Esta es la cámara nupcial de los reyes de Douria.
Contra mi costumbre me veo en la precisión de parecer erudito.
Los Douros formaban una nación guerrera (Douria), célebre en la historia por sus conquistas y sus reveses. Navida en las cumbres de los montes Hiniestos, bien pronto adquirió un notable desarrollo, conquistando la Ética, la Nimia y la Leticia. Llegó á su mayor apogeo bajo el reinado de Bélico I (El Justo) trescientos siglos antes de la venida del papel sellado. La osadía de un soldado llamado Lauro rompió la alianza entre Douros é Infaustos, y éstos quedaron vencidos. Posteriormente, las mujeres de Infaustía, seducidas por la belleza y la cultura de los varones Douros, empeñaron a su país en nueva guerra para lograr esclavos inodoros y los Douros fueron sometidos.
El antiquísimo historiador Talcual cita á los Infaustos con el nombre de Robayslas. También los exploradores Comino y Pimentón hablan de un pueblo de Chupa-guindas que debe ser el de Infaustía.
Acerca de todo esto redactaré una Memoria cuando mi elevada posición me obligue a escribir tonterías.
Esta es la mesa hecha con la quilla del barco Infierno
conquistado á los Éticos. Esta hermosa cama está fundida con las armas
ganadas al enemigo. Los tapices fueron pendones de Nimios y Leticios. Hé
aquí las armas de combate de Benigno I colocadas en el esqueleto del
feroz Físcalo, muerto á puñetazos por un soldado Douro.
Todo en esta habitación respira grandeza.
Ahí está el rey Benigno. Miradle. Es atlético, prieto de rostro, de barba negra y cabellera corta, espesa y rizada. La mirada de sus negros ojos parece un rayo de la luz del sol brotando de la eterna oscuridad.
Es más valiente que los soldados y más sabio que los sacerdotes.
Él dijo: «Quién una vez ha sido esclavo ya no merece ser libre. Vale más morir.»
Él dijo también: «Escucha á tu enemigo mientras te hable porque algo aprenderás, pero mátale en cuanto te amenace porque evitarás mucho.»
Así es el rey de los Douros; amo de su mujer, señor de sus súbditos y hermano de todos.
Con él está Bellabella la reina, y ambos contemplan á su hijo, el príncipe, que duerme, teniendo en sus manos una blanca paloma, enseña victoriosa de la nación que ha de gobernar.
El rostro del rey revela un gran contento; mira al esqueleto donde están sus armas y sonríe. La reina empieza a llorar.
—¿Lloras?
—Sí.
—Lloras mirando a tu hijo. Será de alegría.
—No sé.
—Dime por qué lloras.
—He soñado un sueño aciago.
—Quizás sea de buenaventura. Cuéntame tu sueño.
—He soñado que nuestro hijo no era rey.
—Escusabas decir que eso era sueño.
—Yo veía la frente del príncipe manchada de sangre, y la lavaba mucho y mucho, y la mancha no desaparecía sino que iba creciendo, y creció tanto que todo el cuerpo de nuestro hijo llegó á estar rojo y entonces murió. Y luégo soñé que habías besado á nuestro Belo, y que tus labios tenían sangre de un inocente. ¡Oh! ¡Esto es espantoso!
—¿Aún te horroriza lo que fué fingida visión?
—Oye, señor mío. ¿Recuerdas cuando venciste á los Argentas? Un sueño mío te dió la victoria.
—Es verdad.
—Soñé que me amarías, y me has amado.
—Y te amo tanto que quisiera que tus pesares tomasen cuerpo y forma para deshacerlos entre mis dedos.
—¿Tanto me amas?
—Te amo más.
—Pues oye. Yo sé lo que mi sueño anuncia.
—Yo no lo adivino.
—Tus labios están manchados de sangre... Si; no huyas. Tú has condenado á muerte á un hombre honrado.
—¿Qué intentas, Bella?
