El Bolero

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


Arrimó a un lado la guitarra, y ordenando a sus discípulos diesen principio a ejercitar sus habilidades, empezó la batahola. Unos se agarraron a las cuerdas, y sostenidos por ellas, se ejercitaban en hacer cabriolas; otros paseaban con gravedad el salón, y de rato en rato hacían mil mudanzas diferentes. Éstas, levantando sus guardapieses hasta las rodillas, apoyadas en algún mozalbete, subían y bajaban los pies...

(La Bolerología)


Fila sexta, número onceno, y en cierto corral de comedias de esta corte, tiene cada prójimo por sí solo, y todo el público in solidum y de mancomún, un sitial holgado y cómodo, de donde poder atalayar con los ojos y escuchar con las orejas (¡atención!), desde el farsado más humilde y villanesco hasta lo más encumbrado y estupendo en lo gañido, tañente y mayado que vulgarmente llamamos canto nosotros los dilettantis. Todo ello lo puede haber cualquiera por un ducado y algunos cornados más, suma despreciable para estos tiempos opimos en que corre tanto de la tal moneda, no contando, en verdad, aquel aliquid amplius que por aguinaldos y albricias dan en algunos días de crédito, violentamente gustosos, tal cual caballerete calzafraque y corbata, de los de algalia en pañuelo y nonada en la faltriquera. Den ellos lo que gusten y bien les plazca, puesto que quieren disfrutar, y gozan, con efecto, de las primeras apariciones escénicas y de las estrenas teatrales, que yo, tan discreta cuanto literariamente, soy contento con entrar en día no feriado ni notable al hora circumcirca en que se media o biparte la función, y pagando con un saludo al alojador, me aprovecha más asentarme sosegadamente y ver el rabo y cabo del espectáculo, puesto que el fin de una comedia del día no es el peor plato que se puede servir al gusto.

No ha muchas noches que con estas tales circunstancias ocupé el referido sitial once, teniendo por cenit la araña rutilante, y por nadir un ruedo de atocha valenciana, que algún aficionado hubo de colocar allí para pedaño y alfombra: bien hace de poner en cobro sus pies, pues no faltará femenil persona que cuide de su cabeza. Un can que busca abrigo en las frialdades del invierno, suele, formando rosca, aumentar el calor de la estancia, y como que un golpe lo puede irritar, sirve de saludable despertador con sus gruñidos y sus dientes caninos para las adormideras que las musas sirven hoy en los teatros. No fue el can sólo mi única compañía, pues como quien dice tabique por medio, se encontraba un vejete limpio y atildado, de ojos saltadores y lengua bien prendida, que no ansiaba cosa mejor que por conversación y plática. Apenas, catalejo en mano, concluí mis observaciones astronómicas por aquella esfera no celeste del teatro, cuyas estrellas por mayor seña todas estaban eclipsadas, cuando mi vecino, con voz suficiente y sonante, me dijo:

—Amigo, comedia mala, o mala comedia, que todo es lo mismo, o, lo que es igual, detestable y pésima representación.

Yo, que no gusto contradecir a nadie, le respondí con un gesto afirmativo, y mi hombre prosiguió diciendo:

—Las piezas malas por sí solas y las buenas por los atajos e intercalares que les dan los farsantes poetas, pronto dejarán el corral vacío, aparte que los Zabalas y Comellas no parece sino que se han vuelto semilla volante que pulula y germina a más no poder por las cimas y faldas del Parnaso español; por mí le aseguro (y me miraba de hito en hito), que a no ser por el baile, no salvaría el umbral de esta casa.

—¿Y qué tenemos esta noche de bueno? —le pregunté.

—¡Oh amigo! (respondió.) Vuesa merced verá cierta andaluza recién llegada, que baila a las mil maravillas, y feria un bolero tan galano, que los adornos, gracias y aditamentos que lleva no se ven ha mucho tiempo. Es linda y bien cortada, y en cuanto vuesa merced la vea sospechará, como yo, que en la fábrica y estructura de su persona tienen más parte el aire y el fuego, que no el agua y la tierra.

Decir esto, sonar el silbato del señor Consueta (siempre hablé con respeto), subir el telón y aparecer la perla bailadora, fue todo un punto.

