Hiala, Nadir y Bartolo

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


Feliz el que cubriendo su cabeza
con la holanda sutil del blanco lecho,
fija la mente en mágica belleza,
se aduerme el alba en plácido reposo:
y mil veces feliz y más dichoso
si bebiendo en la copa del beleño,
visita las mansiones encantadas
que con oro y azul fabrica el sueño.

Soledades.

¡Oh, Nadir! Estás cautivo, y el feroz sultán Ismael no soltará jamás los nudos de tus cadenas. Tú tienes fértiles territorios, él posee grandes Estados; están en linde y deben confundirse, y con tu muerte, él los hereda como hermano de tu padre; triste catástrofe.... ¡Oh, Nadir, me inspiras compasión!

—¡Oh, virgen hermosa! Tú no puedes ser sino Híala; tus acentos me revelan algo de más celestial que las vulgares bellezas del serrallo; tus ojos de gacela me manifiestan quien tú eres. Tú sufres como yo; tú, como yo, eres prisionera; si mi cárcel es el estrecho recinto de una torre, también es prisión tuya ese jardín en que vagas. Tenga el Sultán un deseo, y ese ámbito se estrechará hasta....

—¿Hasta qué?

—Hasta el recinto de su camarín, hasta el cerco de su lecho. ¡Oh, Híala, me inspiras compasión!

—Resolución de mujer, es palma contra el siroco; se dobla, y finge que cede; pero al fin cumple siempre el gusto suyo y triunfa de la fuerza. Quien viene a verte en la torre de los Siete Sellos, algún poder tiene, y quien te habla desde un ajimez, alto cien codos del suelo, algo tiene de las propiedades de las aves, y el poder y la belleza sólo se rinden al placer. ¡Oh, Nadir, qué inadvertido eres!

—Las aves también se prenden, y la burla que en su loca vanidad hacen de las redes, la pagan a caro precio, sacudiendo los hilos de alambre de su jaula y lastimándose contra ellos; al poder y la belleza los vence más poder y mucha astucia. ¡Oh, Híala, qué inadvertida eres!

—Nadir, a pesar de la indiscreción de que me acusas, tú tienes cierto oculto presentimiento de que te verás libre por arte y ayuda mía. Un sueño, una visión, cuyas circunstancias no quiero apuntarte, te han participado tal suceso, y las aventuras por donde has de pasar, y las finezas que me has de deber, y las delicias que juntos hemos de disfrutar, son casos tan verdaderos para tu fantasía, que todo lo crees con la mayor certeza; y es preciso confesar que no puede haber credulidad mayor como dar fe a las sombras del sueño. ¡Oh, Nadir, cuán crédulo eres!

—Híala, no negaré que hay algo de verdad en la relación que has hecho; los sueños son el único consuelo de los desgraciados, y ya halaguen sólo los miembros fatigados y lasos, o ya entretengan con sus juegos la sed de una imaginación ardiente, siempre es dulce el disfrutarlos. Pero el desvelo acerca al punto la mano fría de la realidad, y toda ilusión desaparece; así, mis sueños huyen, y con ellos la credulidad mía; si tú me juzgas crédulo, ¡oh, hermosa Híala, cuán crédula eres!

—Mira, Nadir, nos hemos echado en cara como defectos tres cosas, cada una mejor que la otra, y que juntas hacen el encanto de los sentidos y la delicia del espíritu; juntas, digo, forman el verdadero amor, y amor con juventud y belleza es el almíbar de los cielos. La compasión es ternura; ser inadvertidos es ser inocentes y crédulos... ¡Oh, Nadir! La credulidad, y la credulidad más ciega, es el único y cierto distintivo del amor. Si yo a mi amante le dijese (y no lo creyera) que volaba la montaña Kal, y que el mar venía encerrado en la concha de mis zarcillos los separaba al punto de mi mente. Así, Nadir, dejemos ese lenguaje, que, aunque lleno de flores, siempre presta alguna amargura, y dispongamos la evasión tuya y la fuga mía para cumplir tu sueño y completar nuestra dicha.

—Mira, Híala, ya en mí es un deseo, un delirio, un frenesí el más extremado lo que en tu corazón acaso no será sino un antojo pasajero. Pero ¿perderé mis Estados? ¿Dejaré de llevar a cabo mi venganza? Para mí la venganza es la miel de la vida, y el ponerte al lado de este ídolo y sagrario de mi corazón es el mayor encarecimento de la pasión mía. Rompe mis cadenas, dame un hanjar, y toma con mi cariño la última lágrima de mi sangre; pero antes de todo, déjame vengar.

