PENSADORES Y ARTISTAS
JACINTO BENAVENTE
Cuando Jacinto Benavente entró a la Real Academia Española, se preguntaron muchos: «¿A qué va Benavente a la Academia?» Contestaron algunos: «A hacer lo que todos los académicos hacen; limpiar, fijar y dar esplendor».
No, no iba a eso. En tal recinto, e intelectualmente hablando, para limpiar, necesitaría la representación de Hércules; para fijar, la de Minerva; para dar esplendor, la del mismo Apolo. Iba sencillamente a demostrar que, por opinión general, quien había logrado todos los triunfos populares merecía también todos los honores oficiales. He dicho populares, porque, aunque Benavente sea un autor de élite su nombre es famoso en todas partes en donde se habla nuestro idioma y aun en otras.
Benavente representa para España lo que un Capus o un Bernstein para Francia, o mejor, lo que un Bernard Shaw para Inglaterra. Y aun, en condiciones especiales, es el único que haya logrado dar verdadero brillo y resonancia a las Máscaras castellanas.
Poco avisados los que le juzgan con el oído puesto al Boulevard. El mundo en que se mueven sus tipos, en la mayor parte de sus comedias, es ese mundo universal que tiene por norma, desde luego, más o menos aplicada a sus medios respectivos, la vida parisiense; y si no, fijaos en las escenas de los comediógrafos italianos del día. Ese mundo es le monde. Mas los personajes benaventinos que se mueven y expresan en el ambiente de Madrid, son de la legítima descendencia clásica; y sus diálogos chispeantes del ingenio que les presta su creador, no son sino los antiguos discreteos de Calderón o Lope modernizados.
Ni tan solo en lo cotidiano social y de lo mundano inmediato ha de entretenerse este cultivador de agudas y frívolas filosofías. De cuando en cuando le veréis salir con su cara de Shakespeare—pues es harto semejante a algunos retratos del gran Will—impregnado de esencias hamletianas, o húmedo de los rocíos de las florestas por donde vayan las Rosalindas, las Perditas y las Cordelias.
A pesar de su fama de amargor, confiaos a él. Hay entre sus macizos de floridas espinas muy exquisitos de miel, mucho consuelo humano, mucha ternura compensadora de desesperanza.
Entrad en su teatro de ensueño y en su teatro de bondad. Dejaos llevar por la mano que sabe apartar los ramajes hostiles. Él os hará el regalo de la poética dulzura, del rayo de luna, del canto cristalino del ruiseñor; y como es conveniente, a su tiempo, en el instante preciso, os hará una pirueta; y le daréis las gracias por el palmo de narices con que os gratifique.
Y os dejará plantados. No le sigáis. Él se va, como murmurando, porque sabe muchas cosas del cielo y de la tierra. No le sigáis. Podréis creer por el movimiento de sus hombros que se va riendo, pero no podéis afirmar que no vaya llorando. ¿No acaba de daros vida, vida brutal, trágica, dolorosa, en esa Malquerida en que ha concentrado todas las fatalidades y el apocalíptico misterio de la mujer: Misterium?
El verdadero poder de Benavente consiste en que es un poeta, en que posee la intra y supervisión del poeta, y en que todo a lo que toca le comunica la virtud mágica de su secreto.
Su inquietud viene de la intensa vibración de su espíritu. Estará en la soledad consigo mismo. Irá a pasar sus horas con sus amigos los poetas. Luego—no lo dudéis—tras alguna cabriola, entrará a la casa del Diccionario para hablar con las momias. Y las dejará aún más estupefactas.
JOSE ENRIQUE RODO
El oficio de pensar es de los más graves y peligrosos sobre la faz de la tierra, bajo la bóveda del cielo. Es como el del aeronauta, el del marino y el del minero. Ir muy lejos explorando, muy arriba o muy abajo, mantiene alrededor la continua amenaza del vértigo, del naufragio o del aplastamiento. Así, la principal condición del pensador es la serenidad.
En la América nuestra no hemos tenido casi pensadores; no ha habido tiempo, todo ha sido fecundidad verbal, más o menos feliz, declamación sibilina, pastiche oratoria, expansión, panfleto. Con dificultad se encontrará en toda la historia de nuestro desarrollo intelectual este producto de otras civilizaciones: el ensayista.
José Enrique Rodó es el pensador de nuestros nuevos tiempos, y, para buscar siempre el parangón en el otro plato de la balanza americana, diré que corresponde a Emerson. Es Emerson latino, cuya serenidad viene de Grecia, y cuya oración dominical es la salutación a Palas Atenea, la plegaria ante el acrópolis. Y advertid que, a pesar de lo que se afirme y comente, Rodó no es un renaniano, en el sentido que en el común dialecto literario se da a esta palabra. Su tranquila visión está llena de profundidad. El cristal de su oración arrastra arenas de oro de las más diversas filosofías, y más encontraréis en él del más optimista de los ensayistas, que del gordo cura laico biógrafo de N. S. Jesucristo, abate de Jouarres, in partibus infidelium.
Desde sus comienzos, la obra de Rodó se concreta en ideas, en ideas decoradas con pulcritud por la gracia dignamente seductora de un estilo de alabastros y mármoles. Solamente que él pigmalioniza, y el temor de impasibilidad, de frialdad desaparece cuando se ve la piedra cincelada que se anima, la estatua que canta. Nació con vocación de belleza y enseñanza. Enseñanza, es decir conducción de almas. A tal pedagogía es a la que se refiere el Dante en un verso referente a Virgilio. Cuando apareció su primer opúsculo, Vida Nueva, se vió el surgir de un maestro en su generación, en la generación continental. Su segundo opúsculo sobre el autor de Prosas Profanas, o mejor dicho, sobre este libro de poesías, le afirmó virtuoso de la prosa, de la erudición elegante, y en la última parte de su trabajo, profeta. Altas y generosas especulaciones le ocuparon, y Ariel señala un nuevo triunfo de su espíritu y una nueva conquista de sus predicaciones, por la hermosura de la existencia, por la elevación de los intelectos hispanoamericanos, por el culto nunca desfalleciente ni claudicante del más puro y alentador de los ideales. Definíase más y más su personalidad, y se hubiera dicho un filósofo platónico de la flor del paganismo antiguo, resucitado en tierras americanas. Y tuvo el más bello de sus gestos, cuando, llevado a las controversias de la Prensa y a las agitaciones de la Cámara, por los caprichos de la política, el adorador de los dioses de la Hélade salió a la defensa de nuestro pálido Dios Cristiano, Desterrado allá, como en Francia, de los lugares de la Justicia, por obra de la roja cosa jacobina.
Por último, aparece su obra magna hasta hoy, esos Motivos de Proteo, aires mentales, sinfonías, de ideas que llevan dentro tanta virtud bienhechora, libro que ha sido acogido en todas partes con entusiasmo y con razonada admiración. Es un libro fragmentario, ¡pero cuan lleno de riqueza! fragmentario ocasional o decididamente. Ello hace que su prosecución sea indefinida, y que el encanto y el provecho se prolonguen en la esperanza después de cada aporte. El tesoro está allí. Cada vez que Aladino baje, estemos atentos.
GRAÇA ARANHA
Uno de los críticos que han estudiado la personalidad intelectual de Graça Aranha—el señor Elysio de Carvalho—hace notar que antes de que la gloria iluminase el nombre del autor de Chanaan, era éste un escritor de cenáculos «apenas conocido de sus íntimos, que lo sabían un talento peregrino, un espíritu culto, un artista de raza capaz de realizar el gran sueño de arte que le acariciaba el alma». Hoy Graça Aranha ha conquistado los más justos laureles, y es conocido y celebrado en todo el mundo literario. Mas su universal renombre no ha hecho más que hacer brillar mejor el puro diamante de su nacionalismo. Él es brasileño ante todo. Con satisfacción y con orgullo, me decía hace pocos días: «Me place más ser comprendido por el último de los estudiantes de mi tierra, que por el primero de los escritores europeos». Y en el Brasil se le devuelve su afecto con creces. Es de los que encarnan el alma de la raza, es de los representativos. Él ha expresado en una prosa impecable y admirable el ideal patriótico, y ha pintado magistralmente el escenario fabuloso de ese vasto y vigoroso país, animado como ninguno de las savias de la tierra y de los fuegos fecundantes del sol. Muchos ilustres varones de pensamiento tuvo el pasado imperio y tiene la joven república; pero ninguno había expresado el espíritu nacional, ni tenido tan hermosamente, en simbólicas figuras, la visión del porvenir, como el joven pensador que llegaba señalando el rumbo de la vida nueva, y cuyo libro resonante era—escribía el noble y grande José Verissimo—«nuevo por el tema, nuevo por la inspiración y concepción, nuevo por el estilo».
Chanaan, que tuvo tan estupenda acogida en la patria brasileña, en toda la América del Sur; y cuando presentada a los públicos de Europa por el introductor de Ibsen, el diplomático y escritor ruso conde Prozor—un gran señor de letras—, que fué quien la tradujo al francés, Chanaan fué conocida mayormente, y el talento del autor adquirió fama y autoridad internacionales. Así al representarse en París, por el teatro de l'Œuvre Malazarte, que interpretaron actores como Lugne-Poe, De Max, y esa sutil y encantadora Greta Prozor, flor teatral cultivada por la maga Suzanne Despres, ya se sabía quién era el autor, que ofrecía a los exigentes lutecianos un ramo de sus rosas radiantes y de sus orquídeas tropicales.
Yo he visto al glorioso novelista brasileño en París, en reuniones en donde ha estado representado el pensamiento francés por sus personalidades más eminentes; y le he conocido en su propio medio, frente a aquel espectáculo de ensueño y de fantasía, que es la bahía de la capital fluminense. El vapor en que íbamos los miembros de las delegaciones de varios países a la Conferencia Panamericana, había anclado. Iba con nosotros el ilustre embajador y poderoso intelectual, que era Joaquín Nabuco. Llegaban a rodear nuestro barco ferry-boats llenos de estudiantes y de músicas, que lanzaban al aire himnos y vivas. Y un balandro apareció en donde venían varios caballeros de distinción. Entre ellos me fué señalado por Nabuco uno:—«¡Vea usted, aquél es Graça Aranha!»—me decía alegre y conmovido el magnífico anciano, quien admiraba y quería al triunfante joven. Luego nos presentó, y desde entonces he cultivado con el creador de Chanaan la más cordial de las amistades intelectuales.
El Brasil es un país de tradiciones aristocráticas, y la cultura social se impone desde luego. Se ha aprovechado de todo lo que ha producido la civilización europea, y se ha plasmado una característica nacional inconfundible, que podría servir de modelo en otras naciones del continente. Al núcleo principal pertenecen hombres como Graça Aranha, en quien las distintas situaciones oficiales y sus condiciones de intelecto y de civilidad han hecho uno de esos representantes que tanto brillo han dado a la historia diplomática de su tierra. Individualmente, junta el gentleman al caballero; es esto decir que su trato no se resiste de sequedad, antes bien, hace transparentarse la buena fe, la cordialidad y la generosa nobleza. Cuando uno ha tenido la feliz oportunidad de conocer a cancilleres como el barón de Río Branco y el doctor Lauro Muller; a embajadores como Nabuco, y en la joven diplomacia a representantes como Fontoura Xavier, como Barros Moreira, como Belloso Rebello, como Graça Aranha, comprende cómo los estadistas brasileños han querido que los que llevan el nombre y la autoridad del Brasil al exterior, veteranos y nuevos, formen un cuerpo de excelentes, una élite que pueda, en todo y en cada uno, ser a la Patria motivos de complacencia. Y Graça Aranha honra no solamente a su patria natal, sino a su lengua, que es una más grande patria.
ZORRILLA DE SAN MARTIN
Hace veinte años que vi por la primera vez a este admirable uruguayo. Los que le conocen me han dicho que, hoy como antes, anima un espíritu encendido y palpitante aquel cuerpo que crece al resplandor de la frase oratoria, aquella cabeza de tribuno, aquella cabeza de poeta. Y como vive de fe y respira esperanza, se diría que una inagotable juventud conserva firmes sus nervios, airoso su gesto, cálida y vivificante su palabra, toda energía y ritmo.
Le recuerdo en días de triunfos y de gozos, entre fiestas y pompas españolas. Las delegaciones de las repúblicas americanas contaban, como era de razón, sobre todo las tropicales, con sujetos verbosos y hábiles para el discurso; pero en conjunto, no podíamos presentar delante de un Castelar, sino al delegado uruguayo, a la sazón ministro de su país ante Su Majestad Católica. A su fama asentada de gran poeta unía el dominante prestigio de una elocuencia, si a veces harto fogosa, por lo mismo plenamente representativa de nuestros entusiasmos y vivacidades continentales. Su negra y copiosa cabellera se agitaba en la conmoción de las arengas; el brazo diestro se alzaba como arrojando, como esparciendo, como regando las oraciones; los ojos, la máscara toda contribuían a la conquista de los auditorios; y un común orgullo nos producía a los neomundiales la victoria de aquel hombre generoso y lírico, que había cantado al épico charrúa Tabaré, y saludaba en vibradores y musicales períodos, en nombre de las naciones nuevas, a la regia decaída y maternal España. Con Tabaré y con la Leyenda Patria—que celebraron poetas como Olegario Andrade, autoridades como Paul Groussac—se colocó Zorrilla de San Martín en el escaso número de los grandes líricos americanos. Se ha dicho que siempre en el poeta aparece la amplitud, la exuberancia oratorias. No olvidemos que ello es una característica de Víctor Hugo, y más cerca y no a tantas alturas, de Núñez de Arce. Es una elocuencia llena de lirismo, y esto lo admiramos hasta en el mismo viejo Esquilo. Cuando en mi primaveral juventud llegó a mis manos el poema épico lírico del célebre uruguayo, me impresionó por su belleza armoniosa, y por el contagio entusiástico de lo que antaño se calificaba con el nombre de «inspiración». En Tabaré—«ese extraño y hermoso poema, con el que acaso sean más justicieras que las actuales las generaciones que vendrán», según el decir de un meditativo y decoroso pensador que brilla en la juventud uruguaya, Amadeo Almada—encontré en días en que imperaban endémicas doctrinas, una novedad sana y un sentido de musicalidad honda y trascendente, que venían de la influencia de un poeta «menor» pero de los más dignos de admiración y amor en la España del siglo pasado: Bécquer. «Mi Gustavo Bécquer, genio admirable y querido, despertador de mi adolescencia poética», dice Zorrilla de San Martín en una confesión reciente publicada en Mundial. Había, en efecto, un eco del arpa de Bécquer, pero sinfonizado en un órgano que se diría hecho de las más robustas y sonantes cañas y bambúes de nuestras selvas americanas.
Tabaré fué celebrado en España y en toda la América latina con loas y palmas merecidas.
Zorrilla de San Martín reconoce el perjuicio que posteriores correcciones causaron a su obra... «Quise quitar, ¡pecado de mí!, ingenuidades en una obra ingenua; quise razonar.» Sí, su obra es ingenua como una planta, como una flor, como el agua de un manantial, y ella guardará el frescor y el perfume de la más grata estación de su existencia.
También ha citado estos conceptos de Carlyle referentes a Dante: «Si vuestra composición es auténticamente musical, no solamente en la palabra, sino en el corazón y en la sustancia, en los pensamientos y articulaciones, en toda la concepción, entonces será poética; mas no de otra manera. ¡Musical! ¡Cuánto se encierra en esta palabra! Un pensamiento musical es el que ha penetrado hasta lo más íntimo del corazón de las cosas, y puesto al descubierto lo más recóndito de sus misterios...»
FRANCISCO GARCIA CALDERON
Un joven sabio; palabras difíciles de juntar en nuestra América. A Francisco García Calderón siéntanle por igual manera los calificativos de savant y de sage. La gravedad espiritual, el desdén de las literaturas fáciles, y diremos así de simple adorno, el alejamiento del dilettantismo, y su copioso saber, sostenido por una inteligencia fuerte y ponderada, le han dado un lugar especial en nuestra reciente intelectualidad. Habita en París, y busca los jardines apacibles de la filosofía, en vez de entregarse a las bellas y ligeras letras de la luminosa capital del esprit. Cuando, por la fatalidad que pesa sobre muchos de los escritores que aquí residimos, «hace periodismo», y finge de corresponsal a diarios hispanoamericanos, se ocupa en Gabriel Tarde; en el soliloquio platónico de Renouvier, en Brunetière que juzga a Renan, en Menéndez Pidal y la cultura española, en los estudios penales de Dorado Montero, en el fenómeno religioso de los Estados Unidos, en los ideales de la vida, según William James, y en otros tópicos semejantes. Como veis, todo eso está muy lejos del boulevard. Sus relaciones intelectuales son las que convienen a semejante monge laico, fraile de la filosofía. «Monsieur F. García Calderón est un jeune peroubien qui connait admirablement la France, son histoire, ses ecrivains, ses philosophes.» ¿Quién escribe esos conceptos? Es M. Gabriel Seailles, profesor en la Soborna. «Esprit ouvert et curieux, auditeur et auditeur attentif, ardent, consciencieux intelligent, vous mettez votre effort et votre joie à penetrer dans la pensée, dans l'âme des hommes que vous voluez connaître». «Donc s'assimiler appliquer l'experience de l'âgé mur et même temps garder l'elan, la foi et même les ilusions de la jeunesse, trover enfin le moyen de réunir en un tout vivant et harmonieux ces deux ordres de qualités, en apparence contradictoires, ce est le conseil que, for de vos études et de vos reflexions, vous donnez à votre Patrie. Je crois bien que ce conseil convient a tous les hommes, et qu'en tout pays on aura intérêt et profit à lire un livre tel que le votre.» ¿Quién expresa tales opiniones? Monsieur Émile Boutroux, del Instituto. Díme con quien andas y te diré quién eres. Es raro, sí, muy raro, que en nuestros países un espíritu joven y bizarro, como el de García Calderón, deje el verjel de los lirios y los mirtos y los laureles para inclinarse al pozo de donde se espera ver salir el blanco cuerpo de la verdad. Pocos van a las honduras de los problemas espirituales, pocos se consagran al ejercicio del pensamiento en los altos asuntos religiosos y morales.
