El rey de las limitadas
Donde termina la curva, que hay después del puente, hizo clac.
El chauffeur aseguro que la avería no era importante; no hacia falta quien ayudase: dos horas de tiempo, y nada mas.
En la pequeña loma que domina el valle está Valdezotes de Arriba; en la vertiente Sur, y próximo al río, está Valdezotes de Abajo.
El general y su yerno tomaron á broma lo ocurrido, y consiguieron que Mariana soportase con paciencia una marcha de quince minutos sobre un camino lleno de polvo y de guijarros.
Cuando entraron en la plaza del pueblo, que ya curioseaba á los recién venidos, pidió el duque á un muchacho que les llevase á la Administración de Correos. Hallábase está instalada en la casa del tío Pajitas, cacique de segundo orden, quien, al establecerse el telégrafo en el pueblo, arreglo un cuadra, dos gallineros y una cochiquera con tal arte, que el nuevo local pudo ser la oficina de Correos y Telégrafos, sin que dejase de ser una pocilga. Claro es que Bajitas cobraba del Ayuntamiento y de la Dirección hasta la suma de catorce duros mensuales, alquiler fabuloso que se repartía así:
Para el señor Ventura, cacique máximo, 25 pesetas.
Para el secretario, 3.
Para el tío Pelma, concejal eternamente descontentadizo, 3
Para el sacristán, 5,25
Para el medico, como delegado de Sanidad, 5.
Para el veterinario, en igual concepto, 4,75.
Para el tío Pocapena, inamovible juez municipal, 3.
Para la cofradía de San Blas, patrón del pueblo, 9.
A Pajitas le quedaban doce pesetas al mes, y hacia un negocio
hermoso, porque toda la casa de Pajitas no hubiera valido en arriendo
veinticinco duros anuales.
A la puerta de la Casa-Correo, un muchacho que se llamaba Quico estaba, descalzo y mal cubierto por una camisa rota y un pantalón desgarrado, sosteniendo en los brazos á un niño de pocos meses, mientras dos pequeñuelos jugaban á los pies de Quico. Las tres criaturas tenían la delicadeza de no sorberse los mocos.
—¡Quico!
—¿Qué?
—Estos señoritos que buscan el Correo.
—Y ¿quién es ese Quico?
—¡Toma!, pues el ordenanza que lleva los telegramas del telégrafo. Y, además, ayuda á su padre.
—¿A qué?
—¡Toma!, pues á repartir las cartas.
—Y ¿quien es el cartero?
—¡Anda!, pues Saltamontes; ¿no lo sabía usted?
En el ancho vestíbulo, medio tinajón, que servia de lavadero, dos cantareras viejas y sucias; el carretoncillo para el último vástago del telegrafista, una mecedora desvencijada y dos sillas rotas, que fueron de anea. En las negras paredes, anuncios de comercio y una estampa de San José, alumbrada por una grotesca lamparilla de aceite.
Tras el vestíbulo un patio, á la derecha de aquel puertas á la cocina y á la cuadra; á la izquierda puertas á los dormitorios y á la oficina. En esta habitación recibió al general y á sus hijos la señora de Martínez (née López), esposa del telegrafista, y telegrafista también ella; bellísima condición que decidió á Martínez á casarse con aquel mamarracho, que le hacia todas las guardias, y todo el servicio, mientras el jugaba, bebía, comerciaba y olvidaba el Morse.
Anita era rechoncha, pequeña, chata, con las manos gordinflonas, que exhibía con orgullo, y llevaba amenudo sobre el abultado seno, que también la enorgullecía. Se presentó despeinada y sin lavar, pero con una bata de larga cola, prenda que se puso precipitadamente al ver por detrás de los cristales á los señores forasteros que buscaban la Administración.
—Pasen ustedes, pasen ustedes; y siéntense ustedes; y ustedes me dirán lo que desean.
—¿No está el señor telegrafista?—preguntó el duque.
—Pues no señor; pero si ustedes le querían algo, pues se le manda á llamar, que estará en el Casino ó en casa de Cuatrodedos; pero yo soy su señora para servirles á ustedes, y para las cosas del correo ó del aparato, pues también me pueden mandar, en lo que gusten.
—No, señora; mil gracias. Daremos una vuelta por la población. No traemos objeto determinado.
—Pues como ustedes gusten. Y si van ustedes al Casino, pues allí estará mi esposo y tendrán ustedes el gusto de conocerle, que el se alegrara mucho.
En la calle, el acompañante dijo:
—El tío Cruces está en casa de Cuatrodedos.
—Y ¿quien es el tío Cruces?
—¡Toma! pues el del Correo.
—Y ¿por que le llaman así?
—Porque siempre tiene cruces en los hilos.
