Solo había una mesa desocupada en el vagón-comedor del tren expreso del Sur. A ella nos acercamos al mismo tiempo otro viajero y yo.
—Usted—le dije en francés, invitándole á que se sentase.
—Usted—me dijo en inglés, haciéndome la misma invitación.
Y nos sentamos ambos.
Se acerco el sirviente, y el inglés pidió once huevos cocidos y agua fresca.
¡Que extravagancia! pensé; y resuelto á aforar al inglés, y convencido de que á los ingleses solo se les coge siguiéndoles, pedí al mozo que me diese la lista de los postres. En ella estaba escrito á mano: «Nueces frescas españolas.»!Inagotable fantasía francesa!
Me trajeron las nueces y observe que los viajeros y los criados nos contemplaban con curiosidad: les pareceríamos dos locos.
El inglés vió las nueces, me miro, y con el indice de su mano derecha señalo al suelo. ¿Qué quería decirme? Supuse que me preguntaba si las nueces eran francesas, y en inglés le dije que eran españolas.
—¿Es usted inglés?
—No, señor; soy español. ¿Y usted?
—Yo soy de la tierra.
Aunque dicha en inglés, esta frase castellana indicaba que aquel sujeto era de la tierra donde estábamos.
—¡Ah! Es usted francés.
—No, señor, soy de la tierra; earth's man.
—Todos somos del polvo y á él volveremos.
—Iremos de encima de la tierra adentro de la tierra.
—Under ground (debajo de tierra) dijo el poeta.
—Necesito hablar con usted.
—Estoy á su disposición.
—¿Cuándo?
—Cuando usted guste.
—Digo que ¿Cuándo iremos debajo de tierra?
—Pues también cuando usted guste—dije con energía, creyendo que iba á proponerme un desafío aquel anciano.
—Yo soy Vault (5), es deber mío decírselo á usted.
—Pues celebrare que caiga usted bien en tierra.
—Yo caeré más hondo, dijo sonriéndome.
Y añadió con ademán trágico:
—Yo soy Vault under ground (6).
Y señalaba al suelo enérgicamente.
—Pues yo soy el abismo—dije con esa entereza goda que los extranjeros reconocen al individuo español.
—Lo había sospechado. Estoy á sus ordenes de usted.
Se retiro el inglés gravemente y sin comerse los once huevos. Se sereno mi semblante; pedí al mozo un almuerzo racional; nos miramos mutuamente los viajeros, y, primero á hurtadillas, y después á coro, nos reímos del extravagante Vault.
Al llegar á París me despertó el inglés; tenía en sus manos mi saquito de viaje.
—Cuando usted guste.
—Permítame usted, le dije cogiendo mi saquito.
—Era por complacerle á usted.
No podía explicarme que el inglés estuviese tan fino y tan obstinado en romperme las narices.
En el anden VI, entre tipos raros y mujeres aceptables, una muy hermosa que me miro con atención. Si yo no hubiese ido ocupado con el inglés, le digo á aquella ciudadana un piropo internacional.
Cuando llegamos al patio, el inglés llamó á un criado del Gran Hotel.
—Dos coches de alquiler.
Se acercaron los coches; monte en uno; el inglés puso dentro mi saquito, y me dijo:
—Iré detrás.
Hablo con el criado, subió este al lado de mi cochero y caminamos, contristado yo por aquella molestísima aventura.
Llegamos al Hotel, pago el criado al cochero, cogió el saquito, y me dijo en francés:
—Su habitación de usted está dispuesta.
Mire de reojo hacia el arroyo; el coche del inglés aún no había llegado.
Me instalaron en un cuarto digno de un príncipe chino. Aquel hospedaje debía de costar mucho.
En mi alcoba había una puertecilla entornada, me asome por ella, y vi otra alcoba: la del inglés. ¡Quería tenerme cerca! Sentí frío, y pensé en la fuga (pequeñeces de mi sangre árabe); después me rehice; total: mataría al inglés, pagaría el hospedaje y haría un cuento inverosímil (grandezas cristianas).
Oí que el inglés entraba en su habitación, y me dispuse á lavarme para estar listo cuando mi enemigo viniese.
