¿Gladiatores quoque ars tuetur ira denudat. Deinde quid opus est ira, cum idem perficiat ratio?
Séneca.
Ustedes se acordaran de la tarde que Cachitos volvió á la plaza;
de que mató muy bien, y de que al salir se le hizo una ovación, y nada
más. Pues ahora voy á referir lo que paso aquella tarde.
Cachitos había estado tres meses en la cama curándose una perturbación de las costillas y otros órganos convecinos, producida por la entrada súbita, en aquellas regiones, del cuerno de un Miura incivil y atropellante. Esta era la explicación dada por Pico de Oro, cuñado de Cachitos, su primer banderillero, y sevillano, aunque esta condición debía ir delante, según él decía, porque es el primer ditado que se trae al mundo.
Los pesimistas aseguraron que Cachitos no volvería á torear, y el diestro se fué á la capilla de la Virgen de la Paloma el primer día que salió de su casa, volvió á la calle de Toledo, entro en la taberna del señor Francisco, y dijo al mozo:
—De beber pa todo el mundo.
Y se sirvieron copas hasta en medio del arroyo.
Cuando acabo la sesión dijo el empresario á Cachitos:
—¿Y qué? ¿Le pongo á usted, una cruz?
—A mí me pone usted en el cartel, y con unas letras mu gordas para que se vean dende la eterniá por si me estaban aguardando.
Hubo aplausos, abrazos y vivas; y se supo que Cachitos mataría seis Veraguas de butén, de chipén, sin jonjauilla ni fantesías de pasa matute. Así lo decía Pico de Oro, y así lo repito.
Las letras del cartel eran gordas, pero no las vieron desde el otro mundo, porque hubieran resucitado los muertos para... nada, porque ya los vivos se habían repartido todo el billetaje.
Dos días antes de la corrida, y aprovechando la ocasión en que Cachitos cruzó solo las Cuatro Calles para comprar tabaco en la de Sevilla, se le acercó una mujer hermosa, alta, blanca, y llevando sobre sus hombros un pañuelo de crespón que parecía sobre aquel cuerpo un tapón de champagne que, en quitándolo, la mar con espumas, inundaciones y ahogaos, muertos y fenecidos, como diría Pico de Oro.
—Adiós, hombre.
—Adiós, Marina.
—Parece que te pinchan en tu casa.
—No lo creas.
—Pues mi madre y yo hemos estado para darle la enhorabuena á la Lola, y mire usted qué acierto, que no te hemos visto: ¡como no estuvieses al escondite!
—¿Por qué, chiquilla? Siempre andas con bulos y oscuridades. No estaba, porque estaría fuera. Y nada mas Que te agradezco la visita.
—Era para Dolores.
—Pues te juro que te la estima.
—De modo que vuelves á la plaza...
—Creo yo que sí.
—¡Bah! Pues está visto que tú no tienes miedo á los cuernos.
—Voy por tabaco, si me dejas.
—Yo no fumo.
—Pero, ¿qué te pasa? Parece que estás atontá.
—Yo, no; los tontos son otros.
—¿Quiénes?
—¿Van ingleses por tu casa?
—Gracias á Dios, no debo un cuarto.
—¡Adiós, Rochil!
Y la buena moza se marchó riendo. Quedóse Cachitos parado en la acera, y después irguióse, y con su andar majestuoso siguió hasta la tienda tan tranquilo como lo tenía por costumbre.
La tarde de la corrida llego una carretela al numero 215 de la calle de San Juan. Dentro de la carretela estaban el Moreno y Pico de Oro. Los curiosos rodearon el coche, y los vecinos saludaron á los recién llegados. A los pocos momentos bajó Cachitos de su habitación y montó en el carruaje; los transeuntes saludaban con entusiasmo al matador, y éste contestaba como á compañeros de toda la vida, sonriendo como sabe hacerlo el temerario diestro.
Cuando el carruaje llegaba á la plaza de Antón Martín, dijo Cachitos al cochero:
—Vuelve á escape á casa.
—¿Qué te ocurre?—preguntó Pico de Oro.
—Se me ha olvidado una cosa. No hay que azararse, caballeros; es cuestión de un minuto.
—Pa más que juera,—respondió el Moreno.
Subió Cachitos á su habitación, abrió la puerta, y hallo á Dolores arrodillada delante de una imagen de su santa patrona. Alzóse del suelo la hermosa sevillana; y, como viese á su esposo con el semblante lívido, se acercó á él gritando:
—¡No vayas! ¡no vayas! ¿Qué tienes?
Encorvóse el matador para que su rostro quedase enfrente del de su esposa, y con empanada voz la dijo:
—Yo voy, y tú vas, pero mismamente ahora mismo.
