El firmamento está despejado; una negra nube adorna por el horizonte sus bruscos contornos; yo presumo por dónde vendrá el viento, presto oído y le siento llegar como á caballos que se aproximan galopando. Por aquel rumbo, el cielo se confunde con el agua; es que el viento levanta las olas y dobla sus delgadas crestas, que convierte en espuma, pero ya tomé un rizo á mi vela, aseguré los tapines, cambié de caña el timón y desamarré la escota y la aseguré en mi mano. Entonces rezo á la bendita virgen del Carmen y aguardo completamente sereno á mi bárbaro enemigo. El blanco trapo ciñe el viento, su puño de la amura agarra la borda, su puño de la escota estrecha mi mano, el timón mantiene el rumbo y yo voy cantando á mis dos compañeras, barca y vela, y así como ave que vuela sobre la superficie del mar mojando sus alas en las olas, así este débil trozo del mundo que piensa, navega dando cabezadas como si saludase á los poderosos elementos, como débil reina que marcha entre sus súbditos guerreros. Pasa el mal tiempo, llega la bonanza y descansamos todos, remiendo mi vela, arreglo las averías de mi barca y bebo rom y canto alegremente.
Así vivo; estoy triste pero me creo feliz. Sentiría enamorarme porque el amor da penas. Y no me casaré. ¿Quién se embarca en nave que sólo ha de gobernar á medias y cuyo otro piloto no es práctico?
Sin embargo, Carmen... ¡Qué hermosa es!
Tiene catorce años y es alta, y aunque gruesa esbelta, airosa y de movimientos ágiles. Sus pies no son diminutos, nó, ni pequeños siquiera; son como deben ser: como los suyos. Mayores ó menores no serian tan bonitos. Los pobrecillos me causan lástima. Pisando van por donde todos pisan; y ellos, que debieran estar como dos raras monaditas en el tocador de una aristócrata, se van persiguiendo el uno al otro por todas partes y los mancha el lodo ¡Ah! Cuando se encuentren juntitos, libres del pesado zueco y de la engorrosa media, allá debajo de la paja tan calentitos, se dirán unas cosas, se contarán sus penas de tal modo que hasta mis toscos pies creo que llorarían escuchándoles. Al fin y al cabo, dichosos ellos que sostienen tanta hermosura.
Carmen, la bonita Carmen, tiene un talle que tampoco es pequeño ni grande. Allí se une el cuerpo que comete las grandes acciones con el cuerpo ciego, esclavo, torpe. Allí hay que cambiar la forma; hay que hacer algo muy hermoso, magnífico, exhuberante, de grandeza y majestad. Porque hay que crear un pecho que aliente; un pecho que oprima el temor, que la satisfacción dilate; un anchuroso palacio donde el corazón palpite con rapidez de amor, de celos, de esperanza y de angustia, y donde descanse cuando ya no viva. Allí se empieza á formar el seno blanco, con esa blancura que no tienen los cuerpos muertos, ni la nieve, ni la espuma, ni la nube, ni la piedra, sino tan sólo el pecho de la mujer hermosa; ese velo transparente ¿través del cual vemos nuestros deseos realizados; ese óptico cristal que sólo permite ver al esposo y al amante; en ese seno se nutre y duerme el niño, y en él llora el hombre, y en él guardará Carmen sus más íntimos sentimientos. Y allí, donde alcázar tan grande y tan bello se une á la morada del siervo hay que poner un límite, algo que indique tal diferencia; muralla que cercar para apoderarse del señor y de su señorío; lugar donde se recogen todas las líneas y se dicen con el entusiasmo del arte: «Vamos arriba y formaremos un busto.» Luégo, cuando ya está formado y lo cubren y cierran, esos redondos hombros que han de recibir los besos del hombre y han de resistir la fatiga del rudo trabajo, que se prolongan formando los brazos, cadena que sujeta al pecho el sér querido; y esas manos, delicado organismo de infinitos resortes, que hacen oficios tan varios con habilidad tan rara, entonces las bellas líneas que forman los contornos llegan al cuello y de nuevo se repliegan, y se separan después dibujando con arte infinito la patente del alma, que es el rostro, el augusto templo de la razón y la inteligencia, la cabeza del sér humano que, colocada sobre todo su cuerpo, está más cerca de Dios y domina más la tierra donde ha de sepultarla la muerte.
