Y apagando las luces, comenzaron con los asientos y con las muletas y bordones a zamarrearle a él y a sus corchetes, a oscuras, tocándoles los ciegos la gaita zamorana y los demás instrumentos, a cuyo son no se oían los unos a los otros, acabando la culebra con el día y con desaparecer los apaleados.
(El diablo Cojuelo.—Tranco V.)
Vuesas mercedes no saben lo que es un Roque, porque ignoran qué cosa es un Bronquis;
no se pescan lo que es un Bronquis y un Roque, porque no han viajado
por Andalucía, y si por allá han andado, no han visitado ciertos
pueblos, y si los han visitado, no han asistido a ciertas y ciertas
festividades, escenas, bureos, bailes, triscas y saraos de candil. Hoy
me propongo llevaros, benévolos lectores, aunque sea sólo en fantasía a
uno de estos entretenimientos recreativos, que así pudiera yo con igual
facilidad a tales escenas positivamente, realmente, corporalmente,
llevar y trasportar, ofrecer y presentar los lomos y espaldas de algunos
amigos (seis fueron y seis quedaron) que yo me sé; y cuidado que no
hablo en política. Mas porque vuestra fantasía no tenga que viajar,
hender los aires y el espacio, y fatigarse por cosa de nonada y
fruslería, me parece mejor, aquí mismo y galanamente relatando, poneros
delante de los ojos cuadro tal, que bien os represente lo que saber
queréis y yo mostraros quiero; cuadro en cuyos grupos ocupo yo lugar de
privilegio, formando pareja con cierto inglés, mi camarada en la
aventura, osado como pocos y curioso como ninguno.
En un galán verano de los de mucho trigo y de copiosísimas esperanzas para otoño, yo me estaba, en Giromena no, sino en Carratraca, baños famosos de la Andalucía y en la provincia de Málaga. Tal pueblo, dejándose ver sobre un peñasco árido, verdadero calvario de aquellas cercanías, rodeado de precipicios por todas partes, es, sin embargo, merced a sus aguas salutíferas y maravillosas, el centro animado de la gente holgadamente rica y elegante de los cuatro reinos, si lo tomamos en la temporada de junio a septiembre de cada alegre año. Allí los serranos y rondeños, los mayorazgos y el señorío de los pueblos de la campiña; allí de Sevilla, de su tierra baja, de Cádiz, Tarifa y los Puertos, de Málaga, Granada, Córdoba y demás partes de la Andalucía alta, vienen en certamen de boato y ostentación, menos a tomar ellos remedio para sus pasados deslices, y ellas a buscar confortativo a sus parasismos y debilidades en los nervios, que a hacer gala de riqueza todos, en busca de placer y recreación muchos, y no pocos y pocas a feriar su hermosura, juventud y gentileza.
Fuera este punto muy de molde para estudio de nuestro pincel, y el aspecto y la animación y los rasgos característicos que en aquellos baños se observan, bien merecieran con privilegio un bosquejo caprichoso de pluma aún más elegante, lozana y diestra que la mía, si la obligación que me imponen el título y rúbrica con que se encabeza este artículo, no me recordara a voz en grito que estamos hablando, no de Carratraca y sus baños, sino de lo que sea un Roque y lo que es un Bronquis. Y no es sólo de los pueblos, ciudades y comarcas arriba apuntadas de donde se ven visitantes, viajeros y curiosos en aquel famoso lugar, sino que de las partes más lejanas de España cuidan los médicos de enviar allí anualmente remesas de menesterosos de salud, que nunca dejan de obedecer humildemente el mandato de tal peregrinaje; mayormente si hay envuelta en la receta alguna cita misteriosa, tanto más gustosa, cuanto que el apelar a tal medio siempre indica y señala grandes dificultades vencidas; sin contar para nada el sainete y sabroso picante de gozarse allí, a despecho del sobrecejo y enfado de los maridos más rústicos e intolerantes y de los tutores más desconfiados y recelosos, de la libertad más agradable y segura, sin mirarse sujeta, como otros fueros y garantías, al buen capricho de un ministro o mandarín.