—¿A la plaza?
—Me parece.
—¡A la plaza no, por el amor de Dios!
Alzo Cachitos la mano que hacía rodar los toros, y en su movimiento sólo alcanzo á Dolores en una orejita, que empezó á brotar sangre; entonces el diestro repitió:
—Ya sabes que en el palco del duque tienes un sitio.
Y bajó tranquilamente las escaleras; y, al montar en el coche, dijo:
—Señores, se me había olvidado el moquero, y me hace falta por si lloran los bichos al verme.
Y sonriendo fué todo el camino, sin mirar á un coche que estaba parado en la esquina de la calle de San Juan.
Dentro de aquel coche conversaban Marina y un extranjero.
—Le digo á usted que nos vió cuando paso la primera vez.
—Si hubiéramos bacado los cortinos...
—Usted, que quería ver á ese maleta.
—Maleto, no
—En fin, ¿vamos á casa de la Lola, ó nos vamos á la plaza?
—A casa, á casa de la torera.
—Si Cachitos se ha enterado...
—Dijo un muchacho que volver por su pocket moquero.
—¿Arreamos?
—Sí, sí.
Y el coche echó á andar y se paró á la puerta de la casa de Cachitos.
* * *
El diestro había sido aclamado al entrar en la plaza con su cuadrilla, y todos esperaban á que saliese el primer toro.
Se observaba que Cachitos estaba pálido, y quien atribuía esta palidez al temor, y quien la atribuía á la convalecencia. Entre tanto, el matador se decía:
—Por dinero no es, porque yo lo tengo, y además lo gasto, y esos lipendis lo guardan pa tener algo que merezca una cortesía. Y, si es un capricho, como hay Dios que no me lo explico; porque ese jamelgo tan flaco y con las patillas, parece un cepillo de limpiar los tubos del quinqué... y total, ó viene ó la mato. Ya está dicho.
* * *
—Allá va Pico de Oro.
—El niño de los buenos principios.
—Como que es hijo de un maestro de escuela de Sevilla.
—Pues, entonces, lo mejor que hacen los maestros españoles son los hijos.
—Y las hijas.
—Como la mujer de Cachitos.
—¡Qué maravilla!
* * *
—¿Le da á usted el sol, vecina?
—Es decir, que viene á saludarme, porque ni él me da nada ni yo acepto cosa ninguna.
—Se va usted á volver morena.
—Esa endulza más que la de pilón.
—¿Quiere usted que yo la cubra?
—No va usted á querer..
—Yo siempre estoy queriendo.
—¡Tampoco!
* * *
—¿Has reparado que Cachitos no cesa de mirar al palco del duque?
—Como que son amigos.
* * *
—¡Naranjero!
—Pero, hombre, usted se va comer toda la huerta de Valencia.
—Y á usted, ¿qué?
—Por mí puede usted comerse la media naranja de San Francisco el Grande.
* * *
—¡Beber agua y alfileres!
* * *
—¡Olé tu madre! ¡Vaya un par que ha puesto ese hombre!
—Pues allá va el otro.
—Anda con él.
—¡Olé ya los hombres con vergüenza!
—Escuche usted por donde quiere meterse Pico de Oro.
—Es mucho banderillero.
—¡Qué lastima!
—Si el toro no hace por él.
—¡Ahora!
—¡Bendita sea tu cara!
* * *
El presidente da la señal para el último tercio de la lidia; y el
toro, castigado por los picadores y los banderilleros, queda en los
tercios de la plaza, luciendo, á la intensa luz del sol, el rojo
morrillo de donde brotan hilos de sangre que caen á lo largo de los
brazuelos.
Al gris de la piedra ha sustituido en los tendidos, un fondo oscuro, donde se destacan las pálidas tintas de los rostros y los colores de los trajes y de los abanicos.
Aquella mitad sombría y aquella mitad brillante, que el sol abrasa, son dos rivales que se disputan la posesión del circo.
Y allá, en el fondo, sobre la húmeda arena, lucha la fiera, con la nobleza del valiente, contra la destreza del animal astuto que todo lo avasalla y lo sujeta á calculo, implantando en toda la naturaleza la fecunda tiranía de la inteligencia humana.
* * *
Cachitos ha brindado ante la presidencia, lanzando su montera al
1, donde la guardan cuidadosamente; y después atraviesa la plaza
levantando la diestra como si quisiese acallar los vivas y los aplausos.
El toro recula, y un capote le hace erguir el testuz, porque aquella lucha es la única donde no se puede vencer siendo cobarde.