Pocos visten el sayal pesado del estudioso y se encaran con las gravedades de la vida y de la conciencia humanas. Francisco García Calderón se ha dedicado a tales tareas. «Vous n'etes pas mu par un frivole esprit de diletanttisme», le dice uno de los sabios que he dictado anteriormente. Y él mismo declaraba en uno de sus primeros libros el propósito de «levantarse sobre la parcialidad benedictina del análisis, sobre la frivolidad estéril de la hora y dar a su espíritu el grave recogimiento que conviene a la eclosión de futuras obras durables.»
La obra fundamental, hasta ahora, de nuestro amable pensador, es la que consagrara a su patria, Le Perou contemporain. Es una obra fuerte de medula, y que indica un vigor de espíritu y un estudio tan sólido y de trascendencia, que se diría de años mayores. La obra está escrita, a pesar de la particularidad patriótica, bajo un concepto universal, y puede ser leída con interés en cualquier parte, pues su fondo filosófico, su hondura ideológica, llamarán la atención, a no importa qué hombre de pensamiento, en todo lugar del mundo. La sagacidad de intelecto de esta «cabeza», que no sólo pertenece al Perú, sino a todo el continente, se une al vigor y a la rapidez con que abarca y profundiza cualquier cuestión de interés humano. En tales especulaciones, y siguiendo cada cual su ideal mental y su modalidad, se junta con Rodó y con Sanin Cano.
Para contrapesar en la balanza psíquica el valor de tales especialísimos mediums habría que poner, es indiscutible, en el platillo opuesto un buen número de toneladas de perlas y de rosas.
SANTIAGO RUSIÑOL
Ved aquí al catalán de los jardines, príncipe en el país de Bohemia, de una Bohemia de oro, de lindos colores, de sutiles letras y de «hierros viejos». Con su cabeza gris y su barba de roi-chevalier, atesora y comunica juventud, y con su arte fino, su palabra suave y animadora a un tiempo, su sonrisa fraterna con sus pares, subyugadora con todos, va llevando su corona de gloria con la misma descuidada naturalidad que su fieltro característico, en el cual no podríais suponer un invisible penacho, sino una pluma de seda.
Pinta y escribe y sabe de muchas disciplinas, como los artistas del Renacimiento. Y mucha música íntima y mucha poesía encuentra el observador meditativo en su pintura, como mucha sutileza y gracia pictórica en sus prosas, en que el pensador artista deja ver su alma profunda y delicada.
Comunicar con Rusiñol es una fiesta para el espíritu. Yo me he complacido con tales momentos, ya en su morada principesca de Sitges, ya en la corte madrileña, ya en la divina isla de Mallorca, en la múltiple Barcelona, en este París que él ama y que le ha sonreído.
¡Sus jardines de España! Los días pasados, Pérez de Ayala, que hace cantos bellos, hizo uno muy bello. Como al tamborilero de Provenza, eso debe habérsele ocurrido alguna tarde «que vió cantar a Rusiñol...» Pues cantan esos jardines de pintura con sus ramas de verde, sus acordes de oros y rojos, sus árboles ojivales, sus fuentes en que vibra el cristal fugaz de la pluma de agua.
Tengo a la vista una serie de planchas coloreadas de esos hechiceros jardines, que son, como dice el gran Santiago el «paisatge posat en vers, i els versos escrits en plantes... versos vius, versos am saba i amb aroma» y se diría que en la transposición están la misma vida, la misma armonía y el mismo perfume que en el propio paraíso vegetal. Son los dulces vergeles mallorquines, con sus aguas, sus arquitecturas, sus rosales, los edenes moriscos de Granada; arcadas, templetes, floralias casi religiosas; árboles como ramilletes, como pinceles, como obeliscos; macizos arcos como en el Caminal de rosers de Aranjuez; bóvedas de verdura; «les grands jets d'eau sveltes parmi les marbres», a la verlainiana caricia de la Luna, pues en plena tierra del Mediodía pone Rusiñol, a veces, escenarios de fiesta galante. La Raixa de Mallorca que evoca algo de romano; visiones del Generalife, con sus canales, sus arbustos en flor, sus tiestos como cálices; o el Pati de l'Alberca, en Granada, en cuyo fondo, reflejado por el espejo del estanque, parece fuera a surgir alguna figura de Zobeida, de Leila, o de Lindaraja; o bien los viejos cipreses o los bouquets de almendros en flor, que primorosamente nieva o sonrosa la primavera mallorquina; o esa Glorieta de la bailarina, que es como una decoración de poema; y el fantástico Recó de boixos granadino; y esa prodigiosa «arquitectura verde» de Granada, en donde parece que por obra de Alah—¡sobre él la plegaria y la paz!—se animase una princesa de las Mil y una noches, por ejemplo, Dulce Amiga, y recitase estas estrofas del poeta:
«¿Vas a escapar lejos de mi, ¡oh, pura sangre de mi corazón! tú, cuyo lugar está en este corazón adolorido, entre mi pecho y mis entrañas?—¡Ah! te suplico, oh Tú, el Clemente sin límites, reunir lo que está separado, Tú, el generoso que distribuyes a tu placer los beneficios humanos.»
¿Y ese Jardi del pirata en Mallorca, con sus terrazas vecinas, su fuente redonda, su horizonte marino? ¿Y el altar de flors y el Jardi clasic y la Glorieta de Aranjuez, que recuerda el Templo del Amor versallés; y El Laberinte de Barcelona, con sus verdes en sordina, sus azules angélicos, sus fanfarrias ocres del fondo, sus recortados macizos y su ambiente al par lírico y galante? ¿Y tantos poemas que siguen, todos un encanto para los ojos y para el alma?
En horas secas, complázcome en abrir esta provisión de sueños, y al son de estas flautas y liras de la vista, por obra de Rusiñol, se me abre un edén de ruiseñores, y mi instante aburrido florece y se encanta.
O bien, para pensar o sonreír, con razonada tristeza o gentil y filosófico humor, leo algún libro o comedia del autor de Oracions y de El Mistich, en su catalán original, aunque haga algún esfuerzo, por más que Gregorio Martínez Sierra haya realizado la difícil y hermosa tarea de verter al castellano la prosa exquisita de nuestro amigo victorioso.
FEDERICO GAMBOA
Paso a paso, ganado a puro cerebro y a puro carácter, Federico Gamboa ha llegado a uno de los más altos puestos del Gobierno de su país: a la Cancillería mejicana. Hablando de su desaparecido hermano José María, y de él mismo, escribía hace años en su Diario: «Secreta satisfacción de vernos él y yo ascendiendo por nosotros mismos, sin ayudas que nos enrojezcan, ni apoyos que nos avergüencen o humillen».
No habrá uno solo de sus compatriotas que no aplauda su reciente nombramiento, pues sus principios siempre han estado basados, ante todo, en un profundo amor a su Patria. Oid sus palabras: «La idea de Patria—la Patria en forma de carta geográfica a veces, y a veces en abstracción luminosa—, acariciándome de lejos... Desligamiento con gobernantes y partidos políticos...» Esto demuestra la razón de las generales simpatías. Ni al César mismo—ese César anciano y fuera del poder, a quien habrá que aplaudir por las enormes etapas de progreso que hizo adelantar a Méjico—se acercó nunca Federico Gamboa con bajas adulaciones o súplicas de granjería. El verdadero valor del nuevo ministro de Relaciones exteriores de los Estados unidos mejicanos es completamente individual: lo constituyen el talento, su nobleza de espíritu, su voluntad, una limpia, larga y honrosa carrera diplomática, y un alto nombre literario, que contribuye a la gloria de su país.
¿Quién que conozca al Sr. Gamboa no está seguro de que sus prestigios morales e intelectuales no contribuirán a pacificar y a hacer brillar en una nueva era la Nación, cuyos intereses internacionales hoy le toca dirigir? Mas, hablaré de su obra literaria, que es lo que con mi competencia mejor se aviene.
Es ante todo Gamboa independiente y personal: «Mis escritos y mis actos siempre obedecieron a mis propias inspiraciones». Pocas páginas autobiográficas más decisivas y más conmovedoras que la dedicatoria de Mi diario: «para mi hijo; para cuando sepa leer», páginas de gran literatura y de gran corazón ordenado: Le cœur a son ordre, dice Pascal.
Sabe del mundo, sabe de la vida, lo cual es decir que sabe de amor y de dolor. Y una vasta piedad impregna toda su obra.
Yo le conocí en Buenos Aires, en la tertulia literaria de Rafael Obligado. Ya había publicado sus Esbozos contemporáneos, Del natural y Apariencias. Se encontraba al frente de la legación mejicana como encargado de Negocios, por ausencia del ministro Sánchez Azcona. El ingenio y el charme personal de Gamboa le hacían grato a todos. Allí dió a la imprenta su volumen de Impresiones y recuerdos. Después vendrán, ya alejado de la República Argentina, Suprema ley, Metamorfosis, Santa, Reconquista y dos volúmenes del Diario. En estos días debe aparecer La llaga, por la Casa «Renacimiento», de Madrid. Todo esto, recuerdos y novelas, fuera de su labor para el teatro. En todo terreno ha recogido aplausos y laureles. Su estilo es castizo en dicción y libre en ideas. Su filosofía es sana y alta; y si alguna vez hubiese vacilado en sus creencias, la experiencia vital y el misterioso influjo de lo divino le han apuntalado el alma. Por ello, en el fondo de sus novelas, de sus obras dramáticas, hay mucho de reconfortante. «Las novelas de usted me hacen meditar—le escribía en una ocasión aquel brillante espíritu que se llamó Gustavo Baz—; y guarde usted este elogio que, sobre ser sincero, viene de un lector asiduo de Balzac y de un comentador escuchado de Stendhal.» Y el sutil Domingo Estrada, entre otros entusiásticos juicios: «Metamorfosis, al menos bajo ciertos puntos de vista, puede compararse con las mejores novelas de Pereda, de Valera y de Pérez Galdós». Y más adelante: «El secreto del encanto que su libro produce, y que hace que no se pueda dejarlo de la mano una vez comenzada su lectura (yo me he pasado cuatro noches sin poner un pie en la calle; ¡en París!...), finca principalmente en el estilo. No conozco otro que sea más sencillo sin vulgaridad, más imaginado sin pedantería, más elegante sin esfuerzo».
No es Federico Gamboa de aquellos pensadores meritorios de quienes se pueda temer que por los cuidados y pasiones, por la política, abandonen la labor mental, que constituye lo más característico de su personalidad. El hombre de estado cumplirá como bueno sus tareas, y su discreción y su conocimiento de los graves asuntos en que habrá de ejercitar su pericia no han de quitarle ni la vivacidad y frescura del ingenio, ni el pensamiento creador ni el intelletto d'amore para su pasión artística.
Otras obras vendrán, llenas de amor humano y de fe en la suprema idea, que enriquecerán mayormente el acervo intelectual de su patria mejicana, o mejor dicho de nuestra América, otras novelas, otras obras para el teatro; y otros posteriores volúmenes de ese Diario, tan lleno de ideas, tan interesantemente anecdótico y que fué dedicado desde su primer tomo a un mi joven amigo que ya sabe más que leer... el hijo amado, Miguel Félix Gamboa y Sagaceta.
AMADO NERVO
En varias ocasiones he escrito sobre la singular personalidad de Amado Nervo, y siempre con igual simpatía y con el mismo intelleto d'amore. ¡Ha sido tan gentil compañero de sueños, en nuestro París amado, hace ya tanto tiempo! ¡Y es tan sutil poeta, tan comprensivo artista y tan dulce filósofo! Con decir que a pesar de los medios a que necesariamente conduce la diplomacia, su espíritu y su corazón de sensitivo no han sido contaminados por las promiscuidades de la carrera...
Yo no leeré nunca sin cierta emoción el libro titulado El éxodo y las flores del camino, en el cual, entre versos deliciosos y prosas llenas del encanto de la juventud y del prestigio de un buen arte, recuerda, en conceptos ya de humor, ya de melancolía, nuestras horas parisienses, nuestra amistad con curiosos ejemplares de humanidad, y la persecución de los favores de Nuestra Señora y Reina la Belleza.
La evolución de Nervo, desde Místicas y Perlas Negras hasta sus últimas producciones de piadosa, o irónica—¡muy suavemente!—filosofía, y sus poemas cortos y sentimentales en que un gran dolor, de los íntimos y profundos, le ha hecho producir rítmicos y trémulos sollozos y llantos, es de un gran interés en el conocimiento de su personalidad intelectual. Una faz nueva se le ha reconocido: sus aficiones a los estudios astronómicos, disciplina que se aviene convenientemente con los vuelos líricos y las excursiones, en que el pegásico ímpetu es el conductor.
Su antigua fe había tomado en los últimos tiempos un vago tinte dubitativo; mas el buen maestro Dolor le ha hecho de nuevo recordar la senda azul. Y luego, siendo favorecido por la Lira, tendrá siempre tiempo de ver reflorecer la primavera, con ojos, si conocedores de los lacerantes duelos, siempre brillantes al resurgir de las auroras y al inmortal llamamiento de las esperanzas. El poeta está intacto. No es Amado Nervo el que la duquesa conoce, el que la marquesa invita a almorzar, el que tiene ya honrosamente marchitos los oros de su casaca diplomática. El sabe bien que en los salones, y sobre todo delante de sus colegas—como no sean de la familia apolínea—no está bien confesar intimidades con las Piérides, ni proclamar afección al viejo y sagrado laurel, a menos de ser poeta como tal excelentísimo señor ministro, que lo mismo confecciona un soneto circunstancial que pone asombro en los más intrépidos jugadores de bridge. ¿Sabrá el bridge ya Amado Nervo?...
Lo que sí sabe y sabrá siempre, es infundir en sus versos, que se visten de sencillez y de claridad como las horas de cristal que anuncian la paz de los amables días, un misterio delicado y comunicativo que nos pone en contacto con el mundo armonioso que crea su voluntad intensa.
A veces, se creería en un desmayo de energía o en un desvío de forma. No hay nada de eso. Los conocedores saben lo que hay que saber, para llegar a conmover lo hondo de nuestro sensorio con los procedimientos menos complicados, más simples y transparentes. Todo ello está, por cierto, lejos de la pirotecnia verbal, y de los descoyuntamientos de pianista que suelen tomarse como distintivos de una fuerza poética incontestable, y que se achaca al influjo de un modernismo—llamémosle así—que no hizo bien sino a quienes se lo merecían.
Una particularidad que he advertido en Amado Nervo, desde sus obras de comienzo, es un vago soplo bíblico que suele hacerse percibir en estrofas, que se dirían acompañadas de música sacra.
No olvidaré nunca la Semana Santa que pasara en París, allá por el tiempo de la Exposición, en constante compañía del pintor Henri de Groux, de otro pintor mejicano, de un joven gallardo aficionado al teatro, también mejicano, y de Amado Nervo. Una noche, este soñador se nos desapareció, y hartos de buscarle en los lugares que solíamos frecuentar, se me ocurrió indicar que probablemente le encontraríamos en una de las iglesias en donde, por las sagradas celebraciones, se cantaba canto llano y se sonaban órganos sabios. Le buscamos, pues, en varias de ellas, y por fin le encontramos, lleno de fervor místico-artístico, en Notre-Dame, adonde había llegado después de recorrer Saint-Severin, la capilla de la Sorbonne, Val de Grâce, Saint-Sulpice, hasta que fué a recalar en la Catedral que, según un hugólatra, es la H del nom de Hugo.
Había que oir, en aquel tiempo, a Amado Nervo, a quien yo llamara fraile, o monje del arte. Su unción, su saber de cosas religiosas, su aire mismo, daban idea de un admirable oblato, de un seguidor de Huysmans, a quien desde luego el mejicano ponía sobre su cabeza. ¡Todo pasa, en verdad, y la juventud más pronto que todo! De aquellos años quedaron para el poeta los versos, imperecederos, y un amor, perecedero, cual la triste carne que Dios nos dió como armadura, frágil armadura, ante lo inevitable. El poeta ha clamado trenos y elegías. ¡Mas es suya el alba de oro!
ENRIQUE RODRIGUEZ LARRETA
Cuando el autor de La Gloria de Don Ramiro publicó, para gloria suya, esa obra admirable que le dió fama rápida y triunfante en todo el mundo literario, yo me llené de entusiasmo, y escribí en España, donde a la sazón me encontraba, un artículo que expresaba mi sentir, ante ese esfuerzo que honra, no sólo a la República Argentina, sino a todo nuestro continente. Y decíale al Sr. Larreta, entre otros conceptos, que las únicas cosas que le faltaban para la victoria completa eran la hostilidad y el ataque consecuentes, y se diría indispensables, a toda realización superior. Ello vino a su tiempo, y sin más consecuencias que la de consagrar la solidez de la obra.
¿Qué más podría desear el autor de La Gloria de Don Ramiro? Encono de letras semejante habría que buscarlo, en los últimos tiempos, en los panfletos contra la obra y la personalidad de Hugo, y que él resumía en el dístico que comienza:
Voici le triple aspect de cet homme féroce...
Yo no conocía al Sr. Larreta, sino por haber conversado con él dos o tres veces, hará cerca de veinte años, en el antiguo Ateneo de Buenos Aires. Luego publicó una bella nouvelle de reconstrucción histórica en la Biblioteca, revista que dirigía la autoridad de M. Paul Groussac. Ya en ese tiempo se hablaba de que tenía el joven escritor una novela en preparación que le costaba largos estudios, y en la cual aparecería la personalidad de Santa Rosa de Lima. El plan se llevó a cabo más tarde. Ya sabemos que la mística flor peruana perfuma, en el final de la obra combatida y victoriosa, la muerte de Don Ramiro.
Es notorio que el autor argentino es un gran señor y un diplomático que ayuda al prestigio de su país. En París—le habré visitado, a sus amables instancias, unas tres o cuatro veces—, sin descuidar sus tareas oficiales, cultiva en sus vagares las letras y las artes. He recordado a su propósito al autor de Zanoni, a un Irving, a un Valera, a un Salvador Bermúdez de Castro. El Sr. Larreta, que es joven, que tiene la felicidad en su noble hogar, en su alto puesto, en su salud excelente, en su renombre universal, posee junto con su gran talento una crecida fortuna. Ello es imperdonable. El homo sapiens, que es el lupus hobbesiano, se eriza ante semejante anomalía, protesta y se indigna. Al hombre muy rico, o simplemente rico, se le pueden admitir, cuando más, como a Chatelain o MM. de Rotschild, obras mediocres. Lo demás es un abuso de la suerte o una parcialidad manifiesta de la Omnipotencia. Pero el Sr. Larreta, que no tiene la culpa de su excepción, debe sonreír y seguir adelante.
