Oíd, que os quiero contar
del niño Amor los enredos
y sirva mi voz de antorcha
que alumbra cuidados ciegos.
(Romancero general)
En el baile del Ejido
(nunca Menga fuera al baile)
perdió sus corales Menga
un disanto por la tarde.
(Góngora)
No juzguen mis amables lectoras que voy a entretenerlas el ocio,
relatándoles el cómo y cuándo este palacio magnífico o aquella quinta
deliciosa viene a llenar de gozo, por un azar feliz de lotería, la
esperanza de dos recién casados, que, arriesgando a la fortuna unos
pocos ducados, pueden concluir su luna de miel en una mansión encantada
por los atractivos del placer primero y por las comodidades del lujo.
Estas agradables peripecias son tan peregrinas, por no decir imposibles,
que sería cargo de conciencia despertar sensaciones y deseos que no se
pueden cumplir, y yo, dijes de mi alma, no quisiera más que moveros un
antojo para satisfacerlo a renglón seguido, reservándome empero siempre
una pizca, un tantico de placer para mi justo pago.
Tampoco mi Rifa es de las que vemos cada noche en toda tertulia; quiero decir, que no es de aquellas en que tal bujería, o cual lindo bordado suele echarse a la mayor de espadas con mucha zambra y algazara de señora abuela y tía, que no sé por cual sortilegio son siempre las afortunadas en tales ferias. Esto es trivial por todo extremo, y sería daros enfado emprendiendo cuento, señoras mías, que pasa por vuestros ojos cuotidianamente. Si lo imposible no me gusta, lo muy trivial me enfada en mucho más, y así por la región media emprende hoy su vuelo el razonamiento mío, para contaros sabrosamente los puntos y señales de una Rifa Andaluza.
Representaos, lindas suscritoras, en vuestra viva imaginación un paisaje tal, cual mi rústico pincel lo delinee, pues antes de pensar en la farsa bueno será prevenir escena donde ponerla en tablas. Al frente, digo, que os figuréis una ermita limpia y enteramente pintoresca, cual se encuentran a cada paso en aquel país de la poesía. Unos cuantos árboles den frescura al llano que sirve de ante-atrio, y por los troncos suban sendas y pomposas parras, que, tejiéndose por el dosel de mimbre y caña que cubre todo aquel espacio, formen un sombrío bastante para amansar los rayos del sol y debilitar su luz activa y que deslumbra. Un cauce sonante de agua corra por la espalda, moviendo estruendosamente uno o dos molinos, cuyo rumor grave y no interrumpido sirva de bajo musical al contrapunto agudo de las golondrinas que entren y salgan rápidamente por las claraboyas de la ermita, casi tocando con sus alas negras y pecho bermejo las cabezas de los que afuera preparan la fiesta. Para ella fórmese un cerco con los escabeles y escaños de la cofradía, intercalados por distintos sitiales de respeto que han de ocupar el Mayordomo, los mejores y más diestros tañedores de la vihuela, y la Reina, que se aclamó la rifa pasada.
A un lado, separadas de todo tacto masculino y ataviadas cuanto más posible, estén las muchachas solteras del barrio o aldea (pues el lugar de la acción lo dejo a voluntad ajena), llenas de belleza y de donaire, con moños de colores simbólicos en el pelo y con la laya de adornos que a bien tengan, pues en tal elección dejo libre albedrío; pero no omitidme el calzado muy limpio y el talle breve y como de sortija, pues nosotros los de puertos allende, niñas de mis ojos, somos inexorables en tales menudencias. Cuatro o seis dueñas de rostros avinagrados y de manto largo de bayeta negra antequerana, cuiden rellanadas en el ángulo del cerco, de avizorar toda descompostura, y de calmar con gestos tan endiablados cuanto expresivos la fermentación de aquel género volátil que custodian. Los mancebos en pie, derechos como husos, formen corro en derredor de los escaños, y dichoso el que pueda atalayar a su Melisendra frente a frente, o que logre flanquear la dificultad y colocarse al respaldo del asiento de la requebrada; así, y con poner a la otra parte dos o tres hombres provectos y barrigudos, eternos cabildantes de la hermandad y que autorizan el acto, tenéis ya, pintoras hechiceras, el cuadro casi concluido.