Llega Cachitos hasta la fiera, extiende el rojo trapo, el animal acomete, pasa el diestro su brazo sobre los cuernos y permanece quieto presentando siempre al toro la flotante tela. Coje la muleta con ambas manos, y obliga á la res á embestir, y después la vuelve haciéndola seguir el engaño.
Late de temor y de asombro el corazón de los espectadores, porque jamás se vió torero con mayor frescura. Parece que se ofrece al toro como voluntaria víctima; y aquello deja de ser temeridad para convertirse en suicidio.
A un paso de la cuna se dispone Cachitos á cambiar de mano; y en el palco del duque se oye un grito espantoso como estallido de un alma. Vuélvense hacia allí todas las miradas, y se ve una mujer que huye hacia el fondo del palco cubriéndose con las manos los llorosos ojos.
—Es Dolores, la mujer de Cachitos;—se dice de boca en boca.
Y el diestro ha recogido la muleta y obliga á que el sobresaliente corra al animal. Pero, ¿por que no ha herido teniendo al toro cuadrado? Merece una silva, pero en España no se afrenta á ningún hombre delante de su mujer.
Cachitos mira hacia el palco del duque, y sobre el antepecho aparece el pálido rostro de Dolores. Sonríe el diestro, llégase al toro, lo llama, lo vuelve á cuadrar; y á volapié le da una estocada hasta mojarse los dedos. La fiera pretende marchar, vacila, procura sostenerse, y, por fin, cae de la manera brusca con que caen los cuerpos abandonados por la vida.
El diestro saluda nuevamente, y acompañado de sus peones camina á lo largo de la barrera recibiendo elogios, cigarros y sombreros. Dolores, de pie, aplaude chocando una contra la otra sus blancas manitas; y en el 1 se vitorea al diestro y á la hermosa sevillana, porque se ha dicho que Dolores ha ido á la plaza sin adornarse, para cumplir una promesa que hizo estando Cachitos enfermo, y todos saben que el mayor sacrificio para la esposa de un torero es ver á su marido delante del toro.
Dolores escribe con lápiz algunas líneas, guarda el doblado papel en la petaca del duque, y cuando el matador pasa delante del palco, el anciano aristócrata lanza la petaca al redondel; y Cachitos, recibiendo los cigarros y los sombreros que le arrojan sus entusiastas; lee lo siguiente:
«Bien hecho, rey del mundo. En cuanto los vi entrar quebré como tú sabes hacerlo, gloria de mi alma; salí, cerré, y aquí tengo la llave y allí quedan encerrados.
Yo haré lo que tu dispongas, pero deja que me vaya donde quieras, porque cada paso que te veo dar me parece que lo andas hacia la muerte.
Dolores, tu chacha, que te idolatra.»
Alzo Cachitos su cabeza, y miro á su esposa con ademán, tan lleno de ternura y de grandeza, que todos los espectadores del tendido se pusieron en pie y saludaron, unos con sus aplausos y otros con su silencio, aquella manifestación de amor honrado, que que es el único germen de felicidad que existe en este valle de lágrimas.
Después preguntó á Pico de Oro:
—¿Esta la mujer del señor Francisco?
—Allí; en la grada se columbra.
—Enviala recado que recoja á Dolores y la lleve á tu casa.
—Pero, ¿qué ha ocurrido?
—Nada.
—Pues, me quedo convencido.
—¿Estás de vuelta?
—Allá voy.
—Y que yo iré á tu casa á desnudarme.
—Pues, no lo entiendo.
—Alguna vez había yo de ser más ilustrado que tú.
Y Cachitos reía con tan buena gana, que el banderillero quedó sin alientos para enfadarse.
* * *
Se estaba lidiando el segundo toro, cuando el público se
apercibió de que Dolores se marchaba; y entonces se volvieron á repetir
los saludos y los aplausos.
—¡Bendita sea la espuma del Guadalquivir!
—¡Olé por las mujeres de corazón!
—¡Olé por la honradez bonita!
—Eza e paizana é mi mare.
—¿De dónde es tu madre, pues?—preguntó un navarro.
—De Ezpaña,—contestó el andaluz.
Y todos aplaudieron á la hermosa mujer que, en aquellos instantes, era un símbolo de las virtudes patrias.
* * *
Antes de terminar la corrida, el señor Francisco se fué á la
calle de San Juan, y puso en el arroyo á Marina y al extranjero, sin oir
las explicaciones de éste, que insistía en defender su conducta,
probando que le habían engañado inicuamente.
Y en la calle decía el inglés:
—Esto ha sido una descalabra. ¡Qué vergüensa! Y!que lastima de española!
—Ande usted, mister, que yo también lo soy.
—Usted es una miserabla, y los canallos no tienen patria.
Y el extranjero siguió adelante, sin cuidarse de la grosera envidiosa.