—Si; pero la gran dificultad es encontrarla.
—No digas eso.
—¡Pues apenas si me he llevado chascos!...
—¿Cuáles?
—Ea. Fulanita trataba de seducirme á mi después de haberse dejado seducir por un francés. Menganita se dejaba pretender mientras arreglaba conmigo los preparativos para nuestra boda. Zutanita ya sabes lo que era. Me presentaron á la de Tal. Medio arreglado tenía el asunto con los padres y supe que la niña tenía amores con un monigote que frecuentaba la casa. La chica de Cual tenía el vicio de las criadas.
—¿Qué vicio?
—Uno.
—Todo eso no significa nada.
—¡Caracoles!
—¿Por qué no te casaste con la de Éste?
—Por la misma razón que me obligó á dejar la de Otro.
—¿Por qué?
—Porque la de Otro andaba con éste y la de Éste andaba con otro.
—En fin, que no quieres casarte.
—Lógico! Dirás que no puedo casarme.
—¿Quieres que te busque novia?
—Si no me llevas caro...
—Purita.
—No parece mala muchacha.
—Ya lo creo. No encontrarás una criatura mejor educada. En aquella casa no hay líos ni enredos, ni diversiones que puedan parecer deshonestas. Tres ó cuatro veces al año va la familia al teatro. Esto es todo. Allí no verás sino gente formal.
—Si todo eso fuese cierto...
—Con verlo, basta. Esta noche te presento.
—Conformes.—La reunión empieza á las ocho y media y acaba á las diez.
—Algo añeja me parece esa costumbre.
—¿Quieres una mujer á la moda?
—No, no; prefiero á Purita.
—Después de comer nos veremos en el café, y de allí á la casa.
—No hay inconveniente.
—Me alegraría de que te arreglases de una vez.
—Más me alegraría yo.
—Ea, pues, hasta luégo.
—Hasta luégo. Adiós.
* * *
«Señorita: Desde el día en que la ví á V., mi corazón es un
volcán y mi alma también es un volcán. Estoy loco por V. y le pido á V.
de rodillas el sí que deseo. Mis intenciones son de unirme á V. con la bendición de Dios y el permiso de sus padres.
»Pensaba escribir á V. en verso por si le gustaba á V. más, pero otra vez lo haré si V. me contesta.
»Espera de V. la vida ó la muerte su adorador que la adora de corazón y es de V. su seguro servidor y atento amigo Q. S. P. B., Silverio.»
No recuerdo haber escrito carta más estúpida en toda mi vida. Esta noche, mientras jugamos á la lotería, se la doy á esa casta-diva de la calle de la Sartén.
* * *
—¿Quién ha venido?
—El padre Calamares.
—Y por qué no entra?
—Está dejando la teja en la percha del pasillo.
—¿Dan Vds. su permiso?
—Adelante.
—Buenas noches, señores.
—Buenas, Padre.
—¿Cómo vá, D. Rudesindo?
—Perfectamente.
—¿Y V., doña Rufina?
—Bien, mil gracias.
—¿Conque no hay novedad?
—No, señor; yo por mi parte marcho bien.
—¿Y V., señora?
—¿Yo? Por encima de mi marido.
—¿Y Purita?
—Concluyendo de limpiar la plata.
—Siempre tan trabajadora.
—Sí, señor.
—Hay sucesos...
—Pero mujer, tú todo lo cuentas enseguida.
—Si no quieres...
—Nada de eso; con el Padre hay confianza completa.
—¿Qué es ello?
—Silverio se ha declarado á la niña.
—¡Hola!
—Sí, señor. Le ha escrito una carta muy bien puesta. Se ve que es todo un caballero.
—Vaya, vaya. ¿Y Vds.?
—Ya tiene la chica la contestación para dársela esta noche.
—¿De modo que es á gusto de Vds.?
—Pues, ea, no se presenta otra cosa. No es mal partido. El tiene su rentita... bien saneada...
—Y Purita, ¿qué dice?
—Ella hubiera querido un militar, pero no ha habido ocasión.
—Cállate, que viene.
—Pues entonces ya está el otro, porque le aguarda en la ventana de la cocina.
—¿Dan Vds. su licencia?
(Ya suena la campanilla.)
* * *
Soy feliz porque he sabido tres cosas. Que soy un paleógrafo, que
soy un políglota y que voy á ser un marido. He aquí la carta de Pura:
«Mi es timado amiguo: E bisto la quarta de Vd. y mea guustad
muho. Vd. meo bliga dezir lece mes muui sin patiquo Vd. ablaraa mis
paspas encuhanto pueda. Sua fequisimaa migua y sus mano beza, Purita.»
* * *
Me resigno; al menos esta criatura es inocente y me quiere de todas veras. Creo que he encontrado lo que buscaba.
* * *
—Señorito. Ahí está su amigo de V.
—Que pase enseguida.
—¡Silverio!
—Adelante.
—¿Estás malo?
—Estoy loco.
—¿Qué te pasa!
—Nada.
—Llevas dos día sin parecer por casa de Pura. Están alarmados.
—Ni volveré tampoco.
—Pero, ¿qué te pasa?
—Me he llevado el camelo mil y pico.
—¿Por qué?
—Éste es el camelo sesenta y nueve.
—Pero, hombre, explícate.
—Allá voy. Necesito desahogarme. Comienzo y prepárate á horrorizarte.
Anteayer bebimos en casa de D, Rudesindo un vino muy malo y muy añejo. Confieso que se me subió algo á la cabeza. Estábamos jugando á la lotería la tertulia de todas las noches. Le hice un extracto con el quince al padre Calamares y esto me hizo reir, porque exclamó; «La niña bonita. ¡A qué hora!»
A la bola siguiente hizo ambo doña Rufina con cara sucia.
Yo recordaba las loterías que echábamos en casa de la Amparo y empecé á buscar el pie de Pura, pero estaba sentada al otro extremo de la mesa. Luégo me puse á cantar los números por sus apodos.
—Pata de perro.
—¿Cuál es? ¿Cuál es?
—El tres.
—La edad de Cristo.
—Esa ya la sé.
—¿Cuál?
—El catorce.
—No, señorita; el treinta y tres.
—La edad de Espronceda.
—¿Cuál?
—El treinta.
—Hombre. Mire V. que mezclar á Espronceda con Cristo.
—Los anteojos de Mahoma.
—Y sigue la mezcolanza.
—Lo que les gusta á las mujeres.
Purita apuntó el número enseguida sin equivocarse.
Me quedé medio muerto. Para ocultar mi turbación seguí cantando á escape.
—Las banderas de Italia. Los patitos. El abuelo.
—¡Ay! Silverio, no vaya V. tan deprisa que no podemos apuntar.
Concluyó la reunión y me vine á mi casa.
—¿Y qué?
—Nada.
—Pero, ¿cuál era el número?
—El...
—¡Horror!