Non irascetur sapiens pecantibus... ¿Quid enim si mirare velit non in silvestribus dumis poma pendere?... nemo irascitur ubi vitium natura defendit.
(Séneca.)
A las once de la noche ha descendido la temperatura... Eran las
once, y me puse el sobretodo. Paseaba yo por la ronda de no sé cuántos:
un paseo que parece una mala carretera. Sillares de piedra á un lado; al
otro hondonadas y casuchas; á lo lejos Valle-hermoso, la Cárcel Modelo,
el Buen Suceso, y más cerca el cuartel del Conde-Duque. Refresca...
Nada de miedo á los ladrones... ¡Yo!... ¿Qué me pueden quitar?... Esto,
lo otro... ¿Y qué?... ¿La vida?... ¿Y qué?... ¿Es mía?... ¿La honra?...
Esa no la quitan los ladrones. Esa la quitan otros, y eso es lo único
que me pertenece, porque es hechura mía... Mucho miedo á los que
deshonran, pero ¿á los ladrones?... Les pegáis y huyen... Los otros...
Estaba cerca del barrio de Pozas, cuando se me acercó una niña.
—Dios te ampare.
—Oiga usted, caballero.
La hipocresía eterna. Valerse de los desgraciados para pedir á los poderosos... Socorros para el hospital... para el asilo de huérfanos... las víctimas del trabajo... la instrucción primaria... y lo cierto es que la miseria aumenta; que los niños... y los pobres... y los enfermos... y...
—Oiga usted, caballero.
—Dios te ampare.
—¿Me quiere usted llevar á mi casa?
—¿Qué?
No tenía un metro de estatura... estaba muy limpia... gordita y rellena como el tumor de un avergonzado... chatilla y rubia... ojos azules, boca grande... señas particulares: no pedía dinero.
Observé si había alguien escondido entre las piedras de la cantería... Una sorpresa es facilísima, y se progresa mucho en los timos desde que los ladrones se aprovechan de la ciencia que desprecian las clases directoras. Ejemplo. El timador hace cartuchos de perdigones admirablemente fabricados, y el Estado hace poca moneda y con mala ley. Un cartucho de perdigones con una moneda de cinco duros vale más de treinta pesetas, y la moneda sola no vale cien reales, descartando el valor fiduciario. Un billete del Banco...
—¿Que te lleve á tu casa?
—Está muy cerca, si señor.
—Pero, ¿no tienes padres?
—Sí, señor, pero no están en el puesto.
—¿Qué puesto?
—Donde venden.
—Y ¿qué venden?
—Pues agua y azucarillos y aguardiente, y mi madre vende dulces y mi padre tabaco, pero más tarde, y luego café, pero eso no lo veo yo.
—¿Por que?
—Porque estoy dormidita.
—¿Cómo te llamas?
—María Lema y Soto, para servir á usted.
—Y ¿qué haces aquí?
—Pues he vuelto porque no había nadie en el puesto.
—¿Dónde está el puesto?
—Junto al Circo nuevo.
—¿El de Colón?
—Donde estaba la cárcel.
—Hija, la cárcel está en todas partes. Es lo único que hemos hecho parecido á Dios.
—No sé.
—Dios perdonando y la cárcel castigando; eso en todas partes.
—Yo sé quién es Dios.
—Porque eres muy niña.
—Es un señor infinitamente bueno, sabio, misericordioso, principio y fin de todas las cosas.
—¿Y tú has visto á Dios?
—Está en mi casa.
—¿Dónde?
—En una estampa. Le están pinchando y da lástima verle.
—¡Niñería! Había faltado á la ley, y todas las leyes son respetables.
—No sé.
—En resumen: ¿dónde vives?
—En el barrio de Marconell. Yo sé la casa.
—Vamos allá.
Tuvimos que andar poco, pero empleamos suficiente tiempo para que me enterase de la situación de mi protegida.
