La Muerte de la Verdad

Silverio Lanza


Cuento


Fui un estúpido.

Quizás no.

Desde que tuve aquella pesadilla he cambiado de ideas.

Ya no encuentro gusto ni á la Federación ni al tabaco.

¡Horrible pesadilla!

No sé cómo me encontré en una larga tabla inclinada que unía la cumbre de una montaña con el fondo del valle. Me deslizaba con la rapidez de las revoluciones.

—¡Al valle! ¡Al valle! —gritaba yo.

—¡Al valle! ¡Al valle! —respondían detrás de mí.

Me separé de la tabla y me sostuve en el aire para ver quien me seguía, pero en un instante pasaron por delante de mí muchos miles de personas.

Después creí ver á un amigo que me debe dinero y poniéndome sobre la tabla me deslicé tras él.

—¡Al valle! ¡Al valle! —se gritaba por todas partes. Ya divisé al mal pagador, llegué á alcanzarle y me dispuse á cobrar.

¡Veintitrés reales no se deben perder! Volví la cabeza; detrás de mí venía mi vecina del entresuelo. Entonces grité á mi amigo. «¡No huyas! Todas las cantidades que me debes te las perdono.»

—¡Al valle! ¡Al valle!

Pero yo me separé de la tabla porque ví un ángel rubio que aguardaba en el espacio teniendo de la brida un caballo blanquísimo.

—¿Eres Dios? —me preguntó el ángel.

—Acaso lo sea.

—¿Eres el demonio?

—Lo he sido.

—A tí espero.

Y monté sobre aquel corcel más hermoso que el de Santiago. El ángel se sujetó á la cola del caballo, y como esto me pareciera poco elegante, dile orden de caminar delante de mí. Tampoco esto lo hallé bien, y entonces hice de él una brillante estrella y la coloqué en mi frente.

Hermosas mujeres, con rostros de serafines, cubrieron mi cuerpo y el de mi tordo.

Beatriz se posó en mis labios y el Dante puso sus espaldas para que mi caballo apoyase en ellas las pezuñas.

Caminé sobre bosques espesísimos hasta que descubrí una espaciosa plaza, y en su centro descendí, y apeándome halléme en tierra.

Sentadas en los términos de aquel inmenso circo estaban millones de mujeres, desde Sara y Rebeca basta Fernán Caballero. Allí veía á Santa Elena, Catalina de Rusia, María Stuart...

A un lado Judit, Juana de Arco, Agustina Zaragoza y muchos cientos de heroínas.

Enfrente todas las reinas del mundo, desde Dido hasta Isabel II, Detrás el clero. Araón con los Levitas. San Pedro, todos los pontífices, la curia romana, el bajo clero, el clero liberal y el clero más que bajo.

Entre las reinas y las heroínas estaban las mancebas y las cortesanas. Ví á Cleopatra y ví á mis novias y ví á Confucio y á los legisladores detrás de aquellas miserables. Enfrente formaban un apretado grupo las santas, las mártires y las mujeres honradas; allí estaba mi madre, y escondidos entre las buenas millares de niños.

Yo recorrí con mis miradas aquella multitud, y solté mi caballo, que voló al espacio. Entonces los humanos formaron dos filas larguísimas que avanzaron al interior del bosque.

Yo seguía á aquella silenciosa procesión por un camino á veces tapizado de flores, á veces cubierto de maleza. Y ví que en los espinos hubo dama que dejó trozos de su honra, y santa que dejó gotas de su sangre.

Y así llegamos á la plaza de una ciudad. Una plaza de columnas como la de Wiesbaden, y toda la procesión entró en el casino, pero un casino inmenso, la suma de todos los presidios, todos los cuarteles y todos los lupanares.

Aguardé un rato y después cuando llegué á la puerta me dijo el conserje:

—La entrada.

—No tengo.

—Cuesta un millón de francos.

—Soy pobre.

—Pues robad.

¡Robar!... ¡Robar!... ¡Ingenioso!... No creí que el talento estuviera monopolizado por los conserjes.

