El Fariz

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


Si no existiera la mujer hermosa
fuera un bridón el ídolo del moro.
Mas si los dos al orbe prestan lumbre,
los dos a un tiempo forman un tesoro.

Poesía árabe.

¡Cuán dichoso es el árabe cuando, montado en su corcel, se lanza, desde las rocas en el desierto; cuando los pies de su bridón, sumergiéndose en la arena, levantan el mismo murmullo que el hierro ardiendo mojado en el agua! Vedlo allá cuál nada en el Océano de arena, y cuál hiende las áridas ondas con su pecho del delfín.

Aprisa, aprisa: apenas toca con sus pies la faz de las arenas: aguija, aguija: ya se lanza envuelto en un turbillón de polvo.

Es negro el corcel mío como nube de otoño; blanca estrella como la aurora brilla sobre su frente; da al viento su crin hermosa, como garzotas ondantes, y sus pies cuatralbos vibran centellas de fuego.

Vuela, vuela, bridón mío, el de la estrella blanca; selvas, montañas, abrid paso, dadme lugar.

En vano la verde palma se me brinda con sus dátiles y sombra; yo desprecio su hospedaje.

La palmera avergonzada huye de mí, se oculta en el Oasis, y en el susurro de sus hojas parece que se burla de la temeridad mía.

Sus altas rocas, custodios de la frontera del desierto, vuelven sobre mí su faz negra y torva, repiten la carrera de mi caballo, y parece que me amenazan así.

"El insensato, ¿dónde va? Su cabeza no encontrará ya amparo contra los dardos del sol, ni bajo la verde caballera de la palma, ni bajo el blanco pabellón de la tienda. Allí no hay más que una tienda, la bóveda del cielo. Allí las rocas solas pasan la noche; sólo las estrellas viajan por allí."

Yo corro más y más: vuelvo la cabeza y miro las rocas huir avergonzadas de mí, y que se ocultan y bajan sus crestas las unas tras las otras.

Pero el águila escuchó sus amenazas, y juzga con la loca presunción que me hará su prisionero en el desierto; se lanza por los aires y sigue mis huellas con carnívoro afán, y tres veces cerniéndose en el cénit me rodea la cabeza con una negra corona.

"Yo siento, yo percibo, grita de lo alto, el olor de un cadáver: ¡oh, caballero insensato, oh, desgraciado bridón! ¿El jinete inquiere aquí la senda? ¿El caballo busca aquí la hierba? ¡Insensatos! El viento sólo halla aquí el camino; las sierpes solas encuentran aquí su pasto; los cadáveres solos descansan en el desierto, y los buitres tan sólo viajan por él."

Así gritando roncamente me amenazaba esgrimiendo sus garras. Tres veces se encontraron nuestros ojos, y tres veces nos medimos con gesto amenazador; y de los dos ¿quién se arredró? El águila fué, que huyó aterrada.

Corro más y más, y cuando volví los ojos, el águila estaba lejos, muy lejos, suspendida del aire como una mancha negra, grande como un jilguero, luego como una mariposa, después como el más pequeño insecto, y en fin, se desvaneció entre lo azul de los cielos.

¡Corre, vuela, corcel mío, el de la blanca estrella! ¡Rocas, águilas, hacedme lugar!

Pero una nube oyó las amenazas del ave carnívora, y desplegando en el éter sus cenicientas alas comienza a perseguirme, presumiendo ser en el cielo tan veloz como yo sobre la tierra, se fija sobre mi cabeza y así me amenaza entre los silbos del viento.

"El insensato, ¿dónde va? El calor le fundirá el pecho cual si fuese cera; ningún celaje con su lluvia le templará su cabeza cubierta del polvo más sofocador, ninguna fuente lo llamará con voz sonante y argentina, ni la más leve gota del rocío llegará a él para consolarle, porque apenas cuajada, ya la habrá devorado con su aliento el viento de fuego."

En vano me amenaza. Yo corro más y más, y la nube, vencida del cansancio, comienza a vacilar en los cielos, dobla su altiva cresta y busca apoyo sobre una roca.