Mariquita llevó la cena á sus padres, volvió á su casa y fregó los cacharros; se fué otra vez al puesto, donde permanecía con su madre hasta que ésta se retiraba, y halló el puesto vacío.
El tal puesto era cualquier sitio del arroyo ó del paseo.
Preguntó y la dijeron que estaban en la perrera. Una conocida la dió instrucciones.
—Ha dicho tu madre que te vuelvas á casa.
Y se volvió. Pero tenía miedo de abandonar la carretera y pidió mi ayuda para llegar al barrio de Marconell.
Allí había amigos míos... Los tengo en todas partes, porque amo á todos los hombres: al interfecto, al asesino, al juez, al verdugo y al sepulturero. Y los amo, no por lo que sean los hombres, sino por lo que pudieran ser.
En aquel barrio tenia su estudio mi buen amigo el pintor escenógrafo D. Carlos Muriel, artista que admiro, porque tiene excepcionales condiciones para adivinar la belleza y la virtud y para reproducirlas.
Precisamente en la casa donde paramos, y vivían los padres de la pequeña, vivía también Gertrudis, la viuda de aquel Antonio Moreno que falleció en un presidio.
Esta es otra historia. Moreno fué condenado por matar á un amigo suyo, un tal Sanz. Se les vió salir juntos de una taberna; se vió el cadáver, y Antonio no quiso decir dónde había permanecido desde las nueve hasta las once de la noche.
Yo visité á Moreno en la cárcel, y me dijo:
—Ya me conoce usted; pues bien, no sé nada de esa muerte, pero no digo dónde estaba yo. Si me condenan, andando. Con tal que venga usted á verme y venga Gertrudis.
El tribunal le declaró culpable.
Recuerdo que un vecino de mi pueblo decía á sus amigos:
—¿A que no sabéis de quién hablo? Es rubia, tiene dos ojos, dos orejas, una boca con los dientes muy blancos.
—Tu mujer.
—Pero si tiene rabo.
—Pues será tu pollina.
—Esa.
—Como te callabas lo del rabo.
—Es lo menos importante que tiene la burra.
Y así conseguía el vecino engañar á mis paisanos.
¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! En que Moreno fué á presidio.
Y nada más. Allí enfermó del pecho y se murió. Pero antes de morir me dijo dónde había pasado las horas en que se realizó el crimen. En compañía de su amante, con quien riñó aquella noche.
Había temido que su mujer no le perdonase, y Antonio apreciaba más la consideración de su esposa que la consideración social. La querida estuvo á la altura de su misión, y se calló para que su nuevo amante no conociese aquellas pasadas relaciones.
El infeliz Moreno me dio las pruebas de que no mentía, y referí la historia á Gertrudis, que estaba ignorante de que aún quedaba el rabo por desollar. La pobre viuda se desesperaba.
—¡Dios mío! ¡Y que ese hombre haya pasado tantos trabajos por no darme un disgusto! ¡Y yo! ¿en que le iba á castigar aunque me lo hubiera dicho?
—Perdone usted, Gertrudis, pero la esposa tiene sus derechos.
—Las que no quieren.
—Será posible, pero no debo hacer comentarios.
—¡Dios mió! ¿Por qué ocurrirán estas cosas?
—Eso lo sé perfectamente. Ocurren porque no se cumple el precepto de aquel revoltoso que vivió hace diez y nueve siglos. El hombre está obligado á perdonar siempre todas las ofensas.
—Eso es difícil.
—Muy cómodo, muy rápido y muy sencillo. Lo que es lastimoso, costosísimo y pesado es vengarse y castigar.
¡Pobre Gertrudis!... En fin... ¿dónde estábamos?... Con tantas digresiones... ¡Ah, sí! En la casa de María.
Llamé á la viuda de Antonio, y la mujer se levantó y abrió la puerta.
—¡Señorito Silverio! ¿Usted por aquí?