Volví á casa, vestí de frac y robé, robé porque eché en mi bolsillo el dinero de todos mis administrados. ¡Esto es admirable! calculé enseguida. Ahora pierdo este dinero y mañana, ellos y yo, estamos iguales. Hé aquí un buen camino para realizar la liquidación social, esa calumnia grosera que han inventado los ricos para desprestigiar á los pobres que piden trabajo.

Y con mi frac sobre los hombros, y los millones en la cartera, me presenté en el casino, sobre cuya puerta leí: Life's school.

¡Mucho dinero se necesita para empezar á aprender la vida!

Pero aquello no era á Life's school sino á Gaming-house.

¡Una encerrona!... ¡Un garito!

Hay cuevas que determinan inmediatamente la asfixia, como hay galerías que causan un enfriamiento súbito. Aquel palacio me produjo la locura.

Inmensos salones donde se jugaba á todos los juegos conocidos. Una mesa de ruleta que parecía el patio de un cementerio con las sepulturas numeradas. Y yo tiraba sobre aquellas casillas montones de plata y recogía montones de oro. Y el sonido de la bola al caer en una caja era la señal de un triunfo más, de una nueva fortuna y un nuevo halago de aquellas mujeres que me cercaban, en cuyas delicadas manos depositaba las ganancias mías.

Para la vista, esa luz eléctrica, fría y despiadada, como sentencia de muerte, que no produce penumbra, ni medias tintas. Y aquella luz iluminando senos llenos de sudor, de vino, apoyados sobre la mesa sobre los hombros de los jugadores. Y á éstos sucios, con los trajes desgarrados, rojos ó lívidos, mirando la bola que gira desdeñando en cien vueltas el número donde el azar la hará caer. Y después que cae la bola el levantarse para cobrar el retirarse para maldecir.

Y para el tacto, el gusto, el olfato, el oro como producto mineral; el vino como producto vegetal, la mujer como producto animal.

Y todo esto entre el ruido de las corrientes eléctricas en los arcos de las lámparas, los tapones que saltan, la vajilla que se rompe, las voces del juego y los cantares, las blasfemias.

Y por debajo, el suelo, elocuente testimonio de las leyes de atracción de Newton, de Kepler, porque al suelo va todo, los vasos rotos, las sillas caÍdas, las barajas, las bolas, el dinero, los epilépticos, las borrachas.

De pronto oí una detonación.

—¿Qué es eso?

—¿Quoi?

—¡How!

—Un qui vient de se bruler la cerveille.

Efectivamente; la masa cerebral salpica los labios de las hermosas, las manos de los jugadores, el tapete de la ruleta, pero todo esto se lava enseguida con Champagne.

Yo me acerco al cadáver: dos hombres lo arrastran.

—¿A dónde lleváis eso?

—Al cementerio.

—Y ¿en dónde está?

—Al extremo del jardín.

—Y ¿quién va allí?

—Los buenos y los tontos.

¡Ahí—pensé—, allí estará mi madre. Siempre esa insoportable imposición que pone la tierra entre lo que se ama.

Y seguían arrastrando el cadáver hacia el extremo del salón.

—Oye, y los que no son ni buenos ni tontos, ¿dónde van?

—Esos los matamos nosotros.

—Pues los buenos, ¿quién los mata?

—Dios.

—¡Hola! ¿Y los tontos?

—Se suicidan.

—¡Teoría admirable!

Y fuíme al jardín rechazando á las mujeres que me seguían acariciándome y sacando el oro de mis bolsillos.

Empezaba á anochecer. Corrí por parques, alamedas, huertas y bosques.

Todo aquello parecía el patio de un manicomio.

Un anciano miraba al firmamento con un poderoso anteojo, luégo hacía signos sobre la arena.

—¿Qué haces?

—Busco el quinto satélite de Júpiter.

—¿Y eso?

—Son mis cálculos.

—Y ¿por qué está la tierra tan removida?

—Porque he borrado mis cálculos de ayer.

—¿Sí?

—Sí. Estaban equivocados.

—Y hoy, ¿no te equivocarás?