Ello es que, además de tanto viajante y peregrino español castizo, se dejan ver por allí no pocos gringos y extranjeros, que, encontrándose por ventura en Cádiz, Málaga o Gibraltar, y oyendo hablar de los nombrados baños, quieren, visitándolos, aprovechar la buena ocasión de conocer mejor el país, amén de adornar su álbum con algún pintarrajo tomado al través, y pintado con brocha, y de enriquecer sus apuntes y recuerdos de viaje con algún mentirón estupendo, que después se revela en lindo periódico o keepsake de impresión de París y Londres, haciendo arquear los ojos de aquellos buenos leyentes, y provocándonos a nosotros a risa estrepitosa de regocijo, si no ya de mofa y desprecio.
Uno de estos viajeros, nacido en Kent, educado en Eton, estudiante en Oxford, y muy curtido y versado en los salones elegantes de Londres, vino en cierto mes de Agosto a aposentarse en la fonda del Sr. Reyes, que en aquellos salutíferos baños representa, y aún creemos que todavía sostiene, el propio carácter y papel que el antiguo Genyes y el moderno Lhardy en Madrid; pero con tal amplitud de persona, con traza tan mayúsculamente patriarcal, que él sólo, por su propia efigie y estampa, exigiera y nos debiera otro bamboche de pincel, si no fuéramos ya tan metidos en corriente del artículo que nos hemos propuesto escribir (y va de dos), y tan en pos del título que arriba hemos señalado. Ello es, en fin, que nuestro inglés tomó tierra en un cuarto, tabique por medio del mío. A poco de su aparición, ya en la mesa, ya en las muchas ocasiones que ofrece para encuentros de afabilidad y estimación lo reducido de un lugar y la estrechez de fonda como la del Sr. Reyes, tuvimos motivo para demostrarnos ciertas deferencias y atenciones, que a poco se trocaron en la más afectuosa afición. No por ello nuestra comunicación y trato se regalaba de lleno a satisfacción con los placeres de una plática seguida y de sendas conversaciones, sabrosas y de fáciles entendederas. Era el caso, que nuestro extranjero, como recién llegado a Gibraltar, y en fresco trasegado a Carratraca, apenas podía deletrear dos o tres palabras de enrevesado castellano; y si su francés, aunque pudiera serle y servirle de gran útil para sus lecturas y estudios, lo había usado y cursado tan poco, y lo miraba con tal enfado, que en sus labios, antes que idioma articulado, más semejaba los chiflos y refollamientos de algún órgano de registro averiado y descompuesto, o los singultos de algún gato con romadizo. Alguna vez, considerando yo que nuestra educación e investidura académica eran parte para darnos ayuda en semejante trabajo, llamábamos en socorro nuestro el poco o mucho latín que en nuestras escuelas respectivas imaginábamos haber aprendido; pero la pronunciación que los extranjeros dan a los genitivos y acusativos, y la particular inflexión que suelen dar a los otros casos cuando hablan latín, nos desesperaba a perfecta vicenda siempre que nos proponíamos entendernos en tal idioma, además de despertar tal fracaso en mi revoltosa imaginación la idea endiablada de que en esto de humanidades tan alto rayaban los profesores y discípulos de Eton, cuanto los maestros y escolares de las universidades de Oviedo y Valencia, y no vale señalar. A pesar de tales contratiempos, nuestra afición crecía, sin haber aventura en que no estuviéramos de por mitad, ni jira ni partida en que no viajáramos recíprocamente de conserva.
Por aquellos días se me anunció que en cierto pueblo inmediato había gran festejo y alboroque, mucho de bullicio y algazara, y no poco de festividad y de divertidos juegos. Y al oír decir juegos, ya creerán (y creerán bien) algunos de los que guardan y conservan el son y dejo de aquellas comarcas, que se me hablaba de la cercana, y pintoresca, y rica, y poderosa villa de Alora, famosa y famosísima, entre pueblos creyentes y paganos, por la fama de sus juegos llanos.
