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Este texto, publicado en 1905, está etiquetado como Cuento.
Cuento.
29 págs. / 51 minutos / 199 KB.
5 de enero de 2021.
Pero nosotros, rindiendo culto a la verdad, diremos que la verdadera razón no confesada, de esta inquina sacerdotal, era que el fervoroso varón se sentía humillado y molesto al ver cómo un mediquillo advenedizo, ayuno en Teología y sagrados cánones se intrusaba descaradamente en los dominios espirituales, tirando a inutilizar una de las altas y trascendentales funciones de su augusto ministerio: la purificación de las conciencias y la enmienda de vicios y pecados.
Por fortuna, la exquisita cortesía del doctor, quien, lleno de afabilidad y tolerancia, discutía amistosamente con todos; el resuelto apoyo de los ediles y padres de familia; el fervor casi religioso de las mujeres, y singularmente lo demostrativo y brillante de las experiencias, aplacaron progresivamente la irritación de los ánimos e impusieron silencio a las conciencias meticulosas. Además, Mirahonda, sabedor del origen y finalidad de ciertas campañas, subvencionó con fuerte suma a El Cimbal de Villabronca, cuyos desahogados intelectuales pasáronse con armas y bagajes al contrario bando, convirtiéndose en lo sucesivo en tornavoces de los éxitos del doctor y en eficacísimos auxiliares de sus regeneradoras campañas; hizo, sotto voce, donación de algunos miles de pesetas al Comité anarquista local a título de generosa contribución al fondo de huelgas, y, en fin, no olvidó a la iglesia, a la que de cuya inversión y reparto quedó exclusivamente encargado, con facultades omnímodas, el celoso pastor de almas. Con estas y otras habilidades, si no consiguió persuadir enteramente a los recalcitrantes, logró hacerlos callar, que era cuanto Mirahonda deseaba.