Cuento Inverosímil

Silverio Lanza


Cuento


Confúndete, pues, cuando te honran sin merecerlo, y procura hacer verdad lo que de ti creen los otros; y cuando lo merecieses, da la gloria á Dios que te dió aquéllo, porque te honran.

Fr. Luis de Granada.


Antón Perulero,
Cada cual atienda a su juego,
Y aquél que no atienda
Pagará una prenda
.


En una población... aquí, donde yo señalo en el mapa, está el Gran Casino de Cherry-Cheeks.

Muy hermoso, con muchos dorados, muchas losas de mármol, muebles forrados de terciopelo, espejos altísimos, tocadores muy bien provistos de perfumes, un comedor ¡qué comedor! cuadras anchas y limpias, cocheras que parecen palacios, nada de escultura ni de pintura, en la biblioteca los tomos de la Gaceta, un diccionario geográfico, dos docenas de novelas estúpidas, cinco de novelas pornográficas y algunos periódicos.


Son las tres de la madrugada y Eduardo Lara, marqués de Valfermoso, se levanta de la mesa de baccarrat, le rodean sus amigos, y todos se sientan en el saloncito inmediato.

Se recuerdan y se comentan las jugadas raras. Hizo muy bien en pedir, porque ganó en el segundo teniendo el primero completamente perdido... Además les quitó un nueve para la jugada siguiente. Desde entonces quedó la suerte cambiada. El pobre Guerrero se había empeñado en abatir y no lo había conseguido, y Olot quería pedir con seis. Nada, que se habían vuelto locos...

Un dependiente del casino trajo en una bandeja de plata la cantidad ganada por el marqués; más de once mil pesetas.

A las diez de la mañana el marqués concluía de bañarse en casa de una de sus queridas, y ésta salió á la calle, incomodada, al parecer, con su amante, porque no le daba cuatro mil reales.

Yo no sé la relación que une los fenómenos corporales con los psicológicos. Dicese que un acto piadoso permite al enfermo entregarse en buenas condiciones fisiológicas en manos del cirujano, y se dice que una dosis de cafeína permite al paciente realizar un acto piadoso. Yo no sé qué influyó en el espíritu del marqués, si fue la vigilia, la cena, el baño, el desvío de la querida ó el olor del Cherry Blossom, pero lo cierto es que, en lugar de levantarse á las siete de la tarde, se levantó á las cuatro, llegó á la estación, montó en el tren y emprendió su camino.

Cuando los vagones empezaron á deslizarse sobre los rieles, Eduardo Lara se asomó á la ventanilla, contempló la población que abandonaba, y dijo entre dientes:

—De modo, que si pierdo pago y si gano pago también; está visto que mi única obligación social es pagar. De las ganancias de ayer me quedan unos cuantos duros en el bolsillo. Vivo adulado, pero no querido. Comprendo que se acerca la catástrofe, y por lo menos debo morir dignamente. Vamos al castillo de Valfermoso.


Aquella noche se buscó al marqués en toda la población. Se habló de un idilio extravagante con una bailarina; de un desafio pendiente; de anunciados propósitos de suicidio, y los más astutos hablaron de secuestro. Intervinieron las autoridades, que en esta ocasión, no lograron dar con el fugitivo, y todo volvió á la calma.

Sic transit... etc.


Hallábase el castillo en la altísima cumbre del monte, como pregón de las grandezas alcanzadas por los ilustres ascendientes del marqués. Parecía que la naturaleza se había complacido en colocar aquel cerro aislado en medio de la vega. Por ésta conducía sus aguas el rio, cuyo cauce perfumaban las flores silvestres que arrancaba de sus orillas, como si no se creyese bastante hermoso con ser quien llevaba la vida á toda aquella lozana vegetación.

Diseminábanse los árboles por el inmenso llano formando grupos donde colgaban su palacio los ruiseñores, y era tanta la hermosura de aquellos lugares, que alguno llegó á decir que la posesión del marqués era más estimable que el gran comedor del gran casino.