En verdad, en verdad, pocas mujeres vi nunca tan cumplidas, y por el prendido dificultosamente se hallaría cosa tan rica ni tan airosa. Los instrumentos comenzaron a marcar la medida con la gracia y viveza que tienen las tonadas del Mediodía, cuando mi parlador vecino, inclinándose al lado, me dijo:

—Todo es completo, por felicidad nuestra; el acompañamiento está tomado de la tiranilla Solitaria y del bolero antiguo de las Campanas, pero el revuelto está hecho con maestría, y ni Gorito lo fraguara mejor. Yo lo vi bailar años pasados al Rondeño y a la Celinda; pero sobre todo la Almanzora...

No sé dónde hubiera ido a dar con su biografía boleresca, cuando finalizado el retornelo, se lanzó la zagala al baile, y el vejete cayó en éxtasis en su asiento, dejándome en paz.

No podré más decir por parte mía sino que desde el primer lazo y rueda que tejió y deshizo con sus brazos airosos la danzadora gentil, me sentí llevado en vilo a otro país encantado. El donaire de los movimientos contrastaba con cierto pudor que autorizaba y daba señorío al rostro, y este pudor era más picante resaltando con el fuego que derramaban dos ojos rasgados y envueltos en un rocío lánguido y voluptuoso. Mi vista corría desde el engarce del pie pequeñuelo hasta el enlace de la rodilla, muriéndose de placer pasando y repasando por aquellos mórbidos llenos y perfiles ágiles, que a fuer de nube caprichosa de abril ocultaban y tornaban a feriar la seda de la saya, y los fluecos y caireles. En fin: aquella visión hermosa se mostró más admirable, más celestial, cuando, tocando ya al fin, la viveza y rapidez de la música apuntaron el último esfuerzo de los trenzados, sacudidos y mudanzas; las luces, descomponiéndose en las riquezas del vestido, y éste agitado y más y más estremecido por la vida de la aérea bailadora, no parecía sino que escarchaba en copos de fuego el oro y la plata de las vestiduras, o que llovía gloria de su cara y de su talle. Cayendo el telón quedé como si hubieran apagado a un tiempo todas las luces. Del casi parasismo en que me hallaba, sacome el erudito del bolero, diciendo:

—No me dirá que el encarecimiento fue superior a lo encarecido, sin embargo, en las campanelas le pidiera yo más redondez, y en los cuatropeados más vibración; ya le dije que la Almanzora y la Celinda...

Yo, que nada aborrezco tanto como estas exigencias de lo mejor, que aguan el sabor y gusto de lo bueno, le atajé en su tarabilla, diciéndole:

—Es indudable que el bolero es una danza árabe, y que tal como se ve tendrá sus reglas y tratado en letra de molde.

El hombre, mirándome de hito en hito, me respondió con voz doctoral y tono de suficiencia:

—Ha dicho, caballero mío, un disparate, y ha hecho una mala suposición: el bolero no es morisco, ni tiene tratado escrito, pues lo que se ha impreso en la materia más bien es invectiva apasionada que no tratado curioso o doctrinal.

Picado yo de su sesgo decisivo, le quise arrollar con el peso de una autoridad, arma para un erudito más poderosa que la razón y el sentido común, y le dije:

—Amigo, lea las aventuras que corren impresas del último Abencerraje, y verá allí pintado el bolero, y filiado por de legítima raza mora.

Apenas hube hablado (y nunca lo hubiera hecho), cuando mi vejete, enfurecido como víbora herida, me replicó:

—Aunque el caso es de poca monta, siempre prueba lo que me tengo asentado en la mollera luengo tiempo hace; conviene a saber: que no entendemos de nuestro país sino lo que quieren decirnos los extranjeros; hay disculpa para ignorar muchas cosas; mas, cuando se quiere saber, es preciso aprender donde mejores documentos hay, y aunque diéramos de barato que todo el ingenio y talento se hallare allende de los Pirineos, fuerza será para hablar de España que apelemos a los españoles.

Tomando aliento el orador, prosiguió más sosegado:

—El ilustre escritor del Abencerraje no tiene obligación de saber el origen de un baile español; mas para que nosotros hablemos de nuestras costumbres y de nuestra literatura, es preciso revolver más libros que el La Harpe y los viajes por España.