—No; hoy nó. Ayer integré mal; hoy he variado el valor de la constante.

—¡Insensato! ¿Llamas constante á una cosa que puedes variar á tu antojo?

—No soy insensato. Yo he descubierto Neptuno.

—¿Eres tú Leverrier?

—Yo soy. Titius no era exacto.

—Y tú eres un gran loco.

Poco después encontré una hermosa matrona cuyo cuerpo deformaba la falta del brazo izquierdo. Acercóseme y dijo:

—J'ai le droit.

—Ya lo veo —contesté señalando al brazo sano.

—Pas ça —replicó.

Y se marchó con aire de incomodada.

—Está guillada —repuso un inglés que llevaba atado con una gruesa cadena un perro de Irlanda.

—Eso creo, señor. ¡Magnífico perro!

—Muy trabajador.

—¿Por qué lleva bozal? ¿Muerde á los extraños?

—No, señor; pero me muerde á mí.

Tres ancianos estaban apostados en el extremo de una avenida. Uno de ellos se acercaba al transeúnte y disputaba con él mientras el otro se disponía y daba al infeliz engañado un fuerte golpe. Entonces el tercero...

¡Demencia!... ¡Demencia!... Por todas partes el enigma y el viceversa.

Un viejo golpeaba con una vara sobre una peña.

—¿Qué haces?

—Quiero sacar agua.

—¿Eres Moisés?

—Sí.

—Pues te vas á quedar sin la tierra de promisión.

—Puede ser.

—Eres muy terco.

—Más lo es mi compañero.

—¿Quién?

—Aquel.

Era un ministro de Hacienda. Con la cartera azotaba cruelmente á un harapiento.

—¿También tú buscas agua?

—Yo quiero sacar oro.

—Pues te quedarás sin oro, sin cartera y sin cesantía.

En un cercado del jardín estaban todos los animales que producen sonido, desde el grillo hasta el ruiseñor, pasando en la escala por el burro.

A la puerta del cercado se hallaban Goethe y lord Byron jugando á las damas.

—¿Pueden Vds. decirme qué hacen aquí tantos bichos?

—Son los poetas.

—¡Ah!... Hay algunos que cantan muy bien.

—Sí, señor.

—¿Y qué dicen?

—No se sabe. No hay quien los entienda.

¡Demencia! ¡Demencia!

Ya sentía el amor á la extravagancia, porque iba perdiendo el pudor que produce la razón serena.

Un ruso y un turco se hallaban separados por un hormiguero. Sacaba el ruso una navaja de á cuarta y las hormigas le impedían que se moviese. Sacaba el turco una navaja de media vara, y las hormigas le atacaban enseguida. La operación se hacia interminable, y yo les aconsejé que entre los dos destruyesen el hormiguero y luégo se matasen ambos, con lo cual dejarían en paz el jardín.

Nada más curioso que la administración de justicia en materia criminal.

El procesado era un toro que intentó dar una cornada á un gato que le habla sacado los ojos.

La causa se veía en juicio oral y público, aunque por escasez de local sólo se dejaba entrar á las personas autorizadas por la Sala.

Constituían el tribunal el Presidente y cinco magistrados. Había acusación fiscal, defensa y acusación privada.

Durante la vista durmió la Sala tranquilamente. Al terminar se despejó el local y quedó sólo el tribunal para dictar sentencia. Entonces un portero puso un pan sobre la mesa. El Presidente lo bendijo y pronunció estas palabras:

«Señores: el gato es mío.» Luégo cada cual comió un trozo de pan. Después el Presidente dijo: «Señores: Esto es pan comido», y volviéndose á los porteros añadió: «Ábrase para pronunciar sentencia». Llenóse de nuevo el local, y el Secretario leyó la sentencia en la que había, entre otros, estos considerandos y resultandos:

«Considerando que la defensa está limitada en relación con la ofensa que hubiere de prevenirse.»

«Considerando que el gato no tuvo ni pudo tener la intención de dar una cornada al toro.»

«Considerando que la herida producida á un gato por el cuerno de un toro es mortal de necesidad, según opinión facultativa de 37 de los 73 médicos consultados.»