Yo nunca hubiera pensado en nada de esto si no hubiera visto á Carmen. Allí, en la playa, inclinada sobre la arena, recogía conchas preciosas, joyas que sobran al mar y que arroja á la tierra para darle muestra de sus tesoros.
Yo debo matar esta pasión que nace como se mata el feto que puede ser un día pregón de deshonra; pero esto es una infamia. Haría mal matando un sentimiento que ha llegado humildemente á las puertas de mi corazón y busca abrigo en él y allí se está acurrucadito como pobre alojado en la cuadra, que duerme con cuidado para no despertar á los caballos del señor. Para ahogar un hombre basta apretar nuestras manos alrededor de su cuello; para ahogar una pasión, sería preciso reducir el corazón á la mitad de su volumen, y sólo pueden empequeñecerse los corazones de los cobardes.
Pero yo no debo unir mi suerte á la de Carmen. Yo estoy aquí escondido, aguardando un día, que llegará pronto, y es preciso que yo esté cerca de ese puerto de allá abajo cercado de castillos y murallas. Si yo renunciase á mis esperanzas, pediría el indulto y volvería a mi país.
¡Eterna lucha entre el corazón y la cabeza! ¡Cuán difícil es navegar en estas borrascas de la vida, que producen los vientos de las ideas y las corrientes de los sentimientos cuando de frente se encuentran!
Ya está cerca la tierra; vamos allá, que allí caminarán con más firme paso mis pies y mi conciencia.
* * *
Pocos días después del bombardeo apareció en el puerto de Santa
Pola un hombre mal vestido y mal peinado; se hospedó en la única posada
que tenía el pueblo, y al día siguiente se presentó á los pescadores
como agente de un contratista de pesca residente en Madrid. Desde
entonces, el señor Juan se colocaba todas las tardes en el muelle,
presenciaba el lavado de la pesca, hacía las canastas y las enviaba con
otro sugeto á Alicante para telegrafiar y facturar. Esto duró dos meses.
Al cabo de este tiempo llegó á Santa Pola un sugeto de mala catadura,
con ese tipo que sólo tiene el polizonte de un gobierno civil. Según se
supo era esto. Venía en busca de un criminal, sér horrible que había
matado á su mujer y sus tres hijos y después habla arrancado el corazón á
su madre y lo habla llevado á un Santo Cristo de la iglesia diciéndole
al Señor: «Ahí lo tienes para que te lo comas.»
Este relato impresionó á los habitantes de Santa Pola. Las mujeres rezaron con fervor y los hombres ayudaron al esbirro á buscar al criminal. Pero éste no pareció. El lacayo del gobernador se volvió á Alicante y todo quedó en paz.
Poco después, el Sr. Juan dejó su cargo, del cual se ocupó otro vecino, y se dedicó á la pesca en una barca que compró de una vez.
Se extrañó el cambio este, pero mucho más que el nuevo pescador se pasaba hasta tres y cuatro días sin volver, y luégo llegaba sin pesca á más de esto, á él nunca le faltaba dinero para hacer sus provisiones.
Disminuyeron las cartas que recibía y aumentaron las que enviaba. Empezó á no faltar ninguna noche al puerto, y llegó á ser uno de los pescadores más afortunados. Esto aumentó con los envidiosos el número de sus enemigos.
A fuerza de observar, habían visto al Sr. Juan una cartera llena de papeles y unos galones de sargento. Esto era un motivo, Juan pasó á ser sospechoso. Por lo demás, era un infeliz, solía dar limosnas. Pero no iba á misa. Murmuraremos, dijeron los de Santa Pola, Y murmuraron.
* * *
¿Quién me querrá en el mundo como te quiero?
«Te quiero, entre los montes
responde el eco. Por eso, sola,
canto para que el eco
mi voz responda.
