Escenas Andaluzas

Serafín Estébanez Calderón


Cuentos, Colección



Advertencia

Como podrá echar de menos el lector en este tomo de las obras del erudito e ingeniosísimo escritor D. Serafín Estébanez Calderón algunos de los artículos incluidos en la primera edición de las ESCENAS ANDALUZAS, bueno será explicar la causa de estas omisiones. No todos los que allí se coleccionaron encajaban en el título capital del libro; pero siendo el único que se daba a luz entonces, fue preciso comprender en él los trabajos más notables sobre costumbres españolas que hasta entonces había escrito el insigne SOLITARIO: ahora que van a publicarse varios tomos, nos ha parecido conveniente ordenar y clasificar lo que cada uno ha de contener, llevando los versos al de Poesías, y a otro de artículos sueltos aquellos que por la variedad de asuntos no podían formar grupo; con lo cual exponemos, y aun queremos justificar, las omisiones que pudieran notarse en la segunda edición de las ESCENAS ANDALUZAS.

Dedicatoria a quien quisiere

Se cuenta por contadores de cuenta (y en verdad que es historia muy de contar) un cuento asaz curioso, que antes hemos de poner aquí por punta y comienzo, que no por fin y contera de este librejo. Cuéntase, pues, que entre los muchos que siempre han bullido en Andalucía, hubo en Granada cierto poeta con la más graciosa manía que puede imaginarse. Con mucha vena componía bastante; con algo de vanidad (achaque del oficio), no buscaba Mecenas ni lectores; con sobra de pereza, fruta de tales árboles, no quería escribir ni corregirse, y con muy mucho de pobreza, diptongo inseparable de la profesión, ni podía darse a la estampa, ni saber a punto fijo si sus inspiraciones merecían nombre de versos, o la fresca calificación de verzas. Para salir de tantos y tan diversos pensamientos, le sugirió su imaginativa cierta traza admirable, que al punto la redujo a puntual y cumplida práctica. Por la ventana del zaquizamí que habitaba en los trasbarrios de la ciudad morisca, sacaba la cabeza al mundo, y ya en las primeras horas de la mañana, y ya en las horas reposadas de la siesta, inevitable y cuotidianamente daba la voz al viento con acento, ora ditirámbico, ora grave, ora socarrón y picaresco, dando así salida a los caprichos e inspiraciones de su musa, sin anuencia de nadie, sin previa citación al público, y sin recado preventivo ni invitatorio a bicho alguno piante ni mamante. A la curiosidad acudieron desde luego algunos oyentes, quier lavanderas, quier soldados, cuales pelaires y de menestralería, cuales estudiantes y otra más gente de zambra y fiesta, aunque toda de poca alfangía y menos pelo. Bien quisiera nuestro hombre, mitad orate, mitad poeta, ver mejorar la calidad de su auditorio, ya que en cuanto a la cantidad no estuviese disgustado del todo al todo; pero considerando que el remedio no era en su mano, y por la regla que no se consuela en el mundo sino el que es necio de capirote, dijo un día, si contento, si jactancioso: al fin tengo auditorio, y auditorio de españoles.

Yo también, asomando mi cabeza de vez en cuando por esta mi ventana de trapo viejo, batanado y trocado en papel flamante, si me veo con auditorio de charpa y cuatro dedos de enjundia de españolismo en sus inclinaciones y gustos como si dijéramos con oyentes y leyentes de la gente buena y bizarra de la tierra, matadores de toros, castigadores de caballos, atemorizantes de hombres, cantadores, bailadoras, hombres del camino y más que yo me sé, así de calzón y botín como de mantellina y sayas, también exclamaré con su retintín de vanidad y orgullo: Por fin y corona tengo auditorio, y auditorio de españoles.

Si tú, el que me escuchas o lees, ¡oh cándido oyente o pío lector!, no eres de alguno de los gremios susonombrados, atiende a lo que digo: antes de maldecirme o dejarme al lado, que es mucho peor, pásate y da un bureo por Triana de Sevilla, Mercadillo de Ronda, Percheles de Málaga, Campillo de Granada, barrios bajos de Madrid, el de la Viña de Cádiz, Santa Marina de Córdoba, murallas de Cartagena, Rochapea de Pamplona, San Pablo de Zaragoza, y otras más partes en donde vive y reina España, sin mezcla ni encruzamiento de herejía alguna extranjera; y si al volver y virar en redondo no me lees con algo del apetito y sabor, date por precito y relapso en materias españolas, que para ti nulla est redemptio y estás excomulgado a mata candelas. Si, por el contrario, en aquellos yermos y santas compañías has aprendido ahora o recordado luego lo que nunca debiste olvidar, o fuiste obligado a saber de coro desde tus primeros abriles, date por absuelto, y entra y cuéntate ya en redil y aprisco de la gente buena y legítima, y solázate y recréate conmigo, tú leyendo y yo relatando aquellas escenas sin par, aquellos rasgos españoles sin dudar en ello, y aquellas bizarrías que tanta gentileza manifiestan en la persona, cuanto esfuerzo revelan en el ánimo. Si de estos eres, recibe la pescozada de adopción y mi bendición patriarcal, y plegue al cielo que vivas más años que la CONSTITUCIÓN DE 1845.

Pulpete y Balbeja

Historia contemporánea de la Plazuela de Santa Ana


Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

(Cervantes)


No hay más decir sino que Andalucía es la mapa de los hombres rigulares, y Sevilla el ojito negro de tierra de donde salen al mundo los buenos mozos, los bien plantados, los lindos cantadores, los tañedores de vihuela, los decidores en chiste, los montadores de caballos, los llamados atrás, los alanceadores de toros, y, sobre todo, aquellos del brazo de hierro y de la mano airada. Si sobre estas calidades no tuvieran infundida en el pecho más de una razonable prudencia, y el diestro y siniestro brazo no los hubieran como atados a un fino bramante que les tira, modera y detiene en el mejor punto de su cólera, no hay más tus tus, sino que el mundo sería a estas horas más yermo que la Tebaida...

Por fortuna, estos paladines de capa y baldeo se contienen, enfrenan y han respeto los unos a los otros, librando así los bultos de los demás, copiando de aviesa manera lo que llaman el equilibrio de la Europa.

Aquí tose el autor con cierta tosecilla seca, y prosigue así relatando.

Por el ámbito de la plazuela de Santa Ana, enderezándose a cierta ermita de lo caro, caminaban en paso mesurado dos hombres que en su traza bien manifestaban el suelo que les dio el ser. El que medía el ándito de la calle, más alto que el otro, como medio jeme, calaba al desgaire ancho chambergo ecijano con jerbilla de abalorios, prendida en listón tan negro como sus pecados; la capa la llevaba recogida bajo el siniestro brazo; el derecho, campeando por cima de un embozo turquí, mostraba la zamarra de merinos nonatos con charnelas de argentería. El zapato vaquerizo, las botas blancas de botonería turquesca, el calzón pardomonte, despuntando en rojo por bajo la capa y pasando la rodilla, y sobre todo la traza membruda y de jayán, el pelo encrespado y negro, y el ojo de ascua ardiente, pregonaba a tiro de ballesta que todo aquel conjunto era de los que rematan un caballo con las rodillas, y rinden un toro con la pica. En dimes y diretes iba con el compañero, que era más menguado que pródigo de persona, pero suelto y desembarazado a maravilla. Este tal calzaba zapato escarpín, los cenojiles sujetaban la media a un calzón pana azul, el justillo era caña, el ceñidor escarolado y en la chaqueta carmelita los hombrillos airosos, con sendos golpes de botones en las mangas. El capote abierto, el sombrero derribado a la oreja, pisando corto y pulidamente, y manifestando en todos sus miembros y movimientos ligereza y elasticidad a toda prueba, daba a entender abiertamente que en campo raso y con un retal carmesí en la mano, bien se burlaría del más rabioso jarameño o del mejor encornado de Utrera.

Yo que me fino y desparezco por gente de tal laya, aunque maldigan los pares y los lores, íbame paso pasito tras sus dos mercedes, y sin más poder en mí, entreme con ellos en la misma taberna o ya figón, puesto que allí se dan ciertos llamativos más que el vino, y yo, cual ven los lectores, gusto llamar las cosas por sus nombres castizos. Me entré y acomodeme en punto y manera de no interrumpir a Oliveros y Roldán, ni que parasen la atención en mí, cuando vi que, así que se creyeron solos, se pasaron los brazos, en ademán amigable, por derredor del cuello, y así principiaron su plática:

—Pulpete (dijo el más alto), ya que vamos a brincar frontero el uno del otro con el alfiler en la mano, de aquí te apunto y allí te doy, de guárdate y no le des, de triz traz, tómala, llévala y cuéntala como quieras, vamos antes a nos echar una gotera a son y compás de unos cantares.

—Seor Balbeja (respondió Pulpete, sacando al soslayo la cara y escupiendo con el mayor aseo y pulcritud, en derecho de su zapato), no seré yo el que por la Gorja ni otra mundanidad semejante, ni porque me envainen una lengua de acero, ni me aportillen el garguero, ni pequeñeces tales, me amostace yo ni me enoje con amigo tal como Balbeja. Venga vino, y cantemos luego, y súpito sanguino aquí mismo démonos cuatro viajes.

Trajeron recado, apuntaron los vasos, y, mirándose el uno al otro, cantaron a par de voces aquello de caminito de Sevilla y por la tonada de los panes calientes.

Esto hecho, se desnudaron de las capas con donoso desenfado y desenvainaron para pinjarse cada cual, el uno un flamenco de tercia y media, con cabo de blanco, y el otro un guadifeño de virola y golpetillo, ambos hierros relucientes que quitaban la vista, y agudos y afilados para batir cataratas cuanto y más para catar panzoquis y bandullos. Ya habían hendido el aire dos o más veces con las tales lancetas, revueltas las capas al siniestro brazo, encogiéndose, hurtándose, recreciéndose y saltando, cuando Pulpete alzó bandera de parlamento y dijo:

—Balbeja, amigo, sólo te pido la gracia de que no me abaniques la cara con Juilón tu cuchillo, pues de una dentellada me la parará tal que no me conociera la madre que me parió, y no quisiera pasar por feo, ni tampoco es conciencia descomponer y desbaratar lo que Dios crió a su semejanza.

—Concedido (respondió Balbeja); asestaré más bajo.

—Salva, salva los ventrículos también, que siempre fui amigo del aseo y la limpieza, y no quisiera verme manchado de mala manera, si el cuchillo y tu brazo me trasegasen los hígados y el tripotaje.

—Tiraré más alto, pero andemos.

—Cuidado con el pecho, que padezco de cansancio.

—Y dígame, hermano: ¿por dónde quiere que haga la visita o calicata?

—Mi buen Balbeja, siempre hay demasiado tiempo y persona para desvencijar a un hombre; aquí sobre el muñón siniestro tengo un callo donde puede hacer cecina a todo su sabor.

—Allá voy-dijo Balbeja; y lanzose como una saeta; reparose el otro con la capa, y ambos a dos, a fuer de gallardos pendolistas, comenzaron de nuevo a trazar SS y firmas en el aire con lazos y rúbricas, sin despuntar empero pizca de pellejo.

No sé en qué hubiera venido a dar tal escarceo, puesto que mi persona revejida, seca y avellanada no es propia para hacer punto y coma entre dos combatientes; y que el montañés de la casa se cuidaba tan poco de lo que sucedía, que la algazara de los saltos combatientes y el alboroto de las sillas y trebejos que rebullían, los tapaba con el rasgado de un pasacalle que tañía en la vihuela con toda la potencia del brazo. Por lo demás, estaba tan pacífico como si hospedase dos ángeles y no dos diablos encarnados.

No sé, repito, dónde llegara tal escena, cuando se entró por el umbral de la puerta una persona que vino a tomar parte en el desenlace del drama. Entró, digo, una mujer de veinte a veinte y dos años, reducida de persona, pero sobrada en desenfado y viveza. El calzado limpio y pulido, la saya corta, negra y con caireles, la cintura anillada, y la toca o mantellina de tafetán afranjado, recogida por bajo del cuello y un cabo de ella pasado por sobre el hombro. Pasó ante mis ojos titubeando las caderas, los brazos en asas en el cuadril, blandiendo la cabeza y mirando a todas partes.

A su vista el montañés soltó el instrumento, yo me sobrecogí de tal bullir cual no lo sentía de treinta años acá (pues al fin soy de carne y hueso), y ella, sin hacer alto en tales estafermos, prosiguió hasta llegar al campo de batalla. Allí fue buena: D. Pulpete y D. Balbeja, viendo aparecer a doña Gorja, primer capítulo del disturbio, y premio futuro del triunfante, aumentaron los añascos, los brinquillos, los corcovos, los hurtadillos, las agachadillas y los gigantones, pero sin tocarse en un pelo. La Gorgoja Elena presenció en silencio por larga pieza aquella historia con aquel placer femenil que las hijas de Eva gustan en trances semejantes. Tanto a tanto fue oscureciendo el gracioso sobrecejo, hasta que, sacándose de la linda oreja, no un zarcillo ni arracada, sino un trozo de cigarro de corachín negro, lo arrojó en mitad de los justadores. Ni el bastón de Carlos V, en el postrer duelo de España, produjo tan favorables efectos. Uno y otro, como quien dice Bernardo y Ferraguto, hicieron afuera con formal respeto, y cada cual, por la descomposición en que se hallaba en persona y vestido, presumía presentar títulos con que recomendarse a la de los caireles. Ésta, como pensativa, estuvo dándose cuenta en sus adentros de aquel pasaje, y luego con resolución firme y segura dijo así:

—¿Y este fregado es por mí?

—¿Y por quién había de ser?; porque yo..., porque nadie..., porque ninguno... —respondieron a un tiempo.

—Escuchedes, caballeros (dijo ella). Por hembras tales cuales yo y mis pedazos, de mis prendas y descendencia, hija de Gatusa, sobrina de la Méndez y nieta de la Astrosa, sepan que ni estos son tratos, ni contratos, ni cosas que van y vienen, ni nada de ello vale un pitoche. Cuando hombres se citan en riña, ande el andelgue y corra la colorada, y no haber tenido aquí a la hija de mi madre, sin darle el placer de hacer un floreo en la cara del otro. Si por mí mentían pelea, pues nada de ello fue verdad, hanse engañado de entero a entero, que no de medio a mitad. A ninguno de vos quiero. Mingalarios, el de Zafra, me habla al ánima, y él y yo os miramos con desprecio y sobreojo; adiós, blandengues, y si queréis, pedid cuenta a mi D. Cuyo.

Dijo, escupió, mató la salivilla con el piso del zapato, encarándose a Pulpete y Balbeja, y salió con las mismas alharacas que entró. La Magdalena la guíe.

Los dos ternes legítimos y sin mancha siguieron con los ojos a aquella doña María la Brava, la valerosa Gorja; después, en ademán baladí, pasaron los hierros por el brazo como limpiándoles de la sangre que pudieran haber tenido; a compás los envainaron, y se dijeron a un tiempo:

—Por mujeres se perdió el mundo, por mujeres se perdió España; pero no se diga nunca, ni romances canten, ni ciegos pregonen, ni se escuche por plazas y mataderos que dos valientes se maten por tal y tal. Deme ese puño, D. Pulpete; venga esa mano, D. Balbeja-dijeron, y saltaron en la calle lo más amigos del mundo, quedando yo espantado de tanta bizarría.

La rifa andaluza

Oíd, que os quiero contar
del niño Amor los enredos
y sirva mi voz de antorcha
que alumbra cuidados ciegos.

(Romancero general)


En el baile del Ejido
(nunca Menga fuera al baile)
perdió sus corales Menga
un disanto por la tarde.

(Góngora)


No juzguen mis amables lectoras que voy a entretenerlas el ocio, relatándoles el cómo y cuándo este palacio magnífico o aquella quinta deliciosa viene a llenar de gozo, por un azar feliz de lotería, la esperanza de dos recién casados, que, arriesgando a la fortuna unos pocos ducados, pueden concluir su luna de miel en una mansión encantada por los atractivos del placer primero y por las comodidades del lujo. Estas agradables peripecias son tan peregrinas, por no decir imposibles, que sería cargo de conciencia despertar sensaciones y deseos que no se pueden cumplir, y yo, dijes de mi alma, no quisiera más que moveros un antojo para satisfacerlo a renglón seguido, reservándome empero siempre una pizca, un tantico de placer para mi justo pago.

Tampoco mi Rifa es de las que vemos cada noche en toda tertulia; quiero decir, que no es de aquellas en que tal bujería, o cual lindo bordado suele echarse a la mayor de espadas con mucha zambra y algazara de señora abuela y tía, que no sé por cual sortilegio son siempre las afortunadas en tales ferias. Esto es trivial por todo extremo, y sería daros enfado emprendiendo cuento, señoras mías, que pasa por vuestros ojos cuotidianamente. Si lo imposible no me gusta, lo muy trivial me enfada en mucho más, y así por la región media emprende hoy su vuelo el razonamiento mío, para contaros sabrosamente los puntos y señales de una Rifa Andaluza.

Representaos, lindas suscritoras, en vuestra viva imaginación un paisaje tal, cual mi rústico pincel lo delinee, pues antes de pensar en la farsa bueno será prevenir escena donde ponerla en tablas. Al frente, digo, que os figuréis una ermita limpia y enteramente pintoresca, cual se encuentran a cada paso en aquel país de la poesía. Unos cuantos árboles den frescura al llano que sirve de ante-atrio, y por los troncos suban sendas y pomposas parras, que, tejiéndose por el dosel de mimbre y caña que cubre todo aquel espacio, formen un sombrío bastante para amansar los rayos del sol y debilitar su luz activa y que deslumbra. Un cauce sonante de agua corra por la espalda, moviendo estruendosamente uno o dos molinos, cuyo rumor grave y no interrumpido sirva de bajo musical al contrapunto agudo de las golondrinas que entren y salgan rápidamente por las claraboyas de la ermita, casi tocando con sus alas negras y pecho bermejo las cabezas de los que afuera preparan la fiesta. Para ella fórmese un cerco con los escabeles y escaños de la cofradía, intercalados por distintos sitiales de respeto que han de ocupar el Mayordomo, los mejores y más diestros tañedores de la vihuela, y la Reina, que se aclamó la rifa pasada.

A un lado, separadas de todo tacto masculino y ataviadas cuanto más posible, estén las muchachas solteras del barrio o aldea (pues el lugar de la acción lo dejo a voluntad ajena), llenas de belleza y de donaire, con moños de colores simbólicos en el pelo y con la laya de adornos que a bien tengan, pues en tal elección dejo libre albedrío; pero no omitidme el calzado muy limpio y el talle breve y como de sortija, pues nosotros los de puertos allende, niñas de mis ojos, somos inexorables en tales menudencias. Cuatro o seis dueñas de rostros avinagrados y de manto largo de bayeta negra antequerana, cuiden rellanadas en el ángulo del cerco, de avizorar toda descompostura, y de calmar con gestos tan endiablados cuanto expresivos la fermentación de aquel género volátil que custodian. Los mancebos en pie, derechos como husos, formen corro en derredor de los escaños, y dichoso el que pueda atalayar a su Melisendra frente a frente, o que logre flanquear la dificultad y colocarse al respaldo del asiento de la requebrada; así, y con poner a la otra parte dos o tres hombres provectos y barrigudos, eternos cabildantes de la hermandad y que autorizan el acto, tenéis ya, pintoras hechiceras, el cuadro casi concluido.

Digo casi concluido, pues nada os he dicho ni del Rifador ni de la Reina del festejo, personajes de primera figura, cual débese sospechar.

La Reina, como dije, es la bailadora que más gala adquirió en la pasada fiesta, ya por su gentileza y gallardía, y ya por el número mayor de danzadores que consiguió cansar; objeto poco edificante que las mujeres logran con más prontitud que quisieran. A los pies de tan linda zagala haya un azafate lleno de flores deshojadas, donde se brinden las ofrendas de los devotos para la santa imagen, que ya son en primavera rosas y claveles y ramilletes, y en otoño, este o aquel fruto tan vistoso cuanto sazonado.

El Rifador se deja ver subido en algún banquillo de noguerón viejo, descollando y blandiéndose como cimera del concurso, parlando y accionando más y más. Es fuerza que tal papel se desempeñe por hombre de chiste y chispa, y de destreza suficiente para picar la vanidad de los unos y mover la condición menos pródiga de los otros, feriando razonablemente los regalos que se muestran.

Yo, queridas amigas, que tengo ciega pasión por todo cuanto huele a España, principiando por las españolas, no soy voto calificado y de imparcialidad en la materia; pero en conciencia puedo afirmar que he olvidado veces muchas agradablemente el tiempo escuchando las razones agudas del Rifador, y las sales que donosamente saltaban en sus labios, forjando ya el encomio del clavelón amarillo, emblema de la necedad entre aquellas gentes, o ya pintando el rico sabor del higo nopal o tuno, fruto casi peculiar de la Andalucía.

Entre tanto la danza sigue, las coplas se suceden, dejándose escuchar por entre el son del crótalo de granadillo, el trino de la prima y la entonación sonora y clamorosa de los bordones en la guitarra y bandolín, que manos diestras los fuerzan a sonar al unísono y con la más agradable melodía.

En este punto armónico y de algazara se hallaba el festejo cierta tarde de la bendita Cruz de Mayo, cuando ocurrió la aventura más cómica que puede inventar la más picaresca imaginación.

Un mancebillo vivaracho y pimienta, de capote de alamar, chupetín bordado y faja rosada al cinto, no quitaba ojo de la Reina del baile, echándose a la cara el sombrerillo de alta copa. De tiempo en tiempo miraba atravesadamente a cierto caballerete de calzón ajustado, corbatín muy premioso y levita bien cortada, que sin saber por dónde se deslizó blandamente, y sin ser sentido ni percibido, hasta llegarse al respaldo de la Reina, con quien cruzaba algunas razones, más bien disparadas y mejor respondidas que hubiera deseado nuestro majo atisbador. Ella, que en aquel punto, queridas mías, gozaba de la fruición soberana que todo pecho femenil tiene cuando ve morder cebolla y agria naranja al pobrete que bien ama, advirtiéndole así que no es bueno querer tanto, la zagala coronada, digo, sin acordarse ni por cien leguas de su D. Cuyo, se enredaba más y más en la plática del D. Lindo, riendo ora, y ora dándole algunas de las flores del azafate bendito.

Tocándole su vez al paciente para encomendar al viento alguna copla, y queriendo dar un silbo preventivo que recogiese al aprisco aquella oveja descarriada, al suave compás de la rondeña le cantó la siguiente endecha:


Me estoy muriendo de sed
teniendo aljibe en mi casa,
pero alivio no lo encuentro
porque la soga no alcanza.


Bien no entendiera la maligna parladora la alusión del sediento y del poco alcance que para su alivio encontraba, o, por mejor decir, no queriendo escuchar tales pedigüeñerías, se desentendió con destreza suma del tal lamento, y más anudó su coloquio con el pisaverde encorbatinado, que con melindres mil, y relamiéndose como si dijéramos un lechuguino del café de Sólito, alzaba la cresta como gallo triunfante. El doliente y celoso amante, queriendo hacer el postrimer esfuerzo para recordar sus obligaciones a la voluble bailadora, y ganar por la ternura lo que perdía por las artes del advenedizo rival, tomó el canto otra vez a su turno, y con voz si bien vacilante si bien suspirada, entonó la copla siguiente:


Yo soy la vela de cera
que está ardiendo en tu servicio,
y en pago del beneficio
le das un soplo a que muera.


Pero por más reclamos que dio el arrullador, la paloma se daba por sorda, y tanto tanto se mantuvo en sus trece, que el galán, picado, se dejó de su postura contemplativa y triste, se arregló el sombrero tirándolo atrás, sacudió el capotillo y se puso en planta de obrar alguna acción de marca y de mayúsculo estrépito. Al propio tiempo la orquesta resonaba con mayor brío, reforzada por una pandereta y dos platillos, las cantinelas se repetían, y en ellas se decían sus misteriosos secretos y sus sentidas quejas los novios y las requebradas, pues no deben olvidar mis discretas lectoras que por todo aquel país, el tañedor, el cantante, el galán y el poeta son cuatro cosas que casi siempre se encuentran en una propia persona.

El Rifador, en tanto, rebosaba de gozo en su cátedra por ver cuán cumplidamente feriaba todos los regalos que ponía en rifa. Su elocuencia iba en aumento, sus gracias hervían en su boca, haciendo llenar con moneda menuda el azafate florido.

—¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen! (decía): ¡real de plata, real de plata dan por ella!

Y esto gritando, mostraba la flor más hermosa, de más aromas y de más púrpura que vergel frondoso dio en los asomos del mes de mayo.

—¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen! (proseguía): ¿quién la puja, quién la puja? Real de plata dan por ella. Mancebillos tacaños, acudid y mejorad: ¿quién no querrá poner la flor en el pecho de su novia? Hacedle este regalo a vuestras rapazas, y daréisles una lección con él. ¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen!..., que ya dan cuatro reales; que se la llevan, que se la llevan; ¡ya sé yo a cuyo seno va!, ¡que se la llevan! Dichosa quien tiene galán desprendido; ¡que se la llevan!..., que dan medio duro, diez reales u ochenta y cinco cuartos! ¡viva mi barrio! ¡Nadie en él guarda el dinero; de allí sólo salen los garbosos y gastadores, los desprendidos y generosos!...

Por aquí iba de su alocución, cuando, levantándose el galán del sombrero alto y capotillo corto, alzó el grito y dijo:

—Señor Capaypa, veinte reales vale la rosa, y más lo que vuesa merced me mande; pero si está ya feriada en los veinte, entréguela con su mano, que con la mía no, a la Reina Bailadora, y comencemos el sainete...

—¡Viva Juancho! ¡viva Juancho!, hijo de la Nena, nieto de Sinforoso (respondió el honrado Capaypa). ¡Viva mi barrio, tesoro de los hombres buenos y generosos! ¡La buena cepa buenos renuevos cría!

Y así diciendo, a voz desplegada, dio la rosa a la picaruela rapaza, que llevándola primorosamente a la nariz, la asentó con el mayor aseo en el hoyo de su pecho, volviendo los ojos al desgaire y por primera vez al amartelado amante.

El Rifador, al alargar la rosa, y tropezando sus ojos con la efigie del alfeñique caballerete, añadió:

—¡Viva mi barrio! ¡viva Juancho!, que si sabe gastar parolas con las mujeres, tampoco ignora el alzar el gallo entre los hombres, y su voz en las rifas sobresale siempre, y con ella sus reales de a ocho.

El del corbatín bajó la vista, como quien conoce el tiro no oblicuo de la saeta, y trató de volver a su plática con la zagala, la que, sin duda, advirtiendo en aquel punto que hubiera sido galantería de molde el que la rosa se la presentara conquistada en la rifa el mismo que por tanto tiempo gozó de sus palabras, no emprendió el segundo coloquio sino con la tibieza que vosotras mismas, candidísimas y no malignas lectoras, usaríais en aquel trance...

—¡Al sainete, al sainete! —dijeron todos; y sonando la fiesta con más algazara, los cantores y cantoras comenzaron a salpicar sus coplas con más pique y salsa que las entonadas de trasmano, y pasándose de uno en otro los bollos y los roscos, los dulces y las avellanas, apareció en su cátedra el compadre Capaypa embozado en su capa, con el aire más socarrón y de redomado que hallarse puede.

—¡El beso del niño, el beso del niño! (gritó el Capaypa), ¡qué frescura en la tez, qué sabor en la pulpa, qué finura al tacto! ¿Quién paga el beso, quién paga el beso?

—Diez reales envido, gritó el del capotillo, y bese al niño rollón el caballero del levitín, el que parla con la Reina Bailadora y la olvida de sus obligaciones... de presidencia.

—¡Bravo! ¡Vítor! Que lo bese si no puja (replicó Capaypa). ¡Ah, señor caballero! Acordaos de quién sois (y le dirigió la palabra); acordaos de quién sois, si es que sois alguna cosa, y volved al caño las demasías de Juancho, y que él sea quien bese a mi niño rollón. ¡Viva mi barrio, viva mi barrio!

El apostrofado conoció que toda la batería iba a disparar en su pobre bulto, y así, con su mejor gracia, trató de tener buen talante y hacer frente a los peligros, y rayar de rumbo para no desmerecer el alto concepto de la zagala.

—Dos reales y medio ofrezco, y me libro de la penitencia-dijo el acometido, y se le replicó con un flux de risa general en todo el auditorio.

—¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (prosiguió Capaypa.) El pico de los dos y medio, señor mío, vayan sobre los diez envidados ya, y se admitirá la postura; y de no, allá va mi niño. ¡Viva mi barrio, viva mi barrio!

—Pues bien (contestó altivamente el señorito): allá van los doce reales y medio, y quedo en salvo, que a mí nadie me enceniza la frente, y menos por...

—Dos duros, y que bese al niño (replicó el antagonista), y luego arreglaremos cuentas, seor futraque-y lo miró de reojo.

¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (clamaba Capaypa.) ¡Cuarenta reales! Eso es humo, señor Juancho. En el señorito don... (Don Quico se llamará, que todo nombre es bueno cuando recae en tan linda persona); en el señorito, digo, hay presencia, potencia y resistencia; quiero decir, que no ceja; ya pujará por cuatro, y veremos quién a quién...; pero mientras Juancho se mantenga al frente, ¡viva mi barrio, viva mi barrio!

El apurado caballero figurilla, que no esperaba la cuña de los cuarenta, se requirió el garguero como para pasar tamaña píldora, llevó la mano al pelo sin tener comezoncilla, y luego inadvertidamente solfeó los dedos por sobre el bolsillo, dando con tanta pantomima mayor asidero a la burla. La Reina Bailadora, como si lo viese acometido de pronto por algún tifus pestilencial, retiró de su lado el sillón que ocupaba, y una nube de descontento pasó por su lindo entrecejo. El corrido amante midió la mengua y afrenta con que iba a mancharse, y con resolución heroica, dijo:

—Cuarenta y dos reales doy, y salgo libre-y así diciendo, miró a la prenda como para pedirle albricias de su espléndido valor; pero el entrecejo se oscureció más y más, y otros borbollones de risa resonaron en derredor; pero la intensidad de tanta carcajada la venció con su voz el del capote, diciendo:

—Cinco duros; cien reales doy, y bese al niño rollón, y descapótele la coronilla.

—¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (respondió el inexorable Capaypa.) Mi Juancho tira al hueso palomo, va derecho y no me da corcovos. A la cabeza, a la cabeza, y allí se mata al contrario. Cien reales es bote de a folio: pocos tienen aliento para él, y ninguno lo aventaja. Pero, ¡silencio, silencio! Los señores tienen su sangre y su alma, y aunque con hipos, suelen cumplir de mil a mil años. Nosotros por calidad y ellos por vanidad. ¡Cien reales, cien reales!, y el señorito besará a mi niño, y ainda mais descapotará la coronilla.

Todo fue en vano. Por más que hizo el orador Capaypa por picar la vanagloria del figurilla, nada consiguió, y éste, viendo que el juego crecía, que el rival no llevaba trazas de ceder y que la zagala por su mal gesto no pensaba agradecerle sus pujas y mejoras de los pobres maravedís, juzgó por conveniente el mudar plan de campaña, y de la defensiva, resueltamente tomó la ofensiva por el lado más cómico que darse puede.

—Señores (dijo): mi condición es dulce y nada huraña; el concurso creería que yo era alguna esfinge, alguna tarasca, si me opusiese por más tiempo y con tanto ahínco al beso de esa criatura, de ese niño, que juzgo ha de ser blanco y rubio como las candelas; venga al punto, y llevará el beso más cordial que dio madre primeriza, y pague mi contrario los cien reales.

—¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (pregonó el consabido.) ¡Victoria por Juancho, y cúmplase la penitencia!

Esto diciendo, salta del pulpitillo gallardamente, desembózase para sacar el niño, y muestra, ¡oh longanísimo y robustísimo San Cristóbal!, muestra, repito, la fruta, el vegetal más descompasado que nunca produjeron los hortelanos. El sentenciado caballero echó ojos a lo que él esperó besar como pastorcito muy pulido, y mirándolo le pareció ver, con las candelillas que le saltaban entonces en la vista, que era el gigante de los rábanos que se le acercaba como cañón en batería; luego se figuró ver alguna zanahoria patagónica; después creyó mirar un calabacín de a treinta y seis; pero al fin, restregándose los ojos, y ya con la serenidad de la desesperación, reparó que el niño donde había de poner sus labios era un cohombro colosal, amarillo y chifón, que se guardaba para aquel doloroso trance. El penitenciado se disponía a imprimir su ósculo con la humildad debida, cuando la Reina Bailadora notó que por preeminencia de su dignidad a ella le tocaba (que a otro no) el administrar la justicia. Todos convinieron en ello, y pusieron en su falda el vegetal tremendo; y el antes triunfante y ahora rendido paladín, puesta la rodilla en tierra, dio su beso, y se disponía a irse y tomar vuelo, cuando la desapiadada ejecutora le mandó que descapotara al niño.

La gresca y la risa irónica ensordecía, y todos agrupaban las cabezas para contemplar más de cerca tan risible caso, cuando el burlado preguntó humildemente qué cosa era descapotar.

—Nada, hermano (replicó la Reina) abra la boca y muerda, del tal modo que escogiere, la coronilla de esta sabrosa fruta; bueno es que abra la boca quien tanto cierra la bolsa.

A esto asestaba el amarillento cohombro contra la tronera del triste arrodillado, quien al fin, sumiso, entreabrió los labios con el primor posible, y como dama golosa, para cumplir su encargo sin descomponer la figura. Pero la maligna Bailadora, que ya esperaba este melindre, no bien apuntó y vio en jurisdicción extraña el comienzo, cabo o rabo de la fruta, cuando haciendo hincapié lo embazó todo entero por la boca de aquel desventurado, quien se quedó con huésped tal en ella, ni más ni menos que como uno de los figurones de berroqueña, que por ancho canuto vomitan agua en las grotescas fuentes de Aranjuez o la Granja. Vengada la vanidad de la zagala, y satisfecho su engañado orgullo, se levantó el de la triste figura acompañado de la chifla general y de los silbidos más armoniosos y compasados que nunca oyó un teatro musical, silbidos y chiflas que aumentaron cuando, al volver la espalda, le miraron lleno de harapos, alárgalos y ahímelollevas con que le habían adornado durante su última y dolorosa estación las otras mozuelas del baile.

Cerrada la fiesta, amigas mías, se averiguó que el señor tan malparado era un estranjis, y ya veis que en esto de gentileza con damas, bueno es que el nombre español quede bien sentado. Entre tanto, perdonadme de que en mi plática os llame mis queridas, mis dijes, y otros motes de este jaez, pues tan dulce confianza, ni daña al respeto ni a la fina galantería. Por otra parte, mis copiosos años pueden permitirme libertad tan inocente, y si en esta o en aquella ocasión os pudiera hablar a solas y al oído, ¡cuántas lindezas no escucharais más entretenidas que no la Rifa andaluza!

El bolero

Arrimó a un lado la guitarra, y ordenando a sus discípulos diesen principio a ejercitar sus habilidades, empezó la batahola. Unos se agarraron a las cuerdas, y sostenidos por ellas, se ejercitaban en hacer cabriolas; otros paseaban con gravedad el salón, y de rato en rato hacían mil mudanzas diferentes. Éstas, levantando sus guardapieses hasta las rodillas, apoyadas en algún mozalbete, subían y bajaban los pies...

(La Bolerología)


Fila sexta, número onceno, y en cierto corral de comedias de esta corte, tiene cada prójimo por sí solo, y todo el público in solidum y de mancomún, un sitial holgado y cómodo, de donde poder atalayar con los ojos y escuchar con las orejas (¡atención!), desde el farsado más humilde y villanesco hasta lo más encumbrado y estupendo en lo gañido, tañente y mayado que vulgarmente llamamos canto nosotros los dilettantis. Todo ello lo puede haber cualquiera por un ducado y algunos cornados más, suma despreciable para estos tiempos opimos en que corre tanto de la tal moneda, no contando, en verdad, aquel aliquid amplius que por aguinaldos y albricias dan en algunos días de crédito, violentamente gustosos, tal cual caballerete calzafraque y corbata, de los de algalia en pañuelo y nonada en la faltriquera. Den ellos lo que gusten y bien les plazca, puesto que quieren disfrutar, y gozan, con efecto, de las primeras apariciones escénicas y de las estrenas teatrales, que yo, tan discreta cuanto literariamente, soy contento con entrar en día no feriado ni notable al hora circumcirca en que se media o biparte la función, y pagando con un saludo al alojador, me aprovecha más asentarme sosegadamente y ver el rabo y cabo del espectáculo, puesto que el fin de una comedia del día no es el peor plato que se puede servir al gusto.

No ha muchas noches que con estas tales circunstancias ocupé el referido sitial once, teniendo por cenit la araña rutilante, y por nadir un ruedo de atocha valenciana, que algún aficionado hubo de colocar allí para pedaño y alfombra: bien hace de poner en cobro sus pies, pues no faltará femenil persona que cuide de su cabeza. Un can que busca abrigo en las frialdades del invierno, suele, formando rosca, aumentar el calor de la estancia, y como que un golpe lo puede irritar, sirve de saludable despertador con sus gruñidos y sus dientes caninos para las adormideras que las musas sirven hoy en los teatros. No fue el can sólo mi única compañía, pues como quien dice tabique por medio, se encontraba un vejete limpio y atildado, de ojos saltadores y lengua bien prendida, que no ansiaba cosa mejor que por conversación y plática. Apenas, catalejo en mano, concluí mis observaciones astronómicas por aquella esfera no celeste del teatro, cuyas estrellas por mayor seña todas estaban eclipsadas, cuando mi vecino, con voz suficiente y sonante, me dijo:

—Amigo, comedia mala, o mala comedia, que todo es lo mismo, o, lo que es igual, detestable y pésima representación.

Yo, que no gusto contradecir a nadie, le respondí con un gesto afirmativo, y mi hombre prosiguió diciendo:

—Las piezas malas por sí solas y las buenas por los atajos e intercalares que les dan los farsantes poetas, pronto dejarán el corral vacío, aparte que los Zabalas y Comellas no parece sino que se han vuelto semilla volante que pulula y germina a más no poder por las cimas y faldas del Parnaso español; por mí le aseguro (y me miraba de hito en hito), que a no ser por el baile, no salvaría el umbral de esta casa.

—¿Y qué tenemos esta noche de bueno? —le pregunté.

—¡Oh amigo! (respondió.) Vuesa merced verá cierta andaluza recién llegada, que baila a las mil maravillas, y feria un bolero tan galano, que los adornos, gracias y aditamentos que lleva no se ven ha mucho tiempo. Es linda y bien cortada, y en cuanto vuesa merced la vea sospechará, como yo, que en la fábrica y estructura de su persona tienen más parte el aire y el fuego, que no el agua y la tierra.

Decir esto, sonar el silbato del señor Consueta (siempre hablé con respeto), subir el telón y aparecer la perla bailadora, fue todo un punto.

En verdad, en verdad, pocas mujeres vi nunca tan cumplidas, y por el prendido dificultosamente se hallaría cosa tan rica ni tan airosa. Los instrumentos comenzaron a marcar la medida con la gracia y viveza que tienen las tonadas del Mediodía, cuando mi parlador vecino, inclinándose al lado, me dijo:

—Todo es completo, por felicidad nuestra; el acompañamiento está tomado de la tiranilla Solitaria y del bolero antiguo de las Campanas, pero el revuelto está hecho con maestría, y ni Gorito lo fraguara mejor. Yo lo vi bailar años pasados al Rondeño y a la Celinda; pero sobre todo la Almanzora...

No sé dónde hubiera ido a dar con su biografía boleresca, cuando finalizado el retornelo, se lanzó la zagala al baile, y el vejete cayó en éxtasis en su asiento, dejándome en paz.

No podré más decir por parte mía sino que desde el primer lazo y rueda que tejió y deshizo con sus brazos airosos la danzadora gentil, me sentí llevado en vilo a otro país encantado. El donaire de los movimientos contrastaba con cierto pudor que autorizaba y daba señorío al rostro, y este pudor era más picante resaltando con el fuego que derramaban dos ojos rasgados y envueltos en un rocío lánguido y voluptuoso. Mi vista corría desde el engarce del pie pequeñuelo hasta el enlace de la rodilla, muriéndose de placer pasando y repasando por aquellos mórbidos llenos y perfiles ágiles, que a fuer de nube caprichosa de abril ocultaban y tornaban a feriar la seda de la saya, y los fluecos y caireles. En fin: aquella visión hermosa se mostró más admirable, más celestial, cuando, tocando ya al fin, la viveza y rapidez de la música apuntaron el último esfuerzo de los trenzados, sacudidos y mudanzas; las luces, descomponiéndose en las riquezas del vestido, y éste agitado y más y más estremecido por la vida de la aérea bailadora, no parecía sino que escarchaba en copos de fuego el oro y la plata de las vestiduras, o que llovía gloria de su cara y de su talle. Cayendo el telón quedé como si hubieran apagado a un tiempo todas las luces. Del casi parasismo en que me hallaba, sacome el erudito del bolero, diciendo:

—No me dirá que el encarecimiento fue superior a lo encarecido, sin embargo, en las campanelas le pidiera yo más redondez, y en los cuatropeados más vibración; ya le dije que la Almanzora y la Celinda...

Yo, que nada aborrezco tanto como estas exigencias de lo mejor, que aguan el sabor y gusto de lo bueno, le atajé en su tarabilla, diciéndole:

—Es indudable que el bolero es una danza árabe, y que tal como se ve tendrá sus reglas y tratado en letra de molde.

El hombre, mirándome de hito en hito, me respondió con voz doctoral y tono de suficiencia:

—Ha dicho, caballero mío, un disparate, y ha hecho una mala suposición: el bolero no es morisco, ni tiene tratado escrito, pues lo que se ha impreso en la materia más bien es invectiva apasionada que no tratado curioso o doctrinal.

Picado yo de su sesgo decisivo, le quise arrollar con el peso de una autoridad, arma para un erudito más poderosa que la razón y el sentido común, y le dije:

—Amigo, lea las aventuras que corren impresas del último Abencerraje, y verá allí pintado el bolero, y filiado por de legítima raza mora.

Apenas hube hablado (y nunca lo hubiera hecho), cuando mi vejete, enfurecido como víbora herida, me replicó:

—Aunque el caso es de poca monta, siempre prueba lo que me tengo asentado en la mollera luengo tiempo hace; conviene a saber: que no entendemos de nuestro país sino lo que quieren decirnos los extranjeros; hay disculpa para ignorar muchas cosas; mas, cuando se quiere saber, es preciso aprender donde mejores documentos hay, y aunque diéramos de barato que todo el ingenio y talento se hallare allende de los Pirineos, fuerza será para hablar de España que apelemos a los españoles.

Tomando aliento el orador, prosiguió más sosegado:

—El ilustre escritor del Abencerraje no tiene obligación de saber el origen de un baile español; mas para que nosotros hablemos de nuestras costumbres y de nuestra literatura, es preciso revolver más libros que el La Harpe y los viajes por España.

Yo, curioso de ver algún retazo de tan extraña erudición, y dando lugar el intersticio del sainete para continuar la plática, le rogué al vejete que, puesto que yo era un ignorante en danzarinas honduras, todavía era bastante curioso para querer saber de dónde pudo venir el bolero. El hombre, halagado con mi lisonjera deferencia, puso punto y coma a su razonamiento de reprimenda, y dijo:

—El bolero no es baile que se remonta en antigüedad más arriba que a los mediados del pasado siglo, y, bien considerado, no es más que una glosa más pausada de las seguidillas, baile que, según testimonio de Cervantes, comenzó a tañerse y danzarse en su tiempo, como se ve por la arenga de la dueña Dolorida. Esta no es sola opinión mía, puesto que ya mi buen amigo don Preciso lo tiene asegurado y puesto de patente al público, sacando a luz el nombre del que primero compuso en la Mancha danza tan donosa, que por ser toda en saltos y como en vuelo, fue llamada bolero, título que dio gran consuelo a los etimologistas y académicos, por ser significativo, sonoro y llevar en sí mismo la ejecutoria del padre de donde viene. D. Preciso no ha hecho más que decirnos sobre su palabra el nacimiento del D. Bolero; mas yo, que gusto (no embargante mi edad mayúscula) de las cosas escondidas, he probado de alzar el telón de boca de este misterio, aunque en otros me quede con dientes largos. No sólo he leído los discursos sobre el arte del danzado de Juan Esquivel Navarro, y no sólo he leído al P. Astete, de donde por contradictoria se saca de claro en claro muchos arrequives del baile; el danzado a la española de Pablo Minguet e Irol, y la Bolerogía de Rodríguez Calderón, sino que también he observado las costumbres populares, comparándolas con las notas de Pellicer al Quijote y a la vida de Saavedra, en donde toca de intento y con picante curiosidad algunos de estos puntos sustanciales para el público sabidillo del día. El Esquivel, que cita cuantos bailes se danzaban en su tiempo, apuntando hasta los maestros que más se aventajaban y discípulos más sueltos y diestros que sobresalían, nada habla del Bolero, siendo así que hace mención de la Chacona, Rastro, Tárraga, Jácara y Zarabanda, bailes muy alegres con que se solazaban aquellas generaciones hispanas. Pellicer se engaña lastimosamente cuando afirma en una de sus notas que no queda memoria de tales danzas, pues cuáles han tomado otros nombres, y tales, como los grandes territorios que se disuelven, han entrado descompuestos en los pasos y mudanzas de otros bailes. Por ejemplo: en el Bolero se encuentra el paso de la Chacona y el paso del Bureo, que, siendo distintos bailes, el autor del Bolero tomó de entrambos para el suyo lo que mejor encontró. La Jacarandina y la Zarabanda (verdadera danza morisca) famosas ambas por su desenfado, son hoy el Ole y la Tirana, y aun la tonada de la Zarabanda se tañe y canta pura y primitivamente en muchas partes de España, que de tiempo en cuando la resucitan agradablemente los trovadores de esquina, que por no ver el tanto que quieren, se suelen llamar ciegos. Entre mis trebejos y papelorios viejos conservo la música y solfa de todos o la mayor parte de estos bailes, cosa bien curiosa, por cierto, y a fe a fe que oyendo aquellos compases y comparándolos con los bailes del día, y ajustándoles los pasos y mudanzas que pudieran convenirles, con algo del primor y mucho de sagacidad, fácilmente se podrían restaurar muchas de aquellas danzas y bailes a su prístino estado, graciosa desenvoltura y picante desasosiego.

—Muy bien (le dije a mi catedrático danzarín); pero siempre resultará que esas danzas que cita serían de baja alcurnia y no de las que tendrían entrada en los estrados y saraos de la gente principal y noble.

—Otro disparate (me repuso mi inflexible orador); otro disparate, y hable con más pulso en materia que no entiende. Es cierto que no todas estas danzas gozaban de la propia autoridad, pues en parte donde tuviese lugar la airosa Galarda, el grave Rey D. Alonso, y el Bran de Inglaterra, no pudieran danzarse las mudanzas de la Chacona y Zarabanda, que a veces las sacaba de quicio, dándoles demasiado picante y significación la malicia femenil; pero aun con esto eran tenidos por bailes de escuela y cuenta, y no por de botarga y cascabel. Ningún maestro de fama como los Almendas y los Quintanas, que lo fueron de los tres Filipos, ni otros sus discípulos ensayaron ni enseñaron estas danzas de por la calle que llamaban de tararira; hubieran creído rebajar y vilipendiar un arte, que con autoridades y ejemplos lo hacían casi celestial. Pero volvamos al bolero, pues no soy sabueso que por gazapo fortuito que me salte en la carrera, deje ir la liebre que de primero levanté y con ardor perseguí. Es el caso que ya fuese el inventor del tal baile Cerezo o Antón, aquél en la Mancha o éste en Sevilla, ello es cierto que la danza se propagó con gran rapidez, empeñándose en enriquecerla con sus invenciones y mudanzas los mejores ingenios danzarines que por aquel tiempo poblaban los tablados de los teatros y las casas de regocijo de Triana, Valencia, Murcia, Cádiz y Madrid. Antón Boliche, en verdad, no fue gran inventor en pasos y mudanzas, contentándose con acomodar al compás y medida del Bolero lo que encontró de gracioso y notable en el antiguo Fandango, en los Polos, Tirana y demás bailes de su tiempo; pero a poco los discípulos corrigieron el descuido del maestro. En Cádiz, el ayudante de ingenieros D. Lázaro Chinchilla inventó e introdujo la mudanza de las Glisas, ofreciendo a la vista un tejido de pies de efecto deslumbrador y pasmoso. Un practicante o mano de medicina de Burgos sacó el mata-la-araña, suerte muy picante, singularmente en el pie y entre los pies de alguna pecadora a quien no obligue el ayuno. Juanillo el ventero, el de Chiclana, puso en feria el Laberinto, trenzado de piernas de prodigioso efecto; también a esta suerte la llamaron la Macarena. El Pasuré, ya cruzado, ya sin cruzar, tuvo patente de invención en Perete el de Ceuta, que ganó gran fama por su habilidad. El Taconeo, el Avance y Retirada, el paso Marcial, las puntas, la vuelta de pecho, la vuelta perdida, los trenzados y otras cien diferencias que fuera prolijo relatar, son muestras de otros cien varones ilustres que consagraron sus estudios al mayor encumbramiento de esta ciencia, ¡tan modestos, que ninguno quiso dar su nombre a la estampa; tan llenos de entusiasmo y tan sedientos de gloria, que casi todos espiraron o patirrotos en los teatros o en las camas de algún hospital, a donde los llevó su amor al estudio y sus esfuerzos en los saltos, cabriolas, volatas y vueltas de pecho! Esteban Morales, inventor de esta última suerte, fue el primer mártir de la invención, habiendo autores que afirman que esta sola mudanza tiene llevada más gente a los cementerios que las pulmonías en Madrid y en Andalucía los tabardillos pintados. A remediar tanto mal salió el buen ingenio y rara habilidad del murciano Requejo, que después de haber asombrado a su patria y a los reinos de Valencia y Aragón con su agilidad y destreza, con sus giros, saltos y vueltas, apareció en Madrid a ser nuevo legislador del Bolero. Efectivamente: compadecido este buen legislador de la madre que lloraba a un hijo desgraciado por saltarín en la flor de los años, del padre que veía eclipsarse los ojos y la existencia de una hija por trenzar demasiado o girar con mucha violencia, quiso poner coto a tanto mal, y para ello se propuso despojar al Bolero de todo lo pernicioso y antisalubre. Así, pues, comenzó por descartar del baile lo demasiadamente violento y estrepitoso; ajustó los movimientos a compases más lentos y pausados, y chapodó las figuras, pasos y suertes de todo lo exuberante y rústicamente dificultoso, rematando con dejar al Bolero armado caballero en toda regla, obteniendo lugar y plaza de baile de cuenta y escuela por el universo mundo, así en los estrados particulares como en los salones de la corte. Y el Bolero, no contento ya de extenderse por dentro de los límites españoles, saltó las fronteras, conquistó territorios, y fue a causar la maravilla y la felicidad de las capitales más remotas de la Europa. Pero el buen Requejo, como todos los innovadores, tropezó con grandes obstáculos y hubo de vencer gravísimas dificultades. Los partidarios del Bolero disparado y rabioso se declararon aún más rabiosamente por enemigos y contrarios suyos y no contentos todavía, y como para asegurarse la victoria, llamaron en ayuda de la propia causa otros bailes y danzas de toda la redondez de la Andalucía alta y baja, para conseguir por el número lo que consideraban dudoso por la calidad. Entonces fue cuando aparecieron en Madrid el Zorongo, el Fandanguillo de Cádiz, el Charandé, el Cachirulo y otras cien combinaciones del movimiento perpetuo, con el fuego elemental y lo más llamativo y picante del amor. La Mariana Márquez, apareciendo en el coliseo del Príncipe y haciendo delirar de placer, con los juguetes y remolinos de su Zorongo, a los hombres de aquel tiempo, puso, en verdad, en gran conflicto y en peligroso trance al Bolero, pero éste triunfó de todo, y como torrente que detenido en su carrera adquiere mayor violencia para proseguir en sus conquistas e invasiones, así él se derramó por todas partes, aseguró su imperio, y si no dio al traste del todo al todo con los demás bailes sus rivales, fue el que quedó como rey e imperante sobre los teatros hasta nuestros días. Mucho ayudaron a este triunfo con sus gracias, giros y vueltas, y con su belleza y donaire, las incomparables Antonia Prado y la Caramba, envidias del mismo aire, émulas de Terpsícore, extremos de la hermosura y sonrojos hasta de las mismas sílfides y mariposas. Estas dos hermosas bailadoras las admiré yo y las celebré con delirio allá cuando los verdores de mis años, aumentando el inmenso séquito de sus cautivos adoradores. ¡Ah, querido amigo mío! (añadió el viejo fijándome los ojos con los suyos): era imposible mirar a la Caramba sin afición, más difícil todavía no seguirla y requerirla blandamente de amores, y ya en este punto era lo excusado el pensar el pobre enamorado en separarse, desenredarse, huir y desasirse, pues de tal capricho a cual caricia, de este favor a otro desdén, de ciertos desengaños a inciertas esperanzas, de aquel sobrecejo a estotra sonrisa, y de una burla o desenfado a cien hieles y amarguras, iba el pobre ánima del cautivo caballero de precipicio en precipicio, de abismo en abismo, hasta dar en la cárcel y prisiones que nunca podría ni dejar ni romper. Su continente era señoril y de majestad, su talle voluptuoso por lo malignamente flexible, y sus ojos lucían sabrosamente traviesos bajo unos arcos de ceja apicarados y flechadores, y una nariz caprichosamente tornátil y la boca siempre placentera, si entre búcaros, si entre claveles y azahares, formaba del todo el gesto más gustoso y tentador que ojos humanos pudieron ver, admirar y desear. Pero estos que le parecerán, amigo mío (prosiguió mi hombre, mirándome atentamente), encarecimientos prolijos, no serán sino desmayados reflejos a su buen juicio, si los compara con los encantos y perfecciones que le revelará este retrato.

Diciendo esto, y enjugándose con el mismo guante al pasar la mano por la jurisdicción de la cara cierta lágrima involuntaria que a su despecho se le desprendió, sacó del bolsillo interior de su levitón una caja que encerraba el retrato de más diestro pincel y de más linda mujer que idearse puede. Si aquel era el retrato de la Caramba, y a tales rasgos era razón añadir la vida y la intención que presta siempre a la fisonomía la inteligencia femenil y el regocijo de la vida del teatro, es indudable que la Caramba fue una mujer celestial. Bien lo demostraba así la profunda impresión que de su hermosura conservaba la memoria de mi buen interlocutor.

Llegando a este punto volvió a plegarse el telón, y comenzó el sainete graciosísimo, como de D. Ramón de la Cruz, pero que no por eso pudo quitarme de la frente las ideas que me sugerían las singularidades del quidam que pudiera tomar borla, si hubiese doctores en la danza, bien que entonces sabría muchos menos, y traslado al plan de estudios. Finalizada la representación, volvió a enlazar la conversación suya con no poco contento mío, y me dijo:

—Entre todas las bailadoras que ha producido España, ninguna como Brianda, que por su gentileza y danzado tuvo amores en la corte, siendo objeto de los versos y galanterías de los principales caballeros y poetas de su tiempo; oiga (me dijo) el romancete que sigue, que es documento para los inteligentes:


A BRIANDA.

Mientras entrega a España
una mano aleve
a la vil codicia
de malos franceses,
y otro Roncesvalles
y un Bernardo viene,
báilame, Brianda,
trisca y tus pies mueve.


Aquí llegaba mi caro vejete, bebiendo yo, que no escuchando, sus palabras, cuando, llegando a la puerta del teatro, un aluvión de gente, que se atropellaba por salir, lo envolvió y me lo separó, arrastrándolo por no sé dónde, y sin poderlo yo seguir, por más conato que puse en ello. Desesperado de encontrarle, y no conociéndole sino por aquel acaso, no pensé sino en retirarme a mi guarida, donde, por no perder la memoria de este coloquio, lo apunté para diversión mía y cartilla de los que gusten aprender el Bolero.

Los filósofos en el figón

Probemos lo del Pichel,
¡alto licor celestial!
no es el aloquillo tal,
ni tiene que ver con él.

¡Qué suavidad! ¡Qué clareza!
¡Qué rancio gusto y olor!
¡Qué paladar! ¡Qué color,
todo con tanta fineza!

(Baltasar de Alcázar)


Nada enfada tanto el ánimo como oír incesantemente unos labios ni fáciles ni elocuentes, y una tarabilla necia de algún filosofastro pedantón, que se extasía hablando de materias tan triviales que cualquiera alcanza, o tan áridas que secan y hastían la imaginación y fantasía del pobre que cogen en banda.

Iba yo a duras penas sosteniéndome en mis piernas antiguas y descarnadas, y pensando de tal manera, cuando, al tender la vista, tropezaron mis ojos con la mayúscula persona del Br. Górgoles, aquel parlador eterno, cuyo prurito es hacer entender que tiene en su mano la piedra filosofal de la felicidad humana, cuando su título por tamaña empresa está sólo en relatar de coro dos o cuatro libros que ya nadie lee, por el hastío que derraman. Venía, pues, a embestir conmigo y mi paciencia, remolcándose calle arriba de la Paja, cuando, por librarme, cogí los pies en volandas para escapar. Temiendo no conseguir mi intento, y hallando a poco trecho un figón o taberna de traza limpia y bien acondicionada, acordé zabullirme en ella, por dejar pasar aquel para mí más que tremendo chubasco.

No bien puse el pie en ella, cuando consideré lo pronto que sería descubierto por mi perseguidor si en casa tan concurrida me ponía a los ojos de tanto curioso, y sin más ni más seguí mi paso por un entarimado que desde el zaguán arrancaba, y al final me condujo a una escalerilla excusada que daba a un aposento bajo de techo y a teja vana, que después vi era sobrado de un zaquizamí húmedo por todo extremo; senteme en un banquillo cojo colocado al frente de una mesilla, si bien saltadora, si bien danzante, regada por medio siglo con el mosto de mil libaciones no muy limpias, y dando un golpe fuerte sobre ella, se me presentó el montañés, quien de su mejor modo me preguntó que con qué me serviría, relatándome la larga letanía de vinos que guardaba en su bien abastecida bodega.

—No echará de menos en ella, señor caballero, desde el claro Montilla hasta el tinto de Valdepeñas, con toda la gran parentela de ellos hasta el quinto grado que se crían en nuestra España, limpios y sin mezcla de agua, brebaje ni otra mala raza con que mis cofrades suelen inficionar y adulterar tragos tan celestiales.

—Al Montilla me atengo (repliqué), y que venga con acompañamiento de algún sabroso llamativo.

—Sí habrá—contestó mi hombre.

Y a poco me trajo un vaso y la botella con unas aceitunillas enjutas, gordas y sin mácula, que a legua se pregonaban como de Sevilla, realzándose todo más y más teniendo al lado el pan blanquísimo de bollo o de tahona. Dije al montañés que, siendo aquel retrete tan reducido, me excusase de toda compañía; le di las señas de la persona de quien me guardaba, y él retirándose, yo me quedé saboreándome a la par con el suceso agradable de mi escapada y con los bocados que delante tenía.

No bien habrían andado dos instantes de tan deliciosa tarea, cuando oí hablar dos personas tan cerca de mí, que parecían estar en el mismo aposento. Volví los ojos por todos lados y por entre las tablas que formaban uno de los tabiques de él, vi dos hombres sentados frente a frente, ante de otra mesa ni más ni menos como la mía, derribadas las capas por las espaldas en las sillas, calados los sombreros con aire picaril, una baraja en la mano como de haber echado un jarro al truco, y el del fruto de la victoria puesto ante los ojos de los dos combatientes, que se lo iban a partir y trasegar lo más amigablemente del mundo.

