Heredípeta

Silverio Lanza


Cuento



Primera parte

Por lo demás, era deber mío asistir á aquel viejo en sus últimos momentos. Sobre todo, le debía dinero, y sabido es con cuánto cuidado acompañamos nuestros ingleses al sepulcro. El señor Conde había hecho la campaña de Italia con mí abuelo; había obtenido para mí padre sus mejores empleos. Había sido mi curador. Había, y principalmente yo la debía algunas cantidades que nunca me recordaba. Teniente general, millonario, Grande de España, y ya casi decrépito, tuvo la extravagante idea de tomar en matrimonio una deliciosa jovencita, sobrina y heredera de la marquesa de Romancos. La suerte parecía perseguir al señor Conde. A los tres meses de matrimonio murió su tía política, y nuevos capitales aumentaron el de la casa. La joven condesa era tan bella como bondadosa; pero á pesar de todos pus encantos la murmuración llegó á las puertas de su honra y no encontró pretexto para seguir adelante. Conchita había sido perfectamente educada por su tía: sus sentimientos religiosos eran sinceros.

Odiaba la sociedad como todo lo desconocida cuyo mérito deseamos que se niegue. Con estas condiciones forzosamente debía ser virtuosa la linda condesita. Á mí me miraba con mirada maternal. En la expresión de sus ojos habla algo de regañona condescendencia, á menudo solía reprenderme por mis bromas y se inquietaba por mi salud si me veía formal y serio. Aquella niña se me impuso de todas veras. Ella era mi madre, y el general mi abuelo. De todo lo dicho provenía mi entrañable cariño á esta familia.

En la mañana del 22 de Enero del año tantos recibí un recado de Conchita advirtiéndome que el señor Conde habla pasado muy mala noche y se encontraba bastante enfermo. En seguida me presenté en la casa. Efectivamente el general estaba en estado grave. El médico había hecho su diagnóstico; según él, una pulmonía fulminante me dejaría huérfano.

Yo al principio, encontré entretenido aquel ir y venir de los criados; la instalación de la lista en el portal de la casa; el aspecto triste y pensativo de la condesa y la importancia que yo me daba recibiendo las visitas de los amigos de confianza. Durante el almuerzo pude conseguir que Conchita comiese un trozo de pescado; pero yo, obligado por la cortesía, me quedé sin satisfacer mi apetito. Pasé la tarde en esta situación. Al anochecer, poco después de las cinco, resolví salir de la casa. Pretexté un asunto urgente y me lancé á la calle. En la esquina, una murga, con sus destemplados acordes, citaba á callejera danza á todas las comadres y mozuelas del barrio. ¡Contrastes de la vida! La polka con que se regocijaba al plebeyo servía de marcha fúnebre al aristócrata.

A todos mis amigos dí extensas noticias de la enfermedad del señor Conde. Hubo bárbaro que me felicitó por la presunta herencia. Quién anunció á sus oyentes la vacante de la condesa viuda, y quién me aconsejó en voz baja que sustituyese al enfermo.

Comí bien; me entretuve un rato en el casino, y á las once volví á casa del general. Según me dijo Conchita, el doctor no había encontrado de mayor gravedad al enfermo y se había despedido prometiendo volver á la mañana siguiente. Yo me quedé tranquilo. Pero al poco rato, Francisco, el ayuda de cámara, me entregó con el mayor disimulo una carta del médico en la que me encargaba preparase al señor Conde cuya muerte era segura. Me quede sin saber qué hacer. No encontraba motivo para separarme de Conchita que sollozaba sin cesar. Por fin á eso de las doce y media empezó la casa á llenarse de gente; eran amigos íntimos que acababan de dejar el teatro y venían á informarse del estado del Conde antes de retirarse á sus casas. Todos se ofrecieron á velar, pero Concha advirtió que más adelante tal vez serian necesarios, pero que aquella noche tenía bastante con mi ayuda. Llegó el momento de las despedidas y todo el mundo se retiró. Durante estas visitas me aproximé á la cama del enfermo:

—¿Cómo se siente V.?