Los juegos llanos de Alora son, en verdad, los más inocentes e inofensivos que se han ideado desde los Olímpicos hasta el día, teniendo por añadidura el mágico poder de excitar y mover exquisitamente la sensibilidad del pobrete que suele en ellos representar el papel de protagonista y héroe. Pero por una contrariedad que así nos cobijó entonces al inglés y a mí, como cual ahora a mis oyentes, que no pueden instruirse de qué sean tales juegos llanos, no fue Alora el pueblo donde tal boato se preparaba; y si se me obliga a que declare el nombre en cuestión, diré que no quiero, en prueba de la dulce amabilidad de mi carácter, y vamos adelante. Ello fue que Arturo (tal era el nombre del inglés) fue de la partida, y juntos y en caravana con algunos otros curiosos y aficionados, nos trasladamos asnalmente, quier a mujeriegas, quier a horcajadas y no caballeramente, pues tanta era la fragosidad y aspereza del camino, al teatro de nuestra curiosidad e investigadora vagancia. Así como nos apeamos, Alifonso Felpas, mozo de cuenta, arriscado y rey parrandero del pueblo, vino y se me acercó, noticiándome el programa de las funciones y festividades.
—Después de la romería de la Virgen (dijo), y a eso de si son luces o no son luces, entraremos de vuelta en casa de la Márgara, y allí apuraremos entre cuatro amigos leales una pírula del de Yunquera, con unos mostachones de canela y otros dulces de Ardales que saben a gloria. Después caeremos en casa de la Vicaria, a ver los juegos del Narro, y por postre entraremos en el patio de la Remedios, adonde hay fiesta y cantan unos muchachos de la costa, que diz son cosa particular...
—Cuidado, que se suena ha de haber Roque y se ha de armar Bronquis con muchísimo del hollín, —dijo en baja voz un mozalbete que, sentado a par del umbral de la puerta, dirigió la palabra a Felpas.
¿Y de dónde lo sabes tú, Palomo? —dijo éste.
—Lo sé, y estoy muy penetrado del caso (dijo aquél), porque la Polvorilla ha dado celos de mala muerte con uno de esos costeños al Pato; y éste ha venido a contar para el Roque con mi hermana Camborro..., y véalo V.
Pues la noche será muy muñida (dijo Felpas dirigiéndome la palabra). Pero a bien que no será la primera, —añadió con cierto retintín y sonsonete.
—Yo no iré si tal se teme, amigo Felpas (le repliqué); tanto porque estoy fuera de andadura, cuanto porque vengo con este inglés, a quien quiero excusar de meterse en tales culebras...
Iba a manifestarme Felpas que yo procedía como prudente y atinado no asistiendo al abreviado infierno que se preparaba, cuando mi inglés, que atento estaba, y que si ciento no atrapaba, alguna recogía, me preguntó, pero en desusada y trilingüe manera que cuál era el asunto de que se trataba y nos ocupábamos.
Puede pintarse allá en la cámara oscura de su magín cualquier pío lector, la dificultad casi invencible en que me vería para explicarle a mi curioso extranjero el resultado del coloquio arriba apuntado, y más que todo el hacerle entender la agradable significación de las palabras Roque, y Bronquis.
Después de mil laboriosos esfuerzos de mi talento; después de darles forma explicativa para tales ideas a mis conocimientos políglotos; y después, en fin, de llamar en mi ayuda la mímica y el lenguaje de acción, salpimentado todo satisfactoriamente, a mi ver, con palabras francesas, lusitanas, inglesas y latinas, ¿cuál no sería mi despecho y mis calabazadas de rabia, cuando en lugar de dócil silencio, me encuentro con que mi inglés me interroga diciéndome:
—¿Sed quid est Roque, bronquisve?