Yo, curioso de ver algún retazo de tan extraña erudición, y dando lugar el intersticio del sainete para continuar la plática, le rogué al vejete que, puesto que yo era un ignorante en danzarinas honduras, todavía era bastante curioso para querer saber de dónde pudo venir el bolero. El hombre, halagado con mi lisonjera deferencia, puso punto y coma a su razonamiento de reprimenda, y dijo:

—El bolero no es baile que se remonta en antigüedad más arriba que a los mediados del pasado siglo, y, bien considerado, no es más que una glosa más pausada de las seguidillas, baile que, según testimonio de Cervantes, comenzó a tañerse y danzarse en su tiempo, como se ve por la arenga de la dueña Dolorida. Esta no es sola opinión mía, puesto que ya mi buen amigo don Preciso lo tiene asegurado y puesto de patente al público, sacando a luz el nombre del que primero compuso en la Mancha danza tan donosa, que por ser toda en saltos y como en vuelo, fue llamada bolero, título que dio gran consuelo a los etimologistas y académicos, por ser significativo, sonoro y llevar en sí mismo la ejecutoria del padre de donde viene. D. Preciso no ha hecho más que decirnos sobre su palabra el nacimiento del D. Bolero; mas yo, que gusto (no embargante mi edad mayúscula) de las cosas escondidas, he probado de alzar el telón de boca de este misterio, aunque en otros me quede con dientes largos. No sólo he leído los discursos sobre el arte del danzado de Juan Esquivel Navarro, y no sólo he leído al P. Astete, de donde por contradictoria se saca de claro en claro muchos arrequives del baile; el danzado a la española de Pablo Minguet e Irol, y la Bolerogía de Rodríguez Calderón, sino que también he observado las costumbres populares, comparándolas con las notas de Pellicer al Quijote y a la vida de Saavedra, en donde toca de intento y con picante curiosidad algunos de estos puntos sustanciales para el público sabidillo del día. El Esquivel, que cita cuantos bailes se danzaban en su tiempo, apuntando hasta los maestros que más se aventajaban y discípulos más sueltos y diestros que sobresalían, nada habla del Bolero, siendo así que hace mención de la Chacona, Rastro, Tárraga, Jácara y Zarabanda, bailes muy alegres con que se solazaban aquellas generaciones hispanas. Pellicer se engaña lastimosamente cuando afirma en una de sus notas que no queda memoria de tales danzas, pues cuáles han tomado otros nombres, y tales, como los grandes territorios que se disuelven, han entrado descompuestos en los pasos y mudanzas de otros bailes. Por ejemplo: en el Bolero se encuentra el paso de la Chacona y el paso del Bureo, que, siendo distintos bailes, el autor del Bolero tomó de entrambos para el suyo lo que mejor encontró. La Jacarandina y la Zarabanda (verdadera danza morisca) famosas ambas por su desenfado, son hoy el Ole y la Tirana, y aun la tonada de la Zarabanda se tañe y canta pura y primitivamente en muchas partes de España, que de tiempo en cuando la resucitan agradablemente los trovadores de esquina, que por no ver el tanto que quieren, se suelen llamar ciegos. Entre mis trebejos y papelorios viejos conservo la música y solfa de todos o la mayor parte de estos bailes, cosa bien curiosa, por cierto, y a fe a fe que oyendo aquellos compases y comparándolos con los bailes del día, y ajustándoles los pasos y mudanzas que pudieran convenirles, con algo del primor y mucho de sagacidad, fácilmente se podrían restaurar muchas de aquellas danzas y bailes a su prístino estado, graciosa desenvoltura y picante desasosiego.

—Muy bien (le dije a mi catedrático danzarín); pero siempre resultará que esas danzas que cita serían de baja alcurnia y no de las que tendrían entrada en los estrados y saraos de la gente principal y noble.