El marqués subía á caballo la empinada cuesta que lleva hasta la puerta del castillo. El sol se iba acercando al horizonte y se percibían con mayor intensidad los olores de las plantas y los ruidos que á lo lejos producían el rodar de un carro ó el canto de un labriego. Ya no volaban los vencejos y las golondrinas alrededor de la torre, y los murciélagos preparaban sus diminutos paraguas para lanzarse con ellos en busca de un objeto que poder rodear con sus rápidos giros.

Subía el marqués, emocionado por aquel espectáculo, sintiendo, no la rabiosa envidia que hace maldecir la felicidad ajena, sino la compasión cristiana de quien entiende que es necio limitarse á gozar de las imitaciones de la naturaleza, pudiendo disfrutar del hermoso modelo que Dios nos dio con tanta abundancia para que nosotros lo destrocemos y lo despreciemos neciamente.

Y subiendo así, vió á su derecha, y como asomadas al abismo, unas cuantas ovejas guardadas por un pastor. Este miraba al caballero con asombro, porque no conocía al visitante ni presumía qué objeto podría tener nadie en dirigirse tan tarde á una vivienda completamente abandonada.

—Oye, muchacho, ¿por aquí se llega al castillo?

—Sí, señor.

—¿Sin ningún tropiezo?

—¿Cuál?

—¡Qué sé yo!

—Ni yo tampoco.

—¿Tú no me conoces?

—Para servirle.

—Y tú, ¿quién eres?

—Un criado de D. Remigio.

—¿El administrador?

—No sé.

—¿Tú no sabes que D. Remigio es el administrador del marqués?

—Eso dicen unos.

—Pues, ¿qué dicen los otros?

—Que todo esto es suyo.

—¿De D. Remigio?

—Ea.

Se había acercado el pastor al ginete, y notaba en éste cosas completamente extrañas en aquel pueblo, y por el corte de su barba, sus movimientos y su arrogancia dedujo que no era, seguramente, un señorito de algún pueblo inmediato. Decidióse el muchacho á ser discreto por si aquel caballero era el mismísimo marqués en persona; pero el marqués se propuso desorientarle, y lo consiguió en cuanto dijo que venia al castillo para traer noticia de la muerte del propietario.

—Pues ahí no hay nadie.

—¿Y D. Remigio?

—Vive en aquella casa que blanquea allá abajo.

—¿Junto al rio?

—Sí, señor; la concluyó para las últimas fiestas. Y dió una corrida de toros y una merienda que ya ya.

—Entonces, ¿quién vive aquí?

—Pues, nadie.

—¿Quién cuida de los muebles?

—Si no hay nada de eso.

—¿Que no?

—Todo lo tiene D. Remigio en su casa.

—Todo, no puede ser.

—Y en la del señor cura y en la de don Lorenzo.

—¿Quién es D. Lorenzo?

—El administrador de más abajo.

—¿De dónde?

—El que sigue á D. Remigio.

—De modo que hay dos.

—Hay cuatro, es decir, tres, y el amo.

—Pero ¿quién es el amo?

—D. Remigio.

—Está bien; ¿y los otros tres?

—Pues D. Lorenzo, el Sr. Blas y el tío Corchao.

—Muy señores míos; y las armas, ¿tampoco están?

—Esas sí, pero se las va á llevar un francés que dicen que las ha comprado. Ya usted ve, para lo que hacen ahí.

—Ya veo, ya veo.

—En fin, usted dirá si quiere que le acompañe á casa del amo.

—Si yo voy al castillo.

—¿A qué?

—Eso no te importa, y si me acompañas te lo pago bien.

—Yo tengo que volverme al pueblo con el ganado.

—Lo encierras en el castillo.

—Porque usted lo diga.

—Precisamente porque lo digo yo.

