Turín
11 de Septiembre de 1900.
Del hervor de la Exposición de París, bajo aquel cielo tan triste que sirve de palio a tanta alegría, paso a esta jira en la tierra de gloria que sonríe bajo el domo azul del más puro y complaciente cielo. Estoy en Italia, y mis labios murmuran una oración semejante en fervor a la que formulara la mente serena y libre del armonioso Renán ante el Acrópolis. Una oración semejante en fervor. Pues Italia ha sido para mi espíritu una innata adoración; así en su mismo nombre hay tanto de luz y de melodía, que, eufónica y platónicamente, paréceme que si la lira no se llamase lira, podría llamarse Italia. Bien se reconoce aquí la antigua huella apolónica. Bien vinieron siempre aquí los peregrinos de la belleza, de los cuatro puntos cardinales. Aquí encontraron la dulce paz espiritual que trae consigo el contacto de las cosas consagradas por la divinidad del entendimiento, la visión de suaves paisajes, de incomparables firmamentos, de mágicas auroras y{144} ponientes prestigiosos en que se revela una amorosa y rica naturaleza; la hospitalidad de una raza vivaz, de gentes que aman los cantos y las danzas que heredaron de seres primitivos y poéticos que comunicaban con los númenes; y la contemplación de mármoles divinos de hermosura, de bronces orgullosos de eternidad, de cuadros, de obras en que la perfección ha acariciado el esfuerzo humano, conservadoras de figuras legendarias, de signos de grandeza, de simulacros que traen al artista desterrado en el hoy fragancias pretéritas, memorias de ayer, alfas que inician el alfabeto misterioso en que se pierden las omegas del porvenir. Bendita es para el poeta esta fecunda y fecundadora tierra en que Títiro hizo danzar sus cabras. Aquí vuelan aún, ¡oh, Petrarca! las palomas de tus sonetos. Aquí, Horacio antiguo y dilecto, has dejado tu viña plantada; aquí, celebrantes egregios del amor latino, nacen aún, como antaño, vuestras rosas, y se repiten vuestros juegos y vuestros besos; aquí, Lamartine, ríen y lloran las Graziellas; aquí, Byron, Shelley, Keats, los laureles hablan de vosotros; aquí, viejo Ruskin, están encendidas las siete lámparas, y aquí, enorme Dante, tu figura sombría, colosal, imperiosa de oculta fuerza demiúrgica, sobresale, se alza ya dominando la selva sonora, los seres y las cosas, con la majestad de un inmenso pino entre cuyas ramas se oye la palabra oracular de un dios.
Recorreré la divina península, rápidamente, en un vuelo artístico, como un pájaro sobre un jardín. No esperéis largos e inquietantes solos poéticos y sentimentales. Solos, en el sentido criollo, ni de ruiseñor. Comenzaré diciéndoos, por ejemplo, cómo salí de París en un tren del P. L. M., una alegre noche, en compañía de un caballero argentino, a quien me acababan de presentar y que llevaba el mismo itinerario mío. ¿Conocéis esos admirables paniers que venden en las estaciones francesas, verdaderos estuches culinarios que dicen los laúdes de la previsión humana? En esas preciosas cajas se contiene desde el pollo hasta el mondadientes, pasando por el vinillo y el agua mineral y saludando los varios fiambres y postres. Canto estas ricas cosas epicúreras. Gaudeamus igitur. Y entre el jamón y la manzana, mientras unos señores franceses pretenden iniciar un sueño, mi compañero criollo y yo somos los mejores amigos. Charlamos, recordamos, reímos, hacemos un poco de Buenos Aires, mas hay que descansar, y a nuestra vez, cerramos los ojos, al son de la música de hierro del tren. Os recomiendo que hagáis la observación si no la tenéis ya hecha. Hay en el traqueteo acompasado de los vagones, en ese ruido rudo y metálico, todas las músicas que gustéis, con tal de que pongáis un poco de buena voluntad. La sugestión luego es completa y casi tenéis la seguridad de que una orquesta o una banda toca no lejos de vosotros, en algún carro vecino.
Al son, pues, de esa orquesta, me duermo, o nos dormimos. Muy buenas noches.
Al día siguiente, en Modane, se llega al dominio italiano. Queda atrás la sierra de la dulce Francia y se posesiona uno de la dulcísima Italia. Los carabinieri pasan, con sus colas de pato y sus pintorescos bicornios. El tren bordea la ciudad, a la luz de un sol nuevo y cariñoso, que nos ofrece la mejor vista de la Vanoise y la ondulación graciosa y la vegetación y cultivo del valle del Arc. Los Alpes nos hacen recordar los Andes.
Poco después entramos al famoso túnel de Mont Cenis, y a su extremo, nos encontramos en Bardonachia. Flores recién abiertas, azul fino de un zafiro glorioso, casitas de estampa, ojos que saben latín de Virgilio y bocas que sonríen al ofrecernos café con leche y uvas de las próximas viñas. Delicioso paisaje, deliciosas muchachas, delicioso Virgilio, deliciosa copa de leche y uvas frescas.
El tren corre, sofocándose, pasa túneles y túneles. En los flancos de las montañas se ven, cargadas de fruto, las viñas frondosas. En todo el trayecto casi no se advierte un solo animal. Apenas allá, en un vallecito, al paso, divisamos unas cuantas cabras conducidas por su pastor. Más adelante, cuatro o cinco vacas. Gentes de estas Europas, que vais a las lejanas pampas en busca de labor y de vida, ¡cómo se explican aquí harto elocuentemente, los furiosos atracones de carne con cuero y de asado al asador, con que os regodeáis allá, bajo el hospitalario sol de América, en la buena y grande Argentina! Entre estos hondos valles, entre estos amontonamientos ciclópeos de rocas, no turba el silencio ni un mugido, no saluda al sol con su fuerte tuba el toro.{147}
Estaciones pequeñas y más estaciones, hasta que se abre más el ancho valle, y allá, en su altura, como un juguete, la Superga, nos anuncia que hemos llegado a Turín.
12 de Septiembre.
Turín, nombre sonoro, noble ciudad. Severa, «un poco antigua», como el español caballero de Gracia, aparece, para quien viene de enormes y bulliciosos centros, tranquila y como retrasada. Mas luego sus calles bien ordenadas y bien limpias, sus distintos comercios, sus plazas, sus numerosos tranvías eléctricos, os demuestran la vida moderna. Después sabréis de sus ricas y florecientes industrias, si es que no habéis visto allá en la Exposición de París el triunfo de los telares turineses.
Aquí se comienza a ver que hay una Italia práctica y vigorosa de trabajo y de esfuerzo, además de la Italia de los museos y de las músicas.
Notamos en los edificios públicos banderas con lazos de luto. Es que ayer ha entregado el duque de Aosta, en nombre del rey Víctor Manuel, a la ciudad de Turín, la espada, las condecoraciones, el yelmo del difunto Humberto. Pobre monarca de los grandes bigotes y de los ojos terribles, que ocultaba tras esa apariencia truculenta un bello corazón, según me dicen casi todas las personas con quienes tengo ocasión de hablar.
Turín, noble ciudad. Aquí todo es Saboya. No hay monumento, no hay vía, no hay edificio que no os hable de la ilustre casa.
He visitado la Pinacoteca. La primera sala está llena de príncipes de esa familia, desde la entrada, en donde un admirable retrato de François Clouet perpetúa la figura de Margarita de Valois, hija de Francisco I y mujer de Emanuel Filiberto, duque de Saboya. Nada más sugerente que esta pintura en que esa princesa, que podría ser una priora, parece hablar por toda una época. Así el retrato cercano, de Carlo Emanuel I, duque de Saboya, obra del Argenta, que representa al principito de diez años, exangüe, casi penoso, apoyado en la cabeza de su enano.
El museo es grande y posee verdaderas riquezas. El catálogo oficial, Bædeker u otro libro semejante, os dirá el nombre del fundador, el año de la fundación, y datos semejantes. Yo os diré lo que me ha atraído, detenido o encantado en la rápida visita. Ante todo, los primitivos, que ya en la sala segunda están representados. Confieso no sentirme fascinado ante la célebre Virgen con el Niño, de Barnaba da Modena, pero Macrino d’Alba en más de uno de sus cuadros me hace sentir la impresión de su arte, así como Defendente Ferrari me cautiva con los Esponsales de Santa Catarina, y el Giovenone me para, con su Madona entronizada y sus místicos acompañantes. En la sala tercera, casi toda ocupada por Gaudenzio Ferrari, hay muchas cosas bellas, pero lo que principalmente admiro, al paso, es la Madona, Santa Ana y el Niño, en que el concepto de la religiosidad unido a un ingenuo don de humanidad, forman la excelencia de la obra artística. La figura de María sola es un delicado y maternal poema.
En la sala tercera está el dos veces divino Sodoma, pintor de nombre maldito y de incomparables creaciones de vida y de idealidad. La idealidad está en su Sacra familia, con su pura y espiritual Madona y el Dios Niño que juega; la vida en carnaciones estupendas como ese seno de esa abrasante Lucrecia que en vez de la puñalada atrae el beso. Ante este cuadro no puedo menos que recordar una reciente polémica, entre los señores Groussac y Schiaffino. Este muy distinguido amigo mío, señalaba a su terrible contendiente el error de haber confundido en una ocasión una tabla con una tela. La cosa parecerá muy rara, pero al gran Vasari le sucedió lo mismo. Hablando del cuadro la Morte di Lucrezia, del Sodoma, dice el actual director de la Pinacoteca, Sr. Bandi di Vesme: «Vasari lo annovera fra quelli eseguiti dal Sodoma nei suoi bei tempi: “Similmene… una tela que fece per Assuero Retori de San Martino, nelle quale e una Lucrezia Romana che si ferisce, mentre e tenuta dal padre e dal marito: fatta con belle attitudine e bella gracia di teste”». «L’aver il Vasari chiamato questo cuadro una tela», mentre dipinto su legno, e una semplice inavvertenza, se pure non e per errore di stampa che la edizione del Vasari hanno «tela» per «tavola».
Hay también del Sodoma, en esta misma sala, una Madona e quattro santi de señalado mérito.
No dejaré de nombrar un cuadro de tema semejante, de Bernardino Lanino, en que, con el encanto del suave color y del dibujo, se anima sobre todo una sensual Santa Lucía que es una de las representaciones femeninas más atrayentes que se puedan señalar en todas las galerías del mundo.
En la sala quinta, una Abadesa de Giovanni Antonino Molinari. En la sexta, sobre un fondo de oro, un ángel de Frate Angelico canta toda la primitiva gracia, la ingenua virtud de la concepción y ejecución prerafaelitas. Una deliciosa Madona del mismo, con el bambino. Observo que para poder rezar convenientemente delante de estas pinturas, sería preciso un libro de horas escrito en verso por Dante Gabriel Rossetti, o un antifonario de Ruskin, o de su vicario francés Robert de la Sizerenne. Otra Madona. ¡Descubríos! La hizo Sandro Botticelli. Es la pintura simple y al propio tiempo intensa y profunda que habéis oído celebrar por tantos aedas del arte moderno, que levantaron a su mayor gloria los prerafaelitas ingleses y que todos los snobs y prigs del mundo se creyeron en el deber de admirar hasta el delirio.
Hay otro Botticelli, ante el cual largas horas debe haber pasado Burne-Jones y el viejo profeta de las Piedras de Venecia. Es El viaje del hijo de Tobías. Es el mismo expresivo amaneramiento de los gestos, la traducción del íntimo sentido por la remarca de las actitudes, el vago énfasis del estilo y la certeza de los lineamientos. Los dos arcángeles de la composición son hermanos de las figuras alegóricas de la «Primavera». Miguel precede, armado de su espada. Una madona de Credi me disputa el tiempo con un Tobías y el arcángel Rafael, de los hermanos Benci del Pollainolo. (Con este cuadro comete también el error Vasari, de confundir tela con tabla).
Imposible observar tanta y tanta obra meritoria. Mas en la sala séptima me inclino delante del Mantegna, con su «Madona con il Bambino e sei Santi», ante varios Tizianos; en la octava, Donatello llama con una Madona bajo-relieve en mármol y alegran los ojos las fiestas de color de los esmaltes de Constantín. No veo sino de un vistazo la sala nona, de pequeñas dimensiones y que contiene algunos grabados y dibujos de distintas épocas y de diferentes escuelas. Y en la sala décima al entrar me impide continuar más adelante por algunos minutos. ¿Y una «Visitación» de Vander Weyden, en que una idea naturalísima se traduce tan poéticamente? Y Memling con su tumultuosa «Pasión». Y un desfile de maestros: Teniers, Brueghel, Jordaens, Van Dyck: «Tres gracias», de la escuela flamenca, que recuerdan las tres comadres brutalmente encarnadas, de Rubens, en el Museo del Prado, y varios cuadros de ese artista, entre los cuales el retrato notabilísimo de un «Magistrado flamenco».
En la sala undécima impera Van Dyck, con el cuadro que para muchos es el mejor de todos los suyos, el grupo de «Los tres hijos de Carlos I de Inglaterra». Los principitos fueron pintados con trajes lujosos, y todos tres parecen hembras. La vida les anima; y es admirable la que hay en el noble animal que les acompaña. Según está escrito, el rey no estuvo muy contento de la obra por motivos mediocremente domésticos. El conde Cisa, decía en carta al duque Víctor Amadeo I… «Le roy estoit fasché contre le peintre Vendec, pour ne leur avoir mis leur tablié, comme on accoustume aux petits enfans»… A este cuadro acompañan otros tantos del mismo Van Dyck y varios de Teniers, de Brueghel y otros.
En la sala duodécima hay varios holandeses y alemanes. Se impone al instante un retrato de «Desiderio Erasmo», de Holbein, que estuvo en el Louvre durante la dominación francesa. Hoy Turín está orgullosa de su reconquista y dice: Hic Jacet Erasmos qui quondam pravus erat mus.
Los españoles tienen representación honrosa en la sala duodécima, pero es poco y de relativo valor lo que hay de Velázquez, Murillo, Ribera y Sánchez Coello. Envío mi pensamiento a aquel soberbio tesoro de Madrid que constituye, en el Museo del Prado, la sala Velázquez. Hay aquí del gran maestro dos retratos, uno es uno de tantos Felipes Cuartos que produjo su pincel. Del Españoleto hay un San Jerónimo. De Murillo el retrato de un niño; una de las repetidas Concepciones y cierto expresivo busto de capuchino. Sánchez Coello ha dejado con su singular manera la imagen de la joven reina que más tarde retratara Van Dyck en su vejez: Isabel Clara Eugenia de Austria.
Y en la sala décimotercia dos preciosos retratos de Coypel; el busto de mujer de la Vigée Le Brum tan popularizado por las reproducciones; y en la décimocuarta, entre cien cosas, el estupendo autorretrato de Rembrandt, hecho de sombra y vida; y apenas hay un momento para el naturalismo rústico de Paul Potter; y en la décimoquinta magistrales paisajes, entre los cuales de Ruysdael. En la décimosexta sonríe el Caravaggio con su Sonatore di liutto y os llama Gentileschi con una Anunciación; y Vanni hace perdurar la voluptuosidad de la más tentadora Magdalena que pueda un pincel pintar y un hombre amar. En la decimoséptima Albani, en varios cuadros, renueva el mito de
Il bello Hermafrodito adolescente,
como dice el verso de D’Annunzio. El Domenichino y Guido Reni y Albani, llenan esta sala con bellas mitologías, a que Carracci y Guercino oponen sus representaciones cristianas. En la decimoséptima se impone el grupo de Apolo y Dafne, y la figura del dios crinado, de un colorido vivo y luminoso, sobresale de manera vencedora. Del Guercino hay en la décimoctava un San Paolo Eremita que recuerda una igual tela hagiográfica de Velázquez. Ambos grandes ingenios, poseídos más o menos del fervor cristiano en la interpretación de los santos, demuestran que no les es indiferente la naturaleza muerta: las galletas de ambos cuervos solícitos, en ambos cuadros, son admirables y suculentas de verdad. En la décimonona todas las miradas y contemplaciones son para la riquísima Danae del Veronese, a pesar de los grandes cuadros vecinos. En la vigésima no dejéis de inclinaros ante el Veronese y Tiépolo, y en la última soportad las varias batallas de Huchtemburg en que la mancha roja y el caballo blanco del príncipe Eugenio de Saboya aparecen irremisiblemente.
15 de Septiembre.
Anoche he presenciado la llegada del duque de los Abruzzos a su buena ciudad de Turín. Turín es la villa de los Saboyas, la verdadera ciudad del Fert. Con gran entusiasmo fue recibido el joven explorador, entre calles de aplausos y bajo arcos de vivas. Como yo alabase la audacia brava y el peligroso sport de su alteza, indudablemente enamorado de la gloria y de la ciencia, me dijo un distinguido caballero turinés, mientras los cocheros rojos conducían al príncipe, a los Aosta y al capitán Cagni:
—«Todo está muy bien. Pero ¿qué provecho práctico trae a Italia el hecho de este joven que se gasta una buena serie de miles de liras y pierde dos dedos en una exploración de la que no ha sacado sino ir un poco más sobre el hielo que Nansen? La empresa es insegura, fantástica y poco probable».
