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No había terminado de hablar, cuando cayó de las copas de los árboles una lluvia de nueces y ramas, en tanto que se escuchaban toses, aullidos y rumor de saltos entre el ramaje.
—Al pueblo de la selva le está prohibido todo trato con el pueblo de los monos —dijo Baloo—. Acuérdate.
—¡Prohibido! —repitió Bagheera—. Pero me parece que Baloo debió haberte prevenido antes contra ellos.
—¿Yo?... ¿Yo?... ¿Cómo podía adivinar que se le ocurriría jugar con gentuza de ese jaez? ¡El pueblo de los monos! ¡Qué asco!
Una nueva lluvia cayó sobre ellos, y ambos echaron a correr hacia otro lugar llevándose consigo a Mowgli.
Era muy cierto cuanto había dicho Baloo acerca de los monos. Éstos vivían en las copas de los árboles, y como las fieras rara vez miran hacia lo alto, casi no se ofrecía ocasión de que se cruzaran por el mismo camino. Pero siempre que veían un lobo enfermo, un tigre herido o un oso, se divertían en atormentarlo; arrojaban palos y nueces a cualquier fiera, sólo a guisa de diversión y por el gusto de hacerse notar. Entonces aullaban, chillaban luego canciones sin sentido, incitando al pueblo de la selva a subir a los árboles para pelear, o bien se enzarzaban en salvajes peleas entre ellos mismos por cualquier bagatela, y dejaban después sus muertos donde pudiera verlos el pueblo de la selva. Siempre estaban a punto de nombrar un jefe, de darse leyes y usos propios, pero al cabo nunca lo lograban porque de un día a otro se les borraba todo de la memoria, y de esta manera se contentaban con repetir constantemente estas palabras: "Lo que piensan ahora los Bandar—log, toda la selva lo pensará después", y esta idea los consolaba. Ninguna fiera podía llegar hasta las alturas donde moraban; pero también es cierto que ninguna se fijaba en ellos, y de ahí su alegría cuando vieron que Mowgli iba a buscarlos para tomar parte en sus juegos, y que esto irritaba grandemente a Baloo.
33 págs. / 59 minutos.
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Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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