—Mira, tus Estados son grandes, son fértiles, pero el fruto más puro y la flor más linda revelan siempre la fatiga de un esclavo, el sudor de un infeliz. La venganza es manjar muy dulce, y debo saberlo, porque soy mujer; acaso estamos de acuerdo, y sólo nos diferenciamos en el modo; concédeme que nuestra venganza sea menos violenta, y yo daré tal susceptibilidad a nuestro enemigo, que le sea dolorosa en mucho más. El acero casi se embota en la dureza de la mano, y una espina de la rosa hace lastimar y desangrar el corazón. Ya el Sultán se abrasa perdidamente en el fuego mío; cuando al huir nos mire pasar por ante sus ojos y todo su poder no alcance a estorbarlo, su propio cuello se lo morderá de rabia, y para que no calme este leve sinsabor, todas las siestas le recordará su burla y nuestro amor la paloma azul, que vendrá a arrullar sobre su ventana. Por lo demás, puedes poner en el menos valer, en el desprecio, todas las riquezas de tu herencia, y todas las arideces de tus floridos vergeles. Mi dote te hará más rico que todos los monarcas de la Arabia y de la Persia, y sólo consiste en esta llave, este listón y esta mariposa blanca y verde de cachemira. Con la llave abrirás y entrarás y visitarás invisiblemente, desde la cabeza gorda y maciza del visir Barbaruk hasta el último abismo del mar. Con el listón, sacándolo y ensortijándolo donde quieras, aunque sea en los círculos del aire, por un oculto sortilegio que no quiero explicarte, él mismo, y por su propia virtud, traza un oasis encantado, mansión afortunada de todos los gustos y placeres, sin que la saciedad ni el fastidio tengan poder para entrar en el mágico cerco de la isla. Genios aéreos servirán el más leve de nuestros caprichos, sin emplear jamás las groseras manos del hombre (que no puede haber dicha en la pútrida atmósfera del sudor ajeno ni en el trabajo del esclavo). Carros de luz nos columpiarán en el éter; corolas misteriosas de flores peregrinas nos suministrarán, como en cálices de oro, los manjares más deliciosos, las bebidas más delicadas; y esta mariposa, en fin, nos llevará a nuestro antojo, y con la viveza del pensamiento, doquiera que mandemos, dándote a ti asiento en la verde y a mí en la blanca y siniestra ala. Mira, Nadir, cuál despliega el insecto hermoso su plumaje de iris para volar hasta ti, llevándote la llave misteriosa que ha de abrir los siete sellos que cierran las puertas de tu torre. Abre, huye, y escapemos juntos de la vileza y podredumbre del mundo de Arismane, y volvamos a la isla de los encantos; parte, vuela....

—Tiendo, trémulo de placer, la mano, y me encuentro, ¡ira de Dios! ¡cuerpo de Cristo!, me encuentro con la mano gafa de mi criado Bartolo, que me movía y sacudía, cual violenta peripecia de tragedia, para despertame del sueño más delicioso que mortal alguno pudo disfrutar: me asestaba aquel Longinos la larga lista de sus sisas, que como traidora lanza cotidianamente me dilacera el flaco y doliente costado, sacándome el revuelto rosicler de la plata y calderilla. No pudiendo mi imaginación abandonar el hilo de oro de sus ideas, aun todavía yo soñoliento, se me escapaban de mis labios estas palabras, que Bartolo, tomándolas por otras tantas interrogaciones matinales de las que acostumbro hacerle, procuraba satisfacer del mejor modo, entablándose así el siguiente diálogo:

—¡Oh, Ismael!

—Don Rafael entró aquí muy de mañana; dió tres vueltas y cuatro carrerillas; por no despertarle, pintó a Vmd., con la tinta avinagrada del escritorio, tres o cuatro bordados en la cara con mucha sutileza, que todavía los conservará Vmd. con el mayor primor (y era verdad), salvo que se han extendido, ennegreciéndolo de oreja a oreja. Dióme cuatro capirotazos, llamándome bruto y asturiano; se almorzó el chocolate, quebró el vaso, tronchó dos sillas y se despidió, prometiéndome siempre volver después para diablear un poco.

—¡Oh, Híala; oh, hurí mía!...

—Doña María entró también con la doncella de su sobrina; trajo papel del sello pobre para un memorial pedigüeño que debe Vmd. hacerle; dejó nota de la mucha hambre que padece, nombre del marido que pudo tener y murió, y estadística del estado en que puede hallarse la niña; dejaron la ropa blanca; me dió cuatro pellizcos de monja, y volverán para lamentarse, la vieja, del tacaño tiempo, y la sobrina, de la poca fe de los hombres....

—¡Oh, llave misteriosa; oh, paloma azul; oh, mariposa de Cachemira!...

—Señor, no fué Cachemira, fué cachetina, y cachetina endiablada la que se dieron. El uno debía y dijo nones, y el otro quiso su dinero y decía quiero: fuerza era que se sacudiesen.

—¡Calla, maldito, calla!—le dije al fin—. No desplegues tus labios y no me martirices sacándome de los sueños que encantan para conducirme a las realidades que matan. ¡Calla, maldito, calla!

Pero todo fué en vano; el hilo estaba ya roto, y ya me fué imposible remontar mi mente hasta los palacios de Armida, de donde bajé en un salto; y así, el artículo principiado con las mágicas razones de Híala y Nadir, fuerza fué acabarlo con la parla rastrera de mi académico Bartolo.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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