Escritores europeos como M. Remy de Gourmont, M. Maurice Barrés, M. Henri Roujon, M. Paul Adam, etc., han dicho las excelencias del único trabajo publicado en volumen por el señor Larreta. La versión francesa hecha por el primero de esos escritores, da una idea al lector extranjero de lo que puede ser fundamentalmente la novela en su idioma original. Pero las calidades de esa escritura flaubertiana, de que tanto se ha hablado, tan solamente las podemos apreciar los artistas y conocedores de nuestra lengua.
Intelectualmente, el autor de La Gloria de Don Ramiro está entre las pocas dominantes figuras de Hispano-América. Su libro es, en su género, con la honesta abuelita María del colombiano Isaacs, lo mejor que en asunto de novelas ha producido nuestra literatura neomundial. Hágase algo superior, y Larreta pasará a segundo término.
Entre tanto...
LEOPOLDO LUGONES
He visto los comienzos de este otro y americano Spectacle magnifique. Enorme suma de condiciones geniales apoyadas por la más potente y sana voluntad. Encontrábame en lo vivo de mi sabida campaña intelectual, en la querida gran ciudad de Buenos Aires, cuando un día se presentó en nuestra vibradora hermandad del Ateneo un joven que, al mostrar sus credenciales rimadas, fué considerado ya triunfante. ¡Un astro! nos comunicamos todos, con el gentil entusiasmo que allí animaba a coetáneos y menores. Nuestra unanimidad vaticinó cosas grandes. Para saludar tal orto escogí la más sonante y dorada de mis trompetas. Y todas las previsiones tenidas se han ido cumpliendo. La obra de Leopoldo Lugones es, según la expresión de uno de sus críticos, vasta y bella como una creación natural, o bien, como una vasta serie panorámica de montañas. En verdad, las que han atraído mayormente en esa encantada cordillera, son, por el brillo de sus cumbres, por la riqueza de sus entrañas, por más de un misterio cabalístico, o miliunanchesco, las montañas del oro. Fijaos bien en las otras alturas: hay amontonamientos de rocas, entre las cuales históricas ruinas; hay colinas fértiles, con pequeñas ciudades, jardines y quioscos de arte; hay aglomeraciones de fábricas con chimeneas y casas de veinte pisos como las de los yanquis; hay intrincadas y sabias arquitecturas, y abajo, la extensa pampa con sus bíblicos ganados. Pero las Montañas del Oro, que conocen bien tan sólo los simbades del castellano, montañas que consagrará la primavera, y en donde tiene su palacio la juventud, digo en verdad que atraerán siempre a todos los buscadores de milagro y cateadores de poesía. ¡Aureo, bravo, caro Lugones! Vigoroso por temperamento, nutrido de los mejores saberes y remiso en toda aplastadora apretura escolar, desde muy temprano supo aprovechar el don, rarísimo si se mira bien, de la autocomprensión y valorizamiento propio. Tal, por mayor suma de aristocracias, se denunciara anarquista de los más encendidos. La violencia del color—¡Aplaudido sea el profeta!—fué con el tiempo comida por el sol, no sin que hoy subsista el nato combativo caza-coronas y amigo de la República francesa, a pesar de las Españas ancestrales.
Antiguamente decían
a los Lugones, Lunones,
por venir estos varones
del gran castillo. Y tenían
de Luna los sus blasones.
Su genealogía mental—¡por Dios, siempre descendemos, o ascendemos de alguien, y ha existido el Adán literario!—¿le emparenta con cuáles antecesores? Pero ningún espíritu encuentro más fraternal para el suyo que el de Edgar Poe—tanto en todo va buscando su equilibrio nuestra balanza continental. ¿Mas, a donde no llega la vista, a cualquiera de los puntos cardinales que se dirija, desde la cumbre de sus montañas?
Listo para todos los combates, apolíneo, hercúleo, perséico, davídico, ello transmutado en sangre neomundial, su iniciación en la orden del Arte, queda como un acontecimiento en la historia del pensamiento hispanoamericano, y no es uno de mis menores orgullos el haberme tocado ser, en días floridos, Anquises de tal Marcelo.
Todo conquistado: renombre, respeto y consideración en los propios patrios sanedrines, admiración y afecto entre sus iguales. Todo, hasta el denuesto regocijador y la parodia plausible. Todo, menos la verdadera comprensión de ciertas cosas suyas al lado de las cuales se ha pasado sin penetrar lo que dentro se contiene. Mas, ¿desde cuando es comunicado a todos el sckiboleth?
La obra primigenia de tal héroe, cuyo análisis sea para estudiosos y minuciosos críticos, háceme pensar en las adolescencias proféticas, en una pérdida y encuentro, no en el templo entre los doctores, sino en el bosque entre los leones. Hay allí, sobre todo, un infuso conocimiento de cosas inmemoriales que se ha transmitido a través de innúmeras generaciones, y que hace vagamente reconocerse, apenas, con algún rarísimo contemporáneo, en un rápido choque de miradas, o en la similitud de interpretación de un gesto, de un signo, de una palabra.
Ya en la tarea de ideas, revélase la inagotable mina verbal, la facultad enciclopédica, el dominio absoluto del instrumento y la preponderancia del don principal y distintivo: la fuerza. Propaganda patriótica, ciencia civil, historia, cuento, enseñanza, discurso ocasional, todo es pletórico, todo está lleno de vital y viril fuerza. Verdad que oiréis un son de flauta en los Crepúsculos del Jardín. Acordaos del Polifemo que canta Teócrito y Poussin pinta. Y luego: ¿Quid dulcius melle et quid fortius leone? ¿No habían vibrado antes en una lengua de potente amor versos capaces de encender estatuas?
No creo yo que en nuestras tierras de América haya hoy personalidad superior a la de Leopoldo Lugones, quien antes de llegar al medio del camino de la vida, se ha levantado ya inconmovible pedestal para el futuro monumento. Las Montañas del Oro, Los crepúsculos del jardín, El imperio jesuítico, La guerra gaucha, Las fuerzas extrañas, Lunario sentimental, Piedras liminares, Didáctica, Prometeo, Odas seculares.
Allá en la lejana Córdoba del Plata, una anciana tiembla aún de temeroso gozo maternal. ¡Misia Custodia, qué nombre el de usted, para ser llevado en la Catedral de las glorias argentinas!...
ENRIQUE GOMEZ CARRILLO
En una de las muchas cartas que conservo del Sr. Gómez Carrillo—de un interés para más tarde—, hay una en que me agradece el haber venido a París. ¿Cómo fué ello? Ya lo he contado alguna vez. Dirigía yo, allá por el año de 1890, en Guatemala, un diario: El Correo de la Tarde. Un día se presentó con unos trabajos un joven, muy joven, de un moreno dorado, de copiosos cabellos y ojos de soñador, y que manejaba ya cierta sonrisa caprichosa, con cuyas consecuencias habría de cargar yo mismo pasando el tiempo. Intimamos. Y entonces yo señalé el camino de París.
¡El camino de París! ¿Sabría Gómez Carrillo que era el de su tierra prometida? Cierto que en él, por su madre, había sangre francesa; pero su padre, historiador notorio y escritor de cepa castiza, era de puro origen español, severo en dogmas de gramática y de bien decir, y con entronques aristocráticos en la Península. Era, pues, quizás, el camino de Madrid el que hubiese tomado, sin mi dichosa intervención, el futuro autor de tanto libro de prosa danzante, preciosa y armoniosa, que había de ser tenido después como un parisiense adoptado, y alabado por escritores de renombre en esta capital de las capitales. Llegó a París a luchas y luchó. Luchó primero en la inevitable Casa de Garnier Frères. ¿Quién diría que el escritor sutil y libérrimo hubiera colaborado en la seria y académica tarea de hacer un diccionario?
Pronto el guatemalteco se saturó de París. Su primera producción, una plaquete hoy inencontrable, a punto de que creo que el propio autor no la tiene, suda el más amizclado y enfermizo de los Parises por todas sus letras. Llegado en pleno hervor simbolista, Gómez Carrillo había ya conocido a todos los dioses, semidioses y corifeos del movimiento. Era amigo de Verlaine, de Moreas, de Reynaud, de Duplessis, de todos los concurrentes a las comidas y reuniones de La Plume.
Su cultura aumentó día por día en este ambiente de arte; y, relacionado con España, comenzó a escribir en la Prensa de Madrid, tan constante y brillantemente, que le han llamado «Príncipe de los cronistas». Entró con el tiempo a formar parte del cuerpo de corresponsales de La Nación de Buenos Aires, y su producción adquirió mayores quilates.
Se dedicó, por higiene, a la esgrima, y esas prácticas le convirtieron en uno de los más conocidos duelistas parisienses. Conoce varias armas, y creo que también el box.
En su obra pasada prevalecen, junto con un inesperado sentimentalismo que se diría romántico, mucha modernidad, la euritmia, las elegancias femeninas, la danza, los personajes de la «comedia» italiana, la anécdota maliciosa, la conversación con sus amigos célebres, la ironía, el halago, la perversidad, el goce, todo lleno de una sutileza francesa de modo que se diría escrito, o por lo menos pensado en francés, en parisiense.
Luego llegaron sus libros de viajes, que le hicieron considerar como el Loti castellano, pues aparecieron dones de penetración, afinidades filosóficas, calma y serenidad, además de sus condiciones de paisajista y descriptor, dueño de una rica paleta, y siempre vibrante ante el espectáculo artístico o la figura sugestiva. Su libro sobre Grecia señaló principalmente la nueva manera. Y su libro sobre la Tierra Santa, adonde hiciera recientemente una visita, es, a mi entender, lo más firme, lo más sentido, lo más meditado y estudiado de toda su obra; pues quizás, así fuese por un momento, influencias ancestrales despertaron en él la verdadera emoción y la seguridad ideal, sin lo cual nada se escribe de duradero y de firme. Y realizó un bello, armonioso y erudito libro. Es un escritor dichoso.
¡Antes de aparecer su obra, un obispo de Colombia le ha excomulgado! Lo cual hará para Jerusalén y la Tierra Santa una singular propaganda.
Le han prologado y alabado sus libros, escritores como Paul, Adam, Jean Moreas, Emile Faguet, Catulle Mendes, Vicenti, Cortón, quien estas líneas escribe, y otros nombres más. ¡Si este diablo de hombre quisiese, aun después de la excomunión, le prologaría ahora un cardenal!
El Gobierno francés le hizo caballero de la Legión de Honor.
RICARDO ROJAS
Poned a esta cabeza un turbante de seda, y diréis ser la de un joven maharadja; un fez, y tendriais a un noble egipcio. De la India, del Igipto, de Ceylán, de Oriente en su aspecto; y ello no os sorprenderá, puesto que sabéis de las discusiones sobre las relaciones orientales prehistóricas, entre los aborígenes americanos y los pueblos de Oriente: La cabeza de Ricardo Rojas, la cabeza física, es la de un cacique. A él ello le complace, pues alienta y vive de su América. Un espíritu seductor y un poeta gentil, Eduardo Talero, cuando Ricardo Rojas se preparaba para venir Europa, exclamaba: «¿El poeta Rojas en Europa?... ¿Qué va a hacer? ¿Por qué exponerse a que las grisetas del bulevar lo miren de hito en hito, sin sospechar que bajo el color oliva de su rostro hierve el aceite de una lámpara de oro, y que bajo esas fibras de carbón adusto al peine yacen en huacas de indio las cristalizaciones del sol más linajudo de la tierra? A Rojas, como a los demás poetas bien raigales, debía la República coronarles de roble y ñandubay, y en vez de permitirles estas excursiones por Europa, ponerles en lo mas intrincado de la selva a recoger mieles líricas en los panales y los nidos, a ver de olvidar lo que aprendieron en la escuela y a ponerse en acecho de los sátiros y mafirihadas aborígenes».—«¡Ah!—Contesta Ricardo Rojas, desde París, no sin tristeza siquier dominada por su preexistente carácter—¡si la República coronara de roble y de ñandubay a sus poetas, no buscaran ellos en el éxodo y las peregrinaciones azarosas el lenitivo de sus secretas amarguras, ni recurrieran, para el sustento del camino a la producción forzada y premiosa, que, si no malogra, retarda al menos la obra donde florece el genio de una raza!»—Y luego... «Yo procuré ser útil a mi patria y digno de ella en el extranjero. Yo no llevé mi ofrenda de mirra salvaje a la casa de los pontífices literarios. Yo desdeñé el elogio fácil de los maîtres que ignoraban mi idioma. Yo me acerqué a hombres y monumentos con tal independencia mental, que mis opiniones de meteco sublevaron algo una protesta. Yo dije a públicos del viejo mundo las esperanzas del nuevo. Yo torné más alto y puro mi corazón ante las nobles figuras del arte clásico. Yo admiré de Europa la razón secular de su cultura, e inspirándome en ella, prediqué a mis lectores del Plata un evangelio de belleza...; la devoción al ideal como contrapeso a los esplendores materiales. Ahí reside para mí la diferencia entre las viejas y las nuevas civilizaciones, y al admirar de estas sociedades la tradición civil de su cultura, no lo hice en detrimento de las cosas nativas: antes bien, procuré dar nueva vida a ese culto europeo del ideal como la pasión americana de mi alma, que enardeció la ausencia.» Este es el hombre. Y al conocerle os conquistan bondad y talento. Y la primera condición ¡cuán rara ahora en un intelectual! Su pensar crece ampliamente. Consagrado al culto patrio, lucha porque se mantenga el principio nacionalista a través de las invasiones que el mundo todo envía a la proficua tierra argentina. Su americanismo y su patriotismo tienen muchos puntos de contacto con los del gran cubano Martí. El trabaja en lo que llama su «evangelización idealista», y dotado del don pedagógico inculca sus enseñanzas en la generación universitaria que le escucha. Todo eso en el comienzo de su camino.
Hace cinco años, en el manoir de Boultous, después de haber yo hecho la presentación del poeta argentino al príncipe lírico de las analogías y de las imágenes en lengua francesa, al grande y bueno Saint-Pol-Roux, llamado el magnífico en los bellos tiempos del simbolismo francés, nos pusimos a hablar, durante el almuerzo y a la hora del champaña, de nuestras respectivas edades. Y al decir Ricardo Rojas la suya, una palabra brota de labios del maître de réans, de la señora de Saint-Pol-Roux, linda y gentil, de los hijos, Divine, Coecilian, Loredan; y esa misma palabra era: ¡Bravo! Se aplaudía, como un bello verso o como una música amable, la confesión de la más lozana juventud.
En plena juventud, pues, trabaja ese cultivador de ideales y constructor de sueños. La producción que ha dado ya, garantiza para mañana copiosas y firmes obras. Pocos como él poseen igual suma de inquebrantables y nobles deseos y esa virtud de consagración, sin aportar constante brega o sacrificio para llegar al punto ambicionado, que no es sino, en los señalados, una etapa que inicia nuevos caminos y ascensiones.
Sus calidades de pensador y de estudioso y sus disposiciones catedráticas, se advierte en obras como La restauración nacionalista, la introducción a la Bibliografía de Sarmiento, y el excelente libro sobre el abolengo de los argentinos titulado: Blasón de plata. Asimismo, en sus Cartas de Europa, hábil, documentada y nutrida labor de periodismo, pero en donde, como en todo lo de Rojas, encontraréis de pronto el poder lírico, el tender a la trascendencia, y una armoniosa y aun elocuente riqueza verbal. Y a esto no dejéis de agregar la emoción, pues él también es un sentimental, un sensible y un sensitivo.
En estas líneas, concentradas y sintéticas, no quiero ni puedo hablaros de sus procedimientos, de sus parentescos mentales, de su técnica. Ello conviene a otra clase de estudio. El poeta se inició con La Victoria del hombre, obra poemal que no se avenía con mis gustos, pero en la cual hallé, como me acontece con cualquier obra de cualquier escuela o de cualquier autor, la parte de belleza que podía satisfacerme y que podía admirar. Luego he leído Los lises del blasón, libro de un excelente artífice, exquisito y frío, trabajado y pulido, y en el cual se siente el dominio de la forma, erudición poética, y voluntaria o involuntaria fuerza de asimilación. ¿Mas en quién, aun entre los mas grandes, no encontrar un antecedente o semejanza en el prodigioso universo de la Lira?
Este libro de poesías me ha hecho pasar gratos momentos; no seré yo quien se detenga a señalar lo que por completo no satisfaga. Sólo afirmaré que si peca, es por exceso en el deseo de perfección, o por dilectantismo en los descuidos. Marmóreo, amador de lo clásico, moderno, sapiente o «funambulesco», quien ha escrito esos versos es un apolonida, un prestigioso tocador del instrumento divino. Yo me precio de comprender su espíritu y de admirar su feliz consagración. Mucho debo también a sus gallardos entusiasmos y a su afecto. Gongora, Banville, Montesquieu, celebrarían más de una de sus ejecuciones. ¿Y quién no alabará a quien en su retiro compuso esos poemas, varios como las cosas y los días, en loa del Amor, de la Amistad, de la Belleza, de la Patria, que fueron tregua y ornamento en medio de la vida amarga y bella? Vendrán frutos de mayor jugo y más completa sazón; vendrán productos más temperados y de vastas proyecciones; pero el frescor de las horas primaverales permanecerá en las cosechas primigenias.
Hay un soneto final en el volumen en que me ocupo, que hace ver un Ricardo Rojas supersticioso, como cumple a un verdadero interrogador de los misterios del mundo. Tratan esos catorce versos de la malhadada profecía de una gitana, que al probar en el poeta su saber quiromántico, interpretó el fatídico signo de una muerte temprana:
Deme esa triste dicha de perecer mañana
La Lívida que acecha mi paso en el camino,
Cuando aún mi carne llore por el arte divino
Y arda mi alma en la lumbre de su pasión humana.
Corte el hilo invisible de mi vida su diente,
Antes que se marchite la rosa de mi frente;
Mas concédame, al menos, en mi destino raro,
Realizar en el mundo la visión de mis sueños,
Que es dejar a otra frente mi corona de ensueños,
Y mi amor en el ritmo de poema preclaro.