—Tal cual.

Después el Conde me preguntó en voz baja, señalando al gabinete.

—¿Está ahí Conchita?

—No, señor. Está en la sala del piano.

—Pues, oye; no creo morir de ésta, pero por si acaso, en la caja de limoncillo, donde tengo las placas, tengo también el testamento.

—Y ¿á qué cuento?...

—Te encargo, que sin ofender á Conchita, me evites el andar con curas.

—Vamos, vamos, ¿quiere V. callarse? Pues ni aunque estuviera V. agonizando.

Di un beso en la calva frente del general, y terminé la conversación. Entró Conchita; entre los dos tapamos cuidadosamente al enfermo y yo me quedé satisfecho del resultado de mis gestiones.

Concha se sentó en una marquesita y yo en un sillón al lado de la chimenea; entre los dos estaba un velador que sostenía el quinqué; Francisco entró á tomar la orden, dispusimos que todos los criados se acostasen y que sólo él quedase en la antecámara por si algo ocurría.

La condesa se puso á leer la Imitación de Cristo, del Padre Kempis, y yo una obra de Amancio Peratoner.

A las dos de la madrugada empezó el conde á respirar fuertemente; producía al aspirar un gruñido raro. La condesa y yo nos fijamos en esto, pero al poco rato la regularidad de la respiración nos calmó del todo.

—Duerme perfectamente —dije yo.

—Más vale así. Gracias á Dios.

—Usted también debía descansar un poco.

—No puede ser. Á pesar de todo, estoy intranquila.

—Yo le avisaré á V. sí ocurriese alguna cosa.

—No, no.

—De veras le aviso á V.

—¿Me lo promete V. formalmente?

—Sí, señora.

—Entonces voy á ver si cierro los ojos.

—Pero, ¿por qué no se acuesta V. en la cama?

—No; aquí descansaré un poco; es sólo cerrar los ojos, me duelen mucho.

—Bajaré la luz.

—Entonces no podrá V. leer.

—La volveré a avivar cuando esté V. dormida.

—Siendo así consiento.

—Ea, descanse V. ¿Quiere V. una almohada?

—No, señor. Estoy bien así.

Conchita echó su cabeza en el brazo del mueble, yo bajé la luz del quinqué, encendí un cigarro, y me puse á pensar.

Aquel sueño del conde no me tenia satisfecho. La opinión del doctor valía mucho para mi, y yo ya sabia lo que el doctor opinaba. Pero no debía alarmar á la condesa; la pobre señora necesitaba descanso. También yo lo necesitaba. Sentí que mis párpados se unían con demasiada frecuencia, tratando de darse un largo abrazo de todas las noches. Pero yo debía velar, y procuré distraerme. Recordé algunas escenas de la novela que estaba leyendo. Aquella mezcolanza de cuentos verdes y de nombres técnicos. Una señora que está enferma y cuyo marido está enfermo, y tienen un hijo enfermo, y luégo... Me picaban los ojos de una manera insoportable. El calor de la chimenea abrasaba mi lado derecho; en cambio tenía helado el costado opuesto. Por otra parte aun estaba haciendo la digestión de la comida. ¡Qué bien sirven en el Inglés! Por cierto que Mariano ya no come allí Dicen que...

Mi sueño era más fuerte que... Llegué ¿no poder unir dos pensamientos. Cuando abría los ojos los fijaba en la llama de la lumbre, ese girón de fuego que atrae nuestra vista como mohín de mujer amada. Se secaban las corneas, se cerraban mis párpados, y el sueño, como traidor que espera, se apoderaba de súbito de mi sér.

Por fin me quedé dormido.

No sé cómo ni de qué manera fué á parar á la puerta de un castillo muy grande. Yo iba vestido con botas altas, espuelas, calzón de punto y justillo de terciopelo; ceñía larga espada al cinto y cubría el todo con una capa negra como la puerta que tenia enfrente, como las tinieblas que me rodeaban.