Me desnudé, abrí mi saquito, y ¡horror!
¡Un paquete de billetes! ¡Otro paquete con cheques al portador! ¡Otro con monedas de oro de á cien pesetas! Sentí vértigos; conseguí serenarme; comprendí que el inglés era un ladrón huido que me dejaba aquello para comprometerme, y me dispuse á declarar ante la policía. Pero, ¿por qué el inglés no se había llevado el dinero? ¿Era aquel mi saquito? Lo era. Y yo, desnudo en medio de mi alcoba, sudaba y tiritaba al mismo tiempo.
Oí ruido detrás de mi, y volví rápidamente la cabeza. Por la puertecilla acababa de entrar la hermosa mujer que vi en el anden; pero se presentaba en un desceñido provocador. Rodeábala una atmósfera de lujuria y de perfumes. Así debió de ser Eva cuando engaño al primer hombre.
Y mirándome con fijeza y con respeto, que parecía burla, dejo colgando su brazo derecho, extendió el indice hacia el suelo, y mostrándomelo con la mano libre, me dijo en inglés:
—¿También usted es de la tierra?
Sentí arder mi sangre. Excitado por el viaje, acosado por el majadero inglés, irritado por el hallazgo del dinero y enfurecido por aquella hermosura pálida y afrodisiaca que se burlaba de mí, cerré el puño de mi mano derecha, lo alcé al cielo, y mostrando aquel brazo mío, rígido, atlético, con músculos duros y con venas inyectadas, dije arrogantemente á la hermosa:
—Yo soy así.
Y, cuando volví á la realidad, oí que la pálida me decía con mucho mimo y con purísimo acento andaluz:
—Yo soy Mariquita.
—No me acuerdo. Pero, ¿tu vienes del cuarto de míster Vault?
—Sí, señor; míster Vault me dijo que estaría ahí, detrás de la puertecilla, esperando á que usted le llamase.
Salté en seguida de la cama.
—Míster Vault—dije tímidamente.
El viejo se presentó sonriendo; Mariquita continuó acostada.
—Míster Vault, mi ignorancia me excusa.
—Ya volverá usted á sus antiguas costumbres.
—¿Yo?
—Según veo, el señor ha contado los fondos—dijo señalando al saquito.
—Pero, ¿qué dinero es ese?
—La venta del oro. Los judíos lo habían encarecido. Lo supe, y les vendí en un mismo día y en diferentes plazas todo el oro nativo que teníamos amontonado. Yo, señor—dijo el inglés con emoción visible—, considero como la mayor satisfacción de mi vida esta ocasión de rendiros cuentas. Ya vivimos á trescientos metros de profundidad y ocupamos una extensión de doscientos kilómetros cuadrados. Al alcance de nuestra mano está el carbón de piedra, los minerales más preciosos, lagos inmensos, donde hemos hecho multiplicarse los más exquisitos peces, que viven, como nosotros, en completa desnudez, en amor perpetuo, disfrutando de una temperatura constante é ilusionados por la perenne luz eléctrica, que modificamos á nuestro antojo y para cuya producción no necesitamos los medios comunes, porque aprovechamos una de las grandes corrientes magnéticas de la tierra, corriente que mueve nuestros vehículos, nuestras maquinas y nuestros lechos. según lo ordenasteis, todos aprendemos de todo lo que nos es útil, y hemos llegado á la solidaridad de intereses por la comunidad de actividades. Todo es para todos. No tememos á la desgraciada humanidad, que vive bajo la funesta influencia del Sol, del que dijisteis en sonoros versos; «Tu caricia agosta y tu ausencia hiela.» Somos felices y os debemos nuestra felicidad, porque vos, señor, adivinasteis el sentido bíblico y comprendisteis que si no era posible la felicidad sobre la haz de la tierra, sería posible en las entrañas de nuestro globo.
A medida que míster Vault extremaba su elocuencia. Mariquita fué acercándose á mi.
