O DOS MINISTROS COMO HAY MUCHOS
Podrá el triste ser retirado de su tristeza, pero nunca el malvado
de su maldad.
Sentencia árabe.
Caleb cabalgaba gentilmente en un magnífico asno egipcio, dirigiéndose por el camino que, desde Esbilia, derecho guía a la ciudad de Córdoba, morada entonces del Califa.
A proporción que la distancia del camino se abreviaba, el asno mostrábase muy ligero y andarín, como si el olor de una gran población y famosísima corte le anunciase el próximo encuentro de algunos individuos de su numerosa familia.
El asno, digo, picaba tan sereno y con un pasitrote tan reposado y suave, que el jinete, entregándose a su fantasía, iba diciendo en sus adentros de esta manera:
"En las escuelas de Cuf pocos igualaron, y ninguno descolló, sobre la reputación mía: sé con puntos y comas las Suras del Alcorán, las decisiones de la Zuna y los dichos de los Cadís.
"Mis versos se cantan por las hermosuras del harén, mis apuntes de historia el Visir los lee; nadie puede afrentarme por mis acciones, y para mayor fortuna, los buenos me quieren y los malos me odian. ¡Oh, buen Alá! ¡Cuán bien hice de aplicarme al estudio y no imitar al imbécil Catur! Y ¡cuánto mejor me fué el seguir los principios del justo que no la perversidad de Alicak! ¡Oh, buen Alá, qué dicha tan completa me espera!"
Por mucha recreación que Caleb tuviese con sus locos pensamientos, al entrar por una alameda que sombreaba la senda por donde caminaba, le sacó de su cavilación una voz que de este modo iba cantando:
Cada cual busca su igual:
tal para cual, tal para cual,
fortuna sentada adentro
al saber que un necio llega,
sin duda vendrá a mi encuentro;
que el leño al leño se allega,
y todo busca su centro.
Cada cual busca su igual,
tal para cual, tal para cual.
Caleb no tanto se sorprendió por el sentido filósofo de la cantinela cuanto por el acento del que cantaba, que le sonó como a cosa muy de su conocimiento y familiaridad; así quiso aguijar a su compañero de viaje, pero ello no fué necesario, pues el asno, por un superior instinto, se resolvió a trotar muy gentil y poderosamente.
A poco trecho se reunieron caminante y caminante, y cuál no sería la agradable sorpresa de entrambos cuando se reconocieron por dos antiguos compañeros de escuela, Caleb y Catur.
Desde los bergantines cuadrúpedos que montaban se alargaron la mano con el mayor estrecho, y de pies cayeron en un diálogo, si instructivo, más edificante todavía, y que sentimos no poder trasladar en su totalidad por no poderlo recoger a las márgenes estrechas de este reducido cuadro. Pero al último, nuestro Caleb, que se picaba de sentencioso y moderador ajeno, enderezando la palabra al compañero, le dijo:
—Catur, ¡cuánto me place verte caminar para Córdoba! Prueba es ésta de que al fin te resolviste a dejar tu pereza y flojedad, y que adelantando con el ansia y sed laudable de ahora la desaplicación pasada, vas a poner la última mano a tus estudios, ganando a un tiempo gloria y provecho. Catur, ¡cuánto me agrada la resolución tuya!
—¡Oh, Caleb!—replicó el otro—; yo pensé que el conocimiento que dan los años te desviaría de la mala senda por donde entraste, y senda que no te llevará sino a tu perdición. ¿Estudios, eh?; más valiera que tomaras solimán corrosivo, pues si te hicieras superior a tan agradable horchata, todo el mundo te miraría como ángel o diablo; pero con estudios te darán por loco y se burlarán en tus barbas, y si es céfiro lo que necesita el bajel de tu fortuna, no te asaltarán sino los más recios vendavales. ¡Oh, Caleb, cuánto me aflige la resolución tuya!
—Eres un necio, Catur.