—Vengo de ayo.
—¿De ayo?
—Acompañando á ésta.
—Si es la chica de la vecina.
—Parece ser que á los padres los han metido en la perrera.
—Pues hasta mañana por la mañana no saldrán.
—¿Y ésta? ¿va á dormir sola?
—Que duerma conmigo.
—Pero, ¿no te levantas temprano?
—A las cuatro tengo que estar en la buñolería á recoger los buñuelos.
—¿Y te vas á venderlos?
—Ea.
—Pues, mira. Yo no hago las caridades á medias. ¿Tu conoces á esta chica?
—Sí, señor.
—Y sus padres, ¿son honrados?
—Como que no tienen dos pesetas.
—Pues la chiquilla me la llevo á mi casa, y tú haces que lo sepan los padres.
—Lo que usted quiera. Anda, que vas á dormir en cama blanda. Ya puedes querer á este señor, que es muy bueno.
Me retiré, porque no doy importancia á los elogios de los críticos que no están reconocidos oficialmente.
Tomé un coche en la calle de la Princesa, compré en la de San Bernardo pasteles y jamón en dulce, y llegué á casa. Abrió la puerta el sereno, sin preocuparse de mi compañía, porque estaba acostumbrado á que yo volviese con perros hambrientos, extranjeros desorientados y buenas mozas.
Esto de acompañarse con buenas mozas parecerá muy mal á los estúpidos que nunca gozaron de tal fortuna, y por mi parte declaro que he formado muy mal concepto acerca de las mujeres complacientes desde que no tienen complacencias conmigo.
Encendí el quinqué del despacho, y la chiquilla empezó á mirar.
—¿Quién es ese?
—Séneca.
—Y ¿qué es?
—Era el sabio favorito de un emperador.
—Tendría mucha ropa y muchos cuartos.
—Figúrate.
—¿Y se ha muerto?
—Le mataron.
—¿Por qué?
—Eso no se pregunta.
—¿Por qué?
—Porque los sabios están destinados á morir siempre de hambre.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—¿Eso tampoco se pregunta?
—Tampoco.
—¿Y esas chinas?
—Son los huesos de un carpo.
—De un...
—Los que tenemos aquí.
—Y ¿para qué sirven los huesos?
—Para hacer botones, y otros objetos, y sirven para refinar el azúcar y...
—Y á mí ¿para qué me sirven?
—Te servirán para que te los rompan.
—¿Por qué?
—Tampoco eso se pregunta.
Hizo la chiquilla un gesto de desagrado y se quedó callada.
Me quité las botas, porque padezco de los pies. Y anoto este detalle porque estoy orgulloso de que mi base sea tan débil como los pies de barro de las grandes estátuas de nuestros tiempos.
La niña no cesaba de mirar dos cuadritos colocados á la cabecera de mi cama.
—Listos, Mariquilla, listos. Ahora vamos á cenar. ¿Tienes hambre?
—Una poquita.
—Pues vámonos al comedor.
Pero al llegar á la puerta de escape la muchacha señaló á uno de los cuadros y me dijo:
—Esa es la Virgen del Carmen.
—Veo que la conoces.
—Ya lo creo. Y la otra ¿es santa también?
—Lo era.
¿Cómo se llama?
—Se llamaba Rosario, y era mi madre.
—¿Y también era santa?
—Todas las madres son buenas.
—Todas no. Dice mi madre que hay algunas muy malas.
—Porque les ponen en el aprieto de serlo.
—¿Por qué?
—Vamos á cenar. ¡Me preguntas todo lo que no puedo decirte!
Cenamos sin acabar nuestra charla. María cambiaba de ideas como cambian de sitio los gorriones, sin alejarse mucho del punto de partida, pero sin estarse quietos.
La chica tenía su juicio hecho acerca de la sociedad. La suma absurda de dos cantidades heterogéneas: los ricos y los pobres.
