Mala Cuna y Mala Fosa

Silverio Lanza


Novela corta



Advertencia

He procurado desfigurar esta novela lo menos que me ha sido posible. Sin embargo, suprimo algunos párrafos y frases, y cambio varios nombres propios.

El editor:

J. B. A.

Dedicatoria

Dedico este cuentecito al cadáver que ocupa el primer lugar de la fosa núm. ... del patio de... en el Cementerio general del Sur de Madrid.

El autor.

Síntesis

7 de noviembre de 1879


A ver... una que cante.

—Ama...

—Señá Virginia, una que cante.

—A ver... esa tísica.

—¡Juanita!...

—¡Sarasa!

—¡Ole, por la Juana!

—A ver... a cantar.

—Vaya una salivilla.

—Eso es un esputo.

—¡Silencio!...

Juana cantando:


Soy lo mismo que la piedra
en el medio de la calle;
toda la gente la pisa
y no se queja de nadie.


Fin de la sínesis

Pergaminos, ejecutorias, títulos de infamia, et sic de caeteris

Con un capitán de caballería que, al decir de algunos, ha llegado hasta el extremo de pegarle a la pobre señora.

Pedro Antonio de Alarcón


¡Oh! Los capitanes... ¡ah!...

Tres estrellas en el cielo fijan la posición de su observador. Tres estrellas en una manga fijan la posición de quien las lleva. Un capitán siempre es un capitán.

La madre... pues bien... era madre. Tenía la mayor honra y la mayor desgracia de la mujer. Por serlo era digna de respeto.

Los abuelos

Don Luis era el papá de la madre. Don Luis sabía dividir por un dígito, y llegó a ser jefe de administración civil. Administrador de la hacienda del pueblo, supo retener para sí parte de la que administraba; por lo demás, era un buen hombre. Su nombre le definía. No pudo llegar a don Juan, pero pasó por don Luis. Entusiasta de las mujeres, derrochaba con ellas su fortuna, ayudándole a tal empresa su mujer propia, señora de una rarísima hermosura. D. Luis obtuvo la dicha de ser viudo y murió dejando una niña de diez años llamada Paulina.

Don Canuto era el papá del padre. Don Canuto debía haberse llamado por su consonante. Don Canuto era capitán de navío, honroso empleo, al cual llegan muchos capitanes de fragata. Don Canuto era el tipo de los marinos en canuto. Había estudiado en el Colegio Naval, donde obtuvo notas brillantísimas y de donde salió sabiendo una porción de cosas que olvidó enseguida por no serle útiles para nada. Siendo guardia marina hizo el viaje de la Urca.

Las historias generales de España no hablan de este viaje. ¡Ignorancia supina! Hablar de Cristóbal Colón y de sus carabelas y no hablar de la Urca... Oíd a lo marinos de aquella época:

—¿Estuvo usted en la Urca?

—No, señor.

—¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! Aquéllos eran barcos y gente.

Cuando ascendió a alférez de navío, se embarcó en el ministerio de Marina, en cuyo sitio logró sostenerse a la capa. Ascendía, se le fijaba barco donde embarcar, se presentaba en él, le llamaba el ministro y se volvía a Madrid. Siendo teniente de navío, se casó con una señora, hermana del don Luis descrito.

Llegó la gloriosa, y saltó a capitán de fragata, y poco después a capitán de navío. Teniendo este empleo, se le encomendó el mando de una blindada en buen uso. El primer día que desempeñó el cargo, dispuso que los oficiales volviesen a bordo a las doce de la noche y los guardia marinas a las diez. El segundo ordenó que se revisasen las maletas de los cabos de cañón. El tercero mandó hacer baldeo de escoba y arena en el sollado. El cuarto arrestó a un guardia marina por haberse levantado a las ocho de la mañana. El quinto, que era sábado, ordenó el lavado de cois. El sexto, que era domingo, dispuso que, después de la misa, diera el capellán una plática religiosa a la maestranza y maquinistas. El séptimo descansó, o sea, se volvió a Madrid llamado por el ministro. Don Canuto no desperdició su tiempo; y aunque no visitó ninguna biblioteca, adquirió todos los conocimientos siguientes:

—Que Colón hizo más de un viaje.

—Que la Invencible naufragó.

—Que en Trafalgar nos llevamos una paliza por si era el barómetro o el valor el que bajaba.

—Que en el Callao no se mojó la pólvora y nos quedamos con barcos. Que en Cuba hubo negocios sucios.

—Que en el Cantábrico se trató de una faja.

—Que vale más a la capa con calderas que en popa con rastreras.

—Que el oficial de derrota debe ser el depositario de la confianza de su comandante.

—Y que la mejor prueba de ser marino es cobrar por serlo.

Don Canuto tuvo un hijo que se llamó Gonzalo.

Los padres

Gonzalo heredó de su papá la cultura y el orgullo. Durante la primera época de sus estudios, apuntó a varias carreras sin dar en el blanco. Por fin, su padre comprendió que el chico servía para caballería, y le envió a Valladolid. Gonzalo, después de ser alférez, fue teniente.

Paulina, a la muerte de su padre, pasó a poder de un tío suyo. Era éste un ex sargento, hombre industrioso que a la sombra de don Luis había hecho fortuna. Don Vital aceptó con gusto la carga de su sobrina. Por el pronto, le robó miserablemente su pequeño patrimonio. Después... ¡ah!...

Amigo Vital: Si esta novelita se imprime y cae en tus manos, latirá tu corazón; tendrás miedo de seguir leyendo, pero leerás. Cuando llegues al final del capítulo, pensarás en la venganza; líbrete Dios de llevarla a cabo; tengo en mi poder cartas tuyas y documentos que te comprometen; además de esto, tengo otras muchas cosas que no te convendría conocer. Tú fuiste la primera causa de todos los crímenes que voy a relatar.

Hay algo más asqueroso que la víbora, que, antes de picarnos, se arrastra por el suelo que pisamos, y ese algo es Vital.

Yo le recuerdo cuando vivía con Paulina. Su asqueroso rostro tenía el color lívido del cadáver; en sus ojos se notaban los síntomas de una de las más terribles enfermedades producida por el sensualismo. Su torpe lengua apenas balbuceaba las palabras; su mano abrasaba continuamente. Era un ser muy parecido al hombre sin dejar de ser sapo.

Tenía un deseo, y para realizarlo, empleaba todo el esfuerzo de sus potencias.

Cuantas veces veía a su pupila la enseñaba una onza de oro, una alhaja, una flor, y él siempre pedía y Paulina siempre negaba.

Algunas noches, la pobre niña se despertó sobresaltada, y vio a su asqueroso tío que entraba de puntillas en la alcoba.

Detengo la pluma; tratando este punto no es posible escribir nada simpático.

Hay cosas que no sirven ni aun para abonar los campos.

Paulina aprovechó un incidente y se refugió en casa de su tía Petra. Mi señora doña Petra: ¿Será posible que, habiendo usted pasado de los cuarenta y nueve hace algunos años, aún corte usted rizos de sus cabellos para entregarlos limpios de canas a sus amantes a fortiori?

Mi señora doña Petra: Después de haber engañado usted a su esposo, y a su cuñado, y a sus amigos, trata usted de engañarse a sí misma. Paulina, educada por su tía, resultó una señorita cursi.

La casa de Petra parecía una estación con cambio de tren, una estación de enlace. Allí se improvisaban amigos y desaparecían amistades de la manera fácil con que se reemplazan las olas unas a otras. Cada nuevo amigo, cada nuevo amante de Petra robaba a Paulina algo de su pudor y de su vergüenza. Hubo cuerpo militar que pasó por aquella casa con el escalafón entero, desde general a cadete.

Paulina, a los veinte años, no recordaba cuántos novios había tenido. Estaba en tantas partes, se exhibía tanto, que, exceptuando las personas decentes, la conocía todo el mundo.

Porque Petrita se trataba con vuecencias y usías, y además iba a los bailes de máscaras de la Zarzuela. Y como pasaba las mañanas recorriendo tiendas y capillas, y las tardes en visitas y paseos, y las noches en teatros y tertulias, todas cuantas señoras y caballeros hacían vida análoga eran sus conocidos, ya que no sus amigos, pues la amistad es un sentimiento que sólo nace en las almas honradas y generosas.

Petra no tenía capital, pero tenía renta.

Siendo casada hipotecó a su cuñado la honra de su marido; siendo viuda hipotecó a sus amigos la honra de su cuñado. Tomó dinero a muchas esposas sobre la paz de sus matrimonios; fue comisionista de cargos públicos, y todo lo que fue sigue siendo.

Un día pensó Petra en que su sobrina le costaba dinero y le disminuía su renta, y resolvió deshacerse de ella.

Se decidió a casarla con La Peña. Este tal era hijo de un ministro. Siguiendo la regla general, el chico era la antítesis de su padre, y sépase que su padre ha sido y es el hombre público de más talento que ha figurado en la política española. Grave en lo serio y sarcástico en lo jocoso, a mí siempre me ha parecido un hombre sublime. A él debo dos definiciones de Petra.

«Esa mujer tiene el corazón por debajo de la cabeza». (Petra es excesivamente baja.)

«Vea usted; ésa es Ponos o la comedia humana».

A pesar de la opinión de este señor, su hijo se casó con Paulina.

La Peña, hijo, pensó coger un dote. Petra pensó aumentar su influencia. Pero como la premisa no era cierta, la conclusión salió falsa.

La Peña trató a su mujer como tratan a los pobres los señores cursis. En vez de corregirla la echó en cara su pasada vida. No permitió entrar en su casa a ninguno de los parientes de su esposa; se hastió de su familia, se dedicó a todos los vicios, vivió miserablemente a expensas de su padre, y murió dejando a Paulina madre de un niño de pocos años.

Paulina salió entonces como nuevo gladiador al anfiteatro de la vida. Antes de verla luchar, reflexionad el estado en que llega.

No ha recibido las caricias de su madre ni los obsequios de su padre. Siendo muy niña comprendió y conoció la prostitución de los viejos. (¡Ah! Vital, tú estás haciendo falta en un presidio). Después vivió entre las infamias de una vieja. (¡Ah! Petra. ¡Qué deficiente es la reglamentación de las prostitutas!) Sin haber visto nada puro, nada honrado, nada de todo eso que aburre a los malvados, porque no lo entienden, Paulina se casó.

Hay ateo que se casa, y luego dice con la mayor frescura que el matrimonio es una institución divina.

Es que hay bellísimos idilios que encantan la vida de los esposos. Vosotros, los casados, que estáis tan graves en el Congreso y luego jugáis al escondite en vuestra casa, y hacéis locuras con vuestra mujercita, y enseñáis griego a vuestro niño de siete años y él os enseña a jugar al peón; vosotros, los ridiculizados por los solteros envidiosillos a quienes compadecéis porque aún no se han casado; venid todos vosotros con vuestros batines y babuchas. Nada de etiquetas. Estamos en nuestra casa. Se prohíben las caras serias. Venid, y traed con vosotros a vuestras mujercitas tal y conforme os las halláis al despertar cuando recibís la nueva de un nuevo día con un rayo de luz en los ojos y un beso de amor en los labios; traedlas ataviadas con las redecillas de punto que hicieron sus manos, con aquellos inmensos peinadores que desconciertan al profano, y a través de los cuales conocéis las formas como conoce un cirujano los músculos y las arterias a través de la piel humana.

Vamos a hacer una buena acción, vamos a declarar a Paulina irresponsable de todos los crímenes que cometa. Porque nosotros hemos sido buenos, porque nos enseñaron el bien y nos enseñaron a amarlo y practicarlo; pero para Paulina no hubo más ejemplo que el de la maldad, y sólo en el error puede vivir.

Antecedentes de la síntesis

Lo primero que le ocurrió a Paulina, después de enviudar, fue encontrarse sin dinero. Su suegro la protegió. Unos meses después, y gracias a altas influencias, comenzó Paulina a cobrar su viudedad. De una sola vez percibió por sus atrasos unos cientos de duros. Su primera idea fue gastarlos (enseñanzas de Petra). Amuebló su casa de una manera confortable, deseosa acaso de rivalizar con su tía. Hizo las paces con sus parientes y empezó a coquetear con todo el mundo. Sus pretendientes fueron innumerables, pero ninguno se acercó a ella con el respeto que se merecía una mujer que realmente era virtuosa. Paulina no hizo aprecio de esto, y, por consiguiente, ni comprendió la causa, ni trató de remediarla.

Por fin, un día, se creyó completamente enamorada de su primo, el gran capitán Gonzalo. ¡Cómo no! ¿Quién no se enamora de un joven que hace cabriolas sobre el lomo de un caballo, que habla con gran desembarazo de los pelos y explica las diferencias entre el rodado y el azúcar y canela, y conoce las tramitaciones que existen desde el calzado de uno al calzado de cuatro. Un hombre que dice en todas partes que su amada bebe en blanco, es admirable. Y luego, el sonido de las espuelas desvanece. ¡Hay un atractivo tan grande en los seres que llevan hierros en los pies! Además, el aromático olor de pesebre que despedía el cuerpo de Gonzalo, mareaba a Paulina. Por otra parte, Gonzalo no sabía historia, ni geografía, ni política, ni ciencias, ni artes, ni literatura, ni nada de todo eso que es objeto de conversaciones enojosísimas para mujeres educadas como Paulina. Y luego Gonzalo tenía un nombre tan bonito. Después de ser Gonzalo ya sólo puede aspirarse a ser Arthur.

Gonzalo era simpático a Paulina, acostumbrada a la vida de cuartel que se hacía en la casa de su tía.

El parentesco les dio pretexto para acercarse. El parentesco les dio pretexto para vivir juntos. El parentesco les hizo atrevidos. Pecaron a la sombra del parentesco, y el parentesco creó la intimidad insolente que no disimula los defectos, es a brutal confianza que es causa de menosprecio.

Gonzalo fue pareciendo grosero. Gonzalo fue siendo una carga, porque no ayudaba con su sueldo a los gastos de la casa. Gonzalo olía mal. Gonzalo se iba al café y no acompañaba a Paulina a ningún teatro. Gonzalo maltrataba a su sobrino. Gonzalo hablaba como un carretero, y Paulina le envió al cuartel de la misma manera que Gonzalo lo hubiese hecho con su asistente.