&nsbp
Las gitanas, como todas las sibilas, suelen con bastante frecuencia equivocarse, y el poeta tiene posiblemente en su vigor de voluntad el secreto de su vivir. Después de Los lises del blasón, después de El Libro de Perséphone, después de La Sangre del Sol, dos libros, estos últimos, que aun no conozco, han de venir otros más firmes y melodiosos poemas. Y el patriótico idealista completará también la tarea para la que ha nacido.
MANUEL UGARTE
El Sr. Manuel Ugarte, tan ventajosa y profusamente conocido en la Prensa hispanoamericana, en España, en el elemento socialista de Francia; que ha sido un ferviente adorador de las musas y de las gracias; que recientísimamente ha publicado un libro de gran resonancia, que ha tenido comentadores hasta en el lejano Japón, El porvenir de la América latina, recorre hoy los países de nuestro continente e islas castellanas, dando en conferencias voces de alarma, señalando, gesto complementario de su doctrina opuesta, el peligro yanqui. Ya en Cuba, y a pesar de que ha mentado la soga en casa del ahorcado, fué recibido con la usual ferviente gentileza que, para los escritores extranjeros tienen los hombres de letras cubanos. Los merecimientos de Manuel Ugarte harán, desde luego, que en todos los países que visite sea acogido con fraternal cordialidad.
Supongo que las prédicas del nuevo cruzado expondrán y desarrollarán el espíritu de su libro, que él llama sencillo, pero que no lo es tanto como su modestia lo declara. Hay en él ideas, estilo, entusiasmo, y, hasta el águila de la cubierta, que lleva en las garras el pabellón de los Estados Unidos, había de llamar la atención sobre todo al yanqui. Así fué que, en la tierra de los dólares, fué examinada o combatida su obra, mayor y más detenidamente que en ninguna otra parte. Tal libro es un libro de buena fe, que diría Montaigne, un libro que, para el ideal que sostiene, hacía falta. El grito de alarma se había dado ya líricamente. Vargas Vila, entre otros, había lanzado terribles clamores; José Martí, más de una vez, había dicho cosas bellas y proféticas sobre el acecho de los hombres del Norte. Yo mismo, hace ya bastante tiempo, lancé a Mr. Roosevelt, el fuerte cazador, un trompetazo, por otra parte inofensivo. Pero esas son cosas de poetas. El volumen de Manuel Ugarte es trabajo de estudioso, con observaciones felices, erudición, método, y, aunque el autor no lo quiera, literatura. Y, sobre todo, ha sido un volumen sensacional. Todo ello es hermoso, plausible y meritorio.
«Claro está—dice Manuel Ugarte—que todo grito de polémica tiene que levantar objeciones. Unos censurarán la desconfianza que nace acaso de la contradicción, entre el valor inapreciable de nuestro porvenir y la debilidad que nos imposibilita para defenderlo. Sois, nos dirán, como el niño que ha cogido una mariposa y la aprieta en el hueco de la mano a riesgo de destruirla. Otros criticarán el optimismo, brote espontáneo de una concepción batalladora y enérgica de la vida. Los más hostiles pondrán en tela de juicio el interés del estudio. Los más hábiles le darán un alcance que no tiene. Éstos le motejarán de antipatriótico. Aquéllos verán en él un síntoma de imperialismo. Y condenada aquí a una circulación silenciosa por las conspiraciones inútiles, levantada allá por las olas confusas de las divergencias, la obra estará siempre lejos de conseguir una aprobación unánime.» Yo no soy de los hostiles, y digo: el libro es interesante, muy interesante. Aplaudo el optimismo, porque es bello y saludable. Celebro la intención romántica y generosa. Y después de aplaudir el libro, aplaudo el viaje. Pero... en cuanto a los resultados, me declaro absolutamente pesimista. Unos pueblos en donde el dólar impera ya, están contentísimos según parece. Y en los otros, hay quienes tienen envidia a los primeros, y desean que el monstruo les devore. «Conozco al monstruo porque he vivido mucho tiempo en sus entrañas», decía José Martí, desde New-York. Y los pueblos enfermos parece que dijesen: «Señor monstruo, le damos las gracias, puesto que nos va a comer en salsa de oro».
Por lo que toca al autor y oral propagandista, no es detalle secundario lo que se diga de él. Y yo digo que, aunque el porvenir de la América Latina sea el previsto fatalmente, Manuel Ugarte, con sus esfuerzos en el libro, en la Sorbona y en el viaje, habrá ganado el mejor laurel para su cabeza.
ANGEL ZARRAGA
Llegó de tierra mejicana a Europa joven, muy joven.
Escribía versos, pintaba cuadros, estaba lleno de ilusiones de gloria.
Los versos y las pinturas revelaban un hermoso y fresco talento, en el cual se encontraba una cuidada cultura, la decisión y la pasión del artista nacido y la chispa americana.
Se fué a la madre patria, a España; los versos fueron poco a poco quedando en segundo término y Angel Zárraga, como poseído de su verdadera vocación, buscó a los maestros pintores peninsulares, visitó y estudió el Museo del Prado, entró al taller del admirable técnico que es Sorolla; aprendió todo lo que pudo aprender; se relacionó con los intelectuales, fué íntimo de Valle Inclán, de los Baroja; se unió a los jóvenes que hoy brillan en el arte español. Luego fué a Bélgica, ensayó tales o cuales novedades, neo-impresionismo, divisionismo; dejó piafar su juventud ansiosa. La reflexión llegó, y cambió los nuevos buscadores por los viejos maestros. Quintín, Metsys, Memling, todos los grandes flamencos fueron admirados y comprendidos por el hijo del país azteca, que lleva sangre vasca en las venas. En Holanda conoció y trató a más de un raro de la pintura, como ese misterioso y singular Toorop, sobre quien se diría ha soplado una ráfaga venida de las entrañas de la antigua India. Luego, Angel Zárraga pasó a Italia, y fué encantado por la más maravillosa y deleitable música de los ojos, con los poderosos creadores del Renacimiento, con los príncipes del dibujo y reyes del color, con los suntuosos y soberbios decoradores de iglesias y palacios que dejaron a los siglos sus tesoros de gracia y fuerza pictóricas. Mas no fueron solamente los italianos, sino otros grandes de otras partes quienes prefiriera su deseo de perfeccionamiento. Y así ha escrito Rodolfo Panichi: «Il Rembrandt, il Morone, il Tintoretto, il Velázquez, il Goya, sono i veri maestri che lo Zárraga ha nell' ánima e nell' ochio, ed egli si pone il principio che, coi mezzi meravigliosi dei Veneti del decimosesto secolo e degli Spagnuoli del decimosettimo si possa esprimere tutta la complessità e l'inquietudine della vita contemporanea. Egli trascura pertanto ogni artificio di tecnica moderna, riescendo ad ottenere una luminositá composta, una intonazione gradevole e poetica, alla quale tuttavia i suoi studi sulla divisione e sovraposizione del colore devono avergli giovato notevolmente. Cosi, se c'e talora nei suoi lavori un senso di manierismo nella distribuzione delle parti principali, e di convenzionalismo negli accessori che ricordano le composizioni del nostro risorgimento, egli resta però psicologicamente indipendente». Y es lo cierto que, de su incursión por el espíritu del arte moderno, han resultado obras que tienen una característica, un sello personal inconfundible en figuras magistrales, sólo que, como lo hace notar el mismo Panichi, el tipo de los campos es distinto, «es el país castellano, son los contornos de Toledo y de Segovia los que el pintor siente y reproduce: un país lleno de melancolía y de tristeza...» En España ha encontrado Zárraga muchas de sus figuras. La vieja que ora, arrugada y triste de una pena secular; La mala consejera, la celestina de cara de buho, junto a la muchacha rozagante, carne de vicio; La bailarina desnuda y la trotaconventos maternal; La mendiga y la vieja del rosario y El Tríptico de las dos mozas ferrosas y el viejo del escapulario, apretado, amojamado, pero viviente de su vida sórdida, devota y tradicional.
¡Y las lindas figuras femeninas de Angel Zárraga! La del Don, Marta y María, ascetismo y voluptuosidad; el otro cálido desnudo de la Alegoría del Otoño, cuadro digno de los buenos tiempos de Venecia; un precioso retrato de adolescente; la dama arrodillada ante el San Sebastián, un tanto paganizado del Voto, que se expuso en el pasado Salón de Otoño; la hembra de la femme et le pantin; y, sobre todos, esa maravillosa Novia, cuadro que con sus dos desnudos es un canto misterioso a la arcilla ideal, al hechizo enigmático de la mujer, y que, vagamente sugiere en la simbólica Granada entreabierta, el arcano amoroso y la iniciación de las iniciaciones. Paso a paso, consciente y con seguridad, va Angel Zárraga camino de la gloria.
ALBERTO DEL SOLAR
La Real Academia Española, que acaba de abrir sus puertas al escritor chileno Alberto del Solar en calidad de miembro correspondiente, ha realizado un acto de completa justicia. Ha tiempo que el autor de tantos libros plausibles, que acaban de aparecer compilados en una bella edición de Obras Completas, era merecedor de tal homenaje. Fuera de sus méritos de novelista, de narrador, de poeta, de autor dramático, ha sido siempre cultivador de la tradición castiza de nuestra lengua, y no ha transigido ni aun con la singular costumbre, que creo que se debe a D. Andrés Bello, de usar la i latina como conjunción en los casos en que todos usamos la y griega o ye. Va bien, pues, Del Solar, entre los que tienen por especial misión limpiar, fijar y dar esplendor al idioma castellano.
Una de las particularidades que distinguen a Alberto del Solar es su americanismo, demostrado desde antaño. Desde sus recuerdos sobre la guerra del Pacífico, en la cual, siendo muy joven, tomó parte por mar y por tierra, hasta sus últimos trabajos, casi todos, todos puede decirse, se refieren a nuestra América, y principalmente a Chile, su patria, o a la República Argentina, patria de sus hijos.
En esos recuerdos a que me he referido brilla un vibrante amor de la tierra natal, y de sus glorias, y se habla con palabras de verdad y de entusiasmo—«yo vi, yo estaba allí»—del heroísmo del soldado chileno, de su terribleza y de su resistencia. Y no hay, desde luego, ninguna manifestación de odio o rencor al enemigo. En la novela Huincahual, que pasa en tiempos del antiguo Arauco, y que habría regocijado a Marmontel y logrado la aprobación de Chateaubriand, se trata de luchas y amores entre personajes de las razas contrarias: la conquistadora y la autóctona. La narración es clara, sencilla, con justa y precisa erudición, como que se apoyaba el autor en documentos del eminente americanista Medina, y de un interés sostenido y atrayente. «Me ha gustado e interesado tanto, que pienso hablar de ella cuando hable de otras novelas hispanoamericanas», escribía D. Juan Valera.
En Rastaquouere, otra novela, trabaja Del Solar en materia contemporánea y graciosísima; está muy galanamente escrita, y contiene muchas y muy saludables enseñanzas.
La novela Contra la marea, entusiasmó a poetas como Rafael Obligado, cuando fué leída en reuniones literarias en casa de ese noble e ilustre amigo; yo asistí a algunas durante mi permanencia en Buenos Aires. Es también labor americana, de ambiente argentino, y en ella, como en El Faro, otra novela escrita sin que conociese el autor La Tour d'Amour, de Rachilde, aparece uno de los elementos que ejercen mayor atracción en la facultad imaginativa y creadora de Alberto del Solar: el mar.
En las concertadas líneas de esta «cabeza» no podría ni someramente juzgar ni presentar toda la obra ya numerosa de mi eminente amigo. Alguna vez—hace ya años—expresé mis elogiosos pensares en el prólogo de uno de sus libros. Hoy podría agregar que ha contribuído a la formación del teatro nacional argentino, con la presentación de más de una obra celebrada a pesar de lo dificultoso de la empresa. De su comedia El doctor Morris, que creo se ha representado también en inglés, decía el poeta Díaz Romero: «Es una de las obras de teatro más seductoras que se hayan representado en este país». Y de El Faro, Chacabuco y otros trabajos se han hecho los juicios más satisfactorios.
Mucho habría que decir del crítico, del conferencista, de algún excelente ensayo de historia; mas ello no cabría sino en líneas mayores. Debo, sin embargo, hablar del poeta. Y aquí volveré a recordar cómo aviva su fantasía, y le mueve a expresarse métrica, sonoramente la vasta influencia oceánica, advertida desde su infancia en la pintoresca y encantadora Valparaíso. Cuando aparecieron en La Nación, de Buenos Aires, versos de Del Solar, el hecho causó asombro. Sus colegas de la prosa se asombraron: ante los mundanos y ante los de los millones perdió méritos; los poetas, celosos de su ciudad sagrada, le exigieron el schiboleth. Con todos ellos supo entenderse; y al publicar recientemente su poema El Diamante azul, en que siempre aparece la prodigiosa Thalassa, se ha visto que se trata de un verdadero lírico, conocedor de nuestro parnaso y de los grandes poetas ingleses, y cuya factura de corte clásico no le impide vuelos muy modernos, pegaso y aeroplano. Páginas entusiásticas se han escrito sobre ese hermoso poema—entre ellas una notable de Luis Berisso—, y en ellas se alaba el dominio de la expresión y la fuerza imaginativa. Yo he leído con detención esos resonantes y ágiles versos que expresan un significativo «mito» y que juntan la gracia de las ficciones y metamorfosis antiguas a un tema que no puede ser más real, en las férreas y mecánicas tragedias de nuestros días: el naufragio del Titanic. Una leyenda comentada por los diarios a raíz de la pérdida de aquel colosal barco, dió motivo a que Del Solar escribiese su conmovedora y musical obra, y el poema surgió, digno del poeta y de la poesía.
JACINTO OCTAVIO PICON
La reciente elección de la Real Academia Española ha sido, con justicia, muy bien recibida en los círculos intelectuales. El elemento antineo se ha sentido con gran regocijo; pues hubo lucha en el reino gramatical, y, sin la oportuna llegada de votos importantes como Galdós y Sellés, es casi seguro que hubiera triunfado el candidato conservador, el eminente anónimo D. Angel María Decarrete. Picón es un espíritu simpáticamente vivaz, uno de los mejores escritores de su país y un gentleman cuya corrección se viste de amabilidad: hice, pues, mi visita a Picón.
Yo no le conocía personalmente; no obstante, un académico siempre tiene ante nuestra imaginación cierta gravedad doctoral: así, mi sorpresa, al ser presentado, no pudo disimularse: nada de lo imaginado, ¡ni siquiera anteojos! En su garçonniére, donde preside el más discreto y elegante gusto en el arreglo y decoración, vive entre libros y obras de arte: viudo que parece más joven que sus hijos ya hombres. Hidalgo antiguo con el aspecto de un clubman moderno: dedicado a sus libros viejos para saber y decir cosas nuevas. Al mirar, los ojos finos parecen que registran las intenciones; el ademán es franco y noble, el apretón de manos da la sensación de la sinceridad. Es afectuoso y varonil, sin melosidades falsas ni chinerías de fórmulas. A poco, ya estamos viendo una nueva edición del Quijote hecha en Inglaterra; y con tal causa admiro su conversación erudita, su pericia de bibliófilo y su seguridad crítica. Me muestra buena parte de sus libros raros, de sus ejemplares preciosos, con orgullo de buen artesano que supiera la calidad de sus útiles, con el aire de un maestro de armas que enseñase sus mejores espadas y floretes. Ya es un curiosísimo libro de refranes, ya un Quevedo que tuvo entre sus manos la censura de la Inquisición, con versos y estrofas tachados, que en las ediciones posteriores, o están reemplazados por puntos suspensivos, o suprimidos; o ya por mostrar lo que es el lujo aristocrático de la tipografía española, volúmenes de Monfort, de la imprenta real, o de Sancha.
—«¿Un cigarrillo?»
Tengo que confesar, con verdadero encogimiento, que me es extraño el
Agréable tabac, charmant amusement
Qui d'un langage muet entretient en fumant,
como dice el ramplón rimador del Portrait Universel; y como se sorprendiese—¡Un americano que no fuma!—sostengo el honor de nuestro continente citando a nuestros más ilustres fumadores, comenzando con el general Mitre.
Le pregunto algo sobre la recepción en la Academia y cuándo se verificaría.—«Vea usted—me dice—, ha sido costumbre generalmente adoptada en este Instituto, que los académicos elegidos dejen pasar tres, cuatro, cinco y hasta nueve años para ingresar en sesión pública y pronunciar el discurso de reglamento. Yo pienso hacerlo probablemente a principios de año, quizá en el próximo marzo. Y me salgo de la regla por varias razones, y no es la menor el que sea D. Juan Valera quien tenga que contestarme. Nuestro D. Juan está, aunque todavía fuerte, en una edad muy avanzada, ciego: y una enfermedad a sus años, por leve que fuera, le impediría ocupar su puesto en mi recepción. Confieso que prefiero salirme de la costumbre académica a privarme de la honra y el placer de que sea Valera quien me reciba al ocupar mi sillón. Además... (y aquí no sé si sea indiscreto como amigo, aunque lleno mi labor de periodista, al reproducir las palabras del Sr. Picón), además, los neos se han portado muy mal conmigo en esta emergencia. Los académicos que me apoyaban, habían anteriormente ayudado a la elección de un candidato conservador, con la condición de que mi candidatura no encontraría obstáculo de parte de aquéllos. Pues bien, ahora, si he podido vencer, ha sido con la oposición de ellos, y gracias a que dos votos que faltaban llegaron a tiempo, haciendo viaje exprofeso Galdós de Santander y Sellés de Portugal, en donde a la sazón se encontraban. Quiero, pues, entrar pronto y ocupar el puesto que me corresponde entre los de filiación; contribuir a evitar algunas cosas y a realizar otras...»
Yo miraba a aquel hombre nervioso, vibrante de intelectualidad, en lo más firme de sus años, extranjero entre calvas y «pelucas», y recordaba sus páginas valientes de arte y de idea; sus varios pinchazos a la misma Academia, como aquella graciosa nota de un capítulo de Dulce y sabrosa: «El autor había escrito manguitos. La Academia dice mangotes. ¡Paciencia!»; su libertad de juicio, su continuo volar hacia adelante sin perder por esto sus adoraciones antiguas y cultos clásicos; sus declaraciones de partidario del progreso moderno y hasta sus audacias de socialista; y frases como aquella que en un prólogo suyo le declara «soldado raso, contra todas las ideas casi vencidas de lo pasado y a favor de las esperanzas de lo porvenir, no triunfantes todavía». No llega, pues, con las simpatías de los inmortales ortodoxos. Mas puede decir al entrar las palabras de Warburton a lord Sandwich: Orthodoxy my Lord, is my doxy.