—Y el guardia empujó á mi madre y la llevó á la Alcaldía.
—Pues el guardia no es rico.
—No, pero le pagan los ricos para que persiga á las vendedoras.
Juzgando de este modo se habitúan las inteligencias á no discurrir. Todos los males del rico provienen del pobre, y los de éste provienen del rico.
Odio para el que está debajo, y para el que está encima, y para el que nos iguala, porque nos puede superar.
La anarquía grosera. Los de arriba deshonrando con la cárcel, matando con el patíbulo y robando con el impuesto. Los de abajo deshonrando con la calumnia, matando con el puñal y robando con el motin. Total: una barbarie que se llama revolución cuando la comete el pobre y orden cuando la comete el rico.
Yo había dado hospitalidad á aquel cuerpecillo endeble, y me creí obligado á ser caritativo con aquel espíritu perturbado.
—Si tuvieras dinero.
—Ya lo creo.
—Si te encontrases un bolsillo con muchas monedas de á cinco duros... Pero si lo encontrases lo devolverías á su dueño.
—Dice mi madre que si; que se contentaría con la propina.
—¿Y si no se la daban?
—Si, se la darían.
—O no.
—Entonces...
—Lo mismo. Porque si solamente se devuelve por cobrar el hallazgo vale más no devolver.
—Pero lo bueno es devolver.
—Aun sin propina.
—Mi madre dice que sí.
—¿Y tu padre?
—Mi padre dice que no.
—Pero dirá algo más.
—Que los ricos tienen dinero porque lo han robado; y que quien roba á un ladrón tiene cien años de perdón.
—Pero aun rebajando los cien años, es tanta la pena que tiene el ladrón que aun queda muy castigado.
—No sé.
—Y, sobre todo, porque haya un ladrón no hemos de ser ladrones.
—Eso dice mi madre.
—¿Y tu padre?
—Pues cuando mi madre le dice una de esas cosas, entonces él levanta los hombres y dice que «¡si creerás que todos son como tú!»
—Y ¿quién tiene razón?
—Mi madre, pero mi padre dice bien, porque todos no son buenos.
—Perfectamente, Mariquilla, perfectamente. Quedamos en que no puedes hacerte rica encontrándote un bolsillo. Vamos á buscar otro medio. Pero, ¿no te gusta el jamón?
—Sí, señor.
—Pues come.
—¿Más todavía?
—Hasta que lo concluyas.
—¿No guarda usted para el chico del portero?
—No guardo, no.
—Pues mi madre sí.
—Pero es que mi portero no tiene niños.
Y era cierto, pero también lo era que nunca se me había ocurrido guardar comida para nadie,
—Figúrate que te cayera la lotería.
—El premio gordo.
—Yo no sé si la lotería es cosa santa, pero es legal, y esto me basta para que yo respete tan honesta costumbre. Si te toca el premio mayor...
—¿Cuánto es?
—El de Navidad diez millones de reales.
—¿Cuánto es en perras chicas?
—La mar.
—Atiza.
—¿Qué harías?
—Se los daría á mi madre.
—Y á tu padre.
—Le daría mi madre para tabaco y para aguardiente por la mañana.
—¿Nada más?
—Es que si tiene, convida y juega al mus.
—Pero ¿tu padre no es bueno?
—Sí, señor; pero es hombre.
Esta es otra síntesis social. La sociedad es el producto de dos quebrados, y nos vamos achicando. Las mujeres han convenido en que los hombres son unos tiranos. Y siempre son malos porque se van con otra. Si así ocurre convendremos en que la otra no es buena aun siendo mujer; y si la obligación de la hembra es hacerse agradable al hombre, es lógico que la esposa engañada no sabe ser esposa.
Los hombres reniegan de sus mujeres, porque son estúpidas y falsas. De lo último hablarán los esposos feos y los que aburren á sus mujeres, y convendrán en que el amante no es bueno aun siendo hombre. Y el llamarlas estúpidas no lo dirán los padres que tan mal las educaron.