Cosa común y corriente

—Pues señor, este médico es un animal.

—Ya, ya, señorita.

—Usted lo ve. Entra, me hecha un par de piropos y se marcha.

—Y luego cobrará.

—De seguro. Por supuesto que... Pero parece mentira que no acierte.

—Ya, ya.

—¿Quién ha llamado antes?

—El carbonero.

—Esto de tener ingleses es horrible. ¿Bajó usted antes?

—Sí, señorita.

—¿Y qué?

—Lo de siempre. Que cuando le va usted a dejar subir.

—Poquito a poco... Ahora tengo un pretendiente nuevo.

—¿Sí?

—Un ciudadano gordo y robusto. Un señor cursi, medio chulo y medio tendero de chocolates.

—Ya, ya, ¿qué dice?

—Me hace el amor por lo fino. Allá veremos. Se llama Juan. ¿Me planchó usted la bata?

—Sí, señorita.

—Voy a ponérmela.

Si no existiese Ser Supremo, convertiríamos en Dios a una madre, porque la madre conoce el misterio más asombroso, cuya investigación persigue la inteligencia del hombre: el misterio de la concepción. Hay un detalle que constituye un poema. Es el primer movimiento brusco del feto. Preguntad sus impresiones a la recién casada, su deseo de contarlo y su rubor para decirlo. Preguntad sus alegrías a la que ya fue madre. Preguntádselo a Paulina que palideció de espanto y derramó a solas lágrimas de remordimiento y de vergüenza, de temor y de ira, e imaginó todos los recursos, desde el suicidio hasta el escándalo. Por fin tomó su partido.

—¿Decías que ese hombre es una persona decente?

—Ya lo creo. Es rico, de buena familia, soltero y agradable en su trato. Es muy pundonoroso, y, sobre todo, muy caritativo.

—Pero, ¿por qué no se declara?

—Pues esta noche no hace más que dar vueltas alrededor de nosotras.

—Todos hacen lo mismo.

—Ahí le tienes.


«Señor D. N. N.: Mi respetable amigo: Estoy escribiendo una historia en la cual es don Juan de Juanes uno de los principales personajes, y como usted era su íntimo amigo, le agradeceré me dé datos acerca de dicho sujeto. [...] «Soy de usted su humilde servidor y respetuoso amigo.— Silverio Lanza


«Querido Silverio: Veo que sigues ocupándote de lo que no te importa. Pero a mí tampoco me importa esto. Don Juan de Juanes era un señor alto y grueso. Su conjunto era simpático. Vestía muy sencillamente...

»Lo bondadoso de su carácter le valió gran número de simpatías. Todo su afán era hacer bien, pero tenía el defecto de hacerlo a quien hallaba más cerca o llegaba más pronto. Por esta razón empezó siempre a hacer muchas bondades y nunca concluyó de hacer ninguna.

»En lo relativo a su vida privada estoy ignorante porque siempre andaba de la Ceca a la Meca. Como literato no valió gran cosa. Le silbaron un drama y le aplaudieron los sainetes. A su muerte me dejó sus libros y con ellos algunos manuscritos suyos que tienen versos y novelas. De todo ello apenas me he enterado, pues está escrito con muy mala letra. Te lo envío en calidad de devolución por si es una crítica literaria lo que estás haciendo. Cuando acabes tu obra, envíamela. No pierdas el tiempo ahora que eres joven.

»Adiós, y consérvate bueno y manda a tu amigo N. N.»

Sin levantar la vista me leí los manuscritos. Uno de ellos titulado «Vergüenzas pasadas», contiene la historia de Paulina (a quien llama Luisa), tal y conforme yo la conocía. Allí están las cartas originales del Vital, las cuentas que rindió éste a su sobrina; hay borradores, flores secas, cintas ajadas, cartas de Paulina y de sus amantes, y notas de los pasos que dio para educar a Juana.

Guardé todo esto y devolví lo restante a don N., quien me hizo notar que el legajo estaba disminuido en su volumen; pero yo le advertí que había roto una porción de papeles inútiles, y sólo había dejado lo sano.

La cadena de los errores

(Del manuscrito)


A la tarde siguiente fui a hacer mi visita a Paulina. A la puerta de su casa encontré un caballo; las bridas de éste estaban amarradas a una de las rejas; seguramente el jinete no tenía prisa. Yo no me creí con derecho para entrar en busca del visitante como un Otelo o un marido de tres mil pesetas. Una vez en el zaguán llamé a Antonio.

—¿Y la señorita?

—Arriba, con su primo.

El bárbaro guiñaba el ojo izquierdo al contestarme.

—Avisa que estoy aquí.

Al poco rato Paulina se asomó a una ventana.

—Juan, ¿por qué no sube usted?

¡Abismos inexplorados del nombre! Un individuo que se llama Juan, tiene que sufrir que le llamen de ese modo.

—Allá voy.

—Presento a usted mi primo Gonzalo.

—Muy señor mío. ¿Está usted bueno?

—Sí, señor.

—El señor don Juan de Juanes.

—Servidor de usted.

—Pero, siéntense ustedes.

—No, yo me voy a ir.

—Espera un poco. ¿Qué dice el señor Sanjuán?

—Nada de particular, señora.

—Ahí están las pistolas de salón que usted ha enviado.

—Oye, Paulina, ¿dónde están ?

—¿Las quieres?

—Tiraré un poco. Verás qué bien tiro.

—Están en mi alcoba, debajo de mi almohada. No quería que las tocase el niño.

—Voy por ellas.

Mucho valor se necesita para morir tranquilo; pero más es preciso para vivir sin tranquilidad.

Paulina y yo nos quedamos solos. ¿Qué pasaría en el alma de aquella mujer? Indudablemente se dolería de tal escena. La importuna visita de su primo la mortificaría en aquel instante. Temería haberme desagradado. Desearía besarme. Habría en su mirada algo de súplica mimosa. Levanté la cabeza. Paulina me miraba, sí, me miraba como hubiera mirado a su mayordomo. Bajé la vista; había equivocado mi juicio: aún no sabía conocer el corazón humano.

Poco tiempo después me explicó Paulina esta escena con las palabras siguientes:

«Yo no pensé que te hubiera enfadado tal cosa, la verdad; no creí que fueses tan decente, que te incomodase eso».

Llamarle a uno Juan, y creerle Juan, es la mayor desgracia posible. Gonzalo volvió enseguida con las pistolas y una caja de balitas. Cargó, disparó, y no dio al blanco; pero hizo pedazos un espejo.

Después se aturdió, echó la culpa a la pistola, se negó a seguir tirando, se sentó y comenzó a darse golpes en una bota con la contera del sable. Yo me despedí de Paulina, saludé al gran capitán Gonzalo, abrí después la puerta, y me encontré en la calle.

Yo pensé lo siguiente: Gonzalo se irá ahora mismo por el bien parecer; pero un amante que se va pronto, vuelve enseguida.

Rodeé la finca; cuando llegué a la puerta trasera del jardín estaba anocheciendo.

Tuve esperanzas e impaciencias; dudé, pensé marcharme, pero tuve calma; a las once y media de la noche abrió Gonzalo la puerta del jardín y entraba en la casa.

Yo recordé que había estrangulado en el camino de Santa Lucía a Cartagena a un infeliz que pretendió robarme dos mil reales. Luego supe que el tal era un obrero que estaba sin trabajo con motivo de la baja de los plomos. Positivamente, debí darle dinero; lo que la sociedad no hacía pude hacerlo yo.

En cambio, aquel monigote entraba ante mí por la puertecilla de la casa, y yo entendía que aquello era decirme:

«Ahí dentro hay una mujer que tú amas; esa mujer lleva en sus entrañas un hijo mío; tú has empleado en ella parte de tu fortuna y tus últimas ilusiones. Acaba de arruinarte y de desesperarte. Para mí es el placer y para ti el gasto. Es madre de un hijo mío, y, sin embargo, se entrega a ti, y a pesar de esto, me recibe a las altas horas de la noche, y mañana te recibirá a ti, y pasado a mí y luego a los dos, y después seremos tres o ciento o mil. ¡Ja! ¡ja! ¡ja! No me mates; cuando yo salga puedes entrar tú».

Yo no le maté. Hice bien; si degollásemos a los canallas, no valdríamos un céntimo los hombres honrados.

Poco tiempo después me explicó Paulina esta escena con las palabras siguientes:

«Ya ves; Gonzalo tenía que marcharse aquella misma noche, y había que acordar qué haríamos con esto».

Y se señalaba el vientre.

Efectivamente; acordaron que la criatura iría a la inclusa y que se le pondrían los nombres de sus papás.

Gonzalo dijo a Paulina.

—Si necesitas dinero me lo pides.

Paulina rechazó el ofrecimiento con dignidad. Con toda la dignidad del que tiene quien pague su cuenta.

Gonzalo dijo a Paulina:

—Supongo que antes de irme me darás un beso.

Paulina rechazó la súplica con dignidad.

Pero Gonzalo dijo:

—Yo soy el padre de la criatura.

Paulina se adelantó y repuso:

—Hazte cuenta que besas a tu hijo.

Gonzalo se haría la cuenta que quisiese; el caso es que besó.

Paulina aún no me ha explicado esta escena.

El mejor padre

(Del manuscrito)


Fui con ella atento y cariñoso; pagué sus deudas, entre las cuales había algunas de su esposo y de Gonzalo. Fui mártir sufriendo las visitas de sus estúpidos e inmorales parientes. Sólo fui el señor para pagar, pero no fui amo nominal ni efectivo.

Diome la ocurrencia de retener en el correo la correspondencia que Gonzalo dirigía a Paulina, y desistí de seguir haciéndolo para evitarme estos disgustos.

Por fin, consagré todos mis cuidados a velar por la vida de aquel ser que bullía en las entrañas de Paulina. Pensé en apoderarme de él, hacerle mi hechura y enseñarle a maldecir el nombre de sus padres.

Todo esto requería grandísima actividad y superior inteligencia. Confieso inmodestamente que tuve ambas cosas.

Paulina recurrió a ciertas miserables gentes que ganan su vida matando fetos. Estos canallas abundan, porque en este país se encomiendan las cargas públicas a personas de dudosa moralidad, y como el espíritu de éstas se refleja en toda la vida pública, no se ejerce la acción ni la persecución fiscal de la justicia sino con los criminales que quedan pobres después de cometer el crimen. Hoy, la historia de todos los presidiarios se reduce a lo siguiente: «Tuvo hambre, le escarnecieron, robó o se vengó y fue a presidio».

Yo fui astuto; engañé a Paulina, la hice creer que aplicaba en ella todos los síntomas abortivos que se conocen: el pediluvio, la sabina, la ruda, la artemisa, el cornezuelo de centeno, las inyecciones, la esponja preparada, las sanguijuelas, las sangrías, la laminaria, y la pouction.

Ella creó y en mí y esperó que yo le proporcionase el aborto, y su vientre seguía abultando, y seguían transcurriendo las semanas y ya el feto no cesaba de revolverse en su primer lecho.

Yo continuaba mi obra con perseverancia, expiando sin cesar, temeroso de que alguien hiciese de veras lo que yo imitaba tan perfectamente. Fueron aquellos días de suprema angustia: por fin Paulina llegó a los siete meses de su embarazo; entonces descansé.

Cuando una mujer llega a este estado y aún es capaz de producirse el aborto, creedme, no tiene ninguna de las condiciones de ser humano.

Yo creí que Paulina no había llegado a semejante depravación, y creí bien.

Mala cuna

(Del manuscrito)


Ciertos recuerdos son en la memoria como algunas heridas en el cuerpo. Acaban el individuo y acaban con él. Siempre presentes o siempre abiertas, nos roban toda clase de alegrías.

Lo que pasó aquella noche no es para ser olvidado.

Volví de la caza a la una de la madrugada. Cuando abrí la puerta de la alcoba vi a Paulina sobre el lecho con la cara roja, llorando y mirándome con ojos espantados.

—¿Qué hay?

—Juan de mi vida. Hace una hora que me siento muy mal.

—Levántate y espera.

—No me dejes sola.

—Vuelvo enseguida.

—¿Dónde vas?

—Por Rosa.

—Rosa...

—En la parte que tenía destinada.

—Dios te lo pague.

Al poco rato volví con la hortelana. Entonces pudo comprender Paulina que era una señora su fingida criada.

Sentada la paciente en un sillón bien bajo se apretaba las manos y retorcía su cuerpo, presa de espantosos dolores. Rosa, de rodillas a los pies de Paulina con una mano oculta a mis miradas y la otra apoyada en una pierna de la enferma, consolaba a ésta con frases cariñosas.

Yo presenciaba aquel cuadro con rostro sereno; mi comprimido corazón dificultaba la circulación de la sangre, sentía frío, me temblaban las piernas y procuraba disimular todo esto de la mejor manera posible.

Nave contra la roca quebrantada cuya vida había sido un Calvario, entregada a los placeres con la irreflexión de la más verdadera de las inocencias, creyendo, como el jugador o el borracho, que no hay un porvenir, un después detrás de la última carta o la última copa, estaba despertando de su sueño: el dolor físico anulaba la imaginación; renegaría de su error en aquellos momentos como se reniega del último sorbo y del último albur, y así debía ser, porque volvía a mí sus ojos llorosos y besaba mis manos, y en todo esto parecía decirme:

—Creo en ti que me salvas de la pública afrenta; creo en ti que has salvado la existencia de este ser que llama a la puertas de la vida; de este ser abandonado por su padre y maldecido por su madre; de este ser que debiera ser tu mayor enemigo, porque es la prueba eterna de que tú no fuiste mi primer amor, de que otro antes que tú disfrutó de mi cuerpo, de los movimientos de mi alma y de las emociones de mi corazón. Creo en ti que me has enseñado a ser madre. Creo en ti que me haces fácil el fatigoso camino de la vida. Creo en ti y te amo.

Y yo acariciaba los rizos de su cabello y besaba su boca dilatada por el sufrimiento.