—Con truco y flor me has ganado el envite, Pistacho (dijo el uno); y quiero verme ahogado en agua pura, si te juego de hoy más a otra cosa que al rentoy, aunque me des punto y medio.

—Ni al rentoy, filey, brisca, truco, secanza, ni otro de los carteados (respondió el otro), ni al sacanete, baceta ni otro de los de golpe y azar puedes medirte conmigo, y en esto ríndeme el mismo respeto que yo a ti en lo del cuchillo y cuarteo.

—Afuera las alabanzas, y vaya, Pistacho, este tercer trago a los buenos ratos que pasamos juntos todos los jueves, que en ellos no me cambiaría por el Preste-Juan; tal es el gusto que disfruto en ellos. ¿Y no sabes, Rechina, que en este bajo mundo está toda la gloria en un buen amigo y dos botellas?

—¿Y las mujeres no entran en tu reino? Porque en verdad te digo, que donde faltan ellas, todo para mí es por demás, y si no se hallan en tercio con nosotros en tales sesiones, te aseguro que mi alma está con ellas como mis sentidos en este vino y sus adherentes.

—Ellas te darán el pago, pobrete (dijo Rechina); que el vino es placer más barato y duradero, ni deja en pos de sí los torcimientos y amarguras que ellas, y a fe a fe que media columnaria no contentará a la más humilde de ellas, y es moneda bastante para pasarse un hombre de forma toda la tarde hombreándose con todos los príncipes de la tierra, pues te hago saber, Pistacho (aquí el orador se acomodó en la silla, enderezó el sombrero y pasó la mano por la garganta para desembarazar el habla), que mientras estoy si son flores o no son flores, todo lo veo de color de rosa, y del turco se me da un ardite y del Tamerlán una blanca. No haya miedo que el cristiano que se encuentre en tal beatificación piense poner lengua en Papa, ni mano en Rey, ni se entrometa en murmuración ni suciedad semejante; pues si hay un tantico de cantares, no digo nada, porque de ahí a los cielos.

—¡Y qué verdura es el apio, ya que verdad no diga! (replicó el otro); contigo me entierren, que esa razón me ha vuelto ceniza; venga otro viaje, apuremos el jarro, y el montañés haga crujir la piquera por mi cuenta.

—Rematado me vea (dijo Rechina) si me gusta el vino bebido como de contrabando; cada uno en su casa haciéndose alcantarilla de mosto que no bebedor racional, sin pleitear sobre la calidad del vino, pecados que tenga y remedios que se le pueden aplicar, que este es ramo muy de enseñanza y divertido, y si esto se acompaña con la música de vasos que suenan, mosto que cae, candiotas que crujen, jarros que gorjean y mozos que gritan, no hay más que pedir.

—Siempre (contestó Pistacho) te vas al hueso y dejas la pulpa; quiero decir que más te saben esas salsas que refieres que no los sorbos copiosos y seguidos. Bien alcanzo la razón que haya para preferir el de antaño al de hogaño; pero andarse con esos piquismiquis tuyos, lo condeno altamente como cosa que huele a gula y sensualidad. Denme a mí el pielgo de un odre bien relleno, callen todos los relojes y no pare el chorro, y saldré más ganancioso que no tú, amén de la conciencia más limpia; que si yo te acompaño en tales estaciones, separo impectore todas las superfluidades de que tú sacas tanta delectación, y tu alma tu palma.

—Sigue tu camino (dijo aquél), que yo bien me encuentro por el mío; remojarse en vino como esponja, cual tú dices, es cosa, amigo, de hombre y paladar poco delicado, y para ti, mal vinagre o buen Jerez todo será igual, y quiero morirme si puede hallarse mayor pecado en buen bebedor, pues contigo será en balde aquello del pan con ojos, el queso sin ojos y el vino que salte a los ojos.

—¿Con sutilezas te vienes y refrancicos propones? (habló Pistacho.) Pues hágame la gracia el sabihondo de decirme cuáles son los tres enemigos del hombre, que si tal aciertas, te tendré por hombre consumado en el gremio.

Aquí los dos filósofos se quedaron mirando, aquél a éste, como quien piensa, y el otro al uno sonriéndose vanaglorioso del enigma con que había enredado a su compadre.

—Confiésome vencido (dijo Rechina), pues como no sean los arcabuces, las mujeres y los tabardetes pintados, no sé qué otros mayores enemigos pueda tener el hombre.

—¡Oh menguado! (replicó Pistacho); ¡qué pobrete te criaste en esto de entendederas! Los enemigos que digo son los que arrancan las cepas, los que venden las uvas y los que las dan y convierten en pasa. Todas pisadas, que nadando en mostillo nadie siente penas; y es contrario al hombre quien le mengua consuelo tal, mermando un solo sorbo del jugo de los lagares. ¿Digo bien, seor Rechina? Hablo al aire o no discurro como el Br. Górgoles, que cada palabra la afirmaba con tres silogismos y cuatro autoridades?

Al decir esto el elocuente orador, escuché ruido por la escalera; vuelvo el rostro, y miro: ¡perdón de mis pecados! Miro al mismo tremendo Górgoles bailándole sus ojos de alegría por haber atrapado a su víctima. A pesar del montañés, entró y escudriñó la casa, pues no encontrándome en las calles cercanas, concluyó, y con razón, que me había agazapado en alguna madriguera. Entró, digo, se me lanzó como un sacre, y me hizo presa por el brazo como alano, pues las orejas me las reservó para taladrármelas a preguntas, argumentos y reconvenciones por mi asistencia y querencia en casas de aquel jaez. Me sacó a lo del Rey con más inculpaciones y reprimendas; llevome hablándome, gritando, argumentando en forma, por inducción, a priori, por exabrupto, por peroración... ¡qué tormento!!! En fin: apartome mi implacable enemigo de aquel mi centro de recreación y gusto; pero, al menos, aprendí y supe en dónde cada jueves podría sacar mi ánimo de sus melancólicas meditaciones, oyendo los diálogos de dos filósofos, que si enseñan poco como todos, divierten como ningunos.

El asombro de los andaluces o Manolito Gázquez, el sevillano

[...] Con tus mentiras a nadie agravias y a todos entretienes: estas no son mentiras, sino ingeniosidades: no son mentiras vulgares, digo, sino fábulas poéticas.

(Estafeta del Dios Momo, por Salas Barbadillo)


Así españoles como extranjeros, saben el remoquete con que son señalados los andaluces. Todos, al oírles relatar tal historia o cual noticia, llaman en auxilio de sus respectivas creederas la suma total de las reglas de la crítica para fijar en algo o acercarse a la verdad: todos, escuchándoles citar guarismos y vomitar cantidades, cercenan, rebajan, sustraen, amputan y restan, y no contentos aún, sacan la raíz cúbica del residuo, y todavía, admitiendo tal cantidad por buena, creen hacer mucho favor al bizarro y boyante contador y denumerador andaluz. Fuera agraviar a cuatro grandes provincias que valen otros tantos imperios, suponerles en su calidad y condición algo tan rahez y de baja ley que pueda trocarse con el embuste y confundirse con la gratuita mentira. Esto siempre revelará algún defecto en el carácter, cierta falta en el corazón, siendo así que, en contraste con todas las demás de España, no hay ninguna que sobre la Andalucía presente mayor número de héroes, de hombres valientes, y todos saben que la cualidad más contraria al valor es la mentira. Por consecuencia, es necesario buscar en otra parte el origen de esta afición, de esta propensión irresistible a contar, a relatar siempre con encarecimiento y ponderación, a demostrar los hechos montados en zancos, y a presentar las cantidades por océanos insondables de guarismos. Tal cualidad tiene su asiento y trono en lo más principal y pintiparado del alma, en la fantasía, en la imaginación. Lo que se ve en aumentativo, no puede explicarse por microscopio; lo que se multiplica en el pensamiento, no puede unicarse por los labios, si se permite la expresión; ni lo que se pinta en el ánimo con todos los colores del iris puede ni debe retratarse por la palabra, y en la narración con las tintas mortecinas de la aguada.

Ahora bien: un andaluz siente, concibe, ve, imagina y piensa de cierta manera; ¿cómo no ha de hablar, no ha de explicarse por el propio estilo? Si tal no fuese, fuerza sería desconocer el admirable acuerdo que existe entre las facultades de nuestra alma, el recíproco enlace con que se atan unos a otros los sentidos y todos se ligan a la mente; contradecir los estudios de todos los filósofos desde Aristóteles acá, y destruir, en fin, la verdad de la psicología, de la ciencia del pensamiento.

Ya esta cualidad de la imaginación andaluza y de su ostentosa manifestación por la palabra, la conoció el famoso orador romano hablando de los poetas de Córdoba, y la indicó en una de sus más brillantes oraciones. La mezcla con los árabes, de fantasía arrebatada, pintoresca e imaginativa, dio más vuelo a tal facultad, y su permanencia de siete siglos en aquellas provincias las aclimató para siempre el ver por telescopio y el expresarse por pleonasmo. Si fue en Córdoba, cabeza de la Bética y patria de grandes oradores y poetas, en donde Cicerón notó esta cualidad andaluza, si hubiera vivido diez y ocho siglos después o en nuestros días, la notara, fijara y ampliara por todas aquellas grandes provincias, poniéndole empero su trono y asiento principal en la capital artística de España, en la reina del Guadalquivir, en el imperio un tiempo de dos mundos, en la patria del Sr. Monipodio, en la mágica y sin igual Sevilla. Los sevillanos, pues, son los reyes de la inventiva, del múltiplo, del aumentativo y del pleonasmo, y de entre los sevillanos el héroe y el emperador era Manolito Gázquez.

Manolito Gázquez, a vivir hoy, debiera ser considerado como un artista. Él daba al estaño y al latón tal forma y apariencia, que con la ayuda del zumo de la oliva y de un mechón de lienzo viejo, difundía la claridad y las luces por doquiera; en una palabra: era velonero, pero al propio tiempo era cazador; en los rosarios tocaba el fagote o pimpoddo, como el decía; en los toros era un oráculo. Por lo demás, no había habilidad en que no descollase, aventura extraordinaria por la que no hubiera pasado, ni ocasión estupenda en que no se hubiese encontrado. Y no se crea que esta inclinación a hacerse el héroe de sus historias era por vanidad, ni que encarecía por gala y afectación, ni menos que se alejaba de la verdad por afición a la mentira. Nada de eso; su imaginación le ofrecía por verdadero cuanto decía; los ojos de su alma veían los objetos cual los refería, y su fantasía lo ponía en el mismo lugar y grado del héroe cuya historia relataba. Júntese a todo esto la facultad preciosa de darle a sus aventuras final picante, caída adecuada, todo sin estudio, sin afectación, y por añadidura, traza singular de persona y cierta pronunciación peregrina y extraña, aun para los mismos sevillanos, y se concebirá justa y cabal idea de los fundamentos que tiene la gloria duradera de Manolito Gázquez, cuyos cronistas quisiéramos ser si el espacio no nos faltara y nos ayudara el talento. Manolito Gázquez, además del «socunamiento» o eliminación de las finales de todas las palabras y de la trasformación continua de las eses en zetas y al contrario, pronunciaba de tal manera las sílabas en que se encuentra la ele o la erre, que sustituía estas letras por cierto sonido semejante a la «d». Esta indicación es la única que conservaremos en sus palabras al referir algunos de sus dichos y sentencias. La vida la dividía dulce y tranquilamente entre su taller, sus amigos y su esposa doña Teresa, y de noche entre el descanso y su asistencia al rosario tocando el fagote.

Dos tardes entre semana las empleaba concurriendo a cierto paraje, enfrente de Triana, a oír leer la Gaceta, sentado sobre su capa en los maderos que en aquella ominosa época en que teníamos marina bajaban desde Segura por el Guadalquivir, y que servían en la orilla para cómodo asiento de la gente desocupada. Por aquel tiempo sólo llegaban a Sevilla cinco ejemplares de la Gaceta, único papel que se publicaba en España; cosa que prueba la infelicísima infelicidad de aquella época, en que recibíamos de América cien millones de duros al año. El que presidía el auditorio en donde concurría Manolito, cobraba cada ochavo de los que acudían a oírse leer la Gaceta. Allí nuestro héroe oyó por primera vez el nombre de Austerlitz, cuya palabra jamás le pudo caber en la boca. El concurso para formar idea minuciosamente de la topografía del terreno, hizo extender el mapa de Europa, que solía acompañar en aquel tiempo a la Guía de Forasteros. (Todo el mundo sabe que el tal mapa tendría sus tres pulgadas de bojeo.) Manolito, enardecido ya con la relación de tan sangrienta jornada, seguía cuidadosamente con los ojos la punta del alfiler que a tientas iba señalando en aquel mapa gorgojo el punto donde pudo haber sido la batalla. D. Manolito, al ver que el alfiler se fijaba, exclamó ya entusiasmado:

—Señodes, aquí es, aquí es; vean Vds. ad señod genedad que toca a ataque, y aquí están das vivandedas que venden tajadillas a dos soddados.

Y al decir esto ponía su dedo rehecho y gordifloncillo sobre el reducido papel, que casi lo tapaba, y de este modo, calculadas las distancias, ponía esta parte de la escena a 500 leguas del campo de batalla.

En tal gabinete de lectura y en tal tertulia oyó nuestro héroe, en su capítulo correspondiente de la Gaceta, hablar varias veces de la Sublime Puerta. La idea que concibiera Manolito Gázquez de lo que era el poder Otomano, lo probará la anécdota siguiente. Cierto día trabajaba en su taller sendos clavos de ancha cabeza y de traza singular, que herreros y carpinteros llaman de bolayque. Eran lucientes y grandísimos. Uno de sus visitantes, al verlos, exclamó:

—¡Qué clavos tan hermosos, grandes y bizarros!!!

—Catodce cajones llenos de ellos hay ya en el dío (replicó D. Manolito): ¿y no han de sed hedmosos si van a sedvid pada da Puedta Otomana?

Este hecho lo hemos oído relatar al mismo interrogante, que lo fue el Sr. López Cepero, hoy senador del reino, y que alcanzó y frecuentó mucho el trato de nuestro héroe.

Manolito tenía gran vanidad en su habilidad de fagotista. Nadie, a juicio suyo, le prestaba a tal instrumento el empuje y sonoridad que él.

—En ciedta ocasión (dijo) quise pasmad a Doma y ad Padre Santo. Pada ello entré en da iglesia de San Pedro un día ded Santo Patrón ed primed Apóstod. Allí estaba ed Papa y dos cacddenades, y ciento cincuenta y cinco obispos, y toda da cristiandad. Tocaban veinte ódganos y muchos instrumentos, y más de mid pitos y flautas, y entonaban ed Pange dinguae dos mid y cincuenta voces. Llega D. Manodito con su casaca (iba yo de codto), y me pongo detrás de una codudna que hay a da entrada pod Odiente, así confodme se entra a mano dedecha, y cuando más bullicio había, meto un pimpoddazo, y toda aquella adgazada calló, y da iglesia hizo bum, bum a este dado y ad otro como pada caedse. A poco siguió da función, creyendo ed Consistodio que ed teddemoto había pasado, y entonces meto otro pimpoddazo de mis mayúscudos, y da gente se asusta, y ed Papa dijo ad punto: «O ed templo se viene abajo, o Manodito Gázquez está en Doma tocando ed pimpoddo.» Sadiedon a buscadme, pedo yo tenía que haced, y me vine a Sevilla pada id ad dosadio.

Si algún paseante al pasar en aquellos días calurosos de estío por la puerta de Manolito se sentía aquejado por la sed y le pedía una poca de agua, gritaba al punto:

—Doña Tedesa (su esposa): bajad da jadda de odo con agua fresca; y si no está a mano, venga da de plata, o da de cristad, y si ninguna se encuentra, traed da talla de baddo, que este caballedo disimudadá por esta vez, si se de sidve con buena voduntad.

En cierto día, que para una noticia que era preciso hacer saber en Cádiz se hablaba del modo de trasmitirla con mayor celeridad desde Sevilla, dijo D. Manolito:

—¿Y pod qué no va pod agua da noticia?

—Pero siempre (le replicaron) serían necesarios tres o cuatro días.

Dos hodas (repuso Gázquez), yendo nadando como yo fui cuando da guedda con ed inglés a llevad ciedta odden ded genedad. Yo me eché ad agua ad anocheced en da Todde ded Odo; meto ed brazo, saco ed brazo, estoy en Tablada; meto ed brazo, saco ed brazo, heme en Sandúcad de Baddameda; meto ed brazo, saco ed brazo ad frente de Dota, y de allí, como una danzadeda, a Cádiz; ad entrad pod da puedta ded mad tidaban ed cañonazo y tocaban da retreta..., ¡digo, señodes, si me descuido!!! —aludiendo a que a tal hora se cierran en Cádiz las puertas, como plaza de guerra, y hubiérase quedado fuera.

En el danzar, cuando sus verdes años, y creyendo sus propios informes, había sido D. Manolito una Terpsícore del género masculino, un portento de ligereza y agilidad.

—Una noche (decía) estaba yo en da tedtudia de da condesa de... (siempre entre gente de calidad), y allí habían baidado ciedtos itadianos bastante bien. Don Manodito no quiso baidad aquella noche; pedo das señodas me dogadon tanto, que ad fin sadí haciendo mi devedencia y mi paseo. Comienzan a tocad y yo a figudad y a tenzad; ellos tocando y yo tenzando y dando con da cabeza en ed techo, todos midando, y yo tenza que tenza; das señodas, «Manodito, bájese V.;» y Manodito tenza que tenza... Cuando concluí, pod gusto saqué ed dedoj... quince minutos estuve en ed aide.

En los toros valía doble el andamio donde tomaba asiento Manolito Gázquez. Siempre tenía la palabra. No había suerte que él no comentase, ni lance que no sujetase a su crítica, aunque todo lo presidiese el famoso Pepe Hillo, que era muy su amigo.

—Quítese de allá ed señod Pepe; no sabe V. ed mosquito que tiene dedante. Oiga V. dos consejos ded maestro de dos todos...

Una tarde salió nuestro héroe muy disgustado de la corrida.

Ya no hay hombres en Sevilla (decía). Hasta ed señod Pepe se ha convedtido en monja; a no sed por D. Manodito, ¿qué hubieda sido de da cuadrilla? Ed todo (añadía) había baddido ya da plaza, dos de a caballo dodando, dos peones en das vayas y ed señod Pepe enfrontidado por ed todo y do iba a ensadtad, cuando D. Manodito se echó a da plaza y da fieda se dispadó a mí y deja ad señod Pepe y addemete...

—¿Y qué sucedió? —le preguntaban los del asustado auditorio.

—Y addemete, y yo de meto da mano pod da boca, y de pronto de vuedvo como una cadceta, poniéndode da cabeza donde tenía ed dabo, y ed todo sadió más dispadado que antes y fue a dad ciego en ed buddadedo de enfrente, y se estrelló, y das muditas viniedon pod éd.

D. Manolito, como de generación algo trasañeja y muy lejos de los adelantos del siglo actual, era español castizo y antifrancés por todo extremo, y eso que no alcanzó en vida los desahogos de Murat en el Dos de Mayo, ni el saqueo de Córdoba, ni las lindezas de gabachos y afrancesados de 1808. Por lo mismo y tal antipatía, nada era de extrañar que a tiempo o a deshora se estremeciese, despeluznara y conturbase al oír por las esquinas y cantones del barrio el pito del castrador, o silbar por los zaguanes y antepatios la piedra aguzadera que a fuerza de rueda y agua mordía el acero de los cuchillos y tijeras, todo por obra y manufactura de los labios, patas y manos de algún auvernés o picardo. Al pasar tales estantiguas por jurisdicción de la casa de Manolito, según conforme más o menos avinagrado se hallaba de condición, así era el recibimiento que les hacía. Si el cielo de su frente, a dicha, se mostraba despejado y sereno, en cuanto escuchaba el chiflo o entendía el pregón del amolador, partía la telera de pan y escanciaba en el vaso media azumbre de vino, y saliendo al umbral de la puerta, calle de Gallegos, comenzaba a decir:

—Venga acá, capullo, y no me adbodote da vecindad. Tome este trago y este taco, y váyase duego a otra padte con sus heddamientas, dejándonos con nuestra entedeza y menestedes. En esta tiedda dos hieddos se dan fido unos hieddos con otros hieddos y no con piedra aspedón, y nos vamos a da sepudtuda como vinimos ad mundo.

Cuando el clamoreo de mala y aviesa catadura cogía al buen andaluz de mal temple, no había invectiva en su magín, ni especie o palabra picante en el Diccionario, que desde su puerta o ventana no se las disparase a grito hendido sobre el deshonesto francés, si era capador, o sobre el francés pordiosero, si era de los de la piedra de asperón. Tal vez acertó a estar en su tienda cierta persona grave, que al ver el alboroto de Manolito, que en pocas ocasiones se descomponía, le manifestó grande extrañeza por sus voces y exclamaciones. Nuestro héroe, al oírlo, replicó:

—¡Chodizo! (esta era la interjección más formidable que solía permitirse). ¡Chodizo! (volvió a repetir); ¿no ve V. que si dos gabachos dan en venid con das piedras y dos chiflos concluidán pod amodad a dos españodes y pod dejadnos útides sódo pada eunucos ded gran tudco o ded empedadod de Madduecos?

Por lo que después ha sucedido y en la actualidad estamos alcanzando, verán nuestros lectores que D. Manolito, además de otros muchos, poseía también el don de la profecía.

Fuera prolija tarea referir los destellos poéticos de maravillosa magia, de encarecimiento inmenso con que Manolito Gázquez inmortalizó su nombre en la poética, en la mágica y ponderativa Sevilla. Pondremos fin con el siguiente rasgo. Cierto día nuestro héroe asistió con gran parte de la nobleza y juventud sevillana, que siempre lo admitía en su círculo, a un palenque de armas, en donde así se hacía alarde de la destreza del sutil florete, como del irresistible poder de la espada negra. Después que dos contendientes admiraron al concurso por sus primores, su gallardía, sus tretas, sus estocadas, sus quites, y que, retirándose del asalto, dejaban a todos los aficionados con impresión profunda de agradable sorpresa, uno de los más notables por su habilidad en las armas le preguntó a nuestro héroe:

—¿Y V., Manolito, no juega la espada?

—Ese ha sido mi fuedte (replicó); yo soy discípudo de dos discípudos de Cadelanza y Pacheco. ¿Se acueddan ustedes de das famosas lluvias ded año de 76?

—Sí nos acordamos.

—Pues en una de aquellas noches de diduvio (prosiguió), estaba yo en da tedtudia de da señoda madquesa de... Todas das señodas se habían ya detidado en sus coches, y sódo quedaba da condesita de... y su hedmana, que no podían idse podque su caddoza no había podido llegad con ed agua. Aquellas señodas se afligían y quedían idse, y ¿qué hace Manodito?; saca da espada, y dice: «Señodas, agáddense Vds.» Y Manodito, con da espada a da lluvia, taz, taz, taz, tedcia, cuadta, prima, siempre con ed quite y ed depado, llegamos a padacio: ni una gota de agua había podido tocad a das señodas, y dejábamos detrás ahogándose a da Gidadda.

Manolito Gázquez, cuya juventud, por su lozanía, conservó hasta lo último de su vida, murió cerca ya de los ochenta años, al entrar el famoso de 1808.

¿Qué hubiera dicho este rey de los andaluces si, viviendo algunos meses más, alcanzara el trágico Dos de Mayo, la inmortal jornada de Bailén? ¡Qué no hubiera visto aquella poderosa imaginación en las poderosas maravillas que entonces improvisó el verdadero entusiasmo, el no mentido patriotismo español!!! Manolito Gázquez, presenciando la lucha de la Independencia y los principios de nuestras disensiones civiles, hubiera sido para los hechos de la primera un cristal de crecidísimo aumento, como para los segundos un prisma que los descompusiera y presentara en términos de arrancar algunas agradables risas, en cambio de las muchas lágrimas y sangre que nos han costado. Si nuestro héroe hubiera llegado como milagro de longevidad hasta la guerra cuya primera jornada acaba de concluir (estamos en 1841), entonces es indudable que le viéramos o escribiendo algún boletín de noticias en un periódico, o bien al lado de algunos generales redactando partes de encuentros, asaltos y batallas. ¡Tanta feria hubiera tomado su peregrina facultad de aumentar lo poco, y de ver lo que no había!!!


NOTA

Entre las pocas personas hoy vivientes y que alcanzaron el trato y comunicación de Manuel Gázquez, se cuenta al señor senador del reino D. Manuel López Cepero, deán de la santa Iglesia de Sevilla. El redactor de las Memorias del asombro de Andalucía, habiendo consultado al Sr. Cepero sobre algunos puntos de las aventuras de D. Manolito, tuvo el gusto de recibir contestación detallada de todo, añadiendo ciertas y picantes curiosidades, que para mayor recreación del público y no defraudarle de su original y nativo carácter, hemos querido trasladar aquí, copiando la carta misma del Sr. Cepero. Dice así:

«Manuel Gázquez debió de nacer alrededor del año 30 del siglo XVIII, porque en el segundo del XIX, cuando le conocí personalmente y empecé a tratarlo, frisaba en los setenta años, si bien él, por suponer más larga su experiencia, afirmaba pasar de los ciento y tener ya cerca de ochenta unos zapatos muy poco usados con que se engalanaba las fiestas, diciendo que les conservaba aprecio por ser los que llevaba cuando la Iglesia le estrechó en vínculo matrimonial con su Teresa.

Era la estatura de Gázquez menos que mediana, grueso de cintura arriba, casi redondo y muy corto de cuello, pero con facciones harto regulares y una tez limpia y despejada que se dejaba ver en toda su esférica cabeza, recogiendo con un listón negro muy flotante los pocos cabellos enteramente blancos que en tal época conservaba todavía. Ancho de hombros y dilatado pecho, cruzaba sus robustos brazos, cuando se sentaba, poniéndolos sobre el vientre elevado sin exceso, y sus manos y dedos, más gruesos que suelen verse a tantos años, manifestaban que Gázquez no había pasado los suyos en la ociosidad; y no me acuerdo de haberle visto sin hacer algo en su taller de velonería, donde por su localidad le visitaba diariamente; al contrario: siempre lo hallé trabajando con un oficial de más años que el maestro, el cual le sobrevivió pocos días por cierto; pero Gázquez le daba órdenes, dirigiendo sus faenas, como si mandase una compañía de granaderos, reconviniéndole frecuentemente por ello su anciano dependiente, y formando ambos diálogos muy graciosos, aunque sin faltarse ninguno a la decencia ni aun al respeto.

Gázquez conservó siempre cabal su dentadura, vivos los ojos y más agraciado el semblante de lo que sus años permitían, porque era tal su robustez y grosura, que las arrugas no habían podido desfigurarle, y así es que mientras no hablaba, lejos de excitar el ridículo tenía un aspecto a todas luces venerable. Era graciosamente balbuciente, aunque sin tartamudear, pero no hallando su fantasía, por falta de instrucción, medios de expresar lo que concebía, ni manera de referir las cosas maravillosas que se figuraba, adquirió fama de embustero, siendo así que nada era más ajeno a su carácter que la mentira.

Los que iban a oírle sin antecedentes para juzgarle y con la prevención de que sus ficciones exageradas y a veces inoportunas, siempre incorrectas por falta de educación, y no pocas veces mal entendidas, viéndole entusiasmado y oyendo los defectos físicos de su pronunciación, salían llamando disparatadas mentiras, a lo que era efecto de una imaginación que no halló materia ni pábulo en que ejercitarse con utilidad. Si Manuel Gázquez hubiera recibido educación literaria y cultivado los dotes que le dio la naturaleza, en vez de la fama ridícula que le ha quedado de embustero, habría tal vez dejado nombre de un ingenio sobresaliente.

Manifestaba haber tenido siempre las costumbres más puras, y todos cuantos le trataron aseguraban que jamás le oyeron palabra que envolviese la más leve idea de torpeza ni obscenidad. Casi llorando decía con frecuencia que si le hubieran enseñado a leer y a escribir, hubiera sabido más que Séneca, y es lo cierto que concurría a todos los actos literarios con el objeto de quedarse con alguna idea que él pudiese revestir después con colores maravillosos.

Pagaba dinero porque le leyesen la Gaceta, algunos de los que en aquel tiempo buscaban la vida de ese modo, por ser raras las Gacetas y no muy comunes los que pudiesen leerlas. Hablaba después de las batallas de Napoleón como si las hubiese visto; y yo le oí una descripción de la de Austerlitz, señalando hasta el lugar que ocupaban las vivanderas.

Habiendo oído decir que las monedas de Otón eran de las más raras entre las imperiales romanas, y sabiendo que yo tenía afición a la numismática, me ofreció unos cuantos ochayos borrosos, diciéndome que los guardase, porque, según él calculaba, debían ser del rey Atún primero.

Procuraba tratar a los moros que pasaban por Sevilla, y aseguraba entenderlos, porque él había estado en Tánger y Marruecos y visto toda la Morería, diciendo al mismo tiempo que todos sus viajes habían siempre sido por tierra.

Había en Sevilla por aquel tiempo ciertas callejuelas muy angostas y retuertas, cuyas casas eran generalmente habitadas por mujeres de mal vivir, y a todo este distrito, último alojamiento acaso de los moriscos, se le daba el nombre de Morería. Aludiendo yo a él, repliqué a Gázquez que aquella sería la Morería en que él había estado, porque para haber visto la verdadera habría tenido que rodear medio mundo o que atravesar el mar, cosa que, según acababa de decirme, jamás había hecho.

Apretado por el argumento, y no queriendo consentir que se le creyese capaz de frecuentar la Morería de Sevilla, poblada de malas mujeres, se obstinó en afirmar que hablaba de la de África, y que se podía ir a ella por tierra, o, lo que es lo mismo, sin embarcarse.

—Muestre V. (me dijo) esa boda en que está ed mundo pintado, y de didé pod donde me llevó un addaez, que era grande amigo mío.

Presenté a Gázquez el globo terráqueo, designándole el Mediterráneo que separa el África de España, y él, calándose sus anteojos y cubriendo con cada dedo una provincia, me preguntó de repente, como quien salía de un gran embarazo:

—¿Dónde está pod aquí ed cabo de Gata?

Y habiéndoselo mostrado, contestó:

—Pues desde éd sade pada da aceda de enfrente un caminito oculto que no lo saben más de cuatro.

Y quitándose las gafas, tomó su asiento, creyendo haber dejado, como de hecho la dejó, concluida la cuestión.

Tal es, amigo mío, el bosquejo del hombre por quien V. me pregunta, y desearía tener tiempo para enviárselo a V. más acabado, según las ideas que aún recuerdo haber formado observando a tan extraordinario original.

Una enfermedad aguda, como calentura pútrida, acabó con él por abril del año de 8, no habiéndole alcanzado la vida a presenciar ni aun las primeras escenas de nuestra revolución, que empezaron en Sevilla al mes siguiente, y en que su imaginación hubiera hallado ancho campo por donde extenderse.

Queda de V. siempre afectísimo y cordial amigo y capellán Q. S. M. B.—Manuel López Cepero

La feria de Mairena

Sus visos y alcores llena
por los floridos abriles
con sus feriantes Mairena,
cubriendo la rubia arena
yeguas y potros por miles.

Va en manada el bravo toro;
más nada cual la serrana
que linda, pomposa, ufana,
lloviendo cairel de oro,
va a la feria en la mañana.

Breve el pie como andaluz,
los ojos de matadora,
mucho negro y mucha luz;
cada mirada traidora
deja un muerto y una cruz.

(Cántiga popular)


¡Ay, Mairena; ay, Mairena del Alcor! Si tu nombre en la lengua de los moros recuerda agua de la fuente, si con tus olivos eres la mata de albahaca de los olivares que crecen entre Carmona y Sevilla; si el Alcor sobre que estás situada te encima y sobrepone a cuantas villas, lugares y alcairías ostenta el Guadalquivir y presenta el Aljárafe; ¿quién no te celebrará además por aquella tu famosa feria de los finales de abril, precursora de la de Ronda, primera en todo el año para aquellos países, y rica cual ninguna de las dos Andalucías alta y baja? Allí, a tu feria, acude toda la gente buena, así de mantellina como de marsellés; allí las quebradas de cintura y ojito negro; allí viene la mar de caballos y otra mar de toros y ganados; allí las galas y preseas; allí los jaeces y las armas; allí el dinerito del mundo, y tras él sus golosos y enamorados de toda laya y condición, la buscona, la garduña, el tahúr, el truhán, el caballero de industria, el trapacero bribón, y el perdonavidas que come por el espanto. ¡Qué movimiento, qué Babilonia! Desde el Genil hasta la frontera de Portugal; desde Sierra Morena hasta las playas de Tarifa y Málaga, el universo mundo se conmueve para asistir a la famosa feria. Los caminos se cubren de feriantes que llevan su poca o mucha hacienda al alegre mercado de la Andalucía, de tratantes de toda especie que van allá a buscar su provecho y ganancia, de curiosos regocijados que van a vivir en éxtasis por vapor tres días en aquel centro de vida y de nuevas y variadas sensaciones; todo es gloria, todo esperanzas, como la víspera de una boda.

¡Ay, Mairena; ay, Mairena del Alcor! ¡Cómo recuerdo el delicioso y sereno día en que llegué desde Sevilla a tu rica y visitada feria. Un sol claro y benigno daba vida al lindo paisaje de Alcalá de Guadaira, que jamás tendrá pincel que lo retrate en toda su belleza, ni trovador que revele todos los dulces y risueños pensamientos que sugiere. A un lado y otro se extendían las simétricas selvas de olivos que se pierden a la vista, como el horizonte en el mar, y al frente, como cerrando el cuadro, se miraban coronados de rosadas neblinas los altos collados sobre que se ve fundada la antigua Carmona. Carmona, la ciudad más fiel a la causa del justiciero D. Pedro, y última depositaria de sus hijos y sus tesoros. En derredor y al lejos descollaban los oteros, las colinas, o se abrían los valles y cañadas, teatro de las hazañas de los descendientes y rivales de los antiguos Francisco Esteban, de Nebrón, y de Cadenas, los Siete Niños de Écija, José María, Caballero y otros ciento, reyes de los bosques y caminos de Andalucía, y al fin entre los árboles, e iluminadas vagamente por una luz de púrpura y oro, se dejaban ver las moriscas almenas de tu castillo, juro hereditario primero de los heroicos Ponces de León, timbre después de la casa de Arcos.

Ya, ¡oh, Mairena!, encontré tus anchos ruedos, tus espaciosos ejidos henchidos de toros y caballos, de ganados y aperos, de grupos de mercantes y chalanes, tus calles cubiertas de curiosos y feriantes, tus rústicas tapiales sirviendo de arrimo a cien y cien tiendas de variados y peregrinos objetos; los del más exquisito y subido lujo están en feria mano a mano con los objetos que más convienen a la condición y gusto de un pueblo pastoril y labrador.

El refinamiento de la civilización no ejerce allí su odiosa y exclusiva tiranía; todos disfrutan; los goces, la holgura son allí el patrimonio de la muchedumbre, porque están al alcance de todos. Esto derrama una bienandanza por todo aquel inmenso concurso, que añade nuevos quilates al placer del curioso observador. Al lado de los dulces laboriosamente confeccionados y sobrecargados de esencias y perfumes, regalo sólo del rico, se encuentra el acitrón, el alajú, los turrones y otros mil azúcares todavía de raza mora, que por su módico precio procuran igual sabrosa satisfacción a la aldeana, al rústico y demás gente menuda. Si allí el fondista muestra al gastrónomo su luciente aparador y batería, allá las gitanas, cubiertas de flores, en un aduar de chozas de singular talle y traza, ofrecen rubia como el oro, saltando entre el aceite, la masa candeal convertida en buñuelos, si apetitosa al paladar, fácil de costear para todo bolsillo. Los vinos extranjeros ceden allí al famoso y barato manzanilla; la aceituna de mil modos y siempre sabrosamente disfrazada, toma prioridad, como ama de casa, sobre la francesa y apatatada trufa, y la lima, el limón dulce y la naranja, manjar aristocrático en otros países, bailan de mano en mano entre las turbas de muchachos, y entre los corros y ruedas de los mayorales, ganaderos y otra gente, así de más alta como de más baja estofa. Acaso con sus blancas tocas y su pintado albornoz algún moro en una ancha cesta ofrece el dátil de Tafilete destilando miel, a los aperadores y guardas de campo que no tienen los ojos menos negros, ni las mejillas menos atezadas que él; y todos, todos disfrutan, huelgan, se solazan y recrean. Allá asisten a los títeres y volatines, aquí a la chirinchina y pulchinelas, acullá tratan y contratan; por este lado dicen la buenaventura, por aquel se ajusta un caballo o una punta de ganado; aquí se canta, allí se baila. Éste requiebra, aquél enamora; todos se agitan, todos bullen. ¡Cuánto yente, cuánto viniente! ¡Qué discurrir de hombres a caballo, de calesines que llegan, de coches que pasan, de barroches que vuelan, de pretales que suenan, de campanillas que alborotan, de zagales que gritan! Los ojos se deslumbraban y la cabeza se desvanecía.

Pero en tu feria, ¡oh, Mairena! es donde se compendia, cifra y encierra toda la Andalucía, su ser, su vida, su espíritu, su quinta esencia. No haya miedo que tu suelo se mire profanado en aquellos días por costumbre, uso o traje que no sea andaluz de todo en todo y por sus cuatro costados y abolorios. Allí un levitín o el frac más elegante de Borrel o Utrilla fueran un escándalo, una anomalía. Allí en los hombres (las mujeres, reinas absolutas) es obligatorio vestir aquel traje airoso, propio y al uso de la tierra. Los ingleses y otros extranjeros que vienen a visitar la feria desde Gibraltar y Cádiz, son los primeros en someterse a tal costumbre; si alguno al llegar a Mairena no viene preparado en su recámara con el vestido andaluz, compra inmediatamente un calañés, y con su bota y fraque de Londres se lo cala (¡qué cosa tan cuca!), y va gravemente paseando, como si fuese de todo punto atildado a lo andaluz y la majeza. Esta sumisión los hace agradables a la gente cruda, quien los adopta desde luego para la taberna y para la fiesta. Es como la circuncisión que habilita entre los moros para toda cosa, al nuevo retajado. En ti, Mairena, es donde se fija cada año el uso que ha de regir, los adornos que más han de privar, el corte que han de tener las diversas partes y aditamentos del traje andaluz. Unas veces el sombrero se desplega en su falda y se achata en su copa, como sombrero pando de fraile francisco; otras se recoge de ala y sube de cucurucho, como alcartaz de nigromante; ya se adorna con hebilla y franja de velludo, ya con pasador y cintas de colores; ora el chupetín va galoneado, ora cargado con sendas andanadas de botones turquescos, ora la chupa y calzón se agobian con muchos postizos y alamares, ora van sencillos y sólo con algunos lindos golpes de seda. Si los colores están al uso un año, en otro el negro se lleva la palma; y si la faja en el presente es encarnada o púrpura, el venidero será caña o escarolada. La bota es la que siempre es blanca, pero en las labores y pespuntes, ¡qué variedad, cuántos caprichos, qué primores tan diversos!

El caballo, así como el hombre, se somete en la feria de Mairena a llevar sus adornos y paramentos al uso exclusivo del país; los arneses de la brida ceden allí a los jaeces pintorescos de la jineta, recordando la traza y gala de las cuadrillas de Aliatares y Gazules. Se olvida la silla cortesana por el alto albardón jerezano; los arneses de elegancia se posponen a los fluecos y sedas del aparejo de campo; y aquel caballo, famoso en el mundo, que conserva en sus venas la pureza de su raza oriental, hijo del fuego y del aire, se envanece y pompea, cruzando los ámbitos del mercado en tal traza, con su frontil airoso de burato de colores, su atacola encarnado, obedeciendo la rienda del airoso jinete que lo monta, y ostentando acaso en grupa la linda serrana que viene con su hermosura a dar mayor realce a la feria.

Así entraste en Mairena aquel día, donosa Basilisa, sobre el soberbio marteleño de tu amante, pasando blandamente tu airoso brazo en derredor del talle del mancebo. El caballo era barceno, buen mozo, andando mucho, corriendo más, suelto, saltador. Las calles era necesario ensancharlas para su braceo; las piernas se quebraran con una uva, tan ágiles y sutiles eran; la cola barriera el camino si no viniese recogida, y sobre el lomo se pudieran contar cien doblones ochavo a ochavo. En grupas viniste, hermosa Basilisa, flor de la gracia, remate de lo bueno, ramo de azahares, y espumita de la sal; llegaste, y te derribaste del caballo con la limpieza del mundo, con el donaire de una bailadora. Las gentes te admiraban y se agolpaban a verte; el curioso, el paseante, te veía, te alababa, y, sobre todo, te codiciaba con el ahínco que yo me sé.

—Aquel pie (decía uno) es más breve que el instante de mi dicha; ¡quién fuera zapatito de seda para ser cárcel de tanto bien!

Otro replicaba:

—¡Pues qué del lindo engarce de aquel pie mentira con aquella pantorrilla tan de verdad! ¡Mal fuego para las puntas y cendales que tan prestamente me la embozan y roban a la vista!

Aquél añadía:

—Sus ojos son grandes como mis penas, y negros como mis pesares.

Éste:

—Su boca de anillo bebe por rubíes y respira por azahares.

Y estotro:

—¡Qué talle de junco tan bailador y de tantos accidentes! Vayan dos reales y vengan de esos movimientos...

Y tú, Basilisa, destocada, sin mantilla por mejor lucir tu cintura y traza, sin desdén como sin arrogancia, rayando en el desenfado sin tocar en la desenvoltura, y teniendo en fiel balanza lo picante con la compostura, ibas al lado de la rica majeza de tu amante, recogiendo plácemes y bendiciones del concurso entero. Las zagalas flores te ofrecían, las gitanillas te brindaban con sus hojuelas y buñuelos, y tu galán conduciéndote del brazo, hablándote dulce, rendido y amoroso, y llevando en su izquierda la larga vara que se lleva en feria, triunfaba del mundo entero, y el mundo entero le envidiaba. No se cambiara él por un rey de la tierra; tu hermosura y brio eran su señorío; las dotes varoniles de tu corazón su riqueza; y con su imaginación andaluza todo el porvenir lo veía de color de rosa.

Aquella noche bailaste en la fiesta, flor de las serranas, y tu galán contigo, cien coplas mil y mil mudanzas. Los hombres al verte enloquecían, y las demás mujeres, a su despecho, se deshacían en tus alabanzas, pues tal es el poder de la hermosura. Ellos en él, y en ti ellas, estudiaban en el vestir la ley y uso que por aquel año habían de imperar en la gala y traje andaluz, y en vuestro aire y quiebros la sal de Dios y lo sabroso y bueno de la gracia andaluza. Vosotros dos fuisteis los maestros del gusto de la tierra, los dechados de la majeza en toda la feria aquella vez, así como Mairena será siempre la universidad de los trajes y costumbres de Andalucía en toda su pureza, sin mezcla ni arrendajos de vestimentas ni de usos advenedizos de allende el mar, ni allende los Pirineos.

Don Opando, o unas elecciones

En las elecciones, el gobierno que promete, seduce; el que da, corrompe; si amenaza, es tirano; si atropella, esclaviza; quien tal hace no merece el poder; el pueblo que lo sufre no merece ser libre.

(Cierto publicista)


Don Opando era hombre viudo de un ojo, menguadísimo de pelo, profluente de narices, fertilísimo de orejas, muy arrojado de juanetes, hendidísimo de jeta y desgarradísimo por extremo del agujero oral, que se mostraba todavía más dilatado de confines por la sonrisa inefable con que siempre lo bañaba y embellecía. Las mejillas, por lo mismo que eran fláccidas y sumamente fruncidas y rizadas, daban a la fisonomía mil cambiantes y fases diferentes, que echaban noramala al hombre de las tres caras, aunque en competencia quisiese jugar con punto y medio de ventaja, además de revelar elocuentemente que en aquella cavidad bien pudieran acomodarse y vivir sin conocerse ni tratarse dos buenos quesos manchegos, o dos buenas intendencias, según y conforme fuese el maná o pitanza que fuera conveniente engullir. En sus piernas, si se salva la protuberancia descarnada de las rótulas o choquezuelas, nada se miraba de imperfecto, a no ser por cierta deformidad hija de cierto caso fatal y fortuito que era de achacar a su señora madre. Fue el caso que, cuando infante, era D. Opando el más lindo e inequívoco cachorro que hubiesen abortado los infiernos, y mamá, que quería poner coto a los desahogos pueriles de su niño de quebrar cacharros, esquilmar las ollas y absorber las vinajeras del hogar, me lo aseguraba con un hiscal de diez hilos, atándolo por el tobillo o engarce del pie para sujetarlo y trabarlo, ni más ni menos que como a un cimbel gracioso y revolante.

Cierto día, pues, tuvo por antojo el cachorro agraciado el asaltar con alfileres los ojos del chico de la vecina que allí traveseaba, y conociendo la buena madre que aún todavía no era tiempo de tales hazañas, tiró del hijo que se esforzaba por lograr su intento, él revolviéndose y ella por detenerlo; ella por refrenarlo y él por desasirse, resultó al fin cierto desengarce del pie izquierdo, que retorciéndolo para adentro y no acudiendo ni con tiempo, ni con habilidad, quedó con la donosa figura que, con perdón sea dicho, llamamos zopo. Estos desmanes de la fortuna por lo tuerto, horrible y zopo, lo desquitó al punto la naturaleza despertando en aquel curiosísimo redrojo los destellos más peregrinos de ingenio y sagacidad.

No es nuestro propósito tejer la crónica ni formar verídica relación de los albores inocentes de aquel talento, ni seguirlo por las muchachadas endiabladas de su adolescencia, ni detenernos en relatar las andanzas y entuertos de su juventud y virilidad, pues para ello fuera preciso un infolio que atrás dejara cuanto se ha escrito de avieso y picaril desde Lazarillo de Tormes y Roberto el Diablo hasta el Barón de Illescas o Periquillo el de la Mojigata. Baste, pues, el decir, que nuestro amigo D. Opando era hombre diestrísimo en papeles y mamotretos, que sabía en los testamentos y últimas voluntades corregir cuanto pudiera oponerse a las reglas de justicia o conveniencia que él mismo forjaba y componía; que en los enredos de lugar manifestaba tal fertilidad de medios, tal sagacidad en las combinaciones y tal rapidez en la ejecución, que era como el emperador de estos altos hechos y hazañas, y que, en fin, muy curtido y abatanado en los quehaceres escribaniles y en la trapisonda de los asuntos del ayuntamiento y concejo, y en el laberinto de los propios, pósitos, contribuciones y gabelas, era encontradamente para el bando, partido o familia que lo tuviesen por contrario, o por patrono, o la misma Providencia o el mismísimo Lucifer encarnado.

Por lo demás, D. Opando era hombre muy agradable en su conversación y trato, y aun, dejándose llevar por cierto sentimiento benévolo y expansivo, rayaba a veces hasta ser lisonjero e insinuante. Para ello se valía del aliciente goloso de sendas pastillas y caramelos que atesoraba en sus multiplicadas faltriqueras que lo guarnecían, de donde a pares los sonsacaba, principiando siempre por dejar uno en el recipiente de la negra caldera de su boca, y donando el otro afectuosamente al interlocutor con quien tropezaba, ya fuese él interpelado o interpelante. Como no hay acción, por santífica y loable que sea, que no sufra alguna calificación desventajosa de parte de los murmuradores y mal intencionados, esta costumbre de garbo y de obsequio practicada por nuestro D. Opando la mordían inflexible y desapiadadamente, pues se propasaban a decir sus malquerientes que cada caramelo que regalaba había ya pasado por su boca, sufriendo una succión lenta y amorosa, perdiendo así la mitad de su espesor y calibre, de donde, extraído pulcramente después y envuelto en su propia y prístina túnica de papel, volvía al arsenal de los bolsillos, para servir de agasajo a los conocidos, amigos, comadres y parroquianos de toda laya y de todo género. Esto se ve a tiro de ballesta que era pura envidia y ojeriza, pues chuchería que hubiese peregrinado por las cavernosidades mandibulares de Maese Opando habríase impregnado de tal husmo a salitre, antimonio y azufre, que hubiera revelado su sospechosa procedencia aunque la degustación la hiciese el paladar más obtuso y de mejores comederas. Mas después de todo, fuerza será convenir que, aun siendo probable y fundada la opinión sentada, siempre sería muy de celebrar y enunciar la traza feliz de nuestro D. Opando, que sabía unir y aunar a la prudente economía y propio recreo, el obsequio y agasajo a los prójimos y extraños. ¡Oh qué placer el ver trasladarse un caramelo o pastilla desde los bolsillos de D. Opando a los labios de algún amigo, familiar o pretendiente! ¡Quién tuviera aquí en Madrid algún cucurucho de ellos para repartirlos a las manos siempre abiertas que se ven en el palacio de Oriente, plaza de Isabel II y en las antesalas de los ministerios!

Mas dejando estas observaciones y moralidades inútiles, por lo mismo de ser tan patéticas y sentimentales, volvamos a la venerable persona de nuestro digno D. Opando. Hallábase, pues, en su cuarto estudio, sentado en su ancho y cómodo sitial de baqueta, asegurada con clavos de cabeza gorda, acompañado en torno de altos rimeros de Gacetas y otros periódicos, trashojando las amarillas fojas de un proceso criminal o expediente gubernativo (no podemos fijar su esencia), y de cuando en cuando paseaba el medio de su vista (recordemos que era graciosamente tuerto) con cierto aire de ufanía y satisfacción por los escaparates de su estancia, todos estivados de papelotes, periódicos, legajos y paquetes de cartas, como diciendo en su conciencia: He aquí mi reino, he aquí mi ejército y mis arsenales.

Ya iba nuestro respetable amigo, después de alguna ligera pausa, a la sabrosa tarea, dando paso al propio tiempo con cierto gentil movimiento de cabeza al humo del cigarro que acababa de beberse con un mayúsculo sorbo, cuando se le entraron de antuvión por su zaguán y se le presentaron ante sus ojos cuatro de sus más continuos y familiares. Éstos juntaron la puerta tras sí, y se fueron sentando por los otros sillones que guarnecían el cuarto, sin hablar palabra, y D. Opando, sin alterarse ni en una mínima con aquella visita misteriosa y aparición repentina, se contentó con registrar curialmente la hoja que repasaba, y comenzó a mirar y remirar los cuatro aparecidos, adornando siempre el gesto con aquella sonrisa inefable que hemos apuntado. La señal de grande atención para D. Opando era ponerse en su ojo vivo y sano, no antojos ni lente o cosa por el estilo, sino un microscopio útil cómodo, y de su propia invención y concepto. Era, pues, el invento, que con el dedo anular de la mano derecha cogía y apretaba la yema o cabeza del índex, de manera que doblándose éste flexiblemente, abría cierto intersticio o formaba cierta aspillera entre dedo y dedo, adonde aplicaba y fijaba atentamente la pupila insólita y huérfana, contemplando así a su sabor toda fisonomía que quería estudiar y todo objeto que quería filiar competentemente. D. Opando paseó su mermada vista, y al través de tal aparato, por las personas de sus cuatro visitantes, y pronunciando más su sonrisa y dando a su efigie una fruición casi celestial, exclamó lleno de bondad y de contento:

—¡Buenas noches, D. Raimundo; para servirle, D. Tadeo; tomen asiento, Sr. D. Paco y señor D. Bruno!!!

Después añadió:

—Señores: los hombres de negocios no andamos a caza de gangas, ni solemos perder el tiempo; ya conozco que hay algo de importante, y antes hoy que mañana, y más bien ahora que luego, y andar que andemos, paso largo y al avío.

Algo de tiempo duró el silencio que esta lluvia de palabras y retahíla de sentencias impuso a aquellos buenos hidalgos de aldea; pero al fin D. Raimundo, que por su traza y corte manifestaba ser el prolocutor de aquella noble comisión, tomó la palabra, y dijo:

—Sr. D. Opando: el asunto que aquí nos guía, aunque magno e importante cual ninguno, es al tiempo mismo el más sencillo. El correo que acaba de cruzar por aquí a la capital ha dejado a la mano un papel volante, por el cual consta que las Cortes se han disuelto y que están convocadas para el 20 de febrero, debiendo procederse a las elecciones el 8 del actual. Este partido ha tenido desgracia en todos sus delegados hasta el día. Nuestro primer diputado en las de 1814, que no respiraba bajo estos techos y caseríos sino libertad e independencia, se transfiguró persa a las primeras de cambio: el de 1820, que no respiraba aquí más que prudencia, nos trajo a los 100,000 hijos de San Luís, rey de Francia: el de 1834, que no quería sino la finalización de la guerra civil, fue revolucionario en las calles en 1835 y juntero en 1836; y el que enviamos para la obra de 1837, nos falsea ahora de manera que casi nos hace temer que quiera deshacer lo hecho y volver a las ollas de Egipto con otros aditamentos y rastras que nos pongan como nuevos, volviendo a los tiempos de Godoy, a las garras y zarpas de ese otro rey que dicen hay en Francia, y que dicen que es, y yo digo que no es, Napoleón. Nosotros nos decimos escarmentados, por lo mismo que nos confesamos burlados. Buscamos in illo tempore la santidad del estado, y fuimos engañados: quisimos hallar la ciencia, y encontramos la vanidad, y fuimos vendidos: creímos dar con el juicio y la razón, y dimos con el sofisma y la extravagancia: presumimos encontrar la firmeza en los principios, y casi tocamos la traición con las manos; y, en una palabra, esforzándonos por hallar la probidad y el desinterés, no vemos más que el cinismo de la corrupción. Ahora bien, amigo D. Opando: para el descubrimiento y triunfo del diputado que queremos y debemos elegir, ya que fuimos tan desgraciados en nuestros ensayos anteriores, queremos traerlo a Vmd. con nosotros. Es cierto que en las pasadas combinaciones electorales siempre nos hemos desentendido de su persona, pues aquel pecadillo del sabor a afrancesado, sus relaciones con Lozano Torres, sus excentricidades en 1823, que parecieran estudiadas atendiendo al apoyo que después mereció de los calomardistas, el apego que tiene a todo poder que persigue, despoja, destierra e invade todo lo que es sagrado y justo, y, en fin, otras vulgaridades que por ahí han corrido a cargo de su reputación y fama, nos retrajeron de contar con Vmd. en nuestros pensamientos y planes. Mas ya que tuvimos tan mala mano para echadura de diputados y procuradores, queremos oírle y contar con Vmd., pues peor no ha de salir, y tentando este medio y saliendo huero el huevo, nos tumbamos en el surco, nos damos por muertos, y que nos pongan este epitafio:


Electores vergonzantes
yacen en este ataúd:
buscaron ora cual antes
honor, y gloria, y virtud,
y de THU fueron a NANTES.


Calló D. Raimundo, y D. Opando, que con el lente artificial de sus dedos había avizorado y fijado muchas veces al orador y su comparsa, desbaratándolo de pronto y pasando la mano a sostener su mejilla, y asentándose mejor en su sillón como para buscar la vertical más a su sabor y placer, comenzó así a hablar con voz agradable, pues en este órgano era muy afortunado nuestro amigo.

—Si yo fuera (dijo) abad mitrado, os llamara mis ovejas; si general, os dijera mis conmilitones; si morueco semental del ministerio de la Gobernación, mis administrados; pero como mi humildad sólo aproveche para advertiros de las malas artes de los poderosos y hombres de mundo, que son unos verdaderos milanos; para que os recatéis de ellos y os desconfiéis, quiero llamaros palomos míos, que es cosa que no os sonará mal y a mí me da gran consuelo; pues ya sabéis que ni tengo hiel y toda mi contextura es de blandurilla de camuesas. Esto, supuesto, quedo enterado de que tenemos elecciones y de que en ellas queréis contarme con vosotros, faltando ahora el que nos entendamos y acordemos de tan buena manera que acogotemos a los partidarios del gobierno, sacando en triunfo por diputado un varón cumplido, cual conviene a nuestros intereses y a nuestras ideas.

Mientras esto decía D. Opando, avizoraba de nuevo al través de la aspillera la fisonomía de sus visitantes; pues aunque siempre los tuvo por gente hidalga y leal, e incapaz de trapacería y doblez, con todo, siempre caminaba en tales negocios con la sonda en la mano, y no hacía mal. Pero viendo aquellas caras angelicales con el sello de la sinceridad y la inocencia, se tranquilizó del todo, y dijo allá para sus adentros: «Nada de extraño sería que hubieran puesto sus ojos en mí para este bateo.» Y para convencerse de la probabilidad de su pensamiento, les dijo:

—¿Y sabemos ya, palomos míos, a quién hemos de proponer y por quién hemos de trabajar?

—Sí, tal, respondió D. Paco; si a D. Opando le parece, todos queremos que nuestros sufragios recaigan en D. Veremundo. Estamos cansados de decidirnos en tales cuestiones por el más sabio, el más ilustrado, el más ardiente, el más buscavidas y hombre de corte, pues lo que hemos sido ensalzar a un necio, o vocinglero, o pedante más, apoyar al egoísmo y la vanidad, o proporcionar que algún industrial se haya llenado de cintas el pecho o de dinero sus bolsillos. Estamos, pues, hastiados de semejantes sabandijas, y por la presente elegiremos a hombre tal como D. Veremundo, que, siendo acomodado, no quiere ser poderoso; que, si no tiene gran brillantez en sus talentos, le asiste gran discreción en sus juicios; que en cuantas cuestiones interviene pone el dedo en la dificultad, y que se distingue en todo, así en lo chico como en lo grande, en lo alto y en lo bajo, por ese amor a la justicia que nos admira individual y colectivamente. En un orden regular la sola propuesta de hombre como D. Veremundo sería una aclamación unánime; pero como esto se hila ahora de distinta manera y vienen de la corte esas presentaciones, para obispados no, sino para diputados, es necesario madrugar y atarse bien el dedo, y por eso queremos contar con la alianza del Sr. D. Opando.

Y diciendo esto, D. Paco hizo una reverencia con la cabeza desde su silla, y guardó silencio. D. Opando conoció que, aunque burlado en sus esperanzas parlamentarias, todavía podría sacar grandes creces en su valimiento y no poco provecho en su persona; tragó la píldora con grande serenidad, y respondió:

—A fe, a fe, mis palomos, que me habéis robado el pensamiento. Aquí mismo me ocupaba de su persona, admirando su noble desprendimiento, pues en estos títulos que a la sazón examino (y palmeaba su mamotreto), se ve bien claro que si D. Veremundo quisiese usar de sus derechos de patrono podría disponer de los emolumentos casi totales del hospital, y él los deja descuidadamente para los pobres, afectando tal indiferencia acaso por no provocar demostración alguna de agradecimiento. Aclamemos, pues, todos nosotros a D. Veremundo, y hagamos de manera que lo aclame todo el distrito.