«Resultando que, según la prueba testifical, el toro intentó cornear al gato...

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Califica el acto de felicidio frustrado con las agravantes de nocturnidad y fiereza habitual, rechazando la atenuante de la propia defensa, etc., etc...»

El toro fué condenado á buey.

El Presidente, al terminarse el acto, dijo:

«En el nombre de Dios, los que hemos de hacer justicia así la hacemos. Sépase que el gato está encerrado y hay gato encerrado para mucho tiempo.»

¡Demencia! ¡Demencia! Por todas partes la locura y el viceversa. Preferí abandonar todas estas manías y estupideces y volver á las salas de juego.

Antes de llegar al palacio ya había anochecido. La luz de la luna en creciente, al difractarse en los bordes de las hojas de los árboles, grababa en el suelo, con pálida tinta, pequeños y múltiples soles, en cuyos centros á veces lanzaba vivos destellos algún diminuto trozo de mica. Todo era quietud y hermosura. Yo caminaba aprisa, procurando dominar la emoción poética que embargaba mi espíritu. Tenia á mi derecha un montecillo que coronaba un templete, y ya iba á seguir cuando ví en las gradas de mármol de aquel coronamiento una mujer con túnica blanca, una cruz de brazos iguales sobre su pecho. Estaba la figura inmóvil, contemplando con la mirada fija aquella media luna que llenaba de luz el firmamento.

Subí con cuidado, pero la mujer sintió mis pasos; volvió la cabeza, me miró, y luégo, señalando con su diestra al astro de la noche, me preguntó:

—¿Te gusta?

—Mucho.

—¿Más que el sol?

—No, eso no.

—Pues yo soy el sol.

—Por eso eres tan hermosa.

—Yo soy el sol, porque llevo el sol conmigo, y mi sol es esta cruz, que significó en otro tiempo el signo de redención y de civilización y de progreso. Los cristianos no debíamos consentir medias lunas ni aun en ese espacio azul.

—Tu eres la virgen griega. La diosa de las magnificencias y de los ensueños. No olvides que las luchas religiosas, cuando no han sido políticas, han sido estériles.

—A mi me lleva mi fe. Como á tus reyes, aquellos que destruyeron el califato de Occidente.

—Estás engañada.

—Yo odio la media luna.

—También es signo de una cultura irremplazable.

—Yo soy el sol.

—La vida bajo un sol constante seria insoportable. El sol es el amor de Dios. La luna es el amor de la mujer.

—Me molestas. Vete. Déjame con los recuerdos de mis suliotas.

¡Demencia! ¡Demencia! Por todas partes el engaño inconsciente y el concebido. La aberración como Dios preexistente.

Otra vez me hallé entre cortesanas, jugadores, lacayos y luces blancas. Nadie me recordaba. Saqué un puñado de monedas y lo desparramé sobre el tapete. Las mujeres me rodearon. Perdí aquel dinero, saqué más, volví á perder y seguí sacando y seguí perdiendo. Al fin me encontré pobre.

—¡No tiene dinero! —gritó una alemana.

—¡Fuera! —repondieron las bestias.

—¡Fuera! —añadieron los hombres.

Y hasta los criados gritaron ¡Fuera!

Entonces todos se me abalanzaron y comenzaron á pegarme y á escarnecerme.

—¡Fuera! ¡Fuera!

—¡No nos roba! —decían los hombres.

—¡No nos paga! —repetían las mujeres.

—¡No nos pega! —gritaban los lacayos.

Y yo sentía correr mí sangre por mi rostro y por todo mi cuerpo.

Huí, me seguían y me pegaban.

Llegué á la puerta; el conserje me tiró una silla. Por fin me encontré libre y en la plaza.

Poco me importaba que me hubiesen escupido; lo que sentía era la pérdida del dinero. Porque siendo pobre no tenía razón para quejarme.

Lancé un ¡ay! que resonó dos veces en mi oído.

Volví la cabeza y vi...

¡Oh espectáculo magnífico!