Pero aquello era horroroso; los dolores eran cada vez más fuertes y continuados. Tuve miedo, oré a Dios con toda la efusión de mi sentimiento religioso, y así aguardé más tranquilo.

Entonces pensé en mi madre, en mi santa madre, cuyos restos cubre la tierra. También ella sufrió por mí dolores semejantes. ¡Ah! ¡Bendita sea mi madre! ¡Bendita sea!

Por fin, Paulina lanzó un grito espantoso, y luego quedó más tranquila. Sentí un gemido semejante al gruñido de un cachorro; entonces vi que Rosa tenía un bulto raro en su mano derecha. Poco después ayudamos a Paulina y la echamos en la cama; la partera quedó a su lado; yo me dirigí al sitio donde se producían los gruñidos cada vez más agudos.

En el suelo había un niño pequeñito con la cabeza muy gorda; sus piernas y brazos se movían como los tentáculos de un pulpo. Gemía, no parecía contento de la vida. Le estaba mirando fijamente y no me daba las gracias. Después de todo, yo era un extraño, porque él tenía su padre. ¡Valiente padre! Llámale, dile que venga a contemplar su obra. Ha huido de ti, no quiere darte su nombre. Para él hay algo superior a la sangre de su sangre. A mí me debes todo tu porvenir. Aún no tenías forma y yo cuidaba de ti. Sin embargo, pasarás tu vida pensando en tu padre. Para él serán tus recuerdos. Yo soy el editor, editor sin gloria ni beneficio; pero sin mí la obra no se hubiese publicado... Aquello parecía un sapo sucio. Rosa lo recogió, y entonces supe que la criatura era una niña.

Después se marchó con ella. La madre miró todo esto tranquilamente: ni aún siquiera la besó. Tal ve lo hizo por no molestarme o tal vez la besaría sin que yo la observase. Allí no hubo cantos de alegría, ni dulces, ni regalos, ni la niña pasó a ocupar su sitio en el lecho de sus padres. Allí todo era clandestino. Aquello era un crimen horroroso, era robar a un pobrecito ser indefenso sus dos primeros derechos, el nombre y el calor de su madre.

Al día siguiente, Rosa y yo depositamos la niña en la inclusa. Tomamos un carruaje que nos condujo frente al torno. Rosa bajó con la criatura; yo me quedé en el coche. Después vi cómo la partera, acompañada del sereno, hacía sonar la campana. Una porción de gente acudió corriendo a aquel sitio. El torno recogió su presa... Rosa volvió al coche, y aquel estúpido público se quedó comentando el hecho.

En aquella casa, que parece una cárcel por fuera y un cuartel por dentro, quedó encerrada una prueba de la honra de una de las familias más caracterizadas de la corte; una familia de chulos, meretrices y c..., prueba que yo conservo en mi poder, porque la niña no llevó el nombre de sus papás, llevó el mío, se llamó Juanita. Fui generoso con ella hasta este extremo, la di un nombre que no pudiera avergonzarla.

Lo que suele suceder

A little more than kin, and less than kind.

Shakespeare


El manuscrito de don Juan de Juanes es voluminoso; sin embargo, lo dicho es lo principal; el resto y el fin se reducen a acumular cargos contra Paulina.

Según del texto se desprende, trató ésta de casarse con un hermano de Juanes, cuyo hermano, aunque con miras diferentes, no escaseó las ocasiones de poner en ridículo al infeliz don Juan.

Esto, unido a los anteriores agravios, el despilfarro de Paulina y las condiciones de su hijo y su familia, terminaron estos amores.

Desde entonces concibió don Juan el proyecto de casarse con Juanita. Sacó a ésta de la inclusa, y después de criada la entregó al cuidado de una señora llamada doña Celestina.

A pesar de esto, don Juan murió sin realizar su propósito. Su hermano, aun después de lo ocurrido, se apoderó de los bienes, y Juana quedó abandonada.

La calle de la Montera

Hay que decirlo todo. Bueno. Acababa de comer. Mi patrona no me trata mal. Había cogido mi capa y me encontraba en la Red de San Luis, frente a la raquítica farola con que se ha sustituido una hermosa fuente.

Yo iba despacio, veía y pensaba. Me codeaba con el Madrid cosmopolita. Las obreras que abandonan el taller con sus ojos enrojecidos por el trabajo de la larga vela, sus dedos llenos de picaduras y sus viejos vestidos arreglados con la coquetona elegancia de la miseria. Van en pequeños grupos y ríen por cualquier cosa, y se paran delante de todos los escaparates. Detrás de ellas suele ir algún joven empleado o algún estudiante abonado por muchos años a una misma cátedra de la Universidad; tal vez un hijo rico que empieza a correrla; acaso un viejo ávido de impresiones, arruinado por los sobrinos de su ama. No hallaréis más amantes de modistas. Los devotos del placer necesitan otros sacerdotes. No es extraño; cada arte tiene sus reglas. Es necesario saber amar. Y, ¿quién para esto como la ramera decente, la prostituta ilegal? Y no la que os lleva a ciertos templos tan públicos y secretos como las enfermedades que cura el doctor Morales, ni la que os enseña un nuevo café donde se deja conducir por vosotros, no, ninguna de éstas. Hay que conocerlas: jamás se arriesga una sola; van siempre dos juntas. Unas veces parecen hermanas; otras, madre e hija. A elegir. A ellas sólo se acercan los parroquianos, y éstos suelen tener dinero. Los neófitos las respetan, y así, creedme, la virtud es siempre relativa. Para ver ciertos vicios es preciso tener la vista acostumbrada. Al fin y al cabo, hay para todos, y el estúpido con sus hábitos, y el adolescente con sus ilusiones, y el de gustos brutales, y el espiritual y el tonto, y hasta yo mismo, todos hallamos en ese caos de faldas y toquillas que palpita por las grandes arterias de la corte, en calles y plazuelas, una mujer que nos estremece y... ¿quién no sueña una aventura en este país donde nunca se acaban las ediciones vivas de don Quijote?

Y toda esta gente se revuelve entre jornaleros que salieron a la calle después de cenar, y faltarán el día siguiente a su trabajo; burgueses que caminan con tardo paso hacia su café favorito, y al que asisten cotidianamente hace treinta años, y en donde regalan a su familia los domingos y otros días de gran fiesta para el tranquilo hogar.

Y entre el torbellino veréis pobres de solemnidad y rateros ejerciendo su industria, y alguno de ellos que camina deprisa a su puesto, tal vez, sin desperdiciar las buenas ocasiones. Y algunos tenderos de cosas lujosas que cierran sus establecimientos; y obreros y obreras que trabajan en su casa y van a entregar; y vendedores y vendedoras de flores, de merengues, de cerillas y décimos de la lotería y periódicos, y bisutería ajada que no se vende detrás de puertas, y raros secretos, y mucho más aún: y todo esto en el estrecho espacio de las aceras. Allá, en el arroyo, los tranvías que suben penosamente la cuesta de la animada calle, y coches parados delante de los establecimientos de floristas; tal o cual trajinante o labrador rico que se vuelven a su pueblo y salen de las posadas de la calle de la Aduana, montados en ruines caballejos o hermosas mulas; algún oficial a caballo, seguido del ordenanza, que lleva una orden al cuartel de San Mateo, o algún ladrón o timbero, o político agresivo que van a la cárcel, acompañados por un guardia que sólo tiene de la ley y de la justicia la parte grosera del procedimiento.

Y así, la vida se muestra de una manera positiva en aquella muchedumbre que, sin cesar, sube, baja, se estruja y se atropella. Multitud de seres distintos que, por diferentes motivos, caminan en igual dirección, y que parecen, vistos desde la torre de San Luis, raros muñecos que maneja a su antojo un travieso niño a quien no ha acostado su mamá.

Aquella noche se veía todo esto, y en ello iba pensando, cuando sentí que algo trataba de arrastrar mi pie: la costumbre me hizo comprender que pisaba el extremo de una falda; murmuré «Usted perdone», y seguí andando. «No hay por qué», me contestaron. Esta corrección del lenguaje me extrañó, y volví la cabeza. Pues bien; era una vieja mujer, llevaba consigo una niña de escasos quince años, y ésta me miró con sus ojos, muy claros y muy serenos.

Pero a mí no me importaba; había pedido perdón, me perdonaban, y en paz. Seguí adelante.

Y es el caso que la madre era horrorosa; porque positivamente eran madre e hija; y ésta tenía cierto aire de bienestar y de decencia, y algo así de delicada melancolía: un fondo de tristeza en la mirada de aquellos grandes ojos negros.

Alguna viuda que vivirá de su pensión. Pero estas mujeres no suelen ser honradas. Sin embargo, hay excepciones.

Y la niña era guapa. ¿Estaría muy lejos? ¿Habría torcido por el callejón de San Alberto?

Debía volver la vista atrás. Esto no significaba nada. Así no molestaba a aquella niña: por lo demás, era un capricho, una tontuna; porque yo había dejado de ser cadete. Pero cualquiera es curioso. Por otra parte si se pescaba algo...; pues bien, eso me encontraría; y, al fin, no era una criatura despreciable.

Volví la cabeza. Estaban precisamente detrás de mí, y me miraron. Sentí un empujón en mi brazo izquierdo. ¡Ah!, sí. La Venancia; siempre me avisa así. Pero aquella noche podía buscar otro y no a Ramírez; positivamente estaba de mal humor.

Y luego, ¿por qué me miraban aquella señora y su hija? ¡Bah! No hay que hacerse ilusiones: todas son lo mismo. No; pues gracias. Era demasiada hipocresía. De haberlo pensado, hubiera seguido a Venancia, pero ya era tarde; y sobre todo, había que ser juicioso alguna noche. Y seguí andando más aprisa, y me paré delante de la tienda de Matías López, y me puse a contemplar el escaparate.

Bien mirado, ¿qué hacía allí? Parecía que aguardaba, y eso no estaba bien. Era preciso seguir andando. ¿Y a dónde? No tenía plan. Lo cierto es que aquella niña me había hecho un gran estorbo. Por lo demás, exageraba las cosas. Si me había mirado no era extraño. Eso no significaba nada, y no es bueno juzgar con ligereza.

A la vejez siempre se piensa mal.

Pero, en fin, debía hacer algo. Iba a llamar la atención parado en aquel sitio. ¡Y bien! Me iría a un teatro. ¿Cuál? Elegiría en uno de los anunciadores de la Puerta del Sol, y me volví. Madre e hija pasaban por mi lado en este preciso instante, y me miraban, y no me decían nada con sus ojos.

¡Bueno! ¡Otra vez! ¡Qué casualidad! Pensaba yo, y veía cómo las señoras atravesaban la plaza y se dirigían a la Carrera de San jerónimo.

Por fin. Iría a la Comedia: hacían una obra nueva de García Gutiérrez: ésta merecía mi atención: sí, era lo más acertado.

Sólo sentía que aquellas señoras, al parecer, llevaban el mismo camino que yo: esto me disgustaba; podían creer que las seguía. ¡Y bien!, me importaba poco. Se engañaban, y ya se convencerían de ello...

Pero no; seguían adelante. Mejor; ya estaba libre de ellas. Sin embargo, todavía faltaba un poco. Era natural. Había muchas apreturas en la puerta del teatro: la gente se agolpaba como pocas veces; los revendedores hacían su agosto. A mi paso había oído precios que desesperaban. Todo esto era muy molesto. De fijo hubiera pasado mala noche. Era preferible ir al Español; vería La muerte en los labios, de Echegaray. Mejor era esto.

Y aquellas mujeres seguían andando delante de mí. La niña era muy hermosa. Tenía un andar tan distinguido... Debía ser una señorita; yo había pensado mal.

Bastaba ver su traje, porque la riqueza puede adquirirse por malos medios; pero el buen gusto, ese conocimiento estético tan delicado e inimitable, sólo lo da la educación esmerada. Era una señorita, no cabía duda, y sentía haberla ofendido con mis locos juicios.

Por lo demás, antes lo había pensado. No deben desperdiciarse ciertas ocasiones.

Por sí o por no, me decidí a seguirlas. No perdía nada, y ya procuraría yo no hacer el tonto. ¡Ojalá no fueran lejos! Esto me molestaría.

Ya dejábamos atrás el Español y doblábamos la esquina de la calle del Prado, y bajábamos por ésta cuando madre e hija entraron en una casa de lujoso aspecto y desaparecieron en el fondo del portal.

Aquello me dio rabia. Lo merecía; pero aún era tiempo, y cuando se levantaba el telón, ya estaba yo sentado en una butaca del teatro clásico.

Un baile de máscaras

El antifaz sobre la careta y ésta cubriendo la máscara; debajo la mentira, disfrazada de hipocresía y disimulo, y todo esto siendo una verdad, la triste verdad de lo real, la realidad fatal y triste del absurdo moral. El tigre, que se disfraza de hiena para engañar al cazador de las selvas; el ángel malo convertido en serpiente, pervirtiendo a Eva; la costumbre, la fiesta de un pueblo corrompido, hecha inmoral por los contemporáneos de Lesseps.

Menos filosofía. La historia de esta generación envilecida y degradada, que tiene la conciencia en sus genitales, será amena lectura para las prostitutas del siglo XX.

De pronto, la línea que forman las fachadas, deja de ser recta, y como una semicircunferencia se extiende en un trozo de terreno, la calle se ha convertido en plaza y en ésta hay un teatro desde 1856. Allí adquirió su mayor desarrollo y allí morirá la zarzuela española. También murieron Gaztambide y Olona. Nos quedan algunos concertistas que llevan el pelo largo y visten bien; y, sobre todo, ha dejado Offenbach tantas y tan buenas partituras, que bien merecen la pena de ser parodiadas. Rapsodiemos, quise decir; robemos, quiero decir, vivamos.

Al pueblo le gusta bailar, dijo un aficionado a empresas; que lo pague y bailará en la Zarzuela, y yo me haré rico; y, en efecto, así sucedió. De modo, que aquel semicírculo, cortado por la calle, va encerrando la gente que por lo extremos de la secante llega a la plaza y se precipita en ella y allí se estruja y vocea como pueblo libre que va a depositar en la urna su sufragio, no; como pordioseros que aguardan la sopa a la puerta del convento, tampoco; como canalla de chulos y chulas que van al baile.

