Hemodinámica

Silverio Lanza


Cuento


Un hermoso día del mes de Febrero; las diez de la mañana. En la naturaleza que rodea á la capital hay orgías de los órganos emborrachándose de luz y de calor.

Madrid no forma parte de la naturaleza; es á la vida lo que el tísico al atleta. Madrid trabaja quejándose. Las córneas denuncian un estado patológico del hígado. La vaguedad de la mirada y la indolencia de la marcha denuncian un estado patológico del estómago. Gabanes y capas para resguardarse del sol que abrasa; los madrileños tienen frío: un estado patológico de la circulación. Ya encuentro la definición: Madrid es un órgano enfermo de mi patria.

Por la puerta del ministerio de la Gobernación van entrando los empleados y los pretendientes. En la acera se pasean algunos individuos de la ronda secreta. Veo un hombre ciego y viejo sentado en una silla de tijera y tocando la flauta. Me parece que se esmera, procura afinar y siente aquel ritmo que nadie escucha. Anoto en mi cuaderno lo siguiente: "Recorred la Historia y veréis que la prosperidad del arte denuncia la grandeza de los pueblos. Después de malgastar su actividad tantas generaciones empleándola en convencionalismos estúpidos, llega la decadencia y el arte sirve solamente para suplicar con lágrimas en los ojos una moneda con que defender la vida.»

Más allá otro viejo que vende bustos, aunque nadie los compre, porque estas futesas sirven entre personas cultas para recordar el cariño ó satisfacer un placer de estética; la canalla que nos rodea ha resuelto manifestar sus afectos de este modo: el odio con la calumnia y la amistad con la adulación.

En la esquina un puesto de corbatas: el símbolo del siglo XIX, el sabio jactancioso que ha pasado cien años matando los hombres por el cuello como se matan las bestias que sirven para alimentarnos.

¿Dónde voy? Donde haya mucho sol y mucha alegría. Desde luego, extramuros de Madrid.

Monté en el tranvía del barrio de Pozas, empecé mis observaciones acerca de mis compañeros de viaje, y cuando estuve solo me dijo el cobrador:

—Caballero, ¿va usted á la cárcel?

—Ahora no —respondí con voz suplicante.

Paróse el tranvía frente á la Cárcel-Modelo y me bajé.

El sitio no me hizo gracia, pero, ¿dónde ir, si Madrid está rodeado de asilos, hospitales, cárceles, cuarteles, conventos y cementerios? ¿Qué será de la capital el día que asilados, enfermos, reclusos, soldados arrancados de su hogar, y religiosos, que viven economizando de la limosna, se unan á los obreros explotados por la burguesía y á los comerciantes arruinados por los errores de una libertad insensatamente parricida?

Entonces... Si lo digo me llevarán á la cárcel. Pues vale más callarlo y meterse en la prisión celular. Visitaré al Sr. Cadalso, un héroe del trabajo que ha llegado á ser director de la cárcel de Madrid, el mejor jefe para una penitenciaría porque corrige con el ejemplo. El único cadalso que produce ejemplaridad.

Hay tantos hombres que á fuerza de talento y constancia llegan á la cumbre... Cánovas y Sagasta. Y esos dos jefes políticos, que deben tener conciencia del altísimo respeto que merecen sus esfuerzos, nunca han querido publicar un decreto redactado de esta sencillísima manera:


En él ciudadano español, él derecho inmanente y anterior á cualquier otro derecho, es el derecho al trabajo. El Estado garantiza él libre ejercicio de este derecho.


Entonces... Ahora vamos adentro antes que nos entren. Y crucé el ancho zaguán entre las mujeres que volvían de llevar la comida á los presos. Al verlas me acordé de aquella santa señora que iba por las fangosas calles del más caritativo de los pueblos para llevar á su marido preso el dulce consuelo de su amable compañía. Me acordé de los alcaides castigados por ser humanos, de los misericordiosos perseguidos y de las traiciones que parecen quedar impunes, como si la conciencia fuese un juez indolente ó prevaricador.

En el patio de entrada viven unos arbustos cumpliendo su condena tristemente.

Lleva muchos siglos la humanidad cometiendo necedades, y es tan soberbio el hombre, que nunca se para á considerar si será tonto; contesta á la advertencia con el insulto y al consejo con el castigo, y la poquísima moral que disfrutamos se ha conseguido á fuerza de víctimas. Yo no temo á la pena, porque el dolor físico es breve cuando es grande, pero me repugna la idea de sacrificarme estérilmente. En cambio iría con gusto á la cárcel si se admitiese la sustitución de un preso por otro. Esta sustitución de persona se acepta en el servicio militar, en otros casos y hasta en los mismos tribunales de justicia, donde alguna vez ha sustituido el inocente al criminal en procesos que han pasado á la historia, sin que por eso los humanos se hayan arrepentido de hacer justicia.

Está demostrado que algunos hombres van injustamente á la cárcel, y van justamente los que cometen delitos castigados en el Código y los que piensan por cuenta propia. De la primera y de la última manera es probable que yo vaya á la cárcel, y preferiría ir ahora sustituyendo á un preso, porque éste y su familia me lo agradecerían, los cristianos alabarían mi caridad y me evitaría el ir á la cárcel injustamente, ó por pensar con libertad, ó por cometer un delito común defendiendo mi vida, mi propiedad y mi honra amenazadas impunemente.