Digo casi concluido, pues nada os he dicho ni del Rifador ni de la Reina del festejo, personajes de primera figura, cual débese sospechar.
La Reina, como dije, es la bailadora que más gala adquirió en la pasada fiesta, ya por su gentileza y gallardía, y ya por el número mayor de danzadores que consiguió cansar; objeto poco edificante que las mujeres logran con más prontitud que quisieran. A los pies de tan linda zagala haya un azafate lleno de flores deshojadas, donde se brinden las ofrendas de los devotos para la santa imagen, que ya son en primavera rosas y claveles y ramilletes, y en otoño, este o aquel fruto tan vistoso cuanto sazonado.
El Rifador se deja ver subido en algún banquillo de noguerón viejo, descollando y blandiéndose como cimera del concurso, parlando y accionando más y más. Es fuerza que tal papel se desempeñe por hombre de chiste y chispa, y de destreza suficiente para picar la vanidad de los unos y mover la condición menos pródiga de los otros, feriando razonablemente los regalos que se muestran.
Yo, queridas amigas, que tengo ciega pasión por todo cuanto huele a España, principiando por las españolas, no soy voto calificado y de imparcialidad en la materia; pero en conciencia puedo afirmar que he olvidado veces muchas agradablemente el tiempo escuchando las razones agudas del Rifador, y las sales que donosamente saltaban en sus labios, forjando ya el encomio del clavelón amarillo, emblema de la necedad entre aquellas gentes, o ya pintando el rico sabor del higo nopal o tuno, fruto casi peculiar de la Andalucía.
Entre tanto la danza sigue, las coplas se suceden, dejándose escuchar por entre el son del crótalo de granadillo, el trino de la prima y la entonación sonora y clamorosa de los bordones en la guitarra y bandolín, que manos diestras los fuerzan a sonar al unísono y con la más agradable melodía.
En este punto armónico y de algazara se hallaba el festejo cierta tarde de la bendita Cruz de Mayo, cuando ocurrió la aventura más cómica que puede inventar la más picaresca imaginación.
Un mancebillo vivaracho y pimienta, de capote de alamar, chupetín bordado y faja rosada al cinto, no quitaba ojo de la Reina del baile, echándose a la cara el sombrerillo de alta copa. De tiempo en tiempo miraba atravesadamente a cierto caballerete de calzón ajustado, corbatín muy premioso y levita bien cortada, que sin saber por dónde se deslizó blandamente, y sin ser sentido ni percibido, hasta llegarse al respaldo de la Reina, con quien cruzaba algunas razones, más bien disparadas y mejor respondidas que hubiera deseado nuestro majo atisbador. Ella, que en aquel punto, queridas mías, gozaba de la fruición soberana que todo pecho femenil tiene cuando ve morder cebolla y agria naranja al pobrete que bien ama, advirtiéndole así que no es bueno querer tanto, la zagala coronada, digo, sin acordarse ni por cien leguas de su D. Cuyo, se enredaba más y más en la plática del D. Lindo, riendo ora, y ora dándole algunas de las flores del azafate bendito.
Tocándole su vez al paciente para encomendar al viento alguna copla, y queriendo dar un silbo preventivo que recogiese al aprisco aquella oveja descarriada, al suave compás de la rondeña le cantó la siguiente endecha:
Me estoy muriendo de sed
teniendo aljibe en mi casa,
pero alivio no lo encuentro
porque la soga no alcanza.
Bien no entendiera la maligna parladora la alusión del sediento y
del poco alcance que para su alivio encontraba, o, por mejor decir, no
queriendo escuchar tales pedigüeñerías, se desentendió con destreza suma
del tal lamento, y más anudó su coloquio con el pisaverde
encorbatinado, que con melindres mil, y relamiéndose como si dijéramos
un lechuguino del café de Sólito, alzaba la cresta como gallo
triunfante. El doliente y celoso amante, queriendo hacer el postrimer
esfuerzo para recordar sus obligaciones a la voluble bailadora, y ganar
por la ternura lo que perdía por las artes del advenedizo rival, tomó el
canto otra vez a su turno, y con voz si bien vacilante si bien
suspirada, entonó la copla siguiente:
Yo soy la vela de cera
que está ardiendo en tu servicio,
y en pago del beneficio
le das un soplo a que muera.