Y allí de las esperanzas dichas en una palabra, de las frases de impaciencia, de los suspiros del que ama y de la vieja que tiene sueño o frío, y los gestos de temor y los ademanes cínicos, el vocablo grosero, el guiño malicioso, un ¡ay! que dice tantas cosas y un charlatán fanfarrón y necio que no dice nada.

—Por fin, ya hemos llegado. maréeme, tengo miedo.

—¡Tonta!

—Si nos viese mi marido...

—¡Bah! El tresillo le abstrae por completo.

—¡Ay!, si ocurriera...

—(Pies, para qué os quiero)

—(De fijo no viene; pero si no sueltas los cuartos tampoco vuelvo yo)

—Señorito, ¿quiere usted un billete?

—¿Quiere usted un bono?

—No. No quiero nada.

—(So cursi. A otro lado.)

—Oiga usted, revendedor.

—¿Qué hay?

—¿Me compra usted dos billetes de señora?

—Está prohibido.

—Oye, barbián, eso será venderlos.

—¿Estamos?

—Pero, ¿tú lo podrías comprar?

—Por supuesto.

—Ofrece.

—Usted dirá.

—Medio chulé.

—Pero, ¿usted cree que estamos en la primavera?

—Yo no creo nada. Ofrece tú, y en paz.

—Una peseta.

—No corras, que te vas a caer. Dos beatas, ¿hacen?

—Mire usted, señorito; para marcharnos, seis reales, si usted quiere...

—Siete.

—No subo un perro.

—Bueno, vengan.

—Tenga usted.

—Dame cuartos. No quiero esta media peseta.

—Con dos arrobas de ellas me quitaba de aquí. Ahí va cobre.

—Adiós.

—Vaya usted con Dios. (Con salud te coja el tranvía.)

—Abróchame este guante.

—¡Jesús!, y qué pegajosa estás esta noche.

—¿Has visto a Paco? ¿Es aquél?

—Sí, límpiate. Como que va a venir a verte los morros...

—Toma, ¿y por qué no? No estará mejor en otra parte.

—Con la Rosario.

—Ya se guardará él.

—Pues, hija, en cuanto le venga a la intención.

—Pepín, te aburres, ¿no es verdad?

—No, hija, no.

—Ya lo creo. Poquito habrás tú corrido de joven.

—¡Oh! Aquellos tiempos...

—Así estás ahora tan cascado. Por supuesto, no creas... A mí lo que me gusta es el aparato.

—¿Qué aparato? ¿Para qué?

—El aspecto, el golpe de vista que nos frape, como dicen los franceses.

—¿Por qué no hablas en castellano, Cayetana?

—Llámame Catanita, como siempre. ¿Estás incomodado?

—No, hija. (En llegando al palco me duermo.)

—(En cuanto se duerma mi esposo, haré una seña a nuestro vecino y me sacará a bailar.)

—Oye, tú, militar. ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Entramos o no?

—Aguárdate. Mañana veré al Gobernador y le haré esa pregunta.

—¡Calumniadora!

—Ja, ja...

—Pues, sí, señor. No sube y no es ocasión de vender. Sin embargo, yo preferiría esto a la hipoteca.

—Lo que sea mejor. Pero mañana mismo.

—¿Y dice usted que su esposo era magistrado?

—¿El esposo de Celestina?

—Adiós, rubia. Vivan las locuras con cascabeles.

—Gomoso.

Ma cho gracia.

—¿Y quién es ese Bautista?

—Te diré su historia en dos palabras.

—Novela mil y pico de la noche.

—Me callo.

—Dejadle hablar.

—Sí, que hable.

—¿Dan ustedes su permiso?

—Adelante.

—Bravo. Eso está muy bien.

—Continúa.

—Bautista no se sabe de dónde ha venido. Graba con extraña perfección. Ha hecho un capital decente en América.

—En el dinero nunca hay indecencia.

—Sigue, sigue. No hagas caso.

—Tiene extraña aptitud para todo, y no hace nada. Por lo demás, siempre está en papel. No tiene idea fija, pero habla con exaltación. A veces se desprecia a sí mismo; otras, encuentra todo bello. Su conducta se escribe en la misma clave y se mide con igual compás.

—Bravo, chico; tienes el gran género.

—¿Epiceno, común o ambiguo?

—Cálamo ocurrente.

—Ja, ja...

—Baja el codo, que me haces daño.

—Me aprietan por detrás.

Vade retro.

—Niñas, no esparcirse. Ninguna sale del baile sin pedirme permiso, o no doy latas hasta el domingo.

Nuevas apreturas en aquel estrecho zaguán. Hay que dejar en el guardarropa las capas, las toquillas y los chales, y todo esto enseguida; los unos por llegar pronto a la cita, otros por gozar del espectáculo del salón o encontrar con anticipación pareja para el wals, y los más, porque hay que comenzar la orgía y sobarse apretándose bruscamente, y llegar al mostrador antes que nuestro compañero de espera, y blasfemar, riendo estúpidamente como un ebrio. Y allí de los pisotones y los codazos, de la estrujada que no se queja, y de las externas disputas, porque siempre exigen de más por cada bulto. Y, lo que dicen todos: «Yo me gasto a gusto un duro en entrar, pero esta peseta se me queda en el estómago».

Y aquello parece que no acabará nunca, y las bandejas donde se recoge el dinero van llenándose de monedas de plata, y todo está lleno, los anfiteatros, los palcos, el salón, los corredores, los lugares de descanso; y aún sigue entrando gente que recoge su chapa en el guardarropa y se desparrama enseguida por los departamentos de aquel sumidero de locos.

Y todos aplicando chistes, calculando agudezas, que luego han de parecer espontáneas, recordando almanaques y colecciones de chascarrillos, y procurando a costa de la sencillez, de la educación y de la vergüenza, ser locuaces, alegres, chistosos, picantes. ¡Oh, sí, muy picantes!, es decir, groseros. Allí, revolviéndose, ávidos de esperanzas que el sensualismo imagina, o de venganzas que proyectan los celos e ilusiones de la inocencia, que todos llaman tontería, que nadie quiere, porque no se columpia voluptuosamente en el schotis.

Suena la primera nota del wals, y fórmanse cientos de parejas que crean la casualidad, la simpatía del momento o la cita calculada, y cada pareja es un escándalo de lujuria, el beso con que la serpiente indujo a Eva al primer pecado.

Porque no es el goce brutal del apetito de la materia el animal que se retuerce inconsciente, agitado por el estado anormal en que coloca a su sistema nervioso el ejercicio de sus funciones de procreación, no; no es esto un modo de ser lógico de la materia. Es el embrutecimiento consciente del espíritu; es el vicio; la inteligencia del ser racional que baja a prostituirse a las genitales sin que la conciencia la detenga en su camino.

Y mientras tanto, la orquesta, impasible Celestina, marca el compás que rige los lujuriosos vaivenes de los danzantes.

Y todo esto dura una hora y dos y más, y duraría ciento, porque nunca cesa de entrar gente, y aquel salón parece un campo de flores cuando la brisa agita sus corolas, y escaleras y pasillos, babel extraña de gentes que corren llamándose los unos a los otros, y aquel templo del placer sensual, el antro escondido y misterioso donde el pueblo de Roma celebraba sus bacanales.

Y llega el descanso, y el observador, se convence de que hay grandes verdades en esos epigramas que por todas partes se comentan. La mujer allí rellena su estómago derrochando sin cálculo el dinero de su seducido amante. Y el que no come tiene hambre, pero mucha. El hambre aumentada por la envidia.

Luego, en la segunda parte del baile, el alcohol de la cantina produce sus efectos; y hay disputas, golpes y detenciones en las que sacan a veces grandes provechos y desaires guardias e inspectores.

Por fin, el movimiento de la vida del trabajo empieza en calles, talleres y mercados. Se consiguen parejas para la galop infernal, se van recogiendo abrigos, y cuando el baile termina, aquella multitud sale a la calle sucia, llena de polvo, con la boca seca y ardiente, las narices dilatadas, ávidas de aire puro, los cabellos en desorden, borracha, chorreando sudor, asquerosa. Cada cual con su nuevo amigo o su amante de última hora.

—¡Señor Ramírez!...

—¡Hola!

—Por fin, le encuentro a usted.

—¿Qué hay de nuevo?

—Todo está arreglado.

—¿Y el dinero?

—Mañana, a las dos.

—No es posible, lo necesito a las once.

—Está bien; será. Buenos sudores me cuesta. guárdese usted quinientos reales.

—Por Dios; no lo decía por eso.

—No importa; es gusto mío.

—Mil gracias.

—Ea, adiós.

—Permítame usted. ¿Es esa...?

—Precisamente.

—¡Oh!, ¡sí, sí! Pues es guapa chica. Os envidio.

—Adiós, adiós.

—Servidor de usted. A los pies de ustedes, señoras.

—(Soy feliz; será mía.)

—(Soy feliz.) Quinientos reales. ¡Sí! Cenaremos.

—Bautista, ¿te vienes al Habanero?

—No; estoy triste.

—¿Por qué?

—He visto una niña que me ha de hacer llorar.

—Poesía. Vete a dormir.

—No; me iré con vosotros. Me emborracharé, y en paz.

La calle en silencio, el salón a oscuras, y el alba extendiendo su luz poco a poco por el firmamento.

Sobre la acera hay una careta. Pasan unos trabajadores, la recogen y ríen con ella grandemente. ¡Infelices! Aún no han comprendido su desgracia.

Un lupanar aristocrático

That's a fair thought to lie between maids' legs.

Shakespeare

Para conocer el piso entresuelo de la casa número C., de la calle del Arenal, es preciso tener mucho dinero. Allí los derechos de pupilaje arruinan a un millonario. Bien es verdad que el mobiliario es magnífico. ¡Eso sí! La asistencia discreta y excelente. ¡Cómo no! Pero pondrán a vuestra disposición dulces y botellas, y os cobrarán su importe, aunque no las hayáis tocado.

Por lo demás, os darán siempre un gabinete con alcoba, y jamás seréis ni vistos ni escuchados, por grandes que sean vuestros esfuerzos por conseguirlo.

Esto es maravilloso, pero cuesta caro.

Hay una habitación excepcional, la forman una sala, un gabinete, una alcoba y un cuarto de baño. El alquiler de esta habitación tiene un precio que asusta.

La sala tiene almohadilladas las paredes, y forman su mobiliario una hermosa sillería dorada, tapizada de damasco, un entredós de ébano tallado, sobre el cual hay un alto espejo en el macizo que separa los balcones, un velador de centro con un rico tapete, un piano vertical de Montano, gran forma, y cuatro colgaduras completas que cubren los dos huecos de luz y las dos puertas: la de entrada y la que da paso al gabinete. Toda la tapicería es de color azul.

El gabinete tiene un solo balcón, una chimenea francesa, cuyo mármol sustenta dos grandes quinqués y un espejo de marco ovalado; esto entre dos divanes y frente a la puerta de entrada; a los lados de ésta un tocador de forma antigua y un armario de luna; el balcón, la puerta que comunica la sala con el gabinete y la que une éste con la alcoba, tienen sus correspondientes colgaduras. La tapicería es de color cardenal muy vivo.

La alcoba está pintada con medallones de muy mal gusto, representando con poco arte escenas voluptuosas de ninguna novedad. No hay más muebles que la cama y su grotesco compañero guardado en una mesita de cajones. Pero la cama es regia, de palo santo, con columnas y corona; un mueble que vale mucho dinero. Tiene colgaduras enteras recogidas a la cabecera y a los pies con gruesos borlones; una colcha magnífica de encaje con viso de raso; un edredón de terciopelo negro bordado en sedas. Toda la tapicería y vestidura es de color amarillo. Sólo hay colgadura en la puerta del gabinete.

El cuarto de baño es sencillísimo; una gran pila inmensa de mármol ordinario, un espejo de cuerpo entero, una hamaca-toalla y un tocador sencillo de pie: el piso es de pizarra, la ventana tiene cristales raspados.

El suelo del resto de las habitaciones está cubierto por una alfombra de terciopelo con fondo blanco, listas y flores.

En esta rica vivienda se hallaban tres personas el día 2 de marzo a las diez de la mañana.

En la sala, frente al gran espejo, dos mujeres; madre e hija, al parecer, por la relación de sus edades. En la alcoba una matrona de treinta años cumplidos, arreglando con cuidadoso deleite las arrugas de vestidura y cortinaje, mirando con rara fijeza aquel tálamo vacío como para evocar un recuerdo, que luego parecía saborear con fruición cerrando los ojos y permaneciendo inmóvil.

Juana, estáte quieta. No me dejas prender este pico; se ve el plissé de abajo y eso hace muy feo.

—Déjalo, bien está.

—Ahora sí. Por supuesto que esta tabla hace muy mal; ahí sentaría mejor un volante bien plegado. No saben vestir; pero estás muy hermosa, hija mía.

—¿De veras, mamá?

—Ya lo creo. Me recuerdas mis buenos tiempos.

—¡Ah! Es que usted ha debido ser muy bonita.

—Es decir, que me encuentras vieja.

—No, no; no es eso.

—Pero, poco menos.

—Di, mamá, ¿no me ocurrirá nada malo?

—Por Dios. ¿Me crees capaz?... Yo, hija de mi corazón, doy este paso por tu bien y el mío. Ven, siéntate aquí, juntitas; recoge esa cola, vas a arrugarla.

—Habla, habla.