Al llegar aquí, D. Opando desbarató su lente prestidigitador, y comenzando a buscar papeles en aquel mar de ellos que le anegaba, sacó algunas apuntaciones que ordenadamente guardaba bajo cierta carpeta cruzada con balduque, y prosiguió:

—Aquí tenéis, palomos míos, el negociado electoral, con todas sus entradas y salidas, usos y servidumbres, buenos accidentes y mataduras. Este distrito compondrá 1,578 votos. D. Antonio Cañizares el mayorazgo, tío de D. Paco, dispone de 300 electores piantes (los llamo así porque este es gremio muy pedigüeño en el pueblo de Cubáscula); el cuñado de D. Raimundo, D. Cosme, juega al boliche con sus 200 tiburones de Zambrostenes, y los apellido así porque es necesario matarle a cada uno un carnero y molerle un medio cahiz para que vote en razón; en el partido de los Molinos, que habrá sus 90 votos, toda la dificultad en asegurar estos aguachirles está en que D. Alfonso, el suegro de Don Bruno, deje correr en los meses mayores las aguas que no necesite para sus riegos, aguas que, como todos sabemos, tienen con los bienes de propios sus dares y tomares. D. Bernabé de Zúñiga, memorable abuelo de D. Tadeo, en su nueva población de Hispuda nos puede agregar 150 votos muy redondos de aquellos labriegos de las nuevas roturaciones, y los llamo redondos por lo sin malicia que son y la candidez casi de idilio con que cumplen lo que ofrecen. Ahora bien: si estos 740 votantes que en limpio sacamos, se añaden con los 30 ó 40 de los colonos y parientes continuos del mismo D. Veremundo, y los 15 ó 20 que cada cual de mis cuatro oyentes pueden procurar, tenemos en Aritmética, más clara que la de Vallejo, no sólo en empatada, sino vencida la elección. La batalla en este punto, llego yo con mi pequeño refuerzo de 60 electores que, aunque de vida algo airada, votan como unos pontífices, aprovechando sus sufragios como misas de Pascua al favorecido, sin que por eso se vea en la obligación de darles otras mercedes en pago que algunas recomendaciones a los jueces de primera instancia, a las Audiencias u otras autoridades de S. M. Éstas muchas veces los toman entre ojos porque ellos quieren tomar barato el tabaco o la sal o niñerías del propio jaez, que yo a veces las deshago y desvanezco con mucho agradecimiento de estos infelices perseguidos que me sirven en tales ocasiones.

Los cuatro visitantes se miraron con cierto contento y como dándose el parabién de haberse acordado unánimemente de tal hombre, que tan claro les sacaba el negocio a la plaza y que con semejante exactitud presentaba los datos y dejaba ver las vicisitudes de la elección. D. Opando, no reparando o fingiendo no reparar en la admiración de su auditorio, prosiguió:

—Si tal es nuestro ejército y auxiliares, veamos cuáles sean nuestros contrarios y los medios con que han de combatirnos. Es necesario suponer que el gobierno ha de oponerse a la elección de D. Veremundo, por dos razones. La primera, porque ello es gusto y voluntad del pueblo, y al pueblo lo que se le pide es que haga como que tiene gusto y voluntad, y que no la tenga. La segunda razón es que si nosotros queremos sacar por diputado a D. Veremundo, ¿por qué al ministro no ha de antojársele preconizar por tal diputado a su hijo, a su pariente, a su postillón o a alguno de sus cuñados en los diversos ramos y direcciones que abraza este sagrado y profano parentesco? Sentado que el gobierno se nos ha de oponer, porque su misión es de llevar siempre la contraria, hagamos alarde de sus medios, y pasemos revista a sus votos. En primer lugar, nos han de ser contrarios en sus votos los alcaides, sotas, llaveros, vigilantes y requisadores de las cárceles del distrito, que por este relente que corre, obligando a tomar el abrigo de cuatro paredes por tiempo indefinido a muchos huéspedes propensos a romadizos y constipaciones, les cobran por favor un razonable hostelaje, y esto, decuplando gajes y propinas, les multiplica también por diez el afecto y cariño a la situación. Estos pueden calcularse en 25 votos; cosa corta por ahora, aunque pronto aumentarán su número, puesto que se piensa, pues es preciso, abrir al público otras doce cárceles más en cuanto llegue la próxima temporada de baños. En derredor de ellos es necesario agrupar los 15 ó 20 pegujaleros de centeno, escandía y mijo del partido, que, no hallando donde trillar su mala simiente porque torcerían nuestros atrajes y graneros si les permitiésemos cosechar con nosotros, esperan en éxtasis soberano esas eras que se prometen de día en día, y que efectivamente parece que se están viendo con cada grano de trigo como una almendra o coco de Indias, y después todo se desvanece por las malas picardías de los descontentadizos. Como los treinta o cuarenta boticarios y albéitares que cuidan de nuestros torozones y arestines han dado en la flor de adornarse con otras cintas que el acial y los parches que antes acostumbraban, y nosotros no podemos darles tales bujerías, paréceme discreto el contarlos a casi todos por del bando contrario. Por lo demás, la fuerza de los adversarios en nuestra villa y distrito de Cubáscula la hemos de hallar en los roturadores y aparceros. Ello es que quieren que se les reparta en suertes las dos dehesas, y esto es cosa fácil para los mandarines, y lo mejor del caso es que a nosotros nos convendría semejante medida, pues a poco del repartimiento los tenedores venderían como cosa de triste utilidad, y por consiguiente por poca plata, sus respectivas pertenencias, y nosotros (es decir, la gente acomodada), por tal camino éramos los legítimos herederos de las dehesas y de los propios. Pero a pesar de tal aliciente, hagámosles la guerra, den al traste con sus intentos, saquemos triunfante a D. Veremundo, que lo que no sea por testamento será por manda o codicilo, pues de todos modos, ya haremos de manera que esas tierras, bien sea por un expediente muy manido y curtidito si mandan los unos, o bien por medidas estrepitosas y de mano airada si mandan los otros, nos hayan de tocar y pertenecer, aunque se muera de frío el universo mundo no hallando en el invierno siquiera un ceporro o astilla de leña para la chimenea. Ya veis, palomos (prosiguió diciendo D. Opando), que, contadas y bien desmenuzadas las fuerzas enemigas, son en mucho inferiores a las vuestras, cosa que os debe servir de confortativo en vuestro propósito.

—Sí tal (dijo D. Raimundo levantándose de su asiento). Vamos, pues (volviéndose al basigote de sus compañeros); vamos, pues, a la tarea: vete tú, D. Paco, a tomarle prendas de empeño al tío D. Antonio Cañizares para contar con sus 300 votos. D. Bruno se hará cargo de inclinar el ánimo de su suegro para arreglo tal, que nos dé los votos de los aceñeros y molineros. D. Tadeo nos asegura del apoyo de la clientela de su abuelo, y desde luego que se me carguen en cuenta los 200 votos de los tiburones de Zambrostenes, como dice con algo de chiste D. Opando, pues yo daré buen recaudo de ellos, aunque para el caso haya de reducir en afrecho para darles bodigo y mamancia hasta los tapiales de mis caseríos de Marayma.

—Estamos en camino? —añadió D. Raimundo tornándose a D. Opando.

—En camino estamos-respondió éste.

Y dándose todos sendas y apremiadas enclavijadas de manos, aquél se quedó en su aposento, y los otros, abriendo su puerta, pronto dejaron atrás también la de la calle, yendo cada cual a sus menesteres. D. Opando volvió a su sillón, sentose, y para desentumirse de la postura que hasta allí tuvo y guardó, pasó ágilmente la diestra pierna sobre la izquierda, recostándola en ella amorosamente, y para consolar sin duda al triste ojo que le quedaba de su viudez haciéndole ver otros amargos males, lo afincaba y paseaba perseverantemente sobre el pie imperfecto y zopo, a quien movía y estremecía ayudado por sus manos de una parte a otra, como por darle esperanzas de que en algún tiempo entraría en funciones y en juego en todo arreglo y pulcritud.

Quien presuma de alto fisiólogo o que pretenda ser zahorí de los ajenos pensamientos por estas muestras fugaces y exterioridades de la persona, podrá decir lo que guste de las ideas que pasaban entonces por el magín de D. Opando; que en cuanto a nosotros, diremos sólo que tales pensamientos se reducían a este razonamiento: «El juego es el interés; en el tercio, muchas y buenas cartas he de ver; gran zopenco sería si no supiera apropiarme la polla o traviesa.» Así imaginando, llaman con callados golpes de mano sumisa a la puerta del aposento, y suena una voz, si tímida, si medrosa, que pregunta:

—¿Se puede entrar, D. Opando?

—Adentro, Paraninfo de los cielos (dijo éste, que se preciaba de muy galán en la frase, y de mucho de filis en sus flores). Adentro, adentro digo.

Y efectivamente: si la entrante no era Paraninfo de los cielos, era, a no dudarlo, el más lindo Paraninfo del amor. Era, pues, un clavel de chica de diez y siete años, de cintura de sortija, del talle más airosamente femenil que pudiera pintar pincel, de rostro hechicero, con ojos de endrina y predicando muchas cosas malas con las miradas más pícaras del mundo, y con un tesoro de pelo negro como la noche, y tan copioso, que no acertaba a cobijarlo la mantilla de tafetán y randa catalana que cubría la cabeza, cayendo sueltamente y con gracia por el un lado y otro de dos ponciles palpitantes que revelaban el anhelante pecho. Al verla D. Opando, figurando antes el consabido lente, exclamó:

—Beatriz hermosa, piñón delicioso de la gloria, ¿quién te trae por esta celda triste a tales horas? Si tu padre, mi amigo Cañizares, me quería tener a su servicio, cualquier mensaje, cualquier criado suyo hubiera bastado para llevarme allá, aunque fuese la noche diez veces más tenebrosa que la presente. ¿Pero qué se ofrece?

La Beatriz, sin cuidarse de tales palabras, volvió a la puerta, la aseguró, y tornó a acercarse a D. Opando, quien, tomando la actitud más interesante que pudo estudiar, la dijo:

—Entra, sí, por entre las sillas y la mesa, y sentémonos así, muy cerca, para hablar en mayor puridad y secreto.

—No tal (dijo la muchacha); bueno es que entre dos interlocutores corra siempre el aire, y por lo mismo, haciendo de esta mesa torno de monjas, hablaré desde este sitio a distancia respetuosa.

Y diciendo y haciendo, arrastró una silla y se sentó con tal desenfado, que diera envidia a la Villana de Vallecas.

—Amigo D. Opando (prosiguió ella): es el caso, como dijo el otro, que se trata de un casorio, y un casorio con su poquito de pimienta. Casimiro, a quien Vmd. conoce, me quiere por la posta, y yo le repago por el vapor. En fuerza de que yo he de ser rica, y él, aunque pobre, es de sangre azul, y enlazado, aunque lejanamente, con mi familia, ayer fueron los suyos a casa para pedirme a mi padre; pero éste, que piensa que las mujeres han de ser como las hortalizas, que para dar sucesión han de ser subidas y talluditas, me negó con un NO de regia estirpe, y yo quiero apelar de este fallo, y si por dinero ha de ser, llegaré hasta las mil y quinientas. Por lo mismo, conociendo esas manos que asisten en Vmd. para gobernar estas descomposturas que suelen provocar otras descalabraduras y fracasos doncelliles, vengo a implorar su habilidad y gobierno, para que me saquen por la Iglesia o por la milicia, en fin, lo más pronto posible, y que la semana entrante me miren, me tengan, me consideren y yo me sienta como la esposa legítima, con todas las ceremonias del ritual romano, de D. Casimiro de Alvarado y Foch de Cardona.

Indudablemente algo debería haber de hechicero y de notable en el gesto y acciones de aquel diablillo de forma apetitosa, cuando D. Opando volvió a inaugurar su observatorio de dedos y antojos, recreándose en confundir en su imaginación la voz, la gesticulación, la figura y el talante todo de aquel deliciosísimo arrapiezo. Al fin hubo de arrancarse de tal éxtasis, y tomando un pliego de papel del sello cuarto mayor, se puso incontinenti a rasguear curialmente, y en tanto de la operación hablaba así a la Beatricilla:

—Y no digo yo que esto vaya a vapor, como tú dices; pero lo que es efectivamente, y con apremio y costas de la cobranza, es cosa que corre por mi cuenta, y te aseguro que antes que oigas misa dos veces has de tener al D. Casimiro por tuyo, con libre, franca y general administración sobre su persona y alodial dominio y para ello firma este memorial que llamamos de disenso.

Y esto relatando, le volvió el papel con mucho aquel del miramiento, aunque al traspasarle la pluma para la rúbrica aleó y prolongó algún tanto el anular y el meñique para llegar y tocar, como efectivamente llegaron y tocaron, a los dedos flexibles y a la mano mimosa de algodón de Beatriz, quien, sonriéndose algún tanto al ver el estremecimiento de extraña catadura que había probado D. Opando con tal sensación, y tomando la pluma, firmó y rubricó el papel con más gallardía y soltura que la que pudiera prometer una educanda de pueblo como aquel, de tercera o cuarta jerarquía. Devolviendo, pues, la pluma con cierto recato picaril, esto es, alargándola por el penacho para evitar repeticiones de tal rozamiento, y sonriéndose siempre, respondió al levantarse del asiento:

—Quedad con Dios, D. Opando; cumplidme esa maldicioncilla de antes de las dos misas, que ya sabe no soy miserable, pues no quiero morir más rica que el tanto con que nací, y además, por adehala, contad cada año por Pascua con unos cuellos y vuelos bordados por estas manitas (y se las mostraba como un dije, revolviéndolas como ramillete de flores), y también con una rica guirindola de encajes.

Cuando acordó D. Opando a responderla, ya la linda parladora había desaparecido, pues antes se deslizaba como el viento que no medía el pavimento con sus pasos.

—Buen rato te me llevas contigo, picaruela (dijo nuestro hombre); pero a bien que me dejas en posesión de un papel tal, que bien vale uno de los tres estuches. Esperemos, esperemos, pues, que ya predije que buenos naipes habrían de pasar por mis manos.

Aún no había pasado este pensamiento por su frente, cuando abriéndose la puerta con discreción y tiento, se dejó aparecer cierta cabeza tachonada con dos ojos como carbunclos y patiabierta la cara con cierta boca de brocal la más espaciosa del mundo, por donde se dejaban ver unos dientes blancos como el gipso, ni más ni menos en su traza y corte que como navajas de jabalí.

—¿Estamos solos? —berreó aquella estupenda boca.

—Solos estamos (dijo D. Opando): entrad, D. Tenebrarios, y asegurad con fallebas la puerta, que no son nuestras incubaciones ni para vistas ni para escuchadas.

D. Tenebrarios aseguró la falleba, y al atravesar en cuerpo gentil el aposento, pues no traía capa, dejó ver debajo de su enorme brazo un mamotreto de autos, aún todavía más enorme, de letra antigua procesal.

—Ya pareció lo perdido, amigo D. Opando (dijo sentándose aquel taumaturgo); ya pareció lo perdido, y a pagarme albricias por mi buena nueva, ya habría de multarse Vmd. con buena cantidad de reales. Aquí tiene de cuerpo presente esperando Misa de Réquiem o Te Deum laudamus, según méritos decidan, nada menos que los títulos de propiedad de las aguas de la ribera que están hoy en posesión del cuñado de don Tadeo. La villa es indudable que tiene derecho sobre ellas, como aquí reza (y sacudía Tenebrarios sendas palmadas sobre los autos), y esta es cosa que pone en nuestro poder y buen albedrío a nuestro buen hombre, con todos sus garrotillos de sangre azul y de orgullo.

Ni el sacre se abalanza sobre la garza con más intención y rapidez que D. Opando sobre aquel monte de papelorios. Lo repasó, leyó mucho al vuelo, impuso registros, señaló varios folios, y luego exclamó:

—¡Copo colmado, amigo Tenebrarios; pesca de atunes, y hagámonos cargo que hemos cogido cautivo a nuestro hombre, y que el rescate no lo han de fijar piadosos mercenarios ni trinitarios, sino los Arraeces Opando y Tenebrarios!!! De esto hablaremos luego, pues me pica la curiosidad de saber en qué placeres se ha matado tan buena pesca; pero ahora contentémonos con saber que dentro de muy poco entramos en elecciones para diputados. Los bastidores, escotillones y bambalinas de nuestra tramoya electoral, supongo que no habrán sufrido alteración ni detrimento después de nuestro último ensayo, que bien cercano está todavía.

—Todo está intacto (replicó Tenebrarios), y en el mejor uso posible, y aun con aumento y creces, puesto que ha entrado en la secretaría del pueblo de Unguste nuestro favorecido Caquillas en lugar de aquel D. Hermencio, medroso y atado como ninguno.

—Bien sabéis lo que digo, hermano Tenebrarios (repuso D. Opando); digo, pues, que con los medios que se me vienen a la mano como zorzales encandilados, y ayudado del buen celo, voluntad y destreza de los secretarios Pijotas, Cuchiche, Caquillas y el Reborondo, casi se pudiera lisonjear cualquier hombre razonablemente ágil de sacarme diputado por este distrito.

—¿Pues en qué está la detención? (replicó Tenebrarios.) ¡Adelante con calzones de ante, que para el caso seré un tigre!

A proseguir en sus exclamaciones de afecto iba nuestro amigo de los dos carbunclos, cuando sonaron otros golpes en la puerta.

—Tenebrarios, hijo (le interrumpió D. Opando); deslízate por esa puertecilla excusada al aposento inmediato, y ahí espera, que el corazón me da que esta noche es de buen lance, y alguna pieza se me entra en jurisdicción, y ya pluma o ya pelo, ha de quedar en mi poder.

El Tenebrarios se envainó por la puerta del rincón, y D. Opando, llegándose a la de enfrente, descorrió la falleba, y se encontró, no a topa penoles, sino a topa narices, con el cuñado de D. Raimundo.

—¡Sr. D. Cosme (le dijo), cuánto tiempo que no se dignaba honrar este albergue!!

D. Cosme se sentó y D. Opando ocupó su acostumbrado sillón, desde donde comenzó a atalayar a su huésped por su método peregrino, que ya nos es conocido. Luego añadió:

—Y como estamos solos, Sr. D. Cosme, ábrame su pecho de par en par, pues creo haberle merecido su confianza en ocasiones de empeño. Estamos completamente solos, y en esto, a todo rigor no mentía, no, D. Opando, pues Tenebrarios formaba una sola y misma persona con él, o por mejor decir, érase que se era su espíritu familiar, o la propia emanación suya.

—El asunto que aquí me trae (dijo D. Cosme), no por serme de alto empeño deja de ser sencillísimo. Es el caso que para ensanchar la mía quiero adquirir ese caserón viejo de la calle Real, que es del vínculo de los Coallas; al poseedor, que es ese tal D. Claudio, redondo como pata de buey y testarudo como vizcaíno, le he propuesto las capitulaciones y ofertas más ventajosas para que enajene en mi favor la casa; pero él dice nones y me hace la higa, y yo más me aferro en mi propósito. Todo su fundamento está en decirme que en ese solar nació y se crió cierto hastial de su familia que dividía un moro de un mandoble, y que en la de Pavía asistió a la presa del rey de Francia, y héteme aquí que por tales extravagancias me he de quedar en blanco y viendo en pie esos torreones sombríos del tal edificio, que, habiendo presenciado la entrada del moro Muza, acaso presumen asistir al fin del mundo; y para castigar la arrogancia, así de la tal montaña de piedras como del Sr. D. Claudio, su amo y poseedor, es para lo que me mira en este sitio con entrañas de Galalón y con intenciones de macho mohíno, pues a mí pocas, que no sufro ancas, y por mi gusto envido el resto, que tengo hígados de pleonasmo y las agallas de un ballenato.

—Lo sé, lo sé (repuso D. Opando); y estoy de acuerdo con cuanto me ha relatado, salvo, empero, en lo de la eternidad del edificio, que para mí tengo que las cuantas grietas que verse dejan en el lienzo del mediodía pueden dar motivo a creer que en algún tiempo ha de falsear y dar de cabeza con la tal máquina. Y tal idea y este temor, por lo que pueden serle de provecho a Vmd., queridísimo D. Cosme, me dan tal guerra, que ya me parece presenciar hundimiento tal que mate a doscientas criaturas y deje en ruinas a medio pueblo.

—Este hombre tiene imaginación tan viva (dijo para su coleto D. Cosme, oyendo a D. Opando), que ve visiones y casi delira diciendo tal, cuando la catedral de Sevilla es un castillo de naipes si se compara con la casa almenada de los Coallas.

D. Opando, habiéndole apuntado el lente al monologante, leyó los pensamientos que entre sí revolvía, y queriendo tomar altura en ellos lo tocante a elecciones, ya que el resultado era tan fijo y cierto por el otro derrotero, viró de bordo, y le dijo:

—¿Ha oído algo de elecciones?

—¿Y cómo si he oído? (respondió el otro). Están encima y han de ir por la posta. Ahora mismo me lo acaba de decir mi cuñado Raimundo, y por cierto que ya me tiene embargado esos centenares de votos con que cuento, y no estoy pesaroso por ello, porque han de recaer en nuestro D. Veremundo, que buena falta hace en la corte para dejar bien puesto el buen nombre de este distrito. Él y sus amigos van de muñidores ya desde esta noche para el caso. ¿Concibe Vmd. eso, amigo D. Opando, que tres cristianos como tres elefantes tomen a pecho y tan a veras esas niñerías, y haciéndose procuradores ajenos, se despepiten por sacar al buen caballero D. Veremundo para diputado, en vez de entretenerse, si son loteros, en sacar un buen terno, y si son propietarios, en sacarles las enjundias a sus colonos? Cada cuál tiene sus gustos, cada uno tiene su son, y lo que a tal le horripila, a cual le parece bien. Ellos allá, y yo conmigo, y todos con su locura. Yo entre tanto les ofrecí mis votos, y dellos, si pueden, saquen sustancia, que en cuanto a mí, no sé en qué guiso o salsa poder acomodarlos.

D. Opando, que ya veía toda la luz que necesitaba, replicó con tono tan didáctico cuanto afectuoso:

—En verdad, en verdad, que no podrán aplicarse los votos con más acierto que en D. Veremundo; mas no por eso deja de ser cierto que el desprenderse así de doscientos votos sin entero conocimiento de causa, es cosa que huele al dilapidador que bota doscientos doblones por la ventana porque no sabe lo que valen. Pero, en fin, cada cuál tiene sus gustos, y lo que a tal le horripila, a cuál le parece bien. Ellos allá, y yo conmigo, y todos con su locura.

Para el de los votos, cada palabra de D. Opando le hacía abrir los ojos como quien ve objetos nuevos y antes no conocidos. Al fin rompió el silencio, y replicó a D. Opando:

—Aunque es cierto que ha habido ofrecimiento de parte mía, no creo que cuatro palabras dichas al viento en una noche oscura, en el esquinazo de la iglesia y delante sólo de cuatro o cinco personas que acaso no escuchaban lo que yo decía, sea alguna escritura guarentigia que traiga aparejada ejecución. Si da Vmd. barro y luego sale oro, ¿no hay derecho a la nulidad? ¡Cuántas veces no se recoge de mano del mendigo la tarja de dos cuartos que se le dio equivocándola con el cobre viejo del cepo de ánimas! Pero que Patillas me lleve si puedo adivinar qué empleo podrán tener aquellos votos, aunque de todos modos, desde ahora hasta que haya lugar, y después de riguroso examen, revoco mi donación y la doy por nula, apoderándome desde luego y reinstalándome de nuevo en la posesión y señorío de los doscientos votos.

—Y no hará mal (dijo con cierto tono de indiferencia D. Opando): nada extraño fuera que esos votos tuvieran parentesco muy estrecho con la casa almenada de los Coallas que Vmd. considera firme como la catedral de Sevilla, y que yo miro ruinosa y deleznable como choza de pastores.

—Alto allá (repuso D. Cosme con viveza, levantándose de la silla): alto allá, D. Opando, y oiga mis razones, que serán cortas, pero gordas como cerezas garrafales. Hágame con ese monte de piedras, póngale yo la salivilla en la oreja al testarudo poseedor, y cuente Vmd. con los doscientos votos, y con otros tantos escudos si necesarios fuesen, y vaya D. Raimundo a cazar nidos de golondrinas. He dicho lo bastante, pues ya se me conoce, y como yo conozco a D. Opando, me voy sin más hablar.

Se dirigió, pues, hacia la puerta; pero de pronto giró sobre el calcañal izquierdo como hombre que alcanzó la táctica prusiana, y dijo muy al oído a D. Opando, cual si hubiese auditorio de quien quisiera recatarse:

—No es necesario prevenirle a Vmd. que los votos vendrán blancos como la paloma, para aplicarlos, apegarlos y emparcharlos a última hora al cristiano más emérito en quien paremos mientes.

D. Opando le agarró la mano y se la estrechó afectuosamente, como hombre a quien se le había excusado la explicación de un negocio embarazoso, y luego añadió:

—Id con la Virgen, D. Cosme, que este sólo rasgo, manifestándome sus altos dotes, me lo hace presentar como el ínclito diputado de este distrito, si aquí hubiera sindéresis y se profesara admiración para las altas cualidades.

Desapareció por la puerta el de los doscientos (y no de azotes), cuando al revolverse D. Opando, columbró a D. Tenebrarios por el tragaluz del zaquizamí donde en conserva se había mantenido, asomando su cabeza tachonada con sus dos carbunclos rutilantes de gozo y feriando dilatadamente sus dientes blanquísimos y apiñados como si su boca fuese una granada reventona y rasgada de granos de marfil.

—Comprendo el juego, maestro D. Opando (que así era el prenombre de respeto con que siempre le interpelaba); comprendo el juego, y antes de acostarme ya habré puesto en urdimbre algunos hilos convenientes para la tela que necesitamos. Me llamo a la parte, entre tanto, por aquello, no de los doscientos votos, sino de los doscientos escudos.

—Mi Benjamín (respondió D. Opando, pues tal era el remoquete de cariño con que en sus pláticas confidenciales mimaba a Tenebrarios); mi Benjamín, ya sabes que soy bien desprendido con mis discípulos y aficionados, y singularmente contigo, que eres mi verdadero Electo.

Iba a proseguir nuestro orador en el uso de la palabra, cuando desapoderamente entró por la calle, machacando el empedrado, un golpe de hasta seis u ocho caballos, que hicieron alto en la misma puerta de D. Opando. Éste no pudo dominar cierto movimiento de curiosidad, y marchó con la rémora de su zopez a la ventana; pero reprimiéndose como si a su voluntad la tuviese enfrenada con cerrillo, bocado, barbado y doble rienda, se detuvo y dijo a Tenebrarios:

—Mira, mi Benjamín, si es alguien en mi busca; y mayormente si vienen a entretenerse conmigo sobre elecciones, excusa el irte, y manténte a la distancia que quieras, pues así me evitarás dobles explicaciones de dogmas y triples planes de ejecución. Al decir esto D. Opando, se abrió la puerta, y sorbiéndose Tenebrarios por su puertecilla como caracol o galápago que se esconde, se presentó en la sala, todo manchado de lodo, con su bombacho de vivos encarnados, sus botas vaquerizas, su calañés, su manta y su carabina, un guarda de campo o escopetero. Nuestro guarda, con esa compostura hasta graciosa que tiene esta y otra laya de gente en España, llevándose la mano al sombrerete con ademán respetuoso, dijo así:

—Si tengo el gusto de hablarle al señor don Opando, debo decirle que en el zaguán espera el Sr. D. Policarpo, nuestro venerado jefe, que quiere hablarle, y con cierta reserva.

D. Opando, diciendo sorda y guturalmente que entre, que entre, abrió las puertas de par en par, y empuñó su velón de Lucena para alumbrar al misterioso peregrino; pero como por su cualidad de zopo engendraba muy tarde todos sus movimientos, cuando acordó, ya tenía delante de sí al señor jefe, el invictísimo D. Policarpo.

D. Policarpo era hombre formado por ochavas, pues tal era su rotundez. Aquellas carnazas, sujetas y estancadas después por la tiránica tirantez del paño de su paletó abotonado, daban tales curvas y facetas a su talle y persona, que desdichado del estatuario que hubiera querido coger aquel torso para figurar no un Apolo, sino un Baco o Sileno. Por lo demás, mostraba su cara escueta y lampiña, los ojos pequeños y hueros, y el abdomen que adornaba su coram vobis, subiendo en roscas salomónicas para arriba, se modificaba al llegar al cuello con el nombre y la figura de barba, barbilla, papo, papada y papadilla.

Nuestro D. Policarpo era una alhaja nativa y muy merecedor de obtener lugar de privilegio en cualquier Museo de Administración, siempre que se buscase lo raro y peregrino de las cualidades. Habiendo aprendido a leer y escribir a la edad de veinticinco años, había llevado tal madurez y atención al estudio, que cuando concluyó la tarea, su carácter de letra era gallardo y limpio, y su ortografía correcta y segura. Esto le valió una plaza en la Secretaría, en donde logró grande encomio por la rara cualidad que poseía de escribir y no leer, de leer y no enterarse, de enterarse y olvidarlo todo a la media hora, como si una esponja hubiese pasado húmeda por el encerado de su memoria o imaginativa. Su encumbramiento al pontificado de provincia lo debió a cierta aventura, que, aunque relatada parece fría, a haberla presenciado, era cosa de voluptuoso y exquisitísimo regocijo. Fue, pues, el caso que el ministro, queriendo mirarse como en un espejo en las calidades negativas de nuestro reciente conocimiento, lo tenía cerca de sí y en su propio gabinete, para llevarle la correspondencia reservada y la confidencial de sus pecadillos y fragilidades. Cierto día, en aquel gabinete reservado se introdujo una tercera persona de pícara condición y suelto de manos, y por quítame allá esas pajas, asentó al ministro tres bofetones en aquel carrillo, tres bofetadas en estotra mejilla, le besó la frente con un taburete, y le tocó la marcha real en las espaldas con el son y compás de uno de esos bastones que tienen el puño con un jayán o sátiro de cabeza metálica y muy gorda.

Bien reflexionó el ministro, después de serenado el chubasco, que tal escena, pasada por la vista de D. Policarpo, era cosa tan olvidada a las dos horas, cuanto olvidados están los colores de la vestimenta de Doña Urraca; mas no embargante esto, atendiendo a la mortificación que él mismo sufría viendo un testigo perenne de su desmán, pensó darle carta de pago, que así le hubiera sido dable el dar pasaporte para el extranjero a sus propias espaldas. Fue despachado, pues, D. Policarpo, y vino a fabricar la felicidad de la provincia cuya historia electoral vamos redactando. Ya había sus catorce meses que trabajaba en tan santa obra, y, por consiguiente, que debió en tanto tiempo conocer, tratar, contratar, cruzarse y frisarse con nuestro amigo D. Opando, elemento e ingrediente indispensable en todos los escarceos de la provincia. Pero, según la cualidad de D. Policarpo, apenas se acordaba de la persona y talle de su interlocutor, y por lo mismo, aferrándolo por la mano, le llevó hacia los cuatro mecheros de su velón para reconocerle; pero en cuanto le notó el renqueo y sube y baja de la zopez (lo tuerto era cosa equivocable), sin más filiación, y ya seguro con tal signo y marchamo que identificaba la mercancía, le soltó la mano y lo enlazó con sus brazos, y comenzó a fundirlo y desquebrajarlo con tantas caricias.

—Aquí me tiene, mi querido D. Opando, en persona; de arriba me piden socorro en las próximas elecciones, y yo se lo pido a mi amigo, seguro que no me abandonará en esta borrasca, salvándome del naufragio, como Alejo o la Casita en los bosques salvó a Miseno. (Su memoria infiel le hacía dar al recomendable jefe estos agraciados traspieses en la erudición que poseía.) Pues, amigo D. Opando (prosiguió D. Policarpo), el gobierno necesita diputados dóciles y bonachones, que ayuden a comer en el banquete nacional de la política, sí, señor; pero que no se entrometan al ajuste de cuentas al cocinero, y que no vayan a sisar bofetones por aquí a los ciudadanos, a cercenar palos por allá, a oponerse a los viajes recreativos que se les manda emprender, a parlar mal de objetos caros a los naturales, como lo son la Francia y Luis Felipe, y otras impertinencias semejantes. Por lo mismo, aquí es preciso oponerse a la candidatura de un tal D. Bermudo, que me ha de volver calvo a fuerza de nombrármelo y celebrármelo...

—Será D. Veremundo (dijo corrigiendo don Opando al dialogante). Será D. Veremundo; y por cierto que el magnánimo ministro recuerda todavía los zosquines y capuces que de su mano y dialéctica gustó y probó en la Universidad. Pero lo que es cierto es que D. Veremundo no está hecho de la masa que ahora se necesita.

—Sr. D. Opando (replicó el jefe); es incorregible en eso de la terquedad, y desde luego me atrevo a pronosticar que enviaríamos mal regalo con su diputación al respetable señor ministro.

—Pero entre tanto, ¿quién será nuestro elegido, nuestro neófito, nuestro cliente y candidato? —dijo aquél.

—Ahí vengo yo a parar (repuso D. Policarpo). Yo tengo un sobrino de pocos años, así como el Sabinianito o el Joven Salvaje, despabilado y de un talento que se remonta. No le digo más sino que es abogado e ideólogo, humanitario o humanitista (yo no reparo en los nombres, pero ello es cosa por el estilo); sabe algo de estadística, pues a mi lado forjaba mensualmente los estados y nóminas, y esto sin haber asistido a la Universidad ni a las aulas; y todo por su lumine naturali y con el favor de cuatro catedráticos sabios furiosamente, como que lo son por gracia del último plan de estudios. Este fenómeno, esta precocidad y esta tempranura la quiero yo llevar a las Cortes para estupefacer y asombrar al mundo entero, pues, aparte que esto lo pone en el camino del ministerio, le hará con su pico de oro enamorar a una chica con medio millón de pesos, mirándose en poco tiempo a la cabeza del país, argento et sapientia.

—Cosa no fácil-dijo D. Opando.

—Pero no imposible-repuso D. Policarpo.

—Pues mano a la obra-repitieron los dos en coro: y comenzaron a hablar en voz sumisa y baja.

A los pocos instantes levantó el tono D. Policarpo, y, siguiendo el hilo de lo principiado, dijo así:

—Para todo estamos facultados. Es una cucaña el fregado de las elecciones; pues, además de que con ellas se tapan y retapan más de cuatro pecadillos atrasados, se despacha un hombre a su gusto y se desahoga de la bilis acumulada de antiguo contra los pueblos, partidos y personas. Y cada latigazo que se aplica vale cien ducados. El gobierno es demasiado sabio para no entenderlo así, y la bula que al efecto nos ha circulado no deja la menor duda sobre el caso. Oiga entre tanto su contenido, y tome ánimo, señor D. Opando, para empresas mayores. Dice así:

«Sr. Jefe: Las Cortes se han disuelto, y las Cortes van a reunirse: La flor de la maravilla, cátala muerta, cátala viva. Al varón que V. S. se llama D. Policarpo, excusado es por su penetrabilidad y penetración el que se le prevenga que van a celebrarse elecciones: inteligenti pauca. Aunque el gobierno, benévolo y paternal, como es, excusa por ahora en las elecciones acudir a los venenos y fusilamientos, no puede, sin embargo, dejar de recordarle que la cuestión pendiente es de vida o muerte, singularmente para los que, como V. S., gozan de chupandina cuarenta mil reales vellón. Por lo mismo, virguea ferrea y apretabis tibis cobis. Para el mejor resultado se atendrá a las prevenciones siguientes, aumentando V. S. de su propio peculio y chirumen cuanto le parezca adecuado al caso.

En primer lugar, hará que figuren, no tanto en las listas cuanto en las votaciones favorables, los nombres de todos los que por escuchar las prédicas y seducciones de los progresistas y de la oposición, se han marchado del mundo sin tener la satisfacción de prolongar y alargar vida bajo nuestro pontificado, que es cuanta dicha puede derramar la divina Providencia. Esta inocente operación, además de atraernos los votos de mucha gente discreta y callada, afirma y ratifica la piadosa creencia, que queremos arraigar por ahora, de que los difuntos vuelven al mundo a frecuentar y visitar los sitios en que solían asistir habitualmente cuando eran vivíparos.

Ítem: también, y en la propia forma, figurarán en las votaciones los nombres de cuantos se hallen ausentes y peregrinando. Los escoceses y otros pueblos del Norte disfrutan del don de la doble vista, y no hay razón, por lo mismo, para quitar a los españoles la facultad que vamos introduciendo ya en la máquina gubernativa, de bilocarse o de estar a un tiempo en dos lugares diversos.

Ítem: las nobles matronas viudas que por su talento y gallardía puedan vestir el sayo varonil, pueden y deben llegar a la urna en representaciones de sus estimables esposos; cuidando, empero, que las calzas no ajusten mucho y que sean sobradas de tiro, para guardar misterio circumcirca, no mortificar blancas carnes, y en mira siempre de la decencia femenil. Estos actos las acostumbrarán a considerarse como amazonas, y apresurarán la completa emancipación del sexo, en lo cual por ahora estamos de acuerdo.

Ítem: si algunos chicos y mancebillos quieren acudir a votar, que vengan y sean bien recibidos, y para excusar escándalo, que se les pongan zancos o cosa por el estilo.

Ítem: se resucitarán y se pondrán al día todos los expedientes que duermen en intendencias, secretarías y diversos ramos y juzgados, por atrasos, por contribuciones, censos de población, millones, cuatropea, patihendido, pósitos, propios, montes y plantíos, reemplazo de Ultramar, remontándose hasta los galeones de Felipe II, pues con semejante buscapié cualquier funcionario administrativo, además de hacerse muy estimable a ejemplo de esta superioridad, andará en romances y pondrá blando como guante de gamuza a cualquier díscolo que quiera tener libre albedrío en el enjuague de las elecciones. Libertad para servir a Dios; mas en cuanto a votar, a gusto del gobierno, que es un padre de menores de todos sus súbditos.

Ítem: si para las operaciones electorales fueran convenientes las luces y manufacturas de algún encausado o encarcelado, sobreséase o désele larga al punto. El divino San Antonio siempre está orando por los que sufren persecuciones de justicia, y bueno es darle oídos de cuando en cuando. Por otra parte, estos desgraciados, si se les emplea en trabajos tan útiles, adquirirán el hábito de la laboriosidad y noble emulación, lo que los llevará a la carrera administrativa, con admiración general.

Ítem: tiene V. S. breve en forma, según toda nuestra gracia y poder temporal que poseemos, y de la que queremos usar ipso facto, para que desde luego haga caminos, recete puentes, derribe montañas, alce catedrales, rehaga doncellas, sane tullidos y resucite difuntos, para que a la vista de tales prodigios los pecadores se arrepientan, los pertinaces se amansen y los protervos se rindan, trayéndonos sus votos. Si son incrédulos y nos hacen la higa, vuélvales a ofrecer más caminos y más canales, y dígales por ahora que es caso de conciencia creer en imposibles, y luego a su debido tiempo les responderá a sus reconvenciones ad imposibilia nemo tenetur, y se convencerán al cabo, pues les hablaremos en latín.

Ítem: para confirmar estas lindezas, desde luego puede V. S. comenzar a derramar cintas y moños de todo color y de todas dimensiones, para lo cual, si es preciso por haber carestía, podrá echar mano de los retazos de listones que emplearon los muchachos en sus corderos en la pasada Pascua de Flores y de las divisas que hayan sobrado en las corridas de toros, y si no alcanzan, que haya paciencia interinamente. Ha habido tal despacho y venta de esta mercancía en los últimos meses en esta corte, que por ahora es imposible auxiliar a V. S. con remesa alguna.

Últimamente: si el caso apura y las distancias se estrechan, será preciso, como en la medicina, acudir a los remedios heroicos. Ya conocerá que hablamos de los pasaportes. Esta quinina para la terciana revolucionaria es específico maravilloso, y por desgracia sólo conocido poco ha; mas puesto afortunadamente al uso cuotidiano por la actual administración, que ha dejado a la Europa con la boca abierta por semejante ensayo. El que el gobierno dé el itinerario, y que los pacientes paguen el viaje, es cosa que V. S. no ejercitará nunca bastantemente, aunque siempre podrá advertirles, al entregarles el pasaporte, que caminen modestamente, sin boato ni dispendio, por si el viaje fuese largo, o se repitiese a menudo. Estas peregrinaciones endulzan mucho las costumbres, y los hombres más tenaces concluyen por hacerse flexibles y amables. El que suscribe, que ha visitado desde el África a Londres en diferentes épocas y por diversos motivos, se encuentra mandando ahora en esta corte por diferente razón, y mañana por otra causa se hallará dispuesto a seguir mandando en esta misma corte. En fin: inculque en sus administrados aquel luminoso principio a que todos nos consagramos: convenientia personae supreme lex est, y habrá hecho un gran beneficio a cada individuo, ganará las elecciones, y habrá seguido el espíritu de nuestra gobernación beatífica. Tal, tal, y enero de mil ochocientos y tantos.»

Al concluir su lectura D. Policarpo, miró a D. Opando, y le halló embriagado en el éxtasis más delicioso del mundo. Al fin se recuperó de alguna manera, y exclamó:

—¡Bravo, D. Policarpo! eso es un cuerpo de doctrina, un código cabal de circunstancias, y un registro general de teclado de buena gobernación. No envidio la idea ni la redacción, pues donde hay yeguas potros nacen; pero sí envidio y envidiaré siempre el lugar de alto paraíso desde donde tales cosas pueden mandarse y llevarse a ejecución a mansalva. ¡Ah, señor D. Policarpo! Muchos vacíos noto en ese documento, que sin embargo admiro por otra parte, prosternándome ante él; pero ya llenaremos tales omisiones, y hallaremos alta ocasión de aplicar nuestras inspiraciones propias. Pero viniendo ahora ala realización de nuestro negocio, le diré que profesando yo, desde que le oí a Vmd. sus elogios, el más tierno cariño, acompañado del más profundo respeto el más tierno cariño, acompañado del más profundo respeto y admiración, a ese nuevo Sabinianito o joven salvaje, su sobrino, y contándome ya como su representante y apoderado, todavía es necesario tener algunas facultades y algo del desembarazo para sustituir otra persona en su lugar si estos cafres y patagones de nuestros labriegos se empeñan en no reconocer inmediatamente la necesidad de valerse de sus raros conocimientos.

—Pues bien (contestó don Policarpo): en el caso extremo, faculto para que se vote a otra persona contraria al don Veremundo.

—Pierda cuidado, señor jefe (dijo don Opando), que la persona que en duro trance ha de sustituir al nuevo Sabinianito es un don Veremundo vuelto al revés, tan contrario y tan antípoda suyo ha de ser. Mas, entre tanto, bueno será que vayamos dando un filo a las herramientas necesarias para esta primorosa obra de embutidos y orfebrería gubernamental. En primer lugar (y le presentó el memorial de la Beatriz), firme ese decreto mandando sacar a esa muchacha que está violentada por sus padres, y ahí más abajo (señalándole con el dedo la parte inferior del margen) eche otra firma con esta agua cristalina, que si al caso conviene, se convertirá simpáticamente en tinta más negra que mis pecados (y era grande este encarecimiento), desapareciendo entonces el otro decreto, pues en tales casos es necesario combatir con espada y broquel, hiriendo y reparando, según el caso lo requiera. Además de que los hombres de gobierno como nosotros jamás debemos quedar encerrados en caponera ciega, y siempre hemos de procurar salida y escapatoria. El título de escamoteador es el grado treinta y tres de la noble cofradía de los gobernantes de hogaño, y con ellos me entierren. Ahora (prosiguió don Opando) firmará el señor don Policarpo ese otro autillo para desmantelar y echar por tierra cierto caserón viejo y sombrío, más bien manida de duendes y trasgos que habitación cómoda de esta edad altamente civilizada. También se tomará la molestia el señor jefe de autorizar este expediente (y efectivamente se lo presentó bajo la mano), para que los propios entren en posesión de ciertas aguas de su pertenencia, que están mal habidas y peor tenidas por cierto ricote del pueblo, muy nuestro contrario al propósito santo y gubernamental que tenemos. Con estas firmas, señor D. Policarpo (este ya había rubricado los papelotes), tenemos ya enfrenada y con barbuquejo esta bestia feroz de las elecciones: y con esto, y con remitirme, cuando adrede venga y la elección vaya a tener lugar, al Peludo, a Pelambres, al Espantoso y a Olofernes, individuos de la partida de capa de que el señor jefe dispone, para que adredemente y en el caso dado me encarcelen a los indóciles, despolvoreen las espaldas a la gente recalcitrante y de retrónica, y hagan cuatro burletas del propio jaez y del mismo cuño al que no sea de nuestro gremio, saldrá este juego como una seda, cual si tuviéramos cinco estuches. Porque Vmd., Sr. D. Policarpo, participará conmigo la opinión de que en época electoral cada votante debe convertirse en un árbol con raíces muy profundas, que no le dejen moverse ni agitarse de allá para acá, llevando y trayendo, pasando y repasando como lanzadera, haciendo la contra al sabio gobierno que no quiere más que su bien, y que si les rapa y rae y rebaña su dinero, es para que no tengan ni malos vicios, ni malos entretenimientos.

D. Policarpo, que al rasguear su última firma había sepultado sus dos manos en los bolsillos del paletó, y que fincó y puso todos sus cinco sentidos con extremada fruición para beber, que no para oír, las estupendas frases de su interlocutor, tomó la palabra, y le dijo:

—Amigo D. Opando: ahí le dejo el arsenal provisto de todo cuanto necesita para la tarea; si más hace falta, vengan indicaciones, y vendrá todo colmado. Yo sigo mi ruta al distrito inmediato para seguir allí la santa empresa por el propio son, y compás, y silencio; y manos a la obra.

A poco tiempo se volvió a escuchar el escarceo de los caballos, que se fue desvaneciendo al largo de las calles solitarias de la villa, entre el ladrido de algún perro sobresaltado y el abrir y cerrar de las ventanas movidas por algún curioso que querría inquirir la causa y motivo de aquel estruendo y batir de las herraduras.

D. Opando, libre ya de su huésped, volvió a bañar el rostro con su risa inefable, y para regocijarse con su propia imagen, no pudo resistir al deseo de asomarse a su espejo y de contemplarse a sí mismo, formando donosamente para ello su lente prestidigitador, llamando al propio tiempo al amigo agazapado en el zaquizamí. Éste acudió con sus anafes de ojos hechos ascuas de alegría, y manifestando su alba dentadura, que, como ya se ha apuntado, era prenda maravillosa.

—Tenebrarios (le dijo D. Opando); ya has oído (pues sin duda habrás escuchado) el coloquio que conmigo ha tenido el Sr. D. Policarpo; si al buen entendedor media palabra basta, tú con media debes tener sobrante: ya conoces el juego, y puesto que las buenas cartas y los mates son nuestros, procederás en consecuencia para ayudarme al codillo, advirtiendo que éste ha de ser doble, puesto que es necesario encapuzar de frente a los de D. Veremundo, y de rechazo a este manjar blanco de D. Policarpo y su sobrino D. Sabinianito. Vete, pues, a tu madriguera, déjame tomar descanso, y mañana seguiremos planteando este problema entretenido y para nosotros de indudable utilidad.

Ya nuestros lectores, con cabal conocimiento de los intereses que se departían, deseos encontrados que a estas y otras personas animaban, y teniendo también ante los ojos los elementos que se cruzaban y el móvil o pensamiento que cada figura de esta comedia abrigaba o tenía, podrán formar idea cierta de las idas y venidas, salidas y entradas, conciliábulos, entrevistas y capitulaciones que habría, sin contar los recados, postas, veredas, epístolas y billetes que intervendrían, con todas las promesas, dádivas, amenazas, buenas y malas razones, que pueden sugerir desde el despecho y la cólera hasta la habilidad y astucia más refinada. Entre tanto, bastará decir que D. Opando llevaba con tal sagacidad el secreto de sus negociaciones, que la víspera del día electoral todavía reunidos en uno los cuatro hidalgos padrinos y favorecedores de la elección de D. Veremundo, hablaban así con confianza apostólica congregados en el sitio acostumbrado de su tertulia:

—Señores (dijo D. Paco): todo está a punto, y mañana a estas horas nuestro candidato se verá triunfante.

—Por mi parte (dijo D. Cosme), como he trabajado con tal celo y diligencia, me caben las mismas esperanzas.

—En cuanto a mí (replicó D. Tadeo), como mi encargo era más fácil, no tuve que esforzarme mucho para asegurar nuestro intento.

—Lo mismo dijera yo (añadió D. Raimundo), si cierto incidente que me asaltó poco antes de entrar aquí no me hubiera infundido alguna sospecha, anublando un tanto mis fundadas esperanzas. Ello es que al salir poco ha de casa de mi cuñado Cañizares, la sobrina Beatriz me salió al encuentro, y llevándome aparte, me relató menudamente cómo D. Opando, que en estos días había visitado muy en secreto a su padre D. Antonio, acababa últimamente de salir del gabinete finalizando otra entrevista, en la cual, según su leal saber y entender (de la Beatriz), su padre había empeñado su palabra en retirar todos sus votos del favor de nuestro candidato D. Veremundo, trasladándolos a otra tercera e incógnita persona.

Mucho efecto hicieron, en verdad, estas pocas razones en el ánimo de aquel cónclave; pero, como siempre sucede en las noticias inesperadas y adversas, se comenzó, no por salir a averiguar la verdad del caso, sino por entretenerse en discutir las probabilidades y grados de certeza que pudiera tener aquella nueva.

En tales incertidumbres, dudas y recelos dejaremos a nuestros buenos hidalgos, pasando a encontrarnos con D. Opando, que disciplinaba y adiestraba a sus caudillos y capitanes.

—Tú (le decía a Tenebrarios) dirigirás, pues serás de la mesa, el método de la insaculación. Tales papeletas irán dobladas dos veces, para que en todo evento adverso (pues siempre el buen capitán debe pensar en remediar la derrota) pueda alegarse por nosotros que iban embebidas y plegadas dos en una, y poder pedir la nulidad de la elección. Cuáles irán abiertas y sin doblar, para que pueda decirse que la votación no ha sido secreta, y así tengamos asidero para reclamar de nulidad. En fin: ello es preciso que pueda haber cuestión, pues si ganamos, todo será pecado venial, y si perdemos, ya apelaremos para tribunal y jueces que nos sepan dar la razón. En cuanto a los ausentes y difuntos que han de volver al mundo y regresar al pueblo para este acto sagrado de la votación, es decir, la votación nuestra, ya está todo previsto, y todo se ajustará a lo que sea conveniente y razonable. Por lo demás, la Beatricilla no se casará, y tenemos los votos de su padre; las dehesas se repartirán, y los roturadores votarán con nosotros. D. Cosme poseerá el caserón de los Coallas, cediéndonos sus influencias; y D. Alonso se quedará con las aguas que disfruta mientras nosotros disfrutaremos de sus electores, y de tal modo ya tenemos averiguada la verdadera voluntad de este distrito, que, aunque pese a mi modestia el decírtelo, es que sea su diputado tu amigo y favorecedor D. Opando.

Y esto diciendo, formaba su lente ya conocido y avizoraba a D. Tenebrarios, que casi se miraba trémulo de contento y alegría.

—Ya conoces tú (prosiguió D. Opando) que la exigencia de D. Policarpo por su Sabinianito era impertinente y por demás burlesca. Por lo mismo debes al instante ponerle unas cuantas líneas anunciándole que aun cuando todavía trabajo por sostener al portento de su sobrino, es de temer mucho que se ahogue, pero que siempre puede tener por segura la derrota de D. Veremundo, y que el triunfo será de un ministerial de a folio, seguro como un poste y redondo como el brocal de un pozo. Para que la sensibilidad de D. Policarpo no se alarme con el ahogamiento de su sobrino, le dirás que en esta tierra entendemos ahogarse electoralmente, al que le fallan los votos prometidos, chapuzándole la cabeza debajo de las olas del olvido. Entre tanto, adiós y hasta mañana, que nos veremos triunfantes y gananciosos, sin cuidarte mucho de aquél refrán histórico de artero, artero, más non buen caballero, pues oros son triunfos, y el ganar es manjar de príncipes.

Eran las ocho de la mañana de otro día, y todo el pueblo y sus aledaños bullían de yentes y vinientes para el caso de la elección. En el nombramiento de la mesa no hubo lance que contable fuese, si no es que éste lo merezca. Don Opando, que tenía hipos de presidente y su mucho de esperanzas, concibió sospechas de que habían de serle adversos quince o veinte electores a quien hasta allí no pudo embebecer y atraillar. Era gente curiosa que andaba mirando y remirando el edificio, que era cierto antiguo convento de Monacales, de mucha curiosidad y mayor magnificencia. D. Opando, fertilísimo en trazas y casi chistoso en la ejecución de ellas, les envió al punto un liviano o guía, que los fue llevando de estancia en estancia y de aposento en aposento, hasta el antiguo refectorio. Mientras que los visitantes contemplaban la riqueza de los artesones y el primor de los relieves, este o aquel cofrade menos artístico y más glotón o sensual, echó de ver sobre una mesa un cajón de buenos habanos, y dos o tres frascos o redomas de no mal vino. La salutación y genuflexiones de estos a aquellos golosos objetos llamó la atención de los demás, y todos de rebato cayeron sobre tan rico hallazgo. En medio en medio estaban del regalado festejo, cuando se oyó un estampido sonoro y limpio como el que da la puerta firme, nueva y robusta cuando se cierra sobre una pared maestra con honores de muralla. Aunque la algazara casi ahogó aquel resonante estruendo, todavía alguno más receloso o menos glotón acudió a reconocer las avenidas por donde habían entrado. Reconocer la insaculación en que estaban como bolos de lotería, dar la alarma y concitar la propia vocería de una legión de condenados, fue todo uno. Era por demás que gritasen, pues estaban muy lejos de la nave concurrida del edificio; pero D. Opando, varón que gustaba ver siempre la obra de sus manos, no tardó en dejarse ver por una de las fuertes verjas que daban luz y ventilación a la estancia.

—¿Qué aflige a estos mis palomos (era frase muy a su uso: dijo con voz, si melosa, si burlona) para así gritar y lamentarse?

—Es (respondió la caterva) que nos han encerrado traidoramente para maltratarnos y ultrajarnos y no dejarnos votar.

—¿Pero no tenéis ahí (repuso D. Opando en el propio tono lastimero) algo de tabaco que convertir en humo, y mucho de vino que os trasforme en hombres beatíficamente dichosos?

—Nosotros (replicaron los grillos encerrados) no queremos tabaco ni vino, aunque sea aquél de Lataki y éste de Chipre; lo que queremos es la libertad, la libertad.

—Pues de eso es de lo que se trata, cariños míos; y para ello no hay más que esperar a que vayan y busquen al sacristán descuidado, que se ha llevado la llave, y sacristán que no puede tardar mucho, pues sólo ha ido a cuatro leguas del pueblo. Entre tanto, entreteneos; a divertirse; fumad y bebed.

D. Opando les echó su lente, se sonrió con la mansedumbre del raposo, y yéndose a buscar la mesa, le dirigieron los encarcelados las maldiciones más cordiales del mundo.

Mientras que D. Opando tomaba posesión de la presidencia, en las cercanías del pueblo y encrucijadas de los caminos, Pelambres, el Espantoso, Puñantona, Higadillas y Agallejas hacían de las suyas con un ardor y celo dignos de imitación, y acreedores al más tierno agradecimiento del gobierno. No valía menos de cien ducados cada palo de los que repartían a los electores de la oposición que de los caseríos y aldeas inmediatas venían al pueblo a tomar parte en la elección. A éste lo daban por preso, puesto que no llevaba pasaporte por vivir a doscientos pasos de la población; a aquél lo multaban porque su pasaporte lo llevaba sucio y roto, y a todos les espolvoreaban las espaldas, además de rociarlos con graciosas invectivas y desvergüenzas muy chistosas. Acaso lograron salvar el cuerpo dos o tres electores, que, dejando atrás la tormenta, y mirando cómo huían por aquí y por allá los compañeros salteados, como si fuesen banda de atolondrados estorninos, se reunieron en el camino poco antes de llegar al pueblo.

—Compadre Chano (dijo el uno al otro caminando de conserva): en verdad sea dicho que diversión como esta de las elecciones, si uno logra esquivar el bulto, no la ha imaginado nadie. Ni con las tarascas y diablillos del Corpus, ni con los pasos de Semana Santa, me procuro tanto recreo como en estas funciones públicas que el gobierno nos procura. Es mucho menear de manos el que han aprendido para esto de los palos Agallejas y el Espantoso. Son palos que pueden llamarse con ecos: le dispara a tal el latigazo, y al tiempo de retirar y enarbolar de nuevo el astil, ha sacudido otros dos palos a los circunstantes, sin perder así actitud ni movimiento.

—Pues a mí (contestó el otro) más me admiran los palos disparados por Higadillas y Puñantona. ¡Qué acierto en el golpe! ¡Qué cobijar la espalda por todo el rosario del espinazo! ¡Y qué modo de amanojar tres o cuatro golpes en un solo tarán tan tan! Esos sí que pueden llamarse palos de estribillo o de estrambote, que cuando parece que han concluido, queda todavía el rabo por desollar. En cuanto a mí, aseguro que me son de gran diversión estas alegrías de los palos.

—Pues he ahí (replicó el compadre Chano) lo que me prueba a mí la mudanza de los tiempos. Mi padre, a quien tú conociste bien, allá en tiempo de los franceses, porque le dieron un palo o un bofetón, se metió en el monte, y ya sabes lo que allí ejecutó de desgarros, hasta que, dejando enterrados por estas cañadas muchos de ellos, aventó a los demás del país: y ahora nosotros nos vamos aquí entreteniendo y solazando con el recuento de palos que hemos visto dar, como nuestros compañeros se irán riendo de los que nosotros hemos probado y alcanzado. ¡Cosa como ella!!! En fin: yo creo que los palos o la bastonada como llaman allá en Tánger o Tetuán, debe ser cosa de esto que anda y para lo que se congregan las Cortes, pues dan palos los capitanes generales los gobernadores y los intendentes, y los de policía, y toda la gente así; ello no debe ser cosa mala, y antes debe tomarse por de perfección y adelanto, pues en tiempo que todavía nosotros alcanzamos, nada de eso había; pero tiempos se mudan y usos vienen, y para mí tengo que esto debe ser lo mejor.

—Lo mismo diría yo (replicó el compañero), si no fuera porque esta comezoncilla que siento algo desagradable en las espaldas, no me hiciera reflexionar muy atentamente sobre la fuerza muscular del brazo del Espantoso, y la consistencia específica del medio olivo con que me brumó el bulto.

Así iban entreteniéndose estos dos pacientes españoles sobre materias asaz recreativas, cuando llegaron a la mesa electoral. D. Opando estaba allí como el pez en el agua; disponía, mandaba, urdía trazas, indicaba los escamoteos, sugería las supercherías chistosas, y causara envidia su diestro manejo en los chirimbolos electorales, si no arrebatase de admiración al propio tiempo el buen servicio de D. Tenebrarios, Berruga, el Reborondo y otros oficiales de tan lindos enredos. Se presentó, pues, un elector, y D. Raimundo y D. Paco, que estaban avizorando la mesa, convencidos ya de la cruel decepción y burla de D. Opando, preguntaron al votante que cómo se llamaba y dónde vivía.

—Yo me llamo (respondió el interrogado) José Méndez, y vivo en la calle Baja.

—No puede ser eso (respondió D. Raimundo); pues ese sujeto hace un año que murió.

—Ha oído Vmd mal, (dijo D. Opando con tono de autoridad, tomando la palabra); pues este hombre honrado ha dicho llamarse José Meléndez, y aquí hay personas que lo abonen.

—Por la Virgen de Flores, Sr. D. Opando, que mire lo que dice, pues ese José Meléndez ha ido a hacer compras a Portugal, y no vendrá todavía en seis meses.

—He dicho, volvió a decir D. Opando, que este buen hombre es José Menéndez, y no hay dudar en ello, pues aquí están los honrados Caquillas, Cuchichi, Pijotas y otros varones ilustres y de conocimiento en el distrito que pondrán la verdad en su punto.

—No hay dudar en ello, Sr. D. Opando, replicaron a un tiempo los nobles interpelados.

—¿Y cómo si es verdad (añadió el votante), cuando mi padre era Sebastián Menéndez, el rosariero, e iré subiendo de grado en grado hasta mi vijésimo abolorio?

—¡Que vote, que vote! —dijeron los más.

—¡Que no vote, que es una filfa! —dijeron los menos.

Se armó en consecuencia gran tropel y bullicio; pero D. Opando hizo conocer que para aquel caso debía regir el sistema de las mayorías, y el votante votó en efecto. Algunos murmuradores decían que aquel hombre honrado había ya emitido cuatro votos diversos, con nombres y disfraces también distintos. D. Opando hizo observar que aquello no podía ser, según todas las leyes de la crítica, y que cuando más, aquel buen hombre podía sólo ser tachado de muy aficionado al sistema representativo, y que tenía el prurito disculpable de hacer uso de su derecho electoral.