—Lo que será reñido—le dije—, es la elección de presidente, que debe estar próxima, pues el conde de Cheste enfermo, y cerca de los cien años, deberá tener pronto reemplazante.
—Sí. Los neos querrán imponer a su candidato y nosotros haremos lo posible por impedirlo.
—Pero usted atacaría a Menéndez y Pelayo—le pregunté, pensando en el más meritorio del grupo conservador.
—No se trata de Menéndez y Pelayo. Marcelino, que, con su alto pensar y su inmenso saber, no se ha sujetado al cenáculo intransigente, ni se ha prestado a ciertas combinaciones, es ahora poco simpático a una parte de los académicos de su partido. Así es que, al llegar el momento de elegir sucesor al conde de Cheste, como habría disidencia al tratarse de Menéndez y Pelayo, todos por unanimidad votarán a Pidal.
—Debe estar usted muy satisfecho de ir a ocupar el sillón de Castelar.
—Ciertamente, y en esto saldré también de los usos de la Academia: en que no haré el exordio acostumbrado sino que, como «Castelar» es el tema de mi discurso, entraré llanamente a hablar de Castelar y su obra, tal como yo pienso del asunto. Para eso estoy leyendo todo lo que sobre Castelar se ha escrito. Fuí muy amigo suyo. Ha sido el último de nuestros grandes estadistas. Hombres, así, soñadores o no, nos hacen falta...
Aquí la conversación entró en otro terreno. Dos diamantes de energía pasaron por los ojos penetrantes. Era el hombre amante de su pobre patria venida a menos; el conocedor de las desgracias actuales y de sus causas.
—Ha venido usted a vernos en momentos terribles para España. Ha caído nuestra amada y grande España muy abajo; y lo peor es la espantosa enfermedad nueva aquí, que ha atacado a esta tierra: la conformidad, la indiferencia con el desastre, el encogimiento de hombros ante la ruina. Crea usted: aquí no nos hacen falta inteligencias, no estamos necesitados de talentos que se encuentran a cada paso: lo que no tenemos son voluntades, la abulia es la adolencia actual nuestra.
La antigua alma española ha sufrido como una transformación. Antes se habría puesto el pecho al frente, se habría luchado por la reconstrucción del perdido poderío; se habrían multiplicado los esfuerzos. Hoy, apenas se oye el levantamiento de iniciativas individuales. Y el primero en impedirlas es el Gobierno. Por un lado apatía, por otro políticas dañosas y descuido de los verdaderos intereses del pueblo español; saque usted la consecuencia.
Y nuestro eterno enemigo: ¡el expediente! El papelerio cierra el paso a toda obra, desde la más elevada hasta la más modesta. ¿Cómo va a prosperar España si lo primero que hay que pasar, para la menor cosa que implique un adelanto, es una montaña de expedientes y ríos de tinta oficinesca? Voy a contar a usted un caso:
En cierta provincia hubo un individuo que quiso dotar al pueblo de su residencia con una cañería. Creyó que para hacer aquel bien municipal le bastaría con su dinero y con su buena voluntad, y encargó los tubos y materiales necesarios para llevar a cabo la obra. Pero sucede que, junto al pueblo de que hablo hay una carretera, y precisamente bajo esa carretera debía pasar la cañería que conduciría el agua a la población. Comenzaron los trabajos, pero como había que remover el terreno de la carretera, la Autoridad manifestó al vecino generoso que tenía que pedir el permiso necesario para continuar la obra. Se dirigió al Ministro y en el Ministerio se tardaron largos días para, por último, ponerle «pase a la Junta consultiva»: la tal Junta consultiva envió a su vez, después de un tiempo enorme gastado, el expediente a otra Comisión, creo que de ingenieros oficiales. Allí la cosa tardó no sé cuántos meses, para pasar después a la Junta y al Ministerio, y ¡no sé a dónde más! Resumen: mientras los papeles iban de Herodes a Pilatos, los materiales de la cañería se arruinaron; el pueblo no tuvo agua, el vecino gastó su dinero y su paciencia; ¡pero triunfó el papel sellado!
Toqué el punto de la intelectualidad, del trabajo mental, de la producción literaria. No se manifestó Picón muy optimista. Desde luego, al hablar de la crítica expresó más o menos—con gran placer de mi parte—, ideas, opiniones y observaciones iguales o semejantes a las que os he comunicado ya. Pero, llamáronme bastante la atención revelaciones como ésta: que aquí no puede haber crítica imparcial, o con simples preocupaciones de arte, por razones de pura consideración personal y a veces hasta de caridad... Un autor publica un libro, cuando no es un escritor rico, para tener que echar algo al flaco puchero de su casa. Ese autor tiene familia, mujer, hijos; conoce a todo el mundo y todo el mundo le conoce, pues en el de las letras se vive en Madrid como en familia, y el crítico que «pega un palo», como dicen aquí, al libro de aquel autor, sabe que contribuirá al hambre de muchos inocentes. (Desde luego, yo tenía deseos de observarle a este propósito que en la campaña argentina se necesitan brazos y se hacen fortunas.)
Lo propio que con los autores acontece con los cómicos. Una infeliz tiple que sostiene con sus sacrificios artísticos a su familia, tiene de su parte el buen corazón de la crítica, que no querrá evitarla los garbanzos. Luego, críticos y autores se ven a cada paso y son más o menos amigos. «Si Clarín residiera en la Corte y no en Oviedo, le aseguro que no escribiría con la independencia relativa con que escribe.»
Y esto traía a mi recuerdo el aspecto de la mayor parte de los «luchadores por la vida» o struggleforlifers de la pluma que circulan por Madrid en situaciones lamentables. La perpetua preocupación del «sablista» en los artículos satíricos y caricaturas, las levitas melancólicas, los sombreros imposibles, la indumentaria toda amargamente reveladora en el gremio. ¡Ah! los felices que logran seis duros en un periódico por un artículo. ¡Ah! los que hablan de cosas fabulosas, entre envidiosos y asombrados: «¿Sabe usted cuánto le pagan a Valera por artículo? ¡treinta duros!» «¿Sabe usted cuánto gana Cávia al mes? ¡Una barbaridad!» ¿Y el joven que mira la suerte del autor de teatro que logra triunfar, lo cual constituye ciertamente una verdadera ganga, y se lanza a buscar su Eldorado de las tablas con una pieza que no le han de representar nunca? ¿Y el soñador infeliz que tiene que contentarse—¡y gracias!—con dejarse de literaturas y reportear largo y tendido por doce o quince duros mensuales?
Tal pensaba al despedirme del nuevo académico, al salir de su encantadora casita de rico, donde se da los lujos que le vienen en antojo y compra estampas raras y ediciones princeps.
Su obra es ya considerable, desde sus Apuntes para la historia de la caricatura, hasta su valioso volumen sobre Velázquez recién publicado, en la crítica de arte, y desde Lázaro hasta sus Novelitas. Pero para mí, y para todo el que tenga el gusto de lo humano y de lo pulcro, aparece como el más preciado fruto de su árbol literario esa Dulce y sabrosa, manzana de Garcilaso, novela de maestro, figuración llena de vida y hechizo. Libro es ese en que se nos presenta el deseo incontenido de lo lejano, de lo que no poseemos, de lo difícil, antes que el deseo de lo imposible, tan íntimo en los artistas. Dulce y sabrosa es la mujer amada, lograda y dejada; pero que luego en poder ajeno despierta una nueva ansia de posesión y arrastra hasta la locura por conseguirla. Todos hemos tenido nuestra Cristeta; todos en lo hondo de nuestro pecho somos un poco Todellas. Y esa fabulación sencilla y vestida de una realidad que admite una confrontación inmediata, deja al gustarlo una grata sensación de descanso. Jamás un final semejante ha establecido más bellamente la libertad del amor como cuando acaba «esta entre verídica e imaginada historia, con el raro ejemplo de una mujer que todo lo pospone al deseo de ser amada». En lo que respecta al estilo, Picón es castizo hasta la medula, pero con una cultura moderna como la suya, junta a los donaires y elegancias de sus viejos autores la manera de describir, por ejemplo, y de sentir ciertas cosas, que poseen los maestros contemporáneos de las literaturas extranjeras. Lo que constituye una característica suya, su especialidad, es el modo cómo penetra el arte y cómo agrega, con elementos plásticos, a la arquitectura de su obra, singulares bizarrías y gracias. Tanto más que, por haber leído seguramente mucho a los místicos españoles, hay en el alma de su discurso, casi a cada paso, un ímpetu espiritual, un deseo de vuelo, un querer y un aspirar a la altura, que en pocos escritores contemporáneos se pueden hallar en España. No es un incrédulo este liberal. Cree, ¡al contrario!, en la eterna Divinidad, esto es, en la eterna justicia, en la eterna bondad y en la eterna belleza. Por eso se deleita en la construcción de sus ensueños de regeneración social, quiere a los infelices de abajo, y canta los besos y celebra las «batallas de amor en campo de pluma» con las mujeres hermosas.
FRAY CRESCENTE ERRAZURIS
Esta cabeza religiosa está llena de cordura, de ciencia, de erudición y de sutileza. Es una de las más fuertes de Chile. Si estáis ante él, sus miradas agudas penetrarán hasta lo mas hondo de vuestras intenciones. Si os enseña, tendréis que aprender mucho en saberes humanos y divinos. Si queréis ser su contrincante, tendréis que prepararos a la derrota. No solamente se ha ejercitado en disciplinas teológicas y de religión, conforme con su vocación y estado, sino que se ha nutrido de letras profanas, de acuerdo con San Buenaventura o San Gregorio Nacianceno, San Juan Damasceno u Orígenes. Podría, como Sedulio, ser llamado vir scholasticissimus.
Cuenta ya largos años de vida, y ha dado a su patria vigorosos productos de su entendimiento, y habiéndola servido en el siglo, continúa en el claustro dándole lustre y sana gloria.
Se dedicó a los estudios históricos, y ello me hace recordar el párrafo en que Cicerón habla de que: «uno de los principales deberes de los Pontífices máximos de la antigua Roma, era el escribir lo que se llamaba «grandes anales», y ponerlos de manifiesto en su casa, para que todo el mundo tuviese la libertad de tomar lo que quisiera de aquel tesoro de la república».
La Memoria sobre Seis años de la historia de Chile, dió al P. Errazuris fama de concienzudo narrador y escritor gallardo. El Sr. Huneeus Gana dice de esta obra, en su libro sobre la producción intelectual de Chile, que es «por su extensión, y también por su prolijidad, uno de los libros de mayor erudición histórica que conocemos, sobre sucesos parciales y épocas determinadas. Abraza la narración fidedigna y comprobada, escrupulosa y completa, de los días mas aciagos y sangrientos de toda la Era colonial (23 de diciembre de 1598 a 9 de abril de 1605), es decir, desde la muerte del lamentado gobernador D. Martín García Oñez de Loyola, hasta la segunda llegada del gobernador D. Alonso García Ramón». Y agrega con justificado entusiasmo el Sr. Huneeus: «Esta narración, que atraviesa el campo áspero y luctuoso de una de las epopeyas más sangrientas y heroicas de la Humanidad, que refiere minuciosamente las jornadas homéricas y casi increíbles de Curalaba y Cadeguala, y que narra con serenidad la espantable destrucción de Villarrica, y las sublimes heroicidades que allí desplegaron vencidos y vencedores; este libro, que resume, en fin, el período álgido y crítico de la guerra inmortal entre españoles y araucanos, y que parece más la obra de un valiente soldado escritor que la de un fraile literato, debe considerarse, en justicia, como la obra histórica de más empuje y de más vigorosa unidad que se ha escrito sobre período alguno de nuestra vida colonial». Tales palabras se justifican con el conocimiento de la labor fuerte, elegante y minuciosa de ese estudioso admirable, a quien la soledad y el retiro dará mayor concentración para sus actividades mentales. Ya sus Orígenes de la iglesia Chilena, que le dan el puesto de un Baronio hispanoamericano, afianzaron su autoridad y su prestigio. Fr. Crescente será más tarde un clásico, por su estilo lleno de pulcritud y elegancia, y porque todo en su obra es ordenado. El ha seguido bien la palabra de San Agustín: Illud a me accipiatis volo. Si quis temere de sine ordine disciplinarum inrerum cognitionem audet irruere, pro studioso illum curiosum pro docto credulum, pro cauto incredulum fieri.
En la Historia del pensamiento en Chile siempre surge alguna figura sacerdotal. Desde el ocurrente P. López, el P. Escudero, Fr. Manuel Oteira, cada cual con sus méritos y sus defectos de época y de temperamento, el historiador P. Ovalle, el jesuíta P. Diego de Rosales, Fr. Juan de Jesús María, el P. Suárez de Vidaurre, y los jesuítas Pastor, Olivares, Bel, Ceballos, Ferrufino, Caldera, Rivadeneira, Sobriño, el P. Miguel de Olivares, S. J. historiador, el famoso abate Molina, que escribió en italiano, el obispo Lizarraga, los frailes Oré, también obispos, como Fr. R. Jacinto Jorquera y Fr. G. de Villarroel, el P. P. de Torres, Fr. Alonso Briceño, y otros cuantos notables, como el P. Lacunza, Fr. Antonio Aguilar, el P. Parra y Fr. J. Ramírez, citados por Huneeus, hasta el gran Fr. Camilo Henriquez, Fr. Melchor Martínez, hasta los Eizaguirre, Valdivieso, Salas, Orrego, Casanova, Fernández Concha, Donoso, Jara el crisóstomo, Taforó y otros más, la Iglesia chilena ha tenido activa y aquilatada representación en la intelectualidad del país. Y entre todos resalta con aspecto singular y señalado Fr. Crescente Errazuris, con sus ancestrales cualidades vascas y sus particularidades del carácter nacional, que hacen de él «un hombre», incrustado en un ministro del catolicismo.
Y Chile, su patria le respeta y le admira.
EUGENIO GARZON
Caballeros, he aquí un caballero. Caballero probado en los combates de su tierra uruguaya, caballero de la pluma, caballero de los salones; y con todo eso: quel charmant Garzón!
Su padre fué un bravo, aquel general Garzón de las guerras patrióticas, que en la historia del Uruguay es figura épica, y que ha pintado tan bellamente la palabra del crisóstomo Zorrilla de San Martín. El Sr. D. Eugenio Garzón nació para hermosas empresas, que ha llevado a término con su carácter reflexivo y firme, y su talento de diplomático prodigioso. Este último adjetivo no es mío, es de ese famoso director de diario—¡saludad!—que se llama M. Gaston Calmette... «Notre collaborateur mérite tous nos remerciements et tous vos applaudissements. Son œuvre patriotique est splendide, presque feerique: il a rapproche deux continents! Il a uni les republiques sud-americaines à la republique française, avec une même capitale: Paris. Dont vous avez fait votre ville d'adoption, en même temps que vous faisiez du Figaro votre journal de predilection... Je vous dedande de feter ce diplomate prodigieux...»
Diplomático prodigioso. Él ha contado su aventura figaresca en frases de sabroso humor, en que vemos cómo su paciencia tesonera logra el triunfo. ¡Y qué triunfo! El ilustre ministro de la República Argentina, Sr. Rodríguez Larreta, ha dicho de la obra de Eugenio Garzón en el Figaro, por cierto en un francés amable que intentaré traducir... «es una obra de arte y una obra maestra de tacto, de noble sagacidad y de previsión. No os extrañéis si ella produce en ciertos espíritus la ilusión engañadora de la facilidad, como tantas otras obras maestras».
Una vez lograda la toma de la fortaleza de Villemessant, de Magnard, de Calmatte, he allí a quien yo llamara en otra ocasión el gaucho-dandy, en la prosecución de su proficua labor. Y ella es en su apariencia, sencilla, y en sus resultados, formidable. Son unos pequeños telegramas, llenos de cifras; unos pequeños telegramas que dicen al mundo de los negocios y de las grandes empresas económicas, el estado de progreso, de vitalidad, de las repúblicas hispanoamericanas, especialmente de aquellas que han logrado grandeza y prestigio por el desarrollo de su trabajo y de su riqueza. Y esos telegramitas se ven en los mercados de Europa con un admirable termómetro financiero. De cuando en cuando, un personaje de nuestros países llega a París, y Eugenio Garzón conversa con él, y expone en el Figaro miras y proyectos patrióticos. Y hay en el expositor una serena ecuanimidad, prudencia, mesura, tacto, claridad y habilidad. Luego Eugenio Garzón es un solicitado elemento en la vida social de las colonias hispanoamericanas. Sabidos son su don de gentes, su dandismo discreto, sus facultades singulares de causeur y la multiplicidad de sus vinculaciones amistosas, pues quien le trata una vez queda sujeto al charme de ese gentil filósofo de «monocle» que nos favorece con el bienhechor contagio de su optimismo.
¿Y el escritor? Probado ha sido en el Río de la Plata en los entreveros de la polémica política, en las bregas del diarismo. Mas siempre ha cultivado con esmero su jardín literario, y un libro ruidoso, sobre el archiduque enigmático Jean Orth, le dió no hace mucho tiempo renombre europeo, o, mejor dicho, universal. Tiene por publicar La entraña del boulevard, libro parisiense escrito por un psicólogo y un estilista que no ha perdido la savia criolla, a pesar de sus asimilaciones de París. Mundial publica un capítulo de esa obra, y allí se podrán apreciar las condiciones de nervio y brillo que caracterizan las prosas producidas por esa «cabeza». Su figura es de aquellas que llaman la atención al presentarse, y nada podría yo decir mejor de lo que contiene este párrafo del Sr. Larreta: «Su persona evoca para mí todo lo que en la vieja España servía para distinguir desde lejos la sangre noble y el honor. Creo ver a veces en sus espaldas el negro manto de velludo, con la cruz de Santiago o de Calatrava bordada sobre el lado izquierdo en seda roja. Cuando anda, pienso en el rumor de las espuelas de oro de los antiguos caballeros de Castilla; y si lleva ahora «monocle» es, sin duda, porque ese trozo de cristal hace levantar la cabeza con el mismo gesto altivo e imponente que suscitaba en el rostro la pluma caprichosa que rodeaba el sombrero y caía hacia atrás». Ello vale por la figura de un soneto de Heredia; y Eugenio Garzón es merecedor de tal homenaje.