¡Cuánto me canso hoy! Pero si no encuentro nada. Esta noche me
pegará mi madre. ¡Mi madre! Esa vieja quiere que la llame así. ¡Qué mala
es! Ella siempre come y yo sólo cómo cuando gano. Si ahora me viese
sentada me pegaría. ¡Muy mal! Mucho.
Desde aquí veré llegar á mi Juan. ¡Si oyese que yo le llamo así! El domingo se quedará en tierra, porque unos tabaqueros decían hoy: «Si el domingo, que es la fiesta, no se queda el Sr. Juan á jugar con nosotros, le armaremos cuestión.» Sí, sí; el domingo se quedará y me verá en el baile y me sacará á bailar y yo le daré mi moña si le gusta y él la pondrá por la tarde en el picó de la entena.
Si yo fuese rica me querría. Si yo pudiese vender esto que recojo en la ciudad... pero para eso tendría que reñir con el corredor, y le debo cuarenta reales desde que mi madre estuvo enferma. ¡Sabe Dios cuándo le podré pagar tanto dinero!
¡Allí viene! ¡Allí viene! Ya vuelve Tabarca. Esa isla me impide que le vea desde muy lejos. ¡Vaya una vela bien izada! Va de pie. Debe traer mucha pesca. ¡Qué hermoso está!
Cuando duermo de noche sueño despierta,
que cuando el cuerpo duerme el alma vela.
Contigo sueño que te duermes soñando
como yo duermo.
* * *
—¿Quién va en esa barca?
—El Sr. Juan y Carmen.
—Avisadles que den la vuelta que viene mal viento de fuera.
—Sr. Juan... Sr. Juan.
—Grita más fuerte.
—Sr. Juan.
—No te ha oído porque no vira.
—Sr. Juaaan...
—Está ya muy lejos.
—El sabe estas cosas.
—Yo por él no lo siento. Por Carmen.
—Pero, ¿qué idea le habrá dado á esa chiquilla?
—Me parece que se van á hacer novios.
—Han bailado juntos.
—Allá ellos.
* * *
Aquella noche proyectaba la tía Salustiana dar una larga paliza á su hija, pero Carmen no pareció.
A la mañana siguiente circuló la noticia por el pueblo á las nueve la impaciencia era extraordinaria. Cuatro pescadores salieron á la mar en busca de la barca perdida á pocas brazas del muelle vieron un objeto que flotaba sobre las olas. Era la pipa para agua dulce que llevaba Juan consigo. Todos quedaron convencidos de que la barca se había ido á pique. Esto produjo gran consternación en el pueblo. De ella se aprovechó la tía Salustiana para recoger algunas limosnas.
Tres ó cuatro días después aparecieron los cadáveres junto á unas rocas. Fué llamado el Juez para sacar los muertos de debajo del agua. Yo acompañé al oráculo de la justicia en aquella excursión.
Juan y Carmen estaban vestidos y atados uno al otro. No habían pensado en salvarse. Sólo se les habla ocurrido morir juntos. Yo estudié los cadáveres como se estudia á la mujer querida. Los dos parecían haber muerto tranquilos. Los brazos de Carmen cercaban el cuello de Juan. Aún observé más, y pude convencerme de que la mar, admirada de aquellos dos séres, los envolvió con sus olas para apoderarse de sus purísimas almas y darles digno edén entre las abundantes y sedosas algas de su fondo.
Los inanimados cuerpos destrozados por los cangrejos y los peces los echó á la playa para que los hombres los desgarrasen con el escalpelo y los pudriesen entre húmeda tierra.
La noticia llegó a África, y un diario del Desierto de Sara la comunicaba del siguiente modo;
«Un tercer contramaestre, escapado con otros miserables piratas
del cantón de Cartagena, ha muerto ahogado con su querida en el puerto
de Santa Pola.
Parece ser que se dedicaba á la pesca. ¡A la pesca de mozuelas!».
¡Maldición eterna para quien así piensa y escribe, si no es un reo condenado por sentencia propia á arrastrar la más vergonzosa de todas las cadenas, la pesadísima cadena de la ignorancia!