Fue necesario dejar esta cuestión, pues en el atrio de la estancia se dejaba notar una algazara estupenda. Era el caso que dos buenos labriegos, a oscuras en esto de leer ni escribir, se habían presentado a votar, y la chusma y granuja apostada para el caso por el previsor don Opando, los asediaban y estrechaban, ya para escribirles las papeletas, ya para sonsacarles de los bolsillos las que traían escritas, envainando otras en su lugar.

—No nos hostiguen ni incomoden, señores (decían aquellos dos santos varones.) Bien sabemos dónde nos aprieta el zapato, y mejor por dónde nos hemos de atar el dedo. No necesitamos los buenos oficios de persona viviente; vamos a votar a D. Veremundo, y traemos sus papeletas de descantadura a hornio, que por todas las coyunturas del cuerpo las venimos manando y brotando.

Sin más decir, se presentaron ante la mesa presidencial, en donde los recibió D. Opando con su inefable sonrisa, atisbándolos con su mágico lente. Eran dos jayanes de a seis pies muy cumplidos, de tez curtida, de cada pelo como un erizo, y de manos y brazos para ahogar a un oso. Venían vestidos como de disanto; pero como las camisas eran de estopa almidonada y los jubones y medios sayos de paño burdo y nuevo de Grazalema, los brazos casi no los podían juntar al cuerpo, presentándose casi como Sancho entre las dos tablas. Cada cual de los dos rústicos declinó su nombre, y metió mano a la faltriquera y sacó su papeleta, dándolas a leer. El lector leyó a D. Opando, caballero particular.

—No es eso, dijeron los votantes.

Y metiendo mano a otro bolsillo, sacaron diversa papeleta, y la dieron a pregonar, saliendo siempre el tema de D. Opando, caballero particular.

—¡Es cosa rara esta! —dijeron los votantes, mirándose uno a otro: y registrando otros dos o tres bolsillos, sacaron otras tantas papeletas, que, leídas, dieron la misma relación.

—Pues no es eso, ¡voto a los pelos del diablo! (dijeron en coro aquellos dos firmes defensores de D. Veremundo); pero a bien que en esta no habrá equivocación.

Y diciendo y haciendo, metieron la mano en el seno hacia el costado izquierdo, y buscando allí y sacando, como sacaron efectivamente una papeleta, la dieron a leer, diciendo:

—Esta, a no dudarlo, dirá D. Veremundo.

Pero el impasible leyente dijo como antes D. Opando, caballero particular. Ambos votantes se quedaron extáticos mirándose uno a otro, y al fin, el que de ellos parecía tener más arranque y despejo, dijo al compañero:

—Compadre, esto está de Dios: que nos perdone por ahora D. Veremundo, y quede votado D. Opando, y bueno está lo bueno.

Y dando media vuelta, se salieron conversando sobre la trasformación prodigiosa de sus papeletas.

Ellos saliendo, veos que entra cierta mujer con grande algazara, que venía diciendo:

—Señores: hanme dicho que se ha presentado aquí a votar mi difunto marido José Méndez, que indudablemente se dejó enterrar por no acudir a sus obligaciones, y en cuanto se ha sonado esta barahúnda de elecciones ha venido aquí a dar su voto.

—Pues lo que yo vengo buscando (gritó con voz enfermiza cierto hombre haraposo y viejo que allí se mostraba con traza de Simón Leví) es a José Meléndez, que ha venido a votar hoy mismo, cuando en su casa me decían que estaba en ferias de Portugal, y lo primero que debe hacer un deudor cuidadoso en cuanto regresa a su pueblo, es venir a tomar la orden y consigna de su acreedor.

—¡Picaronazo! (clamaba la mujer.) ¡Dejarse morir para descansar, y dejar el descanso para venir a votar!

Puede figurarse el pío lector el rebullicio y algazara que tales lances y encuentros provocarían en la asamblea. Si aquél gritaba, éste berreaba, y si muchos aplaudían o murmuraban todos concitaban un estruendo infernal.

—Honrado prestamista; buena matrona (dijo D. Opando con voz solemne y reposada): este es un acto de elevada esfera, y en él no pueden introducirse reclamaciones del mezquino interés que manifiestan vuestras razones; id vos, señora, y preguntad al sepulturero si vuestro marido sale o no de la tumba; y vos, señor acreedor, ved en la oficina de pasaportes si ha regresado vuestro deudor, pudiéndoos decir sólo que el elector interesado ha dado su voto legítimamente con beneficio de la causa pública.

Tales trances y embelecos habían movido en el concurso tal marea sorda y mar de fondo, que no era necesario ser muy gran piloto para anunciar una gran borrasca. Tenebrarios levantose, pues, de su asiento, e hízole notar a don Opando el siniestro cariz que presentaba aquel horizonte, y cuán de temer era el que desencadenase sus huracanes y olas la ira popular mal comprimida. D. Opando, que estaba en todo, sin dar grande importancia a las indicaciones de su Benjamín, se contentó, en continente reposado, con dirigirse con la voz hacia un escabel que allí se parecía, en donde se mostraban cuatro o cinco personajes de cara alegre como unas pascuas, todos ataviados con chaqueta y chupetín, de traza al parecer muy mansuefacta y doméstica, pero todos de brazos muy robustos y de manos atroces y descomunales. D. Opando, pues, les dijo así, dirigiéndoles la palabra:

—Porrudo, Manotas, Torniquete, Estrujantes, levantaos y dad una vuelta por la estancia llamando al orden con buen modo a los inquietos y revoltosos, que no tienen gran respeto a esta santa ceremonia.

Ni sabuesos a quienes dan señal de partida, ellos sintiendo la husma de pelo o pluma, se derraman más codiciosamente por aquí o por allá, que aquellos ínclitos varones por los ángulos y rincones de aquel local. No se oía por todas partes, en voz meliflua aunque en tono algo lamentable, sino estas cortas e inocentes razones: «Orden, señores, orden: señores, la ley; la ley, señores.» En verdad que no era para extrañarse tales palabras en aquel recinto, y nadie se hubiera cuidado de ellas, a no ser porque a cada voz de orden se dejaba escuchar un hipido doloroso, y detrás de la palabra ley algún quejido ronco y ahogado. Era, pues, el caso que Cuquiles y Estrujantes, cada cual de sus corteses razones las acompañaban con tal carambola de moquetes, dándolos a oler en los morros de los circunstantes, que además de hacerles ver las estrellas en medio del día, les desahogaban la cabeza con la evacuación sanguínea que les proporcionaban. Torniquetes y el Porrudo por otro lado propinaban con igual método semejante medicina en los ventrículos de los que encontraban al paso, dejándolos extáticos y sin saber si estaban en el cielo o en la tierra. En aquel trance se miraba el asendereado D. Veremundo, protagonista de los buenos, y por consiguiente holocausto y parte paciente de esta historia, en medio de sus derrotadas huestes, amonestándolas que tuviesen resignación, que para dentro de tres o cuatro años se pondría remedio a todo con otras elecciones; que es consuelo muy estomacal en los gobiernos representativos. En tal punto de su peroración se encontraba D. Veremundo, cuando llegó Manotas, y con gesto agraciado pero con puño ensoberbecido e inflexible, le dijo y le dio por palabra, al orden, Sr. D. Veremundo, y, por obra un metido tan iracundo de puño por un vacío, que lo dejó libre y sano para siempre de una obstrucción tenaz y añeja que le afligía los hipocondrios. D. Opando no pudo menos de sonreírse desde su alto asiento, así de la gallardía de Manotas como de la entonación de cara que puso D. Veremundo cuando sintió entrársele por los ijares los enroscados y velludos dedos de Manotas. La sala electoral quedó, pues, como una balsa de aceite. Entre tanto, un muchacho muy limpio y atildado, verdadera efigie del amor, si el amor se pintase sin alas, atravesó la turba, y poniéndose a la oreja de D. Opando, en voz sumisa, le comenzó a hablar así:

—Serpentón del infierno, padre de la mentira, engendrador de las fullerías y padre natural de todo lo malo, mira aquí a Beatricilla, disfrazada ahora en muchacho para clavarte un alfiler de a blanca y que tomará todas las formas de la metamorfosis de Ovidio y de las mil y una noches para afligirte, perseguirte y mortificarte: heme aquí, averiguadas ya todas tus fullerías y enredos. Mi padre te ha dado sus votos en cambio de la traición que me has hecho; pero si tú sabes burlarte de los hombres, una mujer linda, no sólo te burlará, sino que te hará probar más mieles que el Redentor en la cruz; en tanto, vaya este ósculo de cariño y de paz.

Y, al decir esto, le escondió boniticamente por el anca un alfilerazo de pulgada y media. Don Opando, que hasta allí había escuchado a la muchacha con la misma fruición que el cazador oye los quejidos de la garza que diestramente hirió, al sentir insacularse por sus carnes el punzante alambre, prorrumpió en un berrido gigante, acudiendo con la mano, ya casi formado el lente prestidigitador, a remediar y buscar consuelo en el lugar herido. La Beatriz se desvaneció como el humo; éstos se reían del accidente, aquéllos lo celebraban, y entre todos volvieron a concitar la zambra más estrepitosa del mundo. D. Opando, que con la mano fija en el lugar vulnerado, con los carrillos inflados y haciendo la contorsión de un culebrón herido, había quedado en admirable silencio, prorrumpió al fin diciendo:

Pero al fin saque la mayoría y seré diputado.

Andados quince días de esto, D. Opando navegaba tardamente por la calle más principal de la corte, cuando al trascantón de una esquina se encontró, tiernamente asida del brazo de don Casimiro, nada menos que a la sílfide Beatriz. Al puntor ésta le salió al encuentro, y con el despejo que ya le conocemos, le dijo:

—Sr. D. Opando, caballero particular; véame ya enlazada con mis amores in facie ecclesia y según las ceremonias del ritual romano, sin necesidad de guías y rodrigones. Nuestro primer cuidado ha sido siempre seguirle a Vmd. la pista para relatar a quien tenga oídos y entendederas su rara habilidad para trapacerías y enredos, y la tribuna y los periódicos...

—Calla, calla, pico de oro(replicó D. Opando); hagamos las amistades, y sé antes coligada que mi contraria. Esas lindezas que tú me echas en cara son justamente las esperanzas de mi futuro renombre y engrandecimiento. Seré tu amigo y el protector de este muchacho, tu cara mitad...

—¡Guerra, guerra! —exclamó alejándose la Beatriz, arrastrando del brazo a su marido. Y D. Opando se alejó también riéndose, volviéndose, sin embargo, a mirar con su lente el talle delicioso de la muchacha.

No descuidó ésta un punto en contar a todo el mundo, en relatar por los periódicos, y en particular a la comisión de actas, la curiosa y peregrina historia de aquellas elecciones. Efectivamente: la Beatriz logró que por algunos días no se hablase de otra cosa en la corte que de las graciosas y edificantes aventuras que hemos bosquejado a la ligera, y tirios y troyanos, y moros y paladines, esperaban con ansia el instante de la discusión de aquellas actas. Como no hay plazo que no se cumpla, cumpliose éste al fin; pero D. Opando, aunque zopo, no era manco: había maniobrado tan hábilmente, que la comisión, vencida de sus razonamientos y fundamentos, nada de extraño encontró en aquellas actas. Cuando en el día señalado llegó el turno de discusión en este negocio, una voz atiplada repetía:

—¿Se aprueban las actas del distrito de Cubáscula?... Quedan aprobadas.

—¿Se admite por diputado al Sr. D. Opando, caballero particular contra cuya aptitud legal nada resulta?... Queda admitido.

Apenas el prolocutor pronunciaba la última sílaba, cuando una voz que nos es muy conocida, desde la tribuna femenil exclamó:

—¡D. Opando diputado! ¡Dios los cría y ellos se juntan!

Unas cuantas risas acogieron estruendosamente tan extraña exclamación, y a renglón seguido tomó la palabra D. Opando para combatir la admisión de un diputado de la oposición, a algunos de cuyos votantes, según justificación hecha, se les imputaba el grave cargo de usar tabaco de contrabando; también en esta cuestión salió triunfante D. Opando, comenzando a ganar gran prez en la liza parlamentaria.

La Celestina

ELICIA.—  ¡Ay, hermana mía! que mi madre Celestina parece. ¡Ay! ¡válame la Virgen María! ¡Ay! ¡no sea alguna fantasma que nos quiere matar!

CELESTINA.—  ¡Ay, bobas! y no hayáis miedo, que yo soy: las mis hijas y los mis amores, venidme a abrazar, y dad gracias a Dios que acá tornar me dejó.

AREUSA.—  ¡Ay, tía, señora! Espantadas nos tienes en ver cuanto dices, sino que vienes más vieja y más cana...

CELESTINA.—  Sabed, hijos míos, que no vengo a descubrir los secretos de allá, sino a enmendar la vida de por acá, para con las obras dar el ejemplo, con aviso de lo que allá pasa, pues la misericordia fue de volverme al siglo a hacer penitencia.

(Segunda comedia de Celestina. Escena IX)


Allá cerca de los muros,
casi en cabo de la villa,
cosas haz de maravilla
una vieja con conjuros,
porque tengamos seguros
los placeres cada el día:
llámase Mari-García;
hace encantamentos duros.

Una casa pobre tiene;
vende huevos en cestilla;
no hay quien tenga amor en villa
que luego a ella no viene;
hagamos que nos ordene,
pues que sabe tantas tramas,
para que de nuestras famas
que nunca nada se suene.

Está en Misa y procesiones;
nunca las pierde contino;
misas d'alba; yo imagino
jamás pierda los sermones;
son las más sus devociones
vísperas, nonas, completas;
sabe cosas muy secretas
para mudar corazones.

Trae estambre de unas casas;
dalo a otras a hilar,
y con achaque de entrar,
ir preparando las masas:
finge que anda a vender pasas
a las dueñas y doncellas,
por tener parte con ellas
con su rostro como brasas.

(Coplas de las Comadres, por Rodrigo de Reinosa)


Si Feliciano de Silva, para llevar a buen cabo los amores del caballero Filides y de la hermosa Poliandra, supo resucitar y tornar al mundo, con más caudal de astucias, con mayor raudal de razones dulces, y con número más crecido de trazas y de ardides, a la famosa Celestina, para asediar más estrechamente la honestidad y el recogimiento, embebecer y enlabiar la crédula hermosura, y para enredar entre los lazos del amor liviano y desenvuelto la inocencia y la virginidad, antemuradas y defendidas con el rigor de los padres y hermanos y la vigilancia de las dueñas y madres, no semejará por cierto extraño que al cabo los años mil vuelva a dar muestras de sus tocas y de su siniestra persona, la primera y más famosa, comienzo, fin y epílogo de las andantes y tratantes en tercerías y tratos y enredos de amor. Y no diremos, pues, que Celestina ha resucitado, sino que Celestina nunca murió, y que siglo en siglo, de edad en edad, de generación en generación, la vemos prolongar su endiablada vida, renovando sus trazas, y dándoles otros y mejores aliños, al son y compás que las costumbres y usos se renuevan.

Con efecto: si recordamos todas aquellas aventuras, y el continente y talante de aquellos personajes, que con su apacible estilo nos pone ante los ojos después de tanto tiempo la inmortal tragicomedia de Calixto y Melibea, no podremos menos de conferir las unas y cotejar las otras con los sucesos por donde uno ha pasado, y con muchas de las personas que en ellos intervinieron, sacando en claro una semejanza admirable, ya que no sea una identidad justa y como de molde. Y no es más, sino que tal semejanza está inherente al propio ser y naturaleza de las cosas; porque si los juegos nocivos del amor siempre han de mortificar y consumir el pecho de los mancebos, y más de los que divierten la vida en recreaciones y entretenimientos de la vanidad ociosa, y esta enfermedad, como de germen intenso y semilla poderosa, ha de querer contaminar e inficionar a la causa y principio de ella; no hay más que para llegar a tan malvado y punible fin ha de valerse de los mismos medios por donde siempre se comunicó y llegó a inocular su fatal ponzoña: es decir, a emplear y hacer ministros de sus furores y liviana intención a las viejas interesadas, a los aviesos sirvientes y a las criadas más continuas y familiares de las principales damas y doncellas. Y de tan feas cataduras como llevan y parecen estos instrumentos de la liviandad y del desordenado amor, ninguna presenta bulto más siniestro ni rasgos más elocuentemente malvados como la vejez femenil, que, apoyando su máquina cascada y su magra y repugnante persona en un bordón encorvado para no caer en la fosa de la sepultura a cada paso, toma placer incalificable y recóndita y maldita voluptuosidad, en dar al traste con la entereza de las vírgenes, y en descalabrar las honras y la fama de las doncellas.

Sólo en la especie humana es donde se encuentra ese tipo de maldad y de reprobación. Ni en las aves que pueblan los aires, ni en las alimañas que corren por el suelo, ni aun entre los reptiles que se arrastran entre el lodo y el cieno de las infectas lagunas y esteros, se hallará hembra alguna, entre tantas y tan diversas especies, que tome a su cargo el amaestramiento y enseñanza que en la familia humana desempeña tan gustosa cuanto espontáneamente la Celestina. Y es la causa, que como la inteligencia de los animales tiene un límite y un vallado estrecho impuesto y levantado por la misma naturaleza, también han de ser de reducido alcance y de términos conocidos los instintos de su perversidad; pero como la razón humana, al contrario, abarca esos ámbitos inmensos por donde vuela y campea según sus propias inspiraciones, si éstas, por móviles que no son del caso explicar, llegan a contaminarse con los hálitos del mal, son también inconmensurables y no sujetos a dimensión ni cálculo los grados de reprobación y maldad que llena y puede alcanzar.

La mujer desenvuelta que en sus primeros años cumplió el oficio vil que sólo puede ser vencido en vileza por el empleo diabólico que ha de ejercer después; que borrando en su ánimo todas las nociones de lo bello y de lo noble, no obedece ya otras leyes que las impresiones más groseras y feroces; que, familiarizada, en fin, con todos los vicios y con todo el cinismo de la gente más perdida y baladí, de los galeotes, de los rufianes y demás fruta de cuelga que se cría y amamanta en las galeras y cárceles, es de derecho y por juro de heredad la llamada empeñar en su vejez el papel de Celestina, si antes la muerte no ha venido a sorprenderla, o con los horrores de enfermedades espantosas, o con la catástrofe del puñal o del cordel, que son las arras y dotes que de sus desastrosos y desventurados amantes suelen alcanzar y poseer.

Mas para que la Celestina produzca la fascinación que en sus operaciones y oficios ha menester para que ejerza ese imperio en la imaginación de los dolientes y rendidos de amor que a ella acudan pidiendo antídoto y consuelo, y para que su autoridad por una parte, y sus suaves razones por otra, logren abrirse las puertas de las clausuras, disipar las sospechas de los guardianes, porteros, madres y tías, y ablandar la condición dura y zahareña de las solitarias viudas, de las apartadas esposas y de las recogidas doncellas, se necesita que en el pueblo o ciudad en donde haya teatro de sus artes y hazañas, nadie sepa de dónde vino; nadie pueda fijar fecha a su bautismo; todos duden si es santa o si es hechicera; cuenten muchas historias fabulosas de ella; diga aquél que una noche la vio cabalgando en una escoba escuadronada entre diez zánganos y cien brujas; refiera otro, por el contrario, que en la ermita del monte la encontró orando en arrobamiento divino a cuatro palmos del suelo, y sirviéndole de peldaño y escabel un celaje de gloria y ambrosía, y todos, al encontrarla, salúdenla cortésmente si es de día, y prueben un sentimiento indefinible de curiosidad y de horror si de noche la encuentran vagando temerosamente por las calles solitarias, por los atrios de las iglesias y en las afueras del pueblo, al rayo de la luna, por entre alamedas o cementerios.

Establecida de tal manera la opinión y fama de nuestra heroína insigne, es estar ya la miel en su punto, y presto el telar para la labor y menester. El tener en el magín los nombres y condiciones de las damas y caballeros principales de la villa; el conocer cuáles son sus hábitos y flaquezas; el saberles sus aficiones presentes y las inclinaciones de antaño; el no ignorar las historias y aventuras de sus peregrinaciones y mocedades, son aditamentos, noticias y armas auxiliares que no deben faltar nunca de la memoria de Celestina, para sacar fruto cumplido de sus trazas y poder llevar a buen cabo sus empresas. La compostura en el rostro y en los ademanes, la humildad en las tocas y sayas, y sobre todo un hablar dulce y compasado, ora amoroso y roncero, ora sentencioso y plagado de refranes y adagios, pusieran el sello de perfección al tipo universal que retratamos, si no se nos quedara en el tintero la parte mecánica y manual de que debe ser diestra operaria y consumada maestra. Hablamos de los afeites, de los untos, de las lejías y de las hierbas que ha de saber confeccionar, y de las poderosas artes, de las suertes y conjuros que ha de echar y de la habilidad estupenda en que ha de ser sola, para retrotraer a virgen la que fue mártir diez veces. Con la baraja en la mano, ha de averiguar la vida pasada de cualquiera, los azares y sucesos que le han de sobrevenir y los toques y encuentros en que al presente se halla; trabajando tales suertes la astuta vieja, bien por la manera del culebrón, o bien por el poder de Cruz de Malta. Por el cedazo ha de encontrar y hacer hallazgo de toda prenda que se ha hecho perdidiza entre sus vecinas y comadres, y sendas nóminas y oraciones debe tener en la memoria para los aojamientos, madrejón, mal caduco y otros accidentes y dolencias. En su compañía no ha de ser ni hospedar más que esta o aquella sobrina que por el parentesco, no han de comunicarse sino con el tierno cuanto mentido remoquete de la mi madre, la mi hija. En fin, la casa ha de ubicar paraje apartado y colindante con los campos y ejidos, y no lejos de las torres y campanarios en donde se dejan sentir, a deshoras de la noche, el reñir de las espadas, y los acentos tristes y siniestros del búho y del cárabo.

Supongamos, pues, que a tal nido y con huésped tan endiablado dentro, cuanto nos imaginemos a Celestina, dirige sus pasos allá algún mancebo enamorado, de ánimo levantado, de riquezas muchas, de airosa persona y agraciado gesto, y para quien cada capricho y fantasía es una ley irrevocable y deuda que trae aparejada pronta e inmediata ejecución, sin haber alegatos ni fórmulas que la puedan evitar, entorpecer ni aplacar, aunque quieran hacerlos valer todos los abogados de la Chancillería y los más fervorosos predicadores de todas las Órdenes mendicantes. Finjamos, pues, que llega a la boca del infierno, queremos decir a la puerta de la caverna, en donde reside y tiene asiento el hórrido serpentón de que hacemos estudio y anatomía. Suenan los golpes repetidos en la puerta, y dice el mancebo:

—Maldición a la vieja. Mucho le dura la audiencia con su amo y señor, el que se viste de encarnado y negro, y muy embebecida debe estar con la infernal visión, pues de otro modo la sacaran de su éxtasis los redoblados truenos, que no golpes, con que le bataneo la puerta. Mas apelemos a otro medio. Dejémonos el guijarro y los golpes, y hagámosle oír y escuchar el sonido de los reales de a ocho y escudos que en esta bolsa se encuban y disfrazan, que si a su mágico estruendo no despierta y abre la trampa de esta cueva la malvada vieja, cierto es y de no dudar, que ya bajó a servir de ascua y tizón a la caldera de Pero-Botero, en donde, con boca de sierpe, morderá los dientes de las ruedas que atormenten, martiricen y dilaceren los miembros malditos de su cuerpo. Sonó el dinero, y ya creo escuchar algo de fragor por de dentro.

CELESTINA.— Al punto voy, quien quiera que sea; allá voy; bajo al punto: ¡qué sueño el mío! Vieja, pobre y sola, sueño de modorra. Entrad, entrad, señor gentilhombre, que la noche es húmeda, y las siete cabrillas ya parescieron, y corre un relente que asaz embaraza y entorpece los miembros. Y creí haber escuchado algo del argén que caía. Dejádmelo buscar, señor, ante el lindar de la puerta. Buenas almas sin duda que habrán querido socorrer a la pobre viuda.

MANCEBO.— Cierra la puerta, maldita, que apacible está la noche para recibir el vaho de noviembre con sus nieves y ventisqueros, y más, hombre que como a mí me has tenido hincado en el lodo de la rúa como astil de almotacén, y ya sabes tú, brujidiabla, que el dinero no cae ni bulle por los tejados y ventanas como el granizo que nos azota, sino que se encuentra sólo en las ahúchas y escondrijos tuyos y de tus iguales, o en los bolsillos de los caballeros. Helas, helas aquí esas gallardas piezas de plata y oro, que son para ti, si tus servicios me son en ayuda y tan presto como mi voluntad requiere.

CELESTINA.— Líbreme Dios de alboroto de pueblo y de ira de señor, y Dios me guarde de lanza de moro izquierdo y de mano de hidalgo de buen talle, y cornudo y apaleado y hacerlo bailar, y como dijo el otro, si os acuden con la vaquilla llegad heis con la soguilla, y blancas manos no ofenden, y de vos no se diga que sois como la zarza que da su fruto espinando, y antes cuéntese de vos, que si abrió la boca, la bolsa no la cerró; y hablad, señor, que, aunque humilde y pecadora, todavía tengo para mis bienhechores muchas romerías que dedicarles y grandes devociones orales y mentales para aplicación suya y de sus pecados, pues...

MANCEBO.— Calla, traidora, y no me mientas ni finjas. Si tengo paciencia para sufrir ante mis ojos tu maldita catadura, ¿no he de tener valor para sufrir en todo su desnudo la fealdad de tu alma? Aparte que no quiero ni pretendo por ahora cosa de mayor marca, pues ni pienso en robar esposa, ni otorgada a hidalgo alguno de las cercanías, ni menos el escalar convento ni monasterio en busca de amores místicos. Quiero sólo hablar inocentemente con Teodora, la hermosa hija de Jacinto el labrador, que pronto va a casar con Antón el estudiante.

CELESTINA.— ¿Y qué queréis decir a esa paloma sin hiel? Arrullos, sin duda, que ella aprenderá para repetírselos a su prometido después, celando empero el nombre del primer maestro. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! Es muy picante en verdad el pensamiento de endonarle a un estudiante ladino, y con sus bártulos y baldos en la mollera, una esposa ya bien enseñada y amaestrada; esto me indujera a servir a otro cualquier garzón de ingenio vivo y de donaires, cuanto más a caballero que tan de antiguo obligada me tiene con sus graciosas palabras y dádivas ricas. Y no tardaré en visitar a Teodora y en volvérosla flexible como un guante de ámbar, y azucarada como manjar de alcorza. ¡La otorgada de Antón! El sabihondo estudiante, el que con sus cálculos y astrolabios pretende defraudar la veracidad a mis pronósticos y buenaventuras, y que sus almanaques y horóscopos tengan más autoridad que mis profecías y conjuros. Alla veremos si su astrología le advierte la flor que le preparo, y si el horóscopo que ha de levantar sin duda la noche de sus bodas le avisa del anzuelo que va a tragarse y de la obra que va a desbaratar, toda forjada y edificada por las artes, cuidado y traza de su amiga Celestina. ¡Hi!, ¡hi!, ¡hi! Qué burla tan extremada, y más cuando nos juntemos en corro a recordarla y reírla los tres personajes de la escena, la Teodora, este su enamorado, y yo, la desventurada vieja, que de tales regocijos sólo puedo haber noticias apartadas, y de que ningún útil ni provecho para este cuerpo ya desierto y deshabitado para las glorias del amor...

Y la infernal meguera, dejando desvanecido entre sus imaginaciones licenciosas al desacordado mancebo, se lanza como saeta envenenada a dar en el blanco de su perverso intento.

Y si estos o muy semejantes son los introitos de tales aventuras, y en la que ofrecemos por ejemplar hemos visto los pensamientos que animan a Celestina, los móviles que la deciden y los resortes que la disparan, conviene verla cual milano que cierne el vuelo sobre su inofensiva presa, cual ronda ella también a su presunta víctima, cual la fascina, cual la convence y conviene, y cual, primero con aliento suave, va prendiendo en el pecho de la doncella las primeras llamas del amor, hasta que, viéndolas alzarse con ahínco y cresta encendidas, las atiza y aviva con soplo desesperado y rabioso, hasta convertir en pavesas todos los obstáculos que el recogimiento y la honestidad pudieran oponer a tanto furor, y la conduce paciente y embebecida a la última perdición.

¿Y quién no ha de sentirse aguijado de curiosidad viva por oír a la embajadora de la maldad, cuando, puesta en escena, se sabe abrir las puertas de los altos palacios, adormecer la vigilancia de los Argos que custodian la honestidad, y acercándose a la hermosura depositaria de tanta virtud y excelencia, primero la hinche con vanagloria y soberbia encareciendo sus perfecciones, después le despierta la compasión por los fingidos tormentos del galán enamorado, luego la escandece y concita maligna y diestramente su rivalidad y femenil orgullo, hablándole de la afición que otras doncellas sus amigas o parientas abrigan por el embaidor temerario, cuya causa desordenada y licenciosa amadrina y procura; y al fin, cuando observa todas aquellas maquinaciones y trazas a punto, en día cierto y a plazo dado, hace hundir en el oprobio y vilipendio todo aquel sagrado, hasta allí violable, de altivez, de nobleza, de belleza y de virginidad? Hela aquí a la infernal arpía en su obra de iniquidad, y empleando embelecos de mayor y más subida traza, como que van encaminados a empresa en donde con el riesgo que se corre se pide habilidad grande, secreto mucho y ánimo muy sereno. Camina a hacer su presa en la honestidad de unas grandes señoras, y dice:

CELESTINA.— Allí se parescen y encuentran lo palacios encumbrados en donde he de conquistar ese vellocino que tanto valor tiene para este necio del garzón enamorado, pero gallardo y dadivoso a fe. Mas las puertas me las tienen tomadas aquellos dos sayones de criados, que acaso querrán oponerse a mi pacífica entrada.

UN PORTERO.— ¿Es aquella la mala mujer de quien tantas hechicerías se cuentan?

OTRO PORTERO.— ¡Cómo mala mujer! Esa es la honra de la villa. Después de vísperas la encuentro todas las tardes encendiendo candelas en los cementerios.

OTRO PORTERO.— Es que va a ejecutar sus horribles misterios rebuscando dientes por la boca de los últimamente ajusticiados, y... mas ya llega.

CELESTINA.— Sé de lo que tratabais entre vosotros. Mas la caduca vejez cierto nunca alcanzó loores; y de mozos y de rufianes jamás le vino sino males; y en verdad que por eso os huyo tanto a vosotros y a vuestros iguales. Y si hoy toco por vuestros umbrales, fuérzame la voluntad, el mandato de vuestra señora, que al darme algo de limosna el día de la Epifanía, por mano de su bellísima hija, en la capilla, me encargó con mucho encarecimiento ciertos recaudos, de que la traigo buena cuenta. Y tú, Sigeril (a un portero), no te andes a deshoras de la noche dando músicas por la calle de San Román a la sobrina de Silveria, que los que mal te quieren arman celada contra tu vida. Y tú, Pobeda (dirigiéndose al otro), ten más recaudo en las sisas que haces en la despensa y en las sangrías que cometes en la bodega, que ya el mayordomo tiene ojos fijos en ti, y sus ventores y sabuesos, gente de tu propia ralea y catadura, están ya a tu alcance, y mía fe si muy pronto no te desenzarcen y salteen con gran placer de Doroteo, que avizora tu plaza y ración, y ansía por ser tu sucesor y heredero...

LOS DOS PORTEROS.— Entrad, madre, entrad... Al diablo con la vieja, y qué punto por punto nos sabe la vida, y qué noticias tan cabales tiene para escribir nuestras crónicas.

Y la Celestina, que ya dentro de aquel alcázar de la virtud y de la inocencia se considera, prueba el mismo gozo que la garduña cuando a duras penas y trazas se ve y mira poseyendo y dominando un vivar de cándidas palomas; y encontrando en la próxima estancia a la matrona noble, que como águila poderosa resguarda y custodia con sus alas el fruto de sus amores de las asechanzas de la sierpe, se arroja a sus pies y la dice:

—¡Ah, señora! báculo de la vejez, apoyo de la orfandad, amparo de los desvalidos y antemural y defensa de las doncellas, ¿cómo atreverme a ofrecer ante tus ojos persona de achaques tantos como la mía, y vestiduras tan humildes como las que traigo, si tu benignidad de un lado y el traerte ocasión de emplear santamente los raudales de tu liberalidad cristiana no me dieran valor para salvar los umbrales de tu casa, y para llegar hasta donde puedan mis labios besar la tierra que tus pies tocan? He aquí, señora (sacando un curioso canastillo de bajo sus faldas); he aquí, en matizadas madejas de rico estambre, el arco iris de todos los colores más vivos, y el delgado viento hilado, y puesto a punto de ser tejido en telas finísimas y trasparentes. Obra es toda ella de dos recogidas y hermosas doncellas, que combaten la liviandad y la seducción con el fruto de su rara habilidad y la tarea de sus manos. Y conociendo yo el peligro en que su estrechez ahora las arriesga, y contemplando también la astucia y deshonesta codicia de sus enamorados, que como lobos hambrientos las rodean y acechan para traerlas al trance vil de la deshonra, he querido anteponer y atravesar mis buenos oficios para desviar tamaño mal, y recogiendo de entre su labor y tarea estas ricas muestras de su curiosa habilidad, os las traigo para que, adquiriéndolas, amparéis aquellas pobres hermosuras, y se logre con el fruto riquísimo de tanto esmero la sin par beldad de vuestra hermosísima hija.

Y en verdad que estas palabras y sentidas razones hallaran acogida y buen recibimiento del corazón más desabrido, cuanto más de una principal señora tan amorosa y compasiva. Y divertidos sus ojos y embebecida su atención con el dibujo y variedad de los colores, o con el artificio y extrañeza de cualquiera presente que le ofreciera aquella mensajera de la deshonestidad, o más bien queriendo hacer partícipe de su maravilla y gusto a la hija de sus entrañas, que por otras estancias más recónditas vagara distraída, o recreándose entre las flores de los vergeles y jardines, ¿quién duda que diligentemente la hiciera llamar, poniendo así inadvertidamente la simple avecilla a tiro del veneno de la maligna sierpe? Y ya las cosas en tal estado, ¡cuán fácil no debe serle a ella el comenzar su obra de perversidad, y producir el efecto que se propuso, fin, blanco y objeto a donde han ido enderezadas todas sus trazas y arterías.

—¡Oh ángel en la hermosura! (diría); ¡oh cielo estrellado en todas horas! ¡oh sol siempre suave y sereno! ¡oh beldad sobrehumana! ¡oh mujer celestial ante quien son lodo y barro todas las bellezas del mundo! ¡oh flor, en fin, a cuyo lado se mustian y marchitan cuantas otras flores y rosas se mecen y ufanan con su necia hermosura en los demás alcázares de la villa y por los otros ámbitos de esta espaciosa provincia! Y ni el ébano es más negro que estas crenchas que bajan con más copia y riqueza, que estos rizos que casi quieren besar el suelo, sin reparar los necios que antes han pasado por tal garganta y por tal luciente espalda, de donde nunca debieran desenredarse amorosamente. Y dejadme, bellísima doncella, ya que la importunidad de estas criadas distraídas es ahora menos asidua, que me llegue más de cerca a contemplar tanta belleza, que la hermosura, sin ser vista y admirada, loada y apetecida, fuera lo propio que dejar siempre en noche oscura las perfecciones que Dios derramó por la naturaleza. Mas ¡oh, qué talle delgadísimo, tomado con tal aire y gentileza, y que descendiendo con perfiles de agradable y voluptuoso incremento hasta llegar a su asiento gracioso y lleno de donaire, conmueve al arrobamiento y a la adoración! ¡Y qué pies tan imposibles por breves, y tan breves por su donosa figura y planta para sostener templo tan arrogante de hermosura, y, sin embargo, lo sostienen con señorío tal, que no parece sino que cuando huellan el suelo son emperadores de la tierra! Y no quiero relatar con mi lengua lo que esos nexos de mórbida encarnación me revelan de inefable belleza y de angelical estructura, hasta enlazar miembros tan perfectos con el sagrario divino, y con el ser todo de tanta belleza; porque si su visión matara de placer a la mitad del mundo, la relación de tantos misterios matara de envidia a la otra mitad!

Si tales o semejantes razones no hayan de despertar ideas inusitadas en el pecho de mujer que se encuentra en la aurora de su vida y que percibe vagamente el placer de amar y ser amada, y la satisfacción dulce de oírse celebrada y encarecida, son cosas que pueden dejarse a la consideración de la menos entendida. Y de aquí a deslindar y tocar los primeros propósitos de amor y a presentar, como visión entre celajes, la imagen de algún noble caballero, cuyo nombre sea bien familiar y conocido por su gentileza y gallardía, ya no hay más que un paso, porque tales cosas se tocan como eslabones de cadena eléctrica, y como ésta rápidamente comunica, comunican sus ideas e impresiones. Por lo mismo, no hay miedo que defraude con su pereza la Celestina la buena ocasión que su diligencia supo procurarse.

—Y no fue ciego, no, sino lince y muy lince (proseguiría la vieja), el garzón gentil que os alcanzó a mirar no ha mucho una de estas mañanas cogiendo lirios y rosas en el jardín, pues hasta las mínimas y ápices más remotos de tanta hermosura me las supo referir punto por punto el otro día que vino a encargarme algunas de las limosnas que él compasivamente distribuye todos los viernes, siendo yo el indigno instrumento que escoge para hacerlas llegar a los necesitados y cercados de pobreza. Y no sé cómo no le conozcáis, pues es el caballero justamente que tanta gloria y prez ganó en el último torneo, y que después con tanta gala y bizarría rindió dos toros con sus rejoncillos y espada, llevándose el aplauso de la fiesta, concitando la envidia de los caballeros y cautivando la voluntad de las damas. Pero de éstas no hay ninguna que fijar pueda caballero tan cortesano y que a prendas tan cumplidas añada tanta riqueza y tales mayorazgos, sino es que la celebrada Ramira vuestra prima, y que locamente presume contender con vos la palma de la hermosura, logra alguna correspondencia y hace venturoso señuelo de su amor, del listón verde bordado con su mano que le dejó caer al caballero cuando desalojaba la plaza...

Desde este punto avanzado, y ya en el interior recinto de la fortaleza, el éxito y final de la aventura ya se deja adivinar, y cualquier cronista podrá poner fin a la historia, sin que nosotros tomemos a nuestro cargo relación tan lastimosa.

Pero allí en donde la Celestina demuestra su condición verdadera y donde le bulle y salta el gozo infernal que le procura ver la triste condición a que ha reducido sus víctimas, es cuando alguna de éstas, recobrada de su sorpresa, burlada acaso en las esperanzas que había concebido de mirarse colmada de preces y de dádivas, y despechada al contemplarse humillada sin poder salvar del naufragio en que ella misma ha puesto su honra, se presenta rabiosa, en cabello, mesado el rostro, cárdeno con los golpes con que ella misma lo ha castigado, los ojos encendidos, el llanto convertido en globos de fuego, la vista traspuesta, y torciéndose las manos, se presenta, digo, a grito herido y con sollozos lastimeros delante de la infernal y regocijada vieja, que la recibe con extremos de amor y con palabras de miel que encubren, como ponzoña en flores, la ironía más amarga, así como el placer más diabólico.

—Por amor de mi vida (la dice), que no me llores de tan amarga manera. Mal sientan las lágrimas en las bodas, y bodas tan dulces y regocijadas cual las tuyas lo han sido, que aún todavía recuerdo ayer noche (pues tú me dejaste ver por el horado que para tales casos dejo en la puerta del teatro de tales bodas), todavía recuerdo, loquilla, que andabas colgada de la mano de tu enamorado, para que volviese a halagar los aladares de tus cabellos, que por ser tan rizos y copiosos tienes gran vanidad y soberbia en ellos. Bien lo provocabas a nuevas obras, sin darte por vencida en tan agradable lucha, y tus ayes y lastimerías de muy diverso son eran, y por distinto tono se dejaban sentir que las presentes. Sin duda él, desvanecido con su triunfo, no te habrá cumplido la promesa de te volver a ver hoy; pero déjalo llegar, bobilla, que antes ha de tornar a ti, que no tú al estado que ayer tenías; que yo por mis artes sé y bien alcanzo, que pájara quincena es mejor reclamo que canto de sirena, y los gustos del agraz, gustos son para apurar, y lo que bien supo cuando empezó, nunca, luego ni presto se dejó; con que así, ovejuela mía, paloma sin hiel, toma huelgo y solaz aquí al par mío y al orete del fuego, y oyendo mis buenos preceptos y enseñanzas atiende a tu enamorado, que no tardará en parecer; que gato caminero presto halla al mur en el agujero; y en tanto asienta bien las crenchas de ese pelo, que por ser tan luengo casi te lo atropellas, mete orden en esas tocas, refresca el rostro con agua de la fuente, y toma un continente señoril y reposado para sobresaltar la atención y saltear la voluntad de aquel a quien aguardas, que cierto al verte con tal sosiego y tan lejos de las locuras y graciosidades picantes de la noche, muy luego se le ha de regocijar la sangre en las venas, y muy mucho se le han de despertar mil gustosas imaginaciones; pues a pernil y más pernil, múdale la salsa y te sabrá a perdiz; y en tal extrañeza y en hacer la acometida por donde no hay gola ni coracina, es como se vence y sojuzga ese capricho voluble de los hombres. Aprende, aprende, la mi hija, que doctrina y ejemplos te lloveré sobre tu cabeza como si fuesen arena; y si de poco acá comenzaste a saber y deprender, bueno es que pronto tomes borlas, si no de Salamanca o de Alcalá, al menos de las que en Sevilla, Valencia, Granada y Madrid ponen las Garduñas, las Floras, las Elisas y otras doctoras, mis hermanas y mis iguales.

La desconsolada moza, que entre tal oleaje de palabras y malas razones, y por en medio de tanta burla y crueldad, no acierta ni a dar significado a las frases, ni a descubrir en dónde está el sarcasmo o la verdad, la flecha envenenada de la burla o el bálsamo consolador de la esperanza; incierta en lo que ha de decir, conociendo su humillación, pero dudando de hallar tanta infamia en mujer, se deja caer sobre el asiento más inmediato, y prorrumpiendo en frenético llanto, exclama:

¡He perdido mi honra! ¡me han engañado vilmente!...

Y no haya miedo que la heroína de la falda y tocas se alborote ni ponga en pena al contemplar arranques tan dolorosos, ni lamentos tan hondos y de tanta verdad. Anudando el interrumpido hilo de su tarabilla de Luzbel, así prosigue:

¡Tu honra, tu honra! Pues contigo la tienes, boba; ¿para qué mal guiso la pudo querer y arrebatártela aquel gentil caballero? Él no hizo más que encerrártela más aína y ponerla más en custodia, llevándola más adentro, como tesoro sin precio, en donde la poseerás para siempre, y cada y cuando tú quieras valerte de ella, como de finca libre y horra que te corresponde en franco y alodial dominio. Y yo así se lo encarecí y encargué aquel tu enamorado, y no es él, hombre para faltar un tilde ni en el negro de la uña a lo que yo con tantas veras le encomendé; que si, como tal, le advertí contigo, hija mía, le encargara un colegio de doncellas o huérfanas tempranas, la misma exactitud, pulso y circunspección tuviera para devolvérmelas sanas y salvas, como si depositadas estuvieran en el camarín de una matrona romana. Pero si por arte de la vengativa Venus, que con sangre quiere y pretende amatar siempre los fuegos en que arden los pechos de los finos amadores, otra cosa ha sido, no hayas duelo que tu honra peligre. Acaso aquel descreído de tu amante, olvidadizo de mis buenos documentos y amonestaciones, feroz en hechos y poderoso en obras, haya pasado por tu cuerpo garrido con menos miramiento que lo que a tu tierna edad y miembros delicados convenía: y por cierto que tal demasía mucho es de castigar; y en cuanto tenga y celebre asamblea el tribunal de mis iguales, darele cuenta y harele relato de todo lo ocurrido, para que el delincuente pague la pena del desprez y omecillo; y, en esto, hija mía, puedes fiarte como en caución firmada y signada por escribano real de estos reinos y señoríos. Y a pesar de tal tragedia (si ha sucedido), alza tu espíritu como el vuelo del gerifalte, y ríete y solázate, que yo, madre y protectora de todas las doncellas estropeadas y vírgenes secundum quid, no he de querer dejarte sin remedio en tu desolación, ni he de mirarte abandonada, como en el Robledal de Cortes las hijas del Cid castellano. Pues ¿para qué tengo y poseo el mejor recetario que desde Quinto Sorano, médico en los amores de Cleopatra, hasta el día ha podido reunirse, sino para corregir, enmendar, restaurar y reedificar todo lo que derribar y destruir pueden desaciertos como los vuestros? Además, que, aparte de este libro, en mi memoria guardo y conservo otros miles de secretos y maravillosos artificios, que te parecerán y pararán tan entera como el día que naciste. Y ensancha el ánimo, y alégrensete las pajarillas, que si tu mal ángel y las asechanzas de Venus te trajesen a estropezar de nuevo, pues has principiado un camino que aína mete codicia para trillarlo mucho, no faltarán otros remedios para traer al cabo y fin las cosas a su prístino y original estado. Tenme tú algo de paciencia y denme del sirgo delgado de Valencia y agujas de San Germán, que yo haré nulas y de ninguna recordación ni vestigio, no ya las obras de ese catarriberas y pisaverde tu enamorado, sino los mismos hechos del moro membrudo, que, según graves historiadores, galanteó a Doña María de Azagra. Ahora, si es que ese tu enamorado te ha hecho agravio de mayor cuantía, propasándose a vituperios de otra especie, y no guardándote los fueros que a mujer principal se deben, y muy más en días regocijados de bodas, déjalo por cuenta mía y al brazo secular de otro caballero, a quien lo defiero y encomiendo, muy tu aficionado, que no arde sino en deseos de hacérsete acepto y agradable, y que sabrá tomar venganza del tu agraviador, aunque fuera a ocultarse en una cueva oscura de Sierra Morena por siete años. Y para que lo veas cuán galán y garrido es ese tu vengador que mucho amor te ha buscado, helo aquí, que te lo tenía guardado en ese camarín inmediato.

Y levantándose de su sitial la ganzúa infernal de las honras, sin cuidarse de la admiración y espanto de su víctima, que ignora lo que le pasa y no alcanza el nuevo trance a donde ha venido, abriendo la falleba de otro aposento, y dando entrada a otro galán, en cuyos brazos se arroja y entrelaza la que se deshace en llanto, se salva por otra puerta, riéndose y mofándose infernalmente de las escenas que ha provocado y la catástrofe que sus trazas han llevado a efecto.

Innumerables fueran los cuadros que de sucesos tan trágicos y lastimosos pudieran sacarse a luz, para escarmiento de los unos y aviso saludable de los otros. Y no nos hemos detenido más en ellos casi por creerlos, si no de entera superfluidad, al menos de un lujo innecesario e inoportuno, porque felizmente, en los tiempos que alcanzamos, las costumbres han adelantado lo bastante para que la Celestina se considere como un peón que sobra y como pieza que no tiene aplicación. Las negociaciones de amor suelen hacerse ahora directamente y sin necesidad de mandato o procuraduría. Denos Dios larga vida para ver hasta dónde en este ramo podemos llegar progresando.

El Roque y el Bronquis

Y apagando las luces, comenzaron con los asientos y con las muletas y bordones a zamarrearle a él y a sus corchetes, a oscuras, tocándoles los ciegos la gaita zamorana y los demás instrumentos, a cuyo son no se oían los unos a los otros, acabando la culebra con el día y con desaparecer los apaleados.

(El diablo Cojuelo.—Tranco V.)


Vuesas mercedes no saben lo que es un Roque, porque ignoran qué cosa es un Bronquis; no se pescan lo que es un Bronquis y un Roque, porque no han viajado por Andalucía, y si por allá han andado, no han visitado ciertos pueblos, y si los han visitado, no han asistido a ciertas y ciertas festividades, escenas, bureos, bailes, triscas y saraos de candil. Hoy me propongo llevaros, benévolos lectores, aunque sea sólo en fantasía a uno de estos entretenimientos recreativos, que así pudiera yo con igual facilidad a tales escenas positivamente, realmente, corporalmente, llevar y trasportar, ofrecer y presentar los lomos y espaldas de algunos amigos (seis fueron y seis quedaron) que yo me sé; y cuidado que no hablo en política. Mas porque vuestra fantasía no tenga que viajar, hender los aires y el espacio, y fatigarse por cosa de nonada y fruslería, me parece mejor, aquí mismo y galanamente relatando, poneros delante de los ojos cuadro tal, que bien os represente lo que saber queréis y yo mostraros quiero; cuadro en cuyos grupos ocupo yo lugar de privilegio, formando pareja con cierto inglés, mi camarada en la aventura, osado como pocos y curioso como ninguno.

En un galán verano de los de mucho trigo y de copiosísimas esperanzas para otoño, yo me estaba, en Giromena no, sino en Carratraca, baños famosos de la Andalucía y en la provincia de Málaga. Tal pueblo, dejándose ver sobre un peñasco árido, verdadero calvario de aquellas cercanías, rodeado de precipicios por todas partes, es, sin embargo, merced a sus aguas salutíferas y maravillosas, el centro animado de la gente holgadamente rica y elegante de los cuatro reinos, si lo tomamos en la temporada de junio a septiembre de cada alegre año. Allí los serranos y rondeños, los mayorazgos y el señorío de los pueblos de la campiña; allí de Sevilla, de su tierra baja, de Cádiz, Tarifa y los Puertos, de Málaga, Granada, Córdoba y demás partes de la Andalucía alta, vienen en certamen de boato y ostentación, menos a tomar ellos remedio para sus pasados deslices, y ellas a buscar confortativo a sus parasismos y debilidades en los nervios, que a hacer gala de riqueza todos, en busca de placer y recreación muchos, y no pocos y pocas a feriar su hermosura, juventud y gentileza.

Fuera este punto muy de molde para estudio de nuestro pincel, y el aspecto y la animación y los rasgos característicos que en aquellos baños se observan, bien merecieran con privilegio un bosquejo caprichoso de pluma aún más elegante, lozana y diestra que la mía, si la obligación que me imponen el título y rúbrica con que se encabeza este artículo, no me recordara a voz en grito que estamos hablando, no de Carratraca y sus baños, sino de lo que sea un Roque y lo que es un Bronquis. Y no es sólo de los pueblos, ciudades y comarcas arriba apuntadas de donde se ven visitantes, viajeros y curiosos en aquel famoso lugar, sino que de las partes más lejanas de España cuidan los médicos de enviar allí anualmente remesas de menesterosos de salud, que nunca dejan de obedecer humildemente el mandato de tal peregrinaje; mayormente si hay envuelta en la receta alguna cita misteriosa, tanto más gustosa, cuanto que el apelar a tal medio siempre indica y señala grandes dificultades vencidas; sin contar para nada el sainete y sabroso picante de gozarse allí, a despecho del sobrecejo y enfado de los maridos más rústicos e intolerantes y de los tutores más desconfiados y recelosos, de la libertad más agradable y segura, sin mirarse sujeta, como otros fueros y garantías, al buen capricho de un ministro o mandarín.

Ello es que, además de tanto viajante y peregrino español castizo, se dejan ver por allí no pocos gringos y extranjeros, que, encontrándose por ventura en Cádiz, Málaga o Gibraltar, y oyendo hablar de los nombrados baños, quieren, visitándolos, aprovechar la buena ocasión de conocer mejor el país, amén de adornar su álbum con algún pintarrajo tomado al través, y pintado con brocha, y de enriquecer sus apuntes y recuerdos de viaje con algún mentirón estupendo, que después se revela en lindo periódico o keepsake de impresión de París y Londres, haciendo arquear los ojos de aquellos buenos leyentes, y provocándonos a nosotros a risa estrepitosa de regocijo, si no ya de mofa y desprecio.

Uno de estos viajeros, nacido en Kent, educado en Eton, estudiante en Oxford, y muy curtido y versado en los salones elegantes de Londres, vino en cierto mes de Agosto a aposentarse en la fonda del Sr. Reyes, que en aquellos salutíferos baños representa, y aún creemos que todavía sostiene, el propio carácter y papel que el antiguo Genyes y el moderno Lhardy en Madrid; pero con tal amplitud de persona, con traza tan mayúsculamente patriarcal, que él sólo, por su propia efigie y estampa, exigiera y nos debiera otro bamboche de pincel, si no fuéramos ya tan metidos en corriente del artículo que nos hemos propuesto escribir (y va de dos), y tan en pos del título que arriba hemos señalado. Ello es, en fin, que nuestro inglés tomó tierra en un cuarto, tabique por medio del mío. A poco de su aparición, ya en la mesa, ya en las muchas ocasiones que ofrece para encuentros de afabilidad y estimación lo reducido de un lugar y la estrechez de fonda como la del Sr. Reyes, tuvimos motivo para demostrarnos ciertas deferencias y atenciones, que a poco se trocaron en la más afectuosa afición. No por ello nuestra comunicación y trato se regalaba de lleno a satisfacción con los placeres de una plática seguida y de sendas conversaciones, sabrosas y de fáciles entendederas. Era el caso, que nuestro extranjero, como recién llegado a Gibraltar, y en fresco trasegado a Carratraca, apenas podía deletrear dos o tres palabras de enrevesado castellano; y si su francés, aunque pudiera serle y servirle de gran útil para sus lecturas y estudios, lo había usado y cursado tan poco, y lo miraba con tal enfado, que en sus labios, antes que idioma articulado, más semejaba los chiflos y refollamientos de algún órgano de registro averiado y descompuesto, o los singultos de algún gato con romadizo. Alguna vez, considerando yo que nuestra educación e investidura académica eran parte para darnos ayuda en semejante trabajo, llamábamos en socorro nuestro el poco o mucho latín que en nuestras escuelas respectivas imaginábamos haber aprendido; pero la pronunciación que los extranjeros dan a los genitivos y acusativos, y la particular inflexión que suelen dar a los otros casos cuando hablan latín, nos desesperaba a perfecta vicenda siempre que nos proponíamos entendernos en tal idioma, además de despertar tal fracaso en mi revoltosa imaginación la idea endiablada de que en esto de humanidades tan alto rayaban los profesores y discípulos de Eton, cuanto los maestros y escolares de las universidades de Oviedo y Valencia, y no vale señalar. A pesar de tales contratiempos, nuestra afición crecía, sin haber aventura en que no estuviéramos de por mitad, ni jira ni partida en que no viajáramos recíprocamente de conserva.

Por aquellos días se me anunció que en cierto pueblo inmediato había gran festejo y alboroque, mucho de bullicio y algazara, y no poco de festividad y de divertidos juegos. Y al oír decir juegos, ya creerán (y creerán bien) algunos de los que guardan y conservan el son y dejo de aquellas comarcas, que se me hablaba de la cercana, y pintoresca, y rica, y poderosa villa de Alora, famosa y famosísima, entre pueblos creyentes y paganos, por la fama de sus juegos llanos.

Los juegos llanos de Alora son, en verdad, los más inocentes e inofensivos que se han ideado desde los Olímpicos hasta el día, teniendo por añadidura el mágico poder de excitar y mover exquisitamente la sensibilidad del pobrete que suele en ellos representar el papel de protagonista y héroe. Pero por una contrariedad que así nos cobijó entonces al inglés y a mí, como cual ahora a mis oyentes, que no pueden instruirse de qué sean tales juegos llanos, no fue Alora el pueblo donde tal boato se preparaba; y si se me obliga a que declare el nombre en cuestión, diré que no quiero, en prueba de la dulce amabilidad de mi carácter, y vamos adelante. Ello fue que Arturo (tal era el nombre del inglés) fue de la partida, y juntos y en caravana con algunos otros curiosos y aficionados, nos trasladamos asnalmente, quier a mujeriegas, quier a horcajadas y no caballeramente, pues tanta era la fragosidad y aspereza del camino, al teatro de nuestra curiosidad e investigadora vagancia. Así como nos apeamos, Alifonso Felpas, mozo de cuenta, arriscado y rey parrandero del pueblo, vino y se me acercó, noticiándome el programa de las funciones y festividades.

—Después de la romería de la Virgen (dijo), y a eso de si son luces o no son luces, entraremos de vuelta en casa de la Márgara, y allí apuraremos entre cuatro amigos leales una pírula del de Yunquera, con unos mostachones de canela y otros dulces de Ardales que saben a gloria. Después caeremos en casa de la Vicaria, a ver los juegos del Narro, y por postre entraremos en el patio de la Remedios, adonde hay fiesta y cantan unos muchachos de la costa, que diz son cosa particular...

—Cuidado, que se suena ha de haber Roque y se ha de armar Bronquis con muchísimo del hollín, —dijo en baja voz un mozalbete que, sentado a par del umbral de la puerta, dirigió la palabra a Felpas.

¿Y de dónde lo sabes tú, Palomo? —dijo éste.

—Lo sé, y estoy muy penetrado del caso (dijo aquél), porque la Polvorilla ha dado celos de mala muerte con uno de esos costeños al Pato; y éste ha venido a contar para el Roque con mi hermana Camborro..., y véalo V.

Pues la noche será muy muñida (dijo Felpas dirigiéndome la palabra). Pero a bien que no será la primera, —añadió con cierto retintín y sonsonete.

—Yo no iré si tal se teme, amigo Felpas (le repliqué); tanto porque estoy fuera de andadura, cuanto porque vengo con este inglés, a quien quiero excusar de meterse en tales culebras...

Iba a manifestarme Felpas que yo procedía como prudente y atinado no asistiendo al abreviado infierno que se preparaba, cuando mi inglés, que atento estaba, y que si ciento no atrapaba, alguna recogía, me preguntó, pero en desusada y trilingüe manera que cuál era el asunto de que se trataba y nos ocupábamos.

Puede pintarse allá en la cámara oscura de su magín cualquier pío lector, la dificultad casi invencible en que me vería para explicarle a mi curioso extranjero el resultado del coloquio arriba apuntado, y más que todo el hacerle entender la agradable significación de las palabras Roque, y Bronquis.

Después de mil laboriosos esfuerzos de mi talento; después de darles forma explicativa para tales ideas a mis conocimientos políglotos; y después, en fin, de llamar en mi ayuda la mímica y el lenguaje de acción, salpimentado todo satisfactoriamente, a mi ver, con palabras francesas, lusitanas, inglesas y latinas, ¿cuál no sería mi despecho y mis calabazadas de rabia, cuando en lugar de dócil silencio, me encuentro con que mi inglés me interroga diciéndome:

¿Sed quid est Roque, bronquisve?

Al escuchar semejante pregunta, di mi trabajo y afán por perdidos, y como chico a quien se le hundió su castillo de cartas y vuelve pacientemente a encaramarlas y levantarlas, torné a mi pasada y pesada tarea, valiéndome de nuestro latín casero como medio supletorio a mi pantomímica explicación. Ya pude conseguir al fin que entendiera la flor de que se trataba; de que en medio de la fiesta alguna voz siniestra y ronca diría Roque; que acaso se repetiría aún segunda amonestación, y al ver que aquel congreso no se disolvía, se apelaría al medio teatral de apagar las luces, comenzando la salva de badajazos, cintarazos et aliquid amplius de que hablan los autores, lo cual legítimamente es armar un Bronquis. El curioso de Arturo me escuchaba con extática atención, conociendo yo en su atrevida mirada que, antes que arredrarle, más le enamoraba la imagen de aquel futuro campo de Agramante. Por respuesta toda a mi argumentación y explicativa, me repetía con gesto denodado y resuelto: «Non timeo», blandiendo de una manera totalmente a la inglesa los puños cerrados y apretados, por aquel estilo que la gente inteligente llama móquilis o trómpilis; y el bravo inglés, confiado en su fuerza, vigor e innegable destreza, me preguntaba con latina interrogación, siguiendo en el blandir de sus puños: «¿Sufficit? Y entonces, poniéndome al unísono de aquel latín que nada dejara que desear al que se ha de hablar y usar en nuestras Universidades, planteado y asentado que sea el modernísimo plan de estudios, respondí grave y reposadamente:

Trompilis aut moquis non sufficit.