Pero por más reclamos que dio el arrullador, la paloma se daba
por sorda, y tanto tanto se mantuvo en sus trece, que el galán, picado,
se dejó de su postura contemplativa y triste, se arregló el sombrero
tirándolo atrás, sacudió el capotillo y se puso en planta de obrar
alguna acción de marca y de mayúsculo estrépito. Al propio tiempo la
orquesta resonaba con mayor brío, reforzada por una pandereta y dos
platillos, las cantinelas se repetían, y en ellas se decían sus
misteriosos secretos y sus sentidas quejas los novios y las requebradas,
pues no deben olvidar mis discretas lectoras que por todo aquel país,
el tañedor, el cantante, el galán y el poeta son cuatro cosas que casi
siempre se encuentran en una propia persona.
El Rifador, en tanto, rebosaba de gozo en su cátedra por ver cuán cumplidamente feriaba todos los regalos que ponía en rifa. Su elocuencia iba en aumento, sus gracias hervían en su boca, haciendo llenar con moneda menuda el azafate florido.
—¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen! (decía): ¡real de plata, real de plata dan por ella!
Y esto gritando, mostraba la flor más hermosa, de más aromas y de más púrpura que vergel frondoso dio en los asomos del mes de mayo.
—¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen! (proseguía): ¿quién la puja, quién la puja? Real de plata dan por ella. Mancebillos tacaños, acudid y mejorad: ¿quién no querrá poner la flor en el pecho de su novia? Hacedle este regalo a vuestras rapazas, y daréisles una lección con él. ¡La rosa virgen!, ¡la rosa virgen!..., que ya dan cuatro reales; que se la llevan, que se la llevan; ¡ya sé yo a cuyo seno va!, ¡que se la llevan! Dichosa quien tiene galán desprendido; ¡que se la llevan!..., que dan medio duro, diez reales u ochenta y cinco cuartos! ¡viva mi barrio! ¡Nadie en él guarda el dinero; de allí sólo salen los garbosos y gastadores, los desprendidos y generosos!...
Por aquí iba de su alocución, cuando, levantándose el galán del sombrero alto y capotillo corto, alzó el grito y dijo:
—Señor Capaypa, veinte reales vale la rosa, y más lo que vuesa merced me mande; pero si está ya feriada en los veinte, entréguela con su mano, que con la mía no, a la Reina Bailadora, y comencemos el sainete...
—¡Viva Juancho! ¡viva Juancho!, hijo de la Nena, nieto de Sinforoso (respondió el honrado Capaypa). ¡Viva mi barrio, tesoro de los hombres buenos y generosos! ¡La buena cepa buenos renuevos cría!
Y así diciendo, a voz desplegada, dio la rosa a la picaruela rapaza, que llevándola primorosamente a la nariz, la asentó con el mayor aseo en el hoyo de su pecho, volviendo los ojos al desgaire y por primera vez al amartelado amante.
El Rifador, al alargar la rosa, y tropezando sus ojos con la efigie del alfeñique caballerete, añadió:
—¡Viva mi barrio! ¡viva Juancho!, que si sabe gastar parolas con las mujeres, tampoco ignora el alzar el gallo entre los hombres, y su voz en las rifas sobresale siempre, y con ella sus reales de a ocho.
El del corbatín bajó la vista, como quien conoce el tiro no oblicuo de la saeta, y trató de volver a su plática con la zagala, la que, sin duda, advirtiendo en aquel punto que hubiera sido galantería de molde el que la rosa se la presentara conquistada en la rifa el mismo que por tanto tiempo gozó de sus palabras, no emprendió el segundo coloquio sino con la tibieza que vosotras mismas, candidísimas y no malignas lectoras, usaríais en aquel trance...