—Otro disparate (me repuso mi inflexible orador); otro disparate, y hable con más pulso en materia que no entiende. Es cierto que no todas estas danzas gozaban de la propia autoridad, pues en parte donde tuviese lugar la airosa Galarda, el grave Rey D. Alonso, y el Bran de Inglaterra, no pudieran danzarse las mudanzas de la Chacona y Zarabanda, que a veces las sacaba de quicio, dándoles demasiado picante y significación la malicia femenil; pero aun con esto eran tenidos por bailes de escuela y cuenta, y no por de botarga y cascabel. Ningún maestro de fama como los Almendas y los Quintanas, que lo fueron de los tres Filipos, ni otros sus discípulos ensayaron ni enseñaron estas danzas de por la calle que llamaban de tararira; hubieran creído rebajar y vilipendiar un arte, que con autoridades y ejemplos lo hacían casi celestial. Pero volvamos al bolero, pues no soy sabueso que por gazapo fortuito que me salte en la carrera, deje ir la liebre que de primero levanté y con ardor perseguí. Es el caso que ya fuese el inventor del tal baile Cerezo o Antón, aquél en la Mancha o éste en Sevilla, ello es cierto que la danza se propagó con gran rapidez, empeñándose en enriquecerla con sus invenciones y mudanzas los mejores ingenios danzarines que por aquel tiempo poblaban los tablados de los teatros y las casas de regocijo de Triana, Valencia, Murcia, Cádiz y Madrid. Antón Boliche, en verdad, no fue gran inventor en pasos y mudanzas, contentándose con acomodar al compás y medida del Bolero lo que encontró de gracioso y notable en el antiguo Fandango, en los Polos, Tirana y demás bailes de su tiempo; pero a poco los discípulos corrigieron el descuido del maestro. En Cádiz, el ayudante de ingenieros D. Lázaro Chinchilla inventó e introdujo la mudanza de las Glisas, ofreciendo a la vista un tejido de pies de efecto deslumbrador y pasmoso. Un practicante o mano de medicina de Burgos sacó el mata-la-araña, suerte muy picante, singularmente en el pie y entre los pies de alguna pecadora a quien no obligue el ayuno. Juanillo el ventero, el de Chiclana, puso en feria el Laberinto, trenzado de piernas de prodigioso efecto; también a esta suerte la llamaron la Macarena. El Pasuré, ya cruzado, ya sin cruzar, tuvo patente de invención en Perete el de Ceuta, que ganó gran fama por su habilidad. El Taconeo, el Avance y Retirada, el paso Marcial, las puntas, la vuelta de pecho, la vuelta perdida, los trenzados y otras cien diferencias que fuera prolijo relatar, son muestras de otros cien varones ilustres que consagraron sus estudios al mayor encumbramiento de esta ciencia, ¡tan modestos, que ninguno quiso dar su nombre a la estampa; tan llenos de entusiasmo y tan sedientos de gloria, que casi todos espiraron o patirrotos en los teatros o en las camas de algún hospital, a donde los llevó su amor al estudio y sus esfuerzos en los saltos, cabriolas, volatas y vueltas de pecho! Esteban Morales, inventor de esta última suerte, fue el primer mártir de la invención, habiendo autores que afirman que esta sola mudanza tiene llevada más gente a los cementerios que las pulmonías en Madrid y en Andalucía los tabardillos pintados. A remediar tanto mal salió el buen ingenio y rara habilidad del murciano Requejo, que después de haber asombrado a su patria y a los reinos de Valencia y Aragón con su agilidad y destreza, con sus giros, saltos y vueltas, apareció en Madrid a ser nuevo legislador del Bolero. Efectivamente: compadecido este buen legislador de la madre que lloraba a un hijo desgraciado por saltarín en la flor de los años, del padre que veía eclipsarse los ojos y la existencia de una hija por trenzar demasiado o girar con mucha violencia, quiso poner coto a tanto mal, y para ello se propuso despojar al Bolero de todo lo pernicioso y antisalubre. Así, pues, comenzó por descartar del baile lo demasiadamente violento y estrepitoso; ajustó los movimientos a compases más lentos y pausados, y chapodó las figuras, pasos y suertes de todo lo exuberante y rústicamente dificultoso, rematando con dejar al Bolero armado caballero en toda regla, obteniendo lugar y plaza de baile de cuenta y escuela por el universo mundo, así en los estrados particulares como en los salones de la corte. Y el Bolero, no contento ya de extenderse por dentro de los límites españoles, saltó las fronteras, conquistó territorios, y fue a causar la maravilla y la felicidad de las capitales más remotas de la Europa. Pero el buen Requejo, como todos los innovadores, tropezó con grandes obstáculos y hubo de vencer gravísimas dificultades. Los partidarios del Bolero disparado y rabioso se declararon aún más rabiosamente por enemigos y contrarios suyos y no contentos todavía, y como para asegurarse la victoria, llamaron en ayuda de la propia causa otros bailes y danzas de toda la redondez de la Andalucía alta y baja, para conseguir por el número lo que consideraban dudoso por la calidad. Entonces fue cuando aparecieron en Madrid el Zorongo, el Fandanguillo de Cádiz, el Charandé, el Cachirulo y otras cien combinaciones del movimiento perpetuo, con el fuego elemental y lo más llamativo y picante del amor. La Mariana Márquez, apareciendo en el coliseo del Príncipe y haciendo delirar de placer, con los juguetes y remolinos de su Zorongo, a los hombres de aquel tiempo, puso, en verdad, en gran conflicto y en peligroso trance al Bolero, pero éste triunfó de todo, y como torrente que detenido en su carrera adquiere mayor violencia para proseguir en sus conquistas e invasiones, así él se derramó por todas partes, aseguró su imperio, y si no dio al traste del todo al todo con los demás bailes sus rivales, fue el que quedó como rey e imperante sobre los teatros hasta nuestros días. Mucho ayudaron a este triunfo con sus gracias, giros y vueltas, y con su belleza y donaire, las incomparables Antonia Prado y la Caramba, envidias del mismo aire, émulas de Terpsícore, extremos de la hermosura y sonrojos hasta de las mismas sílfides y mariposas. Estas dos hermosas bailadoras las admiré yo y las celebré con delirio allá cuando los verdores de mis años, aumentando el inmenso séquito de sus cautivos adoradores. ¡Ah, querido amigo mío! (añadió el viejo fijándome los ojos con los suyos): era imposible mirar a la Caramba sin afición, más difícil todavía no seguirla y requerirla blandamente de amores, y ya en este punto era lo excusado el pensar el pobre enamorado en separarse, desenredarse, huir y desasirse, pues de tal capricho a cual caricia, de este favor a otro desdén, de ciertos desengaños a inciertas esperanzas, de aquel sobrecejo a estotra sonrisa, y de una burla o desenfado a cien hieles y amarguras, iba el pobre ánima del cautivo caballero de precipicio en precipicio, de abismo en abismo, hasta dar en la cárcel y prisiones que nunca podría ni dejar ni romper. Su continente era señoril y de majestad, su talle voluptuoso por lo malignamente flexible, y sus ojos lucían sabrosamente traviesos bajo unos arcos de ceja apicarados y flechadores, y una nariz caprichosamente tornátil y la boca siempre placentera, si entre búcaros, si entre claveles y azahares, formaba del todo el gesto más gustoso y tentador que ojos humanos pudieron ver, admirar y desear. Pero estos que le parecerán, amigo mío (prosiguió mi hombre, mirándome atentamente), encarecimientos prolijos, no serán sino desmayados reflejos a su buen juicio, si los compara con los encantos y perfecciones que le revelará este retrato.