Si mi ofrecimiento puede ser aceptado, sostengo el ofrecimiento, pero téngase en cuenta que las esposas sustituirían á sus esposos y las hermanas á sus hermanos, y como las esposas y las hermanas serian sustituidas por sus madres, estarían todas las madres en la cárcel, y... se me ocurre esta duda: ó las madres no saben hacer justicia ó la justicia no sabe ser madre. Otra duda: si yo cometo un delito y el juez me ha de condenar, ¿no seria lo mismo que la madre del juez hiciese justicia á la madre mía? Otra duda... pero basta; no sea que, por dudar yo, tenga mi madre el disgusto de verme preso y de no poder sustituirme.

Y vamos al despacho del Sr. Cadalso.


Hallábame sentado cómodamente y contemplaba los rasgos fisonómicos del ilustrado director, que se ocupaba en firmar, cuando pidieron permiso desde la puerta para pasar adentro.

—Adelante —dijo el Sr. Cadalso.

Entró una joven de veinte años, fresca, limpia, sonriente, respetuosa y decidida. Era Joaquina, la billetera.

—¿Qué quiere usted?

—Pues, nada, señor director; que he venido un poco tarde, y ya ve usted.

—¿Qué?

—Pues que no me toman la comida.

—¿Para quién es?

—Para mi hermano, el 117.

—Bueno, que la pasen, pero otro día madrugue usted más.

—Ya lo creo. Si lo de hoy no sé cómo ha sido.

—Bueno, bueno.

—¡Ali! Y muchas gracias: Dios se lo pague á usted.

Joaquina me hizo un guiño de ojos para indicarme su satisfacción por haber vencido, y desde la puerta, sin que la viese el director, le envió un beso con las puntas de los dedos.

Me despedí enseguida del Sr. Cadalso, y este señor notó que yo estaba conmovido, y lo recordará perfectamente. Y conmovido estaba pensando en dos cosas: en que aquel día comía el 117, gracias á Dios, al director y á una mujer; y en lo que será de mí cuando yo ocupe la celda 117 y mi mujercita llegue tarde y el director no sea tan bueno como el Sr. Cadalso.

Salí á disfrutar de aquel hermoso sol de primavera, pero no almorcé porque me quitó el apetito la idea de que algún preso se hubiese quedado sin comer. A ustedes les parecerán sensiblerías estas cosas que me pasan, y lo son realmente, y no me conviene que se refieran porque en público hago bastante bien algunos alardes de despreocupación. Pero en quedándome á solas con mi conciencia me llama ésta cobarde porque no lloro.


A las nueve de la noche salía yo por la puerta del café Universal, y Joaquina me ofreció un décimo. Estábamos hablando de la escena de aquella mañana, y oímos el angustioso grito de un niño. Joaquina echó á correr y yo tras ella. En la calle de Alcalá, y en medio del arroyo, había una victoria volcada, y Pepe Butrón levantaba del suelo al niño de la billetera. Total: que el chico había salido de la taberna inmediata, fué á cruzar la calle creyendo que su madre estaba en la acera de enfrente, cayó, y la victoria le hubiera atropellado si Pepe Butrón no hubiera cogido una rienda del caballo, conque le dió la vuelta con tanta viveza que volcó el carruaje. Lo gracioso del caso es que Pepe Butrón es el jorobadillo monstruoso á quien llamán Brutón sus compañeros de la Curia.

Algunas horas después sorprendía en la taberna de Antonio, en la calle de la Cruz, esta conversación entre Joaquina y Pepe.

—¿Estás contenta?

—Figúrate.

—Si tú cuidases del chico como yo cuido.

—Pero si le dije que no saliese.

—Pues salió, y si no es por mí...

—Dios te lo pague.

—Y si el chico estuviera conmigo.

—No puede ser.

—Pues á mí no me importa que sepan que soy su padre.

—Pero yo no quiero que te perjudiques. Ya llegará su día.

—Me parece. ¿Tienes dinero?

—Me quedan trece reales.

—Pues guárdate esto.

Me marché, llegué á mi casa, y escribí un artículo que titulé Hemodinámica. En él describí la escena del atropello; las angustias de aquel padre; la miocultura por la neurocultura; el músculo impulsado por el nervio. Hablé de la fuerza de la sangre, de los impulsos del corazón, de los fenómenos de atavismo y de esas hermosas leyes que van fijando las modernas filosofías.


El día siguiente, por la tarde, encontré á Joaquina.

—Señorito Silverio. Le agradeceré á usted que se calle.

—¿El qué?

—Lo de ayer.

—¿La conversación?

—¿Cuál?

—¿Lo del coche?

—No, señor; lo de la cárcel.

—¡Ah, sí!

—Porque todos los días le llevo la comida.

—¿A tu hermano?

—Eso.

Miré á Joaquina con fijeza, y la dije:

—Me callaré, pero contesta: ¿De quién es el chico? ¿De Brutón ó...?

—Tiene gracia. ¿De quién ha de ser? Pues, del otro. Pero, ¿usted ha visto que los candiles den algo más que luz?

—Dentro de la ciencia es posible.

—Porque no la escriben las mujeres.


Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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