Célibe—¡Garzón para su garçonniere!—es admirador de las damas hermosas, gusta de las obras de arte, de las grandes empresas, de los altos ideales, de la elegancia, de la cordura, de la distinción. Es sobrio y abstemio. Y realiza este prodigio: tener sus mejores amigos entre políticos, banqueros y poetas.
POLÍTICOS
S. M. EL REY DON ALFONSO XIII
Al entrar en el salón de recepciones—se lo explicará el lector fácilmente—el poeta prevaleció sobre el ministro. Aquella pompa, aquella ceremonia, aquel joven descendiente de los más gloriosos reyes, fueron, por unos instantes, la Historia. Como es costumbre en la corte de España—costumbre que, a pesar de todo, han infringido algunos talentosos y verbosos hispanoamericanos—, no pronuncian discurso ante el Rey sino los embajadores. Yo dije dos palabras para entregar mis credenciales, y luego, pronto estuvo Don Alfonso en conversación conmigo. ¿Podría juzgarlo por esa vez? Desde luego que no. Todos sabemos las preparaciones del Protocolo. Pero, en otras ocasiones, sea que hablase conmigo, sea que se dirigiese a otros diplomáticos al lado mío, pude darme cuenta de la seguridad y cordura con que trata cualquier asunto que inicia. El retrato que en pocas palabras ha hecho de él un observador como el famoso M. Paoli, es de una absoluta exactitud: «Sa haute et fine silhouette s'accusait avec une élégante aisance dans un complet gris clair; un large sourire éclairait son visage fortement hâle, son visage imberbe d'adolescent qu'ornaid un grand nez à la barbe courbe bourbonienne, cumpé en bec d'aigle entre deux yeux très noirs, pleins de flamme et de malice». Y luego la impresión oficial: «Quelle ne fut pas ma surprise, ensuite, lorsque, à Orléans, où l'on avait fixé la première étape officielle, je le vis apparaître, cette fois, en gran uniforme de capitaine général, la physionomie empreinte d'une singulière noblesse, la démarche altière, imposant à toux le respect, par l'impressionnante dignité qui se dégageait de sa personne, ayant le mot juste pour chacun, souceux des moindres nuances de l'étiquette, évoluant, causant, souriant au milieu des uniformes chamarrés, avec une aisance souveraine, montrant du premier coup qu'il connaissait mieux que quiconque son métier de roi». Su oficio de rey. Arduo oficio en los días actuales. Porque la mayoría de las gentes no ven sino la parte dorada y legendaria de esas vidas principales. No saben los cuidados y las inquietudes de hombres que hay en esos personajes simbólicos que encarnan a los pueblos. Por eso es absurda, sobre todo, la ciega preocupación anarquista.
Generalmente se quiere ver en el Rey de España un rey sportmant por su conocida afición a los ejercicios físicos. Ya he dicho en otra ocasión a ese respecto lo siguiente:
La educación del Rey fué como correspondía. Se procuró, sin fatigar su espíritu, darle una cultura apropiada, y teniendo muy en cuenta la poca fortaleza de sus primeros años, se tendió a su mejoramiento progresivo físico, al cultivo prudente y eficaz del corpore sano. De ahí que desde niño se haya aficionado a toda clase de deportes, sin menoscabo de sus condiciones intelectuales y sin descuido de una instrucción tan metódica como variada. Los principales principios científicos y literarios, la historia y las disciplinas militares le fueron inculcados. Inútil decir que la religión tuvo la mejor parte, en quien debía ostentar el hispánico y consagrado título de S. M. Católica, y en quien tuvo por padrino al Pontífice León XIII. Una vez en el caso de tomar esposa, eligió a la bella princesa protestante que, convertida al Catolicismo, trajo sus prestigios y encantos al Palacio de Madrid. Entre la reina Cristina, maternalmente amorosa, austera y tradicional, y la reina Victoria, primaveral, reina de cuento azul, se alza la figura del rey joven, mirando hacia el porvenir en los comienzos del siglo XX. Es un rey caballero. Es un rey gentleman. No es un rey fanático, ni un rey del pasado. Es de su instante histórico, sin perder natural y felizmente el antiguo e invariable concepto de la jerarquía, base de todo Gobierno monárquico. Ama el aire libre, la agilidad, el vigor. Dichosamente libre de la oratoria, en otros soberanos tan puesta de manifiesto, sabe hablar cuando la ocasión llega, y sabe conversar. Posee algo que atrae a las muchedumbres: la simpatía, y algo que seduce al mundo: el valor. Es uno más de la serie de los ilustres Alfonsos de España.
Para el soberano de España no haré nunca mejor que repetir la enumeración de un mi pasado capítulo de mi España contemporánea, sobre los ilustres Alfonsos españoles:
«El I, férrea flor de Covadonga, todavía con la pura savia goda, fuerte como un roble de sus bosques, lancero formidable de Cristo, terror de la morería, y en el corazón primitivo un diamante de nobleza; el II, casi iluminado, favorecido con manifestaciones extranaturales, hombre de lecturas y meditaciones, Alfonso el Casto; el III, el Magno, bizarro y aguerrido desde lo fresco de la juventud, terror del mogrebita, varón de tanta fe como valor; el IV, quien como más tarde el César Carlos V buscaría en un monasterio la tranquilidad espiritual; el V, el de los buenos fueros, legislador y espíritu de Consejo, también luchador feliz con los infieles y sostenedor de la fe; el VI, que aparece soberanamente a su lado la figura del mío Cid el rey de la conquista de Toledo, y que tuvo la previsión de ver hacia abajo y favorecer al pueblo con leyes bondadosas y fueros justos; el VII, Alfonso el Emperador; el VIII, que perpetuó el nombre suyo en las Navas de Tolosa; siendo después, al propio tiempo que caballero de combate, amante de la Sabiduría el IX; el X, formidable figura, cerebro y brazo, el rey de las Partidas, alquimista y poeta, astrónomo y filósofo, cuya palabra aun se escucha y se escuchará en los siglos, ya comience: «Ficieron los omes...», o inicie los balbuceos encantadores de sus toscas estrofas; el XI, que juntó la habilidad política al vigor militar, monarca de largas vistas y uno de los más amantes de sus súbditos; «y a quien verá muy cerca—agregaba—animado por la palabra maternal, por el inmediato eco de su vida; será su padre. Será para él el rey modelo y honrará la memoria de el Pacificador. A él le ha tocado un tiempo de decadencia de todo ideal, de despertamiento de odios, de exacerbamiento de pasiones y violencias sociales, de locuras colectivas que se traducen en furiosos ímpetus aislados; de ansia de goces, agonía de esperanzas y luchas terribles por la consecución del dinero. El Dinero, el Dios de la época. El bíblico Becerro del Sinaí, multiplicado en los toros auricoronados que se apacientan en el Far West y en las Pampas, y que se propagan por toda la redondez de la Tierra entre una creciente desbandada de águilas y cisnes». Acontecimientos posteriores han puesto a la vista del mundo, en muy hermosa luz, la figura de ese excelente príncipe, que ha podido dignamente encarnar la España moderna, conservando las dos virtudes tradicionales de su país: inteligencia y valor. Recordé al comenzar este artículo a M. Paoli, el veterano conductor de reyes. Concluiré con una frase suya referente a Don Alfonso XIII; C'est un charmeur. ¿Y cómo podría ser de otro modo puesto que es hijo de aquel rey querido del pueblo que se llamó Don Alfonso XII y de Doña María Cristina, que junta a la amabilidad personal más exquisita, la dignidad de las más rígidas aristocracias?
EL GENERAL D. RAFAEL REYES
La política suele velar con nubes engañosas las proporciones de las altas figuras. No sean esos vapores transitorios un obstáculo para el buscador y ensalzador de las bellas verdades.
He conocido a un ex presidente de Colombia, que ha demostrado, antes de ocupar el más elevado puesto de su patria, como en la tradicional tierra de los talentos literarios la acción es también demostrativa de la fuerza vital de tan glorioso país. Reino de sueños, pero asimismo, con sus héroes y trabajadores, república de energías. Hubiera habido paz desde luengos años, y ya vería allí el mundo otro emporio de labor y riqueza hispanoamericano.
Al tratar al general D. Rafael Reyes uno encuentra, desde luego, esa cultura colombiana, distintiva y propia, que hiciera antaño de Bogotá la primada de las letras de América, algo como el Alma mater continental. Se sabe que se habla con un militar, con un explorador, con un varón de hechos, y sin embargo, surge el hombre diserto, el conversador sagaz, el estudioso y el cultivado; y si se han leído las narraciones de ese bravo pioneer, que supo de bregas y de penas en el corazón de ásperas selvas, hay que saludar a un descendiente de aquellos conquistadores, hierro y fe, que asombran a la Historia. Hablando de tales hazañas del general Reyes, ha escrito estas palabras Santiago Pérez Triana: «...recorrió en su juventud aquellas inmensas selvas (las marañas amazónicas) realizando en ellas, en compañía de sus hermanos D. Néstor y D. Enrique, labores de explorador dignas de los más heroicos esfuerzos en ese fecundo campo de la actividad humana, de cuantos registra la historia americana desde las atrevidas y cuasi temerarias empresas de los conquistadores hasta nuestros días. Cuando se escriba la historia, cualesquiera que sean los veredictos que ella pronuncie sobre los hechos de su vida, respecto de los de cualquier hombre, que en lo general poco pueden vaticinar los contemporáneos, seguramente habrá una hermosa página en que se consignen los esfuerzos hechos para llevar la civilización a aquellas regiones de la patria colombiana, tan remotas de los centros habitados por el general Reyes y por sus dos hermanos, esfuerzos consagrados, como si fuera por el martirio, ya que dos de los exploradores pagaron con su propia vida su atrevida incursión en la selva primitiva».
Pues la obra de este colombiano eminente es de aquellas que en países europeos se vinculan a la propia grandeza de la Patria, y la que ha hecho el renombre y el reconocimiento debido a los Brazza, a los Shakleton, a los Marchand. Las Sociedades geográficas del mundo han sabido apreciar la labor del general Reyes, y el nombre de este prestigioso americano ha sido honrado con el elogio de los sabios europeos.
Cuando, lejos de los combates de partido y las malezas políticas—más llenas de azares y peligros que las de las florestas vírgenes—el general Reyes ha venido al viejo continente, ha sido recibido en todas partes con la imparcial justicia que es debida a sus merecimientos. Y ha sido sobre todo en la Madre patria, en la tierra de las hidalguías y de los nobles heroísmos, donde se le han hecho mayores manifestaciones de cordialidad y de aprecio, como si se viese en él, a quien, como he dicho antes, es un vástago de los audaces y luchadores caballeros que hicieron en América poemas de vida y de acción, cantos de gesta realizados. Nada tiene que ver el consenso universal de intereses, de pasión, de disensiones de hermanos, en las interioridades de un país, de un Gobierno o de un partido, cuando la personalidad tiene sobre las circunstancias del momento altura y brillo individuales, que aislan el mérito, poniéndole bien lejos de las lluvias de dardos que casi siempre caen sobre la cabeza de los hombres públicos, en nuestras arduas y crespas democracias.
La justicia se hace definitiva, con la sanción inapelable del tiempo, y la Patria no ve sino los hechos meritorios que señalan en el recuento a los hijos preclaros y beneméritos. Colombia, entre todos nuestros países americanos, si ha sido caldeada por tantas hogueras de guerra y agitada por tantos contrarios huracanes de odios fraternos, de violencias luctuosas, ha sabido siempre tener el orgullo de sus élites, de la progenie que ilustra sus historias y fastos. Y tened por cierto, que en el futuro, cuando se hable de las energías memorables que se han dirigido en pro del verdadero progreso y del engrandecimiento de la patria colombiana, el nombre del general D. Rafael Reyes quedará ante los ojos de las generaciones futuras, en su definido, indestructible prestigio.
CANOVAS DEL CASTILLO
Medalla ocasional.
Preciso es no haber conocido a Cánovas del Castillo para asombrarse del incidente de corte que hoy preocupa a Madrid.
Cánovas es la energía, muy mucho, y un poco la violencia.
Populares son por la caricatura sus ojos, sus espejuelos, sus bigotes y su imperante gesto.
Cuando Cánovas ocupa la presidencia del Consejo de Ministros, el gran Palacio Real, rico y legendario, adquiere su verdadera alma; mientras la honrada y buena reina extranjera recuerda, el pequeño rey juega, y la infanta Isabel, distinguida sportsman, monta a caballo, inicia fiestas o caza.
Cánovas es de la raza de aquellos fuertes ministros antiguos que eran verdaderos tutores de los reyes. Y ese andaluz de Andalucía, ese andaluz «andalucísimo», tiene un orgullo del peso de su talento.
Si no es cierta, es bien inventada la frase que se asegura dijo al rey Alfonso XII, en ocasión en que este monarca, a quien él había colocado en el Trono, le manifestó deseos de agraciarle con el título de príncipe que ostentara antaño el memorable Godoy: «No se preocupe Vuestra Majestad de eso. ¡Príncipes los hago yo!»
* * *
No es el tiempo ya en que la pobre francesa Isabel pasaba por las torturas de la más apretada e inflexible de las cortes, pero si hay algún país del mundo en donde la etiqueta sea conservadora y estricta, es en el país de Felipe II. Y Cánovas, gran cortesano y gran conservador, tiene el don que hace la fuerza de los hombres: el carácter.
En vida de Alfonso XII, Cánovas, en sus tiempos de gobierno, fué siempre el absoluto imperante.
Asimismo profesaba al joven rey un afecto profundo y una lealtad inquebrantable. A la muerte de Doña María de las Mercedes, y cuando la reina Doña María Cristina llegó a ocupar su puesto en el trono de España como nueva esposa de Alfonso, Cánovas fué grande amigo de la Reina desde el primer momento. Y el anecdotario de esa época es copioso. Y no es la nota menos saliente el excelente humor del hijo de Isabel II, que gustaba de la broma, alegre y atrayente Borbón.
Cuéntanse en la corte muchas de esas anécdotas que no sabemos si quedarán más tarde confirmadas por algún Saint-Simon de la época.
Entre ellas, esta: Cuando la reina Doña María Cristina llegó a Madrid, y fué esposa de Alfonso XII, no hablaba casi español, y lo comprendía muy poco. Su real consorte era su profesor.
Un día le dice ella: «Deseo saludar a Cánovas con una frase española que le agrade, cuando venga mañana».
—«Bien—dice Don Alfonso—dile sencillamente: ¡Qué chispero estás, Cánovas!»
Al día siguiente, el primer ministro llega y se dirige a besar la mano de la Reina.
Y ella, arrastrando las erres germánicamente:
—«¡Qué chispeggo estás, Cánovas!»
No se dice lo que contestó el andaluz, pero sí que Alfonso tuvo para muchos días de buen humor.
* * *
Cánovas vive en su mansión de La Huerta, como un potentado. Muchas veces se ha hablado de esa rica morada en donde vive el primer estadista del mundo actual, según opinan algunos.
Su serre es famosa, la biblioteca mucho más: todo el recinto es un encanto, y la emperatriz de todo eso y de D. Antonio además, es la dama elegante y vivaz a quien los amigos de la casa llaman concisamente «Joaquina»—doña Joaquina de Osma, una espléndida peruana, exuberante de vida, hermosa y culta, que habla el español con la erre parisiense. Cierto es que en las recepciones de Cánovas lo que más se oye hablar es francés.
En casa de Cánovas llama la atención de quien observa la profusión de los desnudos.
Entre tanto rico mueble y obra de arte, mármol, bronce, bibelot, el desnudo se impone. En cada salón os llamará la atención ese detalle.
Sobre todo, en el jardín, si os acercáis a una magnífica gruta, adornada de enredaderas verdes y frescas, en donde el agua cae y gotea armoniosamente, veréis una ninfa de tamaño natural, blanca, de mármol puro y línea admirable y de una gracia mastoidea y calipigia que os hará pensar en muchas mitologías.
Entre todas esas elegancias, la dueña de casa discurre llenando con su amable presencia y animando con su conversación los grupos de invitados en las recepciones.
En esas fiestas el talento del viejo Cánovas chispea.
Quien estas líneas traza, hale visto y oído entre un sinnúmero de personajes de distintas nacionalidades, con un tacto que revelaba la frecuencia de la vida cortesana y diplomática, hablar a cada cual de lo que más de cerca le interesaba, sin olvidar nombres, detalles personales, títulos de libro, cuestiones, anécdotas y toda suerte de asuntos. Y el viejo Cánovas, con la firmeza de quien conoce su poder, vibraba, iba y venía, tan lleno de una brava y contagiosa juventud.
* * *
En su mesa solía reunir, en la época a que se refieren las anteriores palabras, a algunos americanos. Sus preferidos eran el mejicano Riva Palacio, el argentino Quesada, el centroamericano de Peralta, y algún otro.
Siempre tiene extranjeros notables invitados.
Su mesa es de primer orden; aunque no iguale a la luculeana mesa de Castelar. Allí, al amor de los mejores vinos, se oye un alegre brotar de ideas, de ocurrencias, de alusiones, de anécdotas en que el anfitrión muestra toda su Andalucía, y doña Joaquina su Lima, su París y su Madrid. Y uno ve al vigoroso ministro, lleno de vida, con sus cabellos blancos, relampagueándole los ojos, gesteando como un dominador.
Y se explica que en el Palacio Real Su Majestad la Reina Regente se apresure a presentarle sus excusas después de un caso como ese de la salida al balcón.
Doña María Cristina no ha leído las cartas de Isabel de Francia.
20 mayo 1897.
JOSE PEDRO RAMIREZ
Es en la vida pública como en la privada, este gran repúblico uruguayo, como en su credo político y en el civismo que nos muestra en la historia contemporánea de su nación, algo suave que se desliza por senderos cercanos a vergeles revestidos de paz y de amor.