—Eso, Caleb, que tú me das por apodo, lo tomo yo de buen talante por alto título y dictado, y al fin veremos quién se engaña. Mira, Caleb, no he procedido de rebato para ser tonto, sino que para ello he caminado con un tino y con un rigor lógico que te pasmaría, pues no hay raciocinio más rígido que el mío. O los estudios son fáciles o son dificultosos: si lo primero, poca gloria se gana en aprender, y si lo segundo, ¿hemos nacido acaso para andar a cachetes con los libros en el mundo? Esto no tiene vuelta; además, que aunque toda comparación es odiosa, y que es género de argumentación que no te agrada, según recuerdo cuando tú estudiabas, y yo paseaba por la Dialéctica, ello es cierto que siempre los necios...
—Calla, bárbaro...
En este coloquio iban los dos antiguos estudiantes, cuando hubieron de soltar un tanto la disputa para atender y dar oídos a la aguda y penetrante voz de cierto caminante que picaba por alcanzarlos y que cantaba de esta manera:
Con espuela y paso a paso
llega el asno a la jornada;
pero víbora o culebra
dando saltos más alcanza.
Ora se arrastra entre la hierba verde,
luego sube, y por do subió más muerde.
En esto llegó a los dos primeros otro interlocutor de prolongadísima persona y mala catadura, color entre cerote y hollín, y ojos hundidos, aunque relucientes, con ciertas binzas de sangre, que venía montado en alta mula burdégana, tan aviesa y resabiada como su amo.
Los tres, al verse, prorrumpieron en un grito de admiración, conociendo el nuevo huésped en los dos viandantes a nuestros Caleb y Catur, y éstos en él al señor Alicak, célebre en sus primeros años por sus malicias y enredos.
Alicak saltó de su cabalgadura así como reparó en Catur, y aferrándose de la estribera siniestra, en actitud humilde y con eco melifluo, le dijo:
—¡Oh, mi caro, mi antiguo y único amigo, y oh, mi irremediable futuro e indefectible apoyo y favorecedor! Tú caminas para Córdoba: tu frente la veo de berroqueña, como antaño, y por último y feliz horóscopo, tus luengas orejas no han menguado ni un negro de la uña... ¡Oh, qué suerte tan dichosa te espera!; dame paz en el rostro y prométeme tu gracia y favor...
Caleb, que, conociendo la condición maligna de Alicak, no le caía en gracia aquella pantomima burlesca, pensó ejercitar su humor moralista y severo, y así, con tono dogmático, le habló de este modo:
—Alicak, ya juzgué que tus inclinaciones al mal se hubieran debilitado, cuando no destruído de todo punto; por eso me aflijo al mirarte con tan poca enmienda, siendo así que donde vamos, tus artes te harán mucho mal y bien ninguno. La justicia, la sabiduría y la austeridad de costumbres allí presiden; ¿y qué será de ti si por ventura?...
-Perdón, perdón, y mil veces perdón—gritó Alicak—; perdón, repito, sol de la sabiduría, fuente de la doctrina, león contra el engaño, justo, sabio, valiente Caleb, dame los pies para los besar.
Y así diciendo, dejando a Catur, se acercó al doctor, haciendo las muecas y visajes más picarescos.
Catur renegaba porque le hubiesen interrumpido el oír sus propias alabanzas; Caleb predicaba contra la bestialidad del uno y la infamia del otro, y el señor Alicak en esto ponía bajo la corona de la cabalgadura del orador moralista, un sendo aguijón, que comenzó a lastimar el asno, y éste a brincar, y el jinete a castigarle, y los otros a gritarle como fiera en coso; lo cierto es que a poca pieza del camino Caleb se derrumbó sobre un prado de ortigas, donde no lo hubiera pasado del todo mal si Catur, sobreviniendo allí, no le hubiera sacudido cuatro topetadas con su testa maciza, y si el señor Alicak, después de desnudarle para que mejor sintiera el halago de la alfombra donde reposaba, no le hubiese aliviado de los zequíes y doblas zahenes que llevaba.
Después de esta aventura (que por ser tan común en el mundo no tiene nada de nuevo puesta en historia), Catur y el señor Alicak entraron en Córdoba, y Caleb, como mejor supo y pudo, también llegó a la gran ciudad, prometiendo en sus adentros, cuando llegase al poder, que a Catur lo pondría en sitio tal que pudiese comer y roncar potentemente, sus dos favoritas distracciones, y que al señor Alicak lo pondría encerrado en palacio tan espacioso y rico, que sin pensar él que estaba en prisión, no pudiese hacer el mal a que lo inclinaba su condición intrigante y pícara.
