
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Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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