Señor, contesté a mi interlocutor, todas las grandes y geniales empresas son por lo general fantásticas, inseguras, poco probables: y vuestro compatriota el genovés Colón es una prueba de ello. Poco ha perdido el duque con perder dos dedos en donde muchos, hasta su compañero Querini, han perdido todo el cuerpo. Por otra parte, todo eso vale más que las ocupaciones generales de sus colegas: ver correr caballos flacos, fusilar pichones, agitar raquetas y disputarse pelotas, a la manera imperante de los ingleses, fomentar la cría de perros y entretenimiento de señoritas joviales. El duque de los Abruzzos, a quien he visto en Buenos Aires muy simpático y muy gentil, en esa obra de valor y de singularidad, ha interpretado a su manera el Sempre avanti Saboia de su casa. Además le debemos que los estados Unidos, por medio de uno de sus órganos de más páginas y de mayor tiraje, se haya admirado de que un latino haya puesto antes el pie en un lugar que no ha sido hollado por anglosajones. Lo cual debe mortificar al Sr. Demolins y alegrar a mi amigo Arreguine».
El duque pasó entre las sonoras ovaciones. Buen aspecto, aunque se nota en él las durezas de la vida de la invernada. A su lado iba Cagni, verdadero héroe del viaje. En la estación he visto a la risueña y bella novia de Cagni, y al viejo general su padre. No he podido menos que pensar en los que quedaron allá en la nieve, en la soledad, en la muerte irremisible…
Comida con el onorevole Gianolio, y otras distinguidas personas; un avvocato y el decano de notarios turineses. El diputado es un excelente y filosófico caballero, que entre sus barbas llenas de años deja salir las más sesudas razones; y junta a una cortesía un tanto campechana, la más sincera amabilidad. No conoce bien la Argentina, pero tiene informes de sus riquezas, de su hospitalidad, del desarrollo fabuloso de Buenos Aires. Se sorprende cuando se le habla del número de italianos que hay en nuestra capital, lo cual demuestra que no todos, en el parlamento, están aquí muy al tanto de estos asuntos. Hablamos política, estadística, un poco, muy poco de literatura, pues el elemento no es propicio, a pesar de estar a la mesa un par de hermosos ojos italianos. Mi calidad de poeta ¡a Dios gracias! permanece incógnita, y un madrigal comenzado se desvanecería al olor de la fonduta. ¡La fonduta! ¿no sabéis lo que es esto, el plato especial de Turín, rubio como el oro, apetitoso y perfumado de trufas blancas?
No sé cómo el señor de Ámicis, que aquí reside, ha conservado sus cualidades plañideras y sentimentales a pesar del frecuente encuentro con esta invención que es gozo de los ojos y del paladar. La fonduta va custodiada de un chianti noble y de un barolo viejo que exigen respetuosas inclinaciones.
Paseo por las galerías de la ciudad, por la vía Roma, y entramos con mi compañero de viaje, al Giardino Romano, teatro estival bastante desmantelado. Impera aquí también el café-concert. Y pensamos en el Casino de Buenos Aires, cuando después de varios números deplorables, salen los dos Colombel, que acabamos de ver en el Alcázar d’Été de París, y nos gratifican con la romance, la romance… ¡la romance du Muguet!
16 de Septiembre.
Los monumentos de Turín, confieso realmente, no me fascinan. Por todas partes estos políticos, estos generales, estos príncipes, me aguan la fiesta ideal que busca mi espíritu. Estos políticos son demasiado conocidos y demasiado cercanos para que interesen a quien busca en Italia sobre todo el reino de la Belleza, de la poesía, del Arte. Por lo tanto, saludo con respeto al héroe Pietro Mica, a los hábiles y esforzados patriotas y a los Saboyas de bronce, y me detengo ante el monumento del Mont-Cenis, que, con su idea ciclópea, dice a mi alma, en su simbolismo, más cosas que las que me puede decir el ilustre Mazzini y el no menos ilustre Cavour.
En el parque —porque es un parque, aunque le llamen jardín— del Valentino, deleitan las gracias de una acariciante naturaleza. El Po que corre bajo los arcos de los puentes, pacíficamente; los montes cercanos, feraces, cultivados, coronados por la Superga, sembrados de villas y casitas. En la tarde dulce cae con la luz una paz y una melancolía que hacen nacer luceros en el alma. Dichosa gente la que a la orilla de este viejo río vive la perpetua juventud que se revela en la hermosura de estos espectáculos.
Al ponerse el sol vuelven al club los yachtmen que se ejercitan en su rowing. Unos pescadores recogen sus cañas.
Antes he tenido tiempo de visitar un castillo medioeval que se ha dejado para los turistas, desde que se construyó, con motivo de la exposición de 1884. Es algo mejor que lo realizado por Robida en el Viejo París. Todo, hasta los menores detalles interiores y exteriores, dan la ilusión de un retroceso a la vida del siglo XV. Quisiera uno tan solamente que los ferreros que abajo trabajan con gran habilidad sus obras de un arte injustamente venido a menos, vistiesen y hablasen como en lo antiguo.
17 de Septiembre.
Por el funicular que hay que tomar atravesando el Po, se va a la Superga. Es ésta, como sabréis, una iglesia construida en lo más empinado de la altura, al oriente de Turín.
Los trenes van jadeantes, en un camino que refresca la sombra y la verdura de los árboles. El domo corona soberbiamente el monte. Ese templo para águilas es una tumba de príncipes. Allí, en la cueva fúnebre, están los huesos de muchos miembros de la casa reinante. Es lo que, artísticamente, se va a visitar con mayor interés, a causa de uno que otro hermoso mausoleo. Nada más impresionante que un simple nicho en que se guarda la corona que las lavanderas de España enviaron a la buena reina doña María de la Gloria, esposa de Amadeo.
Vasto y magnífico panorama, desde la eminencia. A lo lejos los Alpes, que el sol llena de luz; el Levanna, el Roche Melon, la punta de nieve del Mont-Rose. Más cerca los campos que divide el Po en su curso, en que las ciudades y pueblos se miran como cajas de juguetes de Nuremberg; las ondulaciones de las verdes colinas, los senos de los valles, el Viso erguido, y Turín allí cerca, corona del Piamonte. Comienzan a asediar los vendedores de tarjetas postales y los solicitadores de buona mancia. Todavía no he encontrado, ¡asombraos! ingleses. Pero los siento. Ellos han de aparecer dentro de poco, ineludibles andadores, doctores oxfordianos en Bædeker, compradores de pisapapeles de alabastro, o prigs que asedian a los primitivos.
Turín está solitario ahora, y paréceme que ha de ser triste siempre. Las gentes de pro andan en el veraneo. Las que quedan, por negocio o por necesidad, parecen muy tranquilas y poco ruidosas. Por las calles hay escasa circulación. En la noche las galerías están sin vida, con excepción de una que otra en que se ven militares y burgueses que se pasean. Las mujeres que encuentro no se parecen a las italianas de mi imaginación. Luego, son hasta las que se diría dedicadas a una existencia poco austera, escasamente expansivas y hasta serias, Turín, convengamos, es una ciudad muy honrada. Reconozcamos estas condiciones a Turín.
Génova
19 de Septiembre.
Génova la Superba no parece a primera vista una ciudad grata. La masa urbana es ciertamente soberbia, cuando se ve a la llegada, desde el tren, en San Pietro D’Arena. Mas ya de cerca, esas casas altas, con las cien manchas verdes de sus ventanas, esas casas descuidadas, esos barrios sucios, nos dan la impresión marcada de una higiene en olvido, de una aglomeración de conventillos. De algunas ventanas se cuelgan ropas a secar, como en España. Ciertos rincones y ciertas callejuelas tienen el mismo cariz de algunos puntos de la Boca. La parte vieja de la ciudad es tortuosa, descuidada. En lo nuevo, se alzan construcciones, se demuelen muros antiguos y se inician casas y palacios.
Vasto puerto, y relativamente escaso movimiento. Las fortificaciones dominan, en las alturas. Castellaccio, Begato, San Benigno, llenos de cañones. La ciudad, a la orilla del mar, sube hacia los montes. Ciudad comerciante y marinera, aún conserva el orgullo de antaño y procura mantener su vitalidad y su energía, guardando sus viejos recuerdos de conquistas y de guerras, cuando sus estandartes fueron vencedores, o en tiempos de duros reveses.
Vía Garibaldi. La calle es estrecha, sus aceras flanquedas de palacios históricos. Piedras de siglos, vetustos portones en donde podéis ver esculpidas las armas heráldicas. Ahí está el palacio Rosso, regalado por la duquesa de Galiera a la ciudad y que contiene valioso tesoro de arte. Entre lo principal, un retrato del marqués de Brignole-Sale, de Van Dyck, un Durero, y una copia muy buena del San Juan de Leonardo que hay en el Louvre. En el Palazzo Bianco que está en frente, hay también obras excelentes. No puedo, dado el plan de este diario, ni citar todo lo que me interesa; pero me es imposible callar mi gozo ante un antifonario de Neroni que se guarda en esta casa, entre muchas riquezas dignas de la mayor atención.
He visitado la Catedral, en la vía San Lorenzo. Por ella ha pasado lo romano, lo gótico, el renacimiento. La fachada gótica es de una imponente hermosura; en ella alternan mármoles blancos y negros; adórnanla leones y variadas labores y calados. Piadosos e ingenuos escultores trecentistas han dejado figuras y símbolos. Es hasta ahora, la más venerable fábrica que hayan visto mis ojos en la tierra de Italia.
Soberbio es, asentado en la Piazza Nuova, el palacio Ducal, en que hoy trabajan oficinas del gobierno; y en varias calles os dicen grandezas de lo pasado los palacios Doria, Spínola, Parodi, Gambaro y Cataldi. Génova, la de los suburbios infectos, está llena de mármol y de orgullo.
El palacio Rosozza, es un lugar deseable para la realización de una vida de amor. Está dominando el mar, y a sus espaldas se extiende, en la colina, un jardín bellísimo lleno de verdura y de flores, en donde los chorros de agua dicen rimas de D’Annunzio. Y más palacios, y más villas, sobre la ciudad que a la orilla del Mediterráneo mantiene el renombre de sus comerciantes y de sus armadores.
Tengo la mejor idea de los genoveses. Parécenme amables, obsequiosos, atentos. No he podido certificar si tienen doblez o falsedad. No he hecho ningún comercio con ninguno. Y el mal humorado padre Alighieri creo que exageró cuando deseaba para ellos tantas terribles cosas:
Ahi genovesi, uomini diversi
D’ogni costume, e pien d’ogni magagna
Perché non siete voi del mondo spersi?
Las genovesas que he visto, son esbeltas, garbosas, gentiles, de grandes ojos que se han embriagado de mar y de cielo.
Paseo por la rada. El agua está serena y el horizonte está «histórico» como diría Roberto Montesquiou. Amarrados a los muelles, los barcos descansan, esperando sus cargas. Un acorazado italiano, el Garibaldi, está de estación. Al lado, están remendando la cáscara de hierro de un buque de guerra turco. Advierto que en una de las planchas de popa, un salaz obrero sin duda, ha pintado, con tiza, con visible irrespeto por la media luna, una figura obscena que cualquiera puede notar de lejos.
El bote que me conduce se dirige al lado opuesto, hacia la barrera de piedra que se ha alzado a la rabia del mar, y que éste en ocasiones ha mordido y despedazado por algunos puntos.
Hermoso de toda hermosura el panorama de la ciudad, recostada sobre su vasto anfiteatro, dorada por el sol que se pone. Es una tarde azul acariciada de fuego. Las alturas se destacan como labradas sobre el cielo. En el Rhighi, comienzan a encenderse vivas luces. El cristal marino refleja la ciudad y la luz celeste que declina. Hay una dulzura pacífica e íntima que llama al silencio y al recuerdo. Mi compañero y yo no nos decimos una palabra. Es uno de esos instantes en que se piensa, al callado amor de la naturaleza misteriosa, en seres y cosas amadas que están lejos… en la ausencia, o en la muerte. La suavidad del agua y del firmamento compenetra nuestros cuerpos y nuestras almas.
La bondad y la ternura de la existencia ocupan un momento la máquina hecha a los esfuerzos y a las luchas. Nuestro espíritu es en esos instantes como un blanco palomar de donde se envían a lejanas distancias, mensajes de cariño, de consecuencia, o de pasión. La campana de la iglesia de los Ángeles, tocó el Ave María. El eco religioso que iba en la brisa pasó como un soplo de bien sobre nuestras frentes. El barquero dejó los remos y se descubrió. Cuando volvimos la vista al horizonte crepuscular, habían aparecido las primeras estrellas.
19 Septiembre.
El cementerio de Génova es famoso; veamos el cementerio de Génova. No me place visitar a los muertos en su ciudad. He visto el presuntuoso Green Wood, allá en los Estados Unidos, y el célebre Père Lachaise, en París. Casi siempre he notado, aun allí, las injusticias de la suerte. Poe, en Boston, tiene un pobre busto; Verlaine no tiene aún nada sobre sus huesos. Los Sres. Bouvard y Pécuchet en todos los cementerios del mundo ostentan mármoles y bronces por toneladas; y más que los Sres. Bouvard y Pécuchet, los Sres. Chose y Machin. Pero jamás me ha chocado tanto lo grotesco de la vanidad burguesa, en la muerte, como en este enorme camposanto. Graciosas, elegantes, pintorescas, muchas de las capillitas y mausoleos que decoran la pendiente de la colina, hermosean el lugar fúnebre; así son admirables también y de mérito artístico, bastantes sarcófagos y estatuas que se encuentran en las galerías. Pero la profusión de lo contrario choca. Buenas gentes que poseen los suficientes escudos, se hacen fabricar un papá de bronce, una mamá de mármol, y se colocan ellas{166} mismas en actitud dolorosa. Y así el cincel o la fundición perpetúan máscaras codiciosas, faces de enfermos, bons-hommes satisfechos, imágenes de gordos rentistas o de secos traficantes. Ello da al contemplador
Parte da riso e parte da vergogna
como dice el Magnífico en su Beoni. Todo eso va aumentado con las largas leyendas en forma monumental, con todos los circunloquios y énfasis que son de ley en este país de la retórica latina. En algunas tumbas el dolor ha tenido talentosos intérpretes en simulacros personales, o en figuras simbólicas. Os recomiendo entre otros la figura de un anciano encorvado, que llega al imperio de lo desconocido y bajo el cual se lee un verso de la Comedia: (Inf. III).
Tutti convengnon qui d’ogni paese.
No recuerdo el nombre del escultor. En esa enorme población de finados, los grandes habitan, como en la vida, palacios; los pobres, un hoyo en la tierra. Pero como estamos en Italia, hasta los pobres tienen una cruz de mármol o una lámpara graciosa; y entre las cruces, revientan a la luz flores de un rojo violento, o florecillas blancas, que parecen salir de sepulturas infantiles. Nada me indican los ángeles caderudos de Monteverde, iguales al de la Recoleta de Buenos Aires; antes bien, la obra de otros escultores sin renombre, en que aparece la tradición de un arte sincero y piadoso, se impone en el silencio y en la paz de la ciudad difunta. Mientras medito ante una melancólica estatua de mujer junto a la cual una mano afectuosa ha colocado un ramo de flores frescas y ha encendido un cirio, oigo cerca de mí unos pasos secos y un más seco yes. Voilà les Anglais!
De la Zecca, asciendo en el funicular entre viñas y casitas, al Righi, un restaurante situado en lo más alto del monte, al norte de la ciudad. ¡Soberbia vista de Génova la soberbia! La población se presenta en frente, con sus macizos de construcciones, sus torres, sus villas; y su rada, en que se erizan los grupos de mástiles y chimeneas. Se alcanza a ver, en la confusión de calles lejanas, el reloj del Carlo Felice; se divisan y reconocen los palacios conocidos; y se extiende el vasto mar, el vasto mar azul y armonioso, por donde han partido a la gloria tantas velas, tantas mentes, tantos corazones. El Righi es un establecimiento lujoso y de loable buen gusto. Se imagina uno que vivir en un lugar como ese, en esa situación excepcional, sería una delicia, si no fuese que no hay panorama, ni delicia humana que no pida substitución en tiempo más o menos lejano. Esa vista encantadora, esa perspectiva, ese mar y ese cielo, y las ricas ostras y compañía que allí encontráis, por ineludible ley humana, necesitan luego ser cambiados por otra perspectiva, por otro mar, por otro cielo, por otros astros y compañía, so pena de caer en el reino gris del fastidio. Nunca, sino en los viajes, se puede comprender mejor el pequeño poema de Baudelaire Any where out of the world…
Al pasar por el palazzo Doria me señalan el segundo piso, en donde habita o habitaba el maestro Verdi, que ahora está en Santa Agueda veraneando.
Noto entre casa y casa por las calles genovesas, callejuelas a las que se desciende por escaleras empinadas, pasadizos obscuros, estrechos, sucios.
Suele acontecer que de un antro de esos surge de repente la cara risueña de una fresca muchacha.
Al partir de Génova, en la estación, dos nombres que he visto encarnados en dos estatuas, me vienen a la memoria, nombres absolutamente representativos en lo antiguo, en lo moderno: Colón, Rubattino.
Pisa
20 Septiembre.
Ahi Pisa, vituperio delle genti
Del bel paese là dove il si suona;
Poiche i vicine a le punir son lenti
Muovanse la Capraia e la Gorgona
E facian siepe ad Arno in su la foce,
Si ch’egli annieghi in te ogni persona.
Estos versos de Dante no pudieron dejar de venir a mi memoria al entrar en la vieja ciudad llena de historia y de arte. Va el Arno silencioso; casi creeríais que sus aguas semiparalizadas no tienen curso. Río turbio, río sin vida, entre las dos barreras de casas, bajo los puentes que unen los dos famosos Lungarnos. Ciudad abuela, cargada de siglos, que tiene su torre inclinada, como una inmóvil rueca. El movimiento urbano es escaso. Uno que otro carruaje cargado de turistas; muchísimos sajones a pie, con, en la mano, la insignia roja del Bædeker. Por la vasta curva del Lungarno podéis ver tipos que conservan la antigua hermosura de la raza, hombres de rasgos bellos, de elegantes talantes, muchachas que andan graciosamente, con ese especial calzado un poco a la turquesca, entre zueco y babucha, zuccole o pianelli. Los pisanos tienen el orgullo de su villa; y si no fuese el mal servicio del hotel en que me alojo, y la perversidad de un cochero que ha estrujado mi paciencia, no hallaría nada que vituperar, ni creo que tengan por qué moverse ahora la Capraia y la Gorgona.