—Yo creí muchas veces—añadió el inglés—que El Gran Abismo, el español audaz que fundo nuestra nación en aquel elevado pico que se levanta en medio de los mares, á cuya cúspide sólo puede llegar el águila y en cuyo vértice se abre la entrada de nuestro paraíso, sería un personaje fabuloso, porque todos los pueblos tienen sus tonterías en que emplear su fe, que es el descanso de la razón. Pero cuando os vi darme aquella lección durísima, prefiriendo las nueces á los huevos, porque seguramente la nuez es el fruto en cuyo interior no penetran los rayos del Sol maldito; cuando vi vuestra entereza, y la habilidad con que me preguntabais, y vuestra energía al decirme que érais El Abismo, ya no dude.
El buen míster Vault se puso de rodillas á mis pies, y con la más graciosa amabilidad le hice levantarse.
—Emprendí mi viaje—prosiguió el viejo—acompañado de Mariquita, según lo ordenáis en una de vuestras máximas: «Salid con mujer, caballo, perro y escopeta y mucho dinero; y si algo os falta, que no sea la mujer, pues ella podrá substituir á todo.» Y cuando dije á Mariquita quien érais, vino á recibir vuestras ordenes, y vos fuisteis tan bueno, que también le disteis vuestras caricias.
La hermosa Mariquita no pudo contener su emoción y comenzó á llorar. La abrace, la bese, permití á mis devotos que almorzasen conmigo, y, al terminar el almuerzo, acordamos que aquel mismo día saldríamos para España y para nuestra?, posesiones, cuya situación esperaba averiguar por medio de alguna astucia.
Encargáronse Vault y Mariquita de preparar el viaje, y yo salí para verme solo y madurar mis proyectos. Reflexione muy poco, porque me decidí en seguida á ser El Gran Abismo, á ver las maravillas de la vida subterránea y, en último extremo, á morir acariciando á una hermosa y engañando á un inglés.
En seguida me puse á calcular que regalo le haría á Mariquita, no solo por obsequiarla, sino para demostrar que yo podía vivir sin usar del oro nativo de mis profundos estados.
¿Qué puede ser útil á una mujer que vive bajo tierra, odiando al Sol y sin más ocupaciones que comer y dormir? Lo pensé mucho, y al cabo compre una magnífica copa: el regalo era digno de El Gran Abismo.
A las tres de la tarde regrese al Hotel, y el conserje me dió una carta y me dijo:
—Su equipaje de usted está en el zaguán para lo que usted disponga.
La carta decía así: «Hasta que nos veamos debajo de tierra.—Mariquita y Vault.
Creí que me ahogaba la ira. Comprendí que se habían fugado y me dejaban. ¿Habrían averiguado que yo no era El Gran Abismo? ¿Me habrían engañado aquellos bribones, y habrían simulado una farsa para que yo pagase los gastos de ellos. Pedí la cuenta. El contador me hizo presente que el viejo no había pagado mi almuerzo por temor de ofender mi delicadeza. Total: ocho francos. Pague; dí un luis de propina; y logre que me enseñase el registro de viajeros. D. Juan Ruiz y su hermana habían llegado á París conmigo en el expreso del Sur. En la estación, Juan Ruiz pidió dos habitaciones contiguas, y ordenó que se me instalase en una de ellas. Cuando yo salí, el viejo pago espléndidamente, dejo para mi una carta y el encargo acerca del almuerzo; y se fué con su hermana á la estación del Norte. De mi saquito había desaparecido el dinero del inglés.
No quise hacer más averiguaciones; sabía también que serían inútiles. Baje hasta el fondo de los mayores pozos de Almadén y de Hiendelaencina para ver si era posible lo que el inglés me había contado; y no me volví loco porque Dios no lo quiso.
Algunos años después referí esta aventura; y, aunque solo hable ante caballeros, á los dos días recibí un sobre con el retrato de un hermoso niño, que se me... (no lo digo). Al pie del retrato había escrito una mujer:
Vault (under ground).
* * *
¡El eterno timo! Un inglés falsificado, una novela absurda, un paquete de oro, y un víctima que presume de listo.
El timo concluirá, no solamente cuando los españoles desistan de engañar á nadie, porque esto es inmoral, sino desistiendo de engañar á los ingleses, porque esto es imposible.