¡Oh dulce encanto del alma á quien el sentido proporciona tan grata emoción!

Érase una mujer, si Dios no puede llamarse á aquello que es más perfecto que el hombre.

Blanca, rubia, hermosa. Como la primera materia produciendo la atracción única, en fuerza que no se descompone.

Y así, era la luz de la idea y el calor del movimiento. Y era el amor, que es luz y calor á un tiempo mismo.

Allí estaba desnuda, seria é inmóvil, apoyada en una columna de la plaza.

—¡Ah! ¡Vamos! —pensé—. Es Thamar.

—¿Qué haces?

—Estoy sola.

—¿Huyes?

—Me han echado de ahí.

—Y á mí también.

—Nadie me quiere.

—Conozco ese mal. Es la recompensa que Dios da á los justos.

—Pero el amor es la vida.

—Es agua que en el lodo mancha y en el mar ahoga y en la nube deifica.

—Las aguas del Jordán purificaban.

—Ahora sólo purifica el Letheo.

—Llévame contigo.

—¿A dónde?

—Siempre contigo.

Y vino á mi casa, y la levanté para depositarla en mi lecho; pero tuve que centuplicar mis energías y sentí doblarse mis huesos y agarrotarse mis músculos porque su peso era superior al esfuerzo mío. Y como no hiciera huella en el edredón comprendí que sólo yo sentía aquella pesadumbre.

Fui al tocador, me desnudé, me lavé y cubrí mi cuerpo con una riquísima bata.

Todo mudaba alrededor mío. Saltaba el chapeado de los muebles. El oro de los decorados volvióse negro. Quedaron sin brillo mis diamantes y sin color mis esmeraldas. Los candelabros me parecieron de latón, y los retratos de mis novias se partieron por la mitad.

Todo esto era asombroso, pero lo olvidé, pensando sólo en mi hermosa huéspeda, á cuyo lado volví.

—¿Qué tal me encuentras?

Miróme, sonrió, y dijo:

—Feo, muy feo.

Esta contestación me produjo el efecto de una calumnia.

Procuré reprimirme, pero en mí se dió una idea; tras la idea el raciocinio; luégo la decisión, y después la voluntad, la voluntad solamente, obedeciendo inerte á su primer impulso.

Entonces cogí con mis manos las muñecas de la hermosa, y con esfuerzo atlético tiré de aquel cuerpo perfectísimo y lo arrastré por el suelo de mi gabinete.

—¡Miserable! Ya sé quién eres. Ya lo sé. Eres la Verdad desnuda. ¡Miserable! Por buscarte he perdido mi juventud y mi fortuna, y las caricias de las mujeres y las adulaciones de los hombres. Nada he querido, porque no he creído en nada, porque sólo creía en tí. ¡Miserable! Y ahora que te encuentro me llamas feo. ¡Estúpida! ¿Para qué has venido? Para destrozar mis alhajas. Antes engañaban. Ahora están inservibles. Nada falso has dejado entero. Pero yo no soy falso, porque te digo que te odio. Porque tú me has hecho enojoso para el mundo, como has hecho inútiles mis alhajas y mis muebles. ¡Vete, vete, miserable, vete! Espera, aún quedan fibras en mis músculos.

Y cogí aquella escultural figura, que no se defendía, y por el balcón la arrojé á la calle y me volví al lecho. Y estando echado oí el ruido que produjo el cuerpo de la Verdad al caer contra las piedras del arroyo.

Me desperté; la luz del sol llegaba á mi cama. No pude resistir el primer impulso. Me puse en pie y me asomé al balcón. Debajo de él gritaba una mujer:

—¡Esta es la pura verdad!

Me alarmé y luégo reí. Era una infeliz ciega que cantaba la siguiente petenera:


El orgullo es anteojo
que oculta la realidad:
todo lo achica ó lo agranda
según se ponga el cristal.


—Es verdad —dije yo—. Y luégo, al retirarme á la alcoba, me miré en el espejo y me dije: «Vaya una pesadilla. Lo cierto es que no soy tan feo».


Publicado el 13 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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