—Mira, ya sabes cuál es nuestra situación; en casa no tenemos nada que empeñar. Mientras De Juanes, tu tío, porque era primo de tu padre, que en paz descanse... pues, sí; mientras De Juanes vivió con nosotras estuvimos menos mal. Él me daba poco, pero, en fin, era algo. Ahora, ya ves, si comemos algún día es una cazuela de patatas o la cena, y eso, hija mía, las noches que encontramos algún antiguo amigo de tu tío. Yo hubiera deseado tenerte siempre a mi lado . Tal vez llegarías a casarte con alguno de nuestros vecinos; esos estudiantes con quienes tú charlas por el balcón. Pero tú ya lo ves, Juana; estamos en la mayor miseria; no tenemos un miserable pedazo de pan que llevarnos a la boca; desnudas, hambrientas; van a echarnos de la casa porque debemos tres meses. ¡Ay, hija mía de mi corazón! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

—Mamá, por Dios, no llores, ya trabajaré; no sé hacer ninguna labor, pero me pondré a servir, seré criada, y ya verás como nada nos falta nunca. Di, ¿por qué no me has enseñado a bordar, a planchar, a coser? Ves, ahora haríamos todo eso y viviríamos muy ricamente. Pero no llores, mamita, no llores; si ya verás como todo se arregla.

—¡Ah, sí, sí! Dios nunca falta a los desgraciados, y tenemos un protector, un ángel que la Virgen Santísima nos envía.

—¿Quién?

—Ramírez.

—¡Oh! ¡Qué tonto!

—No hables así de él: va a ser tu padre. Él se encarga de tu educación y de tu porvenir; quiere verte como una reina, quiere que seas la primera en todo. Te llenará de alhajas, de vestidos, de comodidades, de lujo, ¡qué sé yo!, cuanto tú le pidas. Él promete no abandonarme a mí, y me señalará una pensión. Nosotras no viviremos juntas, no es posible; tú te irás con él a Francia y al extranjero, y yo, mientras tanto, me iré al pueblo de tu tío a ver si recojo algo de lo mucho que tenía. Conque, mira, hija mía, si tenemos que agradecer a Ramírez. Sin él, ¿qué sería de nosotras? ¿No es verdad?, di. Parece que te has quedado muerta.

—Pues yo, no sé, si a ti te gusta... Pero, mira, a mí me da miedo ese señor; es muy viejo, y luego tan hinchado... Yo creí que habíamos venido a otra cosa. Bueno, yo le querré; pero le falta un diente, y para que nadie lo eche de menos, tuerce la boca y... ¡pero si tú también te reías cuando le conocimos! En fin, yo haré cuanto tú quieras; y supuesto que él es tan bueno...

—Sí, hija, ¡ay! sí, Juana, muy bueno.

—¿Pero él va a venir aquí?

—Es natural.

—¿Y yo ya me voy con él?

—Sí.

—¿Y para eso me habéis puesto tan maja? Pero no nos iremos tan pronto. Tú no te irás; todavía nos veremos muchas veces.

—¡Ay, no, no puede ser! Él tiene esa exigencia y hay que darle gusto; de modo, hija mía, que enseguida vamos a separarnos. Yo, ¿no lo he de sentir? Hija de mi corazón, Juana mía; pero no hay que apurarse; créeme que lo hago por tu bien, sí; sólo por eso. Ea, no llores; cuando vuelvas te veré; no llores, no te aflijas, tú me lo agradecerás.

—¡Mamá mía!

—Vamos, valor, dame un abrazo.

—Pero ya, ¿tan pronto?

—Sí, sí; Ramírez va a venir enseguida; hija mía, sé buena con él dale gusto en todo cuanto quiera; vamos, ten calma, abrázame Juana, abrázame.

—¡Ay, mamita mía! Yo tengo mucha pena.

—¡Niña mía!

La gruesa jamona ha oído la conversación sentada en un diván del gabinete. No debía mezclarse y no se ha mezclado. Pero es llegado el momento y debe ejercer sus funciones. Se levanta y entra resueltamente el la sala.

—Vamos, señora; ese caballero llegará enseguida. Esta señorita tiene edad para conocer su bien.

—Sí, sí, doña Venancia, no le pesará nunca; adiós, adiós, hija mía.

—Pero, ¿te vas?

—Sí; no llores.

—¡Doña Celestina! Dice la Celestina con tono de impaciencia.

—Sí, vamos; creo que me ahogo.

Juana cae en el sillón, toda consternada, incapaz para sostenerse en pie sin el auxilio de su madre.

Esta atraviesa la sala con ademán trágico, y doña Venancia la sigue con paso majestuoso. La puerta se cierra y la niña queda sola en el salón. Juana llora sin saber por qué; después piensa y va cesando su llanto, que termina después de algunos sollozos.

Allí está, casi echada en aquel sofá tan bonito. Allí está Juana, «La reinecita», como De Juanes la llamaba. Allí, exuberante de pureza y de hermosura, con sus largos cabellos negros y brillantes como hebras de seda, enlazados entre sí formando dos gruesas trenzas que parecen ansiosas de crecer un poquito para llegar al suelo; con sus grandes ojos negros, muy negros, capaces de dar valor al débil y miedo al atrevido; unos ojos que se agitan debajo de dos anchas cejas que parecen protegerlos, escondiéndose detrás de largas y finísimas pestañas, porque, valiendo tanto, no es bueno mostrarse descaradamente, y entre los dos, una nariz finísima cuyo perfil es un refinamiento de belleza en el contorno ; y luego tan coquetona, un poquito respingada para no ocultar un solo detalle de aquella boca sin igual, de labios que tienen un color rojo que sólo imitó en la naturaleza el de las delicadas hojas de algunas camelias; labios que se unen formando dos finísimos pliegues que no se verían terminar si unos hoyuelos, que hacen reír con su traviesa manera de acentuarse y desaparecer, no cambiasen de asunto nuestro asombro; y más abajo, cerrando aquel delicado óvalo del rostro, una barba redonda que sobresale tal vez demasiado y templa lo juguetón de la fisonomía, dando a ésta no sé qué raro aspecto majestuoso; y aquella orejita que se adelanta un poco, como deseando oír la primera alabanza; y todo esto formando una cabeza erguida que parece imposible de abatir ni aun por el esfuerzo de un Hércules; una cabecita cuyo defecto es ser pequeña, y lo es, acaso, porque a gusto quisiera esconderse entre aquellos anchos hombros, cuya simétrica redondez admira, de una blancura que no lograron ni la piedra ni la planta; hombros que se destacan provocativamente seguros de su fuerza y orgullosos de su importancia, porque de ellos nacen los brazos que han de defenderlos y los delicados perfiles de aquel busto de escultural perfección, que se estrecha cada vez más para hacer más provocativas las voluptuosas caderas, donde parece descansar la más noble mitad del cuerpo; elevada sobre el suelo por el ancho muslo que pretende dibujar el indiscreto ropaje y la incitante pierna que pregona un pie chiquito, que parece jugar entre las flores de la alfombra y el pliegue del vestido, creyendo que no se le podrá ver.

Allí está Juana con una blanquísima flor entre sus cabellos, y su cuello y sus hombros y sus brazos desnudos; con un vestido de larga cola de raso blanco adornado con terciopelo negro y vivos rojos, cuyo corpiño deja en descubierto su seno, que sólo oculta un peto de rizados encajes.

Allí está Juana con la cabeza apoyada entre sus bonitas manos, las nietecitas de sus hermosos hombros.

Allí, impresionándose sucesivamente y de diverso modo por un sin fin de pensamientos, por sus pocos y sencillos recuerdos.

—«¡Ese señor Ramírez! ¡Qué gestos hace! ¡Y vivir siempre con él! Pero mamá quiere. Así estaremos mejor. Ella, porque yo... ¡Hay cosa más triste! Y no ver a mamá. Sí, ha dicho que sí. Cuando volvamos de Francia. Aquello debe ser muy bonito... El señor Ramírez... ¡Qué boca tan rara! Se tiñe el pelo... ¿Qué hará conmigo? Me aburriré. Siempre sola, sin mamá. Y no veré a Carlos. Sí, porque se llama Carlos. Aquel hombre se lo dijo; desde entonces no le he vuelto a ver... Bueno, ya habrá ocasión. Y va a venir ahora el señor ese. Para esto me habrán puesto elegante. ¿Y por qué?... Decía mamá que íbamos a una fiesta muy rara... Era esto. Y va a venir. Yo sola con el. ¡Ah!, tengo miedo. Sí, sí. Aquí juntos los dos. Pero él no me hará nada. No, yo gritaré entonces. Sola... Él y yo solos... Sí, miedo... mucho miedo».

Y Juana volvía de nuevo a llorar, y sentía cómo se extinguía la actividad de su pensamiento fatigado de aquel pertinaz e inmenso trabajo de su inteligencia, y cómo su cuerpo temblaba y se encogía.

Doña Celestina acompañó a Ramírez hasta la puerta del salón; pero al llegar a este punto le cogió de un brazo y le detuvo, diciéndole en voz baja.

—Yo siento mucho... pero usted me prometió...

—¡Ah! Sí, señora; debo cumplir mi palabra.

—Juana está ahí...

—Tenga usted. Cada billete es de cuatrocientos. Puede usted contarlos.

—Más vale, porque todos nos equivocamos.

Juana oyó que abrían la puerta, enjugó sus lágrimas y se puso en pie. Ramírez entra. Está afectado; tiene el malestar característico que sentimos al cometer una mala acción: la lascivia creada por miles de voluptuosas esperanzas que nos asfixia al contemplarnos cerca de la realización de nuestro deseo; la desconfianza que produce la poca costumbre de cometer el acto que nos ocupa, y la predisposición que engendra el temperamento nervioso.

Sin embargo, Ramírez disimula admirablemente.

Su paso es lento, su ademán sencillo: comprende que ha de luchar, y quiere estar sereno. Mira a Juana con amorosa protección; se quita sus guantes sin desabrochar los botones, con un movimiento brusco, y se dirige a la niña tendiendo hacia ella amistosamente su mano derecha.

Juana traduce su mirada; contempla con emoción el cariñoso ademán de su protector, e impresionada favorablemente como todas las almas puras y generosas, se adelanta, estrecha la mano que la tienden, y cayendo de rodillas: «¡Ah! señor. Me han dicho que seréis mi segundo padre», dice a Ramírez mirándole con los ojos fijos.

—Sí, niña mía, sí; pero no llores; esto me enoja.

Juana cesa de llorar y permanece de hinojos y callada. No puede darse cuenta exacta de cuanto siente; pero las palabras que acaba de oír le han producido muy mala impresión. Debe obedecer, y esto es molesto. Luego, cuando ella esperaba consuelos, ya vienen imponiéndola un gusto, y no hay más remedio que callar. Además, aquel niña mía, esto no está bien; parecía una frase de amor. Y llamarle de tú; al fin, era su protector; pero de todos modos, ella se callaba y veía venir los sucesos.

—Vamos, levántate. Ven aquí y siéntate conmigo. Así. Ahora mírame tranquilamente. Parece que estás enojada, y eso no debe ser. ¿Quieres que yo te quiera? Contesta. Seremos buenos amigos. Vamos a ver, ¿te agrada esto?

—Yo haré lo que usted quiera.

—Bueno; pero es preciso que no te sea enojoso. Tú no debes ser mi esclava, sino mi amiga. Así, queriéndonos mucho, seremos más felices. ¿Qué te parece?

—Bien.

—Pero no estés triste. Creo que te molesto.

—¡Ah!, no, no. Usted es muy bueno.

—Lo seré todo cuanto pueda. Yo te juro que jamás te faltará nada, ni a tu madre tampoco. Pero es preciso que tú también seas buena conmigo. Y lo serás, ¿no es cierto?

—Sí, señor. Yo haré cuanto usted me mande.

—Bueno. Pues lo primero de todo es que no estés triste. Vamos. Dame tu pañuelo. Yo mismo secaré tus lágrimas.

—¡Cómo! No, señor. Ya no lloro.

—Esa, está bien. Ahora dame la mano en señal de amistad eterna. ¿No quieres?

—Sí, señor. Tenga usted.

—Perfectamente. ¿Sabes que tienes una mano muy bonita? ¡Toma!, ¿y me la quitas cuando la estoy echando piropos? Dámela otra vez.

—No, no, señor. Ya somos amigos.

—¡Hola, picarilla! ¿Y por eso no quieres? Pues vale más que riñamos, y así volveremos a hacer las paces.

—¡Bah! Ya no reñimos.

—Mejor es eso. ¿Quieres que almorcemos juntos?

—Yo, no. Ya he almorzado.

—Entonces tomarás un dulce, ¿eh?

—Tampoco, tampoco. No tengo ganas.

—Pero al menos dejarás que yo lo tome.

—Bueno, eso sí.

Ramírez se levanta. Lo necesitaba positivamente. Por otra parte, la primera dificultad se había vencido. Era preciso un momento de reposo, y al propio tiempo sus movimientos familiares habían de establecer un principio de confianza entre él y Juana. Esto ya era una base para la nueva lucha, y así todo iba bien.

Apenas tocó el botón de un timbre que se oyó a lo lejos, allá dentro, se presentó la doña Venancia con aire humilde. Indudablemente espiaba la conversación detrás de la puerta.

—¿Qué manda el señor?

—Traiga usted unos dulces y una botella de Jerez y dos copas.

—Voy enseguida.

La matrona salió, cerró tras sí la puerta y volvió a los pocos instantes trayendo entre sus manos una bandeja con cuanto se le había pedido. Durante este intervalo, Ramírez arregló el gemelo de uno de sus puños y Juana dobló su fino pañuelo muchas veces hasta hacerlo casi imperceptible.

—¿Manda usted algo más?

—No; puede usted retirarse.

Ramírez y Juana volvieron a quedarse solos.

—¿Conque no quieres un dulce?

—No, señor, no.

—¿Así te portas conmigo? Eso es un desaire, y entre buenos amigos como nosotros, no deben hacerse esas cosas.

—No; si no es desaire, pero no quiero.

—Vamos, uno sólo. Este dátil. ¿No? No te gusta, ¿eh? Bueno; esta ciruela. ¿Tampoco? ¡Oh! Las guindas, sí, sí, estás guindas. No hay más remedio. Es preciso. Yo te haré otro favor en cuanto me lo pidas. Ea, vamos allá.

—Bueno: traiga usted.

—Eso está bien. Muchas gracias. Entre buenos amigos todo debe ser común. Voy a comerme estas guindas con la mayor satisfacción del mundo.

Y están buenas, ¿no es verdad?

—Sí, sí. Están muy buenas.

—Ahora, una copita de Jerez.

—No, no.