Traigo la mente llena de Benozzo Gozzoli, de los Pisano, de Giotto. Poemas, lecciones, impresiones que he leído, inspirados en el Duomo, o en el Campo Santo, cantan, reviven, se despiertan de nuevo en mi cerebro. Antes de entrar en esos santuarios artísticos, siente el alma como una sensación de primera comunión. Además, aquí, por todas partes, el mármol dice con su presencia, la frecuencia de los héroes, de los príncipes y de los dioses. Esta tierra es tierra sagrada; de su seno maravilloso han brotado como en una primavera de formas, en esas estaciones del arte en que floreal corresponde al renacimiento, un mundo de estatuas, una teoría interminable de armoniosas figuras.
Los badauds van a ver desde luego la casa de Galileo, con algo como la esperanza de encontrar allí al famoso sabio. Los viajeros de la especie de los dos inmortales amigos flaubertianos, se dirigen inmediatamente a la torre inclinada, al Campanile: «Vamos a ver: ¿los arquitectos la construyeron así, o esto es debido a un hundimiento del terreno?» Yo, no bien me desembarazo del polvo del camino, vuelo al Campo Santo. Brilla el sol, el sol glorioso italiano, caro a las ardientes mujeres, a las dulces naranjas, a las sonoras cigarras. En la puerta del sacro cementerio una anciana mendiga agita en un plato de lata unos cuantos céntimos, demandando limosna. Me libro de la persecución de ciertos cicerones parlanchines e importunos. Entro, y tengo el inmenso placer de encontrarme solo en esos momentos, sin turistas, sin anglosajones, sin visitantes, a pesar de que en el día de hoy, 20 de Septiembre, celebración nacional, la entrada es gratuita.
En lo interior cae el sol sobre las piedras, sobre las hierbas que crecen en la tierra santa. Cuentan que en tiempo de la expedición de Soria por la república de Pisa, se hicieron traer, por disposición del arzobispo Ubaldo Lanfranchi, cinco barcos cargados de tierra del monte Calvario. La carga fue recibida en Porta a Mare, con regocijo y lujosa ceremonia, por los pisanos.
Sobre deshechos huesos aparecen hoy allí flores humildes. Y fortifica el suelo y dora el recinto la «onda de sol» que deslumbró los ojos de Taine. Por los vastos muros se desenvuelven los frescos; a los lados de las galerías se ven las filas de sarcófagos, las estatuas, los antiguos fragmentos de antiguos mármoles; la luz pasa por las arcadas semicirculares, por los ventanales góticos. El techo de madera, de una imponente sencillez primitiva, da idea de una resistencia secular. Hay en los muros inscripciones latinas, promesas de gloria o advertencias saludables. En una de ellas: «Mira, observa, desgraciado que pasas, lo que eres. Todo hombre está contenido en esta mansión. Mortal, cualquiera que seas, detente, lee y llora. Soy lo que serás, fui lo que eres; por favor, ora por mí». Hay aquí el atractivo severo de un museo, y la solemnidad de un templo; y la gracia solar, como que hace, en la suave gradación con que invade, más propicio el ambiente para altas meditaciones, más pura la atmósfera para el vuelo de las ideas. Es un lugar sacro en el mundo. Rien de plus noble et de plus simple, dice Taine. Verdadero y noble museo, había dicho la reina Cristina Alejandrina de Suecia. Yo he traído conmigo un libro moderno, rico de esenciales armonías, florecido de pensamientos celestes, el libro de un joven filósofo que maravillosamente pitagoriza, y a quien ha coronado de lauros el Imaginífico. Y leo: «¿Cuál es la idea que vive y que se manifiesta en el Campo Santo de Pisa?» Fui muchas veces a contemplar el misterio de aquella divina soledad en un estado como de estupor. Pero una mañana de Agosto, atravesada la selva de San Rossore en medio del coro ardiente de las cigarras y Pisa ardiente bajo la canícula, llegué a la puerta del recinto monumental, y entré con el ánimo de quien espera una respuesta a una ansiosa interrogación. Antes de partir había abierto un libro de fragmentos de Leonardo, para encontrar un rayo de luz que guiase mi espíritu en el viaje, y había leído las siguientes palabras: «El sol ilumina todos los cuerpos celestes que por el universo se comparten; todas las almas descienden de él, porque el calor que está en los animales vivos viene del alma, y ningún otro calor ni luz hay en el universo». Por toda la senda recorrida sentí repetirse en mi memoria como un ritornelo incesante aquel laude del sol. El sol, que dominaba sobre la llanura en donde surgen el duomo, la torre, el baptisterio, estaba también en el Campo Santo; ¿pero era el mismo sol? Afuera había un ardor de incendio y las cosas heridas por sus rayos parecían exhalar una respiración de llama; aquí su luz, bien que más intensa por el contraste de la sombra, parecía fría y calma como la luz de la luna.
«Ya no era el sol que fecunda los frutos de la tierra y dora las mieses y torna enceguecedoras las vías polvosas y hace cintilar los vidrios de las casas en el poniente; era otro sol. Su luz, del patio desierto había penetrado en el gran espacio habitado por las figuras de Benozzo…» Y así continúa, en un suave himno a la luz, que formaba un ambiente de vida singular a las creaciones de los frescos, «… y por breves instantes sentí verdaderamente mi corazón libre de toda angustia vana y las cosas de que nace el tormento de la existencia, palidecer y tornarse como sombras de sueño en aquella soledad, en aquel silencio y entre aquellas formas de belleza». He de confesar que, a mi vez, me he sentido como en una duda ideal, y poco han venido a mi mente las observaciones de mis maestros de crítica. Más bien he dado curso libre a mi imaginación y a mi sentimiento. He creído ver aparecer, de un momento, por aquellos lugares solitarios, a Juan de Pisa, que consagrara tanto ardor y voluntad a la elevación de esta casa venerable y fúnebre: Tempore Domini Federizi archiepiscopi Pisani et Dominis Tertati potestatis, operario Orlando Sardella, Joanne magistro ædificante. Y todos los pintores que a su manera realizaron estos poemas de la luz amable, que sobre los muros perpetúan tan varias y ricas imágenes y escenas. No quiero saber si uno de los Orcagna es un «Dante sin talento»; antes bien le miro como un sincero e ingenuo ilustrador del poeta, sobre la larga página de piedra.
Sobre una de las puertas que dan ingreso a la galería, una Asunción de Memnis, inicia la obra de este consagrado hiogiógrafo del pincel que ha de mostrar después en otros frescos y en unión de Antonio Veneziano, la vida del patrón de Pisa, San Ranieri. Primero es la juventud alegre y risueña del joven noble, entre las bellas damas de su tiempo, cantos y amor; luego la nueva dirección de su espíritu hacia Cristo, y la partida al convento de San Vito en que mora el bienaventurado Alberto Leccapecore. Antonio Veneziano continúa la vida del santo en otra serie. Ranieri se embarca para volver a Pisa y comienza la operación de sus milagros en Mesina. Todo esto es de una sencillez primitiva, de una fe simple. Como casi todos sus contemporáneos, el pintor retrata a personajes conocidos en sus cuadros; y Antonio ha puesto a varios eminentes pisanos, como Guido de la Gherardesca. ¡El milagro en que descubre el santo la superchería del tabernero que agua el vino, es de una moralidad municipal ejemplar! ¡Es todo esto tan natural y sin malicia! Así en otras series, se narra la historia del santo hasta su muerte, en escenas que necesitarían observaciones más detenidas. Spinello, discípulo de Giotto, trata de la vida de San Efesio, y su maestro ilustrísimo representa las desventuras de Job. Dice el Vassari: «Percio dunque andato Giotto a Pisa, fece nel principio d’una facciata di quel Campo Santo sei storie grandi in fresco del pazientissimo Jobbe. E perchè giudiziosamente consideró che i marmi da quella parte della fabbrica, dove aveva a laborare erano volti verso la marina, e che tutti essendo saligni per gli scilocchi, sempre sono umidi e gettano una certa salsedini, siccome i mattoni di Pisa fanno per lo piú, e che per ció acciecano e si mangiano y colori e le pitture, fece fare, perchè si conservasse quanto potesse il piú l’opera sua, per tutto dove voleva lavorare in fresco, in arriciato ovvero intonaco o incrostatura che vogliane dire, con calcina, gesso e matton pesto, mescolati cosi a proposito, che le pitture che egli poi sopra vi fece, si no insino a questo giorno conservate, e meglio starebbono se la trascurataggine di chi ne doveva aver cura, non l’avesse lasciate molto offendere dall’umido…» La pintura, hoy mismo, se conserva bastante bien; los colores, sobre todo, a través del tiempo, han luchado por mantenerse, y las bíblicas figuras dicen, si no el arte de recursos perfectos, las intenciones cumplidas, la traducción completa de la voluntad y deseo del artista. Refutando la crítica de Cavalcaselle que en su Storia della pittura in Italia afirma que «el arte imperfecto de Giotto puede llamarse grande respecto a su tiempo», aquel a quien ha llamado D’Annunzio «il dottore místico», afirma esta verdad que me parece innegable: Es imperfecto el arte cuando la forma no se acuerda con sus intenciones; pero cuando la materia, no más sorda, responde al mandato del artista, el arte es grande, es perfecto, y la obra que crea es una obra maestra.
En medio de mis meditaciones de arte, una banda militar me trae a la vida presente. Recuerdo que es el 20 de Septiembre, día nacional italiano; y el conde de Turín ha de presidir hoy maniobras, en un campo cercano a Pisa. Volveré a ver a Benozzo y compañía.
El carruaje sale de los muros de la ciudad, después de pasar por la plaza en que las Tres maravillas de mármol se destacan en el azul puro. El largo stradone llega hacia el punto lejano, en donde la caballería ha de hacer sus ejercicios. El camino va entre dos filas de plátanos vigorosos, cuyas pobladas copas de hojas frescas, menea un sutil viento. En los campos cultivados, cuelgan, profusas, negras, las uvas que están ya en tiempo de vendimia. A lo lejos se divisan las montañas, los Alpes apuanos, los montes de mármol. A la derecha, en las praderas reales, pasan relinchando y trotando yeguas y potros de hermosa estampa.
Al final del larguísimo stradone, un bosque admirable de pinos obscuros; luego, una llanura, y allí, palcos que se han levantado para las personas oficiales que presencian las maniobras. El público discurre cerca de las barreras. La música militar toca. Del fondo de la llanura se destaca un grupo de oficiales, a gran galope, o media carrera.
Los jinetes son airosos y parecen hechos a manejar con destreza sus cabalgaduras. Los saltos de obstáculos se efectúan con todo éxito. Los grupos desfilan, frente al palco en que está el conde de Turín, en compañía de un coronel austriaco, y hacen el saludo de ordenanza. Los ejercicios se prolongan, vuelvo al hotel, que encuentro revuelto, invadido por gentes de la milicia. Por la noche, se ilumina el Lungarno, suenan músicas por las calles, una banda da un concierto y el pueblo, vestido de fiesta, circula, habla y ríe. Esto es en la Pisa que vive, o parece vivir, en la vida moderna y actual, la Pisa que sabe que han existido los hombres de la unidad italiana, la levita de Cavour, la camisa de Garibaldi, el uniforme de Víctor Manuel. Allá al otro lado duerme la señora de la vida antigua, la ciudad de los recuerdos de gloria, la Pisa de mármol, la del duomo, la del baptisterio, la que tiene su campanario inclinado, como una inmóvil rueca.
18 de Octubre de 1900.
El Guirlanda ha colocado, en los frescos que narran la historia de Ester, los retratos del gran duque de Toscana, Cosme, del emperador Carlos V, del duque de Urbino y del príncipe de Carrara. Estas gloriosas adulaciones indican el espíritu del tiempo. No estalla la presencia de esos nobles señores en una escena bíblica. Cuando Jean Béraud ha querido, en nuestra época, poner a odiosos contemporáneos en presencia de Jesucristo, rehacer el Calvario en Montmartre y convertir en Magdalena a una dama cualquiera de chez Maxim’s, la abominación del intento ha sido igualada por lo absurdo del resultado, el estallido ha sido súbito.
La concepción del mundo de Puccio de Orvieto, deriva de la Summa. El fresco teológico que aquí conserva la memoria del pintor, está bien custodiado por las figuras de Santo Tomás y de San Agustín. En La Creación el sentimiento místico se une ya al influjo de la naturaleza y se traduce en un realismo sencillo e ingenuo. La narración del Génesis está interpretada, o mejor dicho, ilustrada, en varias escenas, en que la intención del artista se expresa en figuras de una ejecución todavía balbuciente. Nada más «al pie de la letra» que la salida de Eva del costado de Adán. El demonio, como muchas veces se nota en obras de la época y aun posteriores, tiene, en el cuerpo de serpiente, la cabeza de mujer. Caín, sufre la maldición de la fealdad, y tal concepción habrá de continuar hasta que haya un artista que le reahabilite. Abel, el niño mimado y hermoso, que en lo futuro ha de tener stud y ha de ser miembro del Jockey Club, ofrece su homenaje y el Señor le envía a su altar el fuego del cielo, para la consumación del sacrificio. Caín, cara de pobre diablo, quemado de sol y que da a Dios lo que puede, se ve desdeñado por la divinidad parcial. Con el tiempo no será de extrañar que Abel muera dinamitado, cuando la quijada de burro ha quedado en desuso. Hay otra escena en que Caín, anciano, muere herido por una flecha de su hijo Lamech. Es de señalar la singular habilidad de estos decoradores para pintar de manera que produce ilusión de verdad, la sangre.
Me detengo con Benozzo Gozzoli. Benozzo es un gran manejador de sentimientos y un diestro animador de facciones. Ya es la Embriaguez de Noé, con su interesante composición, su colorido aun conservado, su delicioso paisaje y sus detalles, con la célebre Vergognosa que no me convence del todo; la Torre de Babel, en que veréis en un escenario anacrónico a personajes contemporáneos del artista —Lorenzo el magnífico, Policiano, Juliano y Juan de Médicis; Abraham y los adoradores de Belo, muy decorativo y lleno de alegorías; Lot, Abraham Victorioso, el Incendio de Sodoma, el admirable Sacrificio de Abraham y muchos más frescos de pintor de tantas excelencias, os arrancan a la idea banal de una jira de turistas y gratifican vuestro entendimiento con el efluvio de una vida de pura elevación, de gozo mental, de sana humanidad.
Los Orcagnas encantan en su simplicidad. El Triunfo de la Muerte es un largo poema ante el cual el contemplador podría pasar días de deleite estético. Nunca se ha expresado más claro el eterno contraste, que en esta página de piedra en que el pincel relata la obra de la invencible Perseguidora.
Por un lado la primavera de la vida, con sus amores y músicas, canciones de placer, besos y pompas. Por otro la miseria, la áspera pobreza, en el polvo del camino, el hambre, el dolor. Y la muerte con su hoz, en medio, en los aires, que dará su golpe a quien menos piense en ella, y no oirá la llamada de los miserables, y les dejará seguir padeciendo en lo duro de la existencia. ¿Cuál figura más horrible que esta descarnada vieja de alas de murciélago y pies de largas uñas, que maneja su arma inevitable sobre la fiesta de las rosas y de los labios?
Taine es demasiado seco en su grandeza, demasiado frío en su fuerza. No puedo olvidar su juicio neto y geométrico sobre este espectáculo de arte, y su severidad profesoral ante el Infierno, por ejemplo, de Bernardo Occagna. «Un mundo poético de donde la poesía se ha retirado, una tragedia sublime que se convierte en una parada de verdugos y un taller de torturas, he ahí lo que ese Dante sin talento fabrica sobre los muros». Yo encuentro la elocuencia simple de un artista que expresa con un lenguaje comprensible de la muchedumbre, las tendencias; los temores, las ideas de una época. Hallo en estos frescos el mismo espíritu y la misma expresión de los misterios, de las moralidades, de los autos. Dice Conti estas palabras que concentran mis ideas respecto a este arte primitivo en que miro una escuela de sinceridad: «Vi sono in pittura scorrozioni, imperfezioni, contorcimenti che hanno vita e bellezza assai maggiori di moltissime cose condotte a compimento nei piú minuti particolari e secondo la piú fidele imitazione della realtá».
Es este uno de los lugares de la tierra en que no debían penetrar sino los merecedores de la recompensa secreta, del oculto premio que en la meditación y en el recogimiento ofrece el misterioso numen: el encuentro, el hallazgo, en la profundidad del propio ser, de lejanas señales, de signos perdidos en la complicación de largas trasmigraciones, en que se reconoce algo de la personalidad vencedora sobre el espacio y sobre el tiempo. Siento que salgo de este sagrado recinto como impregnado de benéficas claridades. Sobre la tierra del Calvario en que crecen hierbas y flores, con la fecundidad luminosa del cielo azul.
Toda aristocrática alma vacilante debe venir aquí. Los ojos se anegarán en la magnificencia severa de los frescos; los pies hollarán mármoles funerarios, entre sarcófagos en que el arte antiguo pone en la misma idea de la muerte, la floración inmensa de la vida. Toda noble voluntad sentirá fuerzas nuevas. Alma que te has nutrido de desconocida savia, que has encontrado aquí un refugio inesperado para el viaje de las futuras ascensiones, ¿no sientes como un íntimo anhelo, como una vivificante invasión de sangre pura y flamante? A las puertas, con impaciencia, Pegaso piafa.
22 de Septiembre.
Solo, por estas calles, me encuentro, cuando menos pensaba en la plaza de los Caballeros. Entro en la iglesia de San Esteban y miro los estandartes antiguos que fueron ganados en las batallas contra los infieles. Al salir, en el palacio de los condes Finocchieti, un especialísimo lugar me impresiona verdaderamente. Es el punto en que, en la Torre del Hambre, Ugolino,
La bocca solevó dal fiero pasto.
Una persona pretende explicarme que la puerta de hierro que se descubrió en 1884, y que se exhibe como perteneciente a la prisión, bien puede no ser tal, sino que, etc., etc. Como Anatole France con sus reyes magos, yo permanezco en mi creencia, y nada me haría dudar de la autenticidad de lo que miro. Sí, ese viejo hierro vio la escena pavorosa, que para la inmortalidad fundió Dante en el bajo-relieve de sus sublimes tercetos de bronce. La visión del poeta cobra realidad a medida que pasa el vuelo de los siglos. La fábula se encarna en la tradición; la tradición se alimenta y vive con la sangre misma del pueblo. Ninguna demostración histórica, ningún comento de centón, ninguna memoria de erudito, destruirán lo que certifica la creencia de sucesivas generaciones. De ahí la absoluta inutilidad de los intentos para borrar de la conciencia popular la idea del milagro y el influjo de la leyenda.
Por las calles, recuerdo la aventura de Goldoni. Cuenta el célebre comediógrafo que, encontrándose en Pisa, sin conocer a persona alguna, salió a dar una vuelta por la ciudad. De pronto vio una gran puerta abierta por donde entraba mucha gente. En el interior, un jardín, en donde gran cantidad de personas estaba sentada. Un criado de librea, a quien preguntara qué cosa significase tal reunión, le responde: «El concurso que aquí miráis, oh señor, es una colonia de los árcades de Roma, llamada colonia Alfea o de Alfeo, río célebre en Grecia, que regaba la antigua Pisa, en Aulide». Como veis, el portero de los árcades se expresaba como convenía. Goldoni, que era listo y abogado, pide entrada y se le concede. Allí donde se decían versos y se discutían cosas poéticas con corteses razones, desenvainó un soneto viejo que pasó por inspiración, y le captó las simpatías y los abrazos de los nobles circunstantes. Además, un puesto en la ciudad, con renta regular. Los pastores apolíneos sabían entender las cosas. Yo no encuentro en mi solitaria andanza sino zapateros de viejo que remiendan en plena calle, una que otra hermosa muchacha asomada a la ventana de una casa vieja, y en un almacén en que ciertamente no habitan ni laboran los geniales artesanos de antaño, leo: Marble Works. Perfectamente. All right!
23 de Septiembre.
El Duomo, el Baptisterio, la Torre o Campanile. Lejos de las arterias principales de la población en que circula una escasa vida, esos monumentos perpetúan la grandeza pasada, y halagan con el marmóreo florecimiento de sus nobles construcciones. Os repetiré que delante de estas obras, desde largos siglos bañadas de religiosas contemplaciones, o bruñidas y lustradas de ojos de turistas y de estudiosos, no he de comenzar con inoportunos datos técnicos, ni sumas de columnas, ni medida de extensiones. Yo sólo sé que esto es bello, de una belleza serena e imponente, que sobre la solidez de la fábrica se erige la pompa de las formas; que los muros, las cúpulas, las arcadas, la labor de una arquitectura graciosa y sincera, dicen en su cristalizada elocuencia, tanto como los libros y los cuadros, las victorias orgullosas de aquella Pisa industriosa, conquistadora y batalladora, que de todas partes traía ideas y riquezas. Busqueto plantó los cimientos de la ilustre iglesia sobre el botín de los bárbaros.
La fachada del Duomo es una página de piedra en que la «música» del arquitecto seduce como la lectura de un armonioso poema. Las puertas son a su vez, otras magníficas hojas de este libro soberbio, en que se multiplican los temas, en el bronce fundido por Partigiani y Serrano, según la fantasía de Juan de Bolonia. En la lateral, hay el encanto de lo arcaico. De mi visita a lo interior traigo llena la retina, del gran Cristo del mosaico del ábside; de una singular madona de Pierini del Vaga; de deliciosas figuras del Sodoma que me exigirían un página por lo menos para cada una; del Caín rojo de Sogliani, que dice la primordial injusticia al lado de su papagayo. Y entre tantas cosas ¿cómo olvidar el grupo de mármol del Moschino, el Adán y Eva del fondo?
El Baptisterio, tiara de piedra, relicario de mármol, joya de gracia y de majestad. La perla que atrae en esta maravillosa concha labrada por un poeta de arquitectura, es el célebre púlpito de Nicolás Pisano, sobre el cual os recomiendo volváis a nuestro Vasari.
El Campanile, ya os lo he dicho: la rueca de Pisa. El indestructible mono que hay en cada cual, y los ejercicios del sentido común ilustrado, encuentran en este deleitoso lugar que reúne tan preciadas magnificencias, tres cosas que harán producir siempre reflexiones de la más exquisita calidad: en el Duomo la lámpara de Galileo; en el Baptisterio el eco; en el Campanile la inclinación.
25 de Septiembre de 1900.
El tranvía a vapor pasa por una parte de la ciudad, y sale a la campaña entre sembrados y plantíos de coles y tomates, quintas modestas y rústicas habitaciones. Luego una sucesión de bellos paisajes recrea la mirada, hasta llegar al valle de Calei, donde el vehículo se detiene. De allí, para ir a la Cartuja, hay que seguir a pie, por retorcida cuesta que conduce a la altura en que se alza el antiguo edificio. Es la hora del comienzo de la tarde y el sol hace brillar como polvo de plata el camino trillado. Los montes pisanos marcan su relieve gris sobre el azulado fondo del cielo, y en su cima, la Verruca, sobre su asiento de rocas desgreñadas, calca su silueta de castillo de cuento. Voy en la llamarada del sol y en el vaho ardiente del suelo. Un exceso de vida se desborda de los campos circunstantes, y sigo mi camino entre verdores de hojas, al estridente aserrar de las cigarras. El verde de las viñas a un lado, y las uvas negras manchan, colgadas de las guirnaldas, las ramas hojosas; el verde de los olivos al otro, y las hojas semejan manojos de láminas argentadas y hacen un manso ruido al roce del viento. ¿Cuánto tiempo hacía que no escuchaba el bullicio de las cigarras? Era desde los años que viviera en el caliente trópico, donde los mangos sonoros se debaten al soplo de aires furiosos, y el sol violento y calcinante hace humear los pantanos y gritar los bosques. Gritan las cigarras como presas de desesperación o de locura. Aquí, más bien paréceme que ponen en su ruido un ritmo, aunque no llego a comprender los adjetivos flagrantemente aduladores que a estas borrachas de rocío prodigaba la lírica griega. Hermoso de noble hermosura este campo en que se muestra larga y magnífica la generosidad del cielo y de la tierra. El valle cultivado y pintoresco, la Verruca delineada finamente y el Poemo y el Serra, atalayando los horizontes. Sobre su altura, el edificio de la cartuja es serio e imponente. A la entrada, un grupo de mendigos espera. Es la hora en que se les da un plato de comida, según la antigua costumbre.
Sobre la puerta, está el sabido religioso lema, escrito en grandes letras: O beata Solitudo! O sola beatitudo! Y a los lados, dos leyendas tomadas de sendos elogios de la soledad, de Jerónimo y de Basilio: Habitantibus hic oppidum carcer est, et solitudo paradisus. Solitaria vita celestis doctrina schola est, et divinarum artium disciplina.
Llamé. Llevaba una carta de recomendación para D. Bruno el prior. No estaba su reverencia, pero el portero, un macizo viejo dentro de su blanco sayal decorado de una gran barba blanca, me hizo entrar. Preparaba a la sazón unas cuantas escudillas de cierto arroz dudoso, para los pobres. Un empleado me condujo a lo interior, no sin que antes hubiese yo advertido otra inscripción: Quanto varius tanto melius.
No hay nada que verdaderamente pueda atraer por singular valor artístico, en este convento, sobre todo, a quien va a visitar los tesoros inmensos que el arte italiano guarda en sus ciudades ilustres. Es el atractivo de esta vida monacal lo que llama, el misterio y la paz que han conquistado el espíritu de Huysmans, en plenas agitaciones y vacilaciones finiseculares.
Mi guía me conduce a través de un dédalo de capillas, después de hacerme ver la iglesia. Pero yo insinúo que mi objeto sería poder hablar con algunos de los reclusos. Mi interlocutor me gime imposibilidades. Los monjes no hablan con nadie sino en días determinados, y con previo permiso del padre superior. Sé después que tienen un día de salida cada semana, y que van a los montes cercanos a herborizar y a hacer ejercicio físico.
Penetramos a una celda vacía; celda no; más bien departamento amueblado, modesto, pero confortablemente. Una especie de antesalita, un cuarto comedor, con alacena y mesa; un cuarto dormitorio, con cama en que, según me afirman, no se usa otro colchón que uno hecho de paja; una puertecilla, por donde se puede hablar con el cartujo desde fuera, un oratorio. En el oratorio veo un viejo libro abierto, que ha dejado allí el padre que ocupó últimamente la habitación.
Es el Apparechio alla morte de Liguori. La celda da a un pequeño patio, al cual descendemos. Una verde viña a la sazón cargada de fruto, da sombra fresca; en el reducido trecho de las cuatro paredes, cuelgan de sus árboles peras doradas, manzanas, y jugosísimos higos; y cerca de un pozo antiguo, tendiendo hacia el cielo sereno y fecundador, misteriosa, como temerosa, amorosa, se abre la pasiflora.
Salimos hacia el gran patio del convento, en que una fuente, serena y solitaria, vierte un agua diamantina y sabrosa. Decóranla testas de becerros y delfines, y águilas enteras por cuyos picos caen los sonantes chorros. Bajo el sol caliente que hace arder la piel, esa agua está rica y fría, como sacada de una nevera. Vamos por los largos corredores; resuenan nuestros pasos sobre las lisas baldosas; entramos de nuevo en la nave de la iglesia. En un marco especial, cerca de un altar, está el libro de indicaciones para los monjes. Leo en una caligrafía anticuada y clara:
Die 15e. sept. —Missae dicendae in conventu. —Feria II pro Benefactoribus. —III de anniversaribus. —V de Beata. —Cœteris Diebus ut in Calendario. —Abstinentia erit feria II. —In hac hebdomada securrunt iejunia temporatia.
—A propósito —digo a mi acompañante— y ¿qué tal comen los reverendos?
—Cuando no ayunan, comen alimentos sencillos y sanos.
Y recordé que al pasar por el refectorio, había visto los frescos que representan a los buenos religiosos de antaño servidos por princesas piadosas, comiendo modestos platitos de sopa y huevitos pasados por agua. Pero también recordaba al portero, vigoroso y sonrosado a pesar de sus años; y los impagables ágapes a que he asistido en otras partes, invitado por mis amigos los frailes; el embonpoint des chanoines de que habla en su Lutrin el excelente Boileau; el chocolate de mis primeros maestros los jesuítas, y las venganzas de la simpática gula contra las terriblezas de la cuaresma. Místicas pinturas y la severidad del recinto borraron mis inoportunas reflexiones epicúreas. Allí, dentro de sus solitarios habitáculos, unos cuantos hombres, fatigados del siglo, o consagrados a la meditación de Dios por vocación, sirven, como dice Durtal, de pararrayos. Oran, piensan en la eternidad, saben domar la bestia, ascienden perpetuamente, en la beata solitudo.
Al salir, oigo un coro de alegres voces en charlas y vivas, lo cual no deja de sorprenderme. Y luego miro que las risas y las voces salen de las más frescas y rojas bocas que pueden obstentar garridas y frondosas adolescentes.
Sí, me explico. Es un colegio de niñas. El gobierno ha dispuesto que se le ceda la parte derecha del local. ¡Dios de Dios!
Pero ¿qué está pensando el gobierno? ¡Estos varones del Señor buscan la soledad y se les planta junto a ellos la alegría en su más dulce forma; estos pobres ratones se aíslan y esperan la hora en que la descarnada gata se los ha de llevar, y les vienen a poner a las puertas de la cueva el queso! Pueden los fuertes religiosos luchar como Jerónimo, como Antonio, como Pacomio, pero si luego aparece un proceso famoso, echan las gentes la culpa a una comunidad de carne y hueso, en que la debilidad humana o el imperio de la naturaleza, como gustéis, se manifiesta.
El tranvía me lleva a Pisa, y hoy mismo partiré para Roma, pasando por Livorno.
27 de Septiembre.
Livorno, a la orilla del mar, comercia, se agita, vive en los afanes modernos. Uno que otro viejo edificio, uno que otro monumento recuerda a los reyes pasados. En cuanto al bravo Víctor Manuel, no ignoráis que está en todas partes.
Una buena línea de tranvía eléctrico lleva hacia Antignano. Se va bordeando el mar y se goza de vistas hermosísimas y pintorescas. Se ven los astilleros de Ansaldo en donde unos cuantos barcos en construcción muestran sus costillares de cetáceo mondados, entre los cuales aborda un incesante martilleo. De aquí salió como sabéis, más de un barco argentino. Ansaldo, el viejo senador que tanto hizo por este puerto, tiene su estatua de bronce en la plaza que lleva su nombre. El tranvía va, según os he dicho, a la orilla del mar. Paseos llenos de amables verdores y boscajes decoran la ribera, en la que, más adelante, hay establecimientos balnearios y hoteles y restaurantes de veraneo. Y al otro lado, un buen número de villas, chalets y casitas, alegran y animan el lugar con sus elegancias, lujos y primores. Se ve que es el barrio de descanso de gentes ricas; se ve la consecución del esfuerzo, la certificación del engrandecimiento de una población que cada día irá aumentando su actividad y su energía.
Cuando el tren se detiene, después de pasado el parque principal, leo en una casa cercana: Orfeo, ristoratore. Lección simbólica de vida práctica.
28 de Septiembre.
A Ardenza se va en carruaje; así llego sobre el brasero del suelo y hostilizado por un sol implacable. Tiene razón el padre Malaspina con su pomposa manera de decir; aquí en verdad «il cocente ardore del sole, massime quando sferza dall’inflammato Leone, abbrucia come fornace le aperte spiagge, e spariscono assorbiti dal suelo arenoso minori ruscelli». Me dirijo hacia el santuario de Montenero, en donde es adorada desde pasados siglos una milagrosa virgen que, según es fama, llegó providencialmente de la isla griega de Negroponto. Hay que pasar por Antignano, y allí se alquila una diminuta calesa para hacer la ascensión. Despacio subo el monte. En las puertas de las casas, viejas hacendosas hilan en ruecas antiguas. Otras mujeres me ofrecen vírgenes hechas de pasta azucarada, o racimos de uvas. Me como una virgen y me refresca un negro racimo. Por fin, he ahí el santuario. Desde la cima del monte se domina un espléndido panorama. Hacia el lado del mar, en el azul flechado de plata, surgen Cerdeña y Elba, y las dos islas que incitaban a Dante a moverse contra Pisa, la Capraia y la Gorgona; y a la orilla del agua inmensa. Livorno, y más allá la ciudad del Arno, y el Serchio; y en relieve sobre el fondo celeste, los Alpes apuanos. Al otro lado se levantan los Apeninos, y más cerca los montes de Pisa, y a sus pies la ciudad de la inclinada torre.
Un poeta del seiscientos cuyo nombre se ignora, dejó escrita en verso la tradición de la virgen de Montenero. Sus octavas ingenuas cuentan que siendo papa Clemente VI y césar romano Carlos IV, cansada esta virgen de vivir entre otomanos, que no la honraban, abandonó Negroponto y se vino al suelo toscano, a traer más esplendores al cielo y aliento a los corazones fieles. Unos pastores, a la orilla del pequeño río de Ardenza, apacentaban sus ganados. Vieron en una piedra, de pronto, un resplandor, y encontraron en el hueco de ella la santa imagen pintada en campo de oro.
Era in asse dipinta, e cossi bella
Che ritrata parea da un serafino,
Havea da parte destra aurata stella,
Et in bracio tenea Gesu bambino,
Con un incatenatta rondinella;
Sedera sopra un serico cuscino
Estava qu’angelica regina
Nel caro sen di quella selce alpina.
Un pastor oyó que alguien le llamaba, y no viendo a nadie, notó por fin que la voz era de la imagen de María. «Pastor, alza esa pesada piedra y condúcela a Montenero». El favorecido rústico era viejo y, para mayor pena, cojo: mas ayudado por su fe, cargó con la pesada piedra. Subió al monte y depositó la sacra carga.
Deposto il vasso il pastorel devoto
Come mai non avesse affaticatto,
Perché in prodigio tal non stesse ignoto,
E fosse al mondo tutto publicato.
Al popol di Livorno lo fe noto.
Essendo a quello in un momento andato:
Quindi sin fe per cosi lieto avisso
Il bel porto d’Etruria un paradiso.
La historia de este santuario es larga e interesante, desde su fundación hasta nuestros días, en los cuales, carcomida de ciencia más o menos segura, la fe de los pueblos va en mengua progresiva. Esta virgen es famosa en toda Italia y aun fuera de la Península. Los marineros la han tenido siempre especial predilección, como se ve por los profusos votos que ornan el altar y una parte de la iglesia.
La madona, que logré ver, iluminada en su camarín, es de antiquísima factura. Ha habido quien la haya atribuido al evangelista San Lucas; otros opinan que es obra griega. Muchos la juzgan del aretino Margheritone, aunque hay quien arguye en contrario, porque éste no pintó nunca madonas. El estilo recuerda la escuela del Giotto, el origen cimabuesco.
Estas vírgenes amadas y veneradas por los marinos, siempre me han parecido las más maternales, las más dulces y las más potentes. Esto he pensado una vez más, delante de las pinturas votivas de una ingenuidad que hace sonreír en el santuario de Montenero. Y no olvido al saludar a esta noble patrona que en la cima de este monte tiene casa de mármol y oro y cirios y frescos, y que ha sido visitada por emperadores y reyes y poetas, como Byron, a la Virgen Negra de Harfleur, que vi un día ya lejano, allá en las costas normandas, toda de bronce, bajo el cielo, curtida por las tempestades, de cara al mar.
Roma
3 de Octubre de 1900.
Pasada la aridez del Agro romano llego a Roma al anochecer. La primera impresión es la de una ciudad triste, descuidada, fea; pero todo lo borra la influencia del suelo sagrado, la evidencia de la tierra gloriosa. En el viaje de la estación al hotel, a través de los vidrios del ómnibus, aparecen, ante mis ojos deseosos, una y otra visión monumental, que reconozco, ya las arruinadas termas, ya la columna de Marco Aurelio. Con el espíritu poblado de pensamientos y de recuerdos me duermo en un cuarto de un hotel de la Piazza Colonna —que, dejando que desear por mil causas—, quizá por un exceso de arqueología, hace que los clientes se alumbren con simples velas. Por mi parte, habría preferido cualquier vetusto candil desenterrado, ya que no un noble lampadario.
Por la mañana, un vistazo a la ciudad. El célebre corso me sorprende por su modestia, exactamente como a Pedro Froment.
Una larga calle estrecha, llena de comercio, por donde, en las tardes, se pasean las gentes; de cuando en cuando la imposición de un palacio, cuyo nombre es una página de historia. Os advierto desde luego: el pecado de querer convertir a Roma en una capital moderna, no podría realizarse, so pena de padecer la verdadera grandeza de la capital católica; pero como Roma, dígase lo que venga en voluntad, es a pesar de todo, la ciudad del Papa y no la ciudad del rey, todas las disposiciones gubernativas no prevalecerán contra ella.
Es la ciudad papal. Lo que han dejado, con raíces de siglos, los sucesos religiosos, la larga dominación de los pontífices y una adoración ecuménica que converge al lugar en que Cristo dejó su Piedra, no lo pueden destruir hechos políticos de un interés parcial. Por la brecha de Porta Pía entró poco y no salió nada.
Mientras me dirijo hacia la Piazza Venecia para tomar el tranvía que ha de conducirme a San Pablo, un ejército cosmopolita pasa a mi lado, con sus insignias en el pecho y sus guías en la mano. Hablan aquí en alemán, allá en húngaro, más allá en inglés, en español, en francés, en dialectos de Italia, en todo idioma. Son miembros de distintas peregrinaciones que vienen con motivo del Año Santo. Se atropellan, se estrujan, por tomar un puesto en los carros. Veo escenas penosas y ridículas. Ramilletes humanos se desgranan al partir el vehículo. Una vieja de rara papalina se ase a las faldas de un obeso cura y ambos ruedan por el empedrado. Como los cocheros están en huelga, esta irrupción es continua, fuera de verse a cada instante, carruajes de remise que pasan con cargas de peregrinos. Ancianos, hombres de distintas edades, niños, nodrizas con bebés, frailes de todo plumaje, curas de toda catadura, se han desprendido de los cuatro puntos del globo, para venir a visitar santuarios, besar piedras, admirar templos, y sobre todo, ver a un viejecito ebúrneo que alza apenas la diestra casi secular, y esboza bajo la inmensa basílica, el ademán de una bendición.
Y todos traen, poco o mucho, oro que queda en la Villa Santa; y para el tesoro del Vicario de Jesucristo y rey de Roma, la contribución de buena parte de la humanidad. ¡Ah, bien saben los Saboyas que hay que conservar esa misteriosa ave blanca encerrada en su colosal jaula de mármoles y oro!
Ya en San Pablo, la basílica nueva, veo repetirse a las puertas las mismas escenas de los tranvías. Todo el mundo pugna por entrar primero, como si dentro se repartiese algo que debiera concluirse pronto. Yo también hago palanca de mis hombros, y, lleno de atención —beware of pickpockets!—, entro. Basílica enorme, llena de alegría fastuosa. Oro, mosaicos, columnas de majestuosa elegancia; naves anchas y claras. Alejan ciertamente la oración estas magníficas cosas y se piensa en la orquesta que ha de atacar el primer vals, o en el foyer de un estupendo café-concert. Las gentes hormiguean sobre las baldosas, admirando, calculando, clavando los ojos en las ricas techumbres, o en los medallones de los papas, y desprendiéndolos, para asombrarse ante los altares, ante las labores, ante los marmóreos simulacros. Y la pregunta universal: ¿Cuánto habrá costado esto? Y la unción en el bolsillo. Los sacerdotes, guías de sus distintas peregrinaciones, van conduciendo sus rebaños llevándolos de un punto a otro; haciéndoles rezar unos, y leyéndoles la guía, con uno que otro comentario, otros. Salgo de San Pablo con otro espíritu, ya lo creo, que de la catedral de Pisa o de Notre-Dame. San Pablo es la iglesia fin de siglo, en donde no falta sino la nota liberty en arte. ¿Para cuándo la basílica modern-style? Es la iglesia club, la iglesia tea-room, la iglesia del five o’clock. Es la casa de la religiosidad mundana a donde se va a buscar al flirt. Una, dos, tres, cuatro, cinco palabras inglesas, absolutamente del caso. Ya veis que el lugar impone. ¡Oh, la religiosidad serena y severa de las iglesias viejas, hechas para gentes de fe, en siglos de piedad y de temor de Dios, y qué lejos está de estas Alhambras pomposas, Empires imperiales y Casinos de Nuestro Señor! Y fijaos que todo esto corresponde a las políticas de la cancillería vaticana, a los paseos de turismo a Lourdes, a las exhibiciones líricas del abate Perosi. En gran parte Zola tiene razón, y hay que venir aquí para certificarlo.
Al caer el agua de las fuentes, entre el vasto hemiciclo de columnas, voy acercándome a la basílica de las basílicas, que se alza gigantesca y pesada. Parecía muy grande; a medida que me arrimo parece mayor. Y al penetrar, y tender la mirada hacia el ábside, la enormidad se presenta en toda su realidad. Es un edificio para pueblos. Las oleadas de visitantes que se aumentan a cada momento, no se advierten sino como pequeños grupos que van de un lado a otro. Allá, bajo la cúpula, cae la luz a chorros anchos y dorados. El gran baldaquino de las columnas salomónicas alza su magnificencia; la baranda que rodea la tumba de San Pedro, con las lámparas encendidas, atrae una muchedumbre de curiosos. A un lado, el Júpiter de bronce, el San Pedro negro, con su célebre dedo gastado a besos, recibe el inacabable homenaje de los grupos que se renuevan por momentos. Las tumbas de los papas, con sus distintas capillas y sus estatuas, las telas, las magníficas decoraciones, dan la sensación de un museo. Esto se siente más cuando por todas partes se ven los visitantes provistos de anteojos, de libros de apuntes, de manuales y de guías inglesas, francesas o italianas. Y una palabra vibra en vuestro interior: Renacimiento. Desde el San Pedro negro, hasta las estatuas con camisa, los ángeles equívocos, las virtudes y figuras simbólicas que labraron artistas paganos para papas paganizantes, todo habla de ese tiempo admirable en que los dioses pretendieron hacer un pacto con Jesucristo. De allí empezó la fe a desfallecer, el alma a disminuir sus vuelos ascéticos.
Esta magnificencia me encanta, pero no me hace sentir al doctor de la Humildad —por muy otras razones que las que los Sres. Prudhomme y Homais aducirían contra las riquezas de la iglesia, que juzgan innecesarias y atentatorias—. Bajo el domo que llueve sol, siento a los Bramante, a los Miguel Ángel Esta pompa es oriental, es salomónica. Verdad es que Salomón es más un visir que un sacerdote. Las figuras blancas de las virtudes incitan más a abrazos que a plegarias y los querubines son más olímpicos que paradisíacos. Los mármoles de colores, los mármoles blancos, los ónices y las ágatas y el oro, y la plata, y el oro y el bronce y el oro; y, hasta las colgaduras purpúreas, todo habla al orgullo de la tierra, a la gloria de los sentidos, a los placeres cesáreos y a la dicha de este mundo. Allá arriba se lee: Tu es Petrus et super hanc petram ædificabo ecelsiam meam.
3 de Octubre.
Al salir de un restaurant cercano a la redacción del Giorno, un grupo de señores pasa ante mi vista, y entre ellos uno, cuya fisonomía me es familiar por las fotografías y los grabados. Le forman como una suite los que le acompañan. Ni muy joven, ni muy viejo, el aire de un Alcibiades clubman seguro de su efecto, pasa. Entra a la redacción del diario vecino. Tengo la tentación de abordarle. Una entrevista sería interesante y mi admiración de poeta quedaría complacida con unos cuantos momentos de conversación. Pero un amigo romano me detiene: «Sería una imprudencia. Ni como periodista ni como poeta quedaría usted satisfecho. Es un original y un hombre demasiado esquivo y lleno de sí mismo. Ha venido a comprar un caballo, y un diario le ha cantado un nuevo ditirambo con este motivo». —«¡Pues iré a Settignano!» —«No le recibirá a usted, como no recibe a nadie. Está con una mujer, como casi siempre». —«¡Pero me concederá un minuto!» —«¡Ni un segundo: esa mujer es la Duse!» —«¡Después del Fuoco! ¡Enfoncée Sarah Bernhardt!
4 de Octubre de 1900.
¿Es una madeja de seda, es una flor, un lirio de cinco pétalos, un viviente lirio pálido, o acaso una pequeña ave de fina pluma? No, ni madeja de seda, ni lirio, ni pájaro delicado; es la mano del pontífice, es la diestra de León XIII, la que acabo de tener entre mis dedos, y mi beso sincero se ha posado sobre la gran esmeralda de la esposa que recompensa en una irradiación de infinita esperanza la fe que no han podido borrar de mi espíritu los rudos roces del mundo maligno y la lima de los libros y los ácidos ásperos de nuevas filosofías. Bien haya la mano que me movió de París, para que la casualidad me hiciese estar en Roma en el momento de la llegada de la peregrinación argentina. Nada más misterioso y divino que la casualidad. No pensaba yo alcanzar a conocer al Papa Blanco; creía que cuando llegase a la ciudad ecuménica ya se habría apagado la leve lámpara de alabastro. La lámpara se está apagando, o parece que se apaga, aunque en veces la luz tiene brillos inusitados, como de un sobrenatural aceite, y hace creer en los milagros de la voluntad, que de todas maneras son los milagros de Dios. Es tiempo en que el Año Santo trae a Roma caravanas de creyentes de todo el mundo católico. Lo que a París lleva el placer trae a la Villa Eterna la religión, una incesante corriente humana que se renueva a la continua, corazones fervorosos que animan sangres de diversas razas, labios que rezan en distintas lenguas, ciudadanos de la cosmópolis cristiana que con un mismo aliento proclaman la unidad de la fe en la capital de Pedro y de Pablo. Civis romanus sum.
Antes de ver al pontífice de cerca, de besar su mano, de escuchar su voz, le había visto dos veces en San Pedro, una en ceremoniales de beatificación, otra dando la bendición a miles de peregrinos. No fue la primera ocasión la que mayormente conmoviera mi ánimo, con todo y llamar más a lo imaginativo la pompa solemne de los ritos, la música singular bajo las techumbres suntuosas e imponentes de la basílica, las rojas colgaduras que empurpuran la vasta nave central en que el soberbio baldaquino retuerce sus columnas salomónicas, el concurso de altos ministros y príncipes eclesiásticos, y la asamblea de fieles que saluda al emperador de los católicos. Desde Taine la palabra «ópera» se ha escrito muchas veces a este respecto, para que mi lealtad de respetuoso no haya sido perturbada por los inconvenientes que traen la tarea de pensar y el oficio de escribir. La segunda vez fue cuando vi mejor y sentí más hondamente al pálido vicario de Jesucristo.
Hervían las naves de gentes diversas. Peregrinos de varias peregrinaciones lucían en los brazos o en los pechos sus insignias. Religiosos de varios colores circulaban en el inmenso concurso; altos y rubios teutones, de caras macizas, de anchas espaldas, conversaban serios; curas y seminaristas españoles hablaban, se embromaban, bulliciosos; sacerdotes franceses, con ferviente chauvinisme, cantaban en alta voz himnos, recomendando especialmente la Francia al Eterno Padre. Gentes de la campaña italiana, con sus vestidos pintorescos, alegraban de vistosas estofas y de curiosas y brillantes orfebrerías la masa compacta, la apretada reunión de correligionarios. Aparecieron los estandartes de los peregrinos, y se oyeron largos aplausos de grupos parciales. Una bandera francesa, que llegó sola, tuvo un general saludo de palmas y aclamaciones.
Allá arriba, sobre el altar, sobre la tumba de Pedro el Pescador, una inscripción latina pide al Señor que prolongue la vida de León XIII. Es la petición tácita de todas esas almas reunidas con un mismo fin al abrigo del colosal monumento del Bramante: es la plegaria que en todos los climas de la tierra se eleva de millones de fieles. Las tribunas levantadas alrededor del altar en que ha de oficiar su santidad están negras de fracs y de mantillas. Se confunden los rostros de todas las edades. Las mantillas cubren cabelleras blancas o decoran cabezas en que se encienden jóvenes ojos amorosos que pugnan por ser severos en la majestad del recinto. De pronto, mientras los franceses continúan con sus cantos, comienza allá por la entrada de la iglesia, por el lado que da a la Puerta de Bronce, entrada del papa, un rumor que crece y se convierte en un claro aplauso; y éste se propaga con un ruido resonante, bajo los dorados artesones basilicales. Han aparecido los guardias suizos: brillan los cascos romanos de la oficialidad, los soldados del uniforme miguelangelesco presentan las alabardas, y una cosa se divisa blanca en marco rojo, una cosa que se va acercando entre explosiones de voces y agitar de pañuelos: es el papa en su silla. Ya está cercano el papa León, ya va a pasar frente a mis ojos. Un grupo de españoles clama sus vivas de manera detonante; un grupo de alemanes hace tronar sus ¡hoch!, ¡hoch!, ¡hoch!, mientras los italianos repiten su conocido, ¡E viva il papa re! Sobre la silla escarlata, de cuando en cuando, se alza en esfuerzo visible, un dulce fantasma, un ser que no es ya terrestre, poniendo en un solo impulso seguridad de aliento, creando fuerza de la nada; el brazo se agita débil, se desgranan de la mano blanca las bendiciones, como las cuentas de un rosario invisible, como las uvas de un ramo celeste. Al pasar frente a mí un chorro de sol cae oblicuo y vibrante sobre la misteriosa figura, y puedo ver por primera vez bien, en un baño de luz, al papa León. Cien veces pintado, mil veces descripto, no hay palabras ni colores que hayan dado la sensación de la realidad. Todos se encontraron en lo cierto cuando se sintieron impresionados de blancura. ¿Recordáis el verso: Qué cosa más blanca…? Sumad nieves y linos, cisnes y espumas, y juntad palideces de ceras, color suave de pulpas de lirios y de rosas te, y agregad alba transparencia, como de un ámbar eucarístico, y poned la animación de una inexplicable onda vital, y he allí lo que pasó ante mis ojos, bajo la gloria solar, en ese instante. ¿Cómo alienta ese dulce ser fantasmal? ¡Cómo da luz aun la frágil lámpara alabastrina! Y cuando los cantos del ritual comenzaron, y fue el padre santo al altar, ¿qué brazos desconocidos le sostuvieron? ¿Y qué onda sonora puso en su voz la fuerza que hizo esparcir su canto por las naves inmensas, de manera tal que no se creería brotase de ese cuerpo de paloma? Cuando volvió, otra tempestad de entusiasmo se desencadenó a su presencia. Vi a mi rededor barbas de plata y mejillas frescas, húmedas de las más puras lágrimas. El pontífice no tenía la constelada tiara tres veces regia, no llevaba a su lado los flabeles orientales. Sencillo pasó en su roja portantina como una perla en un pétalo de rosa. Y se desvaneció a mis ojos, como en un sueño. La tercera vez…
La tercera vez, agregado a la peregrinación argentina, pude estar por dos ocasiones, gracias al obispo monseñor Romero, amable de toda amabilidad, delante del pontífice. Muy temprano, por la mañana, el peluquero me había encontrado algunas canas nuevas; yo en cambio, ¿por qué no decirlo? sentía en el corazón y en la cabeza mucho de lo que hubiera el día de la primera cita de amor, y de la publicación del primer libro. Se despertaba en el fondo de mi ser como un perfume de primera juventud; y todas las lecturas y todas las opiniones no pudieron poner el más ligero vaho empañador en esas horas cristalinas. El viejo feo de Zola, el avaro de los decires de antecámara, el sinuoso ajesuítado o jesuíta del todo, el contemporizador con la democracia moderna, el papa de los periódicos, desapareció, se borró por completo de mi memoria, para dar lugar al papa columbino, al viejecito sagrado que representa veinte siglos de cristianismo, al restaurador de la filosofía tomística, al pastor blanco de la suave sonrisa, al anciano paternal y al poeta.
A las once era la cita, y, presididos por monseñor, fuimos, demás está decirlo, puntuales. Nuestra insignia azul y blanca en el pecho, nuestras tarjetas, rojas o moradas, en la mano, subimos las escaleras vaticanas, pasamos por la Puerta de Bronce y penetramos en la Sala Clementina, guardada por suizos, en donde habíamos de recibir la personal bendición. La Sala Clementina, ¿recordáis? Es aquella que vio Pedro Froment en la novela. «Esta sala Clementina, inmensa, parecía sin límites, a esa hora, en la claridad crepuscular de las lámparas. La decoración tan rica, esculturas, pinturas, dorados, se esfumaba, no era sino una vaga aparición flava, muros de ensueño, en que dormían reflejos de joyas y pedrerías. Y, por otra parte, ni un mueble, el pavimento sin fin, una soledad alargada, perdiéndose en el fondo de las semitinieblas… Él se contentó con mirar a su alrededor evocando las muchedumbres que habían poblado esa sala. Hoy aun, era la sala accesible a todos, y que todos debían atravesar, simplemente una sala de guardias, llena siempre de un tumulto de pasos, de idas y venidas innumerables. ¡Pero qué muerte gravitante, desde que la noche la había invadido, y cómo estaba desesperada y cansada de haber visto desfilar tantas cosas y tantos seres!» No tuve la impresión de Pedro. Al contrario, invadida por la luz que entraba por las ventanas laterales, la sala extensísima y severa parecía dar la bienvenida. Las figuras de los frescos en sus posiciones, en sus énfasis simbólicos, la Justicia, la Fe, las escenas de la entrada, la gloria del Santo Espíritu en el cuadro del fondo, y sobre nuestras frentes en el vasto plafón, los brazos abiertos del pontífice que asciende al empíreo sostenido por el apoyo de los ángeles, decían felices augurios, daban reconfortantes pensamientos. Sí, el papa Clemente era un buen introductor ante el papa León. Este debía pasar, dentro de poco, detenerse con nosotros, para ir luego a bendecir en la basílica a otros miles de peregrinos de distintos puntos de la tierra. Mientras un maestro de ceremonias nos coloca en el orden usual y monseñor Romero entra a los salones interiores en compañía de otro prelado, observo. A la entrada de la sala dos alabarderos guardan la puerta, y al extremo opuesto una escolta de ese vistoso y arcaico cuerpo aguarda el instante de los honores.
Circulan, pasan de un punto a otro, rojos bussolanti. Un franciscano joven, de rostro noble e inteligente, sale de lo interior y da algunas órdenes. Tengo la suerte de que mi nombre haya llegado a sus oídos, y me sorprende su inesperada afabilidad. Es el secretario del cardenal Vives. Los argentinos son divididos en dos grupos. A un lado los sacerdotes, a otro los laicos. Los rostros, casi todos, revelan una indudable creencia en la extrahumanidad del varón apostólico que ha de aparecer a nuestra vista dentro de cortos instantes; algunos, ciertamente, reflejan como la preconcebida esperanza de un espectáculo de profana teatralidad. Las señoras, desde luego, todas, damas altas y modestas, todas, sin excepción, manifiestan la gracia de una fe sin reservas. Por otra parte, con sus sencillos y negros trajes y tocados, todas parecen iguales: y allá en lo invisible y supremo, el hijo del Carpintero que también era de la raza de David, no hace diferencia entre esos millones y aquellos pobres pesos que atravesaron el mar. Un golpe de alabarda en tierra, una voz, la guardia se forma. Es un cardenal que pasa. Conversamos en el grupo de la prensa. Hay, únicos y vistosos, dos fracs coloreados de condecoraciones. Un fotógrafo prepara su máquina, que ha de resultar inútil. Tras largo esperar, se oye un rumor, un ruido de pasos, la guardia se forma, presenta las armas. Cascos romanos crestados de oro, antiguas gorgueras y jubones, espadas desnudas, cardenales, obispos y una roja silla de manos que se coloca en tierra. Entre la roja silla de manos, semejante a una joya en un estuche, está León XIII. Las guardias le forman cuadro. El besamanos comienza. Hay que detenerse tan sólo unos cuantos segundos, pues somos muchos. Monseñor Romero, al lado de la silla de manos, hace las presentaciones. Mientras me toca mi turno puedo ver bien al Padre Santo. No, no hay ningún retrato que se le parezca, ni el reciente que acabo de ver en París, de Benjamín Constant, y que está señalado como una obra maestra. ¿Quién ha sido el farceur que vio en esta boca grande, de labios finos y bondadosos, la sonrisa de Voltaire? La cabeza es vivaz, de una vivacidad infantil que se juntara a la extrema vejez; la frente hermosa, bien moldeada, bajo los cabellos blanquísimos y solideo de nieve; los ojos son obscuros y brillantes, pero no los escrutadores diamantes negros de Zola, sino dos luces anunciadoras de interiores iluminaciones; las orejas grandes, transparentes, como la nariz, de dignidad gentilicia; el cuello lilial, que sostiene apenas el globo del cráneo; el cuerpo delgado, de delicadeza inverosímil. Cuando estuve frente a frente a darle el beso de respeto, vi la mano, toqué esa increíble mano papal, sobre la que brilla la enorme esmeralda de la esposa, esa mano que me parecía una madeja de seda, o una flor, un lirio de cinco pétalos, un viviente lirio pálido, o acaso una pequeña ave de fina pluma, y la mirada de los ojos, casi extraterrestre, y la voz que se escapaba de aquel cuerpo frágil, de aquella carne de Sevres, daban la idea de un hilo milagroso que sostuviese por virtud de prodigio el peso vital. ¿Cómo esta pasta sutil no se quiebra al menor soplo de aire, al menor estremecimiento de los nervios? ¿Cómo esa hebra tan leve, como un hilo de la Virgen, no se rompe a la más insignificante impresión, y resiste no obstante a la continua corriente de tantos inviernos, a la palpitación del orbe católico que tiende al blanco Pastor, a la tarea física que cansaría a un hombre robusto, de levantar el brazo, ese pobre brazo senil, en la impartición de miles y miles de bendiciones? Una niña pasó, besó a su vez la mano; el papa la sonrió como otro niño; quiso hacerle una caricia, y la criollita, asustada, se escapó veloz. Alzaron la silla; la escolta, los caballeros palatinos, los dignatarios áulicos se pusieron en marcha hacia San Pedro.
Un aire de veneración flotaba sobre aquel triunfo tranquilo cuando los vivas estallaron —inútiles, insólitos—. ¡Nuestro silencio estaba lleno de tantas cosas en aquel instante! De mí diré que viví por un momento en un mundo de recuerdos. Era la infancia de músicas y rosas, la lejana infancia, en que el alma nueva y libre parecía volar ágil como un pájaro de encanto entre los árboles del Paraíso. Eran las viejas campanas de la iglesia llamando a misa; la ropa dominical, sacada de los muebles de alcanfor, la ida a la catedral al claror del alba, la salida en plena luz matutina, la dulzura de la casa pacífica, la buena abuela y sus responsorios, la imagen de la Virgen venida de Roma, el cura que iba a jugar tresillo, y el granado en flor bajo el cual los labios adolescentes supieron lo que era el primer beso de los labios de la prima rubia: porque el primer tiempo de la fe era también el primer tiempo del amor. Y era la semana santa, con sus ceremonias simbólicas, con sus procesiones alegres como fiestas nupciales, con el entierro del Viernes santo, a que las mujeres asistían vestidas de luto, y en que los canónigos me atraían con sus largas caudas violetas; el lignum crucis, llevado en la noche al son de tristes trompetas que rompían la sombra en el silencio del negro firmamento. Y eran aquellos mis años primeros, en la amistad de los jesuítas, en el convento silencioso o en la capilla florida de cirios, en que mi mente juzgaba posibles las palmas de los Gonzagas, los nimbos de los Estanislaos. Entonces se abrieron a la aurora los primeros sueños, entonces se rimaron las primeras estrofas. Y la memoria de los sentidos me despertaba ahora la sensación de las cosas pasadas, ya perdidas en lo largo del tiempo. Visión de lámparas rituales, de velas profusas, de altares decorados en que estaban en su inmovilidad de ídolos los simulacros de las vírgenes y de los santos; colores y pedrerías y oros de casullas, negras siluetas de sacerdotes que se perdían en lo obscuro de las naves, o a lo largo de los complicados corredores del convento; olor de la cera, del incienso, de las flores naturales que se colocaban delante de las imágenes, olor de los hábitos del padre confesor, olor de la cajita de rapé de aquel anciano encorvado, de aquel anciano santo que me colmaba de consejos y de medallas y cuyo nombre de ave inocente le venía tan bien… ¡Pobre padre Tortolini!
Cuando León XIII retornó de San Pedro, otro grupo de los peregrinos debía recibir la bendición; volví a verle otra vez. Estaba más pálido aún si cabe; parecía que hiciese con más dificultad los movimientos de la cabeza y del brazo. Me temo que el doctor Lapponi no consienta dentro de poco la repetición de estas audiencias, de estas idas y venidas a la basílica, ¡Quién sabe si algún día de estos el milagro cesa, el prodigio tiene fin, y esa vida rara, así como un cáliz de Murano, al fino aliento del aire, cruja, se quiebre, se deshaga!
Vuelvo a contemplar sus ojos que brillan en un fuego amable, su sonrisa un poco triste, un poco fatigada, su mano que da todavía una última bendición.
Y se lo llevan, con el mismo ceremonial de la venida. Cascos romanos crestados de oro, suizos con su uniforme rojo, negro y amarillo, alabardas, espadas desnudas, collares, gorgueras, jubones, como en los cuadros, como en las tablas. Rumor de gentes. Silencio. Pasó.
Ah, la Pálida anda rondando por el palacio; la camarde está impaciente por entrar en el Vaticano y hacer que el martillo de plata del cardenal camarlengo toque la frente de Joaquín. Y el anciano siente sus vueltas, su revuelo, el ruido metálico de la hoz, lista como en el fresco de Orcagna. Y repetirá sus propios versos, el tiarado poeta:
Quanto all’orechio mio suona soave
Ate, madre Maria ripeter Ave!
Ripeter Ave e dirti, o madre pía,
E a me dolce e ineffabile armonia.
Delizia, casto amor, buona speranza
Tale tu sé, ch’ogni desiere avanza.
Quanto spirto m’assal maligno e immondo,
Quando d’ambascie piú m’opprime il pondo,
E l’affano del cor si fa piú crudo,
Tu mio conforto, mia difesa e scudo
Se a me, tuo figlio, apri il materno seno,
Fuggi ogni nube, il ciel si fa sereno.
Ma gia morte s’apressa: deh! in quell’ora,
Madre, m’aiuta: lene, lene allora
Quando l’ultimo di ne disfaville,
Con la man chiudi le stanche pupille;
E conquiso il demon che intorno rugge,
Cupidamente, all’anima che fugge
Tu pietosa, o Maria, l’ala distendi;
Ratto la leva al cielo, a Dio la rendi.
Estas notas que rememoran en lo moderno la plegaria rimada del más católico y desgraciado de los poetas, y en lo antiguo el fervoroso y armonioso Jacopone da Todi, os harán recordar que el pastor de los corderos de Jesucristo es también árcade en las praderas de Apolo. Nada más hermoso que esos luchadores provectos de Dios o de los pueblos; favorecidos por el numen, en los resplandores de su ocaso, en los años de las tranquilas nieves, guardan el culto de la belleza, la pasión generosa del arte, y conciertan sus números, cultivando las flores perennes, las rosas que no mueren, al amor siempre fecundo y sano de la lira. Me he imaginado encontrar al Padre Santo, en una mañana de las calendas de mayo, rejuvenecido, sonriente siempre, poseído en esos instantes de su deus olímpico, del que le ha hecho manejar vibrantemente las cuerdas de su lírico instrumento, de manera que los pies de sus exámetros han golpeado el sagrado suelo latino, al mismo són y compás con que galopan las cuadrigas magníficas de Horacio. El pontífice me acoge, y, puesto el pegaso a pacer, le digo, poco más o menos, mientras los lirios nos inciensan con sus incensarios y los jazmines llueven sus estrellas de nieve, y los gorriones forman conciliábulos entre las copas de los pinos: Beatísimo padre y querido colega, ¿os repetiré una cosa que sabéis tanto como yo, y que os diría en sabios dáctilos y flamantísimos espondeos, si supiese tanto latín como vos? El cielo es azul, la primavera avanza gentil, con su cortejo florido como en la pintura de Sandro; la tierra palpita, al canto del agua y al fulgor solar; alabemos al Señor. Frate Sole nos envía su saludo, nuestra hermana la rosa su mensaje, nuestra hermana la mujer su sonrisa; alabemos al Señor. Os habéis mezclado a las luchas de los hombres; cuando vuestros rebaños han empezado a topetazos, habéis intervenido con el cayado, y habéis hecho bien. Habéis enviado, como águilas de paz, vuestras encíclicas, a revolar sobre el mundo. Sois divino, habéis sido sacerdotal, sacerdos magnus; sois humano, habéis sido hábil. Para lo uno profundizasteis la teología: para lo otro os ejercitasteis en la diplomacia. Habéis mostrado a los pueblos que estáis con ellos y a los reyes indicado el camino. ¿Acaso ha dicho a vuestro oído, el rumor del porvenir, lo que se acerca; acaso Lumen in cœlo, sabéis lo que anuncian los signos de hoy, para cuando aparezca el sol en su alba roja el día de mañana? Padre Santo, Pedro Froment no dejaba de tener razón. La palabra de conditione opificum ha pasado sobre la cabeza de los de abajo, que muy pocos han sentido su benéfica influencia, bajo la opresión.
Habéis señalado más de una vez el camino probable de la verdad, habéis hecho lo posible por evitar guerras y desconciertos. Habéis tenido que ver con los cancilleres y con los embajadores, con el señor de Bismarck y con el señor de Cánovas, y con el señor Hanotaux y con el señor de Giers. Querido colega, Maron es mejor. ¡Oh pontífice poeta! En vuestra tiara está Marbodio, a vuestra izquierda Minucio, a vuestra derecha Gregorio; y cuando decís la misa hacéis comulgar a las nueve musas, mientras la misma infecundidad florece en blancos ramilletes de cánticos en los coros de la Sixtina. Habitáis el más maravilloso de los palacios; allí al lado de la fe ha tenido siempre su mansión el arte. Gloria sea dada a los papas que se rodearon de pintores, de escultores, de orífices, a los que protegieron y amaron a los poetas y a los que como aquel Eneas Silvio Picolommini y vos mismo, juntaron a la triple corona pontificia la corona de laurel y pusieron en su vaso de oro el agua castalia. Sois filósofo, y volando sobre lo moderno habéis ascendido a la fuente de la Summa; sois teólogo, y en vuestras pastorales dais la esencia de vuestro pensamiento, caldeado por las lenguas de fuego del Santo Espíritu; sois justo, y desde vuestro altísimo trono dais a cada cual lo que es suyo, aun cuando con el César no andéis en las mejores relaciones; sois poeta, y discurriendo y cantando en exámetros latinos y en endecasílabos italianos, habéis alabado a Dios y su potencia y gracia sobre la tierra.
Allí, en vuestro palacio, en la Stanza de la Segnatura, Rafael, a quien llaman el divino, ha pintado cuatro figuras que encierran los puntos cardinales de vuestro espíritu. La Filosofía, grave, sobre las cosas de la tierra, muestra su mirada penetradora y su actitud noble; la Justicia, en la severidad de su significación, es la maestra de la armonía; la Teología sobre su nube, está vestida de caridad, de fe y de esperanza; mas la Poesía parece como que en sí encerrase lo que une lo visible y lo invisible, la virtud del cielo y la belleza de la tierra; y así, cuando vayáis a tocar a las puertas de la eternidad, no dejará ella de acompañaros, y de conduciros, en la ciudad paradisíaca, al jardín en donde suelen recrearse Cecilia y Beatriz, y a donde, de seguro, no entran los que tan solamente fueron justos. Y León XIII sonreía, con una sonrisa más alegre que su habitual sonrisa, y los gorriones y las abejas del jardín me daban la razón. Los chorros de agua se encorvaban en arcos diamantinos, sobre las conchas marmóreas, en las pilas sonoras, reventaban las espumas irisadas; la sacra naturaleza en una vibración invisible pugnaba por manifestar el misterio de su corazón profundo; y al lado de León ví como un coro hermosísimo de Horas que llevaban en las manos flautas y cistros. Y Jesucristo pasaba por los azules aires, como en un carro triunfal, no un Jesucristo de pasión, sino de transfiguración, un divino Musagetes, fuerte y soberbio como el del juicio de Miguel Ángel, crinado de oro augusto en su magnificencia. Y volví a decir: Beatísimo padre: la religión y el arte deben ir juntos en el servicio del Eterno Padre. Ved las viñas frescas, tendiendo sus ramos al sol; las ramas de los olivos parecen, al soplo del viento, armónicos metales; bajo los ramajes ríen las niñas; la luz vivaz se esparce sobre el Tíber taciturno. Las naciones aguardan la venida de la inconmovible paz; los hombres quieren por fin, ser redimidos del sufrimiento, y es hora ya de que Dios haga que resuenen juntos nuevos salmos y nuevas arpas.
Y él a mí: —¡Alabemos al Señor!
7 Octubre de 1900.
El Pincio, un paseo que se enrolla en una colina. Desde una plataforma de la altura, se divisa el panorama romano. Cúpulas por todas partes, aunque no me animo a contar las trescientas que vieron los ojos de aquel admirable y exuberante Castelar. El paseo no está concurrido en esta sazón. El veraneo ha alejado a la sociedad capitolina. Se ve uno que otro carruaje, pocos paseantes a pie, y, en los bancos, los clientes que en todas partes tienen los lugares umbrosos, los parques y las alamedas: el solitario que lee, el que medita, la dama vestida de negro, con la niña melancólica y, en ciertos recodos, al cariño de los árboles, grupos infantiles que ríen y juegan. Pero aquí no falta, además, el joven seminarista, la pareja de estudiantes religiosos, la venerable figura de un viejo sacerdote, o, dentro de su carruaje, la silueta de un eminentísimo. Asimismo, no dejaréis de ver una que otra especie de amable dama que, precariamente, busca adoradores, tan lejana de la triunfante amorosa de París, como de su antecesora la cortesana de Roma. Siempre en Italia encontraréis el lujo de los mármoles. Aquí veis la piedra ilustre, desde los bajos relieves de la entrada, por la escalera monumental, hasta la serie larga de bustos terminales que pueblan las arboledas. Estos parajes están como impregnados de perfumes de amor, de lecturas de breviario, cribados de conversaciones mundanas. Y allí, a un lado, en uno de los paredones, un lugar hay en que la muerte atrae. Es en el paredón de los suicidas, el punto elegido por los desesperados para borrar la mala pesadilla de sus vidas, el refugio de los pobres de fe o presidiarios de la suerte. París tiene el Sena, Londres el Támesis, Madrid el Viaducto, Roma el paredón del Pincio.
A un lado del Pincio se halla villa Borghese. A ambos lugares se entra por la piazza del Popolo. Al Pincio por la escalera monumental; a la villa por una amplia puerta en donde un empleado municipal cobra el precio del paso. Desde la entrada se nota lo vasto y bello de ese parque armonioso, lleno de sitios encantados y deliciosas umbrías y rincones de amor. Cipreses, encinas, pinos, se alzan, evocadores, en el vasto convento de árboles. Columnas desvencijadas, invadidas de hiedra, ilustradas de arcaicas inscripciones, templetes y fuentes de un prestigio antiguo deleitan con su gracia clásica. Se pasa por una construcción de estilo egipcio, para llegar, entre simulacros paganos, flores y hojas que mueve la más dulce brisa de los cielos, a un precioso lago, compuesto con gusto lírico, en donde una loggia central a que se accede por un puentecillo, se alza sobre el agua esmeraldina y transparente en que se solazan silenciosos cisnes y evolucionan cardúmenes de truchas rosadas. A la orilla del lago, copiando un trozo en que se alzan tallos de flores acuáticas, veo a un viejo pintor. Sobre una roja anémona que crece cerca del banco en que me he sentado, trabajan dos abejas, y se me antoja que una ha salido del jardín de Horacio y otra se ha posado en la barba del Bembo. En frente, se abre una maravillosa perspectiva hacia los suburbios romanos. Desde ese magnífico mirador la vista descubre valles y colinas y pintorescos perfiles, en una lejanía de las que gustaba el mágico Leonardo para fondo de sus cuadros. El sol va bajando como en una suavidad de adormecimiento, la luz se agota lentamente en un interminable suspiro de crepúsculo. Las estatuas, los peristilos, adquieren un misterioso resplandor de oro y violeta. Y cuando dejo con pesar ese paraíso, al pasar por una senda nueva, veo un luminoso revoloteo de faisanes. Siento en mi espíritu de poeta el saludo amable de la tierra, la generosidad de la naturaleza. Los pinos, de una elegancia gentilicia, elevan al firmamento sus espesos y obscuros parasoles, en un gesto de oferta; los cipreses prolongan la languidez de sus inclinaciones, las encinas centenarias ostentan la misma nobleza que en los poemas y en los cuadros. Revive en un minuto un mundo pasado, un mundo heráldico, cardenalicio, real, imperial, papal, un mundo de valor, de cultura, de fuertes virtudes y de nobles vicios, un mundo de púrpura, de mármol, de acero y de oro; un mundo que allí mismo, en el museo de la villa, eterniza las glorias de una edad de belleza, de lucha y de vida. Y me da verdaderamente pesadumbre y fastidio tener que ir luego a saludar personas, a comunicar con tantas gentes que me son extrañas, a entrar de nuevo en la abominación de mis contemporáneos… En la Piazza del Popolo compro un periódico.
No hay duda de que, a pesar de todo, Italia no perderá nunca su lado novelesco. En un solo número de diario leo tres informaciones que ocupan largos espacios. Se trata primero de La gesta del brigante Musolino. El título no más es ya un hallazgo. Existe, pues, mientras estoy en Roma y veo las oficinas de una compañía de seguros yanqui en el primer piso de un palacio histórico, mientras Gabriel D’Annunzio pasa de los aristócratas a los socialistas, mientras la basílica de San Pedro se alumbra con luz eléctrica, existe, pues, en Italia todavía un verdadero bandido, que vive en un verdadero bosque en donde le dan caza con fusiles de precisión, y que tiene todavía el buen gusto de llamarse con un nombre que habría complacido a D. Miguel de Cervantes: existe el brigante Musolino. Como en las pasadas épocas, le buscan afanosamente compañías de carabinieri y él se les escurre como una murena. Aparece en un punto y otro, adopta disfraces diversos, es el terror de las comarcas por donde pasa, y, como en otros casos, ofrece a la muchedumbre rasgos simpáticos. Corolario: Juan Moreira, Fra Diávolo y el mauser, pueden coexistir.
El otro caso curioso es el siguiente, que tampoco es nuevo, pero que también cae en el mélo y en el folletín: Un hombre acaba de ser puesto en libertad por las autoridades de una provincia de Italia, después de haber estado en presidio, inocentemente, treinta y tantos años. No se dice qué indemnización se dará al infeliz, pero el suceso interesa a todas las imaginaciones y ocupa todas las lenguas que no escatiman comentarios. Y el otro sucedido es todo lo contrario al anterior. Después de treinta años de olvido, se ha descubierto a dos asesinos, marido y mujer, que, para realizar sus deseos de unión, dieron muerte, envenenándoles lentamente, al marido de ella y al padre de él. Los detalles del proceso tienen a Roma en el «se continuará» de una novela del Sr. Gorón.
8 Octubre.
Roma veduta, fede perduta, dice el proloquio. Según el color del cristal con que se mire Roma. En los días en que el pontífice se ha presentado ante el inmenso concurso de peregrinos que le ha aclamado en San Pedro, he visto correr por todo aquel recinto magnificente un verdadero y hondo estremecimiento de fe. Eran los corazones simples, las muchedumbres que venían de lejanas regiones o de las más apartadas provincias italianas, conmovidas ante la aparición del papa blanco, en quien, milagrosamente, veían la persistencia de una vida increíble, el representante de Dios sobre la tierra, el que ata y desata, portero del palacio celeste. Espectáculo interesante era por cierto las distintas manifestaciones del entusiasmo religioso en ese mundo de gentes conmovidas. Unos pálidos, silenciosos, como llenos de un santo terror; otros murmurando oraciones; otros ruidosos, congestionados, agitando pañuelos, moviendo los brazos, alzándose sobre las puntas de los pies. No puedo menos que recordar una escena impagable y sugerente. Un alto mocetón de la peregrinación alemana, sobre un banco, en medio del mar humano que surcaba en su silla gestatoria León XIII, comenzó, dominando todos los ruidos, a emitir con la voz de un ronco cuerno, con la fuerza de un pulmón de bronce, repetidos y acompasados hoch! hoch! hoch! Y una vieja italiana que estaba cerca, se volvió, furiosa, fulminándole con los ojos y deseándole un mal accidente. —«Ah! la bruta bestia!» Y aquel súbito y afilado apóstrofe deslió la devoción circunstante en carcajadas.
Se cree aún, hay aún muchas almas que tienen esperanza y fe. A pesar de los escándalos religiosos; a pesar de la política pontificia; a pesar de lo que se dice del dinero de San Pedro; a pesar de los libros-catapultas contra la curia romana, en que no todo es pasión o fantasía; a pesar de la democracia igualitaria y de la plaga de las nociones científicas y filosóficas, se cree todavía, hay espíritus que creen. Reduciré mi pensar a la fórmula criolla de un mi amigo: «¡Esto, me dice, es como lo que pasa entre nosotros, en nuestras repúblicas americanas: la constitución, muy buena, la administración, muy mala!»
Rueda el carruaje por la antigua vía Apía, cuyo pavimento de piedras anchas resuena bajo los cascos. Queda atrás la Porta Capena, en donde los aduaneros espían lo que se llama en España el matute. A lo largo de la regina viarum otros cuantos vehículos se dirigen hacia las catacumbas de San Calixto. Tabernas y hosterías suburbanas llaman, en rótulos de una caligrafía primitiva o infantil, a gustar el vino célebre de los Castillos Romanos. Pasado el paraje por donde hoy hacen estremecerse la tierra de Appio Claudio las locomotoras del ferrocarril que va a Civitavecchía, llego ante la iglesita del Quo Vadis, cuya inscripción me parece de pronto —perdonadme mi ingenuidad— la réclame de una casa editora para la notable, compacta y demasiado resonante novela del polaco Sienkiewicz.
Al llegar a las Catacumbas, una escena curiosa y desagradable me hizo detener. Nada más repulsivo y ridículo para mí, que los boticarios ateos, los rentistas que han leído a Lachattre y los concienzudos frailófagos que recitan el apócrifo Hugo de Jesucristo en el Vaticano. Hay sujetos de esos que desearían ver al papa pidiendo limosna, al clero descalzo y con una cruz a cuestas, alimentándose y abrigándose con lo que el Señor da a las raposas y a los lirios del campo.
Juzgan a todo sacerdote un bandido, y al pontífice, capitán de la gran cuadrilla. El mal gusto de estas viejas facecias ha tiempo que está flagrantemente reconocido. Pues bien, a la entrada de las Catacumbas he asistido al repugnante espectáculo de un cambalache sagrado. Frailes odiosos vendían cirios como macarrones, frascos de específicos, medallas y recuerdos santos, con la misma avidez y las mismas maneras que el más sórdido y brutal almacenista. Descendí, en compañía de unos peregrinos franceses, por el dédalo obscuro. El guía recitó su cien veces repetida lección, delante de los peces simbólicos, delante de la tumba de Santa Cecilia. Los muros ennegrecidos por el humo de las antorchas y rayados de inscripciones, en las capillas y pasadizos; la estrechez del lugar, lo mecánico del viaje a través de esa cueva de «viejos topos» y la confusión en el rebaño indocto y cornacqueado por su reverencia, me dejaron una desilusión inmensa. ¡Me quedo con Fabiola! Y luego, por todas partes, como en todos los lugares dignos de la veneración de la historia o del arte, la pata del ciudadano particular que deja su huella en la seguridad de ser reconocido cuarenta siglos más tarde. Leí, entre mil nombres: Pierre Durand. ¡Pierre Durand! En la torre inclinada de Pisa había encontrado: Pedro Pérez. Oh, Señor Dios, tu sabiduría es infinita.
12 Octubre de 1900.
Al partir de la ciudad inmortal, al son ronco del tren, hago un inventario de recuerdos. Desde luego, es una tarde pasada en el Foro y en el Coliseo, la revelación de la piedra, el «pan» de Ruskin, ruina, columna rota, lápida, estatua, inscripción. Todas vuestras lecturas despertarán en vuestra memoria, ante esos amontonamientos de basas, pavimentos, muros en que perduran los mosaicos. No podréis menos que sentir la presencia del espíritu de Cicerón —la «ardiente elocuencia» dice Byron— en ese foro en que resonaron tan magníficas arengas, y el ambiente vibró al clamor sabino. Se alzan aún, sosteniendo sus rajados arquitrabes, las columnas del templo de Saturno. Y en las rostra creeríase el aire agitado de gestos, sonante de cláusulas rotundas, lo propio que más allá, en donde se levantaba el templo de la Concordia. Fue allí donde Porcio Catón opuso la ruda y fuerte palabra suya a los argumentos ordenados de Cayo César sobre la conjuración de Catilina. Cetego, Lentulo, Estrabilio, Gabinio, Cepario, pagaron con su vida, la apretada cuerda al cuello, su culpabilidad.
Perdido entre un dédalo de excavaciones, llegué hasta donde unos trabajadores procedían a desenterrar los más recientes hallazgos. Y es una impresión singular la que se experimenta, al ver brotar de la tierra amontonada por las centurias, los signos aun vivos y reveladores de una civilización, de una época que estamos hechos a considerar casi legendaria. Delante de mí, con sus barras de hierro, los cavadores apartan las grandes piedras. Con mucho cuidado se quita la tierra de las paredes; y de repente van apareciendo, sobre el antiguo estuco, decoraciones grecas, figuras graciosas. Y fue grande mi emoción, os lo juro, cuando, de un óvalo, en el rincón de una sala, no sé de qué edificio recién descubierto, vi salir hecha, con modo arcaico y extraño, una como cabeza de Cristo.
Cuando se tiende la vista en derredor, los templos de Faustino y Antonino, y el de Roma y Venus que Adriano levantaron, y la basílica de Constantino, evocan los grandes hechos antiguos. Allí, en el Palatino, refugio de la gloriosa Loba, sobre la altura, aun se contemplan las arcadas y muros del palacio de los Césares, en donde mosaicos y frescos guardan memoria de las pompas imperiales. Y no lejos, los baños de Livia, el palacio de los Flavios y lo que aun queda de la mansión en donde exprimió la soberbia y el placer Calígula.
El sol caía a ondas claras del cielo puro. Jamás el cielo se presenta más hermoso que cuando la mirada va a su inmensidad azul entre un grupo de columnas o sobre los ruinosos capiteles.
He sentido un ansia de vuelo espiritual cuando, al pasar del Foro al Palacio de los Césares, he visto el firmamento recortado por el vasto arco de Tito, que elevaron el senado y el pueblo en recuerdo de la destrucción hierosolimitana. En el fondo celeste, en el marco de piedra, parecía como si palpitase un enjambre de ideas. Y erré de un lugar a otro. Del altar de las vestales, cerca del cual permanecen las estatuas de las paganas vírgenes, a la Meta Sudans, en donde apagaron su sed tantos gladiadores.
Por allí habitaba el cordobés Séneca, y desde su casa oía en las próximas termas, según cuenta a su amigo Lucilio Junior, «el ruido que hace el frotador, a un jugador de pelota que lleva la cuenta de los puntos, a un cantante que encuentra su voz más encantadora en el baño, los gritos de un pastelero, los de un carnicero, los de un ropavejero, de un herrero, y los de ese que cerca de la Meta Sudans prueba sus trompetas y sus flautas y muge más que toca». Y en la vía de los triunfadores una onda de imágenes asalta la fantasía. Y es un ruido de carros, un resonar de trompas y de clarines, un agitar de palmas; son los bueyes coronados de rosas; las túnicas blancas de las vestales, los estandartes, los haces, las águilas; es la muchedumbre aglomerada y el coro inmenso de las aclamaciones; son las estolas, las togas, las diademas, los ornamentos de los sacerdotes y las literas de las cortesanas; son los viejos versos de Virgilio y la reciente lectura de Boissier, o las sombras de los Goncourt que van a observar cómo en los agujeros del arco de Septimio Severo hacen su nido las golondrinas.
Cerca del templo de Cástor y Pólux, oí una voz como en discurso o arenga. Un gran grupo de gentes, unas sentadas sobre las piedras, otras de pie, se presentó a mi vista. Acerquéme llevado de la curiosidad.
Había damas, hombres, niños. Todos oían en silencio y religiosidad a un clérigo joven, de fácil palabra, que, por lo poco que pude entender, daba a sus oyentes, en pleno aire, una lección de historia y arqueología. Era la peregrinación alemana, y no pude menos ante ese espectáculo de cultura, de recordar el nombre ilustre del germano a quien deben la erudición romanista y la sabiduría clásica moderna un extraordinario luminar: Teodoro Mommsen.
En el coliseo rememoré el apunte de los Goncourt: «Como una ronda de danza, de pronto violentamente interrumpida y con una parte de los bailadores caída de espaldas —todo un lado del Coliseo caído en tierra—». Colosal, ciclópeo, enorme, lugar de leones y de emperadores. Y es la imaginación del antiguo espectáculo circense, que no tiene hoy nada comparable sino las corridas de toros en los cosos actuales. En verdad —como ante el Acueducto, la Cloaca Máxima, las Termas— ante estas ruinas viene la usual frase: obra de romanos. Los yanquis quieren para sí en nuestra época la aplicación del decir, por su tendencia a realizar «lo más grande del mundo». Y leo en un artículo sobre la próxima exposición de Búffalo, en donde se construirá un enorme estadio. «El estadio ofrecerá a los adictos al sport la arena más espaciosa y espléndida que se ha construído hasta ahora en los Estados Unidos. El Carnaval Atlético que se efectuará durante la gran exposición, será el más notable en la historia del sport en los Estados Unidos, pues cuéntase con la cooperación de los mejores promotores de juegos, contiendas y partidas atléticas en el país. Por lo tanto, las personas que visitaren la exposición panamericana tendrán ocasión de ver contiendas entre los atletas más célebres del mundo, que se esforzarán en ganar premios dignos de los mayores hechos de resistencia, fuerza y habilidad. El Coliseo de Roma, construído el siglo I de la era cristiana, dícese que podía contener 80 000 personas. El estadio panamericano tendrá 129 pies más de largo y no será sino 10 pies más angosto que el histórico anfiteatro de Roma; pero su arena será más grande y habrá asientos para 25 000 personas. Se consigue lo colosal, Colosseum. Mas la sonrisa no vacila entre estos matchs de feria al amparo de la democracia igualitaria, y aquellas formidables funciones en que la magnificencia cesárea regaba con sangre la tierra en que se alzaría el árbol simbólico de Cristo. Dicen que hay turistas que se pagan el espectáculo de una iluminación con antorchas y románticos que van en las noches de luna a recordar a Eudoro y Cimodocea.
