¡Oh vanidad! Contigo me bastarla para dominar el mundo. Por tí vamos sin vacilar al más grosero error y á la más heroica virtud.
Suenan las doce en el reloj vecino, y don Manuel cierra el libro que estaba leyendo.
Grandezas por todas partes... Yo soy el único desgraciado... No encuentro nada que escribir en mi tarjeta... Manuel Fernández: ¡siempre Manuel Fernández!...
He estudiado mucho y no soy académico... Manuel Fernández, de la academia de Tal... ¡Locura! Cuando estábamos en la oposición me sonreían mis amigos políticos porque socorría en secreto sus necesidades, y ahora... Ayer, después de muchos meses de acecho, logré ver al Presidente. Entré en su despacho y le saludé con el respeto que merece un hombre de talento que ha logrado tan alta posición, y me dijo: «Adiós, Fernández; siéntese usted por ahí...» Allí estaban los íntimos como mujeres del harén, enseñándose sus joyas, alegres, juguetones, imaginando desplantes y chistes, y aguardando á que su señor pidiese el abrigo, sacase el pañuelo é indicase quién era el agraciado aquella noche... Me fui enseguida, porque allí era la adulación el único homenaje, y yo llevaba en mi honrado espíritu una ofrenda más estimable que el Presidente no me pedía ni me hubiera agradecido.
Todos... todos... Pepe ha sido nombrado guardia municipal, y es el terror de las verduleras. Paco es juez, y será el terror de los litigantes. Ramírez, diputado á Cortes, y López corresponsal en Pozuelo del órgano del partido... Manuel Fernández, diputado... corresponsal... ¡Locura!
De nada me sirve ser rico... de nada me sirve... Creo que tocan á fuego. Contaré las campanadas... Ahora: tan, una; tan, dos... cuatro... siete, ocho. En la Inclusa. Atención: tin, una, dos... seis... ocho, nueve, diez. En el Rastro.
Un incendio es una emoción.
Aquel es D. Carlos, el distinguido escritor de noticias.
—Adiós, D. Carlos.
—Adiós, Fernández.
¡Qué grosero!... ¡Cómo corre ese bomba!... Por el resplandor parece que está ardiendo medio Madrid... Ya se nota el olor del humo... Ese coche vendrá al fuego... ¡si es el del gobernador!... ¿Y aquel grupo? Me acercaré... ¡Valiente incendio!... Como no se acuda pronto... Alli está el alcalde. Le saludaré porque sería una grosería...
—Buenas noches, señor Alcalde. ¿Cómo está usted?
—Adiós, Fernández.
El tonto soy yo en mirarte á la cara.
Los incendios en Madrid son parecidos, y acerca de ellos dicen
siempre los periódicos lo siguiente: «El fuego invadió el edificio á las
ocho de la noche y quedó extinguido á las tres de la madrugada;» y
efectivamente, cuando el edificio queda extinguido se acaba el incendio.
Esto quizá dependa de que, á las veces, da órdenes un abogado ó un
novelista, y los arquitectos municipales tienen que obedecer.
D. Manuel había forzado el cordón de agentes y se disponía á trabajar donde hiciese falta. Delante de una casa, cuyo tejado se desplomaba convertido en ascuas, lloraba una mujer con desesperación.
—¿Qué le ocurre á usted? —la preguntó Fernández.
—Mi baúl, señor, mi baúl.
—¿Se ha quemado?
—Sí, señor. ¡Ay, Dios mío! Las poquitas ropas que he ganado sirviendo tantos años.
—Paciencia.
—Ahora que iba al pueblo á casarme.
—Paciencia, hija.
—¿Qué será de mí?
D. Manuel no pudo contenerse; comprendió que las cenizas de aquel baúl eran las de una felicidad elaborada penosamente, y sacó de la cartera un billete de cien pesetas y lo entregó á la mujer.
—Dios y la Virgen de las Angustias, mi santa patrona bendita, se lo paguen á usted.
—Bueno, mujer, bueno.
—Vaya usted con Dios, caballero, que tiene usted el corazón tan hermoso como la cara de la Virgen.
D. Manuel empezó á sentir la alegre borrachera del buen obrar; se aseguró de que su cartera estaba provista, y se dirigió hacia la calle inmediata, á cuyos edificios llegaban las llamas impelidas por el viento.
A los pocos instantes se le acercó don Carlos.
—Hola, Fernández.
—¿Qué trae usted por aquí?
—Tomando notas.
—Y ¿hay alguna novedad?
—Hasta ahora nada. Un ciudadano que se aprovecha del fuego para hacer conquistas.
—¿Será posible?
—Acaba de entregar un billete á una barbiana de chipén.
—¿Pero es cierto?
—Y tanto. Yo me voy á la Ribera.
—Yo me quedo aquí.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Fernández sintió que su rostro ardía como el Rastro. ¿Es posible, se preguntó, que el mal se presuma tan fácilmente y la virtud necesite testigos de conocimiento?
Y siguió andando entre los montones de muebles que custodiaba la Guardia civil. En las esquinas se veían los rojos faroles, que eran anuncio de un botiquín y de una camilla. El fuego y el viento, obedeciendo á leyes físicas; los bomberos, los agentes, los practicantes y los médicos, obedeciendo á una ley moral; las victimas obedeciendo á la ley del dolor; y los que no hacían nada estarían obedeciendo á otras leyes.
Frente á las puertas de un comercio se imaginan los medios de salvar á un guardia de seguridad que ha entrado entre las llamas para sacar una caja de caudales. El agua que arroja una manga permite á intervalos explorar el portal, y en uno de estos momentos se ve al guardia arrastrando la caja.
—Salte fuera.
—No, no. ¡Agua!
Y el infeliz se coloca donde cae el chorro, que le hace vacilar. Y cuando la caja está en la calle, el guardia, con el uniforme desceñido y desgarrado, se apoya contra la pared.
—Dadle vino.
—No le deis vino; agua y aguardiente.
—Basta de recetas y llamad al médico.
—¿No te di la llave? ¿Por qué no abriste la caja?—pregunta el comerciante.
—¿Y si se queman los billetes?—responde el agente.
Fernández saca su cartera, sonríe pensando lo que proyecta, y entrega al guardia un billete de cincuenta pesetas, diciendo.
—Tenga usted en nombre del señor gobernador.
—¡Viva el señor gobernador! —grita un cabo de la Guardia civil.
—¡Viva!
—¡Viva el padre del Orden público! —vocea, con las fuerzas que le quedan, el valeroso agente.
Y mientras los curiosos se dirigen al sitio donde se dan los vivas, se va D. Manuel á la Ribera de Curtidores. Allí vuelve á encontrarse con D. Carlos.
—Esto se pone grave, amigo Fernández.
—Gravísimo.
—Y yo tengo que retirarme pronto para llevar un alcance al periódico.
—¿Tiene usted muchos alcances?
—¿Notas?
—Eso.
—Algunas. Le voy á dar un bombo al gobernador. Es mucho hombre.
—Y lo merece.
—¡Cómo se ayudan ustedes los correligionarios!
—Aunque fuese mi enemigo diría lo mismo.
—Y con razón. ¡Si viene de nosotros, que somos hijos del trabajo!
—Sobre todo esta noche...
—Y siempre. Hasta luego.
Y Fernández se decía: Por eso será don Carlos mal periodista. Para conocer el corazón humano no basta ser hijo del trabajo; es preciso ser hijo de la desgracia.
De pronto, dos guardias á caballo escaparon hacia una callejuela.
Entre los hierros de una reja aparecían las blancas tocas de una sierva de María.
La religiosa sostenía entre sus brazos á una anciana, cuyo rostro tornaba lívido la cianosis. Buscaban la ventana como único refugio contra el fuego, y la ventana tenía reja. Se ataron los caballos á los cruceros de los hierros y la reja fué desprendida de la fachada.
Fernández, ebrio del todo, se acercó á la religiosa, y besó el crucifijo del rosario.
—Tenga usted, en nombre de S. M. la reina; para esa enferma ó para el Asilo.
La anciana besó la mano de Fernández, la religiosa lloraba de agradecimiento y balbuceaba una respuesta, los guardias se descubrieron con respeto ante el delegado regio, Fernádez echó á andar, y una mujer del pueblo le gritó:
—Dígale vuecencia á la reina que ¡bendita sea!
Después, como viese D. Manuel que se acercaba el Juzgado de guardia, huyó, huyó sin detenerse hasta llegar á Fornos. Huyó como un criminal, lo que era, porque recordaba que el Código castiga las usurpaciones de estado, y temía verse deshecho entre las garras de la ley, como los techos de las casas del Rastro se deshacían entre girones de fuego.
Y allá, en Fornos, contemplaba las cosas de que puede gozar un
hombre cuando lleva un lema en su tarjeta. Pero ¿quién empieza una
conquista llamándose á secas Manuel Fernández?
A las cuatro llegó D. Carlos.
—Reventado, amigo Fernández.
—Ya, ya.
—Y vuelvo al fuego. He tenido que escribir á escape. Aqui traigo unos números; guarde usted uno. Ya leerá el gobernador lo que le digo... Gracias; no tengo tiempo: tomaré café con un bollo... ¿Usted sabe quién era el delegado regio?
—No sé nada.
Cuando Manuel Fernández se dispuso á meterse en la cama miró la cartera y dijo:
—¡Bah! He gastado poco: una noche de vicio me hubiera costado más.
Después leyó en el periódico los elogios al delegado regio y al gobernador, y un párrafo que decía así: «Y bueno será que se vigile para que los Tenorios no se aprovechen de estos siniestros.»
Fernández apagó la luz, se volvió del otro lado, y estirándose bajo las sábanas se dijo:
—Por unos cuantos duros he sido delegado de la autoridad y he atropellado á una muchacha, y todo esto sin ocasionar una lágrima. Está visto; tendré que ponerme la conciencia en la tarjeta.