Lo que voy á contar ocurría el año 187 en el saloncito indicado y en
Una noche de Enero tormentosa
como dice un poetilla que firma con mi nombre.
D. Manuel es hombre rico y culto. Gruñón. Está definido. Un hombre que gruñe solo se parece á sí mismo. Se había quedado soltero por no parecerle bien ninguna de las mujeres casaderas que había conocido. No tenia amistad íntima con nadie. Cambiaba de criados mensualmente. Renegaba de su cocinera y comía en la fonda. Maldecía de los restaurants y nos suplicaba le invitásemos á comer en nuestras casas.
Era el ave Cinglo; á todas partes llevaba el mal humor.
Sin tener color político era siempre de oposición para satisfacer la sed de gruñir á que le obligaba su carácter.
Una tarde me encontró en la calle.
—Gracias á Dios que le veo á V. vestido á la española. ¡Siempre de gabán! Esa capa le está á V. muy bien. Ustedes, por parecer franceses, hasta en eso.
Satisfecho del cumplido me embocé para dar mayor belleza á la prenda alabada. Pero al embozarme estornudó D. Manuel.
—Caramba. Ya podía V. tener más cuidado. Al menos con el gabán no hacía V. tanto viento.
Dichos estos antecedentes concedamos la palabra á D. Manuel.
—Señores: Villaverde no viene porque está rezando el rosario.
—¿De veras?
—Si, señores. Ahora se va á convertir. Mientras tanto estará su señora en casa de Sepúlveda cantando la romanza de Roberto.
—D. Manuel, tiene V. lengua de hacha.
—¿Por qué? ¿Por que digo las verdades?
—Sí, señor; por eso ó por lo otro.
—Pues mire V., bastantes disgustos tengo yo al cabo del día para que venga V. ahora á sermonearme.
—Quisiera yo saber los disgustos que V. tiene.
—¡Si le parecen á V. flojos! Con sólo el alza de estos días tengo bastante...
—Pero si V. no tiene negocios en Bolsa...
—Eso no importa; hay mucho dinero parado.
—Que lo lleven á la industria.
—Buena está la industria.
—Que lo facturen en gran velocidad.
—Eso es. Con un chiste todo lo resuelven Vds.
—Pero si el caso no es serio.
—Los disgustos de D. Manuel...
—Señores, yo estaré contento, pero ayer noche, desesperado como nunca, llamé al diablo.
—Y no respondería.
—No, señores; y lo llamé de todas veras.
—Está escarmentado.
—No sé por qué.
—Yo, sí.
—Oiga V., Silverio. ¿También V. ha tenido tratos con el demonio?
—Sí, señor. Muchas veces.
—¿Lo dice V. en serio?
—Muy formalmente.
—¿Y por qué está escarmentado.
—Si Vds. quieren lo diré.
—Hombre, sí.
—Si; que lo cuente.
—Pues bien; el demonio y yo fuimos muy buenos amigos en otras épocas. Por tanto, le conozco personalmente y sé que no usa ni capa, ni anillo, ni cola, ni otras cosas que se dicen de su uso. Nada de eso. El diablo es un sugeto muy agradable.
El me sirvió siempre con el mayor agrado, y puede decirse que casi de balde. Al menos á mí nunca me pidió mí alma ni yo se la hubiese dado tampoco. Figúrense Vds, que estaba escribiendo en verso y me faltaba un consonante ó escribía en prosa y me faltaba una idea; pues bien, llamaba al demonio y enseguida se me presentaba, satisfacía mi necesidad y me pedía en cambio un beso, un apretón de manos, una caricia cualquiera. Porque es bueno saber que Luzbel tiene los dos sexos, y sólo así puede comprenderse que seduzca igualmente mujeres y hombres. Lo único que el demonio no da es lo que vulgarmente se cree. Jamás satisface un deseo de amor mundano. Es muy celoso, á mí me propuso ser su amante con la condición de que sólo á él había de amar; yo acepté el trato, pero él no se avino con la recíproca. Porque como el demonio es la falsedad nacida del orgullo, es lógico que guste de agradar á la vez á muchos adoradores, y en esto verán Vds. lo muy parecido que es á las mujeres.
Pero vamos al caso; hace ya algún tiempo ví al diablo por última vez.
Erase una fría tarde de invierno. Yo me hallaba preocupado por un asunto que entonces nos preocupaba á todos. Han de saber Vds., que estaba yo enamorado de una señora que no he olvidado todavía. Calculaba la imposibilidad de ser correspondido, y desesperado, como dice D. Manuel, llamé al demonio, á los pocos momentos oí sonar la campanilla del cuarto en que vivo. Abrí la puerta: era mi delicioso diablo. Aquella tarde vestía de cocotte.
—Hola, mimadillo mío.
—Adiós, ángel hermoso.
—Me han dicho que me llamabas.
—Sí; necesito un servicio...
—¿Qué tal te parezco hoy?
—Admirable.
