Salía yo de una casa de la calle del Prado, donde había pasado la velada viendo cuadros disolventes, y salí, como es mi costumbre, renegando de la perversidad humana que aficiona á los hombres y a las mujeres á permanecer juntitos y á oscuras.
Y marchaba renegando del sensualismo ajeno y del frío de aquella noche, cuando observé que por la acera opuesta bajaba una real moza. Me paré en la esquina de la calle del Baño y me puse á contemplar aquellos andares. Al llegar enfrente de mi
La donna tutta á me si torse,
pero siguió andando.
Se me fueron los ojos detrás de aquel prodigio de gentileza, y por igual camino se me fueron los pies.
Paróse mi perseguida en la entrada de la calle de Cervantes, y yo pasé delante de la buena moza. El sitio era oscuro, y mi vista es corta; conque sólo pude asegurarme de que la flamenca llevaba la cara oculta por la toquilla y un paquete escondido debajo del mantón.
Anduve como seis pasos, y me paré, suponiendo que mi conquistada me seguiría, pero no la ví.
Esa huye —me dije—, me ha dado mico, y se marcha por la calle del León; pero en esta calle tampoco hallé á la taimada.
Y estaba tragándome aquel camelo cuando me ocurrió la idea de que la barbiana hubiera subido á la casa de préstamos, é inmediatamente subí, abrí la mampara, y allí estaba arrimada al mostrador.
Pregunté si había de venta algún alfiler de corbata; me contestaron que tenían muchos: prometí volver al día siguiente, y me marché, después de haber visto que el objeto empeñado era una manta, y que, sobre ésta, habían prestado cincuenta reales.
La desconocida corría como una liebre, pero la alcancé, y la dije:
—Señora, permítame usted que...
—Hágame usted el favor de retirarse.
—Después, señora, pero antes ruego á usted de nuevo que me escuche.
Yo me acercaba, y la mujer huía casi á saltos.
—Haga usted el favor de retirarse.
—Pero... oiga usted.
—Esta es una injuria impropia de un caballero que se estime...
—La injuria es la que usted me hace dudando de mi caballerosidad.
Estábamos en la esquina de la calle del Príncipe, y la mujer se paró al oir mis últimas palabras. Aún se cubrió más el rostro con la toquilla, y dijo con impaciencia:
—Hable usted.
—¡Gracias á Dios! Yo, señora, agradecería á usted que volviese á la casa de préstamos y desempeñase esa manta, porque... no me interrumpa usted. Porque una manta es muy necesaria en este tiempo, y cuando usted la empeña es, seguramente, porque no tiene usted otra cosa que empeñar.
—¿Ha concluido usted?
—Yo le ruego que acepte de mi la cantidad que necesite, y...
—¡Habráse visto desvergüenza!... Pero, ¿qué se ha creído este majadero?
—Permítame usted...
¡Que si quieres! Ya estaba muy cerca de la plaza del Angel.
Tuve intenciones de reírme y marcharme á dormir, pero me irritó la idea de que es fácil cometer un crimen y difícil realizar una obra de misericordia.
Di un par de docenas de zancadas y alcancé á la ofendida señora cuando cruzaba la calle de Carretas.
—Ruego á usted que deje esas interpretaciones injuriosas y me escuche.
Silencio.
—Siento mucho que usted no me conozca, porque no me supondría capaz...
Silencio.
Y recordé
Ha dado en no responder,
que es la más rara locura
que pudo hallarse en mujer.
—Yo prometo...
—O se retira usted, ó llamo á una pareja de guardias.
—¡Vaya usted con Dios!
Y me quedé pensando.
¡Qué estúpida! Y será una perdida, probablemente. Eso, no; porque... Para aumentar el interés... Déjate de despechos: es honrada. ¡Conque, los guardias!.. Pero, ¿qué se ha creído?... Y se va sin la manta. Quizá tenga hijos esa mujer, y dormirán los pobrecitos tiritando de frío. La madre los amparará, aunque se quede desnuda. Y ¿por qué? Si yo estoy dispuesto... ¿Será casada?... La hubiera acompañado... ó no... ¿Y á mi, qué?... Silverio: es preciso hacer ese desempeño esta noche. ¿Entiendes? Es preciso tener energía para realizar el bien. ¿Has oído? ¡Todo por la papeleta!