—No te separes de mí si me amas tanto. No busques con la mirada tus armas de combate. ¿Me asesinarías?... Entonces mancharíos de sangre la frente de nuestro hijo.
—Bella, calla, calla.
—No; yo no quiero vivir con el recuerdo de tan horrible sueño.
—Lauro es un miserable, y morirá como mueren los traidores.
—¿A quién traidor?
—A su patria.
—¿A la patria que ha defendido siempre al lado tuyo?
—Ayer, oculto por la oscuridad de la noche, colocó Lauro en la puerta del templo una paloma suspendida del pico de un milano.
El milano es la enseña de los Infaustos y la paloma es la enseña nuestra. Ahora Infaustos y Douros somos amigos y...
—¿Para que?
—Tú no lo sabes.
—No lo saben tampoco los sacerdotes, ni tus soldados.
—Después de eso Lauro es todavía traidor.
—Los Infaustos y nosotros somos eternos enemigos. Sólo nos es común la luz del cielo, porque no pudimos disputárnosla. Á ser posible, tú la hubieras conquistado entera para el pueblo tuyo.
—Dejé los muertos sin luz y dejé los vivos ciegos de asombro.
—Ya lo sé. Y cuando tú levantabas en alto la pesada maza y lanzabas tu caballo á la carrera, era más veloz y más brillante el rayo de tu mirada que el rayo del sol, porque matan más tus enojos que las armas tuyas.
—Soy grande.
—Porque eres bueno. ¿Quién amparó á las viudas y á los huérfanos de tus soldados? Tú fuiste. Pues los que murieron, murieron maldiciendo á los Infaustos. Y hoy...
—Lauro es un traidor. Si yo le perdono los Infaustos serán mis enemigos.
—¿Tienes miedo?
—¡Miedo!... Debo tenerlo cuando te has atrevido á preguntarlo.
—No lo tienes, porque si lo tuvieras no serías el rey de los Douros ni el señor mío.
—¡Miedo!.
—Eso dice tu pueblo al verte unido á una alianza, que no te es necesaria y que nos avergüenza. Por esa amistad maldita morirá mañana un soldado herido por la cuchilla del carnicero y no por una flecha enemiga.
—Morirá..
—Y matarás en la plaza pública los guerreros que fueron el espanto de tus enemigos de hoy.
—Déjame, Bella, y calla.
—¿Qué adelantas con que yo calle? ¿Acaso no sabes más que los sacerdotes? ¿No sabes más que lo que yo pueda decirte? Si yo callo sólo oirás la voz de tu conciencia, y eso debe espantarte porque tu conciencia es superior á tí y tú eres omnipotente.
—¡Omnipotente! y me detenéis en mi camino.
—¿Quién puede detenerte? Fuera locura. ¿Detiene el hombre al río?... Pero desvía el cauce, lleva las aguas al erial y el campo yermo se convierte en vergel. Las doncellas cubren de flores las verdes orillas, y el caudaloso río, poderoso siempre, camina majestuoso entre las bendiciones de los pueblos.
—Calla, Bella.
—Callo.
El rey dejóse caer de bruces sobre la mesa. Allí pareció rugir como fiera herida, luégo secó con su dura mano una lágrima que apareció en sus ojos, después corrió descompuesto á la cuna de su hijo y dió un sonoro beso en la frente del príncipe. La paloma voló y fué á colocarse en el hombro de su amo. La reina gritó:
—No beses, no beses.
—Mis labios están limpios. Lauro está perdonado.
Bellabella de hinojos besaba las rodillas del clemente, diciendo:
—¡Bendito seas, rey de los Douros y señor mio!
Y el niño desde la cuna llamaba á su padre y repetía:
—Padre, bésame más.
Al día siguiente, la mujer y la hija de Lauro, cortaron las trenzas de su pelo y con ellas tejieron unos andadores para el príncipe.
—¿Ves?—decía la reina,—estos andadores representan el cariño y la gratitud de tu pueblo.
—Pues pónselos á nuestro hijo, porque esos andadores necesita un rey para andar seguro.