—Y Cuatrodedos ¿quien es?
—¡Anda! pues el que le hace la contra al Casino, y ha puesto el café.
—Pues llevanos á casa de Cuatrodedos.
Mariana deseaba descansar, é iba divirtiéndose con aquella vida que le era totalmente extraña. El general se aseguro de que su yerno no perdería los estribos; y llegaron á casa de Cuatrodedos, que tenía en la plaza una taberna; sucia y miserable, con pretensiones de café, gracias á un mostrador despintado y á unos divanes que fueron rojos y tuvieron muelles.
En la única pieza del café, y alrededor de una mesa, estaban sentados jugando al mus Cuatrodedos, el tío Cruces, el tío Pajitas y Emeterio el sacristán.
Moderaron sus voces al llegar los viajeros, y el amo grito:
—¡Deogracias!
Dudaron los recién llegados de si aquello sería un saludo, pero pronto vieron que Deogracias era el mozo, quien preguntó:
—¿Qué va á ser ello?
—¿Sirven ustedes comidas?
—Pues si se encarga, ea, pues se hace.
—Y ¿qué podría estar hecho muy pronto?
—Ea, pues, si quieren ustedes cosa de huevos, ó de jamón, ó revuelto.
—¿Revuelto?
—Ea, pues una tortilla.
—No, no. Vas á traer huevos pasados por agua, jamón crudo, pan tierno, vino fresco y café.
—¿Para cuántos?
—Para tres, pero abundante.
—Eso se lo dice usted al amo.
—Eso te lo meto yo en las muelas con dos bofetadas, grito Cuatrodedos. Y ustedes dispensen, señores, pero tiene otras cosas y hay que sufrirle otras; y todavía no he podido traerme de la ciudad un hombre como yo que he servido allí; y este tiene sus cosas, pero es fiel y es bastante; ¿no es verdad?
—¡Y mucho!—dijo Pajitas, que, viendo terminado el partido, se levanto con sus compañeros y se acerco á la mesa del general.
—Pero ustedes no son de por aquí—insinuó el telegrafista.
—No, señor; ¿y usted?
—Mitad y mitad. Llevo aquí quince años de encargado de la limitada, es decir, de la sección del correo y del telégrafo, pero se llama estación limitada porque el telégrafo sólo funciona de día.
Mariana sonreía alegremente; el general sujetaba entre sus pies un pie de su yerno, indicándole que callase, y continuó la conversación con aquellas gentes.
—De modo que usted es el esposo de una señora muy amable y muy discreta que acabamos de saludar.
—¡Ah! ¿Han estado ustedes en la oficina?
—Si señor.
—Pero, ¿deseaban ustedes algo? es decir, que si desean ustedes algo...
—No, señor. Ahí cerca, en la caretera, se nos ha estropeado el automóvil; y hemos venido á pasear por el pueblo mientras arreglan la avería.
—Eso de los automóviles pa mí no sirve pa cosa alguna.
—De modo que han estado ustedes en la oficina.
—Sí señor.
—Pero, ¿deseaban ustedes algo?
—Nó, nó. Hemos preguntado donde estaba el Ayuntamiento y donde estaba el café.
—Café no hay más que este; y gracias á mi que me he gastado el dinero en ponerlo.
—Pero la oficina ya habrán ustedes visto que es una vergüenza; y si son ustedes de la capital podrían ustedes decírselo al Director.
—No sabemos quien es.
—Ahora, el duque de Burgonuevo.
—Y ¿se porta bien?
—Como todos. No ve usted que...
Deogracias llego con el almuerzo. Arreglo la mesa, sirvió agua y vino; y, previa una invitación á los paletos, comenzaron el general y sus hijos á saborear el jamón.
—Conque ¿decía usted?
—Que todos los directores son iguales. Políticos con hambre á quienes mantiene el gobierno á costa del país. El Director que hay ahora no habrá visto de correos y telégrafos sino las cartas y los telegramas que haya recibido.
—¿Y usted, está á gusto?
—El sueldo es una miseria, pero en un pueblo puedo defenderme.
—¿Y el trabajo?
—El aparato cansa poco, pero el correo da mucho que hacer.
—¿Tiene usted cartero?
—Cartero, peatón y ordenanza en una pieza.
—Pues yo creí que el ordenanza...
—Es el muchacho que usted ha visto. Ese substituye á su padre en la oficina. Tiene otro hijo que va con la saca á recoger en la estación del ferrocarril, y tiene otro hijo que reparte con su madre las cartaa por el pueblo.
—Y el cartero, ¿qué hace?
—Reparte los periódicos: esto le produce mas; y vende decimos de la lotería.
—¿Y no estravían las cartas?