Al escuchar semejante pregunta, di mi trabajo y afán por perdidos, y como chico a quien se le hundió su castillo de cartas y vuelve pacientemente a encaramarlas y levantarlas, torné a mi pasada y pesada tarea, valiéndome de nuestro latín casero como medio supletorio a mi pantomímica explicación. Ya pude conseguir al fin que entendiera la flor de que se trataba; de que en medio de la fiesta alguna voz siniestra y ronca diría Roque; que acaso se repetiría aún segunda amonestación, y al ver que aquel congreso no se disolvía, se apelaría al medio teatral de apagar las luces, comenzando la salva de badajazos, cintarazos et aliquid amplius de que hablan los autores, lo cual legítimamente es armar un Bronquis. El curioso de Arturo me escuchaba con extática atención, conociendo yo en su atrevida mirada que, antes que arredrarle, más le enamoraba la imagen de aquel futuro campo de Agramante. Por respuesta toda a mi argumentación y explicativa, me repetía con gesto denodado y resuelto: «Non timeo», blandiendo de una manera totalmente a la inglesa los puños cerrados y apretados, por aquel estilo que la gente inteligente llama móquilis o trómpilis; y el bravo inglés, confiado en su fuerza, vigor e innegable destreza, me preguntaba con latina interrogación, siguiendo en el blandir de sus puños: «¿Sufficit? Y entonces, poniéndome al unísono de aquel latín que nada dejara que desear al que se ha de hablar y usar en nuestras Universidades, planteado y asentado que sea el modernísimo plan de estudios, respondí grave y reposadamente:
—Trompilis aut moquis non sufficit.
—Rem implebimus, —me replicó el indomable inglés.
—Jacta est alea, —le contesté en tono resuelto y afirmativo, dándole a entender que emprenderíamos la jornada y que echaba el pecho al agua.
Y comencé desde luego a preparar mis lomos a la tarea, sintiendo no tener a mano medios fáciles de explicación para hacerle entender a mi compañero cuán bien haría en seguir con atrición y contrición mi buen ejemplo y mi cristiana resignación.
Efectivamente: después de comer al mediodía, empavesado yo al uso del camino, con jergueta carmelita, chupín canario y sombrerín calañés, y atildado mi inglés con camisolín de colores y albeando la persona con pantalones y jubón de patente y chaqueta de piqué graciosamente rayada y mosqueada de azul y llevando en los bolsillos dos pañuelos de Holanda, y con sombrerón de paja de Italia, nos metimos en danza para la romería, desde donde, después de agradablemente paseados y divertidos, vinimos a dar con nuestros cuerpos en casa de la tía Márgara. Aquí hicimos honores en forma al aguardiente de Yunquera de que Felpas nos habló antes, a pesar de los 35 grados de calor de que habíamos disfrutado aquel día; y después de aplaudir los juegos y rusticidades chistosas del Narro, recalamos al fin, oyendo la última campanada del rosario, en casa de la Remedios, en donde el baile se preparaba.
Nosotros logramos desde luego asientos de primera, y como piloto que debía conocer los bajíos y malas corrientes de aquella costa peligrosa, dejando a sotavento el sitio de los cantadores y tañedores, fui buscando con mi Pílades la parte superior del zaguán o cuerpo de casa en donde la función se parecía y tenía plaza, y allí en un rincón o ángulo me acomodé y rellané en silla fuerte y robusta, fortalecidos sus peldaños con traveses de estupendo espesor. Mi inglés no quiso admitir otra igual silla con que yo le brindaba advertidamente, y, como novicio e inexperto, escogió para asiento un escalón que allí se parecía, sin duda para confinar fácil e inmediatamente con las sayas de una zagala de diez y ocho a veinte años, que llenaba la otra mitad de aquel escabel de cal y canto. La fiesta iba ya por la epístola, es decir, iba ya bien comenzada; las guitarras sonaban y las coplas iban y venían, y las vueltas de rondeña y malagueña se sucedían con rapidez increíble. El cerco de la gente era dilatado y muy espeso en hileras. Un enorme velón de Lucena, de cuatro mecheros curvilíneos ardiendo como bocas de dragón, y colgado de un horcajo de madera pegado al techo de la estancia, alumbraba aquella escena grotesca, si extraña, si pintoresca. Las muchachas lucían con tal luminaria su aseo y su gentileza, y si sus ojos brillaban como abalorios o azabaches, el pelo negro y copioso que todas ostentaban recogido en castañas, tomadas con cintas encarnadas en la cabeza, les daban un aspecto tan graciosamente pastoril, que la imaginación olvidaba con desdén a tal vista el tocado femenil voluptuoso, romano y griego.
La luz de los mecheros que reflejaba vistosamente por tales ojos, hermosuras y arreos, se eclipsaba tristemente y apagaba en el grupo oscuro de hombres, que embozados en sus capas y apoyados en algún gran tajo de madera o mesa de noguerón, se bosquejaban confusamente y se dejaban mal ver a un lado y otro de las dos puertas, que ésta iba a la calle y la otra a los patios y corrales de la casa.