—Y después el amo...

—Aquí no hay más amo que el marqués de Valfermoso.

—Y se ha muerto.

—Ten cuidado no resucite y to cruce la cara con este látigo.

—Como no sea vuecencia.

—Por fin has dicho algo cuerdo.

—Pero ¿de veras es vuecencia?

—¿Lo dudas?

—Ya, no, señor. Tenia así un no se qué que me lo daba el corazón, pero cuando vuecencia ha dicho que me iba á pegar, pues entonces, dije: ¡vaya si es el amo! Y ahora vamos al castillo; yo le enseñaré á vuecencia los robos que le ha hecho el tío Lagarta.

—¿Otro administrador?

—No, señor.

—Pues ¿quién es?

—D. Remigio.


La decoración no es nueva ni por su originalidad ni por su fecha. Una habitación que fué sala y se convirtió en cueva. Allí seis ó siete sepulcros, unos de mármol, otros de piedra ordinaria, los restantes de ladrillo guarnecido de yeso; las losas del piso están cubiertas de liqúenes menudos que hacen peligroso el tránsito. De las paparedes cuelgan unas cuantas armaduras enmohecidas y descabaladas.

Allí llegan el marqués y el pastor alumbrándose con un farolillo.

—Aquí entramos el día que vino el francés.

—Para comprar mi pasada gloria.

—Y todo se revolvió.

—Alumbra aquí.

—Este no es el más viejo.

—D. Gaspar de Lara y Colmeiro, segundo marqués de Valfermoso, condecorado... Este es mi bisabuelo. ¿Dónde está el más antiguo?

—En aquel rincón.

—Alumbra. ¿Sabes que hace frío?

—Y huele mal.

—Pedro Ara, comerciante, compró este castillo en ruinas y lo restauró. Deja un hijo, y todo lo ganó con su trabajo. Murió en... Este es el fundador.

—Y aquí está el último.

—Qué será mi abuelo.

—Ca, no, señor.

—Pues si mi padre murió en América.

—Pero si es otro.

—¿Quién?

—El padre de D. Remigio.

—¡Ah, diantre! Hasta con los muertos se atreve; alumbra, alumbra.

—Este sí que es nuevo y bonito.

—El excelentísimo é ilustrísimo señor D. Ramón García y Fernández de Valfermoso, falleció en este castillo el día... pero ¿murió aquí?

—¡Ya lo creo! Valiente entierro se le hizo.

—¡Qué iniquidad! Deja el farolillo y márchate.

Quedóse el marqués solo en la estancia, revisó las inscripciones de todos los sepulcros, y vió que á Pedro Ara, comerciante, había sucedido Román Lara, magistrado; á éste, Pedro, afortunado militar y primer marqués de Valfermoso; á éste, D. Gaspar, que después de enviudar se hizo sacerdote y alcanzó un alto puesto en el clero.

Seguíale en la genealogía otro D. Pedro, también militar, y muerto en América, el cual era padre del marqués que estaba contemplando los sepulcros de sus ascendientes.

Volvió el aristócrata á dejar el farol en el suelo, cruzóse de brazos, y encarándose con las tumbas, dijo:

—Aquí me tenéis, señores marqueses. Del capital que acumulásteis apenas queda con que sostenerse cualquiera de los que fueron vuestros criados. No vengo á daros cuenta, que haríais mal en pedirme; sólo vengo á deciros que este marquesado, con todos sus prestigios, está próximo á caer como cae la hoja seca. Si alguno de vosotros está dispuesto á devolverle su pasado esplendor, yo doy al animoso mi juventud y mi vida y acepto su lugar. ¿Queréis, ó no?

Alzáronse las cubiertas de las tumbas, irguiéronse los esqueletos y las calaveras giraron, presentando las órbitas al arrogante marqués.