Rem implebimus, —me replicó el indomable inglés.

Jacta est alea, —le contesté en tono resuelto y afirmativo, dándole a entender que emprenderíamos la jornada y que echaba el pecho al agua.

Y comencé desde luego a preparar mis lomos a la tarea, sintiendo no tener a mano medios fáciles de explicación para hacerle entender a mi compañero cuán bien haría en seguir con atrición y contrición mi buen ejemplo y mi cristiana resignación.

Efectivamente: después de comer al mediodía, empavesado yo al uso del camino, con jergueta carmelita, chupín canario y sombrerín calañés, y atildado mi inglés con camisolín de colores y albeando la persona con pantalones y jubón de patente y chaqueta de piqué graciosamente rayada y mosqueada de azul y llevando en los bolsillos dos pañuelos de Holanda, y con sombrerón de paja de Italia, nos metimos en danza para la romería, desde donde, después de agradablemente paseados y divertidos, vinimos a dar con nuestros cuerpos en casa de la tía Márgara. Aquí hicimos honores en forma al aguardiente de Yunquera de que Felpas nos habló antes, a pesar de los 35 grados de calor de que habíamos disfrutado aquel día; y después de aplaudir los juegos y rusticidades chistosas del Narro, recalamos al fin, oyendo la última campanada del rosario, en casa de la Remedios, en donde el baile se preparaba.

Nosotros logramos desde luego asientos de primera, y como piloto que debía conocer los bajíos y malas corrientes de aquella costa peligrosa, dejando a sotavento el sitio de los cantadores y tañedores, fui buscando con mi Pílades la parte superior del zaguán o cuerpo de casa en donde la función se parecía y tenía plaza, y allí en un rincón o ángulo me acomodé y rellané en silla fuerte y robusta, fortalecidos sus peldaños con traveses de estupendo espesor. Mi inglés no quiso admitir otra igual silla con que yo le brindaba advertidamente, y, como novicio e inexperto, escogió para asiento un escalón que allí se parecía, sin duda para confinar fácil e inmediatamente con las sayas de una zagala de diez y ocho a veinte años, que llenaba la otra mitad de aquel escabel de cal y canto. La fiesta iba ya por la epístola, es decir, iba ya bien comenzada; las guitarras sonaban y las coplas iban y venían, y las vueltas de rondeña y malagueña se sucedían con rapidez increíble. El cerco de la gente era dilatado y muy espeso en hileras. Un enorme velón de Lucena, de cuatro mecheros curvilíneos ardiendo como bocas de dragón, y colgado de un horcajo de madera pegado al techo de la estancia, alumbraba aquella escena grotesca, si extraña, si pintoresca. Las muchachas lucían con tal luminaria su aseo y su gentileza, y si sus ojos brillaban como abalorios o azabaches, el pelo negro y copioso que todas ostentaban recogido en castañas, tomadas con cintas encarnadas en la cabeza, les daban un aspecto tan graciosamente pastoril, que la imaginación olvidaba con desdén a tal vista el tocado femenil voluptuoso, romano y griego.

La luz de los mecheros que reflejaba vistosamente por tales ojos, hermosuras y arreos, se eclipsaba tristemente y apagaba en el grupo oscuro de hombres, que embozados en sus capas y apoyados en algún gran tajo de madera o mesa de noguerón, se bosquejaban confusamente y se dejaban mal ver a un lado y otro de las dos puertas, que ésta iba a la calle y la otra a los patios y corrales de la casa.

Caldera de gran buque con asa de dilatado cerco, recién bruñida por gentil mano y pendiente de sendas llares, condecoraba campestremente el frontis y lugar de aquel recibimiento general o salón de compañía de las casas rústicas de los pueblos de Andalucía. La chimenea que cobijaba todo aquel espacio, siendo de gran vuelo y amplitud, y blanca como la paloma, resaltaba ricamente con el tesoro de cobre y azófar que la coronaba, señal de ostentación y riqueza en aquellas comarcas. Allí otras calderas de menor calibre, limpias y rojas como las candelas, deslumbraban los ojos con su brillo; las espumaderas, los cazos, los peroles, las ollas de cobre, los escalfadores, las palmatorias, las lámparas, y otros cien trebejos y cachivaches, como chufetas, braserillos, copas, badiles, almireces y más baratijas, todo de metal relumbrante y limpio, eran muestra del ajuar copioso y rico de la casa, al paso que cinco o seis otros velones de no menor estatura que el que ardía entre el cielo y la tierra de aquel hemisferio, con sus grifos apagados y sus pantallas en alto, esbeltas e izadas arriba, parecían, entre las demás prendas de la chimenea, centinelas que vigilaban por tanto tesoro, o capitanes atrevidos y en orden de parada, que con gala y desenfado tenían el mando de aquellas escuadras relumbrantes y refulgentes.

Los dos costeños, que eran los sostenedores de la fiesta, mantenían el buen nombre de su habilidad con soltura y gracia, haciendo subidas y variantes muy extremadas, y poco oídas hasta entonces, y entonando la voz por lo nuevo y bueno, ya con sentido, ya con desenfado. El más mancebo de los dos Gerineldos (y por cierto que tenía muy buen corte) no quitaba ojo la Polvorilla, quien, por su parte, le pagaba, unas veces a hurto y otras bien a las claras, con miradas muy expresivas aquella preferencia y afición.

La Polvorilla era un pino de oro. Jaca de dos cuerpos, era muy bien ensillada, mejor empernada, y tomando tierra con dos dijes, que no con dos pies, pues tan lucidos y bien cortados eran. La cabeza era gentil, la mirada rigurosa, bebiendo con corales y marfiles que hacían eclipsar los ojos de purísimo gustito de quien la miraba, y traían el agua a la boca como deseando beber en aquella concha. Esta muchacha, grano de pimienta y pomo de quinta esencia de claveles, desde muy temprano había alcanzado fama y nombradía entre las chicas de breves y verdes años, y todo por cierta frase y palabra que soltó en ocasión solemne y estrepitosa. Se contaba que, estando en capullo todavía, y si son flores o no son flores, cierto día que no estaba presente su madre, algún caballero o majo, encontrándola sentada al oreo del lento y debajo de ciertos jazmines y arrayanes, le había hablado en estas o muy parecidas palabras:

—Dígame, niña: ¿se puede saber los años con que esa personita cuenta?

Y diz que ella, mirando al interrogante con sus dos azabaches de África, le respondió:

—Señor caballero, madre asegura que no tengo más que trece años; pero en cuanto a mí, ciertamente yo me siento de más edad.

La elocuencia fisiológica, gráfica y fulminante de tal frase, logró gran palma entre aquellos conocedores de las elegancias del idioma, y desde entonces, sin duda aludiendo a lo inflamable y estallante de tal cabeza, le pusieron a la persona el nombre y remoquete de Polvorilla; y esto porque, siendo el caso sucedido años había, cuando el conocimiento de los fósforos andaba poco derramado por aquellas partes, no se hablaba del pistón o cosa semejante, pues, a serlo, la hubieran llamado la Pólvora fulminante, o apodo por el estilo.

La Polvorilla, pues, era el pimiento chirle del lugar, la cuestión sin término de los mozos, y el regaño de toda fiesta, rifa, junta o baile en donde se encontraba. En el caso presente ya había bailado diez veces, cantado treinta coplas y matado a pesadumbres a dos docenas de hombres: bien que afortunadamente hasta el trance en que ahora vamos y logramos ir refiriendo, ningún siniestro ni tempestad de mayor marca había provocado. Con efecto: la cosa duró así larga pieza de tiempo, y ya casi llegué a persuadirme de que sonaría la queda sin fracaso alguno, felicitándome al propio tiempo de haber salvado aquel peligro, no de agua, sino de purísimo lanternazo, cuando mi compañero de aventuras, que sin duda repasaba en su imaginación otros iguales pensamientos que los míos, alargando el gallarín hacia mí, me dijo primero, parodiando ciertos versos famosos:


«Plaz mi ibero cavalier,
et dona malacitana,
et la danza sevigliana
et l'uomo bravo in destrier.»


Y luego, mudando de son y de pensamiento, añadió:

Sed non invenio nec apparet Roque bronquisve.

Apenas había pronunciado estas nigrománticas palabras, sonó un silbido de mal agüero, sin acertar yo ahora a definir si vino de la parte interior o sonó por las afueras de la casa; pero ello es que, conforme se dejó sentir aquel reclamo, antes que nadie pudiera repararse, una voz cavernosa y muy reposada, sin saber de dónde salía, dijo con acento amenazador: Rooque.

Las guitarras, cual cogidas de sobresalto, suspendieron su vocinglería un instante; pero como para desquitar tal interrupción y hacer olvidar esta muestra de debilidad, los músicos cogieron inmediatamente el hilo de su cortado pasacalle, y redoblaron con mayor ahínco y fuerzas sus repiques y redobles.

El ama de la casa, en voz de contrapunto, dijo:

—Que se llame al alcalde (y alzando más el grito): o al escribano, mi primo, o a Rebenque el alguacil.

Las madres, dueñas y tías comenzaron a llamar por sus nombres y apellidos a las hijas, sobrinas y pupilas; de manera que podría creer quien tal oyera que asistía a la lista de una, dos o más compañías que, antes confundidas, van de pronto a rehacerse y ordenarse.

—No hay cuidiao (dijeron a un tiempo tres o cuatro voces de contrabajo profundo): no hay cuidiao; ande la fiesta y vengan hombres.

Yo eché una mirada de inteligencia a mi inglés, como advirtiéndole que el aguacero se acercaba, y dándole a entender de camino que había hecho muy mal en no estar pertrechado de alguna silla como la mía, que le sirviese in apuris de celada o rodela, según fuese el ataque y urgiese la necesidad. La cosa anduvo, sin por la buena todavía como diez o quince minutos, cuando al cabo de ellos, y como si la voz prodigiosa de Carvino en la familia de Wieland se hubiera dejado oír allí, se escuchó con más enojo y con cierto retintín el grito tremendo de Roooque.

—Ya esto es insufrible y pasa de bellaquería, —exclamó chillando la honrada ama de la casa.

—Fulana, Zutana, Mengana, Maricota, Nieves... (se oía por aquí); Fuensanta, Patrocinio, Juancha, Currilla... —se escuchaba por allá; y otros cien nombres por todas partes.

—Si digo que no hay cuidiao, —repitió con socarronería la voz de antaño.

—Pues siga la fiesta, —decían otros.

Yo miré a mi inglés a ver qué tal continente tenía, y éste, que ya iba tomando tiento al lance, se me dio por entendido, y me dijo en nuestra consabida monserga:

Fruor, amice, sed jam appret Roque bronquisve.

Y no se equivocaba por cierto; pues en el propio instante algún brazo invisible, por lo presto y poderoso, dio tal revés al luminar que alumbraba la estancia, que así callaran sus bocas las cien mujeres, que al punto comenzaron a gritar por todos los tonos, como él quedó apagado y muerto cual si hubiese sido ciego de nacimiento. Cien cigarras chirriando a un tiempo, doscientas norias estridando premiosamente, mil gallinas y ánsares salteados por vulpeja o garduño, y mil chiquillos vapulados a telón alzado por mano grave y sentada, no remedan ni a cien leguas el escarceo y endiablada algazara que allí se armó y encendió. Las guitarras, sin embargo, proseguían en su clamoreo y en sus trinos, pues callarlas en semejante conflicto fuera cobardía y dar victoria a los contrarios. En seguida comenzaron los cintarazos y el bataneo de costumbre, y las carreras y encuentros de los que querían, acertaban y podían deslizarse y escabullirse, o al menos zabullirse y agazaparse. La vocería cesó, y los palos alzaban más el grito: había palo que valía cien reales, y silletazo que merecía un condado. Las guitarras en tanto tuvieron por conveniente entornar al fin el pico, no sin oponer una vigorosa resistencia la guardia argiráspide que las custodiaba. Un son lastimero y uno como eco de lejana y moribunda armonía fueron los últimos suspiros de aquellos dos instrumentos. Yo, como veterano en tales andanzas, desde luego tuve estudiado y adopté la posición que debí tomar y la postura en guardia que me convenía. Por mi vera percibía pasar silenciosas cabezas llenas de rizos, o deslizarse en agachadillas los callados pies de las Sabinas hermosas que huían de aquel recinto endiablado, así bien como tórtolas que huyen las enramadas invadidas por la brutez pastoril, o como tímidas cautivas que se alejan de los horribles lechos de los piratas y corsarios. De todo esto bien conocía yo cuál era su naturaleza de significación, así como desde luego entendí que aquellos ecos lastimeros de las dos vihuelas no era otra cosa que el ósculo de paz que habían dado al estrellarse como huevos frescos en la mollera de los dos tañedores costeños. Mas lo que me intrigaba sobre manera, por no poder atinar en alguna explicación razonable de ello, era oír unos como badajazos de campana, ya pausados, ya repetidos, ya desiguales, o ya de carrerilla, que traían atronado todo aquel recinto.

—No parece (decía yo para mi sayo) sino que el reloj del lugar se ha traslado aquí esta noche para tocar las doce, luego las cuatro, después las diez, sin orden ni concierto, confundiendo las horas con los cuartos y viceversa, y luego al contrario. Además, todo reloj en regla no se propasa a marcar más que las doce; pero éste da las trece, las quince, las veinticuatro. ¡Qué diablos podrá ser este son, que en ninguna otra culebra he oído ni sentido!...

Afortunadamente pronto salí de mi motivada curiosidad. En efecto: el alcalde acudió como era justo, justamente cuando ya todo había finado y concluido. Le seguían gran copia de luces, amén de los individuos de la justicia, que todos iban entrando y diciendo:

—Esto es cosa de juego y de nonada; que se encienda el velón, y siga la fiesta.

El velón fue levantado de su maltrecho, recibió nueva vida y lumbre, y ocupó su lugar de antes. Con su ayuda, y al brillo de las demás luces, se descubrió todo el campo salteado, se dibujaron fielmente todos los objetos, y tomaron color y vida. El alcalde tuvo el poder del Despertador de los Cementerios. A su llegada comenzó a levantarse y tomar posición vertical todo el ganado femenino que por aquí y por allí, a la hila de las paredes y por debajo de mesas y bancos, se había guarecido rebujadamente u horizontalmente del chubasco que había sobrevenido. En cuanto la estancia quedó iluminada, el primer objeto con que tropezaron mis ojos fue conmigo mismo, pues los perfiles de mi penumbra se dejaban ver en la pared a mi frontera. En efecto: tuve el placer de contemplarme hurtado suave y encogidamente contra la pared, teniendo mi silla embrazada por el espaldar, colocado mi asiento sobre mi cabeza, y sirviéndome como de casco romano, aunque adornado con las cuatro puntas de los cuatro peldaños. En una palabra: a tener actitud más noble, hubiéraseme antojado mi imagen la estatua de un Neptuno; pero considerándome como busto de medio cuerpo, sólo pudiera pasar muy bien por la efigie de algún rey de los longobardos, que él mismo se cobijaba la corona. Una de las guitarras la miré puesta por corbata de uno de los tocadores.

Cuando la refriega, y estando ya en manos de algún invasor, la enderezaron tan felizmente y con tal acierto a la cabeza del tocador, que, entrándola por el ánima del instrumento, se la sacaron limpiamente por su espaldar y fundamento. Fue golpe en verdad de gran limpieza, y entonces hubo de oírse sin duda aquel eco de melancólica armonía de que hemos hecho puntual mención. Al mirar a tal individuo con semejante collar, parecía que se engalanaba con dos cabestrillos de encumbrada prosapia y ascendencia: aquél era el pañolín de seda, y éste el mástil de la guitarra. La otra vihuela se parecía en derredor hecha menudos añicos, que cada cuál revelaba mil y una carambolas hechas limpiamente por mano airada y brazo fuerte.

Pero ¿qué serían aquellos badajazos campaniles que tan ruidosamente sonaban, y de que fiel relación tengo hecha a mis curiosos lectores? Voy a decirlo incontinenti. El inglés, que por lo negro del nublado sacó el hilo de la tempestad que comenzaba, se previno prudentemente para el caso. Adivinando el buen uso que yo pensaba hacer de la silla, y no teniendo otra igual a mano para aplicarla a tal menester por la preferencia que diera al asiento de cal y canto que con la muchacha ocupaba de por mitad, se apoderó desde luego de la oronda caldera que adornaba el hogar de la casa. Dueño de ella, se la puso como quitasol, y allí recibió el aguacero y granizada que tan rabiosamente disparó el cielo en aquel aposento. Es indudable que algún devoto de la chica, viendo al inglés tan cercano a ella, se propuso con tal motivo machacarle la caspa y tocarle a aleluya en la mollera. A esto debe atribuirse aquel repetir, dar, sonar y deshacer y resonar las diez, las once y las doce horas, y que el diablo sea sordo. Fortuna que tal capacete pudo lograr nuestro curioso Arturo.

Como este juego y escarceo inocente no provocó mayor pesadumbre y desmán, cual se lo hizo conocer acto continuo al alcalde la Polvorilla, que lista como un Argos fue la primera en descampar, como fue también la primera en parecer, dijo a voz en grito:

—¿Y porque hay chubascos no se ha de ver el cielo saliendo al verdoso? ¿y porque haga aire se han de clavar las ventanas? Nada ha sucedido sino salva y estruendo: guitarras hay y cuajo tenemos; siga, pues, la fiesta.

¡Que siga! ¡que siga! —clamaron todos, y muy particularmente cinco o seis jóvenes de veintidós a veinticinco abriles, que haciéndose de nuevas entraron por las puertas. Hubo quien dijo que aquellos justamente habían dado el Roque y armado el Bronquis. Pero esto no puede creerse, atendido el respeto que se merecía el señor alcalde. Si ellos fueron, hicieron muy bien en volver a encender la zambra, pues, después de apalear a sus contrarios, nada más alegre como armarles fiesta y cantar la victoria.

Han pasado años y años de esta andanza y aventura, cuando no hace quince días que estándome leyendo en los porches de la Plaza Mayor el manifiesto del 19 del mes que espiró, me encuentro abrazado por mi amigo Arturo. Fácil es concebir nuestra recíproca alegría y satisfacción. Desde luego, además de la de los años, le hallé gran diferencia en su lenguaje. Sin duda debe haber estudiado mucho el castellano, y, más que todo, haber viajado continua y dilatadamente por España, para poseer tan bien y con tal propiedad nuestro idioma. Desde luego trajimos a la memoria el recuerdo de nuestra pasada aventura y de todos sus adherentes y circunstancias.

—¿Sabe V. (le dije) que he bosquejado un articulejo de costumbres, sirviéndome de cañamazo y urdimbre el suceso que así nos sobresaltó y que después nos divirtió tanto?

—Quiero leerlo (me replicó Arturo), para recordar algunas circunstancias y pintar en mi álbum la escena final de aquel acto, con su silla de V. sentada sobre la cabeza, y mi caldera sirviéndome de casco de centurión.

—¿Y por qué, si después de leído le agrada el artículo, no lo traduce al inglés, siquiera por memoria mía?

—No lo traduzco, amigo mío, porque para dar una idea real, histórica, exacta y cumplida a mis compatriotas de lo que es en este país dar un Roque y armar un Bronquis, he traducido ya minuciosamente y muy pormenor la sesión de las Cortes españolas de 16 del mes de marzo del año de gracia de 1846.

Toros y ejercicios de la jineta

E lo tal fecho, el señor conde é la señora infanta, é Urraca Flores, con Sancho Destrada, é demás, viajaron á la morada de Sancho Destrada, onde yazía el tálamo, é las tablas para yantar; detollidas las tablas, montaron en sus rozinos, é viajaron el coso onde se había de festejar, con justas é torneos é lidiar los toros.

E Gometiza Sancha, fija de Martín Muñoz, iba en çaga bien arreada, é acompañada de la mujer de Fortún Blázquer é de Sancha Destrada, é montaron en un tablado é los nobles montaron en otro é se lidiaron ocho toros.

(Cronicón de D. Pelayo, Obispo de Oviedo)


Y confess France and Ytaly vaunt very much of their splendid games (as they call them), and the english upon more just grounds extol the costliness of their prizes and the stateliness of their Coursing-Horses: but in my umble opinion, what Y'm a describing may claim right to the preheminence.

(Description of the Plaza de Madrid and the Bull-Baiting by James Salgado. London, 1683.)


Confieso que la Francia y la Italia se vanaglorian de sus esplendidos juegos (que así los llaman), y que los ingleses, con mayor razón y títulos más justos, se precian de sus luchas pugilísticas y carreras de caballos; pero, en mi humilde opinión, los espectáculos que ahora voy a describir (las corridas de toros) tienen derecho a ser preferidos a todos los demás.»

(Descripción de la Plaza de Madrid y de las corridas de toros, por Santiago Salgado. Londres, 1683)


En publicación como la presente, que presume de muy castiza, por lo mismo que su principal propósito se cifra en relatar y revelar los usos y costumbres españolas por el modo más peculiar de nuestro suelo que posible sea, parecería ya mal sonante y peor visto si dejáramos andar más allá el asunto sin sacar a plaza algo que frise y toque con el espectáculo nacional de España, que no es otro que las corridas de toros. Ello es que si esta publicación tiene obligación estrecha para presentar los rasgos de nuestra fisonomía y los toques de nuestro carácter del modo más español posible, todavía está obligada con vínculos de más fuerza a dar su relativa importancia a las cosas aquellas, como son las corridas de toros, que por su desuso en las demás partes del universo, su existencia única y peregrina entre nosotros, su remota antigüedad en nuestros anales y crónicas, y por su sello de originalidad, extrañeza, valor y gallardía, han llegado a ser, y son efectivamente, un distintivo peculiar de la noble España y de sus bravos y generosos hijos.

Los toros, pues, ya se les considere como espectáculos circenses, ya se les mire como recuerdos caballerescos de la Edad Media; ora se les califique con filosófica imparcialidad, ora se les alabe y encomie con vanagloria nacional como muestra del esfuerzo y bizarría española, merecen siempre del escritor público toda aquella atención que sobre sí llaman los hechos constantes y de forzosa repetición que nunca se desmienten y que sufren y saben resistir el trascurso de los siglos, y, lo que es más admirable todavía, el trueque de las ideas y la revolución de los Estados.

La nacionalidad española, amenguada hoy día hasta casi reducirse a breve cerco si se compara con sus antes innumerables dominios, combatida de modos mil por los novadores y reformistas de toda laya y de todo disfraz, siendo presa alternativamente de la influencia francesa o del ascendiente inglés, según los hábitos o el interés de malos españoles, desconocida en sus costumbres, alterada visiblemente en su idioma, dividida en sus creencias y aficiones, sólo conserva un recuerdo que ha sobrevivido a todo y que da muestras de vivir eternamente, que es las gentilezas del circo hispano, y sólo está acorde en acudir de buena voluntad o al coso o a la pelea.

Tal fenómeno, que no necesita de nuestro encarecimiento para aparecer importante, y que, a pesar de ser vulgar y de trivial conocimiento, lo hemos querido hacer valer aquí cumplidamente, explicará a nuestros lectores la causa que nos mueve a bosquejar, si en estrecho y reducido cuadro, con tintas de fresco colorido y con cabal y minuciosa distinción de los grupos y figuras, el origen, progresos, andanzas y estado actual de los espectáculos del circo español, sus lances, encuentros, juegos y suertes.

No es cosa fácil por cierto señalar los tiempos o fijar la época en que comenzaron en España los espectáculos grandiosos que, sin ceder en magnificencia y poderío a los juegos circenses de los romanos, tienen sobre ellos la ventaja de presentar a los luchadores, no como siervos envilecidos, sino cual hombres valerosos, ágiles, diestros y denodados, casando siempre los mayores esfuerzos del ánimo con las gentilezas y bizarrías de la persona. Ello es que si tales regocijos fueran de origen romano, por fuerza habían de haberse encontrado en los escritos, monedas, mármoles y otras reliquias de aquella civilización que con tal abundancia se encuentran en las bibliotecas, museos y gabinetes de los anticuarios, algún signo, alguna prueba u otro testimonio irrecusable que presentara al hombre burlando la ferocidad del toro, o rindiéndolo, o postrándolo por el hierro o por la fuerza. Ninguno de tantos investigadores como desde el renacimiento de las letras se han ocupado en revelarnos la manera de existir del pueblo rey, llevándonos de la mano para asistir a sus festejos, juegos, convites, termas, teatros y naumaquias, han hablado de usos y cosas que, por ser tan importantes y de tal grandiosidad, no hubieran escapado a su curiosidad e investigación; de modo que casi debe tenerse por sentado y cierto que los espectáculos del circo español no tienen consanguinidad ni parentesco alguno con los del circo romano.

Otros autores han sospechado el que semejantes luchas pudieran muy bien ser algún resto de la ferocidad goda y de los demás pueblos que desde el Norte se precipitaron sobre las regiones meridionales y occidentales de la Europa; pero esta suposición, enteramente gratuita, tampoco tiene mejor apoyo, y aun se puede asentar desde luego que todas las probabilidades militan en contra de semejante hipótesis. En primer lugar, las ganaderías y toros de los países allende el Elba, antes que aptos y feroces para los combates del circo, se han tenido siempre más bien como adecuados sólo a las pacíficas faenas de la agricultura, o para rendir la cerviz humildemente bajo la segur de los sacrificadores. Por otra parte, si tales luchas y juegos fueran originarios de los pueblos godos o teutónicos, es cierto que hubieran dejado algún recuerdo por las diversas regiones en que peregrinaron y países donde se establecieron desde que, conmovidos del asiento de sus desiertos y selvas, invadieron los reinos dilatados de Europa y Asia: esta opinión, pues, no tiene ni mayor fuerza ni mayores probabilidades que la anteriormente combatida.

No faltan tampoco escritores españoles que viendo en tales ejercicios y combates cierto carácter oriental o africano, los atribuyen exclusivamente por de uso de los árabes en cuanto a su origen, y de antigüedad en España a contar desde la irrupción sarracénica. En nuestro entender, no mayor fundamento tiene esta opinión que las otras dos enunciadas. Ello es que en parte alguna de los escritores árabes, que tan nimia y escrupulosamente han escrito de sus costumbres, así cuando vivían entre sus oasis y arenales en pequeñas tribus, como cuando comenzaron a conquistar los reinos e imperios del mundo, se encuentra la más leve reminiscencia de semejantes espectáculos, y sólo en el libro de la historia de los reyes de Marruecos, libro comúnmente conocido por el Kartas, se cuenta de un rey de los almohades, que murió entre las astas de una vaca en una como montería o regocijo. El desastre de este rey, según el contexto de la historia más parece azar inmotivado, que no el resultado probable de un combate peligroso, y, por otra parte, aconteciendo ya este suceso en época muy avanzada, cuando tales ejercicios eran, no sólo conocidos, sino hasta familiares en España, en donde los almohades tenían grandes establecimientos, y en donde fijaban con gran frecuencia su corte y morada, la sola deducción que pudiera sacarse sería que algunos de los ejercicios de los cristianos y árabes de la Península solían ensayarse en los alcázares de Fez y de Marruecos.

Pues entonces, se nos dirá, ¿de dónde han venido tales combates, tales juegos? ¿cuál fue el tiempo de su introducción entre nosotros, qué causas los hicieron nacer ahora y no antes, acaso en época anterior, y no en tiempos más modernos??? Lisa y llanamente vamos a decir lo que se nos alcanza sobre el caso, sin que el deseo de hacer vano alarde de ingenio nos aparte de la obligación estrecha de ofrecer a nuestros lectores lo que, si no es verdad, pueda parecer, al menos, lo más probable.

Para que los espectáculos de toros ofrezcan los lances y encuentros que forman el grande interés de ellos, es indispensable el que los toros tengan cierto grado de valor y ferocidad. Nosotros creemos que estas cualidades no se despertaron en las ganaderías españolas sino mucho tiempo después de la dominación romana, pudiéndose asegurar que tal mudanza en la condición y naturaleza de esta raza no pudo nacer sino del cruzamiento de especies diversas. Si este fenómeno tuvo lugar en virtud de la mezcla de las indígenas con las castas que en sus reales y campamentos traían los godos y vándalos, o del cruzamiento con las razas a africanas, es cosa que jamás podrá deslindarse. Además de esto, hay alguna consideración que puede explicar también satisfactoriamente esa energía rabiosa y esa ferocidad que distinguen a los toros de las campiñas de Castilla y de la Mancha y en las soledades de la parte baja de Andalucía.

El toro, más que otro animal alguno, crece en ánimos y en coraje a medida que vive en lugares más apartados y desiertos, en sitios más selváticos y rústicos, sin oír la voz del hombre, y viendo sólo los riscos, las selvas y las aguas.

La lucha de siete siglos que la diferencia de origen y el odio religioso estableció entre los árabes y cristianos en España, y la laboriosa cuanto sangrienta progresión y superioridad que estos fueron alcanzando sobre aquellos, establecía diversidad de fronteras entre unos y otros en el territorio español, fronteras que duraban siglos enteros, hasta que una conquista importante o una batalla decisiva como la de San Esteban de Gormaz, de las Navas o la del Salado, afirmando a los cristianos en sus posesiones antiguas, iban a buscar otras nuevas fronteras. La perseverancia de los unos por conquistar y la tenacidad de los otros por defenderse, las convertían bien pronto en un desierto sangriento. Las huertas, los viñedos, los arbolados, desaparecían, y toda clase de cultivo. Los pueblos, las alcarías y las aldeas desaparecían, y las granjas y quintas se trocaban si acaso en algún castillo sombrío o en esta o aquella atalaya. Todo bienestar, toda riqueza se aniquilaba, y todo se reducía a grandes hatos de ganados de varia especie. Esta riqueza, por su cualidad de semoviente, era la sola que en los casos, harto frecuentes, de rebatos, algaradas, entradas y correrías, podía salvarse, poniéndola a buen recaudo de la rapacidad recíproca de los fronterizos.

Nosotros atribuimos a este período de tiempo, que abraza más de cuatro siglos, y a las circunstancias y condiciones de aquella vida pastoril y guerrera, no sólo el origen de estos espectáculos, que comenzaron indudablemente por muestras de esfuerzo acaso necesarias en los campos, en las selvas y en los abrevaderos para salvar la vida, sino también la afición que desde luego se despertó para tales ejercicios, y la esplendidez y gala con que al punto se pusieron en práctica. La crónica antigua que incluye el Padre Ariz en su historia de Ávila, y de la que hemos tomado texto en el frontis de este artículo, demuestra auténticamente que ya en aquellos tiempos, es decir, que en el siglo XI no había festividad alguna en que con las justas o torneos no entrasen los toros por parte principal del regocijo, y como, según nuestra teoría, ya había dos siglos que Burgos se había fundado, sirviendo alternativamente de frontera las orillas del Duero o del Jarama, podremos asentar con gran verosimilitud que estos combates, muestras de fuerza y agilidad, y alardes de gentileza y de gala, aparecieron en nuestras costumbres desde el siglo IX al X.

Además de la riqueza y apostura que ostentara en su persona el jinete, y en sus arreos o paramentos el corcel, no parece que en aquellos tiempos pasasen las suertes y lances más allá de recibir al toro en el coso con la lanza armada, clavándosela con acierto y pujanza hasta quebrantarle la cerviz y desnucarlo. Así es como las leyendas de aquel tiempo nos presentan al Cid castellano cuando mancebo, ganando por su arrojo y gallardía los plácemes y vivas de dos pueblos enemigos, pero congregados en un propio palenque para presenciar los azares y peligros del festejo de los toros.

Ya se deja entender que en siglos tan remotos y en edades de tantas revueltas, no podían encontrarse ni épocas señaladas en el año para estos festejos, ni sitio deputado para ellos en las grandes ciudades, ni lidiadores que ordinariamente viniesen a la vista de los Reyes o a la presencia de un pueblo inmenso a captar la benevolencia de éste o a merecer la distinción de aquéllos. Los caballeros sólo y altos personajes eran los que podían tomar parte en tales ejercicios, pues como lances de peligro y de gala, y en que la riqueza de los arreos competía con el valor de las alfanas y bridones, pareciera mal dejarlos al alcance de los villanos y pecheros, y así sólo en grandes ocasiones de festividad, o por dar mayor boato a este o el otro galanteo, o dar razonable amenidad a la justa y al torneo, salían al circo los mancebos de la nobleza o los paladines de la frontera y de las Órdenes. Hasta el tiempo de los Reyes Católicos no acordaron las ciudades señalar lugar determinado para tales festejos, y en darles orden y fisonomía con las ordenanzas, bandos y prevenciones que el caso requería.

Los arreos con que los caballeros cabalgaban en la plaza para rendir un toro, eran los de la jineta, casando en ellos lo más vistoso y de lucimiento con lo más firme y adecuado para la lid. Si por acaso se da ejemplo de que algún caballero haya parecido a la brida en la arena, tal cosa debe tenerse por de rareza y como falla en la pauta general recibida para estos ejercicios. La jineta ya se sabe que era modo de cabalgar a lo árabe o berberisco. Los arzones habían de ser muy elevados, los estribos cortos, y los arricises colocados en concordancia a esto. El jinete debiera montar muy recogido, el caballo mandarse sólo por el freno, excusando todo cabezón, y las riendas prolongadas por todo extremo para con ellas castigar el caballo. En cuanto a la espuela, sus ayudas, avisos y castigos no iban por cierto a dar en la parte inferior del vientre, sino en el vacío, hiriendo, no de martillejo, como solía decirse, sino de repelón y resbalando. Sin tomar en cuenta estas diferencias, la más notable que se deja ver entre la jineta y la brida, es que la brida enseña y adiestra al caballo con rigor y violencia, valiéndose para ello del cabezón y otros castigos, y la jineta sólo se valía del freno y del mucho pulso, cuidado y miramiento en la mano de rienda.

Bien se deja conocerá los inteligentes que, por su naturaleza y condición, nuestros caballos del mediodía habían de ser extremados para este género de escuela, e indudablemente lo son. Aun para los efectos de la guerra, siempre sacaron ventaja a esos caballos poderosos y de armas nacidos en el Henao o en la Normandía. Francisco de Ayora refiere en sus cartas que en las guerras del Rosellón, habidas con franceses después de la conquista de Granada, los jinetes granadíes que allá llevó el rey D. Fernando peleaban tan ventajosamente con los temibles hombres de armas, que hubo ocasión en que el español, armado a la jineta, mató, rindió y burló a cinco caballeros enemigos armados a toda guisa. En Italia, en los encuentros que precedieron y tuvieron lugar cuando la batalla de Pavía, a todos maravillaron las hazañas de los jinetes españoles, singularmente de D. Diego Ramírez de Haro y Ruy Díaz de Roxas, caballero valeroso, que en sólo un día derribó a seis hombres de armas a presencia de ambos ejércitos. Y esto causará poca extrañeza si se contempla la agilidad y destreza que era propia de aquella silla, las entradas y salidas, revueltas y rebatos que el jinete podía ejecutar, secundado por el instinto y calidades de nuestros caballos, la ventaja que ofrecía el manejo de la lanza, ya terciándola, ya empuñándola por el medio, ya tomándola por el cuento para darla mayor alcance; ora afirmándola en el brazo para herir más poderosamente, ora deslizándola por la mano y reduciéndola casi al manejo de la daga o cualquiera otra arma corta, ora, en fin, dándola mil vueltas rápidas y engañosas que deslumbraban al contrario, haciéndole llevar el golpe cuando más pensaba haberse reparado. Para llegar a tal extremo de perfección en las veras, era preciso que desde muy temprano se ensayasen los jinetes en los ejercicios de la carrera, los lances, las parejas, los juegos de cañas, las cuadrillas, las alcancías, los bohordos por una parte, y por otra, en el rejoneo, las varas y demás encuentros en la plaza con el toro.

Dejando para diversa ocasión las otras gentilezas de a caballo, proseguiremos ahora en la explicación de los lances con el toro, hasta llegar al estado en que hoy se encuentran nuestras corridas. Además de la lanzada a caballo, que ya hemos apuntado, el quebrar rejones en el toro era suerte la más común en las antiguas corridas, conservándose ahora sólo este lance para funciones reales de desposorios, nacimientos y juras de reales personas.

El rejón podía clavarse al toro en tres maneras de posturas: una al rostro, otra al estribo y otra al anca. La primera era la de más peligro, porque, puestos en línea recta toro y caballo, no parecía sino que iban a encontrarse desapoderadamente, cuyo incidente se remediaba porque, al partir el toro, el caballero torcía el rostro a su caballo del camino que aquél traía, y al ponerse en suerte y descargar el golpe, salía el caballo de la línea, ayudándole el jinete con el batir de sus pies. El rejón debía tener de largo nueve o diez palmos, contando el hierro, o, para mayor seguridad, debía llegar a la frente del jinete y no más, pues a ser más largo, podía el toro en sus embestidas y derrotes herir en los ojos y en el rostro al caballero con notable riesgo de su persona, como así aconteció muchas veces. La madera había de ser liviana, mortificada de cortes y muescas, tomadas con cera, para fácilmente romperse y no lastimar la mano, y como había de procurarse que el astil fuese astillante y bronco, era cosa de gran lucimiento oír resonar el chasquido del rejón roto y ver caer el toro. El rejón no debía llevarse sujeto a la mano con cinta o fiador, porque en cualquier azar desgraciado quedaba embarazado funestamente el jinete, corriendo el riesgo de ser sacado de la silla, o sin poder al menos meter mano con presteza a la espada, si, errando el golpe y embrocado el toro, era necesario acudir a las cuchilladas.

La espada había de ser ancha y corta, y de talle tal, que pudiera manejarse con ligereza y acierto, hiriendo al toro, bien de tajo o bien de revés, en los morros, partes de gran sensibilidad en estas fieras, y donde, recibiendo tres o cuatro golpes, se duele mucho, y por rabioso que se mire, se huye y desbarata.

Si por desgracia el caballero cayese, tenía que defender el puesto cobrando su caballo, sombrero, guante o cualquier prenda que hubiese soltado. Por esto la capa no debía llevar fiador y poderse valer de ella inmediatamente. La ley era irse al toro revuelta la capa al brazo y la espada en la mano, hiriéndolo para tomar así venganza de su desafuero. Desbaratado el toro y huyendo, no era permitido perseguirlo, por el mal aire y poca gentileza en correr la plaza a pie. Esta razón prohibía al caballero buscar su caballo por la plaza para cobrarlo. El uso era que sus lacayos se lo trajesen al puesto que había defendido.

Por este relato se echará de ver cuán poco en arte y en regla andaban los caballeros que rejonearon en la plaza en las últimas funciones reales, corriendo de una parte a otra sin sombrero, habiendo alguno que salió de la plaza para tomar caballo. El caballero ofendido del atropello del toro debe tomar venganza de él, pero no descomponerse ni desairar su propia persona, dejando para otra suerte y mejor lance el desempeñarse honrosamente. El rejón al estribo se quiebra atravesado el caballo, esperando al toro que llegue a desarmar su derrote, clavándole en aquel propio punto el rejón, y sacando al caballo batiéndole mucho de pies sobre la derecha, para cortarle la tierra, midiendo muy bien los tiempos en todo, porque, faltando en ello, aunque es suerte más fácil que la primera, suelen suceder atropellos y desgracias.

La suerte de ancas vueltas, aunque es muy vistosa, raras veces se quiebra el rejón en ella, por no poderse el caballero valer de su arma sino al soslayo; por lo mismo los antiguos toreadores reservaban jugar este lance cuando, roto el rejón, seguía el toro al caballo, armándose fieramente para derrotar, pues guardándose la distancia conveniente, el toro, que iba como peinando la cola del caballo, quedaba burlado, llevando entre tanto sendos golpes en el rostro con la caña del rejón. Puesta así la suerte, quedaba reducida a la de la varilla, que consistía en recibir al toro con cañas o varas de pino preparadas de manera tal que astillasen y quebrasen prontamente, cosa que era muy de ver, plantándolas en la frente del toro, el que, embistiendo sobre la carrera dos o tres veces, hacía saltar la caña o vara, con gran contentamiento de los curiosos y espectadores. Hubo caballero que para tales regocijos entró en la plaza cuadrillas de librea de hasta cien lacayos. Las más comunes eran de veinticuatro o doce, y ningún caballero se presentó jamás en plaza sin seis o cuatro esclavos o lacayos y otro lacayuelo vestido costosísimamente. Éstos servían para dar los rejones al caballero, para cobrarle el caballo o servirle otro nuevo y para desjarretar el toro. En aquel tiempo, los primores de los peones, sus recortes, juguetes, arponcillos, burlas y saltos no habían llegado al punto en que hoy se encuentran.

Fue el caso que desde los principios del siglo XVIII los primores de la jineta, y singularmente el torear, fueron quedando en desuso por el desdén con que la corte comenzó a mirar aquellos ejercicios, desdén que, como siempre sucede, lo aceptó y remedó inmediatamente toda la nobleza. Desde entonces los actores para semejantes luchas comenzaron a reclutarse sólo de la gente más rahez de las ciudades y mataderos por una parte, y por la otra de los jayanes membrudos y feroces que habían nacido y crecido en las llanuras de Castilla y soledades de Andalucía entre las ganaderías de toros y caballos; de éstos se reclutaba la gente de a caballo, y con los otros se formaban las cuadrillas de peones o chulos. La suerte del rejón vino a ser menos frecuente y familiar, reemplazándose por la garrocha o vara larga de detener. Este lance, desde el monte y los campos, en donde era muy en uso entre los vaquerizos y yegüeros para apartar, castigar, derribar y rendir las reses, trasladado a las plazas y circos de los pueblos, cautivó desde luego la atención de los aficionados. Es indudable que hay algo de portentoso y mucho de poder mirar el grupo de una fiera que rabiosamente y con irresistible impulso embiste a un jinete, pudiendo éste, por su valor y destreza, no solamente resistir aquel empuje y castigar a la fiera, sino burlarla también y salir del lance con gloria suya, dejando al toro sangriento y dolorido. En los primeros tiempos en que apareció esta suerte, y como remedo de lo que pasaba en el campo, y en los que en las plazas se miraban mejores caballos que en el día, el lance se verificaba a caballo levantado. Era principio sentado como verdad del arte, que toda ofensa recibida por el caballo desde la cincha a la reata era azar no imputable al jinete, y que toda herida desde la cincha al pretal, era prueba cierta de su poca pujanza y de su ningún arte.

Desde que la corte tomó asiento definitivo en Madrid, las funciones de toros tomaron más regularidad y acaso mayor boato que en tiempos anteriores. La Plaza Mayor, que se concluyó en 1619, ofrecía anchuroso y acomodado palenque para tales bizarrías. Con mil quinientos treinta y seis pies de circunferencia, en ella cerca de doscientas casas, rasgadas éstas con quinientos balcones, y pudiendo acomodarse en circo tan espacioso cerca de sesenta mil personas, no podía imaginarse espectáculo más grandioso que una de aquellas corridas en que asistía el Rey con la corte más numerosa y lucida que ha podido verse desde el imperio asirio y romano hasta el día, prodigando las riquezas de dos mundos en sus galas y arreos, y presidiendo al pueblo más valiente y generoso de Europa. Al aparecer el Rey en los balcones de su palacio de la Panadería y las damas en los demás que les estaban preparados, comenzaban a recogerse despejando la plaza la guardia española y tudesca, compuesta cada una de cien hombres escogidos, con sendas casacas coloradas con vueltas de seda pajiza y con bizarros sombreros a la chamberga de terciopelo negro. En aquel punto entraban en la plaza los mancebos cortesanos que, viniendo desde palacio acompañando a sus majestades y a las damas, salían a hacer terrero. Esta fineza y galanteo se reducía a pasear por delante de la corte y de las damas incesantemente, revolviendo siempre el caballo de manera y postura tal, que no pareciesen vueltas las espaldas a la corte, prosiguiendo en este fino ejercicio, en tanto que el Rey, la Reina o algunas de las damas autorizasen los balcones. Sólo era permitido apartarse del terrero, bien para prestar socorro a algún caballero o peón puesto en riesgo, o para buscar alguna suerte en el toro, si la fiera no la había provocado en sus arremetidas y encuentros. Entretanto, la plaza se miraba regada por la manera que hemos alcanzado todavía en nuestros días, sino que cada uno de los veinticuatro carros que entraban simultáneamente para refrescar la arena, venía cubierto de arrayanes, juncias y otras hierbas olorosas. Al propio tiempo entraban los demás caballeros que querían tomar parte en el festejo con sus cuadrillas y lacayos, y hecha la señal, se soltaba el primer toro.

Los lances se jugaban de la manera diversa que ya hemos apuntado, y cuyos minuciosos pormenores se encuentran en los numerosos libros que de la materia se escribieron, y todos por caballeros de la primer nobleza, bastando sólo el relato hecho hasta aquí para dar ahora una compendiosa idea de aquellos ejercicios. Como el objeto que llevaban los caballeros en dar muestras de su persona en tal teatro, era para alcanzar la benevolencia de sus reyes, el agrado de las damas por su esfuerzo y bizarría, y el cariño del pueblo por el valor, no había caballero que allí se presentase que no hubiese ya adquirido razonable experiencia y habilidad, ya vaqueando en campaña rasa, ya ensayándose en las funciones de aldea, y ya probándose una y otra vez en los encierros y vistas.

El encierro en aquel tiempo se hacía por la puerta de la Vega, enchiquerándose los toros, sobre poco más o menos, en el sitio que hemos visto en nuestros días, atajándose la plaza con andamios y catafalcos por el modo que todos conocemos. Acaso algún peón atrevido se arriesgaba a poner la lanzada de a pie, que se ejecutaba poniéndose el atleta rodilla en tierra enfrente de la puerta del toril, por donde, disparado el rabioso y deslumbrado jarameño, o bien se embasaba sangrientamente por la cruel cuchilla que le asestaban, o bien dejaba mal trecho al osado gladiador, si éste se conturbaba sin dirigir bien la lanza. Acaso también se le ofrecía estafermo o algún dominguillo hecho de ligera lana o de henchido odre con peldaños de plomo, al rabioso toro, que, pugnando por derribarlo, sin alcanzarlo jamás, aumentaba su sana y su coraje. También le presentaban algún tonel de frágil estructura que, desbaratado a las primeras arremetidas, daba paso a cien y cien gatos de furiosa condición, de diapasón horrible y desacordado, y agudísimas uñas, que, acometiendo al toro de desusada manera, lo llevaban en extremo de la desesperación. Asimismo en la arena se practicaban burladeros o caponeras, en donde, escotillonados los peones, con mil demostraciones provocaban al toro, quien, asombrado de tal visión, ora acometía o derrotaba al aire y siempre en balde, ora acechaba armado para herir aquellos abortos de la tierra, sin alcanzar nunca a los burladores, obligándoles sólo a estar agazapados, asestando en tanto las astas por la tronera o trampa en posturas asaz provocadoras de la risa y el regocijo. Ya la chusma lo asaltaba con arponcillos, que entonces sólo se clavaban uno a uno, teniendo a veces la capa en la siniestra mano, o bien burlaban al toro con mañas distintas y engaños diferentes, pero no con tanta gracia y arte cuanta vemos campear hoy en los placeadores modernos. Cuando comenzaban tales bufonadas o tocaban a desjarretar, los caballeros se retiraban desdeñosamente del toro, pues era cosa tenida por cierta que ni a toro rendido, cansado, mal herido u objeto de tales burlas, debía jugar lance ni ofender el noble y altivo caballero.

Hemos indicado que estos ejercicios comenzaron a declinar desde principios del siglo XVIII, por la ninguna afición que a ello manifestaba la corte francesa de Felipe V. Sin embargo, todavía en 1726 se imprimió en Madrid la Cartilla de torear a caballo, escrita por D. Nicolás Rodrigo Noveli, que, según aparece, era muy entendido en ambas sillas, y muy singularmente en la jineta. En los preliminares de su libro bien relata el autor que por lo raros que habían llegado a ser tales espectáculos en la corte, se vio obligado a perfeccionar su afición en apartados lugares del reino, asistiendo a los festejos de toros en donde indudablemente se sostenía la afición antigua.

El mismo Noveli dedica su libro al duque del Arco, a quien presenta como muy entendido en las dos sillas y diestro en los primores de torear, acompañando además una aprobación de D. Jerónimo Olazo, caballero del hábito de Santiago, vecino de Peñaranda de Duero, y a cuyo dictamen y fallo da mucha autoridad el autor, por la destreza, valor y gallardía del aprobante. Faltando a tales regocijos y festejos el aliciente que prestaba la nobleza con su ostentación y valor, entraron a sustituirlos en el entretenimiento del pueblo, como ya hemos dicho, gente de otro jaez, tomando un estipendio por su arrojo y habilidad.

Entonces los corredores y guardas del campo, ataviados con su capote de monte, su justillo de ante y con montera o sombrero, vinieron con su vara larga a ocupar el lugar de los de la lanza y el rejón, y la gente menuda de la guifa y del matadero tomaban la figura de los antiguos lacayos, esclavos y sirvientes. Pero éstos lograron dar al arte grandes adelantos. Francisco Romero, el de Ronda, inventó la muleta, presentándose a matar el toro frente a frente y con el estoque en la mano. Su hijo Juan Romero, y los hijos de éste, Francisco, Benito y, sobre todo, Pedro Romero, hicieron llegar el arte hasta el punto de donde no es posible pasar. Costillares inventó la suerte de volapié. Juan Conde introdujo, y nadie lo ha igualado, en la del toro corrido. Cándido, dejando el calzón y justillo de ante como traje poco galán y de poca bizarría, introdujo el vestido de seda y el boato de los caireles y argentería. El licenciado de Falces, con mil juguetes y suertes que ejecutaba, fue el primero que puso las banderillas de dos en dos, ejecutando la linda suerte de clavarlas al cuarteo. Delgado (alias Hillo), con su desgraciada, y lastimosa muerte, hizo más dolorosos los recuerdos de sus gracias y donaires con la capa y el toro.

En la gente de a caballo se dejaron ver hombres gigantes por su poderío y fortaleza para rendir a un toro, así como númidas o centauros para dominar y castigar al caballo. Los Marchantes, Gamero, Toro, Varo, Gómez, Juanijón, Núñez y el caballero D. José Daza, se hicieron émulos en cuanto a castigar el caballo y rendir al toro, de las gentilezas de los antiguos Ramírez de Haro, Rojas, Aguilares, Andrades, Vargas Machucas, condes de Puñoenrostro, y cien otros famosos por la agilidad de su lanza, sus bizarrías de a caballo y sus primores con el toro. Laureano Ortega se hizo inolvidable, no tanto por la gallardía de su persona y buen corte de su cara, cuanto por sus bizarrías con el caballo. Por el espacio de tres años, y por entre los azares de cien y cien corridas, se le vio sacar siempre salvo el caballo que montaba, que era una famosa haca mosqueada, que la perdió al fin en la plaza de Cádiz. A Corchado se le vio matar un toro con la pica, que, cebándola con rigor inusitado en el cerviguillo del toro, cada vez más feroz y rabioso, acabó por hundírsela toda en las honduras, y matarlo. A los Ortices, a Miguez, a Sevilla y otros más, los hemos alcanzado todos, dejándonos maravillados de su destreza, valor y pujanza.

El escuadrón de esta gente que se formó cuando la batalla de Bailén, dejando escarmentados a los franceses en Menjíbar y otras refriegas, da poderoso argumento para deducir el partido que sacaría la caballería de guerra, adiestrándola por la misma manera que nuestra antigua jineta, y con la espuela y las prácticas que se conservan todavía en nuestros llaneros de Castilla y Andalucía. Si bien, como ya hemos apuntado, fue olvidando la nobleza poco a poco las galas primitivas de la jineta, no por eso faltaron de todo punto hartos caballeros que tomaran parte y afición a las trocadas y nuevas bizarrías del torear. Además del caballero extremeño Daza, que ya referimos, hombre gentil y poderoso a caballo por todo extremo, aparecieron en Andalucía el famoso vizconde de Miranda, marqués de Torre Cuéllar y otros menos famosos, que a pie y en el coso burlaban y mataban un toro como los mejores diestros de la época. El actual duque de San Lorenzo, cuando sus verdes años, alcanzó en Andalucía gran fama por los primores de su capa, y al duque de Veragua lo hemos visto en nuestros tiempos burlar y rematar un toro con valor y gallardía. Esto prueba que las costumbres de nuestro pueblo, por lo mismo de llevar en todo tal sello de valor, originalidad y bizarría, toman preferencia y alcanzan autoridad sobre los usos de la corte y los decretos y fallos de la moda. De cuantos personajes han tomado parte en esta clase de ejercicios, ninguno como el vizconde de Miranda, ya citado. Su gala, su buen corte, su ánimo y su destreza rayaban a tal punto, que le hicieron confesar muchas veces al famoso Pedro Romero que, no cuidándose de las glorias de sus demás compañeros de arte, sólo podían causarle envidia los triunfos del vizconde de Miranda.

El arte tauromáquico, que comenzó a descender desde la muerte de Delgado (alias Hillo), y porque la guerra de la Independencia dio empleo glorioso a cuanta gente de ánimo y brío se encontraba en el país, volvió a resucitar con las lecciones de Romero en Sevilla y el ejemplo de Montes (alias Paquiro). La afición, que estaba adormecida, volvió a despertar con mayor fuerza, y en verdad se puede decir que hoy día se corren y juegan en España triple número de toros que ahora veinte años, habiéndose alzado nuevas plazas por todas partes.

No es este lugar a propósito para detenerse a defender el espectáculo nacional de las acusaciones e invectivas extranjeras. En este punto son ellas tan apasionadas, tan injustas y tan palpitantes de ojeriza y envidia, cuanto son odiosas y miserables las acusaciones que de otro género nos hacen. Los toros es un ejercicio arriesgado, y en esto está su mérito; tal diversión exige grande agilidad y buena conveniencia y hermosa proporción en el trabado de los miembros. En esto cabalmente se funda lo airoso y extremado de tales ejercicios: en ellos entra por parte principal y sin excusa el grande ánimo y esfuerzo del corazón; pero por esto es justamente por lo que son únicos para tales juegos los animosos españoles; pero concurriendo en un propio sujeto el valor, la buena proporción de persona y la habilidad y el arte, se encuentra tan seguro entre las astas del toro, como en los miradores de un balcón. Cuando estas tres cualidades, en verdad peregrinas, no se encuentran en el toreador en la debida y alta proporción que el caso requiere, no hay la menor duda que pueden verse siniestros y azares; pero siempre son lejanos y no computables, por regla general. Pedro Romero bajó al sepulcro después de haber lucido su gala en toda la España, habiendo hecho morder la tierra a cinco mil toros, sin haber sufrido una cogida y sin sacarle una gota de sangre. Su alta estatura le hacía dominar la fiera; el buen corte de su persona le daba presteza de una parte y exactitud maravillosa para todos sus movimientos. La fuerza que mandaba en sus jarretes le hacía siempre mejorarse sobre el toro, y con el poder de su muñeca remataba instantáneamente al toro más pujante en cuanto la punta de la espada tomaba cebo en el cerviguillo. Si a esto se añade ánimo y corazón a toda prueba, que no le dejaba conturbarse en medio del trance más peligroso, y arte y habilidad inagotables que le sugerían recursos en los mayores apuros, se tendrá idea de lo que fue aquel dechado y modelo del circo español.

No hemos hablado, y de propósito, de la jineta española, sino en lo tocante y que se refiere a los primores del torear. Para hablar de las otras gentilezas y ejercicios que en lo antiguo abrazaba tal arte y que cobijaba también la caza, la cetrería y ballestería, era necesario, no ya el calibre de un reducido artículo, sino las anchas dimensiones de un libro a pesar del desuso de los tiempos y de la superioridad que sobre la jineta últimamente tomó la brida, todavía las hermandades de Maestranza, en las ciudades de Andalucía, conservaron por mucho tiempo los recuerdos de aquellas caballerías españolas. Las parejas, las carreras y aun los juegos de cañas vivían todavía al principio de este siglo; y últimamente, cuando la jura por Princesa de Asturias a nuestra Reina, aparecieron las Maestranzas en esta corte, ejercitando sus nobles y útiles bizarrías.

No ha habido partido en la tribuna, ni periódico en la prensa, ni hombre que haya asaltado el poder en estos últimos quince años, que no haya poblado el viento o manchado largas columnas o llenado los papeles oficiales de lamentaciones, proyectos y medidas para fomentar las castas y mejorar la cría caballar. De tanta solfa como se ha cantado y de tantos registros como se han pulsado, nadie ha indicado siquiera la única medida que, sin lastimar derechos creados, ni proponer cosas que por difíciles son enteramente inaccesibles, puede dar un resultado inmediato y poco costoso. No es otro el medio que el estimular el celo y la vanagloria de las Maestranzas, para que vuelvan a poner en uso sus antiguos ejercicios, avivando así la afición a los primores de las dos sillas, cosa que ha de dar por consecuencia inevitable el fomento de la cría caballar y la diligencia y cuidado conveniente para obtener buenos caballos. Las sociedades formadas para mejorar la cría, muy útiles sin duda, y procurando grande honor a las personas que las han formado y puesto en buen concierto y organización, no producirán jamás el resultado general que se apetece. Los cruzamientos y combinaciones de razas que se verifiquen, abrirán grande campo a la observación de los curiosos e inteligentes; pero, por lo mismo de ser esto tan costoso, los resultados no tendrán aplicación, y jamás se conseguirá lo que debe desearse, que no es otra cosa que el mayor número posible de excelentes jinetes y de buenos caballos.

Puesto que en Madrid residen siempre tantos caballeros de todas las Maestranzas, y supuesta también la gran comunicación y movimiento que la capital tiene hoy con todas las provincias, fuera cosa así fácil como útil el que estos caballeros se reuniesen para repetir en Madrid los diversos ejercicios que les deben ser familiares, como deprendidos y ensayados en sus respectivas Maestranzas. Esto daría más inmediato provecho y resultado que no los interminables decretos, instrucciones y reglamentos que de tiempo en tiempo vomitan desacordadamente esos ministerios y secretarías. Más consideración ganarían las Maestranzas cumpliendo así con sus nobles y antiguos institutos, que no solicitando el fuero militar o este o aquel nuevo arrumaco en los uniformes, que así alteran su antigua y noble sencillez como los aparta del espíritu de la venerable institución antigua. Altos y entendidos personajes existen en nuestra grandeza, que si a sus manos llegan estas observaciones, podrán prestar al país más servicios desenvolviendo y aplicando esta indicación, que no el Gobierno haciendo nuevas ediciones de errores ya conocidos, o proponiéndose llevar a cabo propósitos dificultosos e imposibles.

Un baile en Triana

¡Ay, señor mío! (respondió la Rufina María): si son de Nigromancia me pierdo por ellas, que nací en TRIANA, y sé echar las habas, y andar el cedazo, y tengo otros primores mejores.

(El Diablo Cojuelo, Tranco 8)


En Andalucía no hay baile sin el movimiento de los brazos, sin el donaire y provocaciones picantes de todo el cuerpo, sin la ágil soltura del talle, sin los quiebros de cintura, y sin lo vivo y ardiente del compás, haciendo contraste con los dormidos y remansos de los cernidos, desmayos y suspensiones. El batir de los pies, sus primores, sus campanelas, sus juegos, giros y demás menudencias, es como accesorio al baile andaluz, y no forman, como en la danza, la parte principal. La Gallarda, el Bran de Inglaterra, la Pavana, la Haya, y otras danzas antiguas españolas, fundaban sólo su vistosidad y realce en la primera soltura y batir de los pies, y en el aire y galanía del pasear la persona.