Llamé á la puertecilla.

—¿Quién va?

—Abrid.

—¿Sabéis dónde llamáis?

—Lo sé.

Abrieron, entré dentro. Sentí que cogían el extremo de mi capa, me arrastraban de esta manera suavemente, Eché a andar, seguí así caminando largo rato por entre la mayor oscuridad.

De improviso... ¡Qué magnífico espectáculo!

A lo lejos, muy á lo lejos, las nevadas crestas de una cordillera gigante. Más cerca prados, bosques, ríos, como encajes de plata, agujas y cruces de elevados campanarios, pueblecitos con sus blancas casas como rebaños de ovejas estacionadas por sus pastores en valles y vertientes. Aun más cerca, una población al parecer inmensa, capaz de encerrar una raza entera, pero una población rara, que no pude conocer, porque allí veía, como cicatriz de una herida, esa larga línea de los boulévards de París; allí estaban los puentes del Támesis, el palacio Real de Madrid, la cúpula de San Pedro, y á la derecha de aquella ciudad monstruosa, el lindo arrabal de Belén, conforme se halla á orillas del Tajo, como niño encantador que duerme al lado de su hermosa madre. Entre aquel término y yo un inmenso mar que me rodeaba por todas partes, porque yo estaba en una alta peña, aislada, rara, distinta por todas sus líneas de pendiente como la Peña de los Enamorados.

Y aquel mar era más extenso que el alcance de mi vista, y yo le veía á lo lejos confundirse con el azulado cielo.

¡Espectáculo magnífico!

Fué más mi atención. El asombro me prodigo miedo. No eran aguas lo que formaba la masa de aquel océano incomparable, nó; eran trozos de oro y piedras preciosas y granos de plata y minerales riquísimos y joyas de rarísima belleza, y había allí bastones de mando de delicada concha, y cetros llenos de brillantes, y brazaletes con fechas grabadas, y diademas riquísimas que encerraban entre sus engastes trozos de cabello humano, y todo esto formando una masa que se revolvía en altísimas olas cuyas crestas refractaban la luz del sol en luces coloreadas que apenas podía resistir mi vista; y yo contemplaba todo esto con ese mudo asombro con que contemplamos á nuestra madre muerta.

Después ví que no estaba solo en aquel islote. Estaban conmigo todos mis amigos del casino, todos mis compañeros de todas partes; allí estaban mis adoradas de los paseos y los salones; allí ví al conde y á la condesa.

Entonces presenció una horrorosa escena. Aquellos séres iban acercándose uno á uno al borde del peñasco, sonriendo, alegres, con la alegría del idiota y del borracho, y cuando así se habían colocado una mujer se acercaba á ellos, los empujaba suavemente, y caían en el mar, hendían las olas y desaparecían en el fondo.

Aquella mujer era un sér extraño; iba desnuda, tenía toda la hermosura con que pintamos en el fondo de nuestro corazón el retrato de la mujer amada. Pero su cabeza era asquerosa; era algo como la cabeza de un lobo, con unos ojos de tigre y un color verde como el del lagarto. Pero á pesar de todo esto, aquel hocico parecía sonreír como sólo sonríe el sér humano; había algo de dulzura en la mirada, y yo me atreví á preguntar al monstruo:

—¿Quién eres?

—La Lujuria.

—¿Tú?

—Ya lo ves; yo doy la riqueza.

Y su lindísima mano señalaba al abismo.

Yo temblaba. No cesaban de caer cuerpos entre la masa de aquel mar revuelto que ocultaba sus victimas como sus crímenes el déspota. De repente ví al conde que se sumergía, Di un grito, volví la cabeza. La condesa se hallaba próxima á arrojarse; corrí á detenerla, sujeté su talle, pero ella, echando uno de sus brazos alrededor de mi cuello me dijo:

—Vamos.