Obediente sólo a los deberes de su conciencia, alerta siempre a las naturales exigencias y necesidades de su patria, toda su existencia la encamina al cumplimiento del deber; y con facilidad traspasa, alta la frente, tranquila la mirada, todos los escollos de todas las miserias sociales por las que pasó, como tantos otros prohombres, como son concusiones, ignominias y hasta crímenes, que pudieron atajar su paso por la vida política.
Pero esto pasó ya, y obtuvo gallardamente sus reivindicaciones. Así, en cierta ocasión, el presidente Batlle, que por cierto estaba de él algo distanciado, dijo, para hacer callar a determinados murmuradores:
«A fin de que la actitud del Dr. Ramírez no se despoje de la majestad que le rodea, es necesario no se falte al más humilde de los habitantes de la República, y el que tal haga, o será castigado o derribará a dicho ministro, porque su política no es de mañas ni astucias, sino política de actitudes francas y decididas.» Cuando estalló la guerra civil, calamidad perniciosa que sufrieron la mayoría de las jóvenes repúblicas americanas, y después de varias tentativas para el restablecimiento de la normalidad, que, claro está, resultaron infecundas, se recurrió a él, como caso extremo. Enfermo como estaba, prometió su decidido concurso, y lo cumplió con sagacidad y fe. Salió, pues, a través de campos verdes, que bien podían simbolizar para él esperanzas; enarbolaba la bandera de paz, y a poco de comenzadas las negociaciones, por doquiera que pasaba, surgían los vítores y saludos; y los labradores abandonaban las armas y tornaban a los aperos, y las mujeres y los niños agitaban sonrientes sus pañuelos en señal de albricias. Al encontrarse con un regimiento mandado por Mesa, los bravos soldados, estimulados por sus jefes, levantaban sus quepis y le saludaban, como debe saludarse a un varón bienhechor, porque ya todos, militares y revolucionarios, el pueblo entero, parecía aspirar al consuelo de la paz.
Pero anotad esto también. Más tarde ¡acaso seis años después! la República hierve nuevamente en otra guerra civil; y de ahí a poco, el Sr. Ramírez es de nuevo requerido. Noble y lealmente, lleno de bondad y bríos humanos, se lanza a calmar el estallido que amenaza.
La labor es más costosa, su gestión más ardua; pero al fin logra vencer dificultades, y si hubo de luchar por conseguir el éxito, mayor es la gloria que, como nimbo, corona sus esfuerzos; y mayor es la ansiedad pública, por explotar de júbilo ante el hombre ya dos veces benemérito de su patria.
Y es de ver en esta ocasión, como en la pasada, al pueblo de todas las ciudades que corre a amontonarse a su encuentro, vitoreándole, abrazándole, atropellando a éstos los otros que les siguen; y cómo desde las terrazas y azoteas, en aceras y balcones, no se ven sino flores que caen a su paso y llenan su coche, ni se oyen más que palabras gratas, llenas de sonoridades, que celebran al mensajero de la concordia.
El Dr. Ramírez presidió en 1886 el ministerio de la Conciliación. Nadie como él ofreció testimonio más alto de patriotismo e integridad. Desde entonces, su nombre es popular, su prestigio aumentó, y su moralidad fué saludable. Pues, ¿quién pudo añadir al ardoroso ímpetu que señalan sus grandes entusiasmos iniciales, la serenidad equilibrada y heterogénea que se sobrepone al espíritu, al contraste en la lucha?
Fué periodista, y en el periodismo pasó la parte más agitada de su existencia; y las páginas más intensas de la vida nacional uruguaya nacieron de su pluma.
Por esto pláceme mucho, en ocasión en que acaba de ser glorificado por su patria, ofrecer al prestigioso representante del alma de su país, a esa figura respetable y respetada, ajena en la actualidad a las pasiones del momento, un homenaje, la confirmación del reconocimiento de tan gran patricio, cuyos títulos cívicos y méritos intelectuales y morales testifican su personalidad política y bienhechora en la República Oriental del Uruguay.
CASTELAR
No hace mucho tiempo he hablado de mi entrevista con Castelar. Debía ser la última. Ya reposa en San Isidro, junto a los huesos de su hermana. Su caída ¡buen roble! conmovió al mundo. Cuando le vi, cuando le hablé por la postrera vez, ya estaba señalado por la Intrusa, pálido, enflaquecido, viejo, él que fué todo juventud y vida. Partió al imperio silencioso de lo no sabido, después de haber clarineado su verbo de poeta de las multitudes hacia los cuatro vientos del espíritu. Y España queda hoy sin su representativo emersoniano, sin el hombre noble que fué en su siglo lengua y gesto de su raza, como Italia sin Garibaldi, Inglaterra sin Gladstone, Alemania sin Bismarck y Francia sin Hugo. En su tierra ardiente y sonora fué el crisostómico parlante y el caballero de su ideal. Ahí queda la inmensa Mancha democrática por donde cabalgó en su pegaso-rocinante; ahí los molinos de viento, ahí las armas de su lírica grandilocuencia, que nadie moverá; ahí Dulcinea, sin más enamorado verdadero que el frío y analizador Pi y Margall. Español de España, español netísimo, con toda España en el corazón y en el cerebro, era la concreción del orbe cervantino; en el generoso combate de su ilusión no se ocultaba Don Quijote; como Sancho mismo, no dejaba de comparecer en su célebre buen apetito. Cuéntase que Taine en una ocasión, al verle en la redacción del Journal des Débats, preguntó desdeñoso: «¿Es ese el famoso canario español?» Cierto, un alma de pájaro de Floreal, como el ruiseñor Lamartine, pero a quien no faltaba la fuerza para la realización de obras enormes, así la libertad de los negros de las Antillas. Quedará en los siglos el recuerdo de esta singular figura en el décimonono la más alta de España entre las altas de la tierra; y aparecerá, a medida que el tiempo vuelque su urna, rodeado del resplandor que tan solamente ofrece a los preferidos suyos la divina Poesía. Fué uno de los más potentes órganos de la Humanidad. Por su boca habló el espíritu de su patria, y, siempre en obra de bien, si algunas veces no le prestó su apoyo la Verdad, jamás dejó de escudarle con sus alas mágicas la Belleza. Sus mismos errores caían vestidos de púrpura. Era el apolonida de la Democracia, el decorador de sus ambiguos y confusos laberintos. Hermosa llama latina, de esas llamas guías de pueblos que el Sol de Dios enciende en las naciones para que señalen los saludables rumbos, o para que a su rededor se junten los hombres y realicen hechos grandes. Aquella alma venía de Atenas, cuando fué a encarnarse un día en la fenicia Cádiz; venía de Atenas, después de haberse impregnado de Oriente; de este modo explico la pompa asiática de su discurso y el amor a las bellas líneas, la pasión pitagórica de los celestes números y el imperio de la música bajo el cual hacía galopar sus cuadrigas de ideas y sus tropas de palabras. En su huerto, junto a las flores andaluzas, se alzaba un esbelto y reverdecido plátano, rama un tiempo del que movieran las brisas de Academo, mientras fluía, como el agua de la fuente de mármol, la doctrina platónica.
La obra, que fatiga en su masa, es como un inmenso museo, que hay que admirar por fragmentos: ya un fresco vasto, ya una estatua del más blanco pentélico, ya un bajo relieve, en que las frases van como ordenadas teorías de graciosas jóvenes o danzantes efebos. Fué un gran cultivador del entusiasmo. Y si ya en los postreros años de su existencia tuvo alguna vez que padecer tristezas y decaimientos, para morir, viejo gladiador, supo esculpir su última actitud en el discurso que cierra la diluvial serie comenzada el 1854 en el Teatro de Oriente, discurso en que volvió a surgir su elocuencia empachada y sonora, para mostrar el camino que hay que seguir, según su entender, a los partidarios de la República. Su elocuencia cautivó a las generaciones que escucharon el decir de sus labios de oro. Se recuerdan sus discursos como hermosas manifestaciones de la Naturaleza, inusitados iris o boreales auroras: «Yo le oí tal año». «Yo en tal otro». En el tiempo de su aparición, el principio democrático era lo más avanzado, lo más atrayente para los espíritus libres, la fórmula del progreso. Él se consagró por tal manera, y con pasión tanta, que al saber su muerte, los españoles demócratas no han podido menos de exclamar: «¡La democracia ha muerto!» A aquel inconmovible individualista no pudieron ganarle los mirajes aurorales del movimiento social de estos últimos años; y discurso suyo hay en que combatiendo al socialismo, maravilla su esfuerzo de soñador, al resonar delante del muro de la verdad la suntuosa orquestación de sus líricos argumentos. Porque, ante todo, fué el orador, el hombre que convence encantando, o que, aunque no convence, canta y encanta. Parecía que, como en lo antiguo, un flautista maestro acompañase sus oraciones, tal era la melodiosa geometría, el hilo armónico, la sucesión de ondas verbales regidas por un compás, en la musicalidad de los giros; y él propio se escuchaba como deben hacerlo las aves de más fino canto y los poetas orgullosos de haber visto cuanto es crespa y dorada la crin del Dios de arco de plata. No olvidaré una noche, en una recepción dada por doña Emilia Pardo Bazán, a los delegados americanos a las fiestas colombinas, el año de 1892. Castelar había concurrido, y como en todas partes en donde Castelar estaba presente, un corrillo se formó alrededor suyo, en uno de los salones. Nadie hablaba, fuera de Castelar, porque es sabido que en su presencia el primer deber era la atención. El tema de sus palabras se relacionaba con la oratoria, y vino él a recordar a este propósito a los distintos oradores que había oído en su vida. Y como su excepcional memoria estaba siempre lista, ilustraba sus recuerdos con citas y fragmentos de discursos. Así nos pintaba a Gambetta, de tal guisa que le veíamos encarnado delante de nosotros, y luego decía una parte de un discurso de Gambetta, a Víctor Hugo, y luego decía un trozo de discurso de Víctor Hugo, y así de varios oradores extranjeros. Después llegó a los españoles, y comenzando con Ríos Rosas, recorrió buena parte de la lista de bravos oradores con que cuenta este país de varones verbosos, explicando sus maneras y facultades hasta llegar a él mismo, y entonces se nos transfiguró momentáneamente, se nos presentó con sus atavíos reales. Y a pedido de un amigo circunstante, trajo a su memoria una parte de su célebre discurso del 12 de abril de 1869, pronunciado en ocasión famosa, y que hizo pensar a su propio contrincante el cardenal Manterola si no tendría ante sus ojos un nuevo Saulo. Aun veo los ojos iluminados y la mano como guiando el período: «Grande es el Dios de Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios y sin embargo diciendo: «Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que hacen». Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso: y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis en vuestro código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres». Se recordarán sus discursos célebres, en lo futuro, como hoy las históricas arengas de Demóstenes; desde el primero en que se presentó como aeda y paladín de su amada Democracia, hasta el último en que ya para morir, apóstol consecuente, dejó su disposición testamentaria de política, fiel a su credo republicano; señalada la larga carrera por las innumerables brillantes estaciones, entre las que más resplandecen el discurso en favor de la libertad religiosa, que es el de la redención de los esclavos de Cuba, y al cual se refería cuando oí de su boca la frase admirable: «Yo he libertado a doscientos mil negros con un discurso»; el del sufragio universal, de ágil y elástica dialéctica; el de la entrada a la Real Academia de la Lengua, lección colosal de un lirismo cósmico; el de París, en la Sorbona, cuando los estudiantes le recibieron con el aplauso clásico, como a un nuevo Lulio.
Lejos la oratoria amartillada de los hombres del Norte, en la suya reventaba como una rosa de color perenne el sol Meridional; suya era la profusión y la riqueza latinas, y nunca se escuchó, en lo inmenso de los siglos, más rítmico y sonante torrente en cátedra o tribuna. Los franceses, tan parcos con lo extranjero, le admiraron y celebraron, en su francés claudicante, o en el español de bronce y plata que no comprendían al oirle. ¿Qué importa que dijese, como en una ocasión: La France, cette «belle sœur» de l'Espagne? Tras la sonrisa del oyente venía la tempestad de la ovación, pues el orador soberano triunfaba contra el mal políglota. Hugo le tenía en su alto valer, y sabida es la anécdota en que el César de los poetas le ofreció, al sentarse a su mesa, una silla imperial: «Os he señalado esta silla, en que se sienta siempre D. Pedro del Brasil.—¡Pues no me siento!»—respondió Castelar, fiel hasta en esto a su idealizada Aldonza Lorenzo. Nuestro compañero Ladevese cuenta las acogidas respetuosas y afectuosas, en casa de madame Adam, de Cernuschi, de la Rattazzi, las intimidades con políticos como Thiers y Gambetta y Julio Simón. Francia, como el mundo, veía en Castelar la encarnación de España; de la España caballeresca e idealista, hidalga y pintoresca. Oxford quiso escucharle, invitó a su «doctor» honorario para que fuese a dar conferencias, y él declinó la honra. A América pensó ir en varias ocasiones, pero, por desgracia, se cumplió lo que yo decía en 1892: «Castelar no irá nunca a América». Y en América quizás más que en parte alguna, su palabra resonaba como una campana de gloria. Los yanquis le avaluaban abiertamente: si la Libertad de Bartholdi tiene la antorcha, Castelar «tenía la palabra». Sus discursos niagarescos fueron más de una vez por el cable; los magazines no le quitaban la mira y los dólares venían sin regateo. En nuestra América de lengua Castellana, no habrá pueblo o villorrio donde no haya llegado su fama. Creo, sin equivocarme, que en la República Argentina hay una colonia o villa que lleva su nombre. Y él amaba a la América nuestra, agradecido. Es el momento de manifestar cómo fué para ese continente gran parte de su producción, ya en tiempos de destierro penoso, ya en el apogeo de su existencia, tan solamente interrumpido su trabajo cuando se excusara con la dirección de los diarios de que era corresponsal, por verse obligado a suspender la labor «a causa de tener que ocupar la presidencia de la República española»; y cómo tenía en el recuerdo de su gratitud a La Nación, de Buenos Aires, y al Monitor Republicano, de Méjico, entre todas las publicaciones que fueron honradas con su colaboración. Y América toda fué con él siempre simpática, a pesar de aquel resentimiento memorable, cuando el político lírico quisiera ser político práctico y pronunciara la trascendente frase: «Antes que republicano soy español». Pues fué siempre el levita fanático, inspirado ante el fatal resplandor del ídolo Patria; y a la suya salvara, como se observa justamente después de la reciente catástrofe, en ocasión en que ejerciendo la presidencia de la República, estuvo en un cabello que no se rompieran las relaciones entre España y los Estados Unidos por la cuestión del Virginius. Jovellar estaba en Cuba y se resistía a la entrega del apresado barco norteamericano, después de los fusilamientos de cubanos y yanquis que tripulaban la nave revolucionaria, y entonces fué la palabra de Castelar, jefe del Estado, haciendo entender al general «que en España nadie comprende que, ni en pensamiento, se resistan a cumplir un compromiso internacional del Gobierno, y no comprende que quiera ser Cuba más española que España. Una guerra con los Estados Unidos sería hoy una demencia verdadera, y aunque fuera popularísima la guerra, para esto están los Gobiernos, para impedir la locura de los pueblos. Recuerde V. E. lo que hizo Thiers cuando los franceses gritaban: ¡A Berlín!; demostrarles que la guerra sería un desastre. Y ahí se ha capturado un buque en alta mar, se ha fusilado españoles y extranjeros, sin esperar a conocer el espíritu del Gobierno central, que preveía grandes catástrofes, y ahora se quiere cometer la última demencia desobedeciendo al Gobierno nacional. Todos los argumentos de los Estados Unidos consisten en decir que España no manda en Cuba, y van ahora a confirmar ese argumento. No se puede discutir un acto del Gobierno. Hay que obedecerle. Inflúyase en la opinión; tomándose las debidas precauciones, entréguese el Virginius y la tripulación superviviente, de la manera que menos pueda herir el sentimiento público, pero entréguese sin dilación ni excusa. El mayor servicio que puede prestarse a la Patria, es obedecerla ciegamente. No mencione V. E. la dimisión mientras no estén cumplidas las órdenes del Gobierno. Cúmplalas con rigorismo militar. Y no se vuelva a hablar de Bayona: allí hubo reyes traidores que vendieron la Patria al extranjero; aquí hay patriotas que quieren salvarla de las locuras de ahí, avivadas por una incomprensible debilidad». Esto fué en 1873. Cuán distinto veinticinco años después el criterio de un Gobierno de hombres útiles que llevó al país a la derrota, al vencimiento y a la mutilación, del criterio de aquel «poeta» que libró a España de un peligro seguro y supo ser en sus obras y en sus sueños el primer patriota, el primer español de su tiempo, el más español de los españoles. Porque desde su Patmos, desde su Guernesey, desde su nube, desde su trípode, sabía ser certero en su vistazo aquilino. No era tan iluso cuando dió su flecha tantas veces en el blanco, cuando llegó bizarramente a la primera magistratura del Estado, y cuando ya en su vejez, al ver con desilusión que su república cuasi platónica no correspondía a su himno incesante, se retiró de la lucha, no sin antes declarar su invariable fe en el ideal por toda su existencia perseguido y su ningún contacto con la monarquía. Jamás habló a la Reina Regente. Cuando murió su hermana, a quien él amaba tanto, la Reina le envió su pésame. En San Sebastián un día se encontró frente a frente Su Genio con Su Majestad. Su Genio se quitó el sombrero y saludó. Hubo demócratas que murmuraron. ¿Quienes fueron esos hidalgos que por tan mal lado tomaban la democracia? Aquel caballero creía en la caballerosidad. Creía en la Patria. Creía en Dios.