Allí no había pasión, delirio, frenesí, como se pretenden pintar en todos los bailes que desde muy antiguo han sido peculiares a España, singularmente en las provincias meridionales. Aquellas danzas tenían su lugar en la gala ceremoniosa del sarao; los bailes para el desenfado del festín, para la libertad del teatro. Sabido es que las saltatrices y bailarinas españolas, singularmente las cordobesas y gaditanas, eran las más celebradas de cuantas se presentaban en los teatros de la gentílica Roma; y tal habilidad y lo picante de los bailes se han ido trasmitiendo de siglo en siglo, de generación en generación, hasta nuestros días. Acaso la configuración de la mujer andaluza, de pie breve, de cintura flexible, de brazos airosos, la hagan propia cual ninguna para tales ejercicios, y acaso su imaginación de fuego y voluptuosa, y su oído delicado y sensibilidad exquisita, la conviertan en una Terpsícore peligrosa para revelar con sus movimientos los delirios del placer, en sus mudanzas, los diversos grados y triunfos del amor, y en sus actitudes los misterios y bellezas de sus formas y perfiles. De cualquier modo que sea, ello es que estos bailes andaluces siempre mueven y fijan la curiosidad del extranjero que una vez los llegó a ver, y jamás sacian la ambición del que, por haber nacido en Andalucía, siempre los tuvo bajo su vista.

Pero de todo aquel país, Sevilla es la depositaria de los universos recuerdos de este género, el taller donde se funden, modifican y recomponen en otros nuevos los bailes antiguos, y la universidad donde se aprenden las gracias inimitables, la sal sin cuento, las dulcísimas actitudes, los vistosos volteos y los quiebros delicados del baile andaluz. En vano es que de las dos Indias lleguen a Cádiz nuevos cantares y bailes de distinta aunque siempre de sabrosa y lasciva prosapia; jamás se aclimatarán, si antes, pasando por Sevilla, no dejan en vil sedimento lo demasiado torpe y lo muy fastidioso y monótono a fuerza de ser exagerado. Saliendo un baile de la escuela de Sevilla, como de un crisol, puro y vestido a la andaluza, pronto se deja conocer, y es admitido desde Tarifa a Almería, y desde Córdoba a Málaga y Ronda. Ni por el continuo aluvión de nuevos bailes, ni de la recomposición de los unos, ni de la fusión de los otros, dejan de existir siempre los recuerdos y las más vivas de la antigua Zarabanda, Chacona, Antón Colorado, y otros mil que mencionan los escritores desde el siglo XVI hasta el presente, desde Mariana hasta Pellicer. En el moderno bolero se encuentran recuerdos de aquellos bailes, y una de sus mudanzas más picantes conserva todavía el nombre de la Chacona. El Ole y la Tana son descendientes legítimos de la Zarabanda, baile que provocó excomuniones eclesiásticas, prohibiciones de los consejos, y que, sin embargo, resistía a tantos entredichos, y que, si al parecer moría, volvía a resucitar, tan provocativo como de primero. No hace muchos años que todavía se oyó cantar y bailar, por una cuadrilla de gitanos y gitanillas, en algunas ferias de Andalucía.

Estos bailes pueden dividirse en tres grandes familias, que, según su condición y carácter, pueden ser, o de origen morisco, español o americano. Los de origen español pueden conocerse por su compás de dos por cuatro, vivo y acelerado, que se retrae por su aire antiguo al Pasacalle, y que, cantado en coplas octosílabas de cuatro o cinco versos, se parecen mucho a la jota de Aragón y de Navarra. Los de alcurnia americana se revelan por su mayor desenvoltura, como provenientes de pueblo en que el pudor tenía pocas o ningunas leyes; pero entre todos estos bailes y cantares merecen llamar la atención (del que al través de estos usos y diversiones trate de estudiar el carácter de los pueblos y las vicisitudes que han corrido) los que conservan su filiación árabe y morisca. Éstos se descubren por la melancólica dulzura de su música y canto, y por el desmayo alternado con vivísimos arrebatos en el baile.

Desde luego haremos notar que la Caña, que es el tronco primitivo de estos cantares, parece con poca diferencia la palabra Gannia, que en árabe significa el canto. Nadie ignora que la Caña es un acento prolongado que principia por un suspiro, y que después recorre toda la escala y todos los tonos, repitiendo por lo mismo un propio verso muchas veces, y concluyendo con otra copla por un aire más vivo, pero no por eso menos triste y lamentable. Los cantadores andaluces, que por ley general lo son la gente de a caballo y del camino, dan la primer palma a los que sobresalen en la Caña, porque, viéndose obligados a apurar el canto, como ellos dicen, o es preciso que tengan mucho pecho o facultades, o que pronto den al traste y se desluzcan. Por lo regular la Caña no se baila, porque en ella el cantador o cantadora pretende hacer un papel exclusivo.

Hijos de este tronco son los oles, las tiranas, polos y las modernas serranas y tonadas. La copla, por lo regular, es de pie quebrado. El canto principia también por un suspiro, la guitarra o la tiorba rompe primero con un son suave y melancólico por mi menor, pasando alternativamente y sin variación la mano izquierda de una posición a otra, y la derecha hiere las cuerdas a lo rasgado, primero por lo dulce y blando, y después fuerte y airadamente, según la intención y sentido de la copla. El cantador o cantadora entra cuando bien le parece, y la bailadora, con sus crótalos de granadillo o de marfil, rompe también sus movimientos con la introducción que tiene toda danza o baile, que allí se llama paseo.

Y son muy de notar, por cierto, los toques y particularidades de este canto, que por lo mismo de ser tan melancólico y triste, manifiesta honda y elocuentemente que es de música primitiva. En él es verdad que no se encuentra el aliño, el afeite o la combinación estudiada e ingeniosa de la nota italiana; pero en cambio, ¡cuánto sentimiento, cuánta dulzura y qué mágico poder para llevar el alma a regiones desconocidas y apartadas de las trivialidades de la actualidad y del materialismo de lo presente! Por eso el cantador, arrobado también como el ruiseñor o el mirlo en la selva, parece que sólo se escucha a sí mismo, menospreciando la ambición de otro canto y de otra música vocinglera que apetece los aplausos del salón o del teatro, contentándose sólo con los ecos del apartamento y la soledad.

Al entrar en la copla el cantador, entra en mudanza la bailadora, ya sola, ya acompañada con su pareja, y los tocadores imprimen en las cuerdas aquellos sones que más les sugiere su buen gusto y su sensibilidad. En aquel punto el que baila, el que canta y el que toca se unen en un propio sentimiento, se arroban, se entusiasman, y éste con sus trinos, aquélla con sus movimientos, y el otro con sus suspiros y gorjeos tristísimos, de tal manera arrebatan a los concurrentes, que todos prorrumpen en monosílabos de placer y en gritos de entusiasmo. Acaso algún decano, ya por sus años, o por su voz averiada, derribado de la plaza de otro aficionado que espera su turno para dar vuelo a su copla, con los dedos sobre la mesa, o con las palmas en alto, llevan el compas y medida de la orquesta, no perjudicando lo rústico de la traza al buen efecto y final resultado de aquella singularísima ópera.

Cuando los principales cantadores apuran sus fuerzas, se suspenden las tonadas y polos de punta, de dificultad y lucimiento, y entran en liza con la rondeña, o granadina, otros cantadores y cantadoras, de no tanta ejecución, pero no inferiores en el buen estilo. Después de pasar varias veces de estas fáciles a las otras difíciles y peregrinas canturías, se ameniza de vez en cuando la fiesta con el canto de algún romance antiguo, conservado oralmente por aquellos trovadores no menos románticos que los de la edad media, romances que señalan con el nombre de corridas sin duda por contraposición a los polos, tonadas y tiranas, que van y se cantan por coplas o estrofas sueltas. Acaso en estos romances se encuentran muchos de los comprendidos en el Romancero General, en el Cancionero de Romances y otros, y acaso se conservan también algunos, que no se hallan en semejantes colecciones, pero que, a pesar de las mutilaciones y errores que tienen, revelan desde luego pertenecer al mejor tiempo de nuestra poesía peculiar. ¿Por qué se han conservado en Andalucía, mejor que en Castilla u otras provincias, estos cantares y romances? ¿Cómo es que preciosidades de literatura y costumbres tan interesantes no se han recogido en las antiguas o modernas colecciones? Una respuesta sola hay para esto... la música oral los ha conservado, así como los cánticos de Escocia y la poesía de otros pueblos. El averiguar por qué en Andalucía se conserva más resto de costumbres antiguas, más tradiciones caballerescas que no en otras provincias antes restauradas de los moros fuera asunto para una curiosa disertación.

En tanto, hallándome en Sevilla, y habiéndoseme encarecido sobremanera la destreza de ciertos cantadores, la habilidad de unas bailadoras, y, sobre todo, teniendo entendido que podría oír algunos de estos romances desconocidos, dispuse asistir a una de estas fiestas. El Planeta, el Fillo, Juan de Dios, María de las Nieves, la Perla, y otras notabilidades, así de canto como de baile, tomaban parte en la función. Era por la tarde, y en un mes de mayo fresco y florido. Atravesé con mi comitiva de aficionado el puente famoso de barcas para pasar a Triana, y a poco nos vimos en una casa, que por su talle y traza recordaba la época de la conquista de Sevilla por San Fernando. El río bañaba las cercas del espacioso patio, cubiertas de madreselvas, arreboleras y mirabeles, con algún naranjero o limonero en medio de aquel cerco de olorosa verdura. La fiesta tenía su lugar y plaza en uno como zaguán que daba al patio.

En la democracia práctica que hay en aquel país no causó extrañeza la llegada de gente de tan distinta condición de la que allí se encontraba en fiesta. Un ademán más obsequioso y rendido de parte de aquellos guapos, llevándose la mano al calañés, sirvió de saludo, ceremonia, introducción y prólogo, y la fiesta proseguía cada vez más interesante. Entramos a punto en que el Planeta, veterano cantador, y de gran estilo, según los inteligentes, principiaba un romance o corrida, después de un preludio de la vihuela y dos bandolines, que formaban lo principal de la orquesta, y comenzó aquellos trinos penetrantes de la prima, sostenidos con aquellos melancólicos dejos del bordón, compaseado todo por una manera grave y solemne, y de vez en cuando, como para llevar mejor la medida, dando el inteligente tocador unos blandos golpes en el traste del instrumento, particularidad que aumenta la atención tristísima del auditorio. Comenzó el cantador por un prolongado suspiro, y después de una brevísima pausa, dijo el siguiente lindísimo romance, del Conde del Sol, que, por su sencillez y sabor a lo antiguo, bien demuestra el tiempo a que debe el ser.


Romance

Grandes guerras se publican
entre España y Portugal;
y al Conde del Sol le nombran
por capitán general.

La Condesa, como es niña,
todo se la va en llorar.
—«Dime, Conde, cuántos años
tienes de echar por allá.»
—«Si a los seis años no vuelvo,
os podréis, niña, casar.»

Pasan los seis y los ocho,
y los diez se pasarán,
y llorando la Condesa
pasa así su soledad.

Estando en su estancia un día,
la fue el padre a visitar.
—«¿Qué tienes, hija del alma,
que no cesas de llorar?»

«¡Padre, padre de mi vida,
por la del santo Grial,
que me deis vuestra licencia
para el Conde ir a buscar.»
—«Mi licencia tenéis, hija;
cumplid vuestra voluntad.»

Y la Condesa, a otro día,
triste fue a peregrinar.
Anduvo Francia y la Italia,
tierras, tierras sin cesar.

Ya en todo desesperada
tornábase para acá,
cuando gran vacada un día
halló en un ancho pinar.

«Vaquerito, vaquerito,
por la Santa Trinidad,
que me niegues la mentira,
y me digas la verdad:
¿De quién es este ganado
con tanto hierro y señal?»

—«Es del Conde el Sol, señora,
que hoy está para casar.»
—«Buen vaquero, buen vaquero,
¡así tu hato veas medrar!
Que tomes mis ricas sedas
y me vistas tu sayal;

«y tomándome la mano
a su puerta me pondrás,
a pedirle una limosna
por Dios, si la quiere dar.»

Al llegar a los umbrales,
veis al Conde que allí está,
cercado de caballeros,
que a la boda asistirán.

«Dadme, Conde, una limosna.»
El Conde pasmado se ha;
—«¿De qué país sois, señora?»
—«Soy de España natural.»

—«¿Sois aparición, romera,
que venisme a conturbar?»
—«No soy aparición, Conde,
que soy tu esposa leal.»

Cabalga, cabalga el Conde,
la Condesa en grupas va,
y a su castillo volvieron
salvos, salvos y en solaz.


La música con que se cantan estos romances es un recuerdo morisco todavía. Sólo en muy pocos pueblos de la serranía de Ronda, o de tierra de Medina y Jerez, es donde se conserva esta tradición árabe, que se va extinguiendo poco a poco, y desaparecerá para siempre. Lo apartados de comunicación en que se encuentran estos pueblos de la serranía, y el haber en ellos familias conocidas por descendientes de moriscos, explican la conservación de estos recuerdos.

Después que concluyó el romance, salió la Perla con su amante el Jerezano a bailar. Él tan bien plantado en su persona cuanto lleno de majeza y boato en su vestir, y ella así picante en su corte y traza como lindísima en su rostro, y realzada y limpia en las sayas y vestidos. El Jerezano sin sombrero, porque lo arrojó a los pies de la Perla para provocarla al baile, y ella sin mantilla y vestida de blanco, comenzaron por el son de la rondeña a dar muestras de su habilidad y gentileza. El pie pulido de ella se perdía de vista por los giros y vueltas que describía y por los juegos y primores que ejecutaba; su cabeza airosa, ya volviéndola gentilmente al lado opuesto de por donde serenamente discurría, ya apartándola con desdén y desenfado de entre sus brazos, ya orlándola con ellos como queriéndola ocultar y embozarse, ofrecía para el gusto las proporciones de un busto griego, para la imaginación las ilusiones de un sueño voluptuoso. Los brazos mórbidos y de linda proporción, ora se columpiaban, ora los alzaba como en éxtasis, ora los abandonaba como en desmayo; ya los agitaba como en frenesí y delirio, ya los sublimaba o derribaba alternativamente como quien recoge flores o rosas que se la caen. Aquí doblaba la cintura, allí el talle, por doquier se estremecía, por todas partes circulaba, ora blandamente como cisne que hiende el agua, ora ágil y rápida como sílfide que corta el aire. El bailador la seguía menos como rival en destreza que como mortal que sigue a una diosa. Los cantadores y cantadoras llovían coplas para provocar y multiplicar otras mudanzas y nuevas actitudes. Este cantaba aquello de:


Toma, niña, esa naranja,
que la cogí de mi huerto;
no la partas con cuchillo,
que va mi corazón dentro.


Otro lo de:


Hermosa deidad, no llores,
de mi amor no tomes quejas,
que es propio de las abejas
picar donde encuentran flores.


El concurso se animaba, se enardecía, tocaba en el delirio. Una recogía la pandereta, y volviéndola y revolviéndola entre los dedos, animaba a compás diestra y donosamente. Aquél con las palmas sostenía la medida, y, según costumbre, ganábase, para después del baile, con el tocador, un abrazo de la bailadora. Todos aplaudían, todos deliraban. —¡Orza! ¡orza! (decía el uno) de este lado, ¡bergantín empavesado! Otro, al ver y gozarse de un movimiento picante, en una actitud de desenfado: —¡zas, puñalada; rechiquetita, pero bien dada! De una parte exclamaban, pidiendo nuevas mudanzas: ¡Máteme Vm. la curiana! ¡Hágame Vm. el bien parado!; de otra, queriendo llevar el baile a la última raya del desenfado: —¡Eche Vm. más ajo al pique! ¡movimientos y más movimientos!... ¡Quién podrá explicar ni describir, ni el fuego, ni el placer, ni la locura, así como tampoco reproducir las sales y chistes que en semejantes fiestas y zambras rebosan por todas partes, y se derraman a manos llenas y perdidamente!!!

Después de esta escena tan viva, cantó el Fillo y cantó María de las Nieves las tonadas sevillanas; se bailaron seguidillas y caleseras, y Juan de Dios entonó el Polo Tobalo, acompañándole al final, y como en coro, los demás cantadores y cantadoras, cosa por cierto que no cede en efecto músico a las mejores combinaciones armónicas del maestro más famoso. Después de esta ópera, toda española y andaluza, me retiré pesaroso por no haber podido oír los romances de Roldán y de Gerineldos, pues el tiempo había huido más rápidamente que lo que yo quisiera.

Alguno de los del festejos, que por más cortesía quiso venir en mi compaña y conserva, entendiendo mi curiosidad, que para ellos era una nueva obligación por ver la importancia que yo daba a tales cosas, me dijo con desenfado noble y con parla de la tierra:

—Padrino, no tome desabrimiento por tal niñería; puesto que el romance de Gerineldos lo sé de coro, y ya que no con discante y gorjeos, al menos se lo iré relatando al son y compás del pasitrote que llevamos.

—Que me place-dije ansiosamente a mi acompañante.

—Pues óigame, padrinito mío, —me respondió con agrado. Y así comenzó a relatar:

Romance

—Gerineldos, Gerineldos,
mi camarero pulido,
¡quién te tuviera esta noche
tres horas a mi servicio!
—Como soy vuestro criado,
señora, burláis conmigo.
—No me burlo, Gerineldos,
que de veras te lo digo.
—¿A cuál hora, bella Infanta,
cumpliréis lo prometido?
—Entre la una y las dos,
cuando el Rey esté dormido.
Levantose Gerineldos;
abre en secreto el rastrillo,
calza sandalias de seda
para andar sin ser sentido.
Tres vueltas le da al palacio
y otras tantas al castillo.
—Abráisme, dijo, señora;
Abráisme, cuerpo garrido.
—¿Quién sois vos el caballero
que llamáis así al postigo?
—Gerineldos soy, señora;
Vuestro tan querido amigo.
Tomáralo por la mano,
a su lecho lo ha subido,
y besando y abrazando,
Gerineldos se ha dormido.
Recordado había el Rey
del sueño despavorido;
tres veces lo había llamado,
ninguna le ha respondido.
—Gerineldos, Gerineldos.
Mi camarero pulido,
si me andas en traición,
trátasme como a enemigo:
o con la Infanta dormías,
o el alcázar me has vendido.
Tomó la espada en la mano;
con gran saña va encendido;
fuérase para la cama,
donde a Gerineldos vido.
Él quisiéralo matar,
mas criole de niño.
Sacara luego la espada;
entre entrambos la ha metido,
para que al volver del sueño
catasen que el yerro ha visto.
Recordado hubo la infanta,
vio la espada y dio un suspiro.
—Recordad heis, Gerineldos,
que ya érades sentido;
que la espada de mi padre
de nuestro yerro es testigo.
Gerineldos va a su estancia,
le sale el Rey de improviso.
—¿Dónde vienes, Gerineldo,
tan mustio y descolorido?
—Del jardín vengo, señor,
de coger flores y lirios,
y la rosa más fragante
mis colores ha comido.
—Mientes, mientes, Gerineldos,
que con la Infanta has dormido;
testigo de ello mi espada:
en su filo está el castigo.


Justamente el último verso lo dijo el bardo de Triana pasando todos la puerta de este nombre para envainarnos por la calle de la Mar, en donde ya fue preciso desmoronar la escuadra escogida de mis acompañantes, entrando yo en mi morada con los recuerdos y agradables ideas que estos cantos sugieren a la imaginación amante de tales baladas y tradiciones.

Asamblea general

De los caballeros y damas de Triana, y toma de hábito en la orden de cierta rubia bailadora


Mientras el Conde-Duque
pierde al Rey la España,
perla bailadora,
solázame y baila.
Que tu pie tan sólo,
si pulido danza,
pintando en los aires,
saltando en las tablas,
podrá y tu hermosura
borrarme del alma
pensamientos tristes,
amargura y ansias;
y tu lindo aseo
y donaire y gracia
el placer y gusto
sacarme a la cara.

(Comedia Verdadera)


El día de la convocatoria era domingo; la hora fue al punto del crepúsculo vespertino, y el lugar en cierta casa ubicada en la capital del mundo, cabeza visible de la España (el barrio de Triana), con frontispicio a la calle Non plus ultra, que es la de Castilla, y con tapiales al mar de los ríos y al río de la gloria, quinto del Paraíso, a quien al presente los nacidos llamamos Guadalquivir. Si este palacio por su humilde sobrescrito y modesta apariencia no lo hubiera escogido por suyo ningún Dux de Venecia, en cambio no lo desdeñara para regalada mansión nocturna el visir más amigo de frescuras y de perfumes, si le dejaran contemplar el paisaje mágico y la vista deliciosa que desde el jardín de la casa se alcanzaba. Y si una tarde del mes de mayo se sintiera halagado en los sentidos por el aroma de las flores y por el manso ruido de las aguas y de los árboles que allí se goza, desabrochando aquéllas sus capullos y columpiándose éstos al impulso del viento que consigo trae el murmullo lejano del río y que se lleva tras sí el sonoroso estruendo de los inmediatos raudales desprendidos de la alta alberca; no hay más decir, sino que, dejando los pensiles del Oriente, vendría a tomar asiento en Sevilla y a avecindarse en Triana. Aquel vergel y cerco de verdura era en verdad agradable por extremo.

La puerta que llevaba al zaguán y a los aposentos bajos de la casa se cobijaba con dos hermosos parrales de una pámpana verde, vívida y luciente, que se confundía con los vástagos de muchos jazmines altos y enredados por las paredes de la cerca. Tales jazmines, que si éstos eran reales, aquéllos eran moriscos, dejaban todos asomar por entre las oscuras y aspadas ramas de sus vástagos los blanquísimos pétalos y los perfumados cálices de sus flores. Con los jazmines, la madreselva y la pasionaria se entrelazaban confundidas, ostentando éstas su morado ribete y aquéllas sus perfiles albos y olorosos. En los arriates de en medio crecían varios carambucos y mirabeles, si coronados éstos de sus ramos de nácar y oro, aquéllos lloviendo sus glóbulos de topacio que resaltaban más entre los tallos de limoneros, cidros y naranjos vestidos de azahar que se mecían pomposamente al viento. Número sin cuento de tiestos y macetas de flores se levantaban al frente en anfiteatro, colocadas en andenes de tablas invisibles a los ojos por los festones de ramaje y verdura que de todas partes rebosaban y se desprendían. Aquí remedando a la rosa, las mosquetas y diamelas daban alarma a la vista, disparando antes su aroma al ambiente: allí la nicaragua, las campánulas, las arreboleras, avergonzaban la pura luz del sol con sus matices y cambiantes. El galán de día, abrochando ya sus capullos que durante la siesta embalsamaban el contorno, daba lugar a que la dama de noche desabrochara los suyos para embriagar en suavísimas esencias el aire y los sentidos. También el nardo y los jacintos pagaban allí copiosamente su tributo de olores para formar con las demás flores aquella nube de voluptuosidad y de amor que cobijaba toda la estancia. De los ramos y de los vástagos de arbustos y de árboles de aquí y de allá, colgaban alternativamente con cintas de todos colores, tallas de fresquísimo barro y faroles pintados, aquéllas sin duda para resfriar el agua al halago del ambiente, y éstos para alumbrar la escena que a poco había de representarse. Alguno que otro pájaro y colorín revolaba entre las ramas como queriendo saber las aventuras de dos o tres mirlos y verderoles, que, encerrados en sus jaulas de caña y alambre colgadas entre las flores, se deshacían en gorjeos, y carrerillas, y sentidas entonaciones, celebrando sin duda los encantos de aquel lugar.

Es indudable que cuantos pormenores van aquí apuntados, más parecieran preparativos para pintar un pasaje de Dafnis y Lise, que para bambochar una escena de Rinconete y Cortadillo, si más al lejos de la estancia que hemos copiado fielmente no se dejaran ver otros cachivaches y menudencias, menos bucólicas en verdad por lo que se apartan del idilio, pero mucho más a propósito por la boca, que los apuntes herbolarios y botánicos que van bosquejados. Ello es que entre la sombra de las vides y debajo de los ramos flexibles de varios plátanos y laureles que cerraban al lejos el jardín, se dejaba ver larga mesa corrida, cubierta a trozos (pues no llegaba a más la tela) con manteles de gusanillo, blancos y almidonados como vestimenta de altar. A un lado y otro se miraban cestos de mimbres colmados de pan rubio o candeal bajo mil formas caprichosas y lucidas, pero todas tentando sabrosamente el paladar. Aquí las teleras rubias de los panaderos de la Macarena, allí las roscas y hostias del bizcocho delicado de Alcalá. Los bollos y panecillos crocantes, las hogazas y cuartales con anís, los roscones de pellizco y empedrado, y el pan reblandecido y de miga, se miraba en altos y anchos rimeros, dando a entender golosamente el menester para que servían y la buena ocasión en que debían emplearse con las viandas, según la calidad de las salsas y aliños en que éstas se brindasen al apetito. En una mesa de pino de travesaño, apoyada por el un cabecero a la pared del huerto, se dejaban ver cubiertas de pámpanos dos candiotas gualdrapeadas, es decir, cada su piquera por opuesto lado, sin duda para que los escanciadores del vino, llegado el caso, más holgadamente y con mayor prontitud pudiesen desempeñar su cometido de chirriar la piquera, soltar el caldo, llenar la vasija, y pasarla en redondo a los sedientos, que se ahogaran lastimosamente sin tan soberano auxilio. Como para que fuese éste más eficaz y súpito si tocaban a fuego los gargueros de los convidados, se miraban en derredor profundas hileras y anchas falanges de toda laya de cristalería. Los cortadillos, medios y chiquitas, eran como los cazadores de tales escuadrones. Los vasos de menor talla, entre los cuales se miraban como de uniforme y gala por sus colores y dibujos los ricos y antiguos artefactos de la casa de la China, formaban el cuerpo de batalla, y los vasos de ancha cabida y estupenda estatura de toda procedencia y de toda diversidad de raza, eran las mangas escogidas de granaderos y zapadores de aquel numeroso y bien dispuesto ejército. Aunque todo él reflejaba luz y brillantez por la limpieza y casi bruñido del cristal, bien se dejaba ver, por la manquedad de unos vasos, la melladura de otros, las lañas curiosas de lacre de éstos y las cicatrices y falta de continuidad en aquéllos, que tales legiones de cristales y vasería habían rodado y peregrinado por muchas partes, y, sobre todo, que habían militado y tomado parte en muchas escaramuzas, encuentros y refriegas del jaez y calibre propio de la que por entonces se preparaba.

Este aparato guardaba consonancia con los vidrios de diversos colores que se ostentaban en dos grandes y corridos vasares que a mediana altura se miraban en la pared frontera. En ellos había frasquillos, redomas, botellas y limetines de todos tamaños y de todas edades, encerrando y brindando al mismo tiempo los más vistosos licores. Aquí había refinado, allí rosoli, este frasco decía mistela, aquél champurrado, con otros apelativos y denominaciones curiosas y de gran facundia y novedad. Al mismo tiempo, en la mesa que ya hemos descrito, iban situando de trecho en trecho muchos barrilillos y cuñetes de las aceitunas más ricas de la tierra, con diversos aliños y encurtidos en verdad; pero todas puras, mondas y sin toque ni mácula alguna.

Entre estos incentivos y aditamentos del paladar se veían en larga fila anchos barreños la loza sevillana con sus flores azules y su barniz luciente y blanco, conteniendo y celando al propio tiempo algo de apetitoso y mucho de condimento, cuya fisonomía y carácter no se podía distinguir por estar enmonterado con otra vasija cada plato y barreño. Solo en medio de la mesa, como en anchísimo palenque, se dejaba ver descubierto y por estilo de plaza mayor un eterno lebrillo alfombrado y entapizado una, dos o cien veces con capas geológicamente dispuestas de anchoas malagueñas, ahogadas copiosamente en salsamenta de alioli y otros adherentes, y adornado con mil juguetes y figuras pintadas diestramente por mano maestra con la ayuda de la clara y yema de muchos huevos y el verdor salpimentado del perejil, cebolleta y mejorana, que en doble y triple cenefa orlaban la dilatada redondez de tan ancha cuanto profunda alberca. Lo frondoso del sitio contrastaba agradablemente con aquellos abundantes y sustanciosos pertrechos y sabrosísimas provisiones; pero el concurso que debía de llenar aquel y emplearse en esto, no parecía, y el ámbito se miraba desierto, como huérfana la pitanza.

A más andar declinaba la tardecilla y se dejaba sentir el cefirillo que a tal hora rasando las aguas sube traveseando río arriba del Guadalquivir, trayendo consigo el consuelo y la frescura. Un color plácido de aurora sonrosaba el ambiente, dando un tinte delicioso e inexplicable a los edificios y montes que se parecían al lejos, y el humo ya esparcido que los hornos de porcelana y azulejos vomitaban en columnas rectas o en parábolas y espirales, obedeciendo fácil y elegantemente al halago del viento, dieran el último remate al cuadro, si no se hubieran detenido (para darlo, ellas, en las revueltas de Gelves, apareciendo entonces) dos o tres embarcaciones que a vela tendida emparejaban entonces la Torre del Oro, con proras pintadas y airosas banderolas y gallardetes. En este punto entraba por la puerta del jardín cierta persona, que por su traza singular y por venir como de guía de gran séquito y acompañamiento, exige con razón punto redondo y párrafo aparte.

El entrante era ya en verdad de edad provecta y aun madura: la cara no era nada desagradable; ovalada, con ojos negros, vivos e inteligentes, con la nariz regular, con boca ancha, pero dejando ver regulares y blancos dientes, con la frente levantada y bien calzada de pelo, y con cierto gesto de autoridad afectada, pero por nadie contradicha, daban al todo de la persona las afueras y exterior de algún patriarca de aviesa y enrevesada laya. Un pañolillo de hierbas doblado cuidadosamente como para el cuello, rodeaba la cabeza con cierto primor y lisura para dar entrada ajustada al sombrerillo calañés de ala estrecha y copa encaramada que, con faja de terciopelo negro y pespuntes y rapacejos azules, daban cima y corona a esta nuestra figura del primer término. Un marsellés rico, con mangas primorosamente bordadas y golpes de sedería en lugar correspondiente, cobijaba sus brazos y espaldas, dejando ver por los remates de todo el ruedo, caídas, solapas y cuello, la ancha franja de pasamanería, en donde resaltaban en esmerada labor y prolijo dibujo de sedas de varios y vivos matices, todos los encuentros, grupos, lances y suertes de una corrida real de toros, desde el enchiqueramiento de las fieras, hasta el trance del cachetín y el arrastradero de las muletillas y caleserillos. El marsellés era, en verdad, lo que nosotros los hombres llamamos una prenda de Rey. El jubetín era morado y muy abierto, dejando ver la camisa blancamente almidonada, o con cuellecillo arrollado, ciñéndolo en rededor un cabrestillo encarnado de seda catalana. El calzón era de pana azul, tomados los jarretes con cenojiles copiosos de lana fina de colores, dibujándose en todo lo largo del pernil la botonadura de alcachofillas de plata, que venían corriendo entre dos cordoncillos bordados de burato celeste. La faja era también encarnada, y un primoroso botín vaquero, aunque algo usado, cubría la pantorrilla cobijando el zapato, que era voltizo aunque airoso y bien cortado, con tapas bien bordadas y sujetándolos con plantillas de correas, apuntadas con cada tres cabezas por banda, de broches de metal relucientes como el oro.

Este personaje, tan autorizado por este vestido lleno de majeza, cuanto por cierta deferencia que todos le tributaban, traía debajo del brazo, con aire gentil y desembarazado, una rica vihuela que no era preciso que cantase para conocer al punto que era natural de Málaga, e hija legítima de las primorosas e inteligentes manos del famoso y antiguo artífice Martínez. Tal guitarra era ancha en el fundamento, delineada a maravilla en el corte, el mástil llamándose atrás con graciosidad gentil, el pontezuelo de ébano, así como los trastes, las clavijas con ojete eran de granadillo y el clavijero de marfil, de donde colgaba en cintas blancas y rojas el moño o fiador. El instrumento era, pues, de toda orquesta, es decir, de a seis órdenes, y el encordaje de lo más fino, con bordones sonoros o de argentería. Se conocía desde luego que era el órgano maestro de aquella catedral, el arpa druídica de aquel conclave, y el contrapunto y maestro de capilla que había de guiar y dar la entonación a todo el instrumental que allí se convocase. Al descender el mampirlán de la puerta del jardín, el de la vihuela (sacándola de debajo del brazo y trayéndola con la mano al costado derecho) dijo al que de más cerca le seguía, con voz catedrática y preceptiva, estas palabras:

—Te digo, El Fillo, que esa voz del Broncano es crúa y no de recibo; y en cuanto al estilo, ni es fino, ni de la tierra. Así, te pido por favor (en esto daba mayor autoridad a su voz, marcando mejor la entonación del imperio) que no camines por sus aguas, y te atengas a la pauta antigua, y no salgas un sacramento del camino trillado.

—Ya estaba yo en eso, Sr. Planeta (respondió El Fillo). Aunque me separe así y por allá alguna pizca de los documentos de la gente buena, en cuanto me hace seña la capitana, entro en el rumbo y me recojo al convoy.

Este El Fillo formaba contraste por la sencillez de sus arreos con el atildamiento del amigo Planeta, a quien ya conocen nuestros lectores. Una antigua gorrilla miliciana de las de manga azul y copa encarnada con escudete, se le ajustaba a la cabeza; pantalones altos de pretina y cortos de vuelo confinando por allí hasta el pecho y llegando por aquí apenas al comienzo del tobillo cubrían su persona, embutiendo un pie perfectamente descarnado y sin calcetas en unos zapatillos muy averiados, y pasando los brazos y las espaldas por una chupilla tan encogida y angosta, que dejaba ver así los botones adonde se aseguraban los orillos amarillos que sujetaban los pantalones, como el movimiento de los omoplatos cada vez que se ponía en movimiento la persona de aquel buen amigo.

Ambos protagonistas tomaron asiento en el lugar más aparente de aquel anfiteatro, llegando en pos de ellos, y tomando también lugar adecuado, larga comitiva de personajes, héroes, próceres y magnates, que por su aire señoril y contoneo, bien manifestaban el valor de sus personas y el crédito que alcanzaban entre contemporáneos, naturales y extranjeros. Fuera prolijo por extremo hacer alarde y reseña de aquel escuadrón escogido de notabilidades, que ni aun hoy día, siendo la época que es, pudiera hallarse mejor en Madrid. Nos bastará decir a los curiosos que, andando el tiempo, pensamos escribir unas vidas paralelas de aquellos y de estotros héroes, cuyos nombres reservamos aquí en el magín, cuya obra estamos seguros ha de alcanzar tanta nombradía como la famosa de Plutarco.

Entre tanto, diremos que allí a la banda derecha se miraba a Juilón, al Felpudo, al Nene, al Pintado, a Fortuna y al Isleño, con sus respectivas escuadras y clientes: al siniestro lado se parecían Listones, Longanizo, Malos-Pelos, Chivatín, Garfaña, Turulín, Hojofernes y Siete Cabezas con los suyos y allegados, y más cerca, y como en lugar de privilegio, se ufanaban altivamente, sin duda por sus circunstancias y habilidades artísticas, el Canario, Querubín, el Cañero, Callagloria, Parlerín, el Tano, Clarines, Esquilones, Campaniles, el Pardillo, Suavidades y Ruiseñores, con gran séquito de otros tocadores y cantadores, que tomaban su apelativo y cognomento de esta o la otra singularidad de la voz, de la persona, o de algún dote particular de la figura o condición.

Fuera más fácil pintar los matices encontrados y caprichosos del prado más variado y florido por el mes de mayo, y sujetar a cálculo los innumerables cambiantes y caprichos de los cuadros, colores, adornos, festones, cenefas y guirnaldas, que se ven en la cámara moviente del caleidoscopio, que dibujar uno por uno los trajes, disfraces, vestimentas, arreos, capas, tocados y cataduras de todo linaje y laya que allí se parecían. Es cierto que si se aparta este o aquel vestido de majeza y boato como el que hemos bosquejado, todo lo demás más requería el pincel picaresco de Velázquez, Goya y Alenza, que no las tintas y toques delicados de Murillo, Morales y Madrazo, si es que se habían de representar con toda su desmalazada y truhanesca propiedad.

Allí se veía la sotana y el manteo sacristanesco y estudiantil trasformados en chupa, manta y en capotillo alicortado: acá el dormán y ferreruelo de húsar convertido en pelliza de algún pillo del matadero: a este lado el vestido corto de campo en contraste con uniformes de todo género, de todas armas y de todo regimiento, si bien de diverso corte y de encontrados colores, conformes, sin embargo, en ofrecer a la vista un aspecto venerable de veteranos e inválidos, con esta y la otra amputación honrosa del faldón, de las mangas y del collarín. Allí se miraban descubiertas las cabezas o ceñidas sólo con el lazo y nudo de pañuelos y tocas de todos colores; por acá se veían los castoreños y calañeses del picador o del hombre del camino; por acullá la montera alta y manchega o la de caireles y arramales; a esta mano el sombrerín alto y de copa; por la otra el estache feo y sin adornos; por aquí y por allí el sombrero faldudo, ya tendido y a la chamberga, ya apuntados y de tricornio, de todo corte y de toda buena y mala estampa. Al ver tal diversidad y taracea de figuras y colores, sin estar más en la mano, se venía a la memoria aquella copla preliminar que sirve de introito e introducción a todo cantar y baile gitano, que dice:


La capa del estudiante
parece un jardín de flores,
toda llena de remiendos
de diferentes colores.


En el cuartel y andanada femenil la variedad era menos desconforme, ajustándose en gran parte a la pauta general y recibida de la belleza, y si acaso algo pudiera encontrarse en él de extraño y peregrino, aumentaba a lo picante y curioso del cuadro. Cuatro matronas vistosamente vestidas y en años treintenas, cuando más, eran como las capitanas de aquel escuadrón mujeril. María de las Nieves, Tránsito, la Accidentes y Entrecejos se miraban de primera, dirigiendo con la vista (a par de ojos por barba, negros como la endrina) las hileras de gitanillas y muchachas bailantes y cantadoras que se agolpaban en su derredor con los palillos entre los dedos, con muchas flores en la cabeza, el canto y la sonrisa en los labios, el primor de la danza en los pies, y los movimientos y los pecados mortales todos en el talle y la cintura. Allí se miraban Perlerina, Suspiros, la Tirana, Remates, Encanta-glorias, Paraísos, Terciopelos, Trini, Pespuntes y veinte más famosas por su canto y sus gorjeos, mientras acá se revibraban en los asientos o se columpiaban saltando en el terrizo, la Triscante, Saltitos, Tres-golpes, Saleros, Corpiños, Zaranda, Serení, Vendavales y Culebrita, la Rigorosa, y muchas otras mentadas y nombradas en la ancha Andalucía por su gracia y donaire en los bailes de la tierra. Fuera imposible dar cuenta cumplida y hacer retrato perfecto de cuantas y tantas cosas buenas y apetitosas como en aquellas mujeres se miraba.

Bastará decir, en cuanto a los vestidos, que todos los cambiantes del iris se empleaban en su textura y matiz; en cuanto a las figuras, que el negro más de ébano campeaba en las trenzas, en las cejas y en las pestañas de aquellas morenas y serranas; que la grandeza se admiraba sólo en los ojos y lo breve y recogido en tres cosas diversas; a saber: la boca, el talle y el pie, sin meternos nosotros en más honduras y curiosidades. Muchos ramilletes en la cabeza y en el regazo, mucho aseo en la persona y calzado, y mucho derrame de gracia, donaire y sal por todas partes completaban el conjunto personal y colectivo de toda aquella grey y comitiva, capaz por sí sola de poner en la anarquía más completa a los penitentes de la Tebaida, y de provocar las peticiones más extrañas en el Sínodo y Concilio más ascético y venerable.

Todo aquel concurso en plena audiencia y cónclave solemne, como estaba, bien daba a entender, por su gesto y frases sueltas que aquí y allí se oían, que alguna ocasión alta y de empeño era causa del consistorio, y que algo de grande y de estruendoso había de sobrevenir. Poco se tardó para abrirse de par en par las ansiadas puertas de aquel misterio. Fue el caso que dando para señal, con airoso blandir del brazo, un estallido con la tralla, que asordó las orejas, el zagal Pingano, famoso entre toda la gente de galeras y calesines, y que hacía funciones de ayudante, callaron todos, y levantándose el Planeta, requiriendo antes el sombrero, llamándoselo a los ojos, y pasando y repasando la mano derecha a rodo y contrapelo por los morros, como para abrir camino a sus palabras y elocuencia, dirigió al auditorio estas o muy parecidas palabras:

—Gente buena, y no digo más: ello es que digo, como iba diciendo, que lo que aquí nos trae es eso mismo que todos decimos: que lo rico y bueno de todo ello es uno propio, ya venga del Poniente, ya de la banda de Levante; y no hay más que decir, que si lo legitimo y de buena cepa se separó y dispersó y anda por el mundo, Undebel los junta y amanoja cada, como y conforme quiere. Y por eso mismito está de cuerpo presente en la ciudad de Madrid (que es más allá de Ronda) una bailadora Non-plus-ultra, que es de los nuestros y nuestra propia calidad y prosapia en todo su drupillo y en toda su ánima, sin dudar en ello, y a declararlo así y a tenerlo por firme y valedero nos vemos achantados y juntos aquí para libanarlo y escriturarlo en forma: ¡Tropa de acá! ¡tropa de allá! ¡gatería de todas partes! (dijo volviéndose a uno y otro lado): ¿os sabe y os acondiciona bien tal manifactura?

¡Chachipé!, gritaron los unos: ¡Que si-qué!, dijeron otros: «¡Bien nos sabe!», exclamaron aquellos, y por doquiera resonaron y se notaron las muestras más inequívocas del común asentimiento.

—Pues entonces (prosiguió el Planeta), que D. Poyato haga de su mano, y que menee el oficio.

Al oír esto, todos volvieron los ojos a cierto paraje del patio, en donde el concurso más en piña y de montón parecía, y vieron enarbolarse, izarse y enastarse en alto una efigie magra, flaca, de muy cerca de seis pies de talla, que presentaba al público una cara inexplicable de malignidad y burlonería, confundiéndose en ella lo sarcástico y lo truhán con los rasgos más finos de la inteligencia y con cierto gesto de bondad dulzaina y socarrona. El tal personaje era como hasta de sesenta años: lo enflautado y lo encanutado de su figura y el amojamamiento de sus carnes daban mayor apariencia a lo mayúsculo y encaramado de su estatura; y como los brazos eran tan descarnados y las piernas tan prolijas y largas, cuantos movimientos marcaba y señalaba, hacían recordar al punto el continente y el talante de los gerbos del Retiro, siempre que marchan, se mueven y revuelven. D. Poyato se miraba casi calvo, y a remediar la desnudez del colodrillo subían, como en red artísticamente entretejida, los tufos descompuestos y prolongados y canos que entapizaban todavía la parte inferior de la cabeza, sujetándose los cabos de esta red por un mordente o peinecillo de hueso negro en lo alto, para cobijar y alfombrar el colodro, los temporales y la frente.

El traje que llevaba este varón insigne era una casaca que había sido negra, pero que el tiempo, único tinte que tiene imperio sobre tal color, la había trasformado en mezclilla de mala especie. El corte era redondo, y en su prístino estado debió ser prenda de algún fiel de fechos, médico o alguacil mayor. Las mangas deshermanaban del cuerpo, y lo accesorio no era de la naturaleza de lo principal. Por ello, el manguil derecho era azul y muy holgado y ancho, al paso que el siniestro, que hubo de ser muy angosto y de cerbatana desde su primer engendro y nacimiento, para que pudiera prestar servicio, estaba abierto por las costuras, dando así entrada al brazo. La manga quedaba así en bandola, corneando de una parte a otra a modo de manípulo, y como los aforros eran encarnados, siempre que se movía el brazo guadañil de D. Poyato, semejaba un banderol de vigía que daba señales y consignas. Los calzones habían sido también negros y ahora incalificables, sujetos por su hebilla ferruginosa a las rodillas y encabestrándose allí con dos medias de estambre negro, con sus correspondientes marras, puntos y carreras, que dejaban entrever una piel curtida y denegrida, que valiera veinte pesos para cubiertas y tapas de algún libro becerro de ayuntamiento. Los zapatos estaban en toda regla, siendo de notar sólo cierta agradable variedad, pues éste era chato y romo con hebilla clerical, y aquél de larga punta a la inglesa, con moños ajados de ribete. El sombrero era una alhaja: al principio se engendró para un juez de Audiencia de grado de Sevilla; después lo heredó un capigorrón de la iglesia de San Llorente; luego pasó a ser prenda de un alguacil de juzgado; de aquí a formar parte de la guardarropía del teatro, en donde diariamente tomaba parte en la representación, ya de El Vinatero de Madrid, ya de El Leñador escocés; ora en los entremeses del teatro antiguo, ora en los sainetes de Castillo y de D. Ramón de la Cruz. De la guardarropía fue de donde D. Poyato hubo y adquirió aquel venerable sombrero, que le hermoseaba, poniendo cima y remate a su figura peregrina.

Siempre que en algún concurso se levantaba D. Poyato de su asiento, temeroso él mismo de desplegarse al pronto y de antuvión encaramando su prolongada estatura, con susto y sobresalto de los espectadores, lo ensayaba poco a poco y gradualmente, manteniendo inclinada la parte superior del cuerpo y recogidas en dos dobleces las dos prolongas de sus descarnadas piernas. Por lo mismo, al levantarse y tomar la palabra en este trance solemne, dibujaba con su persona y con bastante corrección la figura Z. Se quitó, pues, el sombrero con las cinco tenazas de la siniestra mano, descomponiendo al saludo los mal avenidos y compaginados cabellos del colodrillo, cayendo sobre la oreja derecha unos aladares canos que comenzaron a guardar compasillo con los movimientos y accidentes de la cabeza, y caminar de acuerdo con la hopalanda volante del manguil siniestro. D. Poyato, con el sombrero en la mano, paseó un saludo asaz cortés y comedido por todos los cuatro vientos cardinales del auditorio, y su boca, que era ni pizca más ni pizca menos que las que el Sr. Haya nos presenta en las láminas del país de las monas o los viajes de Wanton, demostraba con sonrisa perenne e inefable la dentadura almenada, con que de verde, gualda y negro se guarnecía.

Con efecto: aquel buen amigo pretendía, con su gesto benévolo y su ademán humilde, captarse el asentimiento y buena voluntad de la asamblea. Según el agrado con que todos le miraban y contemplaban, fácil fue conocer el buen logro de sus deseos y el interés que inspiraba, por lo que el presunto orador o prolocutor, más animado ya, y enderezando un tanto la curvatura de sus espaldas, y modulando la boca de esta y la otra manera, como herramienta que se requiere y ensaya para usar de ella en el trance inmediato y próximo, comenzó así a parlar, con voz cascadilla, pero penetrante y muy inteligible:

—Infierno de hombres y gloria de mujeres: ¿queréis, deseáis y se os parece y antoja bien que se relate y lea el dicumento en cuistión, por vuestro Coronista en forma y Faraute en ejercicio, dignidades ambas que en indivisible diptongo se juntan y confunden, enlazan y matrimonian en esta humilde persona?

—¡Que se deletree y decore; que se relate, lea y relea, con todos sus tildes, puntos y comas! —gritó a un tiempo toda aquella gatería.

—Pues si así es (dijo D. Poyato), allá va eso.

Y poniéndose el sombrero pando con aire algún tanto soldadesco, echó mano al propio tiempo al bolsillo hondón de la casaca, y sacó una cartera de a folio, algo mugrienta y aforrada en badana negra, leyéndose en el tejolete del tomo, en letra asaz curiosa y clara, estas palabras: Historia del Marqués de Mantua y de los Doce Pares. D. Poyato abrió el cartapacio por lugar y registro determinado, y sobre papel de a todo folio, algo moreno y muy semejante al de saetía, escrito en caracteres bastardos y con mucho de rasgueo, lazos y ringorrangos, comenzó a leer de esta manera, paseando de tiempo en tiempo la cabeza, derramando la vista sobre el auditorio, y llevando el compás con la mano izquierda, puesta en acto de doctor sustentante que argumenta o distingue, mano acompañada inseparablemente del susodicho brazo, a quien seguía tan de cerca aquel manguil abierto y hopalandero:

«Carta de vecindad y albalá de Trianesca que en son de Real Ejecutoria, firme y valedera y en favor y gracia de cierta bailadora, que se pinta sola por alto y por bajo en la ciudad del Olén-del-Oclaye (Madrid), ha librado y despachado el conclave, una, dos y tres veces respetible, de la gente legítima, buena y rigular, grandes y chicos, granados y menudos, ellas y ellos, cantadores y cantadoras, convocados para el caso en lugar aparente y mediando las ceremonias, chasca, utensilios y boato que en tanta y tal solemnidad es requerible y precisa: Atención y sonsoniche:

«Estando en los estrados de costumbre, juntos en uno, en consejo abierto, convocado a son de campana y jarro tañido, en día diputado y señalado para el caso, según es antiguo fuero y usanza en el pueblo y república de los hombres de verdad y mujeres de carne y hueso, tacto y contacto: puesto por cabecera y presidencia, en lugar de privilegio, el Sr. Planeta, Conde y Príncipe de la Cofradía, Rey de los dos polos, e imperante en los calis de Sesé, acompañado y rodeado de todos sus chambelanes, senescales, maestresalas, mayordomos, escuderos, gentiles-hombres y demás tropa y gavilla, y puesto todo a punto, e instruidos y bien cerciorados de lo que se trata, y con asesoramiento de personas de ciencia y conciencia, larga vida, mucho visto, más oído y aprendido, de muchas entradas y salidas, y de infinitud de noticias, historias, casos y sucedidos, todos con su propia boca dijeron: que se les ha hecho buena y circunstanciada relación, leal, legítima y de a ojos vistas y de innegable certinidad, sin más dudar en ello, por viandantes, peregrinos, pasajeros, gente que va y viene, que oye, escucha y entiende, peritos en la materia y rematados en el arte, de haber aparecido en los Madriles del Rey cierta bailadora hija del aire, nietezuela del fuego, mapa del mundo, crema del licor, flor de la canela y remate de lo bueno, que por alto y por bajo, por liso y raso, por menudo y repicado, por lo cabriolín y trenzadillo y por los quiebres y requiebres, provocaciones y tentaciones de su cuerpecillo y cintura, es maravilla de la naturaleza, asombro de los nacidos, estimulante de la vida, y sabroso mortificante de la carne, que vuela sin plumas, que quema sin candela, que aparece y desaparece ligera como el pensamiento, triscadora, impalpable, aérea, divina, celestial, etc.

Y dichos señores, no dejándose llevar de voces vanas, ni de pronto y súpito, antes bien dando tiempo al tiempo, consultando, interrogando e inquiriendo según la importancia del caso requiere, siempre salía y remanecía lo mismo, pintiparado, a saber: que la dicha bailadora era cosa rica y grande, y no contentos con ello, nombraron personas diputadas y señaladas de su seno y grey, para que se llevasen ellas a sí mismas, y en brazos o en piernas se trasportasen y porteasen al sitio y lugar en donde se parecía y mostraba tanta maravilla, para que dieran informe por escrito y de palabra de lo que viesen y entendiesen, resultando de todo mayor canonización, gloria y edificación; por todo lo cual, mirando, considerando y contemplando esto, aquello, lo otro y lo de más allá, dichos señores dijeron:

Que por cuanto dicha bailadora tiene la estampa y el corte legítimo de la tierra, retrepada y echada atrás, con sus debidos dares y tomares, y sus altibajos correspondientes en el cuerpecillo, cinturilla de anillo, pie de relicario, pantorrilla de gran catedral, y de allí a los cielos, y a que los brazos son, si los despliega, las alas en la paloma, y si los enarca, las armas del dios Cupido; el pecho, búcaro de claveles, y el cuello y la cabeza, como los de la garza, si mira al sol y luego a la tierra; atendiendo a que mide el suelo y hiende el aire con la majestad de corregidora, la gracia y la sabiduría de la Gitanilla de Menfis; a que suena y tañe, pica y repica los palillos con rigor y brío, salero y compás, como bailadora deputada de rifas y festejos; a que lleva y trae el mundillo con vendaval y riguridades, con sus correspondientes temblores, molinete, estremecimientos y serenidades; a que da el paseo y hace la procesión con el boato y la misma gala que la Jura del Rey y la festividad del Corpus Christi; a que sube y baja su zaranda como Dios manda, pidiendo a voz en grito harina y mohína para su zarandillo y cedazo; a que se coge y encoge, dilata y desliza como anguila en el agua: teniendo en cuenta su manera de navegar y tomar y soltar rizos, que se empavesa y arrisca, echando juanetes y escandalosa, con flámulas y gallardetes, llegándose hasta los cielos, amainando y arriando de súpito, quedando en facha, desafiando con bandera de guerra potentados de la tierra y de los mares: considerando que aquel braceo es de todo recibo, como de jardinera que coge rosas y flores, o gitanilla que lucha y baila con su propia sombra; mirando muy en ello aquellos disparos y estalles de pies, que no los alcanzan los ojos, ni puede divisarlos el pensamiento del alma; a que con los susodichos pies escribe en el aire y pinta en la misma luz, tirándolos como cosilla perdida hacia los cuatro ángulos de la tierra, trayéndolos empero a su voluntad, como rayos que tiene Undebel en la mano, a su verdadero centro y asiento debido; a que los juega y esgrime como maestro de espada prieta, que los escarcea y engaratusa, los baraja, vibra y ondea como el escardillo y sus resplandores en la pared; a que los teje y trenza como los bolillos en manos de la encajera; a que fija el uno en la tierra tan firme cuanto el polo antártico, levanta el otro y se hace chapitel de torre que el viento revuelve o lo recoge, y se convierte en el pájaro que hace la letra Y, o lo extiende y se hace reloj que señala desde las seis a las siete, y, en fin, a que los bate y desplega como sus alas las aves y las mariposas, y su abanico las mozuelas y las viudas; contemplando que en todos los trances, los pasos y accidentes del baile pone cuanto condimento y especias son convinientes, sin omitir el comino y la alcarabea; a que toma tierra con gracia y aseo; a que es pernera, chazadora, galopante y lomo levantado; a que lleva los jaeces con rumbo, y a que todos los arreos los sacude con gala y aire, dejando ver mucho y adivinar más: dichos altos señores y atemorizadores de hombres fallaron en toda regla que debían declarar y declararon a la referida bailadora, mujer legítima de la tierra, serrana líquida y trianera apurada por todos cuatro costados, y que por tal la señalan y fallan una, dos y tres veces y las demás necesarias en derecho, que nadie pueda venir en contrario y que por lo mismo se la inscriba en el número de las primeras y decuriones de la Hermandad, señalándosele aposento en el barrio de Triana como feligresa y colegiala, y haciéndosele ya repartimiento de sal por su derecho de vecindaje; entendiéndose que este repartimiento de sal no es el que pagan los Romanés de Sesé por firmán del capataz Mon, sino que es el donativo de sandunga y salero que dan diariamente al mundo las mujeres de nuestro bando, para que se rocíe por todas partes y no mueran de desaborimiento los hombres, y que a ésta se la cargue la mano, que tiene mina de sales, y si da mucha, más le queda; se declara asimesmo que su personilla es la estampa de lo bueno, y cortada de molde para la historia de nuestros bailes, y que ni pizca más ni pizca menos fuera tan de recibo cuanto al presente lo es en propia esencia y potencia; que las vueltas, revueltas y mudanzas que finge, las carrerillas que hace, los encuentros y golpes que da y las suertes que saca, es que lo pinta soberanamente. Y se declara que de cintura a la zaga es la reina de todos los movimientos. Se declara también que, cual ninguna, pinta la Chacona y la Gambada, las campanelas y la Gallarda, y que el Vigía de Cádiz no tiene más señales ni las levanta más en alto que ella los perniles y pinreles; que si mata la araña con todo conocimiento y tilín, con gran primor y aseo, y valiéndose de la punta, luego con el calcaño desmenuza el mundo y trocara en cibera los perdigones; que hace el bien parado, y que juega a guardas y metedores como nadie; que finge el capeo con el trapo de sus sayas; que gallea, cita al torillo, entra y sale en jurisdicción, pone arponcillos siempre rematando y sin enfrontilarse ni quedando en embroque, sino cuando lo quiere y es su gusto; que llama los pollitos como la clueca moñona, que llamaba uno y salían veinte.»

—Y yo cacareando (añadió entre renglones el Sr. Poyato, dando a su gesto, siempre en sonrisa, cierto gracejo de endiablada galantería, paseando de nuevo la vista por todo el concurso, como pidiendo venia y asentimiento): y yo cacareando, —repitió relamiéndose.

Pero considerando que tal exclamación no concordaba bien con la autoridad y severidad del acto, apagó el resplandor de regocijo lascivo que asomaba en su rostro, y prosiguió al momento, alzando la voz para hacer olvidar su desmán:

«Y se declara asimismo que da las pavitas de Roma como paje de Cardenal; que su paso es callado, corto, cuco y cortés, pulido, prusiano, perdido y puntero, según y conforme es útil y se necesita al caso; que su cuerpecillo es tunante, picarillo, muy pitero y con mucho gancho en la retrechería; que en el cuneo parece que va al calacuerda, y que es sonsacador, provocativo, cudicioso y con mucha juerza de chupe; que hace la tijera con soberano poder, como en flábica de cravos y capaz de cortar a cercén la cabeza de una criatura, y esto aunque tenga turbante; que tiene el mareo muy suave, y que no hay más que tenderle la manta; y por final y postre, se afirma, falla, sentencia y ratifica que en la sota de bastos es para matarla, y que en el remangue parece la Rial de España que iza bandera; que en la culebrita y sierpe enreda y ciñe al prójimo por la cinturilla arriba con los huesecillos y coyunturas, y que si se regocija y rebulle y toca a aleluya, parece sábado de gloria que hará repicar todos los campanarios del mundito y disparar todas las baterías del sentiiiiido.

Se le previene a la dicha bailadora que de hoy más se tenga por tal serrana líquida y trianera recocida, haciéndose guardar las franquezas y privilegios de tal, sin sufrir cosa en contrario, mirándose obligada a vestir siempre saya corta, justillo ceñido y mantellina blanca o negra, cogida por la oreja con aire recio y de desenfado: se le advierte que ha de confirmarse el nombre, tomando el de Malena, Lola, Currilla, Trini, Carmela u otro por el estilo de nuestra propia cosecha y trapío, calendario y alminaque y martilogio, pues el de Virginia es de mal agüero y siempre acaba en mal, amonestándola que si toma D. Cuyo no se llame Pablo, que suena a bobón y para poco, sino que se nombre Paco, Goro, el Chano, Jusepón, Tobalo u otro así, que con los de esta laya podrá accidentarse, pero nunca ahogarse: se la hará entender que por su buen derecho, propia autoridad y saludable efecto de esta declaración, puede andar y caminar sola por toda la jurisdicción de Sevilla, entrando como ama y saliendo como Reina en Torreblanca, venta de Eritaña, Macarena, Tomares y demás sitios famosos de este cerco de tierra, recibiendo agasajos, tomando yantares y desperdiciando bebía y licores, sin estar obligada a pago alguno de hostelaje, peazje y pontazgo, haciendo sobrada satisfacción con echar dos riales de sus movimientos, si es que se los piden y ella viene en ello por voluntariedad de su gustito; que tal ha sido, es y será siempre el privilegio y juro que en esta banda tienen los cuerpecillos buenos y recocidos. Cuando vaya a Mairena, Rocío y feria de Santiponce, será la primera en romper el baile, y será llevada y traída en las carretas endoseladas al lado de la médica y de la Mayordoma de la Hermandad; se pregonará y hará entender a todo hombre de camino, ya vaya franco o ya de carguío, que la dé grupas siempre que las pida, llevándola como en urna y bajo dosel adonde ella quiera y señale; pagándola el gasto, y siempre con mucho miramiento y muchísimo aquel, sin atropellarse en nada, y siempre por la buena; y si ella observa mano oculta y mar de fondo, que largue un bofetón de categoría y arremeta a la cara trayéndose leña entre las manos, y siga el camino, que si el terremoto arrecia y ella dice ¡favor a Carmela!, las aristas del campo se trocarán en jaurías de hombres como erizos, que la harán más sigura que en el Consistorio. Y se la amonesta que componga la boca en esto del habla, que por las malas compañas en que ha andado de gringos y de gabachos, suele tropezar y salen a medio bautizar las palabrillas; y para que en esto entre en ringla y pauta, se da comisión en forma al Solitario para que la arregle y concuerde la lengua como en tales casos acontece, encargándole al delegado que la ejercite y adiestre en la acentuación de la jota y en la pronunciación de aquellas palabras mayúsculas que son la llave maestra del idioma: que en desempeñar su comisión con buen fruto y lucimiento, adelantará en merecimientos mucho el delegado y se le tendrá en cuenta, y esto aparte de los emolumentos, gajes y adehalas personales que ella quiera satisfacer hecho el ajuste cuerpo a cuerpo, sin mediar chalán ni corredor. Y, últimamente, se manda que de esta ejecutoria y albalá de fallo definitivo, se saquen copias y testimonios, derramándolas por el universo mundo para edificación de los nacidos y cudicia de aquellos y aquellas que tengan buena sangre y quieran venirse a nuestra banda. Y se enviarán copias en pergamino a nuestros hermanillos de Jerez, los Puertos, Utrera y Cádiz, Córdoba, Málaga y Ronda, para que al propio tiempo de hacerse en la materia y de curtirse, la archiven en lugar correspondiente, poniéndolas siempre a salvo de las garfias de los señores de la Amortización, por si viene chubasco de supresiones, desarmes y esas cosas que andan. En fuerza de lo cual así lo dijeron y firmó el que supo en la ciudad de Sevilla, orillita del río, víspera de la Señora Santa Ana, de todo lo cual (y se destocó de nuevo el Sr. Poyato con aire de sumisión), yo el Secretario de esta Gobernación y de esta cámara doy fe.»

