El Mejor Alcalde, Dios

Silverio Lanza


Cuento


Son las siete de la noche. El Sr. Juan cruza la plaza del pueblo y entra en la casa consistorial.

—Buenas, Mariano.

—Hola, Sr. Juan, ¿qué trae usted por aquí?

—¿Está el señor alcalde?

—Está con la Comisión de adoquines.

—Y, ¿qué hacen?

—Pues van á empedrar...

—¿La plaza de las Escuelas?

—Quiá, la calle del Barranco.

—Pero si por allí no pasa un cristiano.

—Pero tiene la puerta falsa el señor alcalde.

—¿Y qué?

—Y salen sus galeras, y las cabras, y los cerdos.

—Comprendido. ¿Y durará mucho la sesión?

—Poco. Llevan media hora. Dijeron que se quedara un alguacil y me quedé yo.

—¿Y Avisa?

—En el cortijo del señor síndico.

—¿Ocurre algo?

—No, señor; que esta noche cenan allí.

—¿Quiénes?

—Pues todos los de justicia.

—Pero no irá el señor alcalde.

—¿Que no? Pues si es quien convida.

—¿De modo que ya han hecho las paces?

—El mesmo día de la toma.

—Está bien.

—Esto es una comedia.

—A las veces sainete.

—También.

—Y á las veces tragedia.

—Como lo será pa el tío Dormido.

—¿Qué le pasa?

—Que el señor alcalde le quiso comprar el pajar y él no quiso, y ahora le obliga á hacer obra y á meterse pa dentro, y...

—Y lo venderá.

—Qué remedio.

—Parece que andan.

—Ya salen. Estése usted aquí y le habla cuando pase.

—Si, hombre, y gracias.


—¡Qué ayuntamientos! No discurren nada que sea beneficioso para el pueblo y para los pobres; solamente piensan en medrar y en satisfacer sus apetitos de venganza. Y yo, buscando siempre la manera de socorrer al desgraciado. Me dan con la puerta en las narices todos los días, y me quedo tranquilo. Algunas veces lloro por los desprecios que sufro, pero vuelvo á pedir por los pobres. Nunca vendré á pedir nada para mí, y el día que sea pobre me suicidaré tan cristianamente como se dejó matar el Nazareno cuando creyó que su hora había llegado. Pero vendré á pedir para los pobres, porque pidiendo para ellos me elevo tanto, tanto, que por eso, sin duda, me ve el alcalde tan pequeñito como yo le veo...


—¡Señor alcalde!...

—Ya está usted aquí otra vez.

—(¡Qué fino!) Y para molestarle.

—Usted dirá... tengo prisa.

—Caramba.

—Estos asuntos municipales...

—(La cena en el cortijo.)

—Agobian, sí, señor. Los alcaldes debían irse cuando quisieran.

—(No hubieras venido.)

—Conque, usted dirá.

—Nada. El pobre Claudio...

—¡Ah, si!

—A ver si le coloca usted en consumos.

—Pero eso me lo ha dicho usted antes.

—Sí, señor; muchas veces.

—Pues, hijo, paciencia. No tengo una vacante.

—Ni podrá usted crear plaza.

—¡Si me sobra personal!

—¡Demonio!

—Nada, nada. Deme usted una vacante y coloco á ese hombre.

—En fin, veremos.

—Y no le detengo á usted más.

—Muchas gracias.

—El campo bueno, ¿eh?

—Sí, señor.

—Yo, con tenerlo á renta, no saco beneficio. Este año me hubiera hartado de cebada.

—¡Qué lástima! Otro año será.

—Conque, lo dicho: una vacante y cuente usted conmigo.

—Muchas gracias. Adiós, Juan.

—A la orden de usted, señor alcalde.

A Juan le saludan algunos concejales con familiaridad, casi con sorna, otros no le miran, y todos convienen en que es un buen hombre, pero tonto, porque teniendo medios se debe ser autoridad, y medrar, y emplear á los amigos, y hacer fortuna, y asegurarse una pensión; en fin, todo lo que hacen las personas decentes.