—¡Al sainete, al sainete! —dijeron todos; y sonando la fiesta con más algazara, los cantores y cantoras comenzaron a salpicar sus coplas con más pique y salsa que las entonadas de trasmano, y pasándose de uno en otro los bollos y los roscos, los dulces y las avellanas, apareció en su cátedra el compadre Capaypa embozado en su capa, con el aire más socarrón y de redomado que hallarse puede.
—¡El beso del niño, el beso del niño! (gritó el Capaypa), ¡qué frescura en la tez, qué sabor en la pulpa, qué finura al tacto! ¿Quién paga el beso, quién paga el beso?
—Diez reales envido, gritó el del capotillo, y bese al niño rollón el caballero del levitín, el que parla con la Reina Bailadora y la olvida de sus obligaciones... de presidencia.
—¡Bravo! ¡Vítor! Que lo bese si no puja (replicó Capaypa). ¡Ah, señor caballero! Acordaos de quién sois (y le dirigió la palabra); acordaos de quién sois, si es que sois alguna cosa, y volved al caño las demasías de Juancho, y que él sea quien bese a mi niño rollón. ¡Viva mi barrio, viva mi barrio!
El apostrofado conoció que toda la batería iba a disparar en su pobre bulto, y así, con su mejor gracia, trató de tener buen talante y hacer frente a los peligros, y rayar de rumbo para no desmerecer el alto concepto de la zagala.
—Dos reales y medio ofrezco, y me libro de la penitencia-dijo el acometido, y se le replicó con un flux de risa general en todo el auditorio.
—¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (prosiguió Capaypa.) El pico de los dos y medio, señor mío, vayan sobre los diez envidados ya, y se admitirá la postura; y de no, allá va mi niño. ¡Viva mi barrio, viva mi barrio!
—Pues bien (contestó altivamente el señorito): allá van los doce reales y medio, y quedo en salvo, que a mí nadie me enceniza la frente, y menos por...
—Dos duros, y que bese al niño (replicó el antagonista), y luego arreglaremos cuentas, seor futraque-y lo miró de reojo.
¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (clamaba Capaypa.) ¡Cuarenta reales! Eso es humo, señor Juancho. En el señorito don... (Don Quico se llamará, que todo nombre es bueno cuando recae en tan linda persona); en el señorito, digo, hay presencia, potencia y resistencia; quiero decir, que no ceja; ya pujará por cuatro, y veremos quién a quién...; pero mientras Juancho se mantenga al frente, ¡viva mi barrio, viva mi barrio!
El apurado caballero figurilla, que no esperaba la cuña de los cuarenta, se requirió el garguero como para pasar tamaña píldora, llevó la mano al pelo sin tener comezoncilla, y luego inadvertidamente solfeó los dedos por sobre el bolsillo, dando con tanta pantomima mayor asidero a la burla. La Reina Bailadora, como si lo viese acometido de pronto por algún tifus pestilencial, retiró de su lado el sillón que ocupaba, y una nube de descontento pasó por su lindo entrecejo. El corrido amante midió la mengua y afrenta con que iba a mancharse, y con resolución heroica, dijo:
—Cuarenta y dos reales doy, y salgo libre-y así diciendo, miró a la prenda como para pedirle albricias de su espléndido valor; pero el entrecejo se oscureció más y más, y otros borbollones de risa resonaron en derredor; pero la intensidad de tanta carcajada la venció con su voz el del capote, diciendo:
—Cinco duros; cien reales doy, y bese al niño rollón, y descapótele la coronilla.
—¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (respondió el inexorable Capaypa.) Mi Juancho tira al hueso palomo, va derecho y no me da corcovos. A la cabeza, a la cabeza, y allí se mata al contrario. Cien reales es bote de a folio: pocos tienen aliento para él, y ninguno lo aventaja. Pero, ¡silencio, silencio! Los señores tienen su sangre y su alma, y aunque con hipos, suelen cumplir de mil a mil años. Nosotros por calidad y ellos por vanidad. ¡Cien reales, cien reales!, y el señorito besará a mi niño, y ainda mais descapotará la coronilla.