—Caterva de hombres y colmenilla de mujeres (dijo levantándose el Planeta mirando a todas partes): ¿os parece bien la relación y letra menuda del faraute Poyato, y si así es, admitís y tenéis por vuestra, para defenderla y matarse por ella como lobos rabiosos, a esa Pan de Cielo, antes Virginia y ahora llamada por nuestra confirmación y potestad buena y rebuena, la rubilla Carmela?

—¡Aprobado, y admitida y bautizada! (gritaron a una voz en diversas entonaciones las muchas y diversas gentes de aquella admirable grey). Todo aprobado, y más firme (añadieron) que las murallas de Cádiz y el Peñón de Gibraltar.

Entonces el Sr. Planeta dijo:

—Pues si así es, allá va mi firma.

Y metiendo mano a la faltriquera del calzón, sacó una tabletilla con mango de hueso, en la que de estampilla y de manera inversa había esculpido el nombre del presidente el hábil punzón y escoplo del carretero Penantes, muy ducho y perito en escribir, y, sobre todo, muy variado. En las nueve letras de la palabra el Planeta se encontraban seis caracteres diversos, y los que eran de la propia laya tenían la amena variedad de ser los unos minúsculos y los otros versales. El presidente sacó, en efecto, su sello, y con ademán de importancia y autorizado, lo cubrió de tinta, estampándolo en seguida en el papel, que reprodujo la firma el Planeta, cuya estampilla contempló con indecible placer por un instante aquel diestro pendolista. Después añadió:

—Tropa: llegad, jurad al uso del día, y firmad, que así ganaréis la vida.

Y así fue, que todos iban llegando y estampaban con mano ministerial, por lo vacilante, tales figuras y visiones, que a poco parecía el papel traslado fiel del arca de Noé, o trasunto de un cuadro de las tentaciones de San Antonio.

En tanto, cierto agradable bullicio y cierto sonoroso estruendo se parecía y oía por todas partes, y era que la orquesta se preparaba y el banquete no estaba lejos. En efecto: al lado de la vihuela maestra se iban colocando otras guitarras de menos alcance, una tiorba con teclado corrido, dos bandurrias y un discante de pluma, todo punteado y rajado por manos diestras e incansables por extremo. Dos muchachos manejaban los platillos engendrados con sendas planchas de veloneros; y un chicuchín que fue un tiempo de la banda del regimiento de Écija, y dando el tin-tan con la ayuda de cierto antiguo tamborilero de los batallones de Marina, ponían la corona al instrumental. Por el otro lado se estremecían platos y se trasegaban líquidos, se encendían las candilejas y faroles, y se quemaban candeladas y hogueras de San Juan. En algunas de éstas, sobre trébedes de hierro y en anafes muy pintados, se levantaba el goloso aparato de los pestiños, borrachuelos y buñuelos, viéndose aquí hervir el aceite como si fuese oro líquido, saltar y estallar allí la masa somorgujándose y bañándose después por los estanques de miel viva y rubia, y que todo después, en salvilla rústica, pero limpia, sevillana, iba a llenar los ámbitos de la mesa. En ésta se descobijaban y desmonteraban los hondos platos y dilatadas fuentes, que ofrecían de pronto, ora altos rimeros de pescados fritos, rubios como las candelas, los albures, las bogas, las lisas, las pescadillas y el abadejo, ora anchos mares de salsas apetitosas, en donde misteriosamente se embozaban los menudillos, la uña de vaca y de carnero, los tasajos de carne, los trozos de sollo y de pescada, y los restos de muchos habitadores de los gallineros y vivares. El tomate y el pimiento ocupaban lugar de privilegio, mostrándose, no en coalición mentida, sino en confederación y maridaje firme, perenne y sabroso con las entrañuelas de las aves, embutidos de sangre, y en frescas ensaladas y gazpachos, que eran como el rocío y lluvia bonancible de aquella zona tórrida de bebidas y de manjares. Los mariscos eran innumerables, pues además de varios guisos de ostiones, burgados, cañadillas y coquinas de morcillón, almejas y de la lapa, hechos y preparados según el recetario de Pedro de la Cambra, habían llegado por el vapor, y se mostraban allí, con su capa de grana, grandes escuadrones de cangrejos, bocas de la Isla, langostines y camarones, gran cuantía de conchas, caracolillos, búzanos, centollas y otra porción de llamativos y poderosos conjuros para alejar el agua y acercar el vino. En cuanto a postres, frutas, golosinas y chucherías, el abastecimiento no era menor.

A este costado se levantaba, como el balerío de las baterías de Matagorda, la pirámide de melones de Copero y sandías de Quijano; éstas derramando púrpura, y almíbar destilando aquéllos. Al otro, resplandecían en anchas canastas de caña y sauce altos montes de naranjas de los Remedios y Ranillas, o perfumaban el aire las limas acimbogas, cidras y limones, mientras que en azafates de juncos, diestramente pintados y aunados los colores, se dejaban ver la guinda y garrafales de la Serranía, los damascos y albarillos de Aracena, las cermeñas y perillas de olor y la damascena, la claudia, la zaragocí, la imperial y los cascabelillos de los jardines y vergeles del paraíso de Andalucía. Los confites, alegrías, roscos y polvorones de Morón se mostraban en un casillero muy pintado y adornado con papel de colores, brindando con cien géneros de frutas bañadas y garapiñadas, formando pareja con mucha especie de turrón de diversas castas y traza distinta, y con melcocha, mostachón, almendrados, melindres y merengues. La alcorza, el alajú y alfajor, entre pañizuelos blancos y en canastillos muy lindos, provocaban mucho el gusto por su golosa apariencia, que cautivaba los ojos al dejarse ver entre hostias blanquísimas de masa, tomando varia traza y figura, como sierpes, ruedas, roscas, espirales y otros caprichos, objetos y baratijas. Blanca mesa, limpia como un ara, que se parecía cual mostrador delante de aquel armadijo, brindaba, para irritar la sed en diversos calibres, copiosa munición de anises y grajea de opuestos colores y matices. En este género era de contemplar también y muy de ver, grueso pertrecho de azúcar rosada que se ofrecía por todas partes bajo la varía forma y nomenclatura de hielos, panales, bolados y azucarillos, que hacían mejor todavía y recomendaban más el agua cristalina pura y delgadísima de Tomares que se refrescaba al oreo del aire en los búcaros y alcarrazas, o que se ofrecía en el lujoso aparato de dos o tres aguaduchos que, ya iluminados y resplandecientes, adornaban todo aquel ámbito y cerco. La fiesta, el baile, los cantares y el bateo, todo tuvo principio al mismo punto, y el que ahora cantaba es que ya hubo de bailar, y se preparaba para dar en la despensa y bastimento como en real de enemigos, y viceversa, y todos así. El alboroto y algazara cundió por todas partes como pronunciamiento bien motivado, y los vivas, y las salvas, y el repique de los panderos y sonajas, y el trino de la prima y el discante, y el eco y dejo de los bordones, y los motes, los estribillos y las coplas, no dejaban vacío en el aire ni descanso a los oídos. De tiempo en tiempo se escuchaban estas palabras: ¡Bien venida sea la flor de la gracia! ¡Viva la rubia Carmela! ¡Ya es nuestra, como la carnecilla de vuestros huesos! ¡Hagásmola la Emperadora del aire y Condesa de toda esta tierra! La zambra en tal punto, se dejó entrar por las puertas del zaguán cierto pajecillo de pocos años, si de muchos harapos, y que si no mostraba gran riqueza en ellas, llamaba la atención por lo natural y fresco de sus libreas, que casi eran todas de cuero y carne, a pique siempre en sus movimientos de brotar y rebosar la ejecutoría de su sexo. El tal perillán, dando una vuelta sobre un pie como para jugar a la coxcojita, y teniendo presente sin duda lo del romance en quintillas de Moratín:


Hincó la rodilla y dijo.


—Si de aquí y de allá se ha congregado la gente de prosapia para coronar a la perla bailadora, ¿se le antoja también a este cónclave que arriben, vengan y lleguen de Cádiz y allende el mar, no la estrella de guía, ni los tres Reyes Magos, sino la estrella de las gitanas y los Magos y Reyes de los movimientos y circunstancias, para traer su feudo y tributo de adoraciones y contentamientos al caso que aquí se constituye?

La caterva iba, sin dudar en ello, a dar su asentimiento por los diversos diapasones que ya conocemos, cuando D. Poyato, emprolongándose desde su asiento y poniendo en feria de nuevo su figura, dijo:

—¡Pues no han de entrar! Y pido y suplico que se nombre comitiva y acompañamiento de buena acogida y recibir; que ella es, sin poder ser otra, la Dolores y su comparsa de Espeletilla, Enriquillo, el Granadino, la Mosca y demás zarandajas.

—¡Pues que entren! —dijeron todos.

Y entrando que entraron, se dejó ver de capitana y adalid la muchacha anunciada por D. Poyato: y en verdad que era ella un tipo acabado de su raza y su país. Bella y gentil en la persona, era su color soberanamente bronceado, y negros los ojos y rasgados con muchísima intención y fuego; el pelo no hay que mentarlo, negro también como el cuervo, y, como cíngaro, seguido y fláccido; la boca albeando con una dentadura de piñones blanquísimos; el talle suelto y ágil a maravilla, y los pies de la mejor traza, así como el arranque de las piernas, que, en lo que dejaron ver luego sus estalles y campanelas, pregonábanse de gran morbidez y perfecto perfil. En las mudanzas y vueltas de la rondeña y zapateado estuvo de lo más apurado que puede verse; pero en tocando que llegaron a los éxtasis y últimos golpes de la yerba-buena, las seguidillas y la Tana, fue cosa para vista y admirada, que no para puesta aquí en relato. Ello es que el Planeta, el Fillo y toda la asamblea, clamaron en unísono y conjunto: «que había mucho de novedad y no poco de excelencia en tal bailadora, todo de manera que la ponía y encimaba sobre cualquier encarecimiento, salvo, empero, si era en contraste con la rubilla Carmela, a tal punto aclamada y admitida por reina del donaire y de la gentileza, y quede esto, añadieron, así sabido y asentado.»

Por nuestra parte vamos al capítulo de los cantares, que en esto sí podremos adjudicarle el primer punto y merecimiento. Entre las cosas que cantó, dos de ellas sobre todo fueron alabadas. Érase una la Malagueña por el estilo de la Jabera, y la otra ciertas coplillas a quienes los aficionados llaman Perteneras. Cuantos habían oído a la Jabera, todos a una la dieron en esto el triunfo, y decían y aseguraban que lo que cantó la gitanilla no fue la Malagueña de aquella célebre cantadora, sino otra cosa nueva con diversa entonación, con distinta caída y de mayor dificultad, y que por el nombre de quien con tal gracia la entonaba, pudiera llamársela Dolora. La copla tenía principio en un arranque a lo malagueño muy corrido y con mucho estilo, retrayéndose luego y viniendo a dar salida a las desinencias del Polo Tobalo, con mucha hondura y fuerza de pecho, concluyendo con otra subida al primer entono: fue cosa que arrebató siempre que la oyó el concurso. Tocante a las Perteneras, son como seguidillas que van por aire más vivo; pero la voz penetrante de la cantora dábanles una melancolía inexplicable.

El tiempo andaba entre tanto, y el festejo se encendía cada vez más, y era que, como velada de Señora Santa Ana, todo el barrio de Triana, iluminado como una hoguera, cantaba, bailaba y daba perdidamente al placer y al regocijo. La numerosa y escogida cofradía con quien también nos hemos contentado y regocijado nosotros, para aumentar tanto rebato y estrepitosa alegría y dilatar más la hora de vivísima algazara que aquella noche trae consigo siempre en Sevilla, no tuvo más que trocar el sitio de su sesión, sacándolo de la casa consabida y traspasándolo al ancho ámbito del Arenal y cercanos huertos y melonares. Allí volvió a enredarse la fiesta, el baile y los cantares, dando también cada uno de por sí aventajada muestra por su persona Ezpeletilla y los demás continuos y familiares de la Dolores; sólo se notó que el poder central de la vihuela maestra se había debilitado mucho, puesto que aquí y allí, al son de otros instrumentos emancipados del centro común y en derredor de ellos, se formaban y aparecían otras ruedas y bailes, de donde se separaban en seguida otros grupos y corros menos numerosos, que al fin se apartaban y dividían todos en parejas silenciosas y furtivas, que iban a esperar el alba por debajo de los limoneros y olivares. Dejémoslas, pues, en tan beatífico estado, y digamos con el Sr. Poyato:

ALLÁ VA ESO.

Baile al uso y danza antigua

El príncipe, el señor, el bien nacido,
el galán y entendido,
el resuelto y valiente,
cogerá en el danzar gloria luciente,
que tan alta corona
grave autoriza, airosa perfecciona.

[...]

Danzan las aves en el aire vago
y en el salado lago
el bullicioso pece,
y el jabalí más trisca y se enloquece:
que en gozos celestiales
danzan las aves, peces y animales.

(Poesía antigua)


Bien así como tocábamos todos a los umbrales regalados de Navidad, así también llegaban al zaguán mío las señales de benevolencia de mis amigos. Mas cuenta que como en nada puedo valer, ni tengo pizca que dar, se guardaron muy bien de encomendárseme en la memoria con pañuelos de Barcelona, ni con regalillos de Andalucía, ni chucherías de Valencia, y mucho menos con esas golosinas apetitosas mejicanas y peruleras, que tienen por divisa el castillo y el león. Todo se redujo a tres billetes de diversas formas, aunque unísonos en la gallardía de la letra y finura del papel, que por contrarios registros me convidaban en una de las noches de Pascua para cierta diversión y sarao honesto y entretenido. El primer billete era de un honrado hortera, a quien conocí en la mercadería única de Jumilla, reino de Murcia, que aquí cayendo, allá levantando, ha formado muy gentil patrimonio entre los ingleses de Gibraltar y los españoles de las costas y fronteras. El tenor era el andante: «Mister Juanillo Paco Martínez y Fernández convida al honorable Don N. para un té, pudding y negus en la noche tal: se entonará The live the king, y se jugará un wisth, etc., etc.» —El segundo billete, que casi estaba en castellano, se relataba de este modo: «Le Chevalier Pedro Pérez Porras invita a Mr. N. al soirée que ofrece al círculo de sus conocimientos. La calzadura de balparé y el pantalón corriente o coulant.» —El tercer cartel, escrito en papel rico de Capellades y con letra de la más hermosa forma del maestro Torío, me decía: «D. Jorge Roberston, del condado de Essex, en Inglaterra, suplica rendidamente a Don N. que le acompañe tal noche en tertulia: el agasajo comienza a las once, y espera de la cortesía de su amigo no ser desdeñado.»

Por cierto que extrañan mucho estos billetes viendo que el más castizo y español lo es el escrito por el inglés D. Jorge; pero más se repararán y admirarán los oyentes y leyentes sabiendo que por curiosidad maligna o por mi natural disonante y exótico, admití el convite del billete más revesado y extravagante; esto es, el del caballero Pedro Pérez Porras, a quien no quiero defraudar en nada omitiendo la menor letra de sus nombres, prenombres y conombres. Llegado el día y hora, me envainé el vestido de terciopelo frisado que estrené en las juras de Carlos IV, y con mis piernas encanutadas me conduje faustamente a la posada del convidante, que, como otras de su clase, se conocen, por grandes y espléndidas, con el distintivo de Hoteles. ¡Qué idas, qué venidas, qué trasiegos del coche al suelo y qué revueltas del suelo al coche! La entrada se defendía con más contraseñas que la plaza de Figueras, y cada persona era avizorada, olfateada y examinada con más escrúpulo que fardo en almojarifazgo, o que joya de alquimia en mano de fiel contraste. En fin: vencidos tantos fosos y rebellines, me instalé gloriosamente en el recinto privilegiado del baile, donde ya vagaban alegremente damas y mancebos al son de ministriles y chirimías. Nadie pondrá en duda que si el caballero Porras convida malditamente en español, y si pone tarifa y pragmáticas de trajes para la entrada en su sarao, con todo eso es magnífico y suntuoso, no contradiciéndose lo rico a lo elegante y de buen gusto. Amén de esto, en siglo en que cada cual toma de lo ajeno lo que puede para sus goces y placeres, edifica sobremanera el ver a un buen hombre que gasta largo sólo en gracia y por fin de divertir a los otros. Esto lo encuentro sobremanera meritorio, por cima de cuantos modernos escritores digan y mantengan que todo cuanto el hombre hace es y lo ejecuta por interés propio o por egoísmo, lo que es igual mirándolo por ese lado. La calle de la Montera, las tiendas del Carmen, los soportales de la Mayor, y todas cuantas bujerías, embelecos y tiritañas se venden o toman al fiar en el ámbito de Madrid, se encontraban ambulantes y como con vida bajo mil formas, quier bellas, quier caprichosas, por el recinto iluminado de aquellos estrados y salones. Por más que digan filósofos tristes y saturninos que tanta beldad, que tanto amor, que tanto festejo y alegría no pueden despertar en la idea sino pensamientos severos y de aflicción, y por más que me canten la coplilla del Maestre de Santiago que dice:


Los infantes de Aragón,
qué se hicieron...


a mí no me la cuelan, que yo me dejo llevar del placer bonitamente, y, a pesar de todo, digo que no he de recordar ni la destrucción ni la muerte por los ojos de la cara que me pidiesen. Esta buena y alegre condición mía, no es sólo cuando me hablo y me solazo con dama que no pasa de los veinte y dos, sino que es igual aun cuando en la bulla y danza tercie con galanes y señoras cuya edad se signifique por tres cifras. En este baile hallé fisonomías que si levantara la cabeza, le fueran ciertamente muy familiares al señor Felipe V; pero ¿qué importa? El arte, el rus, los epilatorios, los cosméticos y mil específicos que casi tienen la virtud de la piedra filosofal, han inmortalizado aquellas pieles abadanadas, más que zurrador el gamito de Flandes.

Por entre aquellas turbas divagaba yo, oyendo aquí un requiebro, allá una cita, acullá un pese a tal, o por allí una maldición cordial a sendo marido importuno, cuando, al volver por un grupo de garzones y muchachas que se emplazaban para el rigodón, tropezaron mis ojos con aquel vejete despierto y parlerín, aquel erudito de la danza, que, si el pío lector recuerda, me dio la filiación del bolero con mucha salsa de noticias y curiosidades antiguas. Cogiome la mano afectuosamente, y díjome:

—¡Oh amigo mío! V. ha sido de los beatos y escogidos, de los predestinados por Júpiter, y señalados con bola blanca por la fortuna, puesto que lo veo en gloria y majestad, disfrutando de tanta delectación y encanto. Yo por mí (proseguía), le afirmo que si mis años copiosos me roban el gusto soberano de medir los pasos a compás, y moverme con medida y gracia, me desquito en lo que puedo, acompañando a mi dulce tórtola (pues laus Deo estoy casado), y haciéndola bailar en cuantas danzas, saraos, bailes y tertulias tienen lugar entre conocidos y amigos. Mírela allí (y me señalaba con el índex una linda mujer de veinte años), cual se columpia donosa y vistosamente entre los brazos de aquel capitán de guardias. Ello es que nada puede hallarse que llegue donde rayan las excelencias del danzado, siendo indubitable, según el sentir de doctores graves y emborlados, que la danza no es sino una imitación de la numerosa armonía que las esferas celestes, luceros y estrellas fijas y errantes, traen en concertado movimiento entre sí.

—Nadie negará (le respondí) que no venga ese arte de lo más alto y encumbrado que encontrarse puede, si, como V. dice, viene de las estrellas, y ya poco me falta para que crea que fue el sol el primer maestro de danzas que tuvieron los hombres.

—Caro amigo (me replicó mi viejo, y tomando el mismo airecillo suficiente de marras), cuál fuese el primer maestro o inventor de arte tan primoroso, es punto que admite opiniones, dividiéndose el campo autoridades de mayor y superlativo empeño. Celio Rodigino dice que Teseo, llevado de Creta a la isla de Delos, dio principio a la danza, adiestrando algunos niños en tal arte. Otros afirman que fue Pirro; pero esto, a mi flaco entender, debe entenderse únicamente de aquel baile que, por su nombre, se llama pirrichio. Algunos sienten que la danza tuvo comienzo en Zaragoza; pero no señalan autor a quien se le pueda pagar patente de invento, y así es esta opinión muy desopinada, bien que a la que yo más me atengo es a lo que dice Aldrete, que este nombre de danza se ha tomado de Dan, capitán que fue, cual todo el mundo sabe, de una de las doce tribus. A éste tal, echándole su bendición Jacob, le llamó Cerastes, y se llamó Dan Cerastes desde entonces, como primero que dio reglas a la danza, y esto es muy de hacer y creer, como a las décimas se les llamó espinelas de su autor Espinel, y otros mil ejemplos que se pueden traer, llevar, citar, aducir y anotar...

—No me lleve, por Dios (le dije), a esas abstrusidades de erudición, que de puro remotas pueden parecer gratuitas e infundadas, y véngase a terreno más llano y a región más conocida.

—Voy de un vuelo, —me replicó mi catedrático sonriéndose algún tanto, como dando algo de valor a mi ajustada observación, y siguió relatando así:

—Fuera prolijo, por cierto, si hubiese yo de referir las danzas peculiares de cada pueblo, y acaso tocaría en enojoso si quisiera comparar los compases, medidas y carácter de ellas con la condición y hábitos de las diversas naciones. En nuestra España puede decirse que, como en crisol en donde han venido a fundirse tantos pueblos y tantas razas y familias, se encuentran rastros, recuerdos y reliquias de las diversísimas expresiones que los hombres han adoptado para manifestar por el movimiento sus pasiones y afectos, ora temibles y sangrientos, ora afables y voluptuosos. En la jota aragonesa y en otras danzas de Cataluña y el Pirineo, se encuentra el compás, los accidentes y las mudanzas de los bailes griegos. En las provincias Vascongadas, y en esto camino de acuerdo con mi amigo Iztueta, vemos todavía y oímos en sus zorcicos y otras músicas marciales los destellos, ecos y reminiscencias de la música y de las danzas célticas e ibéricas. El crótalo, que por todas partes de nuestras provincias se revela siempre bullicioso, acompañando de diversa manera, aunque siempre airosamente, las actitudes de la persona, nos recuerda, en gran parte, los festejos con que el pueblo, del Lacio celebraba al dios de los jardines en los valles frondosos y apartados. Si damos un salto a nuestra morisca Andalucía, nos encontraremos allí con la desenvoltura oriental, restos de las antiguas zambras casadas acaso con otros bailes venidos de las remotas partes de entrambas Indias. Es verdad, amigo mío, que el diluvio francés que casi ahogó nuestra nacionalidad en principios del pasado siglo, puso en olvido, al menos en las clases elevadas, estas tradiciones de las costumbres y usos de nuestras diversas provincias. El insulso Minuet, el cansado Pasopié, el amable la Bretaña y otros pasos franceses, desterraron de nuestros salones los bailes y danzas de antigua alcurnia española, de que ya hablé a Vmd. en buena ocasión; pero el genio del país, que, como elástica ballena, se sacude y salta citando menos se piensa, sirviéndole de poderoso resorte el más leve motivo, tomó muy pronto ruidosa venganza, en cuanto al baile, de la invasión francesa. Fue el caso que un D. Pedro de la Rosa, maestro de danzas, y que viajó mucho tiempo por Italia, regresando a España con mayores conocimientos en su arte, se propuso reducir a reglas fijas de baile nuestras seguidillas y coplas octosilábicas. Se dio tan buena traza, en verdad, que las seguidillas y el fandango alcanzaron lugar y plaza en todas las funciones públicas, cerrándose siempre con ellos los grandes bailes, como ahora con la grecca y el cotillón. Puedo asegurar a Vmd. (prosiguió el viejo) que, si queremos calificar debidamente el fandango, no tanto debemos escuchar los propios encomios cuanto las ajenas calificaciones, porque han de ser más imparciales. Lea, pues, en las aventuras de Casanova, el juicio que formó de este baile al verlo ejecutar en Madrid en cierto sarao público, y sacará por el hilo de sus exclamaciones y entusiasmo las vivas y profundas sensaciones que hubo de probar, gustando con los ojos y con el alma aquellos éxtasis, desmayos, arranques y furores de la pasión y del placer, que forman, con el compás y la medida, y con las actitudes más apasionadas, la esencia y vida del fandango y demás bailes españoles. A fe, a fe, le aseguro, que si todavía tiene alma y vida nuestra nacionalidad, hemos de ver puestas a trasmano estas danzas extranjeras que ve Vmd. figurar ante sus ojos en este salón, resucitando, si es que ya existió, o creándose, si es que aún no ha vivido, alguna danza española viva, sentida, gallarda y apasionada, que dé al traste y ponga sello de olvido a tales bailes, que más parecen concurso de estatuas silenciosas que proceden, que no a damas y galanes que se solazan con muestras de gentileza y gallardía.

Aquí llegaba mi orador, cuando, terciando a la derecha y mudando conversación, los ojos fijos en aquella que llamó su tórtola, díjome:

—Más vagara por este punto, tan del gusto mío; pero mi amada consorte ha quedado viuda; es decir, que la dejó su compañero pareja, y voy a entretenerla mientras halla otra distracción más amena que la de vuestro servidor, marido suyo.

Se disparó de mí; fuese, pero detúvose al medio del trecho; revolviose para mí, y añadió:

—Vuesa merced se pierde de saber cosas mil, curiosas, así como de oír el romancete que principié de Brianda; pero si mi mujer logra un coloquio del caballero P. Pérez Porras, soy al punto con Vmd., pues le agrada a la muchacha por extremo su conversación y sus novelas. Las exageraciones y las novelas divierten mucho a las mujeres, ya que no por otra cosa, al menos por la parte que tienen de embuste y embeleco.

Gracias y donaires de la capa

Después de cuanto he dicho por mi cappa, aún la extrañas, y me preguntas que cómo pude por ella trocar la toga. ¿Qué mucho, si por ella tal vez se trocó el ceptro y la corona?

[...]

Puesta la cappa en los hombros, como no es cerrada, puede derribarse del uno o tenerse en ambos. Aunque se prende al coello, no le aprieta ni carga. No causa cuidado alguno de conservar fieles los pliegues. Fácilmente se toma, fácilmente se trae y fácilmente se dexa; con la misma facilidad se manda y maneja y con esa facilidad propia se adereza.

(La Cappa de Tertuliano, cap.V)


Dévese considerar que se podría el cavallero hallar con una de tres capas, o capa corta, o capa de luto larga, o ferreruelo: si se hallase con capa corta, sea capa terciada, que es mejor: y soy de parecer que no le ponga fiador al cuello, porque parece muy mal en la carrera.

(Ejercicios de la Jineta, por el capitán Vargas Machuca)


Muy de sobretarde entrábamos en Sevilla de vuelta de cierta partida de caza en Bollullos del Condado, seis compañeros alegres y regocijados, así por los buenos azares que hubimos en el monte, como por las pláticas agradables y un tanto chistosas con que logramos engañar las horas del camino. Al atravesar Triana, D. Juan, estrecho amigo mío, y que tenía su posada al otro lado de San Román, volviéndose a los de la camarada, les habló así:

—Para hacer recuento y partija de nuestros despojos venatorios, y refrescarnos algún tanto de la fatiga y cansancio después de despolvoreados, me ha encargado nuestro compañero (y me señalaba a mí como su faraute para esta ocasión) que ruegue a todos vosotros que entren en su casa, que la hallaremos al paso, en donde el solaz logrará aumento con algunas aguas heladas y conservas que nos servirán los insignes Capita y Puntillas, los dos fieles servidores del amigo Solitario, famosos por sus raras habilidades.

Los camaradas fueron contentos en ello, y a los pocos minutos entrábamos todos por la cancela de la casa mía, que se cerró sonoramente detrás de nosotros en cuanto entró por su garguero el cabo que cerraba la marcha, que lo fue D. Juan; pues yo me puse desde luego en la primera hilera para servir de guía y descubridor. Mis salas bajas se miraban regadas y preparadas al caso de aliviar el calor, el patio entoldado, los tiestos de azulejos, con pinos, nicaraguas y albahacas, adornaban el fresco círculo de dos fuentes, cuyos surtidores moriscos casi bañaban el artesonado con sus cristales, y ancha mesa enmantelada limpiamente y cubierta de agua de limón, naranja, nieve y dulces, y un aparador refulgente con la cristalería necesaria y dos grandes globos de porcelana, en donde retozaban y zabullían lindos peces de oro y nácar, traídos de los estanques del Alcázar, manifestaban bien que mis dos escuderos habían cumplido atildadamente, cuando no excedido, la letra y espíritu de mis instrucciones. Mis amigos fueron dejando sus ricas escopetas por los rincones que más a propósito y a mano se les parecían, y en otra mesa que se dejaba ver larga pieza más allá de la que se ostentaba de tal manera a la vista, fueron dejando descuidadamente las bandolas, los frascos, los polvorines, las astas con cebo y las bolsas de municiones. Después se fueron sentando o acaso reclinando por los sillones canonicales que de trecho en trecho se veían, o por las banquetas de zaraza y crin que decoraban todo el recinto. Despojados de los pañolillos del cuello, rociada la cara y bien oreados por el fresco ambiente que se respiraba en la estancia, nos pusimos al recreo del agasajo.

En tanto era muy de ver la buena diligencia, gracia y destreza con que mis dos continuos Capita y Puntillas desempeñaban su cometido, estando en todo, escanciando el vino y las bebidas, pasando las macerinas, sirviendo los bollos y bizcochos, y todo este tráfago y laboreo por la traza más singular de la tierra, pues Capita tenía terciada la capa, que, en verdad sea dicho, para nada le empescía ni jamás lo tropezaba, y Puntillas, moviéndose como una lanzadera vivaz y bien disparada, ostentaba en su boca allá hacia la región izquierda, y casi al cerrar los labios sus perfiles, un cabo de cigarro que, según lo bien y seguro que seguía todos los movimientos, no parecía sino que era parte integrante de la boca, y que no podía desprenderse, caerse ni enajenarse de su lugar sin previa discusión y consentimiento de toda aquella máquina humana. Aunque nadie se daba por admirado ni fijaba su atención sobre visión semejante ni traza tan extraña, consideré yo por conveniente darme por entendido de tal singularidad poco respetuosa, y así, desde mi sitial de rey de la compañía, alcé la voz, y dije:

—En verdad, señores, que por grandes que sean los fueros que la democracia práctica de nuestra Andalucía pueda dar y conceder a los criados buenos y antiguos de las casas, no creo que alcancen jamás a permitir la llaneza casi irrespetuosa con que este par de buenas maulas nos sirven y nos tratan. Por cierto que tal no esperaba yo del buen instinto de Capita, ni de la discreción de Puntillas.

Apenas hube dicho estas palabras, el primero de los interpelados tiró con desenfado y gentileza la capa en el rincón más próximo (el otro escupió el cigarrillo), y aquél, en tono asaz suave y de afecto, me dijo:

—Señor, nosotros (pues aquí tomo la voz y nombre de mi compañero) hubiéramos aquí desempeñado nuestro menester doméstico sin nuestros adherentes respectivos; es decir, yo sin la capa y mi camaradilla sin el cigarro, si en la mesa hubiéramos visto algún extranjero, o éste y aquel español llamado y aficionado a las cosas de fuera, o si tuviéramos ante los ojos a algún forastero o personaje extraño; pero en mesa y cónclave en donde toman asiento, y en ton y son de regocijo y algazara, D. Juan Ariurta, D. Félix Marmolejo, D. Alfonso Farfán, D. Carlos Sayavedra y D. Fernando Laso, reyes de Sevilla y gala y flor de la gente legítima de la tierra, creímos y tuvimos por cierto estar obligados a no abandonar ni la capa ni el cigarro, así por feudo nuestro como por gentileza de todo nuestro bando, ya que se va maleando, ahilando y corrompiendo de años acá...

—Tiene razón el señor Capita, amigo Solitario (dijo D. Juan); y puesto que la ocasión se presenta por el capote, y ninguna otra recreación se presenta por esta noche sino el ir por último a descansar en diez horas de cama los ocho días en que hemos fatigado esos montes y serranías, perdamos útilmente las dos quedan de aquí a las diez, oyendo como buenos discípulos y escolares, de boca de estos dos catedráticos, lo que se les alcanza y saben de virtudes y excelencias de sus dos respectivos e inapreciables muebles y joyas, a saber: la capa y el cigarro, que más fácil será para nosotros deprender estos documentos (añadió sonriéndose y mirándonos a los demás) que no los Vinios en Maese Rodrigo o la Universidad.

—¡Qué nos place! —exclamaron todos a una voz.

—Así sea, —dije yo acomodándome en mi sitial y echando una ojeada de comando a mis dos sirvientes.

Así sea, —dijeron sumisamente los dos, trayendo sillas para sentarse.

Y Capita, que era el más licurgo, después de bajar la cabeza como para ordenar su taravilla, levantó el rostro, y con una volubilidad maravillosa, comenzó a decir:

—A mí me llaman Capita por ser hijo de Capota, nieto de Capisayo y biznieto de Capazas. Mis tíos los apellidaron, por sus inclinaciones y habilidades, Capicuelgas y Rapicapas, con otros primos y entenados a quienes llamaban los Capotes, Capotillos, Socapas, Capuces, Capotines y Recapotados. Toda mi familia, pues, ha sido de los de Capirote, si es que exceptuamos a mi antetío Mendotiras, que engendró a Mendotirillas, a quien luego rompieron en Mentirillas. Éste fue padre de mi primo Mentirón, padre de Mentirazas, que todos han compuesto, formalizan y acolan genealógicamente en diversas ramas y descendencias, el árbol copiosísimo de los Mentirolas, Mentirolines y Mentiroletes que hace tiempos alcanzaron, y, aun hoy alcanzan, gran poder y valimiento en el redondel de España, singularmente desde que corre eso que anda desde 1843 acá; y de ellos muchos han sido ya diputados y casi todos ministros. Mi madre era también de la prosapia de los Capirotes, pues la llamaban Capelina, y no Clavellina, como malas lenguas dicen, y era hija de la Capisaya, prima de Capillera, sobrina de la Zurcicapa y más prima todavía de las Capiurdumbres, y Caperas, y Capoteras, y Capiagarras.

—Hijo, Capita (le dije yo); no nos capees ni capotees más; déjate de esos primores ociosos y trabalenguas, y no andes por caballetes de tejado; antes bien, vente por lo llano y liso, y cumple lo que ofreciste en cuanto a garbo, gracias y habilidades de tu capa, y Dios sea con nosotros.

—Pues adecuadamente voy camino de ello, sin tocar en rama (respondió Capita), sino que he querido y tenido por conveniente, previamente y con antelación, por mi ascendencia, progenie y casta de donde vengo, probar, demostrar y no dejar duda de que soy la mapa y el maestro deputado, sin necesidad de examen ni juramento, para hacer hablar siete varas de paño y valerme de ella en toda laya de apuros y aflicciones, y que la capa me es a un propio tiempo lengua que habla, gala que adorna, arma que defiende y el instrumento más pintiparado de que valerme puedo en cualquier fregado en que mi persona tome parte, ya sea por lo alto y encopetado, ya por lo entreverado y medianil, y ya por lo humilde, raez y rastrero. La capa es la concha del hombre, el arrimo del pobre, la medicina del menesteroso, el sanalotodo del enfermo, la guiropa del hambriento, el palacio del sabio, la estufa en el invierno o la garapiñera en Agosto, y en una palabra, la carne y pulpa del hueso que se llama hombre, y el tuétano del hombre, que aquí, hablando en poridad, es un purísimo, durísimo y malditísimo hueso.

—Capita, Capita (le dije interrumpiéndole); no te me vayas por esos trigos de Dios; amaina, amaina de tu tarabilla, y cíñete a lo que es justo y razonable. No queremos filosofías ni sutilezas, y sí sólo deprender de ti las posturas, aposturas y composturas que tiene la capa.

—Pues ahí voy derecho como saeta (repuso nuestro catedrático); pero tratándose de una materia tan alta y ardua, tan peregrina y extraña, puesto que no sé haberse escrito de ella tratado ni manual alguno, no ha sido fuera de propósito, antes de entrarme en harina, encabezar mi relación con algo de introito y de antezaguán: pero puesto que tales preliminares no petan ni parecen bien, allá los echo, y entro en materia. La capa, después de la hoja de la higuera, es la primera de la vestimenta humana, y por lo mismo, siempre que los pintores y escultores representan al Eterno asomado por cima de la bola batahola que llamamos mundo, nos le pintan con una capa pasada por los hombros. Después, cuando Noé se embriagó, la capa de su hijo...

—Capita, hijo (le volví a decir); deja esas erudiciones que a ti no sientan bien, y redúcete a representarnos aquí las lindezas, golpes, embozos y donaires de tu capa por el mejor modo que tú sepas, y nada más.

—Pues a eso voy (respondió). Y dejando aparte estas honduras, diré (prosiguió mi paralisdero) que la española es la legítima heredera por línea recta y de varón en varón de la capa venerable de los profetas y de los filósofos antiguos, traída sin embargo al uso común de la vida, según los tiempos y las circunstancias, sin afectación ni mojigatería. Al llegar aquí me opongo y protesto contra todo el que prevenga, sostenga y mantenga que la capa puede confundirse y tener paridad con el ferreruelo, el gabán, el capimonte, el albornoz y el manteo. Nada de eso, no, señores; cada una de tales prendas y vestiduras podrán tener sus excelencias y virtudes, y otros escritores, pues escritores hay para todo, pueden ocuparse en esas lucubraciones y que el diablo sea sordo, que en cuanto a mí, sólo me propongo explicar, enseñar, pintar y definir las galas, perfecciones, maravillas y portentos de la capa española, conservada en toda su pureza y esplendor en la ancha, rica, fértil, valiente, creadora, sustanciosa, arrogante y poderosa Andalucía, madre, maestra y señora nuestra.

Y al decir esto Capita, bajó la cabeza con cierta veneración y recogimiento. Después añadió:

—Y la capa, para ser capa, no debe llegar a los tobillos, ni quedarse por sombrero de los muslos, que el alargarse allá es achaque de hábito, y el quedarse por aquí es cosa de tacañería y prenda rabicortona; ni debe exceder de siete varas, ni recortarse hasta las cinco de paño, que aquello es embarazoso y de estorbo, y esto es perder la prosapia de capa y trasladarse a la estructura de mal capote. La capa, pues, para que obedezca hasta en sus mínimas y semínimas los pensamientos de quien traerla sabe, cual suele suceder al jinete con los caballos bien arrendados y embocados, debe estar muy hecha y ser algo manida, quiere decir, que su amo la ha de conocer por tacto, uso y costumbre de tiempo atrás; ha de ser cosa llevada y traída lo menos por seis meses, y que haya dejado el husmo y lustre de la tienda, que es como si dijéramos perder el pelo de la dehesa, y, en una palabra, debe haber pasado a ser mesmamente el tegumento y el pellejillo de la persona. En tal aliño y con tal son, ya la capa está acorde y a punto de cualquier mandar y volunto del hombre. Por ejemplo: aquí se ve la mía que no me dejará mentir.

Y dando gentil salto Capita hacia el rincón del aposento, nos mostró con cierto aire de vanidad su capa, teniéndola primorosamente tomada por el cuello, y levantando el brazo y aupándose después para que no besase el suelo.

La capa, en efecto, sin ser inválida, bien pudiera tenerse y jactarse de muy veterana. De pardomonte de Grazalema mostraba paño entre fino y treinteño y de a tres por púa; y muy suelta de haz y de envés, pregonaba a voces que era dúctil y muy fácil para ceñirse el cuerpo, adecuada para el emboce, y pintiparada para los pliegues y despliegues. Después del alarde y muestra que de su alhaja hizo Capita, dio una media vuelta, y la capa, como por encanto, vino a posarse suavemente sobre sus hombros, no de otro modo que el cimbel que anda revolando viene a reposarse en la pértiga, su habitual morada, cuando a ella siente llamarse por la mano amiga. Capita, sintiéndose bañado ya por su talar vestidura, prosiguió delirando así:

—Heme aquí, señores, con el manto real de armiños de todo hombre honrado. La capa apenas me muerde los hombros y, sin embargo, se cuenta allí tan segura como si se sujetase con dos escarpias, y vean qué gentil escarceo armo con los pies (y era verdad que lo armaba), y observen qué desenfado en los movimientos (y no engañaba en lo que relataba), y atiendan qué devanar de brazo (y era muy cierto que los movía como molinos de viento); y miren siempre cómo a pesar de mi danzar de cuerpo, esgrimir de pies y bullicio de brazos, me sigue siempre la capa, como la sombra al cuerpo, como el cuestor al contribuyente y como la cola al pájaro que vuela, sin desampararlo nunca. Si a la distancia de cincuenta pasos; si desde el tercer piso de cualquiera casa me disparan un trabucazo de siete varas de paño, es decir, me escupen a la cara, con la capa mía no tengo más que perfilar este movimiento (y hacía un quiebro y desguince inexplicable), y ¡zas!, sin mirar más en ello, viene la capa a abrazarse amorosamente conmigo, como si fuese mi segunda mitad. Así, pues, —y sirva de voz de atención—,esta es la posición natural de la capa.

Y diciendo esto, requería el cuello con ambos los pulgares de las dos manos, daba al cuerpo cierto aire galán y desembarazado.

—Teniendo esta lección bien presente, como que tal postura es la base y piedra angular del noble arte que profeso, entraremos ahora en la explicación didascálica de la capa.

—Didáctica querrás decir, Capita, hijo, —le interrumpí, oyéndole su disparate.

—Para mí, me repuso el maestro, tan disparate será lo uno como lo otro; pues yo lo que quiero decir, es explicación o enseñanza, y es más castellano. Siguiendo en mi discurso interrupto, —¡y cuidado que no gusto de interpelaciones!—, sentaré por principio que el arte de la capa se contiene en tres grandes secciones, mereciendo el estudio de cada cual de ellas la vida entera de un varón, sin excluir las hembras. Estas tres secciones en que se divide la ciencia, son la capa de rúa, la capa de toros y la capa de a caballo, abrazando todas tres el número de treinta y tres mil novecientas cuarenta y cuatro suertes y media y tres octavos, aunque en mi propósito no entra por ahora sino el hablar de la primera sección, que es la que enseña el arte de llevar y traer la capa en los usos comunes de la vida.

—Paso por esa triforme división, y hago la vista gorda sobre ese número excesivo de suertes, posturas y lances (dijo algo socarronamente D. Juan Ariurta, dirigiéndose a Capita); pero protesto contra esas fracciones de suertes, esos medios y esos octavos, que para mí son cosas de dislate, cuando no supositicias y arbitrarias. Y no me apeará de tal convencimiento si no se principia la explicación por los quebrados, ya que en cuanto a los enteros, ¿quién ha de tener paciencia ni posibilidad de escuchar una por una esa enumeración asombrosa de las treinta y tres mil novecientas cuarenta y tres suertes, y para cuyo conjunto ni aun se ha pedido la salvedad del error de pluma o suma?

Capita miró atentamente a D. Juan, como maestro que ve con compasión el sentido voto del escolarillo que no cree a pie juntillas los aforismos y preceptos, y dijo con severidad y magisterio:

—Hay sus fracciones en los lances de la capa, como tienen sus quebrados los movimientos del cuerpo. Va un amigo a tomar la rosa que está en el pechero de una mujer, y al tender la mano (y va de ejemplo) ve al marido, u otra bestia por el estilo, que le sorprende la intención, y el hombre se queda así (y Capita daba a las manos, al rostro y a la persona toda, cierta aptitud entre trágica y cómica); pues esto es quebrado de movimiento, porque no se perfeccionó la intención; se quiso, y no se llegó a la gloria... Señores (dijo, volviéndose con cierta impaciencia a los circunstantes): ¿no es esta la razón? Pues para acabar de ponerla de mi parte voy a dar fundamento de mi dicho, y quiero, antes de entrar en el menudeo de los treinta y tres mil novecientos cuarenta y tres lances, hacerme cargo del medio y de los tres octavos de la suerte de la capa. El medio justo y cabal en las suertes de la capa, es cuando un hombre va a pasar el río y se lo encuentra al endino con agua bastante para los taberneros de Madrid y de Sevilla; es decir, capaz de endiluviar otra vez al mundo. ¿Qué hace el hombre? Toma su capa, la dobla boniticamente, se la echa al hombro como las árgueñas de lego demandante (hay quien opina que si hay agua en demasía debe auparla a la cabeza), y pasa los raudales alzando los morros para no oler el fato del agua, que para un aficionado siempre es perjudicial y mal sano. Esta es media suerte, y nada más; porque si bien la capa va pegada al hombre, todavía no la ciñe ni cobija, ni entra el arte por ella en nada.

—¿Y los tres octavos, alma de Caín? —replicó D. Juan.

—Tenga cuajo, Sr. D. Juan, que, según sus preguntas y retrónicas (repuso Capita), debe ser D. Juan Clímaco. Tenga cuajo, y deme lugar para que me descarte de mis palabras, que no soy talego ni costal que vomita de una vez. Los tres octavos de suerte con la capa son los siguientes:

—Se encuentra Vmd., por casualidad y nada más, en casa de malas mujeres, en la tienda de un montañés después de las diez en invierno y de las once en verano, o, en fin, se mira Vmd. entretenido en mirar los pies de la sota o los corvejones del caballo en alguna casa de diversión a quien los mal hablados llaman garitos, y ¡zas!, llaman a la puerta... ¡La justicia! ¿Qué hace un hombre entonces? Si va a la puerta, está tomada por el piquete; si va al postigo, allí está el Sr. Lagrava, o el Sr. Gálvez, o el señor Campa; si se agachapa aquí, le husmean los alguaciles; si se escabulle por allí o por do quiera, me lo descubren o me lo aciguatan: ¿qué hacer entonces un hombre listo y corrido, y que tiene en su capa, no sólo su arrimo, su remedio, su redención, sino también sus alas? ¿Qué?... Abre la ventana de la trastienda o espaldas de la casa, siquier tal ventana estuviese a treinta estadios del suelo; abre la ventana, digo; salta en la ceja y borde de allá, arroja la capa muy rebujada y formando tornos y espirales con ella, e incontinenti, y súpito sanguino, se deja ir tras ella. La capa sirve de peana y sostén, y es como la nube de las glorias en los cuadros del Sr. Bartolomé, que no dejan desnucarse a los angelitos que van por el aire; la capa, digo, sirve de escotillón suave, de paracaída exquisito, de columpio apacible y aparato maravilloso, y máquina de descenso admirable, que, como el hombre siga bien la perpendicular sobre ella y no se me ladee a derecha o a izquierda, es cosa sabida, primero que siempre llega abajo, y como no se rompa las piernas del todo al todo, suele escabullirse, dejando a la justicia y a los señores de la policía con narices de tres palmos. Aquí hay tres octavos, sin llegar a medio de suerte, porque si bien la capa juega siempre en el lance, va siempre fuera de la persona del justeante, confinando con ella siempre y no llegando nunca hasta que tiene efecto el agradable caso de reunirse y consolidarse en uno el suelo, el diestro volador y las siete varas de paño. Queda, desde luego, sentado que en pizca alguna de lo por mí propuesto como doctrinal se encuentra nada que huela a supositicio o arbitrario. Pero, dejando esta vereda de atraviesa de los quebrados para volver al camino real y entero de mi comenzado discurso, diré: que la primera sección en la materia de las capas, se divide, naturalmente, en noventa y seis capítulos principales, que en cada cual de ellos se habla del manejo del susodicho mueble para alguna ocasión solemne y principal. El primer capítulo habla del paseo con capa al natural; el segundo de las gentilezas de ella; el tercero de los embozos, rebujamientos y retapados; el cuarto del manejo de la capa por el espanto; el quinto habla del manejo de la capa en ataque y defensa, el sexto trata de capa en faena y tarea; el séptimo discurre sobre la capa puesta en huida; el octavo habla de los engaños y arterías que es permitido usar con la capa; el noveno de la capa de camino; el deceno de la capa de amoríos y quereres; el onceno...

—Capita, hijo (le dije al ver semejante borbollón de doctrina); todos admiramos tu saber, el aparato científico de tus variados conocimientos, y más que todo esa feliz propiedad con que todo lo explicas; pero, convencidos como ya lo estamos de tu erudición capil, nos contentaremos ahora con que nos expliques algunos de los lances que se contienen en cada una de las admirables divisiones que tan elocuentemente nos has hecho, y bueno está lo bueno.

Capita, que entre sus muy muchas perfecciones contaba también con la virtud de una docilidad infantil siempre que el mandato concordaba con su voluntad y gusto, se avino al punto a mi indicación, y dando señal de asentimiento con la cabeza, empalmó el hilo de su historia con las siguientes palabras:

—Veo que las honduras no gustan, que las cosas de migajón y sustancia no alcanzan autoridad, y así, hablando volanderamente, diré que en el capítulo del paseo hay varias, múltiplas y muy curiosas posturas, ya por lo formal, solemne y de oficio, y ya por lo usual y corriente; y en cada cual de estas clases hay sus diferencias y especiales actitudes, porque el paseo de este alcalde o de aquella autoridad, en nada frisarse ni confundirse con las vulgaridades del menestral, ni con las gallardías de los hombres bizarros y de empuje. Hablemos con ejemplo, que es lo más instructivo y estomacal.

Dijo Capita, poniéndose en pie. Y tomando dogmáticamente la capa, se la pasó magistralmente sobre los hombros. Después añadió:

—Figurémonos que vamos a esta procesión, o que celebramos en aquella demostración de júbilo la inauguración de tal o cual ministro amigo. En el primer caso va la persona autorizada, o el ricote, o el sujeto de circunstancias, con gran pompeo, de esta manera (y se engallaba Capita como cabo de gastadores que marcha en el día del Corpus a compás regular); y dejando caer la capa naturalmente desde los hombros y sacando el antebrazo con el bastón de porra de plata en la mano, debe ir de tal guisa con aire señoril (y se blandía Capita de persona), mirando de esta parte a la otra, y si tiene gafas, es mayor la solemnidad, hiriendo el suelo con el bastón pausadamente. Si es el festejante un regular, esto es, un parte de por medio, debe ir con gran recogimiento, sujetando con el izquierdo (suple codo) el un embozo, y con la propia mano siniestra, recogiendo pulidamente la punta del otro embozo, dejando como por ventana rasgada al descubierto el diestro lado, y con la mano derecha sacando la vela por la tal claraboya, perfilando un tanto la persona, y volviendo la cabeza afectuosamente y con gesto melifluo hacia el santo de la procesión, ni más ni menos que los diputados de la mayoría se mirlan y engestan cuando de los bancos negros sale algún bombazo estupendo o una graciosidad asturiana. En una palabra: así, de esta manera...

Y diciendo y haciendo, Capita tomaba la actitud más regocijada y aviesa que puede encontrarse en las caprichosas imaginaciones del Boscho.

—La capa (proseguía enhebrando Capita sus disparates) abriga en el invierno y refrigera en el verano. La habilidad del hombre, es poner el punto en su punto: Señor, que canta la chicharra y se atufan los pájaros de calor, y, como dice el boticario, que el telómetro sube a treinta y cinco grados; pues en primer lugar, saco si me da la gana la capa de rúa, de tafetanes o de seda, y luego, volviendo los brazos atrás, me llevo con las manos los embozos, sujetándolos con cierto remangue gracioso; así, de esta manera, como médico que dice no quiero y pone las manos (y fingía los movimientos), y va un cristiano más fresco que la lechuga. Pues se le antoja al hombre ir con veinte y cinco grados y nada más de carbones; ¡toma! ¿y qué hace? Se ciñe la capa, pasando al siniestro el embozo del lado derecho, muy recogido el vuelo, y dejando al aire, galanamente el brazo de la terribleza (derecho quiero decir), y va así gallardeándose como iba por la plaza en lo antiguo el Sr. Pedro Romero, y ahora mismamente el Sr. Paquiro y el Chiclanero. Pues vamos a que quiere ir al temple del mes de abril circumcirca: se emboza así, con cierta holgura, de modo y de manera que pueda alzar el pico al viento o entornarlo según y conforme quiera, y no hay que decirle qué tiempo hace, pues va disfrutando la propia primavera. Pues vienen las sesiones de Cortes, es decir, que principian a llover sobre nosotros las contribuciones y las nieves como si fueran mal granizo, y se mira uno hecho jamón de conserva de Trevélez de purísimo frío: ¿qué se hace entonces? Entonces se aguza el cuello de la capa, que es como las orejas del caballo, y se encoge el cuello humano correlativamente (la encogidura aquí es permitida); se largan los rizos del vuelo derecho de la capa con gran brío; se da el boleo con muchísimo del rigor, y saca el hombre el hombro izquierdo a verificar el embozo; y así que éste llega a jurisdicción, aquel movimiento que venía de la izquierda se trueca de revés y gira de la derecha al contrario, y la capa, con el aire y violencia que trae, se liga, religa y ciñe al cuerpo tan ajustadamente, que queda el hombre como peón o trompo envolatinado por la cuerda de diestro muchacho. Recogido así el aliento y la capa con tal forma, si anda un aficionado tanto como desde San Pablo al horno de las Brujas a mil cien pasos por minuto, llegará jadeando como mastín en el mes de Agosto, aunque se haya venido a Sevilla toda la nieve de la sierra de Granada. Me sucedió a mí, y va de cuento, cierto caso aquel año de los fríos del año 30, que se helaba la candela en la chimenea, que prueba los calores que presta una capa jugada y ceñida por el estilo. Fue, pues, que me sentía todo morir de purísimo invierno y mes de enero, cierto día que de mi casa salí por dos pares de huevos de gallina inglesa (porque yo soy muy gallero) para echárselos a mi clueca. Tomé la mercancía, me embocé en mi capa, según la suerte ciento tres que acabo de explicar, y fue tal el hornito que me hice, que cuando llegué a mi casa ya habían cuajado los huevos, se empollaron y habían nacido los cuatro pollos y comenzaban a reñir. Bien es verdad que me detuve tres días en la Carretería con otros amigos, bebiendo mosto, sorbiendo vino, soplando ron y chupando rosoli, de tal modo, que, según inteligentes, nadie nos hubiera asegurado de incendios ni al 90 por 100; tan cerca estábamos de una ignición espontánea. Pero la gala de la capa está en el reñir, y en lo del comer por el espanto. Para reñir se pone la capa sobre la sangría del brazo izquierdo; se soslaya el cuerpo, se sacuden los pies y se mantiene en la mano derecha, llamada atrás, el mondadientes de Albacete o de Guadix, que no debe pasar de cuarta y media. Los pies en posición, la vista fija en la del contrario, llevando el escudo o rodela pañil de este lado al otro, saltando como una pulga para reparar el golpe que venga y dar el quite conveniente, pasando y repasando como una lanzadera de aquí para allá, de allá para estotro lado, apuntando a arriba y dando el saetazo abajo, amagando a la cara y metiendo hierro en el bandullo, y siempre la capa flotando como bandera en el aire, recogiéndose y dilatándose como serpiente negriparda; porque la capa, en tales fregados, debe tener tanta sapientiastucia, cuanta tuvo la serpiente en el paraíso.

Y Capita brincaba y se reparaba, y acometía y tocaba a retreta, siempre con la capa revuelta al brazo, acudiendo donde mayor era la necesidad, que se perdía de vista en sus movimientos para los ojos del pensamiento, cuanto y más para los de la cara.

—Ya con este picadero y enseñanza (prosiguió Capita), se puede comer por el espanto, trayendo a verdadero conocimiento y razón al picarillo que sea sardesco y vaya fuera de camino. Yo doy cinco de ventaja en palo y pinta al más pintado en esta materia. ¡Si yo fuera ministro allá en las Cortes de Madrid! ¡Cómo me guardarían el respeto los capataces de los gabachos y de los gringos! (aquí se enfurecía Capita como un verdadero diablo). Que el uno se quería meter en lo temporal y eterno, tratando malos casorios, y haciendo que se recargue el vino y que se pague más plata, me pondría en esta positura (y se abría de patas) delante de él, metiéndole la capa por los ojos, levantada en alto como debe estar el pabellón de España, y asestaría a los costillares con este alfiler que siempre me acompaña.

Y en esto blandía, en efecto, un ancho y luciente flamenco de puro acero, objeto artístico salido de las manos del tío Matute, de Tolox.

—Pues que el otro quiere que nos vistamos a su gusto, y que el azúcar se compre caro, y yo (decía Capita) me excusaría de tomar cartas en este fregado si la azúcar no sirviese, como sirve, en efecto, para el rosoli y la mistela; ¿y quiere el gringo darnos papilla por estas circunstancias? Me iría a él muy calladito y muy retrepado, ocultando mucho el hierro, le hablaría por la buena para que dejara habérmelas con el gabacho, y si no se venía a quereres y me alzaba el gallo, zafarrancho de combate, y le endilgaría cuatro puñaladillas ocultas que yo me sé y que no tienen quite, y no volvía el gringo a ver, no ya al Manzanares, pero ni tampoco al Tajo. Y todo esto se hace de esta manera.

Y Capita tomaba tales aires y daba tal ira al gesto, y movía los miembros con tanta agilidad, presteza y arte, que, en verdad, era cosa para imponer respeto al más atrevido, aunque estuviese municionado con un cañón de a 24.