Es de advertir que el demonio no huele nunca á azufre. Aquella tarde iba fuertemente perfumado de Ilane-Ilane.
—Veo que estás de mal humor. ¿Qué quieres?
—Estoy enamorado.
—¿De mí?
—De Fulanita de Tal.
—Eres un infeliz.
—¿Por qué?
—Eso es un capricho.
—Es una pasión.
—Esa mujer es ambiciosa.
—Pero tú tienes poder para satisfacerla.
—Pero ella no me quiere á mí.
—Yo te querré.
—Siempre dices lo mismo.
—Este es el mayor favor que te he pedido. Prometo no volver á molestarte.
—Pues bien; vamos á hacer un trato. Yo te concederé todo lo que pidas. En cambio tú me prometerás no amar á otra mujer en la tierra además de Fulanita.
—Te lo prometo.
—De modo que entre ella y yo compartiremos tu cariño.
—Conformes.
—¿A ninguna otra?
—A ninguna.
—Está bien. Pues ahora trae un platillo y espíritu de vino.
Así lo hice, y Luzbel vertió un poco de alcohol en el plato y lo encendió con un fósforo.
—Todo cuanto me pidas, mientras luzca esa llama, te será concedido. Date prisa si es mucho lo que has de pedir.
Después el demonio juntó sus manos y permaneció en un recogimiento muy parecido al éxtasis.
Yo estuve callado un instante, pero recordando la advertencia de mi protector, coloqué sobre mi corazón la mano derecha, y conmovido dije:
—Pido... que Fulanita de Tal vuelva á su patria... que sea frica y poderosa... que todo el mundo la respete y la considere, desde el más grande al más chico... que tenga palacios, coches, lujosísimos trenes, magníficos caballos, quintas deliciosas, montes poblados de caza, ríos de peces, oro, joyas... que jamás se vea insultada ni despreciada... que sea admirada por todos... que con sus virtudes haga olvidar los vicios de sus antepasados, y con sus bondades haga realzar la clemencia y la caridad de sus abuelos...que sea el consuelo y la esperanzado los desgraciados, el entusiasmo del sábio y del discreto... que...
—Mucho pides.
—Aún arde la llama.
—Pronto se apagará.
Volví á pensar, y después de algunos instantes seguí de nuevo:
—Pido que cada día sea mayor la hermosura de su cuerpo y la belleza de su alma...
Pido que jamás se amortigüe la llama de su talento...
Pido que nunca se vea tan alta que pueda caer, ni tan baja que no pueda llegar á la cumbre... Que ningún hombre, no siendo yo, logre jamás los placeres de su hermosura.
Pido...
¡Ah! pensé yo. Aun me falta lo principal. Harto he pedido para ella; ahora me toca á mí. Miré la llama, lucía perfectamente. Entonces cerré los ojos alcé mi frente al cielo, junté mis manos como si fuese á orar, detuve la circulación de mi sangre, apreté mis dientes, oprimí mis manos, contraje todo mi cuerpo, y luego hice cesar este estado bruscamente y en el momento de placer que le siguió entreabrí mi boca, y como moribundo que sonríe después de beber un calmante, dije con la mayor dulzura:
—Pido que me ame.
—Eso sobra.
—¡Cómo!
Miré el platillo, la luz se habla apagado.
—Tú has soplado la llama.
—Yo, no.
—¡Ahí miserable demonio. Te has burlado de mí.
—¿Por qué has tardado tanto?
—El alcohol ardía. Me has hecho una asquerosa traición mientras yo tenia cerrados mis ojos.
—Estás loco. Yo haré lo que has pedido, pero tú siempre te verás obligado á cumplir tu promesa.
—Ella me amará, ¿no es cierto?
—Eso se lo dices á ella.
—¡Demonio canalla! Yo te aborreceré toda mi vida.
—Pero estarás condenado á amar sólo á esa mujer.
—¡Me amará! ¡sí me amará!
—¿A mí qué me cuentas?
—¡Bandido! No te gozarás con tu infamia. Te voy á hacer pedazos.
—¿A mí?
Cogí el platillo y lo lancé con toda la fuerza de mi brazo al rostro del diablo. Enseguida desapareció súbitamente su figura; en el sillón donde estaba sentado quedaron algunas manchas de sangre.
Yo caí llorando al suelo. Entonces oí una voz celestial como la de Beatriz para el Dante que me decía con extraño ritmo:
—«Cuando mueras irás al cielo. El Señor te ha perdonado tus faltas por haber herido á Luzbel.»
Esta es la historia, señores.
—Bravo.
—Magnífico.
—Eso es un cuento.
—Imaginación...
—¿Qué le parece á V. eso, D. Manuel?
—¿A mí? Eso no quiere decir nada.
—¡Hola!
—Si, señor. Si V. va al cielo no es por andar á cachetes con el diablo, es por ser tan cándido que quiere V. á una mujer sin ser correspondido. Lo dicho. Está V. pasando el purgatorio en vida.
—¡Conclusiones de D. Manuel!