—No, señor; si alguna se pierde en la calle, quien la encuentra la lleva á su destinatario y cobra el perro chico.
—¿Quiere usted tomar café con nosotros?
—No, señor, muchas gracias. Después de comer vengo á tomarlo aquí.
—Ya se oye el automóvil.
Y con el automóvil llego todo el censo electoral de Valderotes y todas las mujeres y todos los muchachos.
Picq, el chauffeur, comió un trozo de jamón, bebió un vaso de vino, sorbió una taza de café, y se puso á disposición de sus amos. Despidiéronse estos de los contertulios y de los curiosos; gratificaron espléndidamente á Deogracias, y el automóvil se deslizo majestuosamente hacia la carretera. Al llegar á ésta paró Picq y dijo al general:
—Mientras estaba arreglando los pneumáticos se me ha presentado un cabo de la Guardia Rural que es jefe de termino en Valdezotes; el hombre ha estado conmigo muy atento, pero muy desconfiado, y no he tenido más remedio que decirle quienes eran ustedes. Los señores perdonaran, pero...
—No importa: ha hecho usted bien.
—Y me ha dicho que en la carretera le esperase. Allí viene
—Estaría aguardándonos.
El cabo, militar veterano, limpio y apuesto, se acerco á los viajeros, saludo respetuosamente, y, con serenidad, dijo:
—Vengo á ponerme á las ordenes de vuecencia.
—Muchas gracias. ¿Lleva usted aquí mucho tiempo?
—Tres años. Estoy esperando el retiro.
—¿Tiene usted algún servicio especial que le aventaje?
—Sí, señor.
—Aquí podía usted hacer uno—dijo el duque.
—Mande vuecencia.
—Ahorcar al telegrafista.
—He dado conocimiento de el. Roba los sellos de las cartas y no las da curso. Se guarda los certificados que recibe y los que se expiden, y engaña á las gentes cogiéndoles la firma por sorpresa. No admite pliego lacrado que no este lacrado por su esposa, que cobra quince céntimos por el servicio. Al pueblo no pueden llegar más libros que los que le producen una comisión. Y si un periódico anuncia un concurso, lee todas las soluciones que del pueblo se envían, se las guarda, remite á su nombre la mejor y cobra el premio.
—¿Y usted ha dado conocimiento de esas infamias á la Superioridad?
—Sí, señor. He dicho que viola toda la correspondencia, incluso la oficial, y la que se me dirige. Se apodera de todos los secretos de familia, y de todos los secretos comerciales, y negocia con todo ello. Substituye los sellos nuevos con sellos usados que mancha hábilmente al inutilizarlos. Envía los telegramas su mujer con carácter de recados, y guarda los dineros, que siempre hace pagar en metálico.
—¿Y no se le ha impuesto ningún correctivo?
—No, señor. Las autoridades políticas le tienen miedo, porque con ellas y para ellas ha cometido muchos de esos delitos.
—Me parece, cabo, que se atreve usted á decir mucho.
—Ruego á vuecencia que me perdone.
—Nada de eso. Hable usted con entera libertad; y, como favor que desde luego le agradezco, le pido me diga si no cree usted posible que á ese hombre se le castigue.
—Creo que no.
—¿A usted le ha dicho nuestro chauffeur que este señor, mi padre político, es General y Presidente de la Cámara, y que yo soy el Director de Comunicaciones?
—Sí, señor.
—Y ¿sigue usted creyendo que yo no cursare la denuncia que usted me hace?
—Señor, yo no dudo de vuecencia.
—Conteste usted sin miedo.
—¡Pero si tienen ustedes asustado al cabo!—dijo Mariana.
—Pues no se asuste usted—dijo el General.—Esperamos de usted una sinceridad á que no estamos acostumbrados. Se le presenta á usted ocasión de hacer amigos.
—Señor, muchas gracias.
—Conteste usted libremente. ¿Cree usted que á ese hombre no se le puede castigar?
—Pues bien; creo que no.
Mariana dulcifico la aspereza de esta entrevista, averiguando que el cabo tenía mujer é hijos, y prometiendo obsequiarles.
Al partir el automóvil, dijo el duque:
—Háganos usted el favor de que en el pueblo se sepa quienes somos.
El cabo dijo para si.
—Tu también te enteraras de quienes son estos.
El duque, hombre pundonoroso y algo violento, se apeo del
automóvil, subió á su despacho, y hubiera en seguida procedido contra el
telegrafista de Valdezotes si no se hubiese hallado con que el
Presidente le llamaba con urgencia.
El Presidente recibió al duque dándole la enhorabuena. Le pidió la dimisión y le ofreció una Embajada.
Tres meses después fué cuando el duque cayo en la cuenta de que el telegrafista de Valdezotes seguía sin novedad.