La recatada pasaba por delante del Banco, y yo pensé que aquella mujer no viviría en la calle de Atocha. Corrí por la plaza de la Leña y la calle de la Bolsa, y aguardé en la de Santa Cruz.
A los pocos minutos vi que mi perseguida entraba por la calle de Santo Tomás.
—Aquello está solitario. Transige ó...
Y antes de llegar á la Concepción Jerónima cerraba yo el paso á la horrorizada mujer.
—Hágame usted el favor de no asustarse y de no gritar, ¡caramba!... Me importa una higa que sea usted blanca ó negra, ¿oye usted? Pero no me da la gana de que teniendo yo cinco duros se marche usted sin manta. No me da la gana: he dicho.
—Pero, usted...
—Usted se calla, porque me ha sacado usted fuera de quicio. Conque, iba usted á llamar á los guardias ¿eh? Pero, ¿usted se ha creído que soy un ratero ó un chulo asqueroso?
—Yo...
—¿O un viejo verde? Pues está usted equivocada. Yo la he seguido á usted porque es usted buena moza. Sí, señora. Y que de salud sirva. Pero no me conviene usted, no; porque yo busco mozas que me hagan reir, porque para llorar tengo medios de sobra. Usted será lo que sea, y no me interesa, pero me parece usted una persona decente, y yo la he injuriado á usted suponiéndole una perdida. Así, clarito. Y debo á usted una satisfacción, y desempeño la manta. Además, me ha ocurrido que esa manta la necesita un hijo de usted.
—No, señor; mi esposo.
—¿Está enfermo?
—Sí, señor.
—Pues con mayor motivo. Usted coge estos cinco duros y se va usted delante de mí á la casa de préstamos.
—Yo agradezco á usted...
—A mí no. Esto lo hago para alcanzar la gloria, ¿oye usted? Yo creo en la gloria. Conque, ¿acepta usted?
—Yo sentiría que usted se privara...
—Me va usted pareciendo muy tonta. Así, clarito.
—Muchas gracias.
—Pues es natural.
—En fin...
—Que acepta usted.
—Fiada en...
—Puede usted llamar á los guardias si...
—No, señor; creo en usted y le agradezco su acción.
—Está bien. Tenga usted, y vaya usted andando.
Y emprendimos la marcha.
Me limpié el sudor, producido por la carrera y por la disputa, y me fui serenando.
Convenía yo en que mi virtud resultaba agresiva, pero muchas civilizaciones absurdas se imponen á balazos; conque...
Mi protegida volvía de vez en cuando la cabeza, y parecíamos lo que no éramos.
¡Ni mucho menos! ¡Una mujer casada! La única propiedad que puede ser justa, porque es posible que la posesión esté contratada voluntaria y conscientemente por la cosa poseída. Y además, cuando tanto se tapa... peor para el esposo. ¡Infeliz! Si alguna vez me hallo como él, quiera Dios que encuentre otro Silverio. Pero, ¡quiá! Yo he nacido para morir como Jaqueton, eludiendo las leyes del toreo social, y ahogándome la rabia entre los silbidos de la muchedumbre.
Toma, y se queda parada en la puerta.
—Suba usted, señora; suba usted.
—Pero, usted insiste...
—Ya lo creo. Aquí aguardo.
La individua era persona delicada.
Al poco rato bajó trayendo un paquete.
—¿Esa es la manta?
—Sí, señor.
—¿No me engaña usted?
—¡Caballero!...
—Usted perdone.
—Y aquí está el sobrante.
—¿Qué sobrante?
—De su dinero de usted sólo he gastado los intereses del préstamo.
—Pero, ¿está usted loca? Entonces resultaría que mi favor era para el prestamista.
—Es que yo no debo aceptar dinero de usted.