—¡Cómo es eso! ¿No vamos a tomar cuatro gotitas entre los dos? ¿Nos animamos?

—Bueno.

—Perfectamente. Empiece usted, señorita.

—No, no, usted, usted.

—Mil gracias por la preferencia. Lo malo es que voy a beberme del todo la copa.

—Eso no importa.

—Pero sería una grosería. Beberé un poco. Así. Ahora tú. ¿Qué es eso? ¡Borrachina! Pero, ¿sabes que eres muy bonita? ¡Oh! No te incomodes. Vamos a ver. Déjame un poco de sitio donde poder sentarme. Si no hacemos las paces de una vez, vamos a estar riñendo toda la vida. ¿Por qué te enojas cuando digo que eres... pues, sí, la verdad? ¿No te has mirado nunca al espejo? ¿No has visto que eres muy hermosa? Esto os halaga a las mujeres; es natural. Y yo gozo infinitamente viendo todos tus encantos.

Ramírez se calló. Aguardaba una protesta, una contestación, algo. Al propio tiempo temía haber ido demasiado lejos.

Pero como no tenía réplica, y el silencio era contraproducente en sumo grado, prosiguió de nuevo.

—Nada me contestas, y es lógico. Tú misma debes comprender que eres muy bonita. Y comprenderás también que yo debo ser muy feliz teniéndote a mi lado. Esto es justo. ¿Te enoja que yo te encuentre hermosa? Di.

—No, señor; pero...

—Pero, ¿qué?

—No me gusta que usted me lo diga.

—Tontuela. ¿Pues de qué quieres que yo te hable, ni quién, estando a tu lado, pudiera hablarte de otra cosa?

—Sí; hábleme usted de mi mamá.

—No tengas ningún cuidado por ella.

—¿Cuándo la volveré a ver?

—Muy pronto. Mira, nosotros vamos ahora a París; estaremos allí un mes escaso, y luego nos volveremos otra vez, y no saldremos de nuevo hasta junio o julio. Durante este tiempo, tu madre vivirá con nosotros. ¿Te conviene este plan?

—Bueno; si no hay más remedio...

—¿Qué quieres tú?

—Nada, no, nada.

—Pero, ¡qué ingrata eres! Sólo me has mirado una vez, y eso casi por casualidad. Parece mentira, que teniendo unos ojos tan hermosos los ocultes tanto.

—¿Otra vez?

—Y mil más. ¿No comprendes que tu conducta es injusta, que provocas más y más mi deseo de verte y admirarte? ¿No ves que logras lo contrario de lo que quisieras?

Y Ramírez iba perdiendo toda prudencia. Su ficticia calma le abandonaba. Se amorataba su rostro; se llenaban sus ojos de sangre, hasta ponerse rojos; temblaban sus manos, dilatábanse sus narices, y tornábase espantoso, repulsivo, como aquel a quien la lujuria vuelve loco.

—Es necesario que tú me sigas; que me obedezcas, si he de ser yo tu protector y tu amigo. Es preciso que tú comprendas a qué has venido aquí.

—¡Ah!, no, no. Ya lo sé. Sí; yo lo sospechaba. ¡Madre, madre de mi corazón!

—Pues mejor si lo sabes. Es que tienes que ser mía, porque yo te quiero con toda mi alma; yo te idolatro y he de lograrte. Tú eres muy hermosa. Tú no has comprendido aún que eres capaz de producir la fiebre y la locura. Y es preciso que sepas esto. No; tú no te has visto como yo te veo, con ojos ansiosos de ver. Eres hermosa como nada en el mundo; y yo necesito refrescar en tus manos, en tu boca, en todo tu cuerpo, mis labios abrasados por la calentura. Conmigo nada jamás ha de faltarte; joyas, trajes, placeres, cuanto tú sueñes; pero has de darme lo único que te pido. ¡Oh! sí, ven, ven.

Y Ramírez rodeó con su brazo la cintura de Juana. Ésta se puso en pie rápidamente; corrió a la puerta; trató de abrirla, pero hallándola cerrada, dio en ella grandes golpes con sus pequeñas manos gritando: ¡madre, madre!

Ramírez rió como un borracho; se levantó, cogió a Juana por la cintura, la alzó en alto y casi la arrojó sobre el sofá.

Entonces hubo allí una lucha, cuerpo a cuerpo, y entre el ruido de la seda que se rasgaba, y el damasco que se rompía, y entre el crujir del sofá, los juramentos de Ramírez y los gritos de Juana que llamaba a su madre, se oían los besos que el bárbaro forzador depositaba en el cuello de la desgraciada niña, cuya boca no había logrado alcanzar el amante.

Pero en esta vergonzosa refriega, Juana dio un fuerte golpe con su codo en uno de los ojos de Ramírez; éste se levantó bruscamente.

—¡Bestia! —dijo mirando a Juana—, ahora verás—. Llegó a la puerta, gritó—: ¡Venancia! —y ésta se presentó enseguida.

—Eso.

—Tenga usted. Era un pulverizador de esencias.

La Celestina se retiró. Juana estaba erguida contemplando aquello; pero cuando menos podía sospecharlo dio en su rostro bruscamente casi todo el líquido que contenía el frasquito.

La niña vaciló, restregó sus ojos con sus manos, y por fin, perdiendo el sentido, cayó en los brazos de Ramírez.

Éste la desnudó del todo rápidamente, desgarrando los vestidos, y luego levantó del suelo aquella hermosa carga, y la colocó sobre unos de los divanes del gabinete.

Y era verdaderamente un espectáculo extraño ver aquel cuerpo inerte, cuya piel rebosaba vida realzando su blancura sobre el color cardenal del mueble que le servía de lecho, y al lado, arrastrando sus piernas por el suelo, aquel otro cuerpo vigoroso, de perfiles pronunciados, de contornos que se unían bruscamente formando ángulos casi rectilíneos.

Pero todo esto era el refinamiento del goce que se complace en esperar cuando tiene el logro a su alcance.

Aquella situación duró poco. Ramírez cargó de nuevo sobre sus hombros el cuerpo de Juana, y la echó encima de la cama.

La jamona debió oír el ruido, y entró en el gabinete con una caja de porcelana entre sus manos que entregó a Ramírez.

—¡Fuera! —dijo éste.

Después abrió la puerta, detrás de la cual aún se hallaba doña Venancia, y dijo a ésta con desmayado acento:

—Ya sabe usted; estará aquí unos ocho días, y usted se ha encargado de ponerla en la calle. Esta tarde comeremos a las seis. Avise usted un coche, porque luego iremos al teatro.

Efectivamente, el día 11 de marzo, a las primeras horas de la tarde, salía Juana vestida sencillamente, sola y a pie, por la puerta de la casa número C, de la calle del Arenal.

Su paso era firme, su mirada serena, provocativa. Bautista pasaba por allí, la ofreció su brazo y ella aceptó.

Bautista, satisfecho, miró alrededor suyo y saludó a un joven que vestía una blusa muy blanca, muy limpia.

—¿Qué le pasa a usted, niña? ¿Conoce usted a ese sujeto?

—Muy poco. Creo que se llama Carlos.

Flor de un día

—¿Quién es?

—Yo, abre.

—¿Por quién pregunta usted?

—¿Está el señor Bautista?

—Sí, señor; pase usted adelante.

—¡Ah, picarona! ¿Conque ahora echas a correr? ¡Y me has tenido en la puerta haciendo cortesías! Tú me las pagarás.

—¡Cucú! ¡Cucú!

—Sí, ¡ya te daré yo el escondite!

—¡Cucú!

—¡Oh! Ahora no te escapas. Estás detrás de esa puerta.

—¡Cucú! ¡Cucú!

—¡Ah, que me he engañado! Vuelve, vuelve a cantar. ¡Hola! Parece que no quieres.

—¡Cucú!

—¡Infeliz! Te atrapé; estás aquí entre las colgaduras de la cama.

—Ja, ja, ja, ja...

—Te ríes, ¿eh? Y ahora, ¿qué mereces?

—Ja, ja, ja...

—Vas a pedirme perdón.

—Castígame, sí, castígame.

—A darme besos, como siempre. Pues te engañas.

—No, no; anda, castígame mucho.

—Ahora voy yo a darte un millón de ellos, pero has de estarte quietecita.

—¿Del todo?

—Del todo.

—Vamos, un poquito; así.

—¿Abusas de que tengo cosquillas? Pues aguarda.

Bautista levanta en alto a Juana como si fuera un niño y la coloca cuidadosamente sobre la cama.

—Vas a arrugarme el peinador.

—Ganancia para la planchadora.

—Pues... ¡me gusta!

—Bueno; te lo quitaré.

—No, no, que voy a tener frío.

—¿En el mes de junio? Ea, fuera estorbos.

Y Juana queda sin más vestido que la camisa y una enagua.

—Y ahora, ¿qué dices?

Repite Bautista besando a su amada en la frente y los ojos.

—Que sí, que sí, que eres muy guapo, y te he visto venir por la calle y te quiero; sí, señor; te quiero muchísimo.

—¿Y por eso me hacías esperar en la escalera?

—Pero tú no te incomodas.

—¿Que no? Toma, toma.

Y Bautista besaba como un loco; pero luego su boca se unió a la de Juana; los labios de ambos se extendieron y estuvieron así en mayor contacto. Los dos amantes cerraron sus ojos.

Después, algo después, dormían ambos el tranquilo sueño del sensualismo satisfecho.

—Vidita, que es casi de noche.

—¡Ahaaaa! Toma, y es verdad. ¿Dónde está mi tabaco?

—Sí; lo primero fumar.

—Permíteme; tú has sido antes.

—Bueno; pero...

—Anda, vamos a levantarnos y a comer, que luego me voy al Circo con mi novia.

—¡Con tu novia!

—Sí, señor. Una chica hasta allí.

—¿Y será verdad?

—Y tanto.

—Bueno. Vete con quien quieras.

—Si no dices más que eso... Y tú también vendrás.

—Yo, no.

—Entonces voy a estar solo.

—Con tu novia.

—Entonces necesito llevarte a ti, porque tú eres el solo bien que yo amo.

—¡Poeta! Conque, ¿vamos al Circo esta noche? ¡Ay, qué gusto!

—Bueno; vamos a comer y enseguida nos marchamos.

—Pero si no hay comida. ¿No ves que nos hemos pasado la tarde durmiendo? ¿Quieres que haga una cena?

—No, no. ¡Vas ahora a meterte en la cocina! Nada de eso; nos iremos a la fonda. Ea, arréglate.

—¡Gracias a Dios! ¡Tanto esperar!

—Pues mira, si no he abierto antes es porque estaba haciendo otra cosa.

—Bajito, bajito; no alborotes la vecindad. Ya sólo falta que me pegues.

—Pero hombre, si es verdad. Has llamado dos veces, como si llevases un cuarto de hora aguardando en la escalera.

—¿Te parece que he aguardado poco?

—Yo no digo... pero se quemaba el aceite y era una triste gracia...

—¡Que se hubiera abrasado!

—Sí, como sobra tanto...

—Pues no sé. Ningún mes baja de treinta reales. Empezaste gastando quince. A este paso no nos dará abasto Andalucía.

—Pero considera que a ti sólo te gustan los fritos.

—Si te parece, comeremos patatas.

—No, señor; el cocido como antes.

—Cómelo tú. En fin, yo exijo lo que pago. ¿De modo que no está la comida?

—Falta un poco.

—¡Y son las seis! Cada día comemos más tarde.

—He estado planchando.

—Sí; a ti no te faltan disculpas. Bueno, me voy.

—Pero aguarda un instante. Comeremos enseguida.

—Tú eras quien debías haber aguardado.

—Si apenas falta. No te vayas. Ven, siéntate, voy a poner la mesa.

—¡Ea! Basta de pamplinas; tengo que hacer. Comeré en la fonda. ¡Ah! puedes echar el cerrojo porque no vendré esta noche. Adiós.

—Pero, oye...

—¿Qué?

—¿Te vas sin darme un beso?

—Otro día. Adiós.

Bautista baja la escalera precipitadamente. Hace algunas semanas que nadie puede resistir su mal humor.

Juana llora y llora echada en el suelo detrás de la puerta.

—¿Conque usted también conocía a Juana?

—Sí, señor; muy poco. Cuando era niña pasaba con su madre todas las mañanas por delante de la imprenta donde aún sigo trabajando. A aquella hora, yo procuraba siempre encontrarme en la puerta. Pero un día me vio un amigo en esta actitud y se bromeó conmigo tanto, que no volví a hacer tal cosa.

—¿Y sabe usted de esa chica?

—Está en el Hospital de la Princesa.

—¡Cómo! ¿En qué sala?

—En la de Santa Lucía, núm. 13.

—¿Y usted va a verla?

—Los domingos, pero ya no se acuerda de mí. Sin duda no me conoce.

—¡Es extraño! Sí, iré a verla. ¡Mozo! Cóbreme usted.

—¿Se va usted ya?

—Sí; es tarde. Adiós, Carlos.

—Servidor de usted.

El hospital

Venancia, la gordinflona, y Celestina, están sentadas en unas sillas alrededor de la estufa. Su actitud es perezosa. Duermen o meditan. La mayor parte de las camas están vacías; las inquilinas quieren celebrar el día de Reyes dando un paseo por aquella hermosa sala de Santa Lucía. Como es natural, se notan los efectos del caldo, porque este alimenta menos que el agua fría y suele ser perjudicial. Cuando la carne se ha puesto mala, se la cuece, y esta agua es el regalo de una tarde; pero aquel día era gran fiesta. La junta de Beneficencia debía ser espléndida, y las hermanas de la Caridad católica colocaban con malhumorado ademán una jícara y tres bizcochos sobre cada mesita de noche. Juana ocupaba el núm. 13; apenas vivía; con los ojos cerrados, mordiendo con sus dientes el labio inferior; el desgreñado pelo desparramado sobre la almohada y casi cubriendo una cara llena de basura, y luego su mano derecha, que asomaba por debajo del embozo como pregón del escondido cuerpo, una mano donde alguien se había complacido en amontonar huesos, con aquellos tendones rígidos, una mano asquerosa, lívida, llena de porquería y de manchas rojas, por las cuales parecía querer salir la corrompida sangre, ávida de oxígeno. Tiene su chal de moda a los pies de la cama; sobre la mesita muchas jarras y cacharros, y colgado de un hierro, a la cabecera, un pañuelo lleno de bizcochos, azúcar, turrón y un panecillo con algunas sardinas fritas. Ni duerme ni piensa; se muere, esto es todo.