Y me arrastró consigo, y juntos nos lanzamos en el espacio.

Un momento de angustia se apoderó de mí; quise gritar, hice un supremo esfuerzo y... me desperté.

Gracias á Dios... Maldito sueño». Pues, señor, ¡vaya una pesadilla!

Mudé de posición en la butaca; restregué mis ojos con mis manos y me puse á considerar la realidad a que había vuelto. Aún quedaba lumbre en la chimenea; en la habitación hacía un calor insoportable. ¿Qué sería del conde? Presté atención; se sentía un ligero ruido; indudablemente dormía con la mayor tranquilidad. La crisis había pasado. Me alegré de todas veras. Acababa de verle ahogarse ¡Vaya un sueño extraño! ¿Y la condesa? Dormía perfectamente, produciendo ese ronquido característico de las mujeres bonitas. Algo como una risa reprimida. Lo cierto es que era encantadora la tal Conchita. ¡Pobre señora! Al día siguiente, cuando viese bueno á su esposo se pondría tan contenta... Era admirable tanta virtud en aquella criatura tan joven y tan bonita, casada con un anciano.

Como se ve, me desperté con deseos de filosofar. Por fortuna deseché enseguida mis maliciosas suposiciones y resolví levantarme para corregir el desorden en que se hallaba mi cuerpo á consecuencia del pasado sueño.

La condesa seguía durmiendo tranquilamente, el conde también dormía, yo solo velaba.

Me fijé en que Conchita enseñaba perfectamente su pie derecho. Entonces me ocurrió una idea extravagante, medir el pie de la condesa. Dicho y hecho; me aproximé con cuidado, y sin tocar el zapato, calculé, juntando mis dedos, el tamaño que tenía. Se me ocurrieron dos pensamientos. El segundo fué avivar la lumbre de la chimenea, y así lo hice; pero cuando estaba en esta operación, reflexioné que la medida tomada no era exacta. Entonces cogí mi pañuelo y me acerqué de nuevo al pie de la condesa. Con el mayor mimo coloqué mis dedos en los extremos del zapato y estiré la batista cuanto pude. Después volví á erguirme de nuevo y rasgué el pañuelo por los puntos de las marcas; pero apenas lo hube rasgado comprendí que esta segunda medida era más inexacta que la anterior, entre otras cosas porque el lienzo no siempre se estiraría igualmente. Resolví tomar otro sistema. Saqué un papel é hice con él una tirita estrecha. Me puse de rodillas en el suelo, y ya iba á comenzar mi operación por tercera vez, cuando me quedé pensando en lo bonito que era el pie que estaba midiendo. Entonces tuve un deseo y pensé mucho antes de realizarlo. Mi objeto era dar un beso en aquella monada tan bonita de la bonita condesa. Por fin me convencí de que nadie me vería hacer tal cosa y de que á nadie ofendía por una bagatela como aquella. Con la mayor cautela fui doblando mi cuerpo y aproximando mis labios al tarso. Toqué con mi boca la listada media y levanté la cabeza enseguida. Conchita seguía durmiendo. De nuevo bajé la cabeza y dejé mis labios posados largo rato en el nacimiento del pie; después comencé á dar besos á lo largo de la tibia. Creí que la condesa se extremecía y me levanté apresuradamente. Pero me había equivocado. Concha dormía.

Yo estaba contento de mi travesura y se me ocurrió otra más atrevida. Besar la mano izquierda que colgaba muy cerca del suelo. Esto era empresa mayor. Pero al fin me resolví. Para lograrlo separé la butaca y el velador con el mayor cuidado. Después me arrastré por el suelo procurando hacer un ruido imperceptible. Caminé lo suficiente; levanté la cabeza y fui dando un beso en cada dedo de la preciosa manita; pero después dí tres besos en cada falange, otros tres en el dorso y subí por el brazo cuanto pude.