—Pero como al lado de las valentías deben estar los amores, voy a apuntar aquí (dijo Capita) algo de los quereres y, del arrullar con la capa a las mujeres, antes de irme en la materia por esos mares adentro. Un hombre menos que treinteno en los años, de buen corte en la perpendicular de su persona, quebradito de cintura y ojito negro, y con garbo y saber en los movimientos, debe ser, y será siempre, cazador famoso y de grande acierto para esto de atrapar vivas, muy vivas, las inocentes palomas de quince a veinte abriles que entre celosías y verjas se muestran en las rejas y balcones, siempre que a su capa el caballero, además de gentileza, le dé todo el tilín y significación debidos. Cuatro rondas y paseos por la calle, y cuatro despliegues y embozos al enfrontar la reja para dejar ver la configuración del bulto, es el revuelo del cimbel que ya advierte a la individua del cual capítulo se trata, y es probado que ella nunca se equivoca, por lerda que sea. La danza armada por este son entretenido pide al momento el reclamo de la capa, que no debe ser menos eficaz que el canto de la perdiz desmachihembrada. Un embozo llevado a efecto desmayadamente dice que hay mucho del querer; tres pliegues y rebozos hechos con aire e impaciencia señalan que la dificultad apura; el terciar la capa y luego abatirla, es solicitar parlamento; el desembozarse y requerir el sombrero a renglón seguido con primor y dos dedos, es pedir celos; y si al requerimiento se deja el susodicho sombrero a medio mogate, ya es decir que habrá hollín, y largo. Si la paloma, a pesar de estas y otras amonestaciones y reclamos, no hace más que arrullar sin tender el ala, entonces se apela al remedio heroico de oxte y me mudo, que produce maravillosos efectos. Para esto no hay más que hacer el paseo de calle, y al emparejar que empareja con la reja o balcón, se acelera el paso, y desplegando un hombre la capa, lleva el embozo izquierdo sobre la derecha, que es lo que se llama trocar los frenos, y esta significación de cambio hay pocas tórtolas o calandrias que lo sepan o puedan resistir; que verdaderamente se atortolan y encandilan de modo tal, que vienen a dar en el señuelo y a entrarse ellas mismas de por sí mansamente por las redes. Entonces (dijo Capita), entonces... Pero al llegar aquí (prosiguió), no debo pasar adelante sin hacer mención de que en este capítulo de los quereres perdió la capa su más galán, gentil y entendido intérprete, no ha muchos años, en la persona de un bizarro caballero andaluz, y criado entre Córdoba, Écija, Cádiz y Sevilla, llamado tal de Saavedra. No ese que dejó de hacer buenas coplas para fraguar malas notas matrimoniales, sino aquel su hermano, garrocheador de toros y rendidor de caballos, si galán por la persona, la mapa y dechado de todo lo apurado y legítimo de esta tierra de Andalucía. Ninguno como él, señores, en esto de la capa para el arrullamiento, el reclamo, la notificación y el remate de los quereres. En fin, la presente compañía lo ha alcanzado como yo, y esto me excusa de encarecimiento; pero si relataré lo que le aconteció con cierta paloma blanca como la nieve, que moraba noblemente, y sin cuidarse de amores, en cierto sitio retirado y ameno de esta invicta ciudad. Ella era zahareña, esquiva y recelosa por extremo, y en vano empleaba el gentil caballero todos los buenos medios que la doctrina enseña para tales casos, sacando ora plumas de soldado, ostentando allá armiños de duque, derramando por aquí regalos y preseas, y afectando a veces elegancias extrañas de París, Flandes y Milán: todo era en vano, y la paloma manteníase encastillada y sola en su vivar escondida. Ni la capa en la silla jineta, ni la capa de toros (que también en ambas era extremado Saavedra), pudieron alcanzar de avecilla tan desdeñosa otra cosa que un tanto de atención, pero sin nada de reblandecimiento, hasta que a la fin y postre puso en obra aquel noble caballero los preceptos y doctrinas que acabo de exponer y comentar. Desde el primer punto principió a tomar cartas en el juego la hermosa avecilla, desplegando su plumaje al viento, ufana cuanto esplendente, volando y revolando por fuentes, prados y espesuras, y cuando quiso separarse, y retraerse, y decir nones y volvamos a empezar, de repente aplicó el astuto cazador la suerte del cambio del embozo, y con ella, ella se fascinó y la tomó el mareo y la fatiga del querer, y él comenzó a tener flux de sus amores, y treinta y una de mano siempre que quería y tendía la manta. Aunque bueno es advertir que aunque ella era paloma blanca, jamás dejaba su palomar, teniendo por lo mismo el buen cazador que ir siempre prevenido de una escala de seda, de modo que él subía, ya que no volaba, y subía en verdad como buen grumete. —Y como si al lado de la valentía han de encontrarse los amores, a la vera de los quereres deben crecer las tretas y los engaños, viene, pues, adrede y muy al justo el que toquemos aquí algo de los graciosos disfraces, embustes y embelecos en que, con utilidad del hombre, puede intervenir la capa. —Y no mencionaré aquí, por muy sabido, el lance del cautivo, que yendo a desbeber de sus aguas, lo están aguardando todavía, porque supo con su capa, sostenida con un bordón y coronada con el sombrero, formar armadijo y traspantojo que lo representase en efigie y biombo, por detrás del cual pudo deslizarse por la tangente. Ni tampoco referiré uno solo de tantos sucedidos, así de donaire como de enseñanza, que al caso pudiera traer, que diablos son bolos, y pudiera ser que allí donde yo quisiera ofrecerme como el ameno y divertido, diera en la flor de hacerme el impertinente y causar el hastío. Mas a pesar de tan buen propósito, búlleme el papo por decir algo, y allá va una historia peregrina cuanto cierta y verdadera, que demuestra de claro en claro, y deja ver por la trasparencia del cristal, que la capa ofrece un recetario poco menos rico que el que archiva la ciencia de gobernar hogaño, para esto de los embelecos y engaños, aunque acaso no tan chistosos ni de tanta rara invención. Sucedió, pues, no ha mucho tiempo, que unos corsarios berberiscos quisieron dar rebato una noche oscura y tempestuosa a cierto rico lugar de la costa de Granada. Al saltar en la playa, además de aforrarse bien con sus gumías, alfanjes y espingardas, cada cual de ellos, morazos membrudos y descomunales, tuvo buen cuidado de prevenirse con su capa española, negra o de color de tabaco, para recatarse y desmentir su prosapia y vestimenta, si el caso lo requiriese. El caso llegó, en efecto, pues los atalayas y corredores de la costa que divagaban por la lengua del agua, no tardaron en encontrar a los de la grey berberisca, que al punto vinieron en conocer el pícaro trance en que su mala suerte los había puesto, si de él no los redimía alguna buena traza. La feliz estrella que siempre acompaña a los malos, se las facilitó en el momento, y fue de esta manera: que un renegado de los del año 43 que iba en la gavilla, les aconsejó que ciñesen bien las capas y que con los cuellos cubriesen en forma de capilla las tocas y capellares, endoctrinándolos para la ocasión. En efecto: los soldados jinetes, en cuanto llegaron a razonable distancia y dieron la voz tan conocida del ¿quién vive?, preguntaron a renglón seguido ¿qué gente? Y entonces todos aquellos buenos encapados respondieron en coro: Semos jrailes japuchinos que vamos a japítulo, y avivando el paso y asentando decentemente su pintoresca capilla, logró aquella santa comunidad salir del peligro, y aun empleando otros engaños, y artimañas, y disfraces, lograron quedar en estos reinos muchos de estos que entonces fueron turcomanos, kurdos, moros y jalofes, y han alcanzado, a beneficio de la capa, quedar entre nosotros, y gracias a Dios los poseemos en cuerpo y alma, y mandan y disponen, quién por aquí, quién por allá, ora en Granada y Sevilla, ora en Galicia y Cataluña. —Pues vean vuesas mercedes, y entrando más en materia (proseguía Capita), de la manera que yo con mi capa asusto y empavento, como decía la Calderi, a los ministros de los ministerios, de cualquier gremio y hermandad que sean. ¿Son progresistas? Pues yo y otros muchachos nos ponemos a distancia por los cantones y esquinas, y blandimos las capas como en la suerte del abrigo y empollamiento de los huevos, las embozamos con el mismísimo aire, de aire vendaval, solo que levantamos el brazo derecho sobre la cabeza, y allí se arropan y enroscan en líneas espirales las capas, quedando los hombres cubiertas las caras, y presentando con tales corozas y capirotes de paño la propia efigie de los penitentes negros de Semana Santa en la procesión de Jesús de la Palma. Con tal disfraz piensan los ministros que ya está encima el tribunal de la Santa, o fingen que le temen, y piensan y arman el escarceo del Rosario de Cuevas bajas. En cuanto al ministerio de la otra banda, les entra el reconcomio más fácilmente, y por otra traza. Salen los muchachos de noche muy reembozados y muy recatados, con las capas por los ojos y los brazos por debajo, arqueados como cuando el barba Ramírez hacía los valentones en los sainetes, y se les ve venir, venir andando con pasos callados, y volviendo la cabeza de una parte y otra con muchísimo del cudiao, sin chistar ni rechistar, reportando el paso, y luego comenzando a la propia tarea; pues héteme aquí que el fuelle de esquina da parte al sayón del barrio, quien la da al cómitre del cuartel, quien la traslada al mayoral de los alacranes, quien al secretario, quien al jefe, quien al ministro, quien a los otros ministros, quienes a la turba multa y non sancta, y todos dan la voz, y todos corren la alarma, y todos chillan a grito en grito: «¡Ya están ahí, ya están ahí los pronunciados!» Y entonces... entonces comienza otro capítulo de la capa, capítulo que es el de las fugas, escapadas, huidas, evasivas y chapescas. —Y me opongo (aquí tomó aliento Capita), me opongo a que, al llegar a este trance, dejen los aficionados, abandonen, tiren y arrojen sus capas para huir con más desembarazo. Esto es contra toda regla y precepto. La capa no estorba para correr, que el patriarca José a buen seguro que él la dejara cuando iba a huir, a no habérsela empuñado aquella buena amiga de Putifar. Si la capa hemos probado que sirve a veces para volar, ¿cómo, y con cuánta mayor razón, no ha de ser parte para emprender y llevar a cabo una fuga provechosa, y aun de suma honra para el fugitivo? De provecho, porque la capa, bien llevada, ¿de cuánta rustiquez y gravedad no despoja y priva al palo o latigazo que dispara a las espaldas algún brazo bocheador y desalmado? Y de honra, porque si los generales supieran a veces llevar bien el embozo de la capa, ¿con cuánta decencia no podrían dejar el campo de batalla, así que la cosa calienta, sólo con embozarse y taparse la cara con siete varas de paño? Ahora no negaré yo que para esta evolución de la gran táctica se necesita ser maestro en toda regla, pues no hay nada de más fatal en las escapadas como el mal pergeño en las bizarrías de la capa. Por esto, como dijo el otro, debe tenerse siempre ante los ojos aquel verdadero axioma, la letra mata el espíritu vivífico; es decir, si la capa está mal llevada y sin la pulidez conveniente, se enreda en la fuga como culebra entre los pies, y después de mil bamboleos y estropezones, al fin se da el formidable talegazo, y el hombre es víctima: pero si el mueble cumple con las verdaderas condiciones de capa andaluza, y el hombre es castizo, siempre que corre se pira y se escapa, pues todo el método es el siguiente: afirmar las piernas, y, sobre todo, principiar con tiempo. —En las huidas hay tres entonaciones: las carreras, las escapadas y las chapescas. Las carreras son el pan cuotidiano del lance y como los primeros compases de todo baile público en las calles, singularmente en España. Muy poco curioso debe ser, y sobrado enemigo de los juegos gimnásticos, quien no disfrute de este ejercicio saludable siquiera tres veces a la semana. Si está en Sevilla, con irse a la retreta, a la Campana o calle de la Sierpe; si en la corte, con pasarse por la Puerta del Sol o calle de Carretas; y si en cualquier otro pueblo, con discurrir y vagar por la plaza o recinto a ellas inmediato poco después de anochecido, disfrutará indudablemente, si es que ya no lo ha disfrutado mil veces, o volverá a disfrutar de este agradable escarceo, y, según las cosas pintan, ha de ser el tal espectáculo muy repetido en esta temporada. No se necesita de gran escuela para la capa en esta suerte, que verdaderamente no tiene malicia ni trascendencia. Así, pues, no hay más que requerir bien el embozo, enfaldarse algún tanto los caídos, tanto con los codos cuanto con las manos, y apretar del cuarto trasero, y ahilar, ahilar, sin descomponerse ni alborotarse mucho para correr, porque estos son chubascos veniales que pasan pronto, o que, al menos, dan mucho respiro; mas esto se deja al buen arbitrio del interesado, porque si desde luego quiere correr a todo trapo, tiene carta blanca para ello. —En las escapadas ya es otra cosa, porque debe haber siempre e intervenir causa que caiga en pecho de varón constante. Las escapadas las pueden proporcionar, o las autoridades (método el más común), o los muchachos de palo y gorrilla (esto, aunque está dormido ahora, volverá pronto), o cualquier particular que tenga algo de afición a tal espectáculo y que sea algún tanto avieso. La autoridad que es amable puede proporcionar en verdad este espectáculo muy a menudo y sin gran desvelo ni desembolso: con hacer que los centinelas y guardias sacudan algunos mandobles a los estantes y trashumantes; con mandar disparar, siempre por la rasante para mayor inocencia, algunos tiros o balazos, o soltar por las calles aunque no sea más que medio escuadrón de caballería que vaya jugando a cañas y alcancías con la lanza en ristre o bagatela por el estilo, la cosa es muy para ver. Ahora se ha puesto al uso otra lindeza y gala, que es la de las partidas de capa; pero es método que pertenece exclusivamente a la invención, y por lo mismo es de la propiedad sola del ministerio de la Gobernación, que tantos bienes ha producido ya y promete. Este es método menos solemne, pero más sencillo y manuable que los demás todos. En cualquier feria, reunión o concurso van estos dependientes del ramo de fomento y de las mejoras materiales así muy serios, seriecitos en regla. Por antojo o improvisación comienzan a dar fomento en las espaldas del prójimo, a mejorarle las costillas al que ellos fallan por jibado o mal hecho, y se arma la danza más entretenida del mundo. Yo, a fe de Capita, siempre estoy en postura para la escapada desde la aparición de tal langosta. Y la flor es que como tal gurullada no trae insignia y distintivo, cuando acuerda el paciente ya está la granizada descargando. Decía cierto pobre francés, a quien por curiosidad lo entrecogieron en una de tales encamisadas y le solfearon soberanamente el dorso de su medalla, que los oficiales de justicia deben llevar la insignia de su ministerio, pues de otro modo no eran otra cosa que salteadores o bandoleros. Yo creo que esto es muy sin razón y, al fin, murmuración de extranjeros, y que tales amigos deben considerarse sólo como amables burladores, que a veces tienen chanzas y ocurrencias pesadas. Algunos muchachos han tomado la consideración del francés por donde quema, la han comentado, y de todo han deducido que quien carece de distintivo no tiene derecho a ser mirado como ministro de justicia, ni, por consiguiente, a ser respetado; y que quien sin tales requisitos se propasa a vías de hecho, puede y debe ser repelido con la ayuda de cualquier argumento que acabe en punta. —En cuanto a las diversiones de los muchachos, aguardemos a verlas para calificarlas, y vengamos a las escapadas que puede proporcionar o improvisar cualquier aficionado, por poca inventiva y chirumen que contenga en su magín. Hay, y pongo un ejemplo, un gran aluvión de concurrentes en esta o aquella calle, en aquel o estotro barrio, y se quiere muñir y algazarar la gente embebecida por la iluminación o por la música; pues no hay más que tomar este buscapié, aquel morterete o petardo, o alguna bomba de pólvora y papel, sujeta y religada con hilo embreado y muy fuertemente; ¡zas!, se pone en algún zaguán para que retumbe bien, si es que no se quiere situar, y es lo más provechoso, entre los pies de los divagantes y ociosos, aunque sean hembras, y ¡fuf!, se le pone algún tanto de fuego, cosa corta, así, una pizca, asunto de nonada y chirinola, que como la pajolilla prenda bien y el artefacto haga un traque barraque de a folio, verán ustedes estallar en carreras las gentes, y gozarán de una escapada legítima. Pero es receta de mayor efecto y más cordial la siguiente: Hay gran bullir de hombres y mayor rebullimiento de mujeres en alguna plaza, con mucho de yentes y vinientes, no pocos de salientes y entrantes y transeúntes, y algunos acorrillados y parladores, de manera tal, que parezca la calle suelo plagado de hormigas, todos atraídos y convocados por la curiosidad de alguna procesión, o el buen ver de alguna entrada triunfal, de las muchas que hay y ha de haber; pues bien: va y toma el aficionado un cabritillo, hijo de vaca y toro y que sea mancebillo como de cuatro o cinco años no más, y me lo suelta por donde más se angoste la calle y más se apiñe la gente, que como el animalito sea algo revoltoso y regocijado y comience a echar bendiciones con la cabeza, puede prestar rato de mucho gusto a los ojos y dar que contar y referir más a una lengua parladora y bien montada. Entonces es cuando se requiere de veras el arte de la capa-y en esto volvió a levantarse Capita, y embrazó su mueblaje de paño—. Entonces —prosiguió— es para cuando se necesita de la retentiva y del sentido, y del mucho arte; viene el bullicio y los rempujes y las arremetidas de esta parte pos, y va de ejemplo, y hay lugar para escapar: entonces se da un gentil arranque a los pies, embozándose antes por lo largo, de manera que caiga mucho el rebozo derecho, y con la mano izquierda se levanta el diestro, como si fuese ola de nazareno, y recogiéndola cuanto más pueda, sale escapado de esta guisa.

Y Capita, poniendo en obra lo que enseñaba, se embozó de tal manera y comenzó a correr por la sala a lo largo y a lo ancho y en todos sentidos, que no parecía sino legión de demonios; enfaldada la capa por tan buen estilo, que parecía servirle de máquina de vapor, que no de estorbo o impedimento. Parando de pronto, exclamó Capita, ya entusiasmado, enardecido y hecho un energúmeno:

—Pues en esta placeta y claro me encuentro al cabritillo hijo de vaca y de toro y mancebillo de cuatro a cinco años, que ha volteado a cuatro pacientes, y que con cada derrote llega a las ventanas del segundo piso, se mosquea y bufa, y viene sobre mí, y yo entonces..., entonces, así como lo siento y soslayando algo la cabeza, como en la suerte del abanico del señor Montes, comienzo a gallearle. Se viene sobre el lado izquierdo husmeando la tierra y rascándome los falbalaes con la cornamenta, ¡zas!, me cambio al costado derecho: se me viene sobre éste, ¡zas!, trastéolo al siniestro, y ¡zas, zas, zas!, le doy cinco pases, y al sexto, me pongo la capa, y...

¡Pesia a mi alma!!! Yo que me había hallado asaz tranquilo mientras duró la parte didáctica del cuento, no pude menos de alterarme algún tanto en cuanto Capita comenzó a pintar al vivo y natural las suertes y lances del galleo, y que lo veía pasando y repasando, y sacudiendode pies, y estallando de persona, todo cerca del aparador cargado de la pecera de cristal y de las cuatro jarras de flores de porcelana y demás ornamentos y curiosidades de la salvilla. Desde luego al primer ¡zas!, que correspondió ajustadamente al primer pase de capa, me pasó a mí por la mente el trabajo que iba a acontecer, y se me quedó pasado el corazón de cierto presentimiento quebradizo. Al segundo ¡zas! me boté sin sentirlo de la silla; al tercero quise hablar, y no pude, temiendo que mi voz apresurara el fracaso en lugar de evitarlo; al cuarto y quinto que cruzaron como relámpagos por mi mente, ya no vi nada, pues cerré los ojos para no ver el horrible cataclismo que amenazaba, y al que hizo seis... ¡ah!..., al que hizo seis, oí el verdadero y original sonido de donde se ha copiado en El Barbero de Sevilla el fragor y estrépito de toda la cacharrería que Fígaro destruye adredemente. Abrí al fin los ojos, y contemplé al pobre Capita enredado entre los travesaños del aparador, y que en medio del Mediterráneo de agua que formaba el líquido vertido y de los peces saltando en derredor, no parecía mismamente la ballena de Jonás, sino es que al verlo abrazado afectuosamente con su capa, pugnando por recuperarse y levantarse, no se le tomara mejor por algún profeta que sobre su manto quería hender algún río o brazo de mar.

Todos reían desesperadamente, y fue preciso seguir el ejemplo, y aun yo tuve que mejorar el juego con estrepitosas carcajadas. Capita, ya restaurado en su posición vertical, aunque algo doliente de este costillar y de la pierna izquierda, sin dejarse distraer por el encalle que había sufrido, y más enardecido y más en escena que nunca, proseguía:

—En cuanto a las chapescas que es la escapada elevada a la tercer potencia...

—¡Calla, calla, por Dios! Capita (le dije yo), no me disparates más, que ya estos señores, como yo, han formado juicio cabal y completo del arte que con tal habilidad y afición profesas! Empárchate si puedes esa pierna, embízmate esas costillas, y asordínate por ahora ese pico de papagayo o cotorra, que si la diversión ha de seguir todavía, Puntillas tu compañero será el que nos hará el gasto.

Fisiología y chistes del cigarro

Que forman brocado de una y otra haz, águila imperial de dos cabezas y huevo de dos yemas, con los donaires de la capa


[...] Hallaron estos dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaban a sus pueblos, mujeres y hombres: siempre los hombres con un tizón en las manos y ciertas hierbas para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta hoja seca también a manera de mosquete hecho de papel de los que hacen los muchachos la pascua del Spíritu Santo: y encendido por la una parte dél, por la otra chupan, o sorben, o reciben con el resuello para adentro, aquel humo, con el cual se adormecen las carnes, y cuasi emborracha, y así diz que no sienten el cansancio. Estos mosquetes o como los llamáremos, llaman ellos tabacos.

(Las Casas, Historia general de las Indias)


En cuanto a mi persona en cuerpo y alma, me llaman Puntillas, hijo de Puntales, nieto de Punzones y biznieto tataranieto de los Puntas y Collares todos, que han militado en el barrio de San Bernardo en nuestra universidad de Sevilla. A mi madre la llamaron la Puntera, hija de la Puntaalegre y nieta de Trespuntos, coligada por la sangre con las Poncelas averiadas de Osuna y con las Punterolas, Repuntadas, Estrechipuntas y Puntilames que vivieron en Cádiz morigeradamente en lo que cabe, en ciertas casas bajas de techo, pero de alta nombradía, que se parecían enfrente del castillo de Puntales, orillitas del mar y cerca del ventorrillo del Tuerto. Dejando a cada cual de mis abolengos que prueben y motiven de legítima y originaria derivación de sus apellidos, en cuanto a mí, yo sólo sabré decir que si en retintín mi nombre puede hacer son con los que muestra mi esclarecida alcurnia, todavía me supe ganar yo por mis propios merecimientos el renombre de Puntillas, por la singular afición que desde tamañito saqué de buscar, allegar y hacer caudal de todos los cabos, restos, trozos, pedazos y puntas de cigarro que por doquiera hallaba. Mientras otros mis compañeros de inferior edad y más bajos pensamientos se enamoraban con fe ciega, pero no con menor afición, de los pañizuelos, carteras, petacas, cartapacios y otras menudencias que se embozaban honestamente en este bolsillo o aquella faltriquera, sacándolos de su morada sin venia y beneplácito del Gobernador o Vicario, yo, dando por insegura, aunque muy sabrosa por lo lucrativa, aquella nueva especie de corso, daba en tanto modesto entretenimiento a mi filosofía peripatética, paseando, discurriendo y divagando por entre los trebejos de los cafés y tertulias, y por entre los andenes y lunetas de los coliseos y teatros, dando agradable cebo así a esta nueva clase de caza y montería. Mis despojos y trofeos de tal mariscar, así contaban con muestras de los vegueros, panetelas, regalías y ciento en boca de la Habana, como con retales de toda laya de Virginia, rehuz y desperdicio del Brasil y Prayapreta, retirándome casi siempre al reducido zaquizamí de mi chiscón con pañuelos colmados de estos tesoros. Todos ellos puestos al pique ya de sendas tijeras o tajantes cuchillas, triturados debidamente, acribados con limpieza y pasando por la hábil manipulación de mi buen ingenio y arte, ofrecían agradable materia para los inteligentes, que se embebecían de placer saboreándola en los pulcros, lindos y encanutados pitillos en que yo me la sabía embutir y acomodar. El buen crédito de mi mercancía aumentaba el de mi persona, y ambos valimientos me alzaron a mayores, y comencé a verme de mano a mano, de una parte con los saboreadores del humo, alias fumadores, y de otra con los tratantes y traficadores, así marítimos como terrestres, del precioso fruto de la Habana. Yo, que en todo quiero tener suficiencia razonable en lo que trato y contrato, para alcanzar autoridad, no sólo para con los otros, sino también para mi dignidad propia, me propuse adquirir idoneidad exquisita en tan curioso y enrevesado ramo. Puedo decir, en verdad, que si daba feria a la mitad de mi mercancía, de la otra mitad era yo mismo el más goloso consumidor, pasándome las horas que no empleaba en mis excursiones y manipulación, en quemar agradablemente mis propios pitillos entre los labios, dormidos casi los ojos en soñoliento placer, y viendo desvanecerse en el espacio, bien de la Puerta de Tierra viendo jugar al sacanete y parar, o en los garitos y casas de gente buena, las espirales caprichosas y azuladas del humo que se columpiaba y perdía mansamente. Aseguro en mi conciencia, que si en los tiempos del Manco de Lepanto hubiera estado, cuanto lo está en el día, puesto en práctica y corriente el uso del tabaco, las trazas del señor Monipodio hubieran sido más fértiles y adecuadas, y más listos y avisados habríanse dejado ver aquellas dos figuras de los señores Rinconete y Cortadillo, que tanto nos edifican, sin embargo, a los que en siglos posteriores y menos afortunados seguimos su santo ejemplo, con más devoción que fortuna, por esta Tebaida de Sevilla, Cádiz y otras partes, sin excluir a Ceuta. Cuando un hombre de sangre regocijada en las venas y con algo de chirumen en la cabeza va bebiéndose sabrosamente el espíritu de un cigarro, no haya miedo que le asistan sino pensamientos de grande alteza y utilidad, siendo mucho de notar que estos pensamientos crecen de importancia conforme el holocausto se va consumiendo, de manera que, al llegar el cigarro a la cola, presta al fumador la mayor inteligencia posible, y se la monta, hablando con perdón, a la quincuagésima potencia. Para mí esto es tan cierto, que cuando Colón resolvió la posibilidad de un nuevo mundo y Hernán Cortés decidió la conquista de Méjico, si es que entonces no estaban ya en uso los cigarros, algo sin duda se chupaban entonces, y no era el dedo, que es justamente lo que nosotros nos chupamos en la cuestión agradable que estamos viendo entre ese mismo Méjico y los Estados Unidos (severos moralistas, como todos conocemos).

Esto os hará conocer, señores míos, que este chupe del chapamiento del cigarro va por encontrado camino, en cuanto a resultas y efectos de la chupandina de las sabrosas salsas y suculentos bocados que en otro tiempo era prebenda de cierta gente que ya pasó, y que hoy disfrutan mutatis mutandis, y todo es igual; los que han entrado en el goce y disfrute de las medias provincias que poseían los Cartujos, Benitos, Bernardos, Jerónimos y demás amigos. Esta chupandina, según el decir de las gentes, daba crasitud a la humoración, prestaba obesidad al cerviguillo, pereza al entendimiento, tardanza imaginativa y mucho trastrueque en las funciones del entendimiento, al paso que el regalado chupe de un cigarro despabila los sentidos, aviva el ánimo, regocija el alma y la sugiere los pensamientos más sutiles y los medios, no por ingeniosos menos adecuados, para llevarlos a provechoso cumplimiento. Esto es tan cierto, que cuando yo, recostado en el respaldo de alguna silla, veía entre cuatro amigos que echaban un resto a primera, al golfo o a la flor, o cualquier otro juego de envite y azar, jamás dejó de ocurrírseme el servir de atalaya y vigía de aviso para mi camarada de enfrente. Mi puntilla o cola entre los labios, trasteándola acertadamente, y con clave convenida, desde el diestro al siniestro entrecijo de la boca, marcaba, con más seguridad que la hora del reloj de San Pablo, los puntos de mi facistol, desde veinticuatro al treinta, o lo que a bien venía o el caso requiriese, sin omitir su santo y contraseña para esto del flux u otros naufragios semejantes.

Aquí llegaba el doctor Puntillas, que con las buenas gracias y feliz aplicación del chiste de sus cigarrillos nos había hecho asomar algo de sonrisa en los labios, cuando yo, queriendo zaherir en algo al antiguo interlocutor, apellidándolo en forma, le dije:

—En verdad, Capita, que para otra ocasión debes tomar ejemplo de tu amigo Puntillas, si has de repetir el encomio de los donaires de tu capa. He ahí una relación lisa y llana, no falta de novedad, y sin esas escabrosidades de erudición, citas y apostillas que hubieran hecho insoportable tu discurso, si mi autoridad y buena razón no te lo hubieran hecho chapodar y talar con mano airada, y aun todavía fuera inadmisible entre gentes de menos indulgencia que nosotros.

—Alto allá (dijo Puntillas); que esa razón, si puede tomarse por reprimenda a mi compañero, puede considerarse también como invectiva a este mi romanzado tan por liso y raso, y tan poco empavesado de las flámulas y gallardetes de mi mucha letra y sabiduría.

—No he querido yo, buen Puntillas (repliqué), poner en duda la certeza de tus peregrinos conocimientos en la materia...

—Pues al buen pagador no le duelen prendas; y nadie a mí me pisó la cola, ni rayó más alto que yo, ni me ensalivó la oreja, y por mucho menos en esto de los decires y de la conversación por lo pintado y lindo, porque a mí me llamaron pico de oro, devano palabras por madejas, y sé más casos y sucedidos que D. Pedro de Portugal, que corrió las siete partidas del mundo, y tengo más respuestas y acertijos que la doncella Teodor. Acaso vuesas mercedes me miren como fumadorcillo de aguachirle, romancista y sin matrícula ni título, y supongan que no cursé, ni por tiempo conveniente, ni con maestro autorizado y de nombradía, la materia que trato y contrato, y en la cual soy doctor de a claustro pleno, y no de los de tibi quoque.

—No te sobresaltes (iba a decirle yo), querido Puntillas, —cuando, reforzándose de palabras, y atragantándose de razones, prosiguió con rabiosa grandilocuencia desta manera:

—Porque, señores, soy doctor de cuatro borlas, celeste, rosácea, morada, verde, y maestro en artes además, en este arte liberal del tabaco y cigarrillo, y nadie que en algo estime su honra será osado a entrar en oposiciones conmigo. En cuanto a medicina, me sé de coro las condiciones, virtudes y calidades de esta planta, sus especies, sus nombres, si es buena o nociva, si aprieta, si laxa, si chupa, si escupe, y demás menudencias. En cuanto a teología y derecho canónico, ¿quién como yo podrá decidir las interesantes cuestiones de si el cucarachero por las narices o el habano por los labios y fauces quebrantan el ayuno natural o formal? ¿Quién establecer la diferencia del por qué el polvo puede absorberse en el templo y el fumar ni por las nubes? En cuanto a lo de leves, vuélvome el Salcedo de contrabando, pues hombre que, como yo, ha asistido a veinticinco alijos por semana, siempre con permiso competente de la autoridad del ramo, que ha sufrido cuarenta causas y treinta y dos condenaciones que ninguna he cumplido, que da un oscuro al lucero del alba, y que, de antubión y por la tremenda, sabe entrar dos corachas del brasileño por ante las barbas de tres partidas y veinte cuadrilleros, bien se le puede tener y fallar por perito rematado. Pues en cuanto a su historia, genealogía y prosapia, ¿quién es el atrevido que alzárame el gallo en esto del tabaco? En la Isla Española lo encontraron en uso los españoles, que, como gente de gusto, lo adoptaron como cosa propia y de casa, y para mí tengo que ha sido el único útil que hemos sacado y adquirido por la conquista de las Indias; porque en un país en donde ni los unos ni los otros, ni éstos ni aquéllos, ni ahora ni entonces, ni blancos ni colorados, ni chatos ni narigones, dejan de estar quedo el menor tarín o ardite en el bolsillo del pobre, ¿qué otro mejor alivio sino el tabaco para este hombre libre, que mata el hambre, que alivia la sed, sin pan, sin viandas y bebidas, y que viste de gala al más haraposo, aunque sólo posea un manco taparrabo? Por ser para tanto esta ínclita hierba, o, por mejor decir, sirviendo para todo, fue, sin duda, por lo que la nombraron y denominaron por tantos nombres y apellidos. En la Española la llamaron cohuva, en Nueva España pisciel, en el Perú sayre, y en Brasil peto;: en Europa, unos la llamaron nicosiana, de cierto quidam llamado Nicot, que en la embajada que de Francia trajo a Portugal en tiempo del rey D. Sebastián tuvo conocimiento de esta hierba, y tomándola consigo la connaturalizó en Francia; otros la llamaron hierba regina o de la cruz; aquellos, vulneraria; estotros, piperina; pero los españoles hablamos, y la llamamos tabaco, y efetá; con tal nombre quedó bautizada para in eternum, porque los nombres que han de vivir los ha de dar la gente de más autoridad.

Viendo yo que Puntillas se me desquebrajaba en erudiciones y noticias peregrinas, quise meterle el capote, hablando técnicamente, y llevármelo a otro terreno de más amenidad; pero él, desentendiéndose de mis llamadas, prosiguió así su trasiego de palabras:

—En cuanto a los autores y encomiastas que han tratado de esta hierba portentosa, no quiero hablar en demasía por no aridecerme las fauces y tener que remojar la palabra (y por aquí no hay vino), y así, dejando a Marradón y Eduardo Vestonio, sólo citaré la famosa Tabacología de Juan Neandro, en donde, además de darnos en estampa tres especies, enumera diez y ocho clases de tabaco, de otras tantas provincias que lo producen, ofreciendo mil pormenores curiosos, y revelándonos mil secretos más curiosos todavía sobre planta a quien sólo el trigo le puede ser émulo y rival. Y esto en cuanto a escritores extranjeros; pues si hablarnos de los españoles, es cuento de nunca acabar, amén de haber sido los primeros que dieron a conocer el tesoro escondido del tabaco. Las Casas, Oviedo, Juan Fragoso, Nicolás Monardes, Acosta, Cárdenas y otros ciento, ¿qué no dijeron de tan salutífera planta, habiendo alguno que llegó hasta entonarle himnos y cantares? León Pinelo examinó sus calidades nutritivas, hombreándolo, amanojándolo y emparejándolo con el sabroso chocolate. Leyva Aguilar, amostazado con tantas alabanzas, escribió su Desengaño contra el uso del tabaco, pues, como buen médico, opinaba que para chupar y tomar, había sendas cosas más preferibles que el tabaco. Monardes y Córdoba en sus Cualidades del tabaco...

Yo, al ver que mi Puntillas se me ladeaba de nuevo al mal camino, y que volvía a su remolino de palabras, de erudición y de citas, quise darle sofrenada y por el punto de la vanidad, si es que había de desviarlo de tan mala querencia, y así le dije:

—Todo el auditorio, amigo Puntillas, está pasmado de tu saber y doctrina; pero haciéndote gracia por ahora de noticias tan peregrinas, quisieran entender algunos de estos señores, que ya sabes cursan escuelas y arrastran bayetas, qué enigma es aquel que nos propusistes de doctores de tibi quoque, porque, o yo me equivoco mucho, o esto debe ser cosa de curiosa recordación.

—Este es punto (replicó Puntillas) que ha de ser muy del conocimiento de cualquier escolar. Ello es que allá en lo antiguo calzaba también universidad la ciudad de Gandía, en el reino de Valencia, que, como de regadío, abundaba también de esta clase de fruta; como todo en ella se hacía a costo y costa, acudían graduandos que era un portento para sacar por poco dinero sendos títulos y borlas; y como siempre ha sido principio de justicia que el poco dinero vale poco trabajo, de diez o doce candidatos se elegía quien al menos tuviese el uso de la palabra, y entraba y tomaba asiento en el acto, que no era poca fatiga. Los compañeros de trahílla esperaban en las afueras del general la conclusión de los ejercicios; y después, en pos del doctorado, salía el señor Bedel, y señalándolo decía: Ecce Doctor, y después, dirigiéndose a cada cuál de los estantes, añadía: Et tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque, y sacaba de tal manera una hornada de quince o veinte sabios doctores. Pues miren vuesas mercedes que si en las universidades ha caído en desuso tal método, no deja de tener aplicación, y yo creo que con utilidad, en otros institutos; por ejemplo: cuando en las Cortes se aprueban ciertas actas y se reprueban otras, según el color de estos o aquellos diputados, me parece que estoy oyendo al señor Bedel que dice respectivamente a estotros y aquellos: Tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque. —Pero dejando en baceta estas cartas que no ligan (añadió Puntillas), y volviendo al hilo de mi cuento, diré con dolor que ya no es el cigarro en autoridad y nobleza lo que alcanzaba ser en otro tiempo. Sin tabaco negro no hay verdadero fumador, señores, y el blanco, con su entrada en uso, ha trocado en vulgar y trivial por extremo aquella ocasión de boato y gala señoril de preparar, hacer y fumar un cigarro. ¡Qué diferencia de estos pitillos que como en haz de antiguos lictores se llevan en la faltriquera, a los aprestos que en otro tiempo eran necesarios para la noble operación! ¡Qué contraste entre la manifactura a que llaman fósforos ahora, con aquellas menudencias y cachivaches que in illo tempore llamábamos avíos! Entonces iba un hombre vestidode corto con su coleto y chupa, ya fuese de estezado, ya de triple, y el calzón de lo mismo con cenojiles copiosos y de colores, y al querer fantasear algún tanto en plática sabrosa con un amigo, se asentaban en par, ora en un poyo si la escena pasaba en calle o plaza, ora en este canto o aquel repecho si tenía lugar en algún otero o prado, y comenzaba la entretenida operación del cigarro. Recogiendo la rodilla siniestra y hacia dicho costado, ladeando sutilmente la persona, se alargaba la pierna derecha reposadamente, y con la mano se exhumaba la bolsa de lobo marino que abultadamente se dibujaba en el tiro del calzón, asomando el un cabo algún tanto por la faltriquera. Nacida al mundo, se desdoblaba sosegadamente la ancha colonia de veinte varas que la envolvía y religaba, y abriéndose de entrañas la bolsa, ofrecía primero el jeme de tabaco brasileño, su navaja roma y de cabo de hueso, su macillo de papel valenciano, el correspondiente pedernal con su adecuado eslabón y su golpe de yesca, ya de geta o ya de hierbas, amarilla como el azafrán. ¡Qué actitud aquella para picar el tabaco! ¡Qué tomarlo entre el índex y el anular de la izquierda, mientras que la derecha blandía el fierro y trocaba en rebanadas, de diámetro justo y cabal todas, el cabo del tabaco! ¡Qué aroma de higo bujarasol se percibía al restregar y moler entre las palmas aquel perfume oriental! En fin: en esto no cabe encarecimiento, porque ello es la pura verdad; baste decir que era el prólogo, la preparación y el introito (mundanidades aparte) del mejor rato posible que le es dado gustar a la gente buena. No hablo ni apunto aquello de envolver y dar ser al cigarro, de atravesarlo en los labios o ingerirlo a horcajadas en la oreja mientras se aprestaban los avíos, ni tampoco el herir del eslabón en la piedra, ni el soplo para dar alimento a la chispa cebada en la yesca, ni aquel volteo del brazo encendiéndola al impulso de cien garatusas en el aire, ni otras cosas más, que más son para sentidas que no para relatadas, realzada la operación con las pláticas sabrosas que todo esto salpimentaban. Yo diría que sin estos agradables coloquios habidos en trances semejantes se hubiera perdido enteramente la memoria de los empalletados de Gibraltar y de la guerra del Rosellón. Cuando un hombre regular, señores, se sabía procurar y proporcionaba tres rasques como éste, mutis, el día era pasado, y ya contaba su salario o jornal por devengado, como los quinientos sueldos de cualquiera hijodalgo de solar conocido...

—Amigo Puntillas (le dijo al orador un amigo de los allí presentes): oyendo esas descripciones tan sentidas y esos aforismos tan autorizados, me afirmo, confirmo y ratifico en que en todas partes en que hayas tomado la embocadura al cigarro, habrás sido el oráculo, el modelo, el dechado y la envidia de los fumadores, rindiéndote parias y vasallaje, proclamándote por su rey y señor natural.

—Así me lo tenía yo concebido y pensado (replicó Puntillas); pero la mortificación se encuentra siempre al lado de la vanagloria, el mejor jugador topa con su maestro, y quien más caballero se cuenta, hémele aquí que se encuentra rellanado en tierra. Rey de los fumadores me apellidaba el mundo, quiero decir Sevilla, y por emperador del tabaco me tenía yo en todos sus confines y aledaños, cuando cierto día me dio un tapaboca el más pícaro desengaño, llegando a confirmarme en aquello de vivir para ver, y ver para aprender. Señores: fue el caso que yo me estaba cierto día sobre tarde en la pescadería, atónito de tanto bullicio y tráfago, y ensordecido con los gritos y vociferaciones de los malagíes que pregonaban, de los regatones que aturdían, del charrán que cantaba, del comprador que extremaba su porfía, del almotacén que mandaba a voces, y de todo bicho viviente que a gritos se daba a entender, cuando reparé en cierto mozo peciguerol que expendía de su mercancía por el arte y maña más sutil que imaginarse puede. Ello es que con su balanza en la mano repartía libras a sus parroquianos con tal limpieza, con cercén y recorte tal, que allá iría un cuarterón cuando el marchante por su dinero tenía fundado derecho para recibir el cuarto de una arroba. Cuando algún desabrido o mal contento le echaba en cara la desconformidad del peso con la dimensión menguada del pez que llevaba, le replicaba con aire suficiente y tono decisivo aquel fiel contraste del género de la escama: «No hay que reparar en eso, señores míos; estos róbalos, salmonetes y pajeles, y estas lisas, doradas y merluzas (señalando así el género que vendía) están muy embebidas y en contracción; pero en cuanto sientan un poco el amor de la lumbre se desenvainarán por cuartas y se alargarán por jemes; la calidad encubre el bulto, y el oro, si abulta poco, mucho vale; andar y andemos, y hacer hueco y lugar para que otros disfruten de tanta conveniencia y provecho.» Me gustó por extremo aquel despejo y traza tan despabilada, pues era mozo como treinteno, embutido todo en unos como pantalones de terliz que casi le llegaban al hombro, con camisolín listado arremangado de arribos los brazos, con un pañizuelo pasado galanamente por la cabeza y saboreando un cigarro linterna en la boca, ni con más ni con menos limpieza que la que yo muestro ahora mismo en mis labios. Por supuesto, que desde que le eché los ojos dije para mí: «Este es un hombre;» pero no queriendo acelerarme, y para proceder con detenimiento, me acerqué al circunstante que me pareció más del caso, y le pregunté: «¿Quién es este mozo bueno?» Aquel hombre se me quedó mirando, y exclamó: «¡Cristiano!; qué, ¿no conoce al señor Lipende, campana gorda de los salientes, extremo y cabo del mundo del saber, y aguja sutil de todas las mañas y zancadillas del mundo?»Yo, sin aguardar más palabra, dejé a éste y me fui a estotro, tendiéndole la mano como de casa y de la propia familia, y le dije: «Serrano de la mar, puesto que yo soy marisqueador de la tierra: ¿se pueden saber los antecedentes y premisas de ese noble apellido que lleva?» Aquel mozo regular, conociendo sin duda ser yo el otro, me tomó la mano, y me dijo: «Yo soy el mentado Lipende; pero esta derivación viene ya desfigurada y corruta, porque el verdadero nombre es Libripendens, que por antigüedad preside y antecede a los famosos apellidos de los Mendozas, Ponces y Osorios, puesto que desde los añejos tiempos de Roma asistían mis antepasados con el Pretor para todo acto decente y de circunstancias en esto de justicia, conteniendo esto gran misterio y significación, manifestando que en todos los actos judiciales debe intervenir verdadera compra y venta. Los tiempos han venido a menos, y si imperios se han trastrocado, nada de extraño parecerá que el Libripendens de entonces sea el Lipende de ahora; todo al fin es cosa de pesas y balanza, de comprar y vender, y el cielo lo cobija todo. Entre tanto (prosiguió, así que observó lo mucho que me maravillaba la limpieza y arte de su peso), ¿quiere Vmd. comprarme una mosca que pesa dos libras?» Yo, señores, al oír tal desacierto, le repliqué diciéndole: «Señor Lipende: eso será alguna mosca morcón, imperial o de siete cabezas; porque ni en mis viajes, ni en las idas y venidas de los propios y los extraños, he visto ni oído cosa tal.» «Pues ahí está el caso (volvió a replicarme Lipende), que todo ello no es más que el buche de la mosquilla más raez y de petiminí que puede verse.» Él aquí (ya la había cogido al vuelo) echó una pesa de a dos libras en el un platiller, y en el otro arrojó con brío y desenfado el insecto párvulo, y con admiración y espanto mío, vi ahocicar y atropellarse la balanza de estotro lado hasta tocar al suelo, alzando la cola y las pesas, ni más ni menos que al zenit. Yo quedé extático y anonadado de aquel portento, y a no ser por mi contrariedad a toda idolatría, hubiera caído de hinojos, adorando aquel sabio vulnerador e infractor de las leyes de la estática y de la mecánica. Desde luego conocí que aquel no era hombre de los que llamamos grandes en el día y de los que necesitan de periódicos, romances y relaciones, que todo es uno, para ganar nombradía. Era un aficionado émulo de Arquímedes, un Newton que andaba incógnito por las playas y mataderos; pero no queriendo yo ceder tan pronto la palma de mis merecimientos, le dije al señor Lipende: «Yo abato mi bandera ante esas gracias y manosidades, si sutiles y curiosas, más útiles todavía, pero siempre me defiendo y mejoro en esto del encender y chupar de las colas, tusas, puntillas y cigarros.» Y diciendo y haciendo, comencé a ejecutar y poner por obra todo el manual y cartilla de mi práctica y escuela cigarril. Con aire bondadoso, y casi satisfecho, me miraba el maestro Lipende; y viendo que ante nosotros se parecía cierto anafe castañeasadero, de donde se desprendían ráfagas de centellas ardientes y fugitivas, que, a fuer de lentejuelas vaporosas, se extinguían por el aire, se volvió a mí, y habló de esta manera: «Señor Puntillas: la gala de fumador y el gracejo, los buenos toques, el acierto en las señales, el buen manejo, el continente y señorío en provocar el humo, el primor y todos los puntos y tildes del melindre de fumador, tienen su asiento efectivamente en esa persona; pero ¿alcanza Vmd. igual fuerza en la fuerza del chupe? ¿Sabe cogerla al vuelo, hacerla suya y arder el mundo entero, sin excluir las aguas y los mares, una chispa, un átomo, una minutísima parte del elemento caliente? Atienda Vmd. bien, señor Puntillas, y ensáyeme, imíteme y remédeme si puede.» Y diciendo esto, el maestro Lipende (que este es el nombre que desde entonces le doy), tomando en ristre con los labios el cigarrillo, salió escapado detrás de la centelleja de fuego más apartada que disparó el anafe, y con más acierto que el vencejo sorbe al mosquito, y con más tino que la paviota encanuta al pececillo que trasflora el agua, atrapó el átomo ardiente; y encanutándolo y embutiéndole en el ánima del cigarro, y moviéndolo allí con el bullir pruriginoso de los dedos, y cebándolo y alimentándolo, acreciéndolo con el chupe de mayor compás, amansándolo ahora, acrecentándolo despues, remitiéndolo luego para ensoberbecerlo más ahína, y volviendo la cara al cielo para tomar aire o volviéndolo de soslayo para tantear el viento, ello es que a poco vi trocado el cigarro (ya era anochecido) en una hacha de ocho pábilos o en antorcha que recordaba el incendio de los Pirineos en tiempos del rey Gerión. Desde allí (añadió suspirando Puntillas), hace el tanto de dos años que ando bebiendo los vientos, escopeteándome con mi cigarro en pos y tras la querencia de las chispas y centellas que estalla cualquier lumbrada, farol o braserillo encendido, y aún todavía me hallo en ayunas en lo de aquel primor que Maestre Lipende dibujaba cada y cuando se le antojaba y a mano le caía.

—Mucho diera (dijo aquel de los Farfanes) por tratar y platicar con ese doctor de los maestros, puntero entre los más principales, y endoctrinador de los sabios mayúsculos de Sevilla, según confesión del amigo Puntillas...

—Pues esa es la lástima (replicó éste, con voz doliente y afligida); ésa es la lástima, que Maestre Lipende no puede parecer aquí en este mismo momento, pues se lo llevaron al inocente engañado a Ceuta, y allá me lo tiene pérfidamente embebecido y como ligado cierta cartagenera, que malos sean mis pecados si pesa menos de veinte y cinco libras, y por más que el pobre hace por romper tales hechizos, por más que pide favor a Lima y ayuda a todas las sierras de la geografía y de la historia, sin excluir la del bendito San José, todavía gime y llora en su jaula, contentándose con pasear los ojos por las altas olas de dos mares y afincando la vista en las sagradas playas de España, esperando la libertad. Pero no hay plazo que no se cumpla, señores, y él vendrá aquí, y sirviéndole yo de lengua y faraute, les explicará al auditorio, que por hallarse un hombre paseando sobre una mula, aunque sea de otro o por dar gravedad específica a la especie y materia que se vende, no hay motivo para enlabiarlo por la buena, empapelarlo por la mala y enviarlo allende el mar. ¿Y qué haría de su persona en aquel ámbito aislado y triste el eminente Lipende, si no buscara el arrimo, el regalo, el consuelo y la entretenida recreación del tabaco y del cigarrillo? Aguardemos, señores, con resignación a que regrese de peregrinación tan peregrina, que ya nos ofrecerá, como fruto de sus meditaciones y vigilias, descubrimientos y aplicaciones de no menor donaire y utilidad que los de la centella volante y el del cigarro ensortijador. Allí mi buen amigo pondrá ahora a prueba y en provecho de su estómago trasijado, no con dos, sino con veinticinco vacíos, la facultad nutritiva del tabaco; ¡esa facultad que presta al fumador las propiedades de cuerpo glorioso!!! Vengan, pues, de todo calibre y dimensión, cigarros bastantes para formar un órgano de catedral, y con tal bizcocho y vitualla me ofrezco a tomar el asiento y manutención de un tercio de españoles, si éstos son de buen solar y prosapia. Y en la guerra de la Independencia, si no me miente la curiosa relación de mi hermano, algo más crecido en años que yo, se vio el caso (pues militó en ella) de que anduvieron él y otros quince por las fragosidades de Sierra Morena, huyéndole el bulto a los franceses en tiempo del Boqui o la Galpanta, sin más despensa ni repuesto que seis colas y veinticinco cigarros, y al postrer día, viendo que no quedaba por resto más que la última y más corta de las primeras, la encendió el que llevaba el tono y son de caporal, y bebiendo cada bocanada de humo, a compás se la inspiraba como saludador al más cercano, y éste al otro, y el otro a aquél, y todos a su vez, y tiempo hasta hacer rueda final, y vuelta a otro turno por consiguiente verdad, que y es fama, y por consiguiente verdad, que todos se salvaron, trayendo dos dedos más de unto sobre la enjundia y siete carniceras más de carne en el ruedo de su persona. Es verdad que algunos dicen que pasaron por ciertas manchas de ovejas o piaras de gozquecillos de San Antón, y que se traspapelaron algunos individuos de una u otra especie, lo cual no puede creerse, atendida la rigidez reconocida de aquellos perseguidos cenobitas. Por lo demás, ¡vive Dios del cielo, que el cigarro es el más peculiar distintivo de la noble llaneza española! ¿Qué señor de título irá en pompa y majestad, llenando la calle con su persona y perfumando el aire con el habano, que no tenga que retraerse y detener su andar al simple reclamo de un fumador de chupetín y sombrerete, que le demanda el cuarto elemento para encender su menester, quier pitillo, quier cigarro o tusa? Y que se mosquee el señorón, y quiera con una negativa subirse en los zancos de su prosopopeya o autoridad, que ya le mando su mucho de mortificación y su poco de contundencia en la curiosa escena que puede provocar. Este fuero y franquicia del pueblo español no es tan fácil de traspapelarlo y caer en su desuso como los que contienen y encierran los aforismos de ciertos añalejos que se irriprimen de algún tiempo acá. Diz que cierto caballero muy curtido en usos y costumbres extranjeras, quiso reformar la moda española, en cierta ocasión que, según el saludo ordinario, le pidió plática de cigarro un manolo chispero de nuestros barrios. El español modernizado, queriendo cumplir con la práctica al propio tiempo que manifestar su enfado, sacó su cuerda perfumada, la encendió en su cigarro, y la ofreció al postulante. Éste, conociendo la estocada y reservando el quite, tomó la mecha con aire socarrón, y encendiendo reposadamente su cigarro, al concluir sacó una tarja de a dos cuartos del bolsillo, entregándosela con la mecha al individuo atónito, que así se vio igualado con un habitante de la luna de los que zahuman el Prado en el estío con la cañaheja encendida. Pero, señores, si tales conocimien tos se necesitan en las ciencias naturales y exactas para fumar magistralmente un cigarro, ¿qué ápices, qué perfiles y qué toques no son indispensables en las bellas artes, en el dibujo, en la pintura y en la estatuaria? Para pedir candela, encender el cigarro, ofrecer el propio y otros primores por el estilo, ¿qué estudio no se necesita dar al escorzo de la persona, qué aire al talle, qué primor al cuerpo, qué movimiento a la mano y qué floreo y juguetes a los dedos que toman, pulsan, encuentran, confrontan, pican, halagan y ensortijan los cigarros, hasta que ha hecho comunión el fuego del uno con las tinieblas del otro? Ni un maestro de esgrima, ni un diestro en el danzar, deben ofrecer más hermosura y gallardía que el fumador en tales y semejantes trances; y no digo nada del primor con que deben despedirse interpelante e interpelado, el atildamiento con que se debe requerir el sombrero, ni el movimiento gentil de la cabeza, ni otros adherentes del caso, porque esto es más bien para pintado que no para dicho; y verbi gracia, y como para ejemplo, todo se verifica de esta manera.

Y Puntillas, haciendo y contrahaciendo cuanto dejaba dicho, hacía gala y muestra de la persona y movimientos por tal arte y manera, que, apuntando la risa en los labios, no por eso se dejaba de conocer que había mucho de donaire y no poco de gallardía en todos aquellos quiebros y accidentes.

—Pero, señores, todas estas ventajas, privilegios y utilidades del tabaco vienen a desvanecerse y a quedar en nada, si el cigarro no va encendido.

Y al llegar aquí, Puntillas hizo gala de su persona incorporándose, y prestó tal aliento al cigarro, que relucía como un ascua.

—Andar con cigarro a matacandelas, es andar, señores, en tinieblas. Se sube a hurto por certa escalera noruega a deshoras de la noche, temiendo hacer truco por alto con la cabeza y sin dar con el zaquizamí de la cita; pues chupe al cigarro; iluminativa al punto, y salva aquel inconveniente y da con el sitio del tesoro. Pues que a la una y no del día, pasea un galán la calle, en noches del revuelto noviembre, y aguardando alguna cédula, y no de confesión, oye el chirriar de la ventana; rechupe al cigarro; relámpago súbito, y ya sabe Doña Melisendra hacia dónde ha de enviar su papel y sus bisbises.

Y en esto Puntillas remedaba de una parte a otra con sus acciones la escena que ponía en tabla con la voz.

—Pues que el rival que a un hombre pisa el hopo y a quien se quiere sobresaltar, no da fuego, porque es blanco como las hostias; fuego al cigarro que se trueque en botafuego, y se le deja caer al descuido, con cuidado, sobre la muñeca y mano del paciente, advirtiendo antes el sacudir la ceniza, que como no resuelle con esta amabilidad, no hacerle caso y vendimiar su uva.

Y Puntillas hizo tan pintiparado y al vivo el caso, que si no retira Ariurta la mano, que era la más confín y cercana, le pone un verdadero botón de fuego.

—Que paseando con un marido (prosiguió Puntillas) nos encontramos con su enemigo íntimo (mujer in facie ecclesia), y que va en preguntas y respuestas con un tercero, pudiendo sobrevenir mucho hollín; sorbo al cigarro y disparo de siete torbellinos de humo, como de cuatro hornos de ladrillo, que oscurezcan, no sólo los ojos del paciente, sino el mismo sol, evitándose así algazara y cumpliendo con la obligación que todos tenemos de poner anteojeras a los maridos. Pero, señores (acelerando más su tarabilla, dijo el orador cigarril), ¿de cuánto no ha valido en paz y en guerra la entendida previsión de tener siempre encendido el cigarro? Si en hechos de paz he relatado dos, cuatro y más ejemplos de las utilidades del cigarro encendido, ¿qué no diré de los lances de diablos son bolos, bulla y zaragata y de a río revuelto? Aquel mi hermano el mayorazgo de quien ya relaté alguna hazaña, vean lo que puso en obra en uno de los rebellines de Torrero, en el sitio de Zaragoza, y viva Aragón.

Y aquí Puntillas, centelleando de ojos y afirmándose de boca y por fuerza chispeando el cigarro, se acercó a la mesa en donde aquí y allí se parecían los trastes venatorios.

—Aquí estaba la batería, señores; la gente, cansada ya de matar gabachos y sin recelo de ser salteada, apagadas mechas y botafuegos, se entregaba al descanso, si no al sueño, por aquí y por acullá y entre las gualderas o avantrenes de los cañones, y veo que mi susodicho hermano, único que velaba, entretenido sin duda en contar los ápices ardientes de su cigarro o en sacar augurio de las ruedas azuladas del humo, observa otro enjambre de franceses, que como garduños en vivar se acercaban, bayoneta calada y espada en mano, a darnos la alborada.

Aquí Puntillas dio tal chupe al cigarro, que lo trasformó en verdadero botafuego.

—Y mi hermano, ¡sus!, dando la voz de alarma con cierta interjección muy andaluza, avivando el cigarro como yo ahora, ¡zas!, aplicó el ascua de su cigarro al cebo del cañón: ¡pi-rin-pin-pan-pun-paf!...

Y era verdad que en la propia estancia se repetía, en miniatura, la escena de la batería, pues el buen Puntillas, con su tea encendida, que no cigarro, la aplicó, contrahaciendo el artillero con tal acierto en los granos de pólvora sacudidos de los polvorines y frascos que allí se parecían, que, cebándose el fuego y propagando la explosión por todos aquellos cachivaches, se dejó oír un verdadero pi-rin-pin-pan-pun-paf de un verdadero y nutrido fuego graneado. El ver los saltos, resaltos, brincos, desguinces y cabriolas de todos los asistentes, sin excluir el heroico Capita, hubiera sido cosa muy de reír, si no se sobresaltase la imaginación con el riesgo más que probable de alguna pierna rota, testa cascada, o cuando menos con el de alguna chamusquina de menor cuantía. Y no se piense que el imperturbable Puntillas se sobrecogiera o amilanara con el impensado fracaso, pues despreciando los estampidos y las fogatas, proseguía gritando:

—Así fue, señores, cómo se salvó la batería del cañón que disparó mi hermano, fumador de privilegio, cayeron siete hileras de franceses; los zaragozanos que acudieron a servir y jugar las otras piezas, aniquilaron el escuadrón de asalto, y al cigarro, señores, al cigarro se debe aquella heroica y singular hazaña...

No se sabe hasta qué punto hubiera llegado con su entusiasmo el buen Puntillas, si primero, al verse solo en la estancia, y, segundo, por los raudales de agua que le alcanzaban, de los muchos que con cacharros, trebejos y hasta con un clister de a 36 que manejaba Capita con grande acierto, no hubiera vuelto de aquel parasismo de verdadera rabia. El auditorio, que desde luego se puso en salvo tomando con buenos pies el ojo del patio al lado de los surtidores, me lo encontré algo mohíno, no fuera que en uno y otro caso hubiera por mi parte algo de mohatrería como para darle susto y sobresalto; pero el más incrédulo, incluyendo al glorioso Santo Tomé, no podría abrigar tal pensamiento si derramaba en derredor la vista, pues todo era destrucción, escombros, pavesas y cenizas. Yo sólo tuve valor para decir a mis amigos:

Señores, el próximo cónclave que celebremos, si a él han de asistir Capita y Puntillas, se tendrá en los llanos de Tablares, porque allí hay bastante tierra para sacar la suerte a un toro y bastante agua para apagar los incendios que puede provocar un cigarro.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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