Juan va á su casa pidiendo á Dios que no encuentre á Claudio, porque no sabe cómo disculparse ni qué decir; ¡si él fuera como el alcalde! Y pensando en esto oyó que la campana de la iglesia llamaba á los fieles para acompañar al Viático, y á la iglesia fué. Allí le enteraron de que el enfermo era Fanegas, vigilante de consumos. Juan se acordó de Claudio, que podría reemplazar al enfermo, pero enseguida se arrepintió de su mala idea, y cuando vió á Fanegas en la cama y consideró que aquel hombre, abrumado de familia, con la abuela vieja y el suegro paralítico, era más desgraciado que Claudio, sintió mayor arrepentimiento, dió al enfermo algunas monedas y le envió después de todo cuanto guardaba en la despensa.

El Viático ó los socorros de Juan restablecieron á Fanegas, y siguió desempeñando su empleo. Entonces Juan dijo á Claudio:

—Mía es la culpa. Hacía falta una vacante y te la quité auxiliando al otro.

—Dios fué...

—No culpes á Dios de nada malo.


Fanegas quedó agradecido á los favores de su protector, y en vista de esto el alcalde dejó cesante á Fanegas.

—Pues, señor —se dijo Juan—, habrá que ser pillo para ser útil. En fin, sigamos haciendo el bien; acaso la justicia esté más honda.


El hijo de Juan concluyó su carrera de ingeniero industrial, y se quedó sin colocación porque las influencias de su padre no alcanzaban para tanto ni para menos.

Y un día Rafael le dijo á su padre:

—¿Tiene usted dos mil duros disponibles?

—¿Para qué los quieres?

—Usted no puede colocar á nadie.

—¿Y los vas á dar?...

—A la postre más se gasta usted en dos años para socorrer á esos infelices.

—Si, pero...

—Escúcheme usted. Si puede usted disponer de dos mil duros montamos una fábrica.

—¿De vergüenza?

—De hielo.

—Chico, me dejas frío.

—Pues entre usted en calor, porque el asunto merece pensarlo.

A los pocos meses funcionaba la fábrica bajo la administración del tío Pelambres, cuyos deberes eran no asistir á la oficina, cobrar y dar dos estacazos al lucero del alba, aunque fuese el alcalde, si pretendía usar de los procedimientos legales que sirven para arruinar las industrias.

Tras la fabricación de hielo, vino la de cerveza, después la de bebidas gaseosas y después la de licores.

El ayuntamiento cometió el desatino de hacer pagar derechos de tránsito y de consumo á los productos de la fábrica, y á la puerta de ésta se estableció el fielato.

A los dos años preguntó Rafael á su padre:

—¿Qué le parecería á usted que yo pensase en casarme?

—Hombre, el casarse no es malo cuando la mujer es buena.

—Julia.

—¿Cuál?

—La hija de D. Máximo.

—¿El alcalde?

—Ese.

—Es lo único bueno que ha hecho su padre.

—De modo...

—Lo pensaré.


A las siete de la noche cruza D. Juan la plaza del pueblo y entra en la casa consistorial.

—Buenas noches, D. Juan.

—Hola, Mariano.

—Por aquí, por aquí.

—Ya sé el camino.

—No importa, le acompañaré á usted.

—Si está ocupado el señor alcalde, esperaré.

—No, señor, porque me regañaría. Voy á avisarle y vendrá ahora mismo.


¡Qué varias son las aptitudes del hombre! Vea usted, yo no serviría para alguacil.


—¡Señor D. Juan!

—Buenas noches, señor alcalde.

—Aquí, aquí estará usted más cómodo.

—Vengo á molestarle.

—Todo lo contrario.

—Es que si tiene usted prisa...

—Ninguna. Estos asuntos municipales se resuelven ellos solos.

—Más vale así.

—Estoy á las órdenes de usted.

—Muchas gracias. Aquí vengo con muchas peticiones.

—Concedido todo.

—Muchas gracias. Empezaremos, si usted gusta. En el próximo sorteo para determinar los concejales salientes es preciso que usted sea agraciado.

—¿Que me quede?

—No, señor; que salga usted.

—Es que...

—Sale usted, y enseguida le reelegimos.

—Entonces...

—A usted le conviene la reelección, ¿no es verdad?

—Sí, señor.

—Y está, usted seguro de que yo me basto...

—Ea, tiene usted en la fábrica casi todos los votos del pueblo.

—¿De modo que estamos convenidos?

—Si, señor, y gracias; pero no sé...

—Y vamos con las otras peticiones.

—Usted dirá.

—Es preciso empedrar la plaza de las escuelas.