Cuando volví la cabeza, un horizonte entero nos separaba; pero sin embargo divisé la nube, y sobre su faz leí lo que pasaba en su corazón. Primero se tiñó en rojo de encendida rabia, luego vistió la amarillez de la envidia, y por último, poniéndose negra como un cadáver, se ocultó detrás de las montañas.

¡Vuela, vuela, bridón mío, el de la blanca estrella! ¡Nubes y aves, hacedme lugar!

En aquel punto, como si fuera el sol, di una mirada en derredor por todo el horizonte y no vi a nadie: yo solo estaba en el desierto.

Aquí la naturaleza aletargada no se despertó nunca por los cuidados del hombre. Aquí los elementos no se mueven en torno de mí, así como los animales de una isla descubierta por la vez primera no se asustan con las miradas del hombre.

Pero, ¡oh Alah! yo no soy aquí el primero ni el solo venido.

Allí en campo cercado de arena miro brillar numerosa comitiva. ¿Serán éstos pacíficos viajeros, o salteadores que acechan los pasos del peregrino? Corro a ellos y no se mueven, les grito y nada me responden.

¡Oh Dios! éstos son cadáveres, es la antigua caravana exhumada por el viento del hondo de las arenas. Sobre los esqueletos del camello cabalgan los huesos de los árabes, por los cóncavos donde en otro tiempo se animaban los ojos, y por las mandíbulas descarnadas se desliza corriendo la arena sutil, y estos murmullos parecen amenazas.

"El insensato, ¿dónde va? Más allá el huracán lo espera, y tendrá nuestra propia suerte."

Yo los desprecio y corro y vuelo más y más: ¡cadáveres y huracanes, hacedme lugar!

Un huracán, el más terrible de los que recorren el Africa, discurría solitario por el Océano del desierto. Me divisa al lejos, se maravilla al verme, detiene el paso, y enroscándose en sí mismo, se dijo:

"¿Quién es aquel viento, el más débil de todos mis hermanos, que con su vuelo lánguido y perezoso se arriesgó a entrar hasta en mis estados hereditarios?"

Encendido en rabia, marcha en contra mía como pirámide ambulante, y reconociéndome por un mortal, furioso y despechado hiere el suelo con su planta, y trastorna la mitad de la Arabia. Me asalta y prende como el sacre a la paloma: con sus alas fulminantes me azota y me maltrata, me abrasa con su aliento de ascua, me lanza en el aire y me rechaza al suelo. Yo me defiendo y combato, y rompo vigorosamente los nudos gigantescos de sus turbillones; lo desgarro y lo muerdo, y tasco entre mis dientes las arenas de sus miembros. El huracán quiere evadirse y deslizarse, en forma de columna, del ahogo de mis brazos; no puede lograrlo, y se estrella y rompe.

Su cabeza se desvaneció en lluvia de polvo, y su enorme cadáver cayó a mis pies como las murallas de un alcázar.

Entonces respiré, levanté los ojos y los fijé fieramente en las estrellas, y todas las estrellas fijaban sobre mí sus ojos de oro, pues en el desierto nadie había sino yo.

¡Oh, cuán dulce es respirar aquí con toda la holgura de su pecho! Yo respiro libre, ancha y desembarazadamente, y todo el aire del Arabistán bastará apenas para el pecho mío. ¡Oh cuán dulce es mirar de aquí con todo el alcance de su vista! Mis ojos se engrandecen, se fortifican y alcanzan más allá de los límites del horizonte. ¡Oh cuán dulce es extender aquí mis brazos franca, poderosamente y en toda su extensión! Me parece que con ellos abrazaría todo el universo, desde el oriente al ocaso. El pensamiento mío se lanza como una flecha, alto, muy alto, más alto todavía, hasta llegar al abismo de los cielos. Y como la abeja envía su vida en el aguijón que dispara, así yo con mi pensamiento elevo a los cielos todo mi espíritu.

Adán Mickiewier se ha dado a conocer ventajosamente en Europa por su Conrado, bosquejo histórico, sacado de los anales de la Lituania, y por sus sonetos de Crimea; pero lo que más le ha recomendado por su originalidad y valentía es el rasgo que hemos dado a conocer, y que, traducido libremente al castellano, ofrecemos al público.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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