Bautista entra en la sala; ha engruesado, tiene en descuido sus cabellos y su barba; su color sigue siendo pálido, parece más viejo. Se descubre antes de entrar y camina dando las buenas tardes sin saber a quién. Su paso es firme como el del soldado, pausado y metódico como el del cortesano que anda entre faldas y tapices. Llega al número 13, se acerca a la cama, se inclina, contempla de cerca a Juana, la llama por su nombre, coge la descarnada mano que parece haber estado aguardándole para ser estrechada, y Juana abre los ojos y los vuelve a cerrar; parece que todo lo había visto; quería cerciorarse, y bien; se ha cerciorado y sigue tranquila.

La vecina del doce quiere baza, y dice con voz chillona:

—¡Trece! ¡trece! Siéntese usted, caballero. ¡Rita!, trae una silla para este señor.

Rita obedece a su compañera. Bautista se sienta, vuelve a coger la mano de Juana, y la vecina sigue hablando.

—Hoy está peor. ¡Si no quiere tomar nada! La leche de esta mañana está ahí. ¿Por qué no la toma caliente? Ahí está. ¿Qué provecho le hará fría? ¡Trece!, ¡trece!

Juana abre los ojos y dice en voz baja, muy baja, casi parece que no lo dice ella:

—No me la dan.

—¿Quieres tomarla ahora? —pregunta Bautista.

—Agua, agua.

Y Juana parece que quiere gritar al decir esto. Bautista se levanta y empieza a destapar jarras.

—Ésa, ésa —dice la entrometida vecina.

Y Juana murmura:

—Levántame un poco.

Bautista coloca su ancha mano bajo el hombro de Juana.

—¡Ah! —murmura ésta— tus dedos parecen puntas.

—¡Ah! —piensa Bautista— tu cuerpo no pesa. ¿Quién te ha quitado la carne que yo besaba?

Y Juana bebe aquel pectoral cuya superficie cubre una gruesa capa de polvo.

—¿Cómo te encuentras?

—Mal, muy mal. ¡Ay!... ¡ay! Madre mía. ¡Ay, mi cuerpo... todo muerto!

—Es natural. Estarás rendida. Tú no te apures por eso. Llevas mes y medio en la cama.

—¡Ah!, no... no. Estoy muy mala, muy mala.

—No te apenes tú.

—¡Trece! No se apure usted.

Bautista vuelve la cabeza. ¿Quién se mete en sus negocios? Y es bien fea la bachillera, con aquella cara hinchada llena de trozos sin piel y de polvos blancos.

Y luego hay un rato de silencio. Solamente Venancia y Celestina no paran en su conversación. Las dos han conocido a Bautista y hay tema largo.

—¿Lo ves como era Juana? Si cuando yo te dije...

—Pues hija, que no hay quien la conozca.

—Quien mucho aprieta... Ea, pues, ya ves; y él no sé cómo tiene vergüenza... Por supuesto que todos son lo mismo.

—Pero, chica, está muy viejo.

—Pues no será la pena. Alguna que le sacará los cuartos.

—Bueno es él.

—No digas.

Rita se acerca a ellas.

—¿Tenéis pan?

—No. ¿Por qué?

—Pues que me ha traído mi comadre unas fritadas de bacalao...

—Escucha, el ocho debe tener.

—¿Cómo se llama?

—Leocadia, o no sé.

—Sí. Leocadia.

—¡Leocadia! ¿Tiene usted apaño para un besugo?

—No, señora.

—¿Qué quiere usted? —dice la del doce—. Venga usted y se lo daré.

—A mí me lo darás porque ya no encuentras quien te lo tome.

—¡Ay!, hija, no tanto, no tanto.

Y Rita se acerca a la cama de su amiga y ambas meriendan tranquilamente.

Entre tanto, Juana ha tosido y Bautista le ha acercado la escupidera llena de la más asquerosa de las inmundicias, donde la terrible enfermedad ha puesto su sello en largas mucosidades rojas que se retuercen como si trataran de formar nuevos bronquios y nuevas vesículas.

Juana escupe y Bautista siente llegar las náuseas a su boca y las lágrimas a sus ojos.

—¿Cómo te encuentra el médico?

—No sé; no dice nada; ¡agua!

Juana vuelve a beber y se recuesta sobre las almohadas que arregla su ex amante.

—Te he traído unos bizcochos, como los que tú quieres. No los he encontrado en todo Madrid. He tenido que encargarlos. Míralos.

—¡Bah, bah!, ésos no me gustan... Pero, hombre, nunca has de acertar... ¡Bah! Yo no los quiero.

—Pues... no acierto. Dime cómo han de ser.

—No, no. Si no los vas a buscar.

—Pero, vidita. ¿Eso crees? ¿Dónde los has comprado tú?

—En la calle... de Santiago.

—Bueno, pues yo los pediré allí.

—¡Ay! ¡Ay!, mi cuerpo.

—¿Quieres que te incorpore?

—No, no; agua... agua.

Juana bebe un pequeño sorbo, luego moja un bizcocho en el pectoral, luego otro y otro, y así unos cuantos; por fin, entrega la jarra a Bautista y se deja caer sobre las almohadas.

—Conque, di, en la calle de Santiago, ¿en qué número?

—¡Ay! Lo he dicho muchas veces.

—La calle de Santiago es donde está la Diputación provincial. Bueno, mirando al edificio, ¿a mano izquierda?

—Sí... frente San Miguel.

—¡Ah!, está al extremo.

—Sí... una confitería.

—Bueno, pues el domingo te los traeré. Tú no te apures por nada.

—¡Ay!, sí... sí... No puedo moverme.

—¿Y para qué quieres moverte?

—No puedo hacer nada.

—¿Qué quieres hacer?

—Nada... no... nada...

Vuelven a quedar en silencio. Juana cierra los ojos. Bautista la mira fijamente.

Rita y su amiga concluyen de merendar. Un gato negro con manchas blancas se encarga de los restos del festín. La del nueve llora dolorosamente; la del siete ronca con estrépito como un aldeano, y la del ocho no dice nada; con sus ojos abiertos desmesuradamente contempla el banquete del gato con miradas de rabiosa envidia. Un practicante entra en la sala con su gorra puesta, su larga blusa y su cara de bebedor de alcohol. Deja dormir al siete tranquilamente, da al ocho una cucharada de un licor amarillento, no interrumpe los sollozos del nueve, se olvida del doce, da a Juana dos píldoras blanquizcas y se marcha a la galería tranquilo en el desempeño de su cargo.

Juana vuelve a pedir agua y bebe de nuevo.

—Hoy te encuentro mejor.

—No, no, estoy muy mal... No puedo con mi cuerpo.

—¿Quieres que te incorpore?

—No, no... no es eso.

—¿Qué quieres?

—He pedido un orinal; no me lo dan... No puedo... bajarme.

—Pues...

—¡Ah! ¡No!, no... no quiero.

—Es necesario que tengas un poco de paciencia. Tú ponte buena que es lo que interesa, y luego ya veremos.

—No, no... Yo quiero morirme.

—Pero, criatura, eso es lo último. Nada, haz lo que yo te digo. Cuídate.

—Aquí... no. Aquí... no. Me muero aquí.

—No digas tonterías. Lo que importa es vivir.

—¡Ay! ¡Ay!

Juana coloca su pierna izquierda casi al borde de la cama. Bautista retira su brazo.

—¿Qué quieres?

—Nada, perdona, pero no puedo más. Perdona.

—No te apures. No te apures.

—Retírate.

—No importa.

Bautista retira su silla. Juana muerde a intervalos su labio inferior y cierra los ojos. Bautista la mira con los suyos espantosamente abiertos en cuanto lo permiten sus lágrimas. Un olor asqueroso se va esparciendo en el espacio que rodea la cama. Bautista echa atrás su cabeza y retira el pie.

Juana empieza a llorar.

—¡Ay! ¡Ay!, madre mía... Madre... de mi corazón. Si no puedo. ¡Ay! Tengo todo mi cuerpo... escocido. ¡Ah! Yo me muero. Yo aquí me muero.

—Ten paciencia, no te apures.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Yo me quiero morir.

—Vamos, ten calma. Ves, eso te hace mucho daño.

—¡Ay! ¡Ay!

Una hermana llega con una gran cafetera llena de chocolate.

—¿Quiere Usted?

—No, señora —dice Juana.

—Querría que la limpiasen.

—Pues ya ve usted, tres sábanas tiene puestas.

—No me puedo... mover.

—Pues hija, ya ve usted, yo no la puedo dar a usted movimiento. Bueno, ahora vendré.

Y la hermana se aleja murmurando: «Es la cuarta».

Juana cesa de llorar; sus labios se pliegan modulando una sonrisa, y dice:

—¡Chocolate!

Bautista se ríe, pero aquello es insoportable; el olor cada vez se hace más intenso. Comprende que podrá resistir su emoción, pero no las arcadas que se halla próximo a dar. Su cabeza no está segura, pero no sabe qué hacer. Así permanece un instante. Juana llora silenciosamente. La vecina del doce se ha vuelto de espaldas y ha escondido su hinchado rostro entre las sábanas. Por fin, la hermana vuelve con una sábana. Bautista aprovecha la ocasión.

—Adiós, vidita, vienen a mudarte. El domingo te traeré los bizcochos.

Bautista se va. Celestina le señala con el dedo. Venancia hace un gesto indecente, y allá en el suelo, junto a la cama de Juana, donde estaba el pie de Bautista, hay un bizcocho partido en dos pedazos, y la enferma que envidiaba al gato, mira el bollo con ojos que dan miedo.

Bautista halla en la galería al practicante de la sala.

—¿Cómo encuentra usted esa enferma?

—Mal. No hay más remedio. Pero ayer, entre un cura y dos señoras, que no vienen nada más que a molestar a los enfermos y a acortar las raciones siempre que hay junta, pues, sí, la hicieron confesarse y la dieron el Viático, y el cura la dijo que de ayer no salía.

—¡Bárbaro!

—¡Qué se le ha de hacer!

—Ea, que usted siga bueno.

—Gracias, igualmente. Beso a usted su mano.

—Servidor.

Bautista sale pensando en los abusos de los católicos; luego recuerda el estado de Juana, y luego se fija en la ridícula fuente de la calle Ancha, y vuelve a pensar en Juana, y después acompaña tarareando los valses que toca un organillo frente a la Escuela Normal, y se sube en el tranvía y torna a pensar en Juana, y por fin llega al café, donde le ofrecen presentarle aquella misma noche en una reunión de gente cursi.

Eran las cuatro de la mañana; Bautista se acostaba casi borracho. Al sentir el frío de la cama recordó a Juana y luego se durmió.

A la mañana siguiente, poco antes de la visita, recorría un practicante las camas de la sala de Santa Lucía; llegó al número trece, miró a la enfermera, y luego corrió las cortinas del lecho con indiferencia.

—Calle —dijo el número doce—. Mi vecina se ha muerto.

—¿Quién? —preguntó la Rita.

—El trece.

Todas siguieron tan tranquilas. El bizcocho había desaparecido. El número ocho estaba de gravedad.

El entierro

Now pile your dust upon the quiek and dead,
Till of this a mountain yon have made
To o'ertop old Pelion, or the skyish head
Of blue Olimpus
...............
Make Ossa like a wart.

Shakespeare


Querido amigo mío: Tú solamente puedes comprenderme. Juana ha muerto, sí, ha muerto y la tierra acaba de cubrir, tal vez para siempre, su cadáver. Yo no puedo definirte lo que mi alma siente; no sé si hay palabras que lo expresen; pero necesito llorar y contártelo todo, y ya verás, no olvidaré ni un detalle, ¿cómo no? Si el recuerdo de cada uno hiere pertinazmente mi imaginación, y me hace llorar mucho, muchísimo, porque yo no creí que pudiera llorar tanto.

Mira, ayer estuve en el hospital. Bueno; debo advertirte que Ramírez, durante la enfermedad de Juana, ha permanecido en su cruel olvido; pues ahora, de la noche a la mañana, sale pregonando caridad y amor al prójimo, de modo que aunque yo había advertido al administrador que me avisase inmediatamente que ocurriera una desgracia, no lo ha hecho sin duda porque se lo advirtió el Ramírez. Si así se hace en todo, va a resultar, que llevándose el clero y la aristocracia todo cuanto ganamos, aún nos van a impedir que ejerzamos la caridad que nos permite nuestra miseria; y tanto van a minar los siervos del Papa, que llegarán a demostrar con los hechos, que sólo son buenos los curas y las marquesas.

Y ya verás para qué.

De modo que estaba en el café, y el viejo Pedro vino a decirme que Juana había muerto a las cuatro de la madrugada, que él lo sabía por la señora Celestina, que Ramírez se encargaba del entierro, que sería al día siguiente por la mañana, después de la misa, a las nueve; que todo el mundo preguntaba por las ropas y alhajas de la difunta, y parece ser que había propósito de ajustarme estrechas cuentas.

Todo esto me lo dijo sin precipitación, con una calma que hacía llegar las palabras a mi corazón sin perder de ellas la menor idea. El pobre viejo lloraba, y yo enjugué una lágrima que no me dejaba verlo bien.

Pasé la noche como comprenderás; yo dudaba, sí, ¿por qué he de negarlo? Casi tenía la seguridad de que me habían engañado. Porque, ¿cómo había yo de creer que aquella mujercita que tanto quería yo, con aquella carita cuya risueña expresión esparcía no sé qué grata alegría en mi alma, aquella vidita mía, como yo la llamaba, había de morirse? Pues bien; me moriría yo, y esto no podía ser. Y revolviendo en mi memoria recuerdos cuya existencia me asombraba, y llorando a veces y otras levantando mi abatida cabeza y sonriendo lleno de alegres esperanzas pasé aquella noche, y al comenzar el alba me puse en pie. Me lavé y me vestí de luto, de luto riguroso, sí, quería extender mi pesar hasta a mis menores acciones; quería mostrar mi pena al mundo, siquiera para que respetase mi dolor. Porque éste era mío, brotaba de mi alma y le amaba como amamos todo cuanto de nosotros nace, y era mi lujo, el hermoso hábito que yo vestía para diferenciarme de las bestias. Era que yo sentía y deseaba sentir, porque sintiendo me veía muy hermoso.

Dieron las nueve y llegué al hospital; me acompañaba Pepe, mi buen amigo Pepe. ¡Oh! Bendito sea; Dios siembre de flores el resto de su camino; Dios le dé ocasiones de hacer el bien, porque es el placer mayor del buen Pepe, de ese oscuro cajista que así predica la religión de Cristo sin que le valga dinero. También iba a mi lado el pobre Pedro, y juntos entramos en aquel portal y en el zaguán aquel donde nace la ancha escalera y que llenaban unas cuantas infelices mujeres, tal vez aguardando el resultado de la visita, y cruzaban constantemente hermanas de la Caridad católica con su rostro impasible, un trozo de carne pálida con los ojos que miran al suelo. Allí vi al administrador y le recordé su olvido; se excusó, es natural, yo hubiera hecho lo mismo, se entiende, si hubiera faltado.

Allí estaban la señora Celestina y Carlos con su blusa vieja, pero muy limpia.

Carlos me saludó, parecía triste; la señora Celestina me miraba con ojos de curiosidad; la expresión de su semblante era extraña; yo creo que estaba confeccionando un chisme; tenía los ojos encarnados; pero vi que su pañuelo era de algodón, y esto me lo explicó todo.

Así estuvimos un rato; yo miraba por las ventanas de la galería baja la puerta de la sala de Santa Lucía, donde Juana había muerto, y recordaba bruscamente infinidad de hechos, sin ilación alguna entre sí, y de este modo ni notaba apenas que cada vez lloraba más y que una extraña angustia iba, poco a poco, impidiéndome respirar a mis anchas.

Mientras tanto, oía los consejos de Pepe, que me exhortaba a tener paciencia, los juramentos de Pedro, los suspiros de Carlos y los gruñidos de la murmuradora Celestina que decía entre dientes, deseando, con el miedo insolente de los niños díscolos, que yo la oyera frases como estas: «Pobrecita, Dios, nuestro Señor, la recoja. ¡Pobre Juana! Claro, no han avisado a los amigos. ¡Dios le dé su gloria! ¿Quién lo iba a saber, si no han dicho nada? ¡Ay, Dios mío! ¡Pobrecita!». Y otras parecidas que me llenaban de cólera, porque todo lo hipócrita me es adverso.

Por fin, un chicuelo de ésos de cara enfermiza que ayudan a los curas a sus funciones, vino a decirnos que podíamos pasar a la capilla. Él nos guió, subimos la escalera y seguimos la galería, y rocé la puerta de aquella sala donde mi Juana había muerto. Y bien, decía yo, tal vez esté ahí; pero no, no es posible, esto no puede ser una farsa. Conque es decir... Y al pensar esto se me oprimía el pecho, me faltaba el aliento y sólo evitaba esta opresión sollozando penosamente.

Llegamos a la capilla, me arrodillé y recé repetidas veces sin descanso el Padre Nuestro; es la única oración que recuerdo aún; mis labios oraban, pero mi imaginación, como rodillo infatigable que muele sin cesar, iba recogiendo con pasmosa rapidez montones y montones de ideas que estrujaba como con hercúlea mano de hierro, hasta arrancar de ellas su esencia, dolorosamente triste y fúnebre, y lanzando con desprecio, lejos de sí, el detalle inútil, la forma material de la expresión, la cáscara del fruto.

Y así continuaba mis cavilaciones de la galería entre el bárbaro estruendo de aquellas voces ebrias, de curas y acólitos que, sin armonía alguna, gritan ruidosamente un requiem, a veces pavoroso, a veces estúpido.

«¡Ah! —pensaba yo—, ¿y esto es por ti, vida mía? Si hay un Dios inmaterial, si hay una vida que empieza donde la materia acaba; si ese ser extraño te ha de guiar por ella y en su designio están tu placer y tu desdicha, ¿podrán serle más gratos, para alcanzar su misericordia, los bárbaros cantos de éstos que comen hoy con tu muerte, que estas lágrimas mías que brotan espontáneamente de mi corazón y corren por mis mejillas, porque mueres a los veinticuatro años, ávida de placeres y pletórica de ilusiones, y me dejas incapaz de toda alegría, sin esperanza alguna, muerto como tú y sin poder descansar?

»¡Cómo no había yo de creer que asistiría a tu entierro, si tal pluguiera a Dios, con los cabellos blancos, y la cabeza abatida, y las piernas temblorosas, y las manos descarnadas! ¡Oh!, fuera esto más grato; tú serías una anciana; nuestra separación momentánea casi, y el recuerdo de tantos placeres gozados, equilibraría o atenuaría en gran parte el dolor de mi breve soledad y de tu ausencia». Y yo lloraba con secreto fervor, pues me complacía en ello.

Acabó la misa; todos nos pusimos en pie, salimos a la galería y bajamos al zaguán. Allí se nos dijo que sería a las dos, y a hombros, la conducción del cadáver al cementerio general del Sur. Apenas me dejaron tiempo de pensar la noticia. La señora Celestina me preguntó si deseaba yo pagar el entierro. Me negué resueltamente. ¡Cómo pagar yo tal cosa, y que no fuera mío el cadáver y su caja y su sepultura! Esto parecía una broma pesada; pero la señora Celestina no desistió; deseaba saber cuántas misas le iba a decir. Y bien; tampoco le diría misas. Juana no era católica. Si la habían confesado, eso no importa. Es más fácil que se equivoque un momento el que está enfermo, incapacitado hasta para hablar bien, y entregado a manos ajenas, que no equivocarse años seguidos, siendo libre para pensar holgadamente. Yo tampoco era católico, y no estaba bien hacer tales tonterías.

La señora Celestina quedó contrariada.

Era de presumir. Carlos no decía nada. Me miraba con ojos tristes. Prometimos vernos a la hora del entierro, y yo salí del hospital con el buen Pepe y el viejo Pedro.

Eran las dos y media: yo aguardaba el momento de partir, sentado en un banco que hay en la casilla de los enterradores. Hacía muy mala tarde; caía a intervalos una lluvia fina; el suelo estaba lleno de un fango blanquizco y pegajoso semejante a cemento batido; los desnudos arbolillos de aquel simulado jardín parecían temblar de frío a impulsos del viento, y las cenicientas nubes daban a la luz del oculto sol un color pálido que se reflejaba en los objetos dándoles un aspecto que a mí me parecía muy triste, porque de tal modo se destacaban bruscamente aristas y perfiles, y aquello semejaba la vida llena de frescura y lozanía, bella y hermosa, pero inmóvil, rígida, contemplando con silencioso dolor los banquetes de la muerte.

Lloraba, porque ya no sé hacer otra cosa sino llorar. Allí, al lado, bien cerca, estaría ella; tal vez oiría mis sollozos, sí: como en otro tiempo adivinaría mi presencia y sonreiría con su diminuta boca, viendo que yo la que ría tanto y no la abandonaba e iba allí a darla un beso que yo ya saboreaba entre mis labios: un beso que para ella enviaba mi corazón.

¡Allí, tan cerca de mí! Y bien; como otras veces, yo la llamaba, y ella me contestaba enseguida con su alegre voz, y luego me hacía esperar la muy pícara, y yo me impacientaba y ella me veía hacer visajes escondida detrás de una cortina. Ahora sería lo mismo pero, ¡ah!, no; estaba allí, sí, pero muerta. ¡Dios mío! ¡Muerta! ¡Ay!, esto era horroroso, y yo lloraba amargamente. Es natural.

Luego llegaron unos hombres; venían a un entierro; yo no los conocía. ¿Por qué querían acompañar a Juana?

Pronto salí de mi error; había dos muertos; el uno era Juana, mi Juana, la vidita de mi alma; el otro era un hombre.

Los dos estaban allí, encerrados en una pieza inmediata; los dos estarían en sus cajas; el hombre, sabe Dios cómo; algún ganapán asqueroso, lleno de porquería, verdusco, igual que todos los muertos, ¡ah!, pero mi cariñito no; estaría con su carita zalamera como cuando me decía: «Deja que me eche en tu hombro; verás, enseguidita me duermo. ¡Ay!, ¡qué susto!». Ya lo creo; si yo estuviera en aquel cuarto, sostendría su cabeza con mis manos, y así ella descansaría mejor. Pero a mí ni me dejaban, en tanto que aquel otro... ¡Ah! Si fuera posible cambiar... y, ¿por qué no? Todos aman la vida, y él querría aceptar. Pero, no; ¡locura! Estaba visto. Los muertos tenían algunos privilegios que los vivos no pueden alcanzar. Y a mí me enojaba la idea de que aquel hombre estaba allí encerrado con Juana, mientras yo, que era el cariño de ésta, estaba fuera llorando como un niño que busca a su madre.

Por fin, llegó Carlos, y poco después sacaron al hombre y se lo llevaron. ¡Vaya bendito de Dios!... Ahora estará sola. ¡Oh!, ¡quién pudiera entrar! Le diría tantas cosas, la daría tantos besos... ¡Locura!, ¡locura! Era preciso resignarse. Aguardamos un rato; no venía nadie. La señora Celestina no quería mojarse. ¡Ramírez!, ¡oh!, ¡Ramírez! ¡Ah!, hubiera dado la mitad de mi fortuna por poderla enterrar. ¡Qué digo!, mi fortuna entera. Yo todo lo tenía pensado. Me había decidido. Con todos mis ahorros bastaba, y si no pediría prestado. Hubiera ido a un sarcófago en la Sacramental de San Martín; allí, ella solita. Yo iría todos los días, y la llevaría flores, que a ella le gustaban mucho, y echaríamos grandes párrafos. Le contaría cuanto hiciera; mis proyectos, mis dolores, todo... Es claro; ella no me contestaría nada, pero yo le hablaría, y esto es algo.

—¿Qué hacemos? —me dijo Carlos.

—No sé; lo que usted quiera.

—Ya nadie viene; es inútil esperar.

—Entonces, si a usted le parece, avisaremos.

—Bueno, sí.

Y avisamos, y yo dije una cosa, y un sepulturero la oyó, y se avino a complacerme.

Quería un rizo de aquel negro pelo con que yo jugaba cuando se peinaba Juana, haciéndola desesperarse. ¡Pobrecilla! No sería tanto. Siempre venía a peinarse donde yo estaba.

Le di un sobre al sepulturero y él me lo trajo lleno de pelo, ¡oh! sí, de pelo, de unas hebras negras que yo conservaré siempre, porque es lo único que me queda de aquel cuerpo que fue mío, con el que yo trabajaba y dormía; el cuerpo que me dio un placer voluptuoso que no me dará el de ninguna mujer; el cuerpo al que yo me estrechaba con todas mis fuerzas pidiéndole calor para mis miembros ateridos, y valor y consuelo para mi alma cuando la desgracia trataba de abatirme.

Y nada de esto me faltó nunca, y ahora sólo me quedan aquellas negras hebras, aquel rizo de pelo.

Voy a seguir. ¡Ay, madre mía! Poco después, por la puerta de aquel cuarto, sacaban una caja pintada de negro con unas cintas blancas. ¿Conque es decir que allí estaba mi vidita, mi cielo, como yo la llamaba; allí, allí y alguien, que no era yo, la movía así como fardo de algo que se vende o se cambia? Bueno; allí estaría, ¿pero cómo?... ¡Ah!, dejaron la caja sobre los ladrillos de una canaliza de riego, y uno cogió un papel que estaba entre las cintas, ¡ah! sí, sería el rótulo, el marchamo, la etiqueta, el talón, ¡quién sabe! Detalles horribles del hospital y el cementerio católicos.

Luego... sí... sí, te lo diré; pero déjame que llore, porque luego... Abrieron la caja. No, no; no es mi Juana, no. ¡Ah! sí... ¡pero no es posible! Si ahí no hay más que huesos. ¡Y ese hábito mezquino y grotesco, y ahí tirada sin nada que sostenga su cabeza!... ¡Ah! esa cabeza, esa cabeza es la que pensaba en mí. ¡Y mírala, ahí metida en esa capucha! Esos ojos, ¿dónde miran? No es a mí. Si no ven, ¿por qué los tiene? Ahí, a medio cerrar y el izquierdo con la pupila casi oculta, y ese labio superior sin carne, tan levantado, dejando ver unos dientes blancos que horrorizan; ese labio, tan unido a la dentadura, y esas mejillas hundidas, y esa mandíbula caída del todo, ¡oh!, si eso es una calavera. Pero esos ojos, ¿qué hacen ahí tan quietos?, y esa oreja tan verde que es sólo un trozo de cartílago...

Pero ese pecho, ¿qué han puesto ahí?... ¿Qué pecho es ese tan puntiagudo? ¡Y luego, esas piernas se señalan horriblemente! ¡Ahí sólo hay huesos! ¡Si se notan hasta los detalles de su forma! ¡Y esos pies envueltos en dos paños, esos piececitos que yo besaba, tan blancos, tan bonitos, que tenían un dedito que se empingorotaba sobre su inmediato compañero, y yo le regañaba, y luego Juana y yo reíamos y nos besábamos! ¡Y esas manos, medio es tiradas, lívidas, como recuerdo de cera que se coloca en un altar! ¡Oh! no, no; eso no es Juana, no; no es mi Juana. Esto es el cadáver de la mujer que idolatra mi corazón...

Y caí de rodillas, y besé aquella mano, y me levanté sollozando, y dejé que mis lágrimas corrieran, porque el contenerlas me era imposible. Luego los sepultureros hablaron de sus asuntos. Uno se quejaba de dolores en el hombro izquierdo y exigía el sitio de otro.

Quien juraba porque las cintas de su almohadilla estaban rotas, y quien renegaba del viento que no le dejaba encender su cigarro.

Dijeