La Isla de Oro

Rubén Darío


Artículo, viajes



Divagaciones

He aquí la isla en que detiene su esquife el argonauta del inmortal ensueño. Es la isla de oro por la gracia del sol divino. Vestida de oro apolíneo la vieron los antiguos portadores de la cultura helénica, y los navegantes de Fenicia que, adoradores de Hércules, le alzaron templos en tierras españolas; y que al llegar a esta prodigiosa región creyeron sin duda encontrarse en lugar propicio a los dioses fecundos y vivificadores. Aquí puede repetir todo soñador la palabra del latino antiguo que ha hecho vibrar en nuestros días los labios del prestigioso D'Annunzio y que se ostentan en las armas de la germánica Bremen: «Navigare necesse est, vivere non est necesse». Y así evoca una lírica decoración de Cellini, gráfico intérprete d'annunziano, en la cual de manera arcaica se representa el vuelo de un barco de los prodigiosos tiempos odiseos sobre las aguas armoniosas en que a flor de espuma se alegran de la vida, entre delfines y bajo la gloria solar, sirenas de flancos voluptuosos y tritones que hacia el firmamento lanzan el clamor de sus caracoles sonoros:

Re del Mediterráneo, parlante
nell maggior corno della fíamma antica,
parlami in questo rogo fiammeggiante!

Questo vigile fuoco ti nutrica
il mio voto, e il timone e la polena
del vascel cui Fortuna fu nimica

o tu che col tuo cor la tua carena
contra i perigli spignere fosti uso
dietro l'anima tua fatta Sirena,

infin che il Mar fu sopra te richiuso!

La dama inglesa fue la que recitó esos versos del óptimo poeta. Recitaba sin acento el idioma de Italia, tal como habla el francés y el castellano.

¡Amable compañera de viaje! Amistad ocasional, solitaria y enigmática señora que viene de Nápoles, de Grecia, que irá luego a Egipto. —«Amo el Sol, soy una amante del Sol. Por eso adoro esta isla que usted conoce ahora y adonde yo he venido ya otras veces. Y en ninguna parte he visto mayor triunfo de la magnificencia solar y mayor derroche de oro, de oro del cielo, de oro homérico.»

— Señora, tiene usted razón. Y acaba de pronunciar el nombre sacro. En todo esto flota el aliento de la vieja inspiración helénica, y como Heracles en Gades, Melesígenes debió haber tenido aquí un adoratorio. Y a propósito, tenga usted por dados, tres veces, mis «¡hip, hip, hip, hurra!», en honor de la noble Inglaterra, en donde por todas partes se esparce el generoso perfume de la cultura clásica. El viejo Gladstone, en la cámara, adornaba, como se sabe, sus arengas sobre asuntos políticos con versos de la Odisea y de la Ilíada. Y en lindos labios femeninos de ultra Mancha, no es raro oír los nombres que constelan los poemas de los tiempos olímpicos.

— Usted viene, según me ha dicho, en busca de salud. Me parece que ésta le sobra... por su aspecto y por su espíritu. Todo lo clásico es sano. Su espíritu vive en lo clásico, luego la salud está con usted.

— Es, querida señora de los ojos extraordinarios, que en este adorador de lo clásico, hay un romántico que viene de muy lejos.

— ¿Desde dónde?

— Desde el Cáucaso

— ¿Y desde cuándo?

— Desde Prometeo. No se asombre usted, y escuche estos conceptos: «¿Por ventura Prometeo no es la encarnación del eterno elemento romántico en medio de la cultura helénica?». Quien ha dicho esas palabras, en catalán, es un compatriota de Raimundo Lulio, un mallorquín cuya bóveda craneana encierra cosas hermosas y profundas que han ya brotado en períodos robustos y en alados apotegmas que anuncian cosas grandes. Se llama Gabriel Alomar el Futurista.

Palma parecía verdadera y fantásticamente incendiarse. Había en el ambiente como una miel vespertina y un abejeo de versos. En la parte de la costa en que nosotros nos hallábamos no había sol, en tanto que la ciudad aparecía a nuestros ojos toda en luz viva y alucinante. Y la bahía especular reflejaba la milagrosa visión a modo de un cristal de encanto.

Lady Perhaps — éste es el nombre de mi amiga —, se levantó y se puso a sonreír delante del magnífico espectáculo, y, sonriendo, dijo lentamente:

— He aquí, pues, una tarde clásica y un momento romántico.

— Lo clásico, lo romántico, lo simbolista, lo decadente, no son más que facetas del eterno diamante. Poesía. Usted misma, señora, a quien no sentará sino bien el nombre de Musa, comprende todos esos aspectos, puesto que en sí contiene la lira y la ilusión. Un músico hizo una vez delante de mí el elogio de la mentira, pero no tan bella y elegantemente como un poeta compatriota de usted. Pues bien, la mentira no existe, pues ella no tiene representación sino como la negación de la verdad. No hay más que una verdad, así como no hay más que una belleza sin ser ésta resplandor de aquélla, según el decir platónico. Ahora esa verdad y esa belleza son vistas a través de las lentes infinitas de las individualidades. Y estamos metafísicos, mi amable Lady.

— Es que comemos demasiado ensueño, mi querido señor. Con una diferencia. Usted es un latino — llamémosle latino, aunque se dice que no hay tal latinismo —, y con tal temperamento, o con tal educación, se nutre de un ensueño muy distinto del mío, puesto que soy una sajona de ojos azules.

— Yo me nutro de beefsteaks sajones y de trigo y vino latinos, y de muchas cosas más.

Soy hombre y nada de lo que al hombre toca me es extraño... Soy poeta, y nada de lo que al poeta toca me es extraño... Yo doy entrada en mí a todas las bellezas parciales que componen la belleza; y a todas las verdades particulares que componen la verdad...

— Divagamos en la Isla de Oro...

— Divagamos. Y divagaremos. ¿No es éste un grato programa?

— Programa ciertamente grato.

Y excelente refugio para dialogar sobre asuntos hermosos es la florida Mallorca. Porque, aunque se esté solo, el monólogo no existe. Siempre se dialoga. «Temes en el muro una mirada que te espía», dice el poeta. Y una oreja que te oiga, hay que agregar. Plotino o Novalis sabían que existen esas cosas misteriosas. Hablamos y se nos contesta. Lo que hay es que a veces no sabemos comprender.

La noche estaba para entrar, anunciada por un lucero. Lady Perhaps, en un pequeño salón en que había hecho el día una lámpara eléctrica, me tendió un periódico en el cual leí: «Antes de Jovellanos, Mallorca parecía un país sin alma. Era... una tierra; una de tantas tierras de las cuales se cuenta la producción, la bondad del clima, el grato sabor de las frutas, la abundancia o escasez del agua, la cosecha del aceite, la cosecha de almendras... Ahora se diría que tiene dos personalidades: la personalidad exclusivamente geográfica o del registro de hipotecas, y la personalidad encantada a que la ha conducido, poco a poco, la transfiguración del arte y la poesía». Jovellanos, Grasset de Saint-Sauveur..., Jorge Sand y Chopin..., Ole Bull el violinista, Piferrer, Cortada..., Doré, Hübner, Haes, Verdaguer, Richepin, Albéniz, Granados, Rusiñol, Mir, Pin y Soler... Pongamos, señora, nuestra parte de oro sobre el oro, nuestra parte de mirra sobre la mirra, nuestra parte de incienso sobre el incienso. Yo, por mi parte, he traído a revolar sobre estas aguas y entre estas flores a mi cisne familiar.

Lady Perhaps tuvo un elegante movimiento y dejó pasar a través de sus preciosos y finos dientes algo de su nacional humour.

— Y esa tremenda Jorge Sand — me dijo — , que no encontró animal más apropiado en que ocuparse, durante su «Invierno en Mallorca», que aquel que fue llamado «mon auge» por Monselet, y al cual los parisienses y las parisienses miran con singular interés..

— No encuentro eso de gran extrañeza, mi querida interlocutora. Tal animal es un animal interesante. En vuestro portentoso Shakespeare, se llama Falstaff, y en nuestro único Cervantes, se llama Sancho. Alguien ha dicho famosamente que todo hombre tiene en sí un animal de ésos, «qui someille...» Y en el imperio de la poesía, es el Sancho del Cisne-Don Quijote. Y luego, el símbolo, realizado por intervención celeste ... Cuando en el cuerpo del cuadrúpedo sabroso entraron los demonios del cuerpo de los hombres, por el poder de Nuestro Señor Jesucristo. Good night, madame!

— Good night!


Publicado en La Nación, el 5 de abril de 1907

Jardines de España

— Rusiñol — dijo lady Perhaps —, encienda usted su pipa. Bien saben que soy una buena camarada, y que todo me gusta en carácter.

Estábamos en la terraza. Nos fascinaba, cerca, la alegre dulzura de unos almendros en flor, grandes bouquets de nieve-rosa, tenuemente rosa. El futurista había expresado gentiles teorías. Rusiñol había narrado pintorescas anécdotas. La dama y yo habíamos cantado la gloria felizmente «di camera», del extraño, caprichoso y misterioso Aubrey Beardsley, que desde hace algunos años descansa en paz.

Rusiñol encendió su pipa; y así pudo verse, a través de un velo de sutil humo, su hermosa testa de artista; el mechón gris sobre el marfil de la frente, la mirada llena de la fatiga del ensueño, la sonrisa de buen muchacho. Hacía tiempo que la inglesa era admiradora de las prosas y de los cuadros de ese catalán de seda. Uno de esos cuadros nos fue evocado por los almendros floridos. Era una tela expuesta en el Salón de París, hace pocos años.

— Es aquí en la Isla de Oro — dijo la dama —, en donde nuestro amigo ha encontrado muchos adorables rincones de amor y paisajes de ensueño que ha trasladado a sus incomparables «jardines de España».

Sobre un atril nos fue presentado el bello volumen hecho de manera que tan solamente Barcelona sabe realizar en la península. Mi impresión ha sido la de todos los gustadores de esas deliciosas variaciones pictóricas que el poeta del pincel ha sabido formar agregando a la realidad la virtud evocadora y profundizadora de su daimon interior, tal lo han manifestado ya Vittorio Pica, ya León Daudet, fraternal amigo del vincista primero de las Españas.

Mi afecto, mi amistad artística por Rusiñol son, yo lo diré así, antiguos, puesto que ha nevado — poco, en verdad — , tanto en su cabeza como en la mía, siendo él el «hermano mayor». ¡Rusiñol es infantil y refinado, triste y alegre, gran señor y bohemio! Él puede serlo, porque es rico... A estas horas, es la única manera de ser ciudadano del divino país amado de Selene.

— Mas, ¿qué dice el futurista de estas lindas cosas pintadas y poetizadas? — expresó lady Perhaps.

— El futurista dice —contestó Alomar — lo que se sucede en su «Floralia».

— Lo cual es de toda gracia y elegancia — agregó la dama —; porque este filósofo habla en poesía, a no ser que, dicho mejormente, este poeta hable en filosofía.

— Señora — interrumpí—, los jardines son y han sido siempre un incomparable tema para poetas y para filósofos. Aún respiramos tamizados por los siglos los perfumes de Academo. En cuanto a la jardinería, puede ser considerada como una de las bellas artes. Antes que un Le Nôttre o un La Quintinie, aprobaría mi decir un poeta anglosajón hermano de los ángeles y de nombre Edgar Poe.

Rusiñol lanzó una bocanada de humo. Y como se hablase de la decadencia de los jardines, se levantó y leyó en el bello libro en su lengua vernácula: «...I és que els jardins són el paisatge posat en vers, i els versos escrits en plantes van escassejant pertot arreu; es que els jardins són versos vius, versos amb saba i amb aroma; i com el jardiner poeta, per a rimar els llargs caminals ombrívols, per a estilitzar els boixos fent-los seguir simètriques harmonies, per a posar en estrofes de verdor les imatges de les plantes i les teories de figures, per a versificar la Natura i fer cants d'ombres i clarors, necessíta de l'alegria dels temps i de la prosperitat deis homes, i els homes, ai!, ja no estan per a poesies, ni els temps per a magnificències, els versos escrits en el jardí se van omplint d'herba de prosa, en l'aspre terrer d'Espanya».

Intervine:

Señores, puesto que los jardines son una de las bellas artes, creo que están sujetos a los gustos y a las corrientes mentales. No creo que haya decadencia de jardines, sino jardines decadentes. Así como los hay clásicos, románticos, y creo que hasta de exóticas clasificaciones. Así el que al conde Robert de Montesquiou - Fesensac formó un sabidor nipón famoso entre los poetas que se precian de saber cosas bizarras.

Mas las palabras de los poetas escritas con plantas son las flores. Y oíd lo que Alomar canta de ellas. Él dice que: «Las dalias son ardientes escarapelas y las hortensias virginales insignias. Los girasoles murmuran las ufanas décimas de los galanes a las hermosas sobre los teatros de las cortes caídas, y hacia la luz se tornan, como hipnóticos, y expresan, cavilando, torturadoras ansias de verdad y de belleza. Las magnolias se abren en floraciones de blanco luminoso, y los geranios cuajan iris de paz sobre las nubes de los tupidos follajes amorosos. Las rosas esplendentes guardan intacto el estro de Anacreonte». La enumeración sigue victoriosa. Esa bella «Floràlia» expuesta en el «pórtico» del suntuoso volumen es de las más apasionadas y magníficas loas que se hayan hecho en honor de las flores. Y cuenta que desde Lucrecio, Ovidio, Horacio, hasta Hugo y Mallarmé, han tenido comentadores de su gracia y ensalzadores de su misterio.

Yo amo los jardines de España que han hecho peregrinar al artista, satisfaciéndole en cambio con el don de sus almas melancólicas, sílvicas o aristocráticas. Amo este «Darrer jardí» mallorquín en el cual entre flores y árboles espesos y oscuros no hay más que una soledad en espera de inminente presencia que vaya con paso de meditación hacia la solitaria puerta que se abre en la claridad del fondo.

Me deleita la fuente de la Odalisca, en la mágica Granada, donde en un escenario miliunanochesco se abren las rosas rojas junto a los macizos de arrayanes, y el agua se vierte en la taza antigua bajo las simetrías entrelazadas de los educados troncos. Y en la Isla Dorada otra vez, el «Caminal d'Alfàbia», asimismo de cuento de Oriente, con sus columnas y sus cristales armoniosos, y las flores siempre. De nuevo es en la tierra granadina, la «Glorieta de los Enamorados», cuyo nombre recuerda lo que una dama sabidora dejó escrito en el álbum del Generalife, que era bueno «para amar». Aquí para amar es bueno este asilo de verdores, de una composición arcaica, y en donde un aislado chorro de agua apenas humedece el paso de las horas. He aquí, también en Granada, una sucesión de arcos espléndida, o la «villa» triste ante los recortados cipreses. Y en Aranjuez, la senda de rosas hacia la enorme herradura del espeso arco... Y otras páginas poemales, en que la luna influye con su hechizo; o en que ordenadas graderías ascienden hacia unos como oscuros santuarios de profanos cultos. Aguas, follajes, tiestos, en la ornamentación de las gráficas músicas, gráficas músicas que bien habrían violado las violas que acariciaron en días líricos los oídos de la imperecedera Gioconda. En estos jardines ya es la clara voz de primavera, ya el canto autumnal el que se escucha.

Toda esta obra de intelecto refinado y trascendente seduce desde el primer instante en que se la contempla con «intelecto de amor». Y es como un oasis en el seco ambiente de la pintura al uso, toda de fórmulas, recetas, habilidades y mercantilismos. Yo amo estos jardines de España y al jardinero de pluma y pincel que sabe dar alimento y halago a las fantasías fatigadas y acosadas por las tendencias poeticidas de la vida moderna, de esta hora actual de trajines, especulaciones ápteras y derrotas del sentimiento.

Imaginaos un errar continuo entre asperezas, breñales, tierras calcinadas, paisajes de desolación, parajes de rocas y zarzas; un caminar bajo la furia de las llamas solares, hacia un punto desconocido, mas, sin embargo, ambicionado, y que, al llegar la tranquilidad de la tarde, os encontráis ante un bosque sagrado, tal como los de los fondos de los adorables primitivos, y allí dulzura, gracia sutil, el aparecimiento de la luna, agua fresca. Y la melodía del ruiseñor.

Daréis las gracias al Ruiseñor por su melodía...


Publicado en La Nación, el 7 de abril de 1907

George Sand y Chopin

— Era una dama poco cómoda — dije.

— Lo mismo dirían sus enamorados — contestó lady Perhaps —. Y, en su tiempo, quizás usted hubiera sido uno de ellos.

— Lo dudo. Una literata, casi no es una mujer: es un colega. Usted conoce la frase de cierto conde francés, marido de una poetisa y escritora bastante linda: «¡Estoy lucido! He venido a darme cuenta un poco tarde de que me he casado con Maurice Barres, con Lavedan y con otros señores que habitan dentro de la piel de mi mujer».

El automóvil iba de la manera que le agradaba al shah de Persia: despacio; lo cual no era completamente del agrado de Salas, el intrépido y grato sportsman que nos conducía; de Aris, médico de gallardos ímpetus y amigo de humanidades; y aun de Gabriel Alomar, que ama todo lo dinámico. Yo representaba al shah de Persia, en unión de Joan Sureda, el castellano de Valldemosa. La gallarda inglesa estaba completamente de nuestra parte.

— Esta excursión —dijo— será en honor y memoria de George Sand.

La carretera se extendía entre dos vastos olivares, los olivares centenarios que inspiraron a Gustavo Doré sus árboles antropomorfos en una de las más admirables ilustraciones de la Divina comedia. En realidad, ese trecho semeja un capítulo de Ovidio. Es un pueblo de troncos, cuyos gestos y aspectos no pueden ser más humanos. Humanos y diabólicos. Imaginaos una de esas ciudades que en las Mil y una noches quedan de improviso transformadas; una población que se petrifica, por la virtud de un mal genio. Aquí la voluntad del encantador tornó en figuras vegetales las figuras de los hombres. Y ahí entra el imperio de la fantasía. Los olivos retorcidos expresan con sus apariencias designios y voluntades. George Sand, en su libro Un hiver à Majorque, habla de los olivos mallorquines en términos de romántico entusiasmo: «Al ver el aspecto formidable, el grosor desmesurado y las actitudes furibundas de esos árboles misteriosos, mi imaginación los ha aceptado de buena voluntad por contemporáneos de Aníbal. Cuando se pasea uno por la tarde a su sombra, preciso es que se acuerde bien de que aquellos son árboles; pues si daba crédito a los ojos y a la meditación, quedaría uno espantado en medio de esos monstruos fantásticos; los unos, encorvándose hacia vosotros como dragones enormes, con la boca abierta y las alas desplegadas; otros, arrollándose sobre sí mismos como boas entumecidas; otros, abrazándose con furor como luchadores gigantescos. Aquí hay un centauro al galope, llevando sobre su grupa no sé qué horrible mona; allí un reptil sin nombre que devora una cierva jadeante; más lejos, un sátiro que baila con un macho cabrío menos deforme que él; y, a menudo, es un solo árbol resquebrajado, nudoso, torcido, giboso, que tomaríais por un grupo de diez árboles distintos y que representa todos esos diversos monstruos para reunirse en una sola cabeza, horrible como la de los fetiches indios y coronada por una sola rama verde como una cimera. George Sand pasó por aquí en birlocho. Yo iba en el caballo de hierro que se nutre de esencias y de espacio. Y al paso del auto parecíame que los árboles se animaban; y que la inmovilidad de los olivos viejos se suspendía por instantes, por virtud de las hamadriadas que habitan en ellos. Parecía como que se animaban los rugosos troncos, raras esculturas que complacerían a Rodin.

Leonardo de Vinci encontraría en ellos más de una revelación y Novalis las agregaría a sus comentarios. Hay, ciertamente, como la Sand lo dice, algo semejante a grupos escultóricos: hay centauros y lapitas; hay Laocoontes, hay toros Farnesios. Mas todo como brotado en pesadilla o entrevisto en un sueño. Aquí evoco a la divina Mirra:

...; nam crura loquentis
Terra supervenit ruptosque obliqua per ungues
Porrigitur radix, longi firmamina trunci;
Ossaque robur agunt mediaque manente medulla
Sanguis it in sucos in cortice vultus.

Más allá el castigo que impone la cólera de Baco a las ménades asesinas del maravilloso Orfeo:

Quippe pedum digitos, in quantum est quaque secuta,
traxit et in solidam detrusit acumina terram...;

o bien Apolo, indigno de la desnudez de las ninfas, metamorfoseado en el olivo silvestre:

Arbore enim est sucoque licet cognoscere mores;
Quippe notam linguae bacis oleaster amaris
Exhibet; asperitas verborum cessit in illas.

Tales figuraciones forman el capricho de la naturaleza en los juegos de las rocas, en las estalactitas y estalagmitas de las grutas, en las conchas marinas, en las manchas de la humedad, en las nubes del cielo. Más acá el museo, como en las fantasías minerales, persevera al paso de los siglos; y los moros, y los cartagineses, pudieron ver lo que yo vi. Dijérase que la carne del olivo se sustentase unida a los huesos de la tierra; y que en ese árbol ilustre se mellase el alma del tiempo.

Sorbiendo segundos, adelantamos por distintos panoramas. Altas rocas legendarias. Cuevas como para bandidos a la antigua. «Aquí, en esta cueva, cuenta Alomar, Rusiñol y otros hombres de alegría asaltaron a un amigo, enmascarados y vestidos de legítimos bandidos de Calabria.» La ocurrencia es artística y el lugar apropiado. Y George Sand ha escrito: «Mallorca es la verde Helvecia, bajo el cielo de Calabria, con la solemnidad y el silencio del Oriente». ¡Haber podido ver al poeta de los jardines de España, con las barbas hirsutas, el sombrero de punta y el trabuco de ancha boca extraído de la tranquilidad de no sé qué venerable panoplia!

Ascendemos por los montes. Sonríen valles de égloga. En los huertos resalta el oro rojo de las naranjas. Hay almendros en flor. La luz fresca vibra sobre las alturas y baja como fundida con el viento a los valles pintorescos.

He ahí por fin el panorama de Valldemosa; he ahí Valldemosa. Desde lejos advertimos el castillo — o la torre, como aquí se dice — de Joan Sureda. Y la famosa Cartuja, en que pasaron largos días la Sand y Chopin.

—En dulce idilio — dice lady Perhaps.

A la cual desbarato la ilusión:

— ¡En fastidioso, en molestísimo idilio, mi noble señora!

Aún vibra en Palma, con sus cuerdas antiguas, el piano de Chopin, en casa de la familia Canut. ¡Las aventuras de este piano, el piano del tísico!...

Aurora Dupin, loca de su cuerpo y loca de su talento, vino a pasar un invierno a Mallorca en compañía del músico, su amante.

Alomar, en el prólogo que escribiera para la versión de Estelrich del libro en que la Sand narra sus aventuras mallorquinas, presenta el cuadro vivo de la Mallorca de aquellos tiempos, y la figura de francesa endiablada que llega con el amante a escandalizar a las gentes.

Existe aún en Palma el libro de pasajeros del vapor Mallorquín, en el cual libro, y en la parte correspondiente a la época del viaje de la famosa escritora, se lee:

«El vapor Mallorquín, salido de Barcelona el día 7 de noviembre de 1838, a las cinco de la tarde, y llegado a Palma el 8 a las once y media de la mañana, trajo los siguientes pasajeros:

Primera clase: Madame Dudevant, casada; M. Mauricio, su hijo, menor de edad; mademoiselle Solange, su hija, menor de edad; M. Federico Chopin, artista.

Segunda clase: Madame Amelia, camarera.»

Y luego: «Salieron de Palma en el mismo vapor, día 13 de febrero de 1839 a las tres de la tarde, y llegaron a Barcelona al día siguiente los mismos pasajeros citados anteriormente, todos extranjeros».

La impresión que los mallorquines dejaron en el ánimo de George Sand fue mala; pero la impresión que los mallorquines tuvieron de George Sand fue pésima. Su fama había llegado a la isla; naturalmente, su fama de escritora y su fama de mujer poco recatada. Un noble de Palma, el marquesito de Labastida, le hizo un momento la corte y le ofreció su carruaje para dar un paseo por la población. Mas la marquesa madre se opuso a semejante cosa, y dijo, según parece, que ella no volvería a ocupar un vehículo profanado por la pecadora literata. Conforme con las ideas de la Palma de entonces, y aun con las de la Palma de ahora, la marquesa hizo bien. Madame Sand había ya hecho sonar muchos escándalos, y su manía nínfica y caprichosa era muy sabida en Europa. Luego, no debe haber sino aumentado el asombro de las gentes al ver acompañar al «menage» artístico Sand-Chopin, nada menos que al hijo y a la hija de la escritora, ambos en menor edad. De imaginarse es la vida de la pareja: Chopin tísico, las aventuras de un piano por el que hay que pagar extraordinarios derechos, la villa alquilada en Establiments, y la cual tienen que dejar porque todo el mundo tenía entonces —y hoy también— el horror del contagio de la tisis. Y la temporada en la cartuja de Valldemosa, en donde han de haber parecido a los vecinos, y sobre todo a los frailes, gentes poseídas del demonio. No era para menos: música de Chopin, por Chopin; en noches de luna, visitas al cementerio; la madre y la hija adolescente, vestidas de hombre; escenas poco edificantes, cantos y declamaciones posibles, y toda la cosa romántica de entonces.

Según las apuntaciones y datos de don Pedro Estelrich, la señora Sand y compañía estuvieron en la isla noventa y ocho días. Ocho en una casa de huespedes de la calle de la Marina; treinta en la casa de Son Vent, de Establiments, entonces perteneciente al señor Gómez y hoy a don Cayetano Forteza Comellas; cuatro en casa del cónsul Fleury, «que vivía en la manzana de casas llamada de Moragues, frente al teatro»; cincuenta y seis en la celda cuarta de la cartuja de Valldemosa.

— ¿Le interesan a usted, señora, estos detalles? — digo a lady Perhaps, que desde que hemos dejado el auto se apoya en mi brazo.

— Todo eso me interesa — contesta —. Porque todo eso tiene el reflejo que a las cosas más prosaicas y vulgares da la virtud de las vidas excepcionales y artísticas. Y aunque sé que se han publicado las indiscreciones de una criada que llevaba una mañana en casa de George Sand el chocolate a la cama a Alfred de Musset, y que oyó en boca de la dama palabras tontas y ridiculas, tengo el suficiente vuelo para cernerme sobre las partes feas de la vida.

Recorremos la cartuja. Un largo corredor claustral, una de cuyas bóvedas rajadas inspira cierta inquietud. Y celdas, celdas. Aquí vienen a pasar el verano algunos palmesanos; y el bajo Uetam, o mejor dicho, el señor Mateu, es dueño de una, dos o tres de ellas. Como las puertas están cerradas, no podemos penetrar a evocar la presencia de los huéspedes ilustres. Y como ya el apetito se ha hecho imperante, recordamos que entre las gratas promesas del amable Juan Sureda figura un estupendo arroz con calamares, al cual manifestamos una tendencia cada vez más simpática. Y al cariño y la afabilidad de un dulce cielo y de un dulce aire, nos dirigimos a la señorial mansión del nunca bien alabado castellano de Valldemosa.


Publicado en La Nación, el 8 de julio de 1907

Todavía sobre George Sand

Acabado que fue el sabroso yantar, fue de nuevo la amante de Chopin el tema de la conversación. La amante de Chopin, de Musset, de Pierre Leroux, de... mil y tres. ¡Doña Juana! Una doña Juana con refinamientos y locuras que erizaron, como es bien sabido, el burgués juicio de su esposo, M. Dudevant. ¿No llegó este excelente señor a acusar a su oíslo de actos tan solamente semejantes a los que han sido señalados en Agripina, en Catalina de Médicis, en María Antonieta? ... ¡En el proceso de divorcio se dijeron tantas cosas!

El marido no vaciló en afirmar que Mlle. Solange era conocedora de iconografías vedadas, gracias a la autora de Lelia, que le permitía asimismo familiaridades con sus amigos. Calumnias, dijo el abogado defensor. Vale más, o no, que repitamos lo mismo. Lo que hay que notar es que los hijos recibían una educación no precisamente severa. Tal les vemos acompañando a la ultrarromántica pareja. He aquí una curiosa carta que, en marzo de 1896, recibió el señor Estelrich, del Honor Sebastián Nadal, a la sazón de edad de ochenta y un años, el cual Honor vio y conoció a George Sand cuando habitaba su celda de la cartuja de Valldemosa:

«Valldemosa, y marzo de 1896. — Apreciado señor mío: La señora francesa de quien usted me pide noticias se llamaba madama Sand y su compañero, M. Federico Chopin, al parecer como casados. Ella era una gran escritora, él un gran pianista. Madama Sand escribía muchas veces dentro del cementerio de los frailes debajo de un gran palmito que allí había y que tenía el tronco como un cuarterón. Tenía dos hijos, no recordando bien si había uno varón, aunque lo creo, pero sé de cierto que era hembra el otro que tenía menos años. Por el carnaval fuimos disfrazados, algunos jóvenes de buen humor, capitaneados por el abogado Prohens, de Palma, a visitar a la señora Sand en su celda que, si no me equivoco, era la cuarta o la quinta del corredor. Esto era el año 38 o 39 de la presente centuria.» Al parecer, como casados, dice el honor. Ya es de suponerse el singular matrimonio de música, literatura exaltada, sangre cálida, y tisis. En el libro en que la autora narra las impresiones de ese invierno en la cartuja de Valldemosa, hay espeluznantes detalles. «...Estas moradas siniestras, dice George Sand, consagradas a un culto más siniestro todavía, obran un tanto sobre la imaginación, y desafiaría al cerebro más calmoso y más frío a que se conservase allí largo tiempo en un estado de perfecta salud. Estos pequeños miedos fantásticos, si así puedo llamarlos, no dejan de tener su atractivo; y son, sin embargo, lo suficiente reales, para que sea necesario combatirlos en uno mismo. Confieso que no he atravesado ninguna vez el claustro al anochecer sin una cierta emoción mezclada de angustia y de placer, que no dejaba que traslucieran mis hijos, por temor de hacérsela compartir. Y, sin embargo, no parecían dispuestos a ello, pues corrían al claro de luna bajo los arcos rotos, que verdaderamente parecían convocar al aquelarre. Les he conducido varias veces cerca de medianoche al cementerio.» No puede ser más interesante la educación que uno ve dar a esos singulares muchachos por tal manía extraordinaria. Felizmente para ellos los paseos macabros cesan ante la aparición, una noche, de cierto viejo borracho y amenazante criado de los monjes. «Entraba en casa de María Antonia (la criada), a la que infundía gran miedo, y haciéndole largos sermones entrecortados por cínicos improperios, se instalaba al lado de su brasero hasta que el sacristán venía a arrancarle de allí a fuerza de halagos y artificios; pues el sacristán no era muy valiente y temía enemistarse con él. Entonces, nuestro hombre venía a llamar a nuestra puerta a horas desusadas, y cuando se fatigaba de llamar inútilmente al padre Nicolás, que era su idea fija, se dejaba caer a los pies de la Virgen, cuyo nicho estaba situado a algunos pasos de nuestra puerta, y se quedaba dormido, con su cuchillo abierto en una mano y su rosario en la otra.» ¡Poned a todo eso música de Chopin, la música del piano, los improvisados nocturnos en que daba su alma a la noche el demacrado artista que tenía por dentro a la muerte, royéndole los pulmones!

George Sand veía a Mallorca como tierra de color y de sol, país para pintores. Así ella da gracias a Dios por haberle dado muy buenos ojos. La viajera es también excelente observadora. De tal manera, no dejará de apuntar datos sobre las producciones del suelo, sobre el elemento étnico, sobre los cactos y sobre los cerdos... «Estos animales, querido lector, son los más hermosos de la tierra, y el docto Miguel de Vargas, con la más ingenua admiración, hace el retrato de un puerco joven, que a la cándida edad de un año y medio pesaba 24 arrobas, o sea 600 libras.» «Los mallorquines llamarán a este siglo, en los siglos futuros, la edad del cerdo, como los musulmanes cuentan en su historia la edad del elefante ...» «El cerdo no permite que nada se desperdicie, porque el cerdo lo aprovecha todo, y es el más hermoso ejemplo de voracidad generosa, unida a la sencillez de los gustos y de las costumbres, que puede ofrecerse a las naciones. Goza, por lo tanto, en Mallorca, de derechos y de prerrogativas que jamás se pensó, hasta entonces, en conceder a los hombres...» «Gracias al cerdo he visitado la isla de Mallorca, pues si hace tres años se me hubiera ocurrido visitarla, habría tenido que renunciar a mi deseo por no hacer un viaje largo y peligroso en buque de vela...» «Es hermoso ver con qué cuidados y con qué ternura son tratados a bordo estos señores (los cerdos), y con qué amor se les coloca en tierra. El capitán del barco es un hombre muy amable que, a fuerza de vivir y de hablar con estos nobles animales, se ha asimilado por completo su gruñido y aun un poco de su desenvoltura. Si un pasajero se queja del ruido que hacen, el capitán responde que es el sonido del oro al rodar sobre el mostrador. Si alguna mujer remilgada se atreve a quejarse de la infección esparcida en el buque, su marido está allí para responderle que el dinero no huele mal, y que sin el cerdo no tendría vestido de seda ni sombrero de Francia, ni mantilla de Barcelona. Si alguno se marea, que no intente pedir auxilio a la tripulación, pues los cerdos también se marean, y esta indisposición va en ellos acompañada de una languidez «spleenica» y de un asco a la vida que es preciso combatir a toda costa. Entonces, para conservar la existencia de sus queridos clientes, y dejando a un lado toda compasión y simpatía, el capitán en persona, armado de un látigo, se precipita en medio de ellos, y detrás de él los marineros y los grumetes, cada uno con lo que se le viene a mano, quien con una barra de hierro, quien con un pedazo de cuerda, y en un instante todos azotan de un modo paternal a la manada desfallecida y silenciosa, y la obligan a levantarse, a agitarse y a combatir por medio de esa emoción violenta la funesta influencia del balanceo.» Más aún sobre el cerdo: «Cuando regresamos de Mallorca a Barcelona, en el mes de marzo, hacía un calor sofocante; sin embargo, no nos fue posible poner el pie sobre la cubierta. Aun cuando hubiéramos desafiado el pero de que algún cerdo de mal humor nos comiera las piernas, el capitán no hubiera permitido, sin duda, que molestáramos a sus clientes con nuestra presencia. Estuvieron muy tranquilos durante las primeras horas, pero a medianoche notó el piloto que tenían un sueño muy abatido y parecían víctimas de negra melancolía. Entonces se les administró el látigo, y con regularidad, a cada cuarto de hora, nos despertaban gritos y clamores tan espantosos, producidos de una parte por el dolor y la rabia de los cerdos azotados, y de otra, por las excitaciones del capitán a su gente y los juramentos que la emulación les inspiraba, que muchas veces creímos que la fiera devoraba a la tripulación.» El cerdo preocupa a la escritora. Paréceme que su figura simbólica pasa a través de toda esa temporada romántica, y de otras tantas temporadas. La buena señora de Nohant está aún en los fuegos de sus fuertes años, y el chancho, como se dice en algunas partes de América, es su bestia favorita. Buenos son para los ratos de ensueño y de melodía ideal o musical, el cisne Musset, entre las lagunas palúdicas de Venecia, el cisne Chopin en la soledad claustral de donde debe brotar Spiridion al compás de tales o cuales nocturnos; mas llega la hora del cerdo, y la terrible trigueña no guarda sus entusiasmos sino para el compañero de San Antonio. Uno ve la boca literaria que recita largos párrafos de novela, o largas tiradas de versos, alargarse y redondearse para pronunciar la palabra cara a las exquisitas ciudadanas de París: «cochon!», Ante los cisnes líricos agotados, éste por el alcohol, el otro por la tuberculosis, el cerdo se llama Pagello, o X.

Mas no hay que negar el lado maternal de George Sand. Con Musset, en efecto, tuvo momentos de madre... Algunas cartas que se conocen por la correspondencia publicada, aun creo que tienen la palabra... Y con Chopin, los cuidados, las ternuras, las atenciones de que se le rodea en la mansión de Establiments, no garantizan sino el más maternal de los cariños. Ella no le nombra jamás en su libro. Le alude como «uno de mi familia», «uno de los nuestros», o bien «nuestro enfermo». Noto que poco habla de la música. No hay un solo pasaje en que se revele entusiasmo o admiración por el arte que es la adoración y la vida del pobre polaco, lleno de ensueño y de armonía. En cambio, aparece a cada paso la menagère, la burguesa que no descuida la despensa, y que nota en Valldemosa cuando la criada María Antonia se roba un bizcocho o una chuleta... Creo que Chopin tenía mejor compañero en su piano que en George Sand. Y luego, ¿no hay algo de anormal en el capricho de la literata por el enfermo? Después de todo, ella quiere realizar cosas románticas. Tiene la decoración que le ofrece la naturaleza potente de las islas Baleares; tiene un viejo convento, frailes, oscuridades, cementerio, gentes supersticiosas, claros de luna, leyenda; tiene el amante pálido y fatal de la época. Vivir, escribir en la vecindad de los monjes, en el recinto de la religiosa fábrica; ella se juzga en terreno apropiado, está en su medio, por el momento. Dice en algunas partes «mi cartuja». Se complace en las antiguas tradiciones. Evoca la figura de Vicente Ferrer. El cual Vicente, si la hubiese encontrado, le habría rugido cosas en su duro lemosín de antaño, con aquella claridad y franqueza que enrojecen sus sermones de buen regañador y varón tremendo. Se complace asimismo en tratar de la beata Catalina Tomás, virgen, toda ella caridad y castidad. Y dice: «He referido con complacencia toda esta breve leyenda, porque no entra en mis ideas negar la santidad, quiero decir, la santidad verdadera y de buena ley de las almas fervorosas. Aunque el entusiasmo y las visiones de la pequeña montañesa de Valldemosa no tengan el mismo sentido religioso y el mismo valor filosófico que las inspiraciones y los éxtasis de los santos del buen tiempo cristiano, la «viejecita Tomasa», no deja de ser por esto una prima hermana de la poética pastora santa Genoveva y de la pastora Sublime Juana de Arco». Y no dejará de aplicar de cuando en cuando una que otra prosa de filosofía. ¿Es que aparece la influencia de Leroux? De Musset no se hace memoria, naturalmente. Quizás, alguna vez, resurge en la lejanía del recuerdo, el pasado amorío, alguna que otra escena perdida... «En Mallorca, como en Venecia, los vinos licorosos son abundantes y exquisitos. Bebíamos, de ordinario, un vino moscatel tan bueno y tan barato como el chipre que se bebe en el litoral del Adriático.»

Je rassemblais des lettres de la veille,
Des cheveux, des débris d'amour.
Tout ce passé me criait á l'oreille
Ses éternels serments d'un jour.
Je contemplais ces reliques sacrées,
Qui me faisaient trembler la main:
Larmes du coeur par le coeur dévorées
Et que les yeux qui les avaient pleurées
Ne reconnaîtront plus demain!

Mas aun queda el vago y sabroso recuerdo de los capitosos vinos italianos y griegos, bebidos en compañía del visionario, que estaba ya acompañado en sus éxodos amorosos por aquel hombre vestido de negro «que se le parecía como un hermano». El pobre Musset y el pobre Chopin se preocupan demasiado de lo ideal. La terrible mujer de letras no desdeña, por su parte, los asuntos del escribir y del soñar, mas se dedica con gran complacencia a objetos más bien suculentos.

Ella sabe apreciar lo culinario. Protesta contra el aceite nauseabundo de España y contra la grasa de puerco. Sabe sazonar con zumo de naranja agria, como en ciertas cocinas criollas, el pescado, las legumbres o la carne. Se anima con las calabazas azucaradas de Valencia y con las batatas almibaradas de Málaga. Y se refocila con las uvas. Los racimos «son dignos de la tierra de Canaán. Esta uva, blanca o rosada, es oblonga, y su película, algo recia, ayuda a su conservación durante todo el año. Es exquisita y puede comerse tanta como se quiera, sin experimentar la pesadez de estómago que da la nuestra. La uva de Fontainebleau es más acuosa y fresca, la de Mallorca es más azucarada y carnosa. En ésta hay qué comer; en aquélla, qué beber».

¡Hembra golosa y sensual! Uno ve los labios húmedos y rojos, los dientes de buena comedora. ¡Y los besos! En cuanto a la música, como he dicho, no se oye en todo el libro; nada para la melodía chopiniana. Apenas, una vez, escribe la señora: «El piano Pleyel, arrancado a las manos de los aduaneros después de tres semanas de entrevistas y de 400 francos de contribución, llenaba la bóveda elevada y resonante con un sonido magnífico».

No puedo dejar de ver siempre en esta musa abigarrada una faz prosaica y chata, con todo y sus dones excelentes. Una distinguida señora de Palma, que fue muy útil a George Sand durante su permanencia en la isla, y que ha dejado escritas sus memorias, aún inéditas, ha dejado las siguientes líneas sobre nuestros personajes:

«La baronesa Dudevant era una persona hermosa, dotada de una fisonomía llena de inteligencia, que animaban unos muy hermosos ojos negros. Sus espléndidos cabellos formaban sobre su frente dos gruesas trenzas que iban a reunirse detrás de la cabeza con el resto de la cabellera adornada con un puñalito de plata. Su vestido, severo, era casi siempre negro, o de color oscuro. De un terciopelo que llevaba alrededor del cuello pendía una cruz con gruesos brillantes y de un brazalete pendían numerosas sortijas que, sin duda, eran otros tantos recuerdos. Su hijo Mauricio, de 13 o 14 años, débil y delicado, hablaba poco, y prefería dibujar cuanto llamaba su atención en pequeños álbumes que le apasionaban. La pequeña Solange, su hija, por el contrario, era una rubia llena de vida y de salud, ávida de movimiento y de ruido. Con su blusa y su pantalón de paño, bajo su sombrero de fieltro, se la hubiera tomado por un muchacho turbulento, sin los hermosos y largos cabellos que había heredado de su madre y que le llegaban hasta la cintura. Chopin, el músico que les acompañaba, y del que no hablaré, siendo tan conocido por sus obras, estaba muy enfermo. Venía en busca de un clima meridional para restablecer su salud.» Yo veo a un hombre que va en busca de salud en compañía de una triple enfermedad... Veo a una dama poseída de la legión literatura... Y una media azul...; así fue teñida con los mismos añiles firmamentales. Pero una media azul... ¡Insoportable, la compañera! En cuanto a M. Dudevant, era un buen hombre, con demasiado lastre y demasiado sentido común; y además bastante grosero. Pero, ¡los cisnes!

— Decididamente —interrumpió lady Perhaps— no es usted cariñoso con la «authoress» eminente...

— Sí, señora. Yo no soy cariñoso con los niños que maltratan a los pájaros, ni con las mujeres que martirizan a los poetas.


Publicado en La Nación de Buenos Aires, el día 14 de julio de 1907.

El imperial filósofo

El automóvil se detuvo para dejarnos descender al Futurista y a mí. Fuimos por una senda estrecha. Pinos y otras varias especies de árboles nos rodeaban. Sonaba suave el aire entre los boscajes. Había un cielo límpido.

— ¿Sufre usted el vértigo de las alturas?

No tuve tiempo de contestar. Tenía delante de mí el abismo. Estábamos en una angosta cornisa de la montaña. Allá abajo, húmedos zafiros marinos, líricos cristales de poemas. Allá abajo, como a la altura de dos o tres torres Eiffel, las aguas de las barcas de Homero. Un paso más y descenderíamos a la muerte, sin que pudieran detenernos las débiles vegetaciones del declive. Yo aparté la vista de la atracción bella y funesta. El vértigo obedece a algo que está en nosotros, pero también fuera de nosotros. En toda eminencia, a la orilla de todo precipicio, hay un satán que se acerca y murmura un casi inteligible Tibi dabo.

Apoyado en el muro de tierra, con la cara vuelta al muro de tierra, anduve por largo rato, hasta llegar a un punto en que la cenefa de camino, camino de cabras, se deshacía en una planicie ancha, tranquilizadora. Entonces pude admirar más a mi placer la naturaleza circunstante paradisíaca. Flechaban las arboledas llamadas de pájaros. El azul profundo parecía poder alcanzarse con la mano; mas un steamer que pasaba a la vista semejaba un pequeño insecto sobre la seda cerúlea. Así, llegamos a un corto y pintoresco puente que salvando una hondonada conduce a una blanca y diminuta capilla, levantada por el archiduque Luis Salvador, en memoria y honor del gran Raimundo Lulio, cuyo espíritu, cuya influencia, cuyo aliento, flotan en Miramar y en todos sus contornos, dando a las mismas rocas y a los mismos troncos de los árboles como una animación y una voluntad de intensa vida. En la capilla está la estatua de mármol y alrededor de la capilla el inmenso espacio libre en que se recorta la circular balaustrada. Y es aquel lugar como un púlpito extraordinario desde donde un predicador de voz inaudita hablaría a las fuerzas del viento, a las potencias de la tempestad, a las animadas y misteriosas olas, y a la sustentante tierra. Desde allí se divisan valles, colinas, alturas abruptas. Los paisajes están llenos de una frescura cual la de la primera mañana del mundo. Surgen, gigantescos, rompiendo el seno secular, los huesos del globo. Sobre las revueltas y erizadas piedras vigorosos vegetales han echado las garras nudosas de sus raíces; parasoles verdes se estilizan en cumbres rocallosas que a sus pies tienen escenarios para el encadenamiento de blancas Andrómedas, que han de ser libertadas por gloriosos Perseos, caballeros de las quimeras. Y sentí allí a mí lado como un resoplido, y un piafar y un ruido de alas.

Era mi fiel Pegaso impaciente. Cierto, era de montar allí el bello animal olímpico. Mas mis entusiasmos, ante el maravilloso espectáculo, uno de los más maravillosos que puedan contemplarse sobre la faz de la tierra, convergieron a la augusta persona luminosa en los tiempos, de aquel pensador, de aquel poeta, de aquel minero de suposiciones divinas que la leyenda ha colocado en el número de los hombres misteriosos y sobrenaturales, dándoles un poder mágico y una comprensión honda de los secretos de las cosas y en las revelaciones de las desconocidas fuerzas. Pensé en el creador de Blanquerna, en el que hace dialogar al Amigo y al Amado, en el ermitaño que vivió con los espíritus de lo invisible en una cueva bronca, frente a las olas pobladas de sirenas y tritones; en el que supo vencer la furia soberbia de la carne por el horror de la muerte y por el dolor; en el soñador medioeval que hizo de su existencia un poema de combate, varón de acción y constructor de torres ideales. En quien tuvo, como muy pocos, la absoluta conciencia de Dios.

Yo he escrito alguna vez:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo
Y más la piedra dura porque esa ya no siente.

¿Tendré derecho, porque mi concepción de la materia llega hasta cierto límite, de afirmar que en el mineral no puede haber una especial manera de sentir de acuerdo con las arcanas universales voliciones? Las rocas guardarán memoria del ermitaño. Él se personificó en Blanquerna, el pontífice que abandona el más alto solio de la tierra y la representación de Jesucristo, para ir a hacer su oficio vocacional de contemplador. Contemplador de su propio ser con el ansia de lo absoluto; contemplador de la naturaleza, con la cual se compenetra y cuyo misterio lee por virtud de celeste clave; contemplador de la razón suprema por la suprema fe. Mas él arde sobre todo en las llamas del Santo Espíritu, quien más le inspira y levanta de las personas de la trinidad teológica. Es el varón de Amor. Esta terrible águila del Señor se iguala a la tórtola franciscana en divino sentimentalismo. Este caballero del mundo que un tiempo fuera presa del amor profano y cuya contextura revelara bronces y aceros, no habla allí, cuando dialogan el Amigo y el Amado, sino de deliquios místicos, y vienen a sus labios palabras de sensitivo: llantos, suspiros, desmayos, languideces. Estos pájaros que cantan en los boscajes de Miramar han tomado parte en las sublimes conversaciones: "Digues, aucell qui cantes, ¿est-te mès en guarda de mon amat per ço quet defena de desamor, e que multiplic en tu amor? Respòs l'aucell: — ¿E qui'm fa cantar, mas tan solament lo senyor d'amor, qui's té a deshonor desamor?». Y Ramón se echó al abismo divino.

Me explico perfectamente por qué el archiduque de Austria Luis Salvador se apasionó por la memoria del formidable Contemplador. Él pertenece a una familia de atridas, a una familia en que la fatalidad ha descargado incesantes tormentas esquilianas. Es la familia de los porfirogénitos locos, asesinados, quemados, suicidas, desorbitados. Leyendo el libro de Eugenio Garzón sobre Jean Orth, puede recorrerse la lista, quizás incompleta todavía, de esos príncipes perseguidos por misteriosos golpes fatídicos. El Alberto I, hijo de Rodolfo de Habsburgo, asesinado; Leopoldo III, asesinado; María de Borgoña, hija de Carlos el Temerario, muerta de una caída; doña Juana la Loca..., loca; Fernando I, hipocondriaco; Felipe el Hermoso, envenenado; Carlos V, epiléptico; Rodolfo II, loco; María Antonieta, guillotinada; Maximiliano, emperador de México, fusilado, y su mujer Carlota, loca; el archiduque Rodolfo, heredero de la corona de Austria-Hungría, asesinado o suicida, no se sabe; la duquesa de Alençon, quemada; la emperatriz Elisabeth, asesinada... El archiduque Juan, perdido en los mares, o por lo menos, muerto civil. Y las innumerables desgracias domésticas. ¡Y los que faltan en la lista!

El archiduque Luis Salvador huyó también de la vida palatina, quizá pensando en librarse de la tempestad familiar... Y refugiado en la isla de Mallorca, en el Miramar magnífico y solitario, ¿qué mejor patrono podía escoger que Lulio, el hombre estupendo que predicó y enseñó, con discurso y ejemplo, el abandono del siglo y la pasión de Dios? El aristócrata de Viena, si bien muy cristiano y lulista, no llegó, naturalmente, al misticismo del beato eminente. Hay en él algo de pagano, puesto que tiene algo de poeta. Es poeta por el amor a la naturaleza y por la filosofía... «Nosotros, los filólogos» — escribía Nietzsche. El extenso dominio que confina con los montes y con el Mediterráneo es un paraíso en que el príncipe no ha permitido la profanación de los arreglos y recortes caros a los vulgares terratenientes. Mas ha llenado las abruptas cumbres de miradores y belvederes desde donde podéis sorber infinito con cuerpo y alma. Hay, más allá del oratorio, una casa en que los empleados y guardas tienen orden del archiduque para hospedar y atender a los visitantes. Y luego está la mansión del museo. Todo allí es señoril y antiguo. Las viejas arcas, los viejos sillones, las telas y labores de antaño, la alfarería tradicional, sólida y fina, de vistosos colores; las singulares sillas de cuerda, sin respaldar, que más bien son manera de cojines orientales; trabajos de argentería mallorquína, venerables obras de carpintería y de tenería; techos que saben de pasados insomnios o sueños, y retratos de familia, retratos que evocan a cada paso un recuerdo de pena y de fatalidad: Elisabeth, Rodolfo. En una sala baja de la morada casi monacal por su silencio, sorprende al pasajero un monumento de mármol en que un ángel, el ángel del supremo Juicio, despierta a un bello joven semejante a Apolo. No hay gran mérito de arte en esa muestra de lo convencional italiano. ¿Mas qué hace allí, diréis, ese ejemplar de mausoleo que parece extraído del cementerio de Genova? Ese mausoleo conmemora una amistad extraordinaria. En el zócalo se lee: «Wratislao Vyborni. Nació en Kuttemberg el 23 de septiembre de 1853; falleció en Palma el 25 de julio de 1877. Sus restos mortales descansan en su país natal. — Resurrexit. — Orad por él. — Lo suplica su amigo del alma — Luis Salvador — que dedica este monumento a su memoria». La murmuración nada ha podido roer en el blanco Carrara que ha dedicado el imperial Pilades al Orestes secretario y por largo tiempo compañero en su retiro.

He allí la capilla de la Trinidad, que fue fundada en el siglo XIII... He allí una Virgen de mármol... Ella ha sido regalada por la emperatriz errante, cuya vida íntima nos ha contado Christomanos, por Elisabeth. Y ¡oh ironía del inescrutable destino! ¡En la base están grabadas las fechas de las visitas que la soberana hiciera, y un voto en que se confía a la Estrella del Mar la guarda y la protección de la viajera! ¡A la orilla del lago de Ginebra le dio la puñalada el anarquista asesino!

He allí la reconstruida parte de un gótico claustro. Y por todos los lugares la memoria de Raimundo Lulio. En la casa de Miramar — dice el escritor Lázaro Floro — el gran Lulio fundó a últimos del siglo XIII un colegio de lenguas orientales en donde trece religiosos franciscanos debían prepararse para la conquista religiosa de África, idea que le preocupó toda la vida y que tuvo que abandonar por causas que desconocemos; allí se imprimió el primer libro cuando se introdujo la imprenta en Mallorca, un cuarto de siglo después de inventarse y once años más tarde de conocerse en España; allí habitaron los cistercienses, los cartujos, los jerónimos y los dominicos; y cuando hasta el nombre del sitio iba a desaparecer, el potentado príncipe austríaco hizo renacer la antigua grandeza de aquellos riscos y malezas. Raimundo Lulio, que con ser tan gran filósofo era un gran artista, habrá agradecido en la eternidad la obra de Luis Salvador, que ama las artes y vive la filosofía. Él ha podido realizar la obra de arte vital, vivir su poema, o hacer un poema de su existencia; él ha desdeñado las pompas de las grandezas áulicas y al mismo tiempo las miserias que amenguan el brillo de las supremacías hereditarias. Él dejó la corte de Austria elegante y soberbia, para ir a vivir entre los payeses y las payesas de Valldemosa, bajo el cielo soberbio, junto al Mediterráneo armonioso, en sus tierras casi primitivas, horas de libertad y de capricho o de estudio y de recogimiento. Hay, no lejos de la morada principal, y de la capilla, donde se ve un pulpito al aire libre en que predicara el vigoroso Vicente Ferrer, hay, digo, al lado de una fuente, en una vasta jaula, un águila prisionera. ¿Habrá querido simbolizar el archiduque su pasada vida cortesana en la jaula inmensa del alcázar vienes? El sonoro y luminoso mar latino le ha revelado ciertamente otras cosas que las aguas del bello Danubio azul.

Hace ya algunos años que Luis Salvador no está en Miramar. Vive en una isla del archipiélago griego, en donde tiene otra mansión de soñar y filosofar como la de la tierra mallorquína. Yo simpatizo grandemente con ese hombre admirable, con ese imperial filósofo. Dícenme que en Mallorca andaba modestamente vestido, que hablaba sencillamente con las gentes de la ciudad y del campo; que escribía libros, que estudiaba la antigua vernácula de la isla para sus trabajos especiales; ése es un varón que ha sabido dirigir bien las potencias de su alma. Y cuando fundó el oratorio de que os he hablado, que se asemeja a un nido de piedra sobre el abismo del mar, recordando que su predilecto patrono, Raimundo el superfilósofo, había muerto apedreado como Esteban el protomártir, hizo un viaje a Bugía, en Argelia, lugar en que se lapidara a Lulio, y de allí trajo una piedra, la primera que él colocase para el monumento de oración y de gloria. El hermoso gesto vale por una oda. Es, pues, también, el archiduque de Austria Luis Salvador, un poeta.

Ved cuan distinta esa vida de la de los grandes duques rusos, derrochadores de oro en los restaurantes nocturnos de París, devotos de Santa Ruleta, tragadores de mares de champaña, únicamente preocupados del placer.

— Ellos son también, a su manera, imperiales filósofos — me advirtió el Futurista — Yo le di la razón, pues ha tiempo que he loado el vino que se encierra en las ánforas de Epicuro. El barón de Holbach aconseja aun el vicio si en él se encuentra la felicidad. D'Alembert recomienda sobre todo cuidar nuestro diafragma, y Diderot nuestro estómago. Voltaire nos aconseja gozar, pues fuera del gozo, todo es locura. «Digerir bien y tener el vientre libre.» Todo eso pertenece a la filosofía. ¿Habéis leído el Pantheisticon de Toland? Os recomiendo la Formula celebrandae sodalitatís socráticae

Confieso que los archiduques filosofan, aunque de otra manera, tanto como el príncipe devoto de Blanquerna. Aunque el generoso y solitario artista de Miramar, cuéntanme que al partir a Grecia, tuvo un rasgo que yo le aplaudo con todo entusiasmo: se llevó en su yate la más linda y gallarda moza que pudo encontrar entre todas las frescas payesas del contorno. ¡Viva el vivir! Él entiende profanamente la palabra del místico loco: Com sia cosa que desamor sia mort e amor sia vida.


Publicado en La Nación de Buenos Aires, el día 23 de julio de 1907.

Sóller: Azul, velas, rocas

Tuve deseos de exclamar como en el Alastor de Shelley:
Earth, Ocean, Air, beloved brotherhood!

¡Ah, tener uno el valor de abandonar por siempre las aglomeraciones urbanas, las «abominaciones rectangulares» del poeta; comprender el valor de la soledad y la confusión del propio espíritu con el de los seres sin palabra, dejar lo que llamábase en el vocabulario religioso el siglo, y venir a acabar la tarea del vivir terreno en un lugar como éste, silencioso y poético puerto de Sóller, glorioso de azul, florecido de velas, adornado de rocas! Quedan en mi memoria visiones varias y gratas; arroyos entre guijas; olivares de troncos de siglos y ramajes de esperanza; honduras pedregosas, declives graciosos por donde se esparcen los rebaños; mandarinos llenos de formas de oro; planicies en que están como acurrucadas casitas rústicas; rincones y recodos de viñeta; peñones curtidos de sol y viento, lluvia y nieve; valles andinos o alpestres; el pueblo de Sóller, al vuelo del motor; gentes sencillas en las calles, y en las puertas de las casas; chicos rosados y sucios, perros, un arroyo, un puente, montes cercanos; posesiones que revelan retornos de indianos, y muchachas como frutas. Hay una Virgen legendaria. Un citado autor refiere: «Una noche — la del 10 de mayo de 1561 — las campanas y escuchas de la población avisaron con gran estrépito que en las playas de Sóller habían desembarcado sigilosamente mil setecientos turcos, con ánimo de apoderarse de todo lo que a mano les viniera. Armados aquellos campesinos e hijos de la población con la prontitud que el caso requería, salieron al encuentro del enemigo; pero este había dividido sus fuerzas en dos secciones. Y cuando se disponían los valientes cristianos a combatir con los que a campo traviesa intentaban penetrar en el poblado, oyeron tras sí los gritos y lamentos de sus familias que les llamaban, pues el otro cuerpo de moros había comenzado el saqueo por la parte opuesta. Ante tal terrible perplejidad, volvieron grupas los cristianos y, cargando sobre el enemigo, le hicieron huir a la desbandada. El otro cuerpo de moros, al ver la desesperada fuga de sus compañeros, huyó también, y cuando estaban cerca del mar, salióles a su encuentro una cuadrilla de bandoleros que les acechaban escondidos entre las breñas, haciendo tal carnicería, que por los campos y olivares se recogieron después cuatrocientas dieciocho cabezas de turcos. Este hecho se conmemora aún todos los años con grandes fiestas, llamadas de moros y cristianos, en las que se simulan el ataque de los primeros y la defensa de los segundos. Dice Quadrado que estas fiestas atraen mucha gente, más que por la feria casi nominal, por el colorido dramático que revisten el histórico sermón de la mañana, la procesión arqueológica de la tarde y, sobre todo, el simulacro del lunes, que no se limita al sobre desembarco de los moros en el puerto y tiroteo con los cristianos, sino que comprende el previo rebato y el regreso victorioso con los cautivos, en compañía de centenares de carruajes a la ida y a la vuelta. En primera línea de los personajes que se han hecho ya legendarios, figuran el denodado capitán Angelats y las valentas donas de can Tamany, con la famosa tranca, con la que matando a dos turcos supieron defender su casita solitaria y su honor. Gozar de esas campiñas, hacerse un alma nueva, o, más bien, encontrarse, en lo hondo de sí mismo, un alma vieja, vieja y buena... ¿No estamos heridos de las pasiones malas de los malos hombres ciudadanos? ¿No vemos que el contacto social trae casi siempre desilusiones y engaños? Blanquerna, Blanquerna, se necesita tu voluntad y, sobre todo, el apoyo desconocido, el báculo que nace entre nuestras manos de repente, la gracia. ¿Y si hubiese también una gracia pagana, una gracia pánica? Amargaron el mundo los barajadores de doctrinas duras a la sana alegría de la vida. Los santos ermitaños supieron bien que los excelentes faunos no tienen nada que ver con las terriblezas del infierno. Y de las alturas que dominan el risueño puerto sollerense habrían descendido, con humor simpático, buenos sátiros, a ayudar a construir una barca a Raimundo de Peñafort, si el místico varón no tuviese su capa para embarcarse en ella por la virtud del milagro. El caso fue que Raimundo censuró a Jaime I su lujuria, pues el rey no se cansaba de folgar con la ardiente y exquisita doña Berenguela Fernández. Enojado, manda Jaime: No se embarcará ningún fraile. Y el santo, como otros en su caso, hizo lo que dice el anónimo poeta en versos que aún cantan bocas mallorquínas:

La mare de Déu
Un roser plantava.
D'aquell sant roser
En nasqué una planta.
Nasqué Sant Ramon,
Fill de Villafranca,
Confessor de reis,
De reis i de papes.
Confessava un rei
Qui en pecat s'estava:
Lo pecat és gran,
Ramon se'n desmaia,
Ramon se'n va a mar
A llogar una barca.
El barquer li diu
Que són emparades,
No es pot embarcar
Capellans i frares,
Ni estudiants
De la cota llarga.
Sant Ramon beneí,
Bé se la pensava.
A dintre del mar
Ja en tira la capa
Amb lo bastonet
Gran vela aixecava.
Monjuic ho veu,
Bandera en posava.
Santa Caterina
Molt bé repicava.
La Seu ho sentí,
Correus enviava
Tots los mercaders
Pugen a muralla,
Pensant que una nau,
Veuen que és una frare;
Veuen que és Ramon,
Que la mar passava.

En tanto que recito estos versos a la dama inglesa, pasan ante nuestros ojos barcas serenas y ligeras; los marineros tienden las anchas velas latinas, y los esquifes tienen una gallardía y un aspecto tan clásico que se querría hablar en griego.

— Es inútil — me observa lady Perhaps —. La levadura cristiana de usted desaparece en cuanto los dioses le recuerdan su permanencia. Ha desaparecido en el horizonte la rara figura de San Raimundo de Peñafort, y ya surgen a su deseo las inevitables sirenas.

— Buen viaje lleve Raimundo el santo. Yo le habría seguido probablemente hasta la orilla... Hombre de poca fe, si llego a pisar el agua marina, me hundo de seguro. Otros mejores que yo se han hundido; y Pedro, ese hombre de buen sentido, el primero. Mas ¿qué otra cosa mejor que una cadera rosada puede aparecer en la transparencia de esas ondas musicales y diamantinas? ¿Qué otra cosa mejor, sino un rostro de rosa, unos senos de rosa, unas desnudeces armoniosas, todas atracción y deleite? ¡Las sirenas! Sin la cola de pescado que les diera el mito, sin el aspecto demasiado ictioforme de las que pintara Böcklin, sino simplemente mujeres, deliciosas hembras del agua, lisas como las perlas, y apenas saladas de la ablución inmensa oceánica. Creo que la sirena de Harlem debe haber tenido, guardado por coquetería en el reluciente estuche de escamas, un lindo par de piernas.

...Vimos una gran roca horadada en donde las olas suenan como truenos. Vimos a un canónigo colosal, gentil y buen parlante, que gusta de los espectáculos de ese lugar pintoresco y tranquilo; vimos un balcón sobre un farallón cortado a pico; vimos viejos cañones que mojan los perros y roen las horas, viejos cañones de muerte en la inutilidad del abandono; vimos casas entre los ramajes de los árboles; y la bahía azul que pintó Rusiñol enamorado de su color y su silencio.

— Así, usted se quedaría aquí, por siempre, con una amada compañera... Una vida dulce, pacífica, ideal, como las que pintara Bernardino el inefable ...

— ¡Vivir los libros!, imposible, señora, imposible. Vivir lo más artísticamente que podamos, mas con todas las comodidades y ventajas que ha alcanzado la humana inteligencia a los comienzos del vigésimo siglo... Y luego, la variación, el cambio, a que nos obliga el ansia perpetua a que se refería Baudelaire en un pequeño poema en prosa en que cita esta frase inglesa: Any where out of the world. Ahora, si yo me convirtiese en ese amable canónigo epicúreo...

— Llegaría a obispo de Ecbatisma, o de Pafos, in partibus infidelium.

— Yo admiro en todo a Don Quijote, y una de las cosas en que más le admiro es en su disposición para dejar las fatigas de la caballería andante y hacerse pastor. Don Quijote era un espíritu aristocrático y noble y tenía el don de embellecer con el ensalmo de su poesía interior las cosas feas y desagradables. De tal manera, el pastor Quijotiz es simplemente un antecesor de María Antonieta. Su Arcadia habría sido completamente siglo XVIII...

...cuando pastoras de floridos valles
Ornaban con cintas sus albos corderos,
Y oían, divinas Tirsis de Versalles,
Las declaraciones de sus caballeros...
...buen tiempo de duques pastores,
De amantes princesas y tiernos galanes,
Cuando entre sonrisas y perlas y flores
Iban las casacas de los chambelanes...

Y conste que únicamente para la decoración evoco al sublime caballero, pues su castidad no se compadece con el ambiente en que suspiran las damas cantadas por Florián. ¡Florián! Las donosas estrofas que le ha escrito ese elegante Manuel Machado:

Fue Florián el poeta
De las mejores Amintas
Y Batilos. Rimador
De una Arcadia elegantísima
Correcta... y un poco sosa
Para los que no sabían
Que Filis era en la corte
Dama de honor, y Clorinda
Maríscala, presidenta
Senescala, o camarista,
Estas Filis, Tirsis, Cloris,
Amarilis... estas lindas
Pastoras de porcelana
De Sèvres, eran la vida
Del diez y ocho francés,
Siglos de encajes y rimas,
Minuetos, clavicordios...
Galante, enciclopedista,
Que pintó las miniaturas
E inventó la guillotina.
Madrigalesco y eglógico
Y cortesano, sabía
Hacer la guerra entre encajes
Y enamorar entre rimas
Sonriendo... Entonces era
La religión, la sonrisa;
La ley ser cortés; la moda,
Pastoriles poesías...
Y Florián el mejor
De los cantores de Amintas...
Se sabe que Florián
Le pegaba a su querida.

Y si eso es verdad comprenderéis todos que Don Quijote va y le rompe la lanza en la cabeza. Todo esto era a propósito del mar, señora... De esta tierra, de estas olas, de este aire que viene del infinito palpitante. Dan deseos de exclamar como en el Alastor de Shelley:

Earth, Ocean, Air, beloved brotherhood!

Bajó el crepúsculo sobre estas divagaciones. Pronto nuestro dragón de hierro iba rápido en el viaje de retorno hacia Palma de Mallorca. Pasamos alturas y valles. La carretera, entre árboles simétricos, se extendía luminosa por el chorro de oro del reflector. De cuando en cuando, saltaban a los matorrales liebres asustadas. Todos estamos más silenciosos que a la ida. Toda vuelta es así...

Yo voy a soñar esta noche: un barco extraño que lo mismo va con su quilla reluciente sobre las aguas que sobre la tierra ... Yo estoy a bordo, en compañía de Ella — ¿cuál? ¿quién? ¿cómo es? ¿cómo será? —. En mí existe aún la primavera, una primavera que quisiera renovarse. El barco pasa por Buenos Aires, por un pueblo de Nicaragua, por Londres, por un país que tan sólo he conocido con los ojos cerrados... y en ese viaje fatal me pregunto apenas cuál es el punto señalado para la llegada. Sobre una roca alta y horadada, aparece San Raimundo de Peñafort en compañía de una ninfa... A lo lejos se divisan torres extraordinarias, en una ciudad babilónica, de visión de opio. Y me despertaré con una vaga angustia, a la luz de la lamparilla que vela mi sueño, siempre lista para el efecto de los malos sueños.


Publicado en La Nación de Buenos Aires, el día 25 de julio de 1907.


Publicado el 1 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
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