No pretendo ofender á ninguna persona que, por medio de un concurso, haya obtenido ventajas; las merecerá seguramente, pero más le halagaría el haberlas obtenido en lid pública. Trato unicamente de censurar el obscuro procedimiento de los concursos; y juro que nunca he acudido á ninguno, por la razón sencillísima de que me creo el más ignorante de los españoles. Si alguna vez se anuncia una vacante de hombre honrado, me presentare á conseguirla por medio de la oposición; y, si no me aprueban los ejercicios, me moriré de pena, porque sería sensible que al cabo de mis años, y sin otra afición preferente, no sirviese yo para hombre de bien.
Relataré tres sucesos de mi vida.
Y allá va el primero:
Estaba yo en una capital y en la tertulia de una señora marquesa (cuyo nombre no digo para permitirme la expansión de recordar que me era tan agradable como deseada) cuando se me acerco Don N. y llevándome al rincón de un saloncito me dijo:
—Supongo á usted identificado con la política de Don P.
—¡Ni remotamente!
—Pues entonces no puede usted hacerme el favor que deseaba.
—¡Caspitina!
—¿Qué quiere usted decir?
—Que siendo usted el representante de Don P. en esta provincia, no es posible que necesite usted apoyo ni credenciales. Don P. acaba de subir al poder y por consiguiente, no necesitará usted votos. En fin, sospecho que el favor no es político, y recuerdo á usted que yo hago favores siempre que puedo y debo y quiero hacerlos; y que siempre estoy deseoso de complacer á usted.
—Pues le hablare á usted con franqueza.
—Vaya usted diciendo.
—Ya sabe usted que hay anunciado un concurso de versos y cosas por ese estilo.
—Si sigue usted por ese estilo diciendo cosas, se va á ofender mi necia soberbia, porque á las veces me creo escritor.
—Perdone usted; no he sabido expresarme.
—Ni yo me he molestado.
—Ello es que luego el que gane ha de elegir la reina de la fiesta, y el plazo para admitir las coplas termina mañana.
—¿Y qué?
—Pues verá usted. Entre los presentados, está Ramírez, cuyos versos los ha hecho el Magistral, y, seguramente, serán cualquier cosa; pero Ramírez se llevaba el premio porque nombraba para reina de la fiesta á la hija de Don Fulano.
—Lindísima criatura. Seguramente se habrá inspirado el señor canónigo.
—Pero ahora, como ha subido Don P., es preciso que la reina de la fiesta sea la hija de Don Mengano.
—Afortunadamente no ocurre lo mismo con las reinas constitucionales, porque estaríamos en constante revolución.
—Escuche usted.
—Escucho.
—Tenemos un muchacho que, al obtener el premio, nombraría reina á la...
—A la de Mengano.
—Eso es, pero no se atreve á hacer los versos antes de veinticuatro horas.
—¿Y quiere usted que yo los haga?
—¡Si usted quisiera!
—Pero yo los haré muy malos
—Pero podrán pasar; y como el tribunal ha de premiar á ese chico.
—¿Por qué?
—Toma: ¡pues para conservar los destinos!
—¡¡¡Ah!!!
Y permítaseme la majadería de suponer que mi composición no era totalmente despreciable: sonaba bien, y uní mis aplausos á los del público cuando el supuesto autor la leyó malamente ante su reina que, como otros reyes, ignoraría la verdadera causa de su elevación al trono.
Pero mi escrupulosa conciencia me atormentaba, y escribí al Magistral pidiéndole una entrevista.
—Vengo á suplicarle á usted me diga si he pecado escribiendo una composición que se ha apropiado otro.
—El otro será quien...
—Es que yo se la escribí para que él se la apropiase.
—Pues ha cometido usted un engaño que no puedo calificar, porque no sé su alcance.
—Acaso haya perjudicado á un político.
—No lo crea usted porque en política conviene ser víctima cuando no se puede ser verdugo.
—Tiene gracia.
—Quien habrá perdido será un canónigo que deseaba una vacante que hay en Madrid.
—Pues yo procuraré cumplir mi penitencia.
—Y yo le absuelvo á usted de todos sus pecados.
Por la influencia de Don N. se consiguió el traslado del Magistral, y la hija de Don Fulano no fué reina y quedó fuera de concurso, como esas hermosas obras que han sido premiadas en otras Exposiciones.
Y allá va el segundo:
En cierto establecimiento oficial desempeñaba yo una cátedra, y en ella se había puesto á mis ordenes un sobrino del conserje. El muchacho limpiaba el encerado para que yo escribiese otra vez, cuidaba de los aparatos y me cepillaba el sombrero.
Al marcharme á París quedaron suspendidas aquellas enseñanzas que no he vuelto á reanudar; y cuando ya no me acordaba del conserje, se me presenté éste suplicándome un certificado de que su sobrino Joaquinito había asistido á mis explicaciones.
No podía obtenerlo en la Secretaría, porque el muchacho no figuraba en la matricula, pero también es cierto que el numero de matriculados era muy inferior al de oyentes. Yo no podía negar que Joaquín me había oído, y extendí el certificado.
Poco tiempo después vino Joaquinito á verme, á darme las gracias, y á decirme que había obtenido una plaza de mil quinientas pesetas en un concurso que había decidido mi certificado; porque, en aquella profesión era utilísima la materia que yo explicaba y que nadie ha vuelto á explicar.
Alarmóse mi conciencia, inquirí, y supe que los compañeros de mi protegido apenas sabían leer, ni hablar; y que Joaquinito no tenía más ocupaciones que limpiar la mesa del Director, cepillarle el sombrero y cuidar los aparatos.
Y allá va el último:
Disgustado mi sabio amigo Don Z. porque sus trabajos no habían sido premiados en los concursos abiertos anteriormente por cierta empresa, nos convoco á algunos de sus amigos y nos mostró siete sobres. Cada uno de ellos contenía varios pliegos de papel en blanco y entre estas hojas una levísima plumita y polvos de salvadera. A presencia nuestra cerro los sobres, los repartió entre nosotros, nos suplico los presentáramos al concurso, y nos pidió juramento de que así lo haríamos, y de que guardaríamos el secreto.
El tema del concurso era: «Medios para combatir la ociosidad en España»; y el premio de mil pesetas lo obtuvo el encargado del guardarropa de un teatro de verano.
Al día siguiente de terminar el concurso nos invito Don Z. á almorzar, pidiéndonos que recogiésemos antes los sobres. Estos, cuya cubierta estaba cortada á cuchillo, contenían los cabellos, la pluma y los polvos de salvadera; nadie se había cuidado de verlos.
La noticia cundió; los concursos terminaron; y un individuo de aquellos tribunales me decía:
—Crea usted que en dos semanas ninguno de nosotros podía leerse setenta escritos, porque tenemos otras ocupaciones.
—Es verdad; y bendigamos la actividad de los ociosos; gracias á uno de ellos hemos sabido como puede combatirse la ociosidad española.
He terminado mi propósito y queda abierto un concurso para
premiar según me convenga en dos millones de pesetas de mi particular
bolsillo, el mejor artículo que se me presente con arreglo á este
título:
Justicia con cursiva.»