Caldera de gran buque con asa de dilatado cerco, recién bruñida por gentil mano y pendiente de sendas llares, condecoraba campestremente el frontis y lugar de aquel recibimiento general o salón de compañía de las casas rústicas de los pueblos de Andalucía. La chimenea que cobijaba todo aquel espacio, siendo de gran vuelo y amplitud, y blanca como la paloma, resaltaba ricamente con el tesoro de cobre y azófar que la coronaba, señal de ostentación y riqueza en aquellas comarcas. Allí otras calderas de menor calibre, limpias y rojas como las candelas, deslumbraban los ojos con su brillo; las espumaderas, los cazos, los peroles, las ollas de cobre, los escalfadores, las palmatorias, las lámparas, y otros cien trebejos y cachivaches, como chufetas, braserillos, copas, badiles, almireces y más baratijas, todo de metal relumbrante y limpio, eran muestra del ajuar copioso y rico de la casa, al paso que cinco o seis otros velones de no menor estatura que el que ardía entre el cielo y la tierra de aquel hemisferio, con sus grifos apagados y sus pantallas en alto, esbeltas e izadas arriba, parecían, entre las demás prendas de la chimenea, centinelas que vigilaban por tanto tesoro, o capitanes atrevidos y en orden de parada, que con gala y desenfado tenían el mando de aquellas escuadras relumbrantes y refulgentes.
Los dos costeños, que eran los sostenedores de la fiesta, mantenían el buen nombre de su habilidad con soltura y gracia, haciendo subidas y variantes muy extremadas, y poco oídas hasta entonces, y entonando la voz por lo nuevo y bueno, ya con sentido, ya con desenfado. El más mancebo de los dos Gerineldos (y por cierto que tenía muy buen corte) no quitaba ojo la Polvorilla, quien, por su parte, le pagaba, unas veces a hurto y otras bien a las claras, con miradas muy expresivas aquella preferencia y afición.
La Polvorilla era un pino de oro. Jaca de dos cuerpos, era muy bien ensillada, mejor empernada, y tomando tierra con dos dijes, que no con dos pies, pues tan lucidos y bien cortados eran. La cabeza era gentil, la mirada rigurosa, bebiendo con corales y marfiles que hacían eclipsar los ojos de purísimo gustito de quien la miraba, y traían el agua a la boca como deseando beber en aquella concha. Esta muchacha, grano de pimienta y pomo de quinta esencia de claveles, desde muy temprano había alcanzado fama y nombradía entre las chicas de breves y verdes años, y todo por cierta frase y palabra que soltó en ocasión solemne y estrepitosa. Se contaba que, estando en capullo todavía, y si son flores o no son flores, cierto día que no estaba presente su madre, algún caballero o majo, encontrándola sentada al oreo del lento y debajo de ciertos jazmines y arrayanes, le había hablado en estas o muy parecidas palabras:
—Dígame, niña: ¿se puede saber los años con que esa personita cuenta?
Y diz que ella, mirando al interrogante con sus dos azabaches de África, le respondió:
—Señor caballero, madre asegura que no tengo más que trece años; pero en cuanto a mí, ciertamente yo me siento de más edad.
La elocuencia fisiológica, gráfica y fulminante de tal frase, logró gran palma entre aquellos conocedores de las elegancias del idioma, y desde entonces, sin duda aludiendo a lo inflamable y estallante de tal cabeza, le pusieron a la persona el nombre y remoquete de Polvorilla; y esto porque, siendo el caso sucedido años había, cuando el conocimiento de los fósforos andaba poco derramado por aquellas partes, no se hablaba del pistón o cosa semejante, pues, a serlo, la hubieran llamado la Pólvora fulminante, o apodo por el estilo.