Diciendo esto, y enjugándose con el mismo guante al pasar la mano por la jurisdicción de la cara cierta lágrima involuntaria que a su despecho se le desprendió, sacó del bolsillo interior de su levitón una caja que encerraba el retrato de más diestro pincel y de más linda mujer que idearse puede. Si aquel era el retrato de la Caramba, y a tales rasgos era razón añadir la vida y la intención que presta siempre a la fisonomía la inteligencia femenil y el regocijo de la vida del teatro, es indudable que la Caramba fue una mujer celestial. Bien lo demostraba así la profunda impresión que de su hermosura conservaba la memoria de mi buen interlocutor.

Llegando a este punto volvió a plegarse el telón, y comenzó el sainete graciosísimo, como de D. Ramón de la Cruz, pero que no por eso pudo quitarme de la frente las ideas que me sugerían las singularidades del quidam que pudiera tomar borla, si hubiese doctores en la danza, bien que entonces sabría muchos menos, y traslado al plan de estudios. Finalizada la representación, volvió a enlazar la conversación suya con no poco contento mío, y me dijo:

—Entre todas las bailadoras que ha producido España, ninguna como Brianda, que por su gentileza y danzado tuvo amores en la corte, siendo objeto de los versos y galanterías de los principales caballeros y poetas de su tiempo; oiga (me dijo) el romancete que sigue, que es documento para los inteligentes:


A BRIANDA.

Mientras entrega a España
una mano aleve
a la vil codicia
de malos franceses,
y otro Roncesvalles
y un Bernardo viene,
báilame, Brianda,
trisca y tus pies mueve.


Aquí llegaba mi caro vejete, bebiendo yo, que no escuchando, sus palabras, cuando, llegando a la puerta del teatro, un aluvión de gente, que se atropellaba por salir, lo envolvió y me lo separó, arrastrándolo por no sé dónde, y sin poderlo yo seguir, por más conato que puse en ello. Desesperado de encontrarle, y no conociéndole sino por aquel acaso, no pensé sino en retirarme a mi guarida, donde, por no perder la memoria de este coloquio, lo apunté para diversión mía y cartilla de los que gusten aprender el Bolero.


Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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