En el liberal, en el hombre de «la fórmula del progreso» había un creyente. Jesucristo aparecía a sus ojos a través de sentimentales vitraux en que estaban representados su España portadora de la cruz y su infancia doméstica: la buena madre, quien a la continua es nombrada por él como origen de sus creencias religiosas. Cuando habla de asuntos de religión, su órgano se desborda en los más augustos magnificat, o en los más profundos misereres. Sus conferencias sobre la civilización en los cinco primeros siglos del Cristianismo, su Redención del esclavo, muchos de sus discursos, son la glorificación cristiana expresada por incesantes fervientes ondas de vocablos, de frases, saturados de un cálido misticismo, de un misticismo español. Casto como era, se pensó alguna ocasión en que, cuando cansado de las fatigas de la vida civil quisiera recogerse en el reposo de su espíritu, se ordenaría sacramentalmente. Y aun él mismo, al admirar un día cierta antigua casulla de la Catedral de Avila, dió a entender, con un decir, que no andaban muy en error los que tenían ese pensamiento. Un poeta de América publicó una vez un futuro sermón de Castelar en San Pedro de Roma, que al orador hizo amablemente sonreír. No hace mucho tiempo su entrevista con el Sumo Pontífice avivó la general curiosidad; y él propio confesó ser la conversación con el Papa de hondo interés, pero que no estaba autorizado para publicar nada de ella hasta después de la muerte de León XIII. Y él ha muerto antes, besando un crucifijo. El Papa blanco ha podido todavía autorizar que se hiciesen, a pesar de la liturgia, honras fúnebres a su interlocutor ilustre, en San Francisco el Grande, con todo y ser las honras el día de San Fernando.
En la religiosidad de Castelar hay algo de profano como en la religiosidad de Murillo. Sus pinturas de las gracias divinas son como las pinturas de aquel pintor coloreadas de cierto sensualismo, que en este caso se agrava con la castidad sabida del imaginativo artífice de la palabra. Al pintar una virgen se nota en su verba cierta complacencia humana, y sus ángeles imaginados en la gloria o juzgados en los cuadros de los Museos, semejantes a esos ángeles voluptuosos que animara Goya en sus frescos de San Antonio de la Florida, nos parecen mujeres hechiceras, tan carnales como espirituales. La castidad de Castelar, bien sabida y explotada por los bufones de copla y lápiz en las enemistades de la política, fué uno de esos casos de absorción cerebral en que todas las facultades humanas se condensan en la obra del pensamiento; casos como el de Juan el del Apocalipsis, que Hugo ha rememorado en página que no perece. ¿Qué unión, qué matrimonio no habría podido efectuar este dueño de la fama? Célibe y casto vivió, célibe y casto murió. Y aquí es de recordar al paso al hombre privado. Supo pasar buenos años hermosamente, como debe vivir antes que nadie todo artista aristocrático. Se le tacharon alguna vez sus lujos y grandezas, sin saber que aquel hombre vivió siempre de su trabajo apenas ayudado por la fraternal simpatía de señalados amigos; y que si se regalaba con ciertos lujos, no cabía en ello vanidad ninguna, sino la comprensión de la estética de la existencia, la cual tiene obligación de procurar, quien como él poseía, como adorador y sacerdote de la belleza, el don incomparable del gusto. Los que fuimos favorecidos con la invitación a su mesa, sabemos lo que Luculo comía en casa de Castelar. Tenía en esto, como en otras cosas, una cualidad eclesiástica. Comía con el gusto de un monsignor y con el apetito de un abad. Tenía la amable costumbre que Quincey nos revela de Kant; siempre había invitados a su mesa, y, siguiendo la regla de lord Chesterfield, el número de los que se sentaban, él comprendido, no era nunca inferior al de las Gracias ni superior al de las Musas. Y el mejor condimento era su charla monopolizadora del tiempo, a la cual ayudaba su memoria única con el más copioso anecdotario que sea posible imaginar. Después en su salón, al conversar, según fueren los asuntos, se dejaba llevar de su fuga tribunicia, y sus palabras se convertían en párrafos de verdaderos discursos; y su vibración era contagiosa, y él se trasladaba en un salto invisible, fuera del momento. Cuéntase que un día aconteciole encontrarse en molestos apuros de dinero. Era en invierno y la chimenea estaba encendida, como su conversación, sobre un asunto político, delante de varios íntimos. Llega una carta de América, con una letra por mil duros. Grata sorpresa que interrumpe un instante su hablar. Pero continúa, con carta y letra en la mano; el discurso, a poco, se precipita, y con una frase rotunda y un gesto supremo, carta y letra hechos nerviosamente una pelota, ya están ardiendo en la chimenea. Otra vez hizo aguardar largas horas a un personaje político, cuya presencia en la antesala se le anunciaba repetidas veces, porque le tenía asidos lengua y pensamiento una disertación sobre Botticelli y los primitivos. Y de la casa en que aquel obrero tenía el obrador mental puesto para servicio de tantos diarios y revistas del globo, salía mucho bien, mucho favor personal, mucho consuelo a los pequeños, apoyo intelectual a quien lo necesitaba, consejo o aplauso, y la ayuda eficaz al pobre que le pedía, pues entre los humildes como entre los grandes, entre las palmas y lauros sobre los cuales sobresalía su calva cabeza pensadora, resplandecía la virtud moral de aquel hombre sencillo, de aquel corazón bueno.
Por eso su muerte ha causado un doloroso estremecimiento en España entera, paralelo al estremecimiento simpático del mundo. Había ido Castelar a buscar vigor a la orilla del Mediterráneo—el mar tantas veces cantado en sus hímnicas proas—; había ido después de su último esfuerzo en la arena política, cuando los republicanos le rodeaban como al hombre fuerte de las pasadas campañas, creyendo ver en él la salud de la patria hoy tan maltrecha y extenuada. Pero así estaba el tribuno, el que sufrió tanto con el gran desastre, y que sintiendo llegar su última hora, comunicó en una carta a una amiga extranjera: «Muero con la agonía de España». Una tarde, a la orilla del mar, ve a unos pescadores y se acerca a ellos. Los peces que se asfixiaban saltando sobre la tierra, fueron para él triste impresión: «¡Si iré a morir como estos peces, faltos de oxígeno!» Y así murió. Al día siguiente de la noticia, mientras el pueblo de Madrid comentaba ya la actitud de un ministro incorrecto y falto de seso, cerca de la Puerta del Sol tuve una sensación que jamás se borrará de mi memoria. Un ciego, de esos que aquí andan por las calles pidiendo limosna, improvisando coplas de actualidad al son de sus lamentables guitarras, cantaba en tono doloroso delante de un círculo de transeúntes que aumentaba a cada paso. Por curiosidad me detuve, al oir en el canto el nombre de Castelar. El pobre coplero del arroyo, en versos muy malos decía cosas sentidas y húmedas de llanto sincero; y aun no sé qué arte singular hacía coincidir su pena con el decir ingenuo, el acompañar de las cuerdas afónicas de aquel instrumento imposible. Cuando volví la vista, las mujeres lloraban; los obreros tenían las caras serias y tristes. Y la maligna política apareció, con el instinto popular que sabe soltar su avispa certera para que pique en donde se debe, con estrofas como ésta que recuerdo:
Don Emilio Castelar,
Que toda Europa conoce,
Quiso Dios que se muriera
Antes que abrieran las Cortes...
En la puerta del Sol, en los cafés, en las calles todas, el rumor se acentuaba contra el Gobierno y en especial contra el ministro de la Guerra, general Polavieja. Se acababa de publicar un decreto absurdo en que se leía: «Resultando: que D. Emilio Castelar ha muerto en honrada pobreza;—Artículo 1.º, los gastos que ocasionen su enterramiento y honras fúnebres, serán de cuenta del Estado». Así, frío como un compromiso, duro como una limosna. ¡Y esto en el país de las prosopopeyas y fórmulas, en la tierra de «Beso a usted la mano» y donde para nombrar a un ministro con sus títulos, se llena un medio pliego! El pueblo irritado no contenía sus censuras. ¡En aquellos momentos, las Cámaras italianas y portuguesas enviaban su pésame a ese mismo Gobierno mezquino; el Senado de la República Argentina se ponía de pie; el autocrático Gobierno ruso manifestaba su pesar; el Instituto de Francia lamentaba a su ilustre miembro; la Prensa de la tierra se enlutaba, el pensamiento universal estaba de duelo! Después se supo que Castelar no tendría honores militares; que se había prohibido a los artilleros reunirse para tributar homenajes al organizador del Cuerpo de Artillería, al antiguo presidente que tanto hizo por el ejército; después, que se autorizaba a los generales que quisiesen concurrir, para que lo hiciesen con traje de diario y con banda. La Prensa cumplió con su deber. Se habló claro; se dijeron verdades al rojo blanco. Entretanto, el cadáver de Castelar llega a Madrid en doloroso triunfo; y se deposita en el palacio del Congreso. Allí desfiló el pueblo, en homenaje último al gran pastor de multitudes; por allí pasó, entre tantas gentes, el ciego que yo oí cantar y de cuya visita al cadáver habló El Liberal. Pues le preguntaron al verle con su guitarra bajo el brazo, con sus ojos sin sol: «¿Para qué vienes, si no has de verle?» Y él contestó: «¡Por mí le verá mi lazarillo!» ¿Y el obrero humildísimo que llegó con su hijita de luto, la cual llevaba un pequeño ramo de flores, y pidió permiso para ponerlo sobre el féretro, entre tanta monumental corona?
Y llegó el entierro. Fluía en el ambiente de la tarde la dulzura de un cielo de acuarela. Madrid se desbordaba como un hirviente vaso. Suspendida la circulación por las calles que debía recorrer el fúnebre cortejo, la concurrencia se aglomeraba, los balcones se tupían. La calle de Alcalá, la Puerta del Sol, la calle Mayor estaban inundadas por el río humano. Desde temprano se esperó por largas horas. Por fin apareció a lo lejos el pelotón azul de la Guardia civil de a caballo. Se abre paso entre el espeso gentío, y comienza el desfile. Van, precediendo, las profusas coronas; se destaca la de El Liberal, enorme y negra, sobre un fondo de seda blanco; van los recogidos del hospicio y del asilo de San Bernardino; los grupos de varias asociaciones; los comerciantes, numerosos; la Academia de la Historia, el Ateneo, el Círculo de Bellas Artes; ahí distingo a Núñez de Arce, pálido y como nervioso; ahí va la barbilla canosa de Zapata, junto al músico Bretón; allí Echegaray, con su aire enfermizo y gastado. Ahí el todo Madrid de la celebridad: periodistas, artistas, sabios, académicos. Y el clero, de sobrepelliz, anunciado por la manga de la parroquia, embudo negro y oro. Y ahí va Castelar muerto, en su carroza severa. Todo el mundo se descubre, todo el mundo le da su último saludo. Sobre el féretro no se ve más que un aislado ramito de flores... ¡es el ramito de la niña del obrero! La guardia de honor sigue, de soldados de la Civil. De pronto se oye entre la muchedumbre: «¡Bravo! ¡bien!» Son los militares que vienen, a pesar de la mezquindad ministerial. ¡Bravo! ¡Bien! Es el penacho blanco de Martínez Campos, el último gran guerrero, que asiste de toda gala; es Weyler, que viene sin penacho, pero acorazado el pecho de condecoraciones y medallas, Weyler, de fama terrible, pero que hoy se conquista por un momento las simpatías, pequeño, acerado, ceñudo, apretada y reveladora la saliente mandíbula. ¡Bien! ¡Bravo! Son los penachos, son los entorchados, son los uniformes de otros tantos generales, de innumerables jefes y oficiales que honran a Castelar a pesar de todo; es la comisión del Cuerpo de artilleros, que lleva su ofrenda. ¡Bien! ¡Bravo! Es España la antigua que aplaude a las espadas que no han echado en olvido la hidalguía. ¡Viva España!
Y pasan más comisiones y los diplomáticos, llenos de oro, entre los cuales resaltan el Nuncio y el embajador de China, vestido de seda, con su botón de cristal y su pluma de pavón. Y luego la presidencia del Consejo de Ministros, y la Guardia civil que cierra la procesión, y detrás aún más gente, y más gente. Y el murmullo general se acentúa contra quienes no han sabido honrar la memoria del más grande de los españoles de su época, a quien sus mismos enemigos tienen una palma que ofrecer cuando va camino de la eternidad, a quien no ha habido una sola lengua española que no haya consagrado una palabra de admiración, como al hijo que mejor supo sobre la faz del universo, honrar a su madre patria. Y quienes han herido a esa amada patria con rencores inauditos ante el cadáver de aquel que supo combatirles frente a frente en su vida gloriosa y nobilísima, son los mismos que han contribuído a la desgracia nacional por degenerados o débiles, o ciegos instrumentos de errores y desidias; son los que han vuelto de la derrota con pasmosa frescura y a quienes una voz, harto elocuente en el Congreso, condenó a ser ahorcados con los fajines de sus uniformes... Militaribus curis et severitate morum... ¿No era Castelar tan gran admirador de Tácito?
Siendo la oratoria casi un arte teatral y basado de manera principal en dotes físicas que el tiempo va aminorando poco a poco, el Castelar de los últimos años no era sino el reflejo del de las pasadas victorias. Decía él mismo en un discurso no hace mucho tiempo: «Por esto los oradores se acaban, por la misma razón que se acaban, cuando no hay guerra, los héroes. Por esto nuestra imaginación se amortigua, nuestro entendimiento se atrofia, las en otros tiempos armoniosas cuerdas bucales marran, el estro lírico plega sus alas, el acento conmovedor concluye; pues, implacables, la sociedad y la naturaleza destrozan en sus inmensas y complicadas máquinas a todos aquellos seres que ya no les sirven para cosa ninguna, y que no han de cumplir fin alguno en el plan histórico de la Providencia». Pero desde los umbrales de la ciudad oscura podía él volverse y contemplar la obra que queda fuera de aquella que tenía la vida de un eco, basada de manera exclusiva en lo sonoro de su perorar, en lo arrebatador de sus actitudes o en la cascada de sus alientos; es una serie de edificios de maravillosas arquitecturas construídos en su república, sobre sólidos terrenos o sobre montones de arena movediza, o apoyados apenas en el aire en que flotaban los colores y las líneas de su fantasía; o paisajes, frescos cíclicos de las luchas de pueblos y Gobiernos, de ideas y de hombres en el continente europeo, en América, en Asia, en Africa; o cinceladas alhambras, kioscos de capricho, o preciosas loggias que improvisaba por deleite de arte; o la novela que le resulta vasto poema en prosa; o la historia que le resulta himno multiplicado, o la semblanza de personaje o boceto de idea que le resulta oda fascinante; o el gran poema en estrofas de prosa, a ondas o a bloques, métrica ciclópea; o la villa de mármol y de riquezas antiguas que labra con sus recuerdos de Italia; o el monumento de mármol también, a Byron, y cien estatuas, y mil bustos, y un millón de camafeos, todos al amor de un jardín singular en donde mueve el viento armoniosos laureles griegos y robustas encinas romanas. Y aquel idealista, aquel optimista, no ha partido contemplando sobre el mundo nubes de color de rosa que presagien un día de dicha y de tranquilidad, antes bien muy negros, muy amenazadores nubarrones, mientras se reúnen y deliberan los congregados de la paz en La Haya. Su último artículo que ha publicado el Temps hace ver a Francia poco favorable a un olvido de sus rencores con Alemania; a Alemania, más militarizada cada día, sin permitir el menor menoscabo en su preponderancia; a Inglaterra y a los Estados Unidos en un acuerdo tácito para imponer en el globo la hegemonía de los países de lengua inglesa. Y concluye: «El descontento del Gobierno italiano, producido recientemente a consecuencia de sus fracasos diplomáticos en la cuestión de China; las dificultades suscitadas entre Francia e Inglaterra por el Sudán y el Nilo; el aumento de la escuadra inglesa, que ha necesitado una suspensión de la amortización y un déficit de importancia; el cambio de América, que ha modificado su temperamento industrial y trabajador para marchar a la guerra y a la conquista; el reparto de la China, deseado por universales ambiciones; los progresos del ferrocarril ruso en la Mongolia; los conflictos del Transvaal entre la presidencia de Krúger y la dictadura del desequilibrado Napoleón del Cabo; las amenazas contra Portugal y sus colonias; los temores y los espantos, tan fundados como legítimos de nuestra desgraciada España; la rivalidad de Turquía y de Grecia, de Francia y de Prusia, de Rusia e Inglaterra; los motines en Austria; el movimiento interior que reclama y pide una Alemania más considerable y numerosa que la Alemania actual; los gérmenes de desacuerdo entre las primeras potencias por consecuencia de las extensiones territoriales de sus colonias. Todas estas cosas dicen que después de la Exposición de 1909 no tendremos ni una hora de paz, y elementos de guerra estarán diseminados y extendidos por todas partes». Y al finalizar bendice, a pesar de todo, el Congreso de la paz.
En la única, en la eterna, en la que todo entra, en la infinita, ha penetrado el prodigioso príncipe de la elocuencia castellana, el estupendo artista de la idea escrita, el predicador de la libertad. El «canario» de Taine ha volado como un águila. ¿En qué roca celeste se detendrá, para que su alma diamantina y pura, en la libertad de la muerte tome un rumbo nuevo, bajo el viento de Dios? España le levantará un monumento de mármol y de bronce; su nombre irá resonante por el tiempo como un orbe de oro. Un tiempo quizá llegue en que su espíritu se regocije, desde la sombra de su misterio, al ver florecido en una inesperada primavera su ideal. Figuraos una ciudad, Walhalla o Jerusalén de las almas soberanas que giraron por la tierra, actualmente cumpliendo con su misión semidivina, ciudad de héroes, de artistas, de santos, de sabios y de poetas, los genios de la fuerza, los genios de la belleza, los genios del carácter y del corazón, los genios de la voluntad. En un aire de luz cruzarán las ondas de los pensamientos como en una electricidad suprema. La personalidad que subsiste no obstará a una comunidad de gloria ambiente. Pues bien, yo me imagino a nuestro bueno y grande Castelar en el coro magno de esos inmortales sintiendo en un instante del futuro como una voz que le da al oirla un nuevo esplendor, una inesperada voz de la tierra que llega a conmoverle a lo infinito. Será cuando España haya vuelto a alzar la cabeza como en días antiguos, poseída del orgullo de su fuerza nueva, de las palpitaciones de su nueva sangre. Junto a los boscajes de ensueño de esa sublime ciudad, Jerusalén o Walhalla, los pensadores y los soñadores siguen en progresiva ascensión, construyendo las fábricas de sus cálculos, los palacios de sus fantasías. Me imagino en esa hora del Señor, que el lírico tribuno sonríe al escuchar en lo eterno, del lado de la tierra, del lado de las columnas de Hércules, algo semejante a una salutación y a un trueno: un rugido.
Platón.—¿Qué es eso?
Castelar.—¡Es mi león!
30 mayo 1899.