La Polvorilla, pues, era el pimiento chirle del lugar, la cuestión sin término de los mozos, y el regaño de toda fiesta, rifa, junta o baile en donde se encontraba. En el caso presente ya había bailado diez veces, cantado treinta coplas y matado a pesadumbres a dos docenas de hombres: bien que afortunadamente hasta el trance en que ahora vamos y logramos ir refiriendo, ningún siniestro ni tempestad de mayor marca había provocado. Con efecto: la cosa duró así larga pieza de tiempo, y ya casi llegué a persuadirme de que sonaría la queda sin fracaso alguno, felicitándome al propio tiempo de haber salvado aquel peligro, no de agua, sino de purísimo lanternazo, cuando mi compañero de aventuras, que sin duda repasaba en su imaginación otros iguales pensamientos que los míos, alargando el gallarín hacia mí, me dijo primero, parodiando ciertos versos famosos:
«Plaz mi ibero cavalier,
et dona malacitana,
et la danza sevigliana
et l'uomo bravo in destrier.»
Y luego, mudando de son y de pensamiento, añadió:
—Sed non invenio nec apparet Roque bronquisve.
Apenas había pronunciado estas nigrománticas palabras, sonó un silbido de mal agüero, sin acertar yo ahora a definir si vino de la parte interior o sonó por las afueras de la casa; pero ello es que, conforme se dejó sentir aquel reclamo, antes que nadie pudiera repararse, una voz cavernosa y muy reposada, sin saber de dónde salía, dijo con acento amenazador: Rooque.
Las guitarras, cual cogidas de sobresalto, suspendieron su vocinglería un instante; pero como para desquitar tal interrupción y hacer olvidar esta muestra de debilidad, los músicos cogieron inmediatamente el hilo de su cortado pasacalle, y redoblaron con mayor ahínco y fuerzas sus repiques y redobles.
El ama de la casa, en voz de contrapunto, dijo:
—Que se llame al alcalde (y alzando más el grito): o al escribano, mi primo, o a Rebenque el alguacil.
Las madres, dueñas y tías comenzaron a llamar por sus nombres y apellidos a las hijas, sobrinas y pupilas; de manera que podría creer quien tal oyera que asistía a la lista de una, dos o más compañías que, antes confundidas, van de pronto a rehacerse y ordenarse.
—No hay cuidiao (dijeron a un tiempo tres o cuatro voces de contrabajo profundo): no hay cuidiao; ande la fiesta y vengan hombres.
Yo eché una mirada de inteligencia a mi inglés, como advirtiéndole que el aguacero se acercaba, y dándole a entender de camino que había hecho muy mal en no estar pertrechado de alguna silla como la mía, que le sirviese in apuris de celada o rodela, según fuese el ataque y urgiese la necesidad. La cosa anduvo, sin por la buena todavía como diez o quince minutos, cuando al cabo de ellos, y como si la voz prodigiosa de Carvino en la familia de Wieland se hubiera dejado oír allí, se escuchó con más enojo y con cierto retintín el grito tremendo de Roooque.
—Ya esto es insufrible y pasa de bellaquería, —exclamó chillando la honrada ama de la casa.
—Fulana, Zutana, Mengana, Maricota, Nieves... (se oía por aquí); Fuensanta, Patrocinio, Juancha, Currilla... —se escuchaba por allá; y otros cien nombres por todas partes.
—Si digo que no hay cuidiao, —repitió con socarronería la voz de antaño.
—Pues siga la fiesta, —decían otros.
Yo miré a mi inglés a ver qué tal continente tenía, y éste, que ya iba tomando tiento al lance, se me dio por entendido, y me dijo en nuestra consabida monserga:
—Fruor, amice, sed jam appret Roque bronquisve.