Lo primero es un exceso de Bædeker, lo segundo excesivamente anacrónico. El Coliseo sorprende y asombra en pleno día, bañado de sol; así os abruma la inmensa armazón de piedra, las arcadas derruídas, los muros rajados de siglos, horadados de años, labrados del paso incesante de las horas y mutilado el cuerpo vasto y soberbio por bárbaros y barberines.
Al salir del vasto anfiteatro, pasó como un gran insecto ante mi vista, un hombre en una bicicleta.
Y fue luego un amanecer en las cercanías de Roma, cerca de los lugares encantados que dieron a Poussin sus magníficos paisajes. El Tíber iba despacioso entre colinas y frescas campiñas. Apenas comenzaba la luz a insinuarse en el lado oriental y el horizonte se teñía de un dulce violeta y a trechos, un baño de perla suavizaba una tenue irrupción de oro. Y colinas y campiñas se iban poco a poco iluminando en un aumento progresivo de resplandor. Salía de la tierra como un vaho de vida. No era el envenenado respirar de los pantanos pontinos, sino un aliento sano y vivificante. Al vuelo sutil de una brisa impregnada del perfume del campo, temblaban los céspedes ambarinos y las hojas de las anémonas silvestres, y una fina flor áurea que enciende su estrella de fuego a la orilla del río. Y en una barca, al amor de la corriente, seguimos, con un amigo soñador, un rumbo sobre las aguas en que se desleían los tintes del cielo. Un solitario pescador arreglaba una red. De los caseríos cercanos llegaba el agudo canto del gallo. Y de pronto fue una fiesta solar en el firmamento romano.
El sol había roto las brumas matinales, y surgía, en su imperial pompa, entre peñascos candentes, bajo bóvedas de rubíes vivos. El agua se tiñó de sangre y se encendió de la oriental llamarada. La naturaleza parecía iniciar un canto sin palabras, o con palabras íntimas que iban al espíritu sin formularse, en la armonía de las cosas, en la comunión de las ideas humanas con las ideas eternas que emergen en enjambre misterioso de la misteriosa mente del mundo.
En la ribera tiberina nos hacía señas el dueño de la rústica hostería. Ya el humo del fogón brotaba por la chimenea, y las truchas recién cogidas hacían chillar el aceite de las ricas olivas en la sartén caliente. Y una joven fresca, que hacía recordar a la sierva de Horacio, nos recibía con la más matinal de sus sonrisas, mientras ponía el mantel del desayuno, bajo una parra cargada de racimos de uvas claras que invitaban a hacer la experiencia del sátiro mallarmeano: chupar el jugo, soplar en el pellejo vacío, y a través de la cápsula transparente, mirar el sol!
Y fue un día luminoso, en la plaza del Capitolio; ya ante la larga escalera de la iglesia de Ara Cœli, o delante del palacio Cafarelli, entre las estatuas de Cástor y Pólux, o junto a la jaula de la loba viva que encarna el símbolo original de la ciudad de Rómulo. He recordado, al contemplar la estatua de Marco Aurelio, la superstición tradicional; he visto si el simulacro se va dorando más, y si llegará de nuevo a ser todo áureo, y así la fin del mundo llegará con el de la villa ya no eterna sino perecedera como toda obra del hombre…
Así llegaron los primeros pobladores de Roma, allí se sembró la primer semilla que formaría el bosque inmenso que propaga por la tierra la estirpe latina.
Tendidos como representaciones fluviales, negros de tiempo, los dos ríos de mármol de la fuente del palazzo Senatorio, el Tíber y el Nilo, oyen continuamente el canto del cristal del agua que en la ancha pila forma velos diamantinos y sonoros encajes, y encima, la Roma triunfante de Covi —que Miguel Angel quisiera sustituir por un colosal Júpiter— preside, augusta y secular. Y una paloma que se posa en un árbol cercano, verde en la dulce estación, me recuerda que en este mismo punto, un día de gloria, la cabeza del Petrarca fue coronada con el laurel que tan sólo consiguen el Arte y la divina Poesía.
Entre Roma y Nápoles, Noviembre 1900.
Rueda que rueda, con ruido de herramientas que se entrechocan y un resuello penoso, el tren sigue: un largo infierno que anda. El Gibelino lo hubiera hecho rodar por las planicies de sombra de su Infierno; así lo piensa aquella inquietante María Barskitcheff, en sus cartas. Si Capua no estuviera en esta vez al fin del viaje, abriendo su maravilloso semicírculo de colinas con cruzamientos de villas al borde del mar pensativo… Capua es por ahora Nápoles, con los primeros azules y rosas delicados de los inviernos meridionales.
Los últimos recuerdos de Roma que insisten, con la insinuación ya discreta y melancólica de la distancia y de lo recientemente pasado, son los de la capilla Sixtina. Es preciso ver la capilla Sixtina; pero es un desacato verla sin los propios ojos, sin los personales ojos del artista que ponen una mirada más en los colores de las telas y en las alburas de los mármoles, fatigados del secular mariposeo de tantas pupilas. Porque en esos sancta sanctorum del arte, se ven dos cosas: la chef d’œuvre y los ojos que la han visto: las miradas que han dejado en ellas algo de su esencia diáfana y misteriosa. La capilla Sixtina está llena de esas miradas, satisfechas o escépticas, o irónicas, o estáticas, o incoloras. Desde luego la vieja mirada de los maestros que, realizada la obra, hallaron que era buena; y las miradas de los papas, de los papas gentiles o ascetas; y la escrutadora mirada de los amigos del artista, y después, cuando la muerte hubo serenado todos los juicios, pulido todas las asperezas, humanizado todas las controversias, uniformado todos los cultos y consagrado todos los sufragios, las miradas de los intelectuales que pasan. Todavía se disciernen en el delirante misticismo de la transfiguración, por ejemplo, las miradas llenas de análisis tranquilo de Taine, tan distintas de las miradas de los espectadores de ayer, ayunas de razonamientos y de distinciones morales, poco o nada introspectivas simplificadas de nuevo, al sol del Renacimiento, por la majestad sencilla de la línea antigua… Porque los ojos han hecho un inmenso y triste camino de complicación y de complexidad desde el Renacimiento hasta estos días de esteticismo y de connotaciones múltiples. Ya no hay un cerebro bastante puro y amplio que vea con la mirada de un Leonardo. Han desaparecido en el juicio las perspectivas vastas, los lineamientos tranquilos: nuestros ojos están tristes y nuestras miradas están enfermas; y aun parece que los inmortales cuadros y los mármoles eternos, sienten que ya no sabemos mirarlos. Quién sabe. ¿Por qué no ha de haber en el alma inefable de un capolavoro, el melancólico despecho de no ser bien mirados? ¿Por qué el espíritu nobilísimo de las cosas bellas no ha de encogerse de angustia ante el enfermizo reflejo de las miradas de hoy? ¿Quién se atrevería a negar que esta tristeza no modifica al aspecto mismo, la fisonomía, la expresión de la obra de arte? ¿Quién podría afirmar que el Moisés de Miguel Angel, es hoy el mismo que hace doscientos años, que antes aún, cuando el maestro que esculpía las tablas de la ley soñando en el haz de rayos de Zeus, golpeaba con su martillo el mármol vital, ordenándole el movimiento y la acción?
Y el tren rueda aún con su desesperante machacar de herramientas, y mis reminiscencias le siguen jadeantes por el camino. Vuelvo a escuchar las ambiguas voces de los castrados, complemento extraño de todo lo visto y sentido en el milagroso santuario. Paréceme como que todos los frescos, todos los zócalos, las bíblicas figuras de los muros laterales que cuentan las peregrinaciones mosaicas, y los más tremendos episodios bíblicos; las grandes figuras sedentes del profeta y de la sibila; los nueve grandes cuadros que reproducen en la bóveda la creación del mundo; Dios, las pitonisas, los profetas, los santos de la nueva ley; todo eso, cantaba en la voz blanca y singular, que esta era su propia voz, su lengua propia, el verbo misterioso que los papas habíanles dado para que se manifestasen a la emoción de los pueblos que van en romerías a contemplarlos. ¡Miguel Ángel y su juicio!… Todo heroísmo de arte lleva a una hipersensibilidad atormentadora. Acaso el arte no es una gran tranquilidad, sino una gran angustia. Toda la literatura está ahí para comprobarlo: El infierno sale al paso a los grandes espíritus, llámense Homero, Virgilo, Dante, Milton o Swedenborg, llámense Buonarroti o Rops…
Sandro Botticelli; he ahí, la heredad del exquisito y raro, y no se divaga por cierto el ánima de ese estremecimiento de angustia íntima que trae consigo el deletrear todas las aristocracias de ese pincel. Porque Botticelli no es de los que serenan; es quizá de aquellos cinco (que en Taine son cuatro: Dante, Shakespeare, Beethoven y Miguel Angel) que parecen de una raza aparte. Tiene un supremo privilegio, el que Víctor Hugo halló siglos después en Baudelaire; ha creado un estremecimiento nuevo, con una noción nueva de la expresión, que antes de él no está condensada en parte alguna, sino difundida en las legiones de maestros prerafaelitas, expresión de belleza convencional, o de fealdad resuelta para algunos; pero de real belleza y armonía innegables para muchos que llevan en el larario de sus emociones ese coin maladif de que hablaba Goncourt. Como ellos este hombre tiene una fisonomía y un sello de poderoso individualismo; es solitario como ellos; tiene como ellos la obra sin analogías, sin más que las lógicas analogías que ensartan en un mismo hilo resplandeciente todas las demostraciones de un mismo arte, a través de las épocas. ¡Cómo ansío llegar a Florencia para apacentar mis admiraciones en el foco principal de las obras de Sandro! ¡Porque él tiene ahí, en la ciudad dantesca, su reino, con el seráfico Fra Angélico, aprisionador de éxtasis! Sin embargo, para hablar de la Sixtina es preciso hablar de Botticelli, a condición de haber rezado antes a Miguel Angel, esa alma de Dios caído ante la que rezó Taine. El Juicio Final; sí, aquello no convierte mis apostasías ni enfervorece mi fe; el protestante del cuento vuelto ortodoxo por obra y gracia del Juicio Final, es de una conmovedora ingenuidad; por el camino de ese cuadro se va mejor a Atenas que a Jerusalén; esas dos o trescientas figuras que ensayan actitudes, no sugieren el miserere mei, sino el himno a Phoibos Apollon: se está más cerca del nevado Olimpo, que del trágico Josafat; más cerca de la gloria del músculo, que del aleteo medroso de la plegaria. Es un gran escultor el que pinta, esculturalmente (¿no hay acaso muchos pintores que esculpen cuadros? Para no citar más que un talento moderno, ahí está Leonardo Bistolfi, con sus monumentales bajo relieves fúnebres y su Dolor confortado por la memoria). Ha buscado Miguel Angel el agrupamiento de las figuras curándose poco de las radiaciones sobrenaturales del cielo de los justos y de las rojas bocanadas de hornaza del infierno de los réprobos: quiere, ante todo, quiere grandiosamente la expresión inmortal del cuerpo humano, la nobleza clásica del gesto; está cerca de Jove y ha visto el fruncimiento de sus cejas y los hinchados músculos de su diestra que blande la centella… Los tiernos colores, los dulces o imperiosos matices, las perspectivas que ayudan al vuelo de la imaginación moderna, el azul en que está sentado el Padre, el rosa de las auroras de la resurrección, las policromías de los pinceles en las manos que han mezclado colores, pero que no han labrado granitos… eso no está aquí, no lo busquéis aquí; aquí está el relieve poderoso, aquí está su plástica: el color que queréis está ahí en frente, mirad… El tren acrece su estrueado bajo los cristales de una estación: el mar y los verjeles se besan: ¡Nápoles! Hemos llegado a Nápoles. La Sixtina se pierde en un desvanecimiento de ensueño.
Nápoles.
¡Nápoles! El Vesubio es todavía una pira digna de los funerales de Patroclo. ¿Estamos por ventura en la era cristiana?
Se necesitaría embridar la imaginación aventurera con dura brida para creerlo. La mañana arde mansamente en un impecable azul. He subido a las alturas que corona el puente de San Telmo, punto clásico para las perspectivas, a fin de ver y vencer antes de abismarme en ese mundo ruidoso que gira y ríe a mis pies. Y en verdad os digo que estamos bajo el imperio de los Augustos. Nada recuerda aquí el madero del Nazareno, nada su religión de angustia: este sol que en pleno otoño tuesta las rosas de Pœstum, las cuales dos veces florecen en el año, es el mismo sol jovial que doraba la frente de Séneca. La bahía de Nápoles, suavemente encorvada y palpitante como una seda azul sobre un inmenso regazo, canta aún el cum placidum ventis staret mare, en su perpetuo idilio con los islotes de Sirenusa, coros de las rubias oceanidas. El azul del cielo, el histórico azul de ese cielo inmortal, se burla con su flamante brillo, de los veinte siglos que han pasado desde que en la dulzura piadosa del Pausílipo se acostaba para dormir su sueño eterno, el dulce mantuano gorjeador de églogas. A su derecha la isla de Capri da a las ondas reflejos de aventurina estriada de oro vivo y se aduerme en la misma ociosidad que le valió el mote de Augusto.
A la izquierda, desde capo del monte hasta el cono poblado de mitos del Vesubio, las montañas de voluptuosas o ásperas ondulaciones engastan sus moles en el zafiro inconmensurable. Enfrente, Castellamare y Sorrento; ¡Sorrento! cuya sangre divina no corre ya por las venas del mundo para letificarlos, como corre ahora ese
Insípido brebaje de cebada
anatematizado por Menéndez Pelayo, Sorrento, cuyo vino luminoso inspira la Jerusalén libertada.
Y un poeta me dijo:
—Una peregrinación se impone aún, después del beso placentero que la mirada envía a todo ese paisaje pintado por los afables dioses: vamos a rezar un exámetro a la tumba de Virgilio, situada sobre la vertiente de la gruta del Pausílipo y después a seguir respirando paganismo en la hirviente ciudad: paganismo desde luego en el Museo borbónico que encierra toda la resurrección pompeyana: vasos, ánforas, lacrimatorios, tinteros, estiletes, lámparas, candelabros, buclineos speculums en cuya agua muerta parecen aún flotar, como extraños lotos, los rostros de las patricias que en ella se contemplaron; paganismo en las vías resonantes de una muchedumbre que parece hiperestesiada por la vida, que la absorbe a enormes tragos, que tiene a Dionisio en los labios y a San Jenaro en el corazón, invirtiendo frecuentemente los nombres. He aquí a la bien amada de Lúculo, de Mario, de Pompeyo y de Plinio que la reconocerían en su tocado y en su risa… He aquí a la reina de las divinas galeras, atareada como para recibir los marfiles de Cartago. He aquí a la novia de César, coronada de mirtos. Jove Capitolino extiende aún hasta este refugio de delicias la piedad de su sombra; los dioses resucitan diariamente al surgir como una discreta apoteosis la aurora sobre la mansedumbre especular del golfo. Se comprende aquí la resistencia al cristianismo, la taimada protesta del meridional epicúreo y jovial a una ley de tristeza y de mortificación: Un Dios nuevo, ¿â quoi bon? si los viejos no han dejado de ser buenos. ¿Vale este doliente hombre coronado de espinas por aquellos radiantes silenos coronados de parra? ¿Qué papel puede desempeñar la Providencia cristiana en un pueblo que mendiga el azar? ¿A qué pensar en las delicias de una gloria cuyo precio es la oblación y d martirio, cuando llegan hasta nosotros los alientos aromatizados de Misena, de Cumas, de Baya Caras a Nerón, de Prócida y de Ischia? ¿Por ventura ese cielo que promete el crucificado será más azul que el ciclo del Mediodía? ¿Las delicias de ese empireo nuevo igualarán al beso que al incendiarse las púrpuras de la tarde pone el pescador en la boca de la pálida pescadora? ¿Los ángeles tienen acaso los inmensos ojos luminosos de estas mujeres doctoras del amor? ¡La tortura, el martirio! ¿para qué si la vida está llena de sol, si huelen tan bien las flores de los naranjos y el obscuro vino tiene aún el secreto de las risas de los dioses? Y Cristo tendió mucho tiempo sus brazos hacia esta otra Jerusalén del placer y quiso ampararla bajo sus alas como la gallina a sus polluelos, pero la Jerusalén del placer era esquiva y levantisca. Vanamente se extendieron esos brazos mucho tiempo, y al fin la bacante cayó en ellos. Pero siguió su danza loca y su loca risa; cambió sólo la letra de la tarantela, se juraba por Cristo, pero se seguía jurando per Baco, y la superstición reemplazaba a las pitonisas y la sangre hirviente de San Jenaro a la hirviente espuma de la Sibila de Cumas.
Esto que pasaba en el reinado de Constantino el Grande lo propio que en el reinado de Nerón, pasa aún bajo el poder de Víctor Manuel III. La impenitente grita y ríe en mi rededor como en las saturnales: nada ha cambiado, la cruz abre estérilmente sus brazos sobre la perenne apostasía de las vidas: Cephas no ha podido asentar sus sillares al borde del Golfo que vió las sirenas; y los Olímpicos llamean y detonan como dueños absolutos sobre la conflagración perpetua del Vesubio.
Nápoles está por Zeus contra el Cristo.