Llevamos muchos siglos la raza humana sobre la tierra, y aún no hemos pensado seriamente cuál es la manera más cómoda y más útil de unir los dos sexos.
Mariquilla, antes de ser mujer, ya despreciaba al hombre, es decir, á su compañero fatal. ¿Qué porvenir la esperaba? Vivir con el cuerpo lleno de besos y el alma llena de recelos. Más vida y menos vida; total, cero.
—¿Y qué más harías con tantos millones?
—Muchas cosas.
—Tendrías coche.
—Coche, no. Me compraría un vestido azul y un sombrero.
—Y ¿por qué no quieres coche?
—Eso es para los ricos.
—Pero si tú serías muy rica.
—¿Mucho?
—Mucho.
—Entonces también tendría coche.
—Y más de uno. Y vivirías en una de esas casas tan bonitas que hay en el paseo de la Castellana. Irías á los teatros y te sentarías en un palco. Llevarías alhajas muy bonitas y muy costosas...
María me miraba sin verme. Ya no comía jamón. ¡Valiente porquería! Y sin embargo son diez pesetas cada kilogramo; en lo que se tasan muy pocas mujeres, porque las prostitutas rara vez llegan á costar tanto como un cerdo.
—Tendrías muchos criados y te llamarían excelencia. Las mujeres te envidiarían al verte tan hermosa y los hombres se dejarían matar por tí.
Seguía la inmovilidad. Se estaba produciendo el vértigo en aquella inteligencia, y creí que había llegado el momento decisivo.
—Comerías los manjares más raros, más delicados y más costosos. ¿Guardarías algo para el chico del portero?
—Eso siempre.
—¿Aunque estuviera sucio?
—Lo lavaría.
—¿Aunque estuviera desnudo?
—Pues le compraría un traje.
—¿Aunque estuviera enfermo?
—Le llevaría á casa de D. Manuel.
—¿Quién es D. Manuel?
—Un señor que cura á los niños.
—¿Y no te daría vergüenza, siendo tan rica y yendo tan maja, que te viesen con el chico del portero?
—Vistiéndole como á mí...
—Pero tú no habías de socorrer á todos los pobres del mundo.
—A todos los que pudiera.
—Entonces serías buena.
—Ya lo creo que lo sería.
—Aun siendo rica.
—Mejor.
—Luego tu crees posible que haya ricos buenos.
—Vaya si los hay.
—¿Conoces alguno?
—La señorita.
—¿Quién?
—Donde ha estado sirviendo mi madre.
—Pues entonces no creas que la sociedad está dividida en pobres y ricos, sino en buenos y malos. Si todos fuésemos buenos viviríamos bien.
—¡Ojalá!
—Por eso es preciso que nos unamos los buenos y acabemos con los malos.
—¿Matándolos?
—Corrigiéndolos.
—Eso es.
—Y ahora cómete el jamón, que bien lo mereces, porque eres muy buena.
Me quedé enamorado de mi didáctica. Esta es la hermosa anarquía, el triunfo de la virtud y del bien social.
—De modo, Mariquilla, que ya sabes lo que es preciso hacer.
—Sí, señor.
—Todo por el bien y para el bien. Los buenos y solamente los buenos. Ahora es necesario distinguir el bueno del malo.
—Yo lo sé.
—¿De veras? ¿Quién es bueno?
—Usted.
—Muchas gracias.
Mi modestia se convenció, porque se deja convencer fácilmente.
—Y ¿quién es malo?
—El alguacil.
Me quedé perplejo como si el alguacil se hubiese presentado súbitamente.
Estudie usted filosofía y pronuncie discursos para que le salgan con esa síntesis. Y quizá la filosofía de la chiquilla sea la más lógica.
María me había mirado temiendo que su respuesta me enojase, y después siguió comiendo con la tranquilidad de quien cree que el hombre más malo es el alguacil.
Vaya usted á convencer á esta muchacha de que el guardia es un hombre honrado que cumple con su obligación... ¿Y los legisladores á quienes yo censuro? Acaso sean tan inocentes como el alguacil.
Pero si el hombre puede hacer daño á su semejante cumpliendo un deber social, ¿qué es malo? Pues el organismo de la sociedad. El habernos asociado tan absurdamente que unos hombres no pueden vivir si no perecen otros.
Esta es la sana filosofía. Vamos á enseñársela á la pequeñuela.
—Y usted ¿no come?
—Yo fumo.
—Dice mi madre que los hombres parecen chimeneas.
—¿No le gusta que fumen?
—Sí, señor, porque los que no fuman parecen mujeres.
—Y serán feos.
—Muy feos.
—Tu padre ¿fuma?
—Anda, anda; y cuando tenemos puesto, si le va bien, aprieta firme.
—Y ¿cuándo tenéis puesto?
—Pues en las verbenas y San Isidro.
—¡Hola!
—Pero que no se hace nada.
—¿Por qué?
—Porque hay que pagar siete pesetas por metro y cuatro de sello. Y en el Santo hay que pagar á la Cofradía. En fin, yo no sé, pero mi padre dice que cuesta mucho y que con el género no se saca.
—Mal negocio.
—Y que es preciso estar bien con los de humos y se llevan el género de balde, pero mi padre dice que esto no se debe decir.
—Pues yo tampoco lo diré.
—Y por eso se hace lo que se hace, y otras cosas.
—Y ¿qué se hace?
—El puente, por ejemplo.
—Y ¿qué es el puente?
—Pues se engancha la cuerda del platillo de las pesas y se da corrido.
—Y estará escaso.
—¡Y tanto!
—Pero, ¿por qué hacéis eso?
—Pues si cuesta mucho la licencia y todo cuesta mucho.
—Sin embargo...
—Y los ambulantes engatusan á los guiris y nos quitan la venta á los de los puestos.
—Como lo hacéis vosotros cuando estáis de ambulantes.
—Lo mismo.
Luego el mal consiste en que los humanos pretenden eludir las leyes.
—Pero basta de filosofías trasnochadas, que ya ha dado la una. Mariquilla, es preciso acostarse; ¿tienes sueño?
—Un poquito.
—¿Sabes desnudarte?
—Anda, ya lo creo.
—Pues te acostarás en esa cama.
—Yo quería en la otra.
—¿Por qué?.
—Porque está la Virgen del Carmen.
—Te la traeré.
—Pero le hará á usted falta.
—¿A mí?
—¿No reza usted?
—Desde luego.
—Pues esta noche yo rezaré por su mamá de usted, y usted rezará por mi abuelito.
—Conformes.
La chiquilla se acostó, y me llamó para que la diese un beso. Reparé que había colocado su ropa muy bien puestecita sobre un sillón. Recordé entonces lo que siempre recuerdo, y es que la educación está en quien la tiene; y que educación es una característica disposición para hacerse agradable.
Llevó la luz á mi despacho y me senté á la mesa.
Los humanos pretenden eludir las leyes... De deducción en deducción convine en que la humanidad progresaba, y en que las leyes eran casi perfectas... Sentí una halagüeña paz al verme reconciliado con la sociedad... Desaparecieron mis extravíos demagógicos y me sentí hombre de orden. Retiré los huesos del carpo que tenía sobre el pupitre y me dije que la Biología era una ciencia insensata, y que yo era un majadero porque pretendía escribir una Osteogenia nueva... Nihil sub sole novus... Ya todo es armónico... Respetemos lo existente y... me duermo.
Lo cierto es que todos los trabajos que tema empezados repugnaban á mi nueva manera de discurrir.
Me acosté alabando á Confucio, y me dormi sin rezar por el abuelito de María mientras ésta rezaría por mi madre. Ya dijo el gran pensador cristiano que No es mucho durar mucho en la oración cuando es mucha la consolación: lo mucho es que cuando la devoción es poca la oración sea mucha.
Me despertó el sonido de la campanilla. Me levanté y abrí la
puerta. Mi visitante era mi amigo Mariano, un joven de extraordinarios
talento y aplicación, á quien he visto hacer su carrera de triunfo en
triunfo. Un aficionado á lo clásico. Un Menéndez Pelayo de la
Jurisprudencia. Como éste, sabio y laborioso, joven y afable. Uno y
otro, con las extraordinarias grandezas de sendos espíritus, y
circunscriptos á venerar las obras realizadas por seres que positiva y
lógicamente les eran inferiores, me producen el mismo efecto que me
produciría Noé si visitase el Ateneo para preguntarle á D. Juan Vilanova
lo que ocurría antes del diluvio.
Empezamos á charlar, y de pronto me acordé de mi huéspeda. Fui al comedor y la encontré peinada, vestidita y sentada en una silla.
—Ole, salero.
—Buenos días, señorito.
—¿Has dormido bien?
—Sí, señor; ¿y usted?
—Perfectamente.
—Ya, ya.
—¿Hace mucho que te has levantado?
—Si, señor; mucho.
—Y ¿qué has hecho?
—Pues, la cama.
—¡Chiquilla!
—Yo hago la mía, pero ésta es mayor y me ha costado más trabajo.
—¡Pobretica! ¿Tienes hambre?
—Así, así.
—Espera un poquito.
Llamó á Isidora, mi portera, y le dije que trajera dos cafés con tostada.
—Señorito, aquí ha estado una mujer dos ó tres veces, y ha dicho que era la madre de esta niña. Yo... como no sabia nada...
—Y ¿por qué no ha subido?
—Pero, señorito, si yo no sabia que estuviese aquí la muchacha.
—Entonces la pobre mujer andará buscándola.
—No, señor. Vino primero y preguntó, y yo la dije que no subiese, y se marchó llorando. Volvió después y dijo que si que estaba aquí la niña; y tampoco subió. Y luego ha vuelto, que eran más de las nueve, y ha venido con la señá Gertrudis.
—Y Gertrudis habrá dicho que me vió ayer noche.
—Sí, señor, y ha contado toda la historia.
—¿Y la madre?
—Pues, se quedó más tranquila.
—¿Y qué?
—Y está abajo.
—Pues podía usted haber empezado por ahí. Que suba enseguida.
Subió la vendedora; tomamos juntos el café, y Mariano se enteró de todo lo ocurrido. Dió entonces, como siempre, pruebas de su discreción y de sus buenos sentimientos, y después, hallándonos en el despacho, mientras madre é hija se disponían á marcharse, me dijo:
—No te censuro, pero te metes en unos líos que...
—¿Qué?
—Figúrate que se hubiera muerto.
—¿Me iban á ahorcar?
—No, pero te hubieran producido muchas molestias.
—Injustas.
—No seas apasionado y sofista. Tú serás muy bueno, pero podías ser un tunante, y la ley ampara á todos, y singularmente á los niños.
—Tienes razón.
Me fue simpática la idea de que la ley protegiese á los pequeñuelos. Pero después... Llamó á la niña, cogí su cuerpecillo con mis manos, la acerqué á mí, y la dije:
—En toda una noche no he podido enseñarte nada, y me he convencido de que nada sé. A ver si me enseñas algo. ¿Es buena la ley que ampara á los niños?
—Sí, señor.
—¿Es ley también la que imprudentemente temeraria abandona á los niños en una carretera y de noche?
Mariquilla, ó no entendió bien, ó recordó mis respuestas de la víspera.
—Vamos, di. ¿Es ley también la que deja á los niños solos y abandonados en una carretera?
—Eso no se pregunta.
Y no lo pregunto.