Y no se equivocaba por cierto; pues en el propio instante algún brazo invisible, por lo presto y poderoso, dio tal revés al luminar que alumbraba la estancia, que así callaran sus bocas las cien mujeres, que al punto comenzaron a gritar por todos los tonos, como él quedó apagado y muerto cual si hubiese sido ciego de nacimiento. Cien cigarras chirriando a un tiempo, doscientas norias estridando premiosamente, mil gallinas y ánsares salteados por vulpeja o garduño, y mil chiquillos vapulados a telón alzado por mano grave y sentada, no remedan ni a cien leguas el escarceo y endiablada algazara que allí se armó y encendió. Las guitarras, sin embargo, proseguían en su clamoreo y en sus trinos, pues callarlas en semejante conflicto fuera cobardía y dar victoria a los contrarios. En seguida comenzaron los cintarazos y el bataneo de costumbre, y las carreras y encuentros de los que querían, acertaban y podían deslizarse y escabullirse, o al menos zabullirse y agazaparse. La vocería cesó, y los palos alzaban más el grito: había palo que valía cien reales, y silletazo que merecía un condado. Las guitarras en tanto tuvieron por conveniente entornar al fin el pico, no sin oponer una vigorosa resistencia la guardia argiráspide que las custodiaba. Un son lastimero y uno como eco de lejana y moribunda armonía fueron los últimos suspiros de aquellos dos instrumentos. Yo, como veterano en tales andanzas, desde luego tuve estudiado y adopté la posición que debí tomar y la postura en guardia que me convenía. Por mi vera percibía pasar silenciosas cabezas llenas de rizos, o deslizarse en agachadillas los callados pies de las Sabinas hermosas que huían de aquel recinto endiablado, así bien como tórtolas que huyen las enramadas invadidas por la brutez pastoril, o como tímidas cautivas que se alejan de los horribles lechos de los piratas y corsarios. De todo esto bien conocía yo cuál era su naturaleza de significación, así como desde luego entendí que aquellos ecos lastimeros de las dos vihuelas no era otra cosa que el ósculo de paz que habían dado al estrellarse como huevos frescos en la mollera de los dos tañedores costeños. Mas lo que me intrigaba sobre manera, por no poder atinar en alguna explicación razonable de ello, era oír unos como badajazos de campana, ya pausados, ya repetidos, ya desiguales, o ya de carrerilla, que traían atronado todo aquel recinto.
—No parece (decía yo para mi sayo) sino que el reloj del lugar se ha traslado aquí esta noche para tocar las doce, luego las cuatro, después las diez, sin orden ni concierto, confundiendo las horas con los cuartos y viceversa, y luego al contrario. Además, todo reloj en regla no se propasa a marcar más que las doce; pero éste da las trece, las quince, las veinticuatro. ¡Qué diablos podrá ser este son, que en ninguna otra culebra he oído ni sentido!...
Afortunadamente pronto salí de mi motivada curiosidad. En efecto: el alcalde acudió como era justo, justamente cuando ya todo había finado y concluido. Le seguían gran copia de luces, amén de los individuos de la justicia, que todos iban entrando y diciendo:
—Esto es cosa de juego y de nonada; que se encienda el velón, y siga la fiesta.
El velón fue levantado de su maltrecho, recibió nueva vida y lumbre, y ocupó su lugar de antes. Con su ayuda, y al brillo de las demás luces, se descubrió todo el campo salteado, se dibujaron fielmente todos los objetos, y tomaron color y vida. El alcalde tuvo el poder del Despertador de los Cementerios. A su llegada comenzó a levantarse y tomar posición vertical todo el ganado femenino que por aquí y por allí, a la hila de las paredes y por debajo de mesas y bancos, se había guarecido rebujadamente u horizontalmente del chubasco que había sobrevenido. En cuanto la estancia quedó iluminada, el primer objeto con que tropezaron mis ojos fue conmigo mismo, pues los perfiles de mi penumbra se dejaban ver en la pared a mi frontera. En efecto: tuve el placer de contemplarme hurtado suave y encogidamente contra la pared, teniendo mi silla embrazada por el espaldar, colocado mi asiento sobre mi cabeza, y sirviéndome como de casco romano, aunque adornado con las cuatro puntas de los cuatro peldaños. En una palabra: a tener actitud más noble, hubiéraseme antojado mi imagen la estatua de un Neptuno; pero considerándome como busto de medio cuerpo, sólo pudiera pasar muy bien por la efigie de algún rey de los longobardos, que él mismo se cobijaba la corona. Una de las guitarras la miré puesta por corbata de uno de los tocadores.