Todo fue en vano. Por más que hizo el orador Capaypa por picar la vanagloria del figurilla, nada consiguió, y éste, viendo que el juego crecía, que el rival no llevaba trazas de ceder y que la zagala por su mal gesto no pensaba agradecerle sus pujas y mejoras de los pobres maravedís, juzgó por conveniente el mudar plan de campaña, y de la defensiva, resueltamente tomó la ofensiva por el lado más cómico que darse puede.
—Señores (dijo): mi condición es dulce y nada huraña; el concurso creería que yo era alguna esfinge, alguna tarasca, si me opusiese por más tiempo y con tanto ahínco al beso de esa criatura, de ese niño, que juzgo ha de ser blanco y rubio como las candelas; venga al punto, y llevará el beso más cordial que dio madre primeriza, y pague mi contrario los cien reales.
—¡Viva mi barrio, viva mi barrio! (pregonó el consabido.) ¡Victoria por Juancho, y cúmplase la penitencia!
Esto diciendo, salta del pulpitillo gallardamente, desembózase para sacar el niño, y muestra, ¡oh longanísimo y robustísimo San Cristóbal!, muestra, repito, la fruta, el vegetal más descompasado que nunca produjeron los hortelanos. El sentenciado caballero echó ojos a lo que él esperó besar como pastorcito muy pulido, y mirándolo le pareció ver, con las candelillas que le saltaban entonces en la vista, que era el gigante de los rábanos que se le acercaba como cañón en batería; luego se figuró ver alguna zanahoria patagónica; después creyó mirar un calabacín de a treinta y seis; pero al fin, restregándose los ojos, y ya con la serenidad de la desesperación, reparó que el niño donde había de poner sus labios era un cohombro colosal, amarillo y chifón, que se guardaba para aquel doloroso trance. El penitenciado se disponía a imprimir su ósculo con la humildad debida, cuando la Reina Bailadora notó que por preeminencia de su dignidad a ella le tocaba (que a otro no) el administrar la justicia. Todos convinieron en ello, y pusieron en su falda el vegetal tremendo; y el antes triunfante y ahora rendido paladín, puesta la rodilla en tierra, dio su beso, y se disponía a irse y tomar vuelo, cuando la desapiadada ejecutora le mandó que descapotara al niño.
La gresca y la risa irónica ensordecía, y todos agrupaban las cabezas para contemplar más de cerca tan risible caso, cuando el burlado preguntó humildemente qué cosa era descapotar.
—Nada, hermano (replicó la Reina) abra la boca y muerda, del tal modo que escogiere, la coronilla de esta sabrosa fruta; bueno es que abra la boca quien tanto cierra la bolsa.
A esto asestaba el amarillento cohombro contra la tronera del triste arrodillado, quien al fin, sumiso, entreabrió los labios con el primor posible, y como dama golosa, para cumplir su encargo sin descomponer la figura. Pero la maligna Bailadora, que ya esperaba este melindre, no bien apuntó y vio en jurisdicción extraña el comienzo, cabo o rabo de la fruta, cuando haciendo hincapié lo embazó todo entero por la boca de aquel desventurado, quien se quedó con huésped tal en ella, ni más ni menos que como uno de los figurones de berroqueña, que por ancho canuto vomitan agua en las grotescas fuentes de Aranjuez o la Granja. Vengada la vanidad de la zagala, y satisfecho su engañado orgullo, se levantó el de la triste figura acompañado de la chifla general y de los silbidos más armoniosos y compasados que nunca oyó un teatro musical, silbidos y chiflas que aumentaron cuando, al volver la espalda, le miraron lleno de harapos, alárgalos y ahímelollevas con que le habían adornado durante su última y dolorosa estación las otras mozuelas del baile.
Cerrada la fiesta, amigas mías, se averiguó que el señor tan malparado era un estranjis, y ya veis que en esto de gentileza con damas, bueno es que el nombre español quede bien sentado. Entre tanto, perdonadme de que en mi plática os llame mis queridas, mis dijes, y otros motes de este jaez, pues tan dulce confianza, ni daña al respeto ni a la fina galantería. Por otra parte, mis copiosos años pueden permitirme libertad tan inocente, y si en esta o en aquella ocasión os pudiera hablar a solas y al oído, ¡cuántas lindezas no escucharais más entretenidas que no la Rifa andaluza!