Querían todos aceptar el trato, y todos lo aceptaron, porque hubo en el joven suficiente vida para que los muertos lograsen las energías de los sesenta años; quedóse el marqués frío, tendióse en la sepultura de Pedro Ara, el fundador, y desde allí dijo á sus parientes:

—Os advierto que hallaréis el mundo muy cambiado. La palabra hablada y la palabra escrita caminan con rapidez por hilos metálicos; se marcha sobre la tierra y sobre los mares con velocidad extraordinaria. Al despotismo de un necio ha seguido el de las necias muchedumbres. Todo lo irracional se os aparecerá con nuevas formas, y lo inmutable y eterno apenas fija la atención de los hombres. Os veréis engañados, os veréis escarnecidos y os...

Era inútil seguir adelante, porque el marqués estaba solo.


Si en el cadáver existen fuerzas interiores, éstas se manifiestan activamente cuando el cadáver se descompone, y si un principio de esta descomposición produce por la transmisión nerviosa los dolores que acusa el cerebro, creo que la descomposición del cerebro debe ser un extraordinario placer de la materia.

No existe el dolor donde no existe la envidia, que es madre de la soberbia y abuela de la crueldad. Y entre los órganos que yacen inertes no es posible rivalidad de ninguna especie. Bendita sea la tierra, hija de Dios, que alimenta al hombre y guarda al muerto y lo descompone cariñosamente. Bendita sea la tierra que no detiene el paso del hombre vivo, ni detiene la marcha de los átomos del cadáver. Porque á cualquier parte que miréis hallaréis siempre que la cárcel es la única creación original del sér humano, porque en toda la naturaleza no hay más cárceles que las que construye el hombre.

Bendita sea la hermosa paz del sepulcro, donde la materia humana recobra toda su grandeza y pasa á nuevos estados en que cumplir solamente las sublimes leyes de Dios.


Ignoro si el cadáver del marqués gozaría descomponiéndose, pero es evidente que se descompuso.

Allí volvió el jurisconsulto, renegando de los tiempos presentes, quejándose de que los magistrados y las leyes puedan ser discutibles y puedan ser recusables, quejándose de la libertad y de la democracia, y renegando de haber abandonado su sepulcro para ver cosas tan miserables.

Allí volvió el general, burlándose de los ejércitos sin soldados, de las campañas terminadas en pocos días y de los afeminados pueblos que prefieren la paz á la guerra, que luchan solamente por adquirir cuatro céntimos ó un privilegio inútil, y que se rien de los generales que no saben retórica.

Allí volvió el marqués que fué obispo, escandalizado por la indiferencia religiosa de nuestros contemporáneos, asombrado de que los pueblos y los reyes pidan sus consejos fuera de la iglesia, y decidido á no salir de su tumba hasta que se reintegrase al Pontífice en su poder temporal.

Allí volvieron todos, todos, menos Pedro Ara, el fundador de aquella poderosa familia, pero con el pastor envió una carta que éste leyó delante de las tumbas, y que decía así:


«Mis queridos parientes, os agradezco vuestra retirada, porque así me hallo con todo el vigor del joven que ocupa mi fosa.

Desde mi vida anterior hasta la presente se han conservado costumbres é instituciones inútiles, se ha aumentado la protección á la propiedad y á otros privilegios más ó menos odiosos, pero no se ha hecho nada para proteger al que trabaja. Ni existe el derecho al trabajo, ni el trabajar es virtud social, aunque lo sea en todos los códigos morales.

A pesar de esto, hoy como entonces y como siempre, el porvenir es del que trabaja.

Cortando pinos puse á mi hijo en condiciones de ser marqués; pues ahora fundiendo hierro pondré a mis descendientes en condiciones de que no necesiten del marquesado para ser personas respetables.

Adiós. Vuestro afectísimo, Pedro


Quisieron articularse los huesos del joven marqués y llenarse de vida y volver á la sociedad y trabajar hasta partirse, pero era tarde.

Ya va siendo muy tarde.


Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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