Cuando la refriega, y estando ya en manos de algún invasor, la enderezaron tan felizmente y con tal acierto a la cabeza del tocador, que, entrándola por el ánima del instrumento, se la sacaron limpiamente por su espaldar y fundamento. Fue golpe en verdad de gran limpieza, y entonces hubo de oírse sin duda aquel eco de melancólica armonía de que hemos hecho puntual mención. Al mirar a tal individuo con semejante collar, parecía que se engalanaba con dos cabestrillos de encumbrada prosapia y ascendencia: aquél era el pañolín de seda, y éste el mástil de la guitarra. La otra vihuela se parecía en derredor hecha menudos añicos, que cada cuál revelaba mil y una carambolas hechas limpiamente por mano airada y brazo fuerte.
Pero ¿qué serían aquellos badajazos campaniles que tan ruidosamente sonaban, y de que fiel relación tengo hecha a mis curiosos lectores? Voy a decirlo incontinenti. El inglés, que por lo negro del nublado sacó el hilo de la tempestad que comenzaba, se previno prudentemente para el caso. Adivinando el buen uso que yo pensaba hacer de la silla, y no teniendo otra igual a mano para aplicarla a tal menester por la preferencia que diera al asiento de cal y canto que con la muchacha ocupaba de por mitad, se apoderó desde luego de la oronda caldera que adornaba el hogar de la casa. Dueño de ella, se la puso como quitasol, y allí recibió el aguacero y granizada que tan rabiosamente disparó el cielo en aquel aposento. Es indudable que algún devoto de la chica, viendo al inglés tan cercano a ella, se propuso con tal motivo machacarle la caspa y tocarle a aleluya en la mollera. A esto debe atribuirse aquel repetir, dar, sonar y deshacer y resonar las diez, las once y las doce horas, y que el diablo sea sordo. Fortuna que tal capacete pudo lograr nuestro curioso Arturo.
Como este juego y escarceo inocente no provocó mayor pesadumbre y desmán, cual se lo hizo conocer acto continuo al alcalde la Polvorilla, que lista como un Argos fue la primera en descampar, como fue también la primera en parecer, dijo a voz en grito:
—¿Y porque hay chubascos no se ha de ver el cielo saliendo al verdoso? ¿y porque haga aire se han de clavar las ventanas? Nada ha sucedido sino salva y estruendo: guitarras hay y cuajo tenemos; siga, pues, la fiesta.
—¡Que siga! ¡que siga! —clamaron todos, y muy particularmente cinco o seis jóvenes de veintidós a veinticinco abriles, que haciéndose de nuevas entraron por las puertas. Hubo quien dijo que aquellos justamente habían dado el Roque y armado el Bronquis. Pero esto no puede creerse, atendido el respeto que se merecía el señor alcalde. Si ellos fueron, hicieron muy bien en volver a encender la zambra, pues, después de apalear a sus contrarios, nada más alegre como armarles fiesta y cantar la victoria.
Han pasado años y años de esta andanza y aventura, cuando no hace quince días que estándome leyendo en los porches de la Plaza Mayor el manifiesto del 19 del mes que espiró, me encuentro abrazado por mi amigo Arturo. Fácil es concebir nuestra recíproca alegría y satisfacción. Desde luego, además de la de los años, le hallé gran diferencia en su lenguaje. Sin duda debe haber estudiado mucho el castellano, y, más que todo, haber viajado continua y dilatadamente por España, para poseer tan bien y con tal propiedad nuestro idioma. Desde luego trajimos a la memoria el recuerdo de nuestra pasada aventura y de todos sus adherentes y circunstancias.
—¿Sabe V. (le dije) que he bosquejado un articulejo de costumbres, sirviéndome de cañamazo y urdimbre el suceso que así nos sobresaltó y que después nos divirtió tanto?
—Quiero leerlo (me replicó Arturo), para recordar algunas circunstancias y pintar en mi álbum la escena final de aquel acto, con su silla de V. sentada sobre la cabeza, y mi caldera sirviéndome de casco de centurión.
—¿Y por qué, si después de leído le agrada el artículo, no lo traduce al inglés, siquiera por memoria mía?
—No lo traduzco, amigo mío, porque para dar una idea real, histórica, exacta y cumplida a mis compatriotas de lo que es en este país dar un Roque y armar un Bronquis, he traducido ya minuciosamente y muy pormenor la sesión de las Cortes españolas de 16 del mes de marzo del año de gracia de 1846.