—Ahora sale usted con esas. Pues, ¿porqué ha venido usted?
—Porque usted me obligó á desempeñar.
—¡Señora!...
—Mire usted; yo aprecio todo el mérito de su acción de usted, pero, ni yo sé quién es usted ni usted sabe quién soy, y no quiero que mañana..
—Alto: tiene usted razón en lo que dice; pero la dificultad se arregla enseguida. Yo no necesito saber cómo se llama usted, pero le diré quien soy. Me llamo Silverio Lanza.
—Le conozco á usted.
—¿De oidas?
—Usted escribe novelas.
—No, señora; puede ser que resulten novelas mis escritos, pero yo sólo me dedico á escribir á Dios dándole noticia de lo que pasa en la tierra.
—Pero escribiendo es usted un demagogo.
—¿Se dispone usted á hacer un juicio crítico de las obras de Silverio Lanza?
—¿Por qué no?
—Por muchas razones, y además porque estamos debajo de una lápida que recuerda á Cervantes, y yo tendría pudor aunque me alabase todo el mundo.
—Total, un poco extravagante.
—Mejor.
—Pero, señor Lanza...
—(¡Que si quieres!)
Y empecé á correr por la calle abajo.
—Pero, caballero.
—(Grita, grita.)
—Recoja usted esto.
—(Trabajito te mando si me has de alcanzar.)
—¡Dichosa manta!
—¡Puedes liártela á la cabeza!
Llegué al Prado y ya no sentí los pasos de mi perseguidora.
Cuando me senté, decía, apurando el cigarrillo:
¡Que estúpida es la humanidad! No le interesa el mal y el bien y sólo se preocupa de si el virtuoso ó el perverso tienen callos ó se dejan la mosca.
A la mañana siguiente creí terminada la aventura, pero me equivoqué, porque el chichisbeo de una mujer es el cuento de la buena pipa.
Dos días después recibí una carta bien manuscrita que decía así:
«Sr. D. Silverio Lanza: Muy señor mío y generoso protector: Aún
creo que fué un sueño la acción que usted hizo conmigo aquella noche,
pero no lo es, y yo debo cumplir como usted se merece. Engañé á usted
diciéndole que era casada, para convencerme del móvil que usted tenia,
pero soy viuda y tengo una niña de cuatro años tan hermosa como su
corazón de usted. Mi esposo era D. N. N., á quien usted habrá conocido, y
si miré á usted aquella noche es porque se parece usted á mi cuñado,
que también le conocerá usted.
Me queda, para socorrerme, una pensión de cuarenta y cinco duros, que es más que suficiente para mí, pero no consigo que me la den. Me han dicho que D. Manuel Galdo puede activar este asunto sin hacer injusticias, y que usted le conoce. ¿Quiere usted hacer algo por mi? Hágalo usted por mi niña, que todas las noches reza para que sea usted feliz.
Tiene usted su casa en la calle de Latoneros, núm. 130, tercero de la izquierda.
Y soy su servidora afectísima q. b. s m., Concepción.»
Declaro que me enojaron aquellas sensiblerías y el estudiado timo
del rezo de la niña, pero me decidí á prestar aquel servicio, quizá
porque lo del hermoso corazón satisfizo á mi amor propio.
Escribí á D. Manuel Galdo, y como este señor es tan bueno, también es bueno para mí.
Envié á la Concha viuda la noticia de que ya podía cobrar su pensión, y me contestó dándome las gracias.
—¿Y no hubo más?
Me preguntaba mi amigo Bautista, después de oir lo que dejo escrito.
—Nada más.
—Esa mujer te hubiera querido.
—Pero yo creería siempre que con su amor trataba de pagarme los cinco duros.
—Exageras.
—No lo puedo remediar. Desde entonces he jurado no hacer favores á las buenas mozas, porque no me sale la cuenta.
—Vamos, que si te volviese á ocurrir...
—Créeme, Bautista, si me ocurre tiro de la manta.
—Eso...
—Eso es lo que hace el diablo.