Y ya en Córdoba, y antes de todo, comenzó a visitar las bibliotecas y curiosidades de la ciudad celeste.
Anduvo largos días Caleb en tales entretenimientos y recreaciones, cuando, dando punto en ellos, trató de pensar en su futura suerte. Algún tiempo estuvo meciéndose entre las más dulces esperanzas, ya fiado en los títulos que él contaba tener en sí propio (vanidad culpable), y ya contando en la benevolencia de ciertos favorecedores (confianza necia); pero viniendo semanas y andando meses nada conseguía, sólo recogiendo humo entre sus brazos cuando más cerca pensaba tener la fantasía de la fortuna.
En esto se le vino a recordar que desde Cuf traía cierta carta para el sabio Lokman, famoso en los reinos muslímicos por las obras que escribía, y más aún en Córdoba, por sus verídicos vaticinios; y se propuso, sin falta, el visitarlo a la siguiente mañana.
Puesto por obra su pensamiento, llegó a la morada del sabio, que era un pequeño vergel en cierto ángulo retirado de la ciudad, y allí llamando, fué recibido muy cordial y amorosamente por un anciano de faz venerable y de bellida y argentada barba.
Aún no habían los dos recién conocidos finalizado los primeros capítulos de la plática, cuando le anunciaron al sabio que allí estaban dos jóvenes que ansiaban por saber de su boca las dichas o desdichas de su estrella.
Lokman entonces hizo ocultar a Caleb entre unas mosquetas del jardín, y mandó que entrasen los dos curiosos, que para mayor maravilla del escondido, no eran otros que Catur y el señor Alicak.
El sabio, instruído de la demanda de entrambos, se acercó primero a Catur y luego al señor Alicak, leyéndoles, y observándoles la faz a cada cual con escrupulosidad nimia, y de pronto, postrándose ante los dos al uso oriental, exclamó:
"¡Oh, poderoso Alá, tus juicios son insondables! Pero fuerza es adorar tu obra."
Levantándose después, le dijo a Catur:
"¡Oh, hijo mío!, esta tarde y otra y otra pasea por las alamedas del río entre los otros árabes, lleva alzada, muy alzada la frente y duerme con descanso; al cuarto día serás Emir y poseerás grandes riquezas: sólo te pido, en premio de mi noticia, que me dejes en paz."
Y luego, volviéndose al señor Alicak, añadió, mirándole con miedo a la frente:
"Tú, ser afortunado, retírate a tu casa y nada más."
Catur y Alicak, oyendo estas palabras, se retiraron alegres, echando antes el primero una mirada de antojo al vergel, y el segundo una mirada de codicia a los anillos de oro y piedras preciosas que tenía Lokman en la mano.
Caleb, que observó toda esta escena, salió para abrazar al sabio y pedirle que también a él le relatase su porvenir, contando sin falencia sacar mejor partido que sus dos inferiores compañeros de estudio; Lokman le miró entre gozoso e incierto, y abrazándole estrechamente, le dijo:
—¡Oh, hijo mío! Ninguna de las líneas de tu frente te anuncian fortuna, al menos para la edad en que vivimos. El letrero privilegiado no lo alcanzo a ver en ella, por más cuidado que en ello pongo.
—¿Y cuál es ese letrero, padre mío?—repuso afligido Caleb.
—Joven querido, son tal y tal—y pronunció dos palabras árabes desconocidas para nosotros.
—¿Y qué quieren decir tales palabras?...
La historia no dice si se llegó o no a saber la clave de estas dos misteriosas palabras; pero sí se sabe, y consta por las crónicas de aquel tiempo, que Catur y el señor Alicak llegaron al estado prometido por Lokman, siendo al propio tiempo nombrados visires por el Califa.
Cuál fuese el feliz régimen y honradas acciones de estos dos ministros, se concebirá fácilmente sabiéndose que desde aquel punto entró en los habitantes tal prurito por peregrinar, que los pueblos quedaron casi desiertos.
Algunos viajeros, después de luengos años, relataron en sus escritos que cierto anciano de faz venerable y bellida y argentada barba, y otra persona de menos edad, huyendo de los dos visires, vivieron solos y apartadamente en una isla desierta.
Muchos sospecharon que tales solitarios no pudieron ser sino Lokman y Caleb.