Llegó un momento en que no pude resistir el dolor de las rodillas; me retiré cuidadosamente y me incorporé satisfecho del buen resultado de mi empresa. Lo cierto es que había pasado un rato delicioso. ¡Qué lindísima estaba Concha en aquellos momentos! Con las finas y largas pestañas de sus párpados, mezclándose entre sí como se mezclan y confunden las ramas de las zarzas para defender el fruto del cercado. Con su perfecta nariz, cuyas fosas se dilataban aspirando aire para los pulmones de aquel pecho de doncella. Con su diminuta boca abierta, mostrando un óvalo de diminutos dientes, en cuyo centro habla un fondo oscuro; aquella boca que semejaba un bouquet formado con un cintillo de claveles, otro de jazmines y una morada dalia en el centro. ¿Y la frente? ¡Qué frente, Dios mío! Me decidí á dar un beso en ella. Resueltamente. Hasta entonces había salido bien; en lo sucesivo sería lo mismo. La fortuna ayuda á los audaces.

De nuevo me arrastré por el suelo, llegué al extremo del sofá, erguí el cuerpo y me quedé de rodillas, fui doblando el cuello poco á poco… sentí un ruidito y quedé sobrecogido de espanto. Al poco rato me reanimé y volví la cabeza; era la llama del quinqué que se apagaba. Calculé esta contrariedad; aquellos ruidos podían despertar á Concha. Pensé apagar del todo la luz y volver á mi faena, pero comprendí que luégo mi trabajo sería muy difícil. Por fin me decidí á realizar de una vez mi propósito. Ya estaban mis labios muy cerca de la frente que buscaban cuando la lámpara produjo un ruido más fuerte que los anteriores y me encontré á oscuras. De nuevo me llené de terror y volví atrás la mirada. Por entre las rendijas de las ventanas de madera se percibía la tibia claridad del nuevo día. El fondo de la habitación estaba en profundas tinieblas. Despachemos de una vez, me dije. Fuí bajando la cabeza cada vez más y poco á poco. Un soplo húmedo dió en mi rostro, doblé aún el cuello y mi boca tropezó la boca de la condesa. Entonces...

...sentí la impresión mayor de toda mi vida. Comprendí la importancia de lo que había hecho. Me fijé en todas las circunstancias del lugar y ocasión; ví mi obra á la luz del alba, que entraba sin piedad á través del cerrado postigo, como entra la duda en el alma del excéptico; creí que algo se iba á desplomar sobre mi cabeza ó que algo se iba á hundir bajo mis pies; apreté con mi mano el brazo de Concha, que me miraba fijamente, abrí el balcón y me lancé á la alcoba. La condesa siguió tras de mí...

El conde, mi querido protector, estaba muerto.

Sentí que mi sangre circulaba sin compás ni rumbo, que se helaba la masa de mi cerebro, que temblaban mis piernas y mis brazos, y miré á Concha, esperando consolar con su terror mi propio espanto. Concha cogió una mano del general, y luégo, soltándola desdeñosamente, dijo estas palabras:

—Ya lo sabía yo. Hace bastante rato que se ha muerto.

Yo la contemplé como un estúpido. Sentí crujir los huesos de mi cabeza, sentí un golpe en mi frente y un latigazo en la nuca, apreté mis sienes con mis manos y grité:

—Horroroso absurdo; absurdo, premeditación, alevosía. Un crimen. Premeditación. Premedita... Pre...

Y perdí el conocimiento y dí en el suelo. Volví á la razón en mi cama y en mi casa. Durante tres ó cuatro días no me dejaron hablar. Al cabo de este tiempo me enteraron de todo lo siguiente:

Que el general había dejado los bienes suyos á su hermano el cura.

Que había regalado á su esposa el hotel en que vivían, y á mi cinco mil duros para que desempeñase las tierras que me quedaban de mis padres.

Que todo el mundo elogiaba mi cariño al conde, cuyo cariño se suponía era la causa de mi accidente.

Que Concha no se había separado un momento del cadáver, y luégo, acompañada de su cuñado, había ido á instalarse á la casa de éste, donde vivía, sin ver a nadie, entregada á la oración.