—Si, señor.

—Y arreglar el teatro.

—Eso poco cuesta.

—Y subvencionar una charanga municipal.

—La música...

—Sí; no paga consumos, pero es síntoma de cultura.

—Bueno.

—Las sesiones del ayuntamiento serán en domingo.

—Bueno.

—Se aumentan dos serenos.

—¿Dos más?

—Se compra la huerta de Pozo Estrecho para ensanchar el hospital. Más faroles...

—Eso sí.

—Luz todas las noches. El salto del río se puede aprovechar para una industria. La vigilancia para los licenciados... guardería de los paseos para los ancianos. Hace falta un abrevadero en las eras de San Roque.

—Pero, señor D. Juan, ¿es usted el alcalde?

—¿Lo es usted?

—Yo creo que sí.

—Pues está usted equivocado. Convinimos al principio de la conversación en que yo era el dueño de los votos y, por consiguiente, tengo la fuerza numérica que me da la fuerza legal. Si cierro la fábrica le produzco á usted una cuestión de orden público, etc.

—Es cierto, y por mi parte puede usted ser alcalde cuando guste.

—No, Sr. D. Máximo; yo no deseo tal cosa.

—Pues entonces usted comprenderá que no es posible que haya dos alcaldes á un tiempo.

—Es muy fácil. Usted es alcalde por derecho legal y yo soy alcalde por derecho divino.

—Una broma de usted.

—No es broma. ¿Usted sabe lo que es derecho divino? Pues bien; es el derecho á ser bueno. El que tenían los reyes que hicieron la felicidad de sus Estados. El que permite burlarse del Código cuando es injusto. Usted, por ser alcalde legal, está obligado á cumplir las leyes y á procurar que todos las cumplan; y yo, por ser alcalde divino, uso de mi diminuta omnipotencia para hacer el bien á despecho de las leyes.

—Eso es un sofisma para justificar una oligarquía.

—No, señor: lo que digo es la síntesis de lo revolución social. Mis dependientes, aislados, irían fácilmente á la cárcel, pero unidos y defendidos por mí nos imponemos. Algún día se reunirán las clases productoras, y siendo más monárquicas y más religiosas que nuestras leyes, acabarán con los que viven monopolizando convencionalismos estúpidos, como los agiotistas americanos viven negociando petróleos que no existen.

—Señor D. Juan, es usted un demagogo elocuente.

—Y con ribetes de instruido.

—Desde luego.

—Si me hubiera usted dado aquella plaza para Claudio aún sería yo el mismo señor Juan.

—¿Crea usted...

—No; si no me pesa. Si acaso, á usted; pero, amigo mío, la desgracia es una fiera que todo lo aprende para matar á su padre.

—Es cierto.

—Afortunadamente, nuestra discusión acabará como las comedias buenas.

—Si es con aplausos estoy dispuesto á aplaudir.

—No, señor; los aplausos vendrán después de la boda.

—Usted dirá.

—Aún me quedan muchas cosas que pedir, pero las dejo para otra ocasión, y ahora me limito á pedirle á usted la mano de Julia para mi hijo Rafael.

—Por mi parte, no hay inconveniente.

—Yo sé que sus negocios de usted no marchan bien, pero los míos van como rio en invierno.

—Eso probará á usted que la política...

—El dinero de la política es granizo, y el de la industria es un diamante. En un buen día de tormenta cae mucho granizo, pero se deshace pronto.

—Tiene usted razón.

—Mi hijo, al casarse, será dueño de la fábrica, porque él la ha ganado.

—Es un buen capital. Mi hija...

—Su hija de usted tiene suficiente dote con sus condiciones morales y su belleza.

—Muchas gracias.

—De este modo Julia representará la virtud, mi hijo el trabajo, yo la constancia...

—Y yo...

—Usted es un representante de la ley, y esto es ya ser bastante. Usted, con su bufete, puede hacerse un capital, porque será usted alcalde perpétuo.

—Otra vez gracias, Sr. D. Juan.

—Los chicos harán su viajecito de bodas, é irán diciendo que los mejores pueblos son los que trabajan, y que ellos son del mejor pueblo, el que tiene mejor campo, mejores mozas y mejor alcalde.

—Muchas gracias.

—No. Usted será siempre el alcalde, Máximo, pero el mejor alcalde es Dios.


Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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