Esta última noticia calmó mi espíritu. Comprendí que el remordimiento se había apoderado de la conciencia de aquella mujer, y me propuse imitar su conducta.

Después, cuando transcurrido algún tiempo supe que Concha seguía en casa del cuñado entregada á su vida retirada y devota, dudé de lo pasado, lo creí un sueño, me tranquilicé más, y marché á mis posesiones con objeto de poner en arreglo mis negocios

Los ecos de la restauración llegaron á mi casa de paz y despertaron ideas de ambición en mi cabeza.

Llegué á este sumidero de locos que se llama la corte, y he sabido...

He sabido que Concha tiene un hijo, y que la ley ha devuelto á éste la inmensa fortuna del conde.

He sabido que tengo un hijo que no puede llevar mi nombre porque si lo llevase sería una prueba eterna de la deshonra de su padre ficticio, de la de su madre, y de la deshonra mía.

He sabido que... vale más no saber nada.

Segunda parte

Amiga Silverio: Aquí me tienes en La Avecilla hecho todo un señor médico de partido. Estoy muy contento y aguardando que vengas á hacerme compañía.

Me he alojado en casa del sacristán y me encuentro perfectamente. Mi patrón es capaz de hacer reir á un gato y mi patrona es excelente cocinera.

El pueblo es sano y pintoresco, pero tiene sus peros. Hay aquí una sociedad de jesuítas ó no se qué, que tiene al vecindario metido en un puño. No hay más autoridades que las que ellos nombran. El alcalde es de los suyos y no deja a nadie en paz. Los labradores y los frailes del convento de franciscanos están hartos de esta gente, pero, no se la pueden quitar de encima.

A mí todo esto ni fú ni fá. No perderé yo por tales cosas mis igualas ni mi clientela.

He sabido que hay aquí una gran señora que tiene un hijo y que vive metida en su casa sin salir de ella para nada. Todo el mundo la llama «La Condesa.» No sé el nombre del título.

Ven pronto y tráeme una escopeta comprada á gusto tuyo.

También me traerás una licencia para uso de armas.

Da recuerdos á los amigos del café, un apretón de manos á doña Engracia, un besito á la niña y mis afectos á los compañeros mártires de hospedaje.

¿Cuándo vendrás?

Tuyo, Eugenio.


* * *


Querido Hipócrates: Por tu carta he comprendido que estás contento. Dios quiera que la alegría te dure mucho.

Iré á principios de Agosto y te llevaré la escopeta y otras cosas.

Y paso al resto de tu carta que me ha desazonado por efecto quizás del cariño que te profeso.

No te importe que la autoridad sea blanca ó negra, y respeta á la autoridad. Acuérdate de aquel maestro muy bruto que siendo alcalde dijo al cura de nuestro pueblo: «No hay verbo que pueda más que una interjección.»

Ten cuidado con esa sociedad de que me hablas. Acaso sean Tus-Tus. Si lo son vete con tiento. Se llaman así unos individuos que se dicen oriundos de la India y descendientes del gran rey Tus-Tus. He oído de esa gente cosas que espantan. Á quien no es de los suyos le matan sin que se sepa cómo. Se dice que tienen una espada cuya punta está en todas partes. Puede ser que esto no sea verdad, pero á los que somos medrosos nos horroriza oír tales cosas.

No sé si serán los mismos que al ser media noche del sábado se llevan los niños por los cañones dé las chimeneas y luégo lea sacan las mantecas. De todos modos, no deben hacer nada bueno cuando se ocultan, y buscan sus compañeros, no por medio del amor sino por medio de la bravura. Y basta de Tus-Tus.

¿Conque tienes una condesa de cliente? Procura, sin molestarla, tenerla enferma todo el año. Su excelencia vivirá contenta viendo que no se muere; tu patrón estará lleno de esperanzas, se hará rico el boticario y medrarás tú.

He cumplido todos tus encargos menos el que me dabas para la hija de doña Engracia.

Adiós, consérvate bueno y no te hagas perezoso y dejes de escribirme.

Tu afectísimo amigo que te abraza, Silverio.


* * *


Amigo Silverio: Te remito lo que más agradeces: un argumento para una novela. Historia auténtica corroborada, etc., etc... y fresquita porque la acabo de oír.

No empieces á sonreirte porque te canto lo que te cantaba Angelita:


¡Ay Silverio! ¡ay Silverio!
no te rías de mi pena
que es un malestar muy serio,

y aquello de


Silverio se ha puesto malo.
Tengo yo para Silverio
médicos y cirujanos.


¡Ay Silverio! Mi mal no tiene remedio. En este pueblo son tontos de la cabeza. Gentes que podían ser muy felices sembrando, recogiendo y tocando la guitarra, y no hacen nada de esto y se dedican á horrorizarse los unos á los otros.

Allá va la historia para que hagas una novela.

El mismo día que te escribí recibí un recado de la condesa, encargándome pasase á visitarla. Fui, hablé y vencí. O sea que me quedé con la iguala.. ¡Doce chulés! Iguala fabulosa en este continente.

La condesa es archi-hermosísima, y tú la debes conocer. Era sobrina de la marquesa de Romancos, y es viuda del general Tal. Tiene un hijo de trece años, y es cuñada de D. Prudencio, un señor sacerdote que no sé qué es en el Tribunal de la Rota.

Ha venido aquí para que su hijo disfrute de los aires del campo, pero el muchacho me parece que se las guilla. Está en un estado deplorable.

Bien; todavía no aparece la novela. Esta me la acaban de contar, según te dije antes, y me la ha referido un capitán retirado que vive aquí, y que no se ha retirado de lo malo todavía.

Parece ser que D. Prudencio tenia razones para no separarse de Luisito, el hijo de la condesa; pero cátate que los caciques del pueblo la emprenden con el buen cura, y le hacen cíen mil perrerías.

D. Prudencio se queja al alcalde, y el alcalde contesta: «Y á mi, ¡qué!»

Finalmente, el sereno dejaba todas las tardes la escalera debajo del balcón que correspondía á la habitación de D. Prudencio. Y una noche unos cuantos enmascarados le dieron tal tunda al hermano del difunto general, que el infeliz sacerdote se marchó á la mañana siguiente y no ha vuelto.

Parece ser que la condesa asentía á esto, y que esa señora es amiga de los caciques y les ha dado dinero para fundar una escuela laica cuyo principal objeto será no enseñar... el catecismo.

Todo esto es grilla, porque yo sé por otras personas que la condesa no se trata con nadie.

También me ha dicho el capitán que en aquella casa hay misterios. Que la señora vive en el principal y el niño vive en el bajo y que una doncella, que casi siempre anda escondida, tiene su cama en el bajo también, pero que nunca deshace la cama, y todo el mundo cree que duerme arriba con la señora, porque siempre está allí de día y de noche.

Perdona el estilo, pero me canso de escribir, ¡Ves cuántas murmuraciones y cuántas trapisondas! Yo creí venir á una Arcadia y he venido á una reunión cursi.

Empiezo á aburrirme, y si no vienes pronto me muero de asco.

Ya estamos á 4 de Agosto. ¿Me faltarás á tu palabra?

Adiós.—Tuyo, Eugenio.


* * *


Amigo Silverio: Te agradezco muchísimo todos tus obsequios, pero la escopeta no la acepto regalada porque yo te la había encargado. Hablaremos de esto.

Tienes razón: vale más que yo vaya á esa por quince días, y dispongo mi viaje.

...............

...............

La novela acerca de la condesa, de cuya novela te escribí el principio en otra carta, empieza á hacerse interesante. Verás por qué.

Hace ocho días que murió Luisito (no tenía remedio), y ayer ví en la estación á la misteriosa doncella de la condesa. ¿Sabes quién es? Daniela, aquella criada que tenía la Mercedes, aquella flacucha lujuriosa y soez que causaba asco. Me conoció enseguida. Iba vestida de principesa y me dijo que ya no volvía al pueblo; que llevaba en el bolsillo diez mil reales y que si la quería acompañar á correr una juerga.

Esto es extraño.

Por otra parte, me ha dicho el capitán que con motivo de la muerte de Luisito hereda la condesa toda la fortuna de su difunto marido.

¿Habrá realmente en todo esto algo dramático?


* * *


Los hijos son de su madre.

¡Ave María purísima!

Pues si la herencia es forzosa no es libre. Y un acto humanó que no es libre ¿puede ser filosóficamente moral?

¡Jesús! ¡Qué sofismas?

Tercera parte

—Pero, ¿quién es Zurriburri?

—Un barbián, mejorando lo presente.

—Gracias, Esquilo.

—No me llame V. así.

—¡Hombre!

—Así me nominan los de la vos pospuli porque he sido esquilador; pero las personas que saben distinguir me dicen D. Sebastián.

—Bien, bien; lo haré así.

—Ya sé yo que V. lo hará porque la educación está en quien la tiene. Y nada más.

—Estimando.

—Pues Zurriburri es un hombre porque lo es. Y Zurriburri tiene cinco duros antes que otro dos bofetadas... ¡Y cuidado que las bofetadas!... Y es un hombre... Redata resfero.

—Pero, ¿qué hace?

—Pues, nada. Porque ni se canta ni se baila, pero paga, y basta. Y que vale, créame V. que vale.

—Sí, lo creo.

—Y V. lo va á ver esta noche. Porque en diciéndole yo que V. es amigo mío, y que nos conocemos desde la infancia de nuestros padres... pues, ea, que todos somos unos.

—Bueno, bueno.

—Y distinguiendo también ese hombre. Y tal. Pues si es una mujer, la lleva con más gracia que yo para tirar esta colilla. Ya verá V. con él á la Mandinga.

—¡Hola! Es aficionado á las mozas.

—¿Que si que es? Como Adán que las quería á todas. Deme V. un cigarro.

—Tenga V.

—Y una cerilla.

—Allá voy.

—Pues ya lo creo. Con las mozas.. naita. Poco va V. á vivir si no lo ve.

—Encienda V.

—Listos; puede V. apagar. Pues ese tiene un brazo para sacar que ni el Frascuelo dando una estocada. Lo cual que hace poco que ha arruinado á una que anda por las calles de tranvía.

—¡De tranvía!

—Pues, eso; en competencia con los Ripels: á quien lleva más lejos y más barato.

—Calle V., D. Sebastián, calle V.

—Callo porque hemos llegado. Y ¡olé los hombres! Abra V. la puerta que esta es la taberna.


* * *


A las dos de la madrugada salimos de aquel establecimiento, borrachos, con el cerebro convertido en una cazuela de lodo en ebullición y el cuerpo transformado en una brocha de dar engrudo.

Sale delante de todos Zurriburri, que abre la puerta. En la acera está casi tumbada una mujer llena de harapos.

La mendiga se incorpora, mira á Zurriburri y dice:

—¡Ah! ¿Eres tú?

Pero el barbián la da con el pie y la mujer vuelve á caer al suelo. Entonces se levanta con aspecto de fiera; se acerca á la Mandinga y escupiéndola en la cara la llama ¡miserable!

La Mandinga da un puñetazo en las narices de la borracha, y cae sangre al suelo, y sobre aquella roja sangre de una condesa cae Concha la viuda del general.

Y en presencia de aquel espectáculo se arranca por soleá el tío Esquilo, acompañando el cante con el palmoteo de sus manos:


Dios dé vida á mi enemigo
porque él solito en la tierra
se ha de buscar su castigo.


—Olé ¡Viva la alegría!

—Arreemos que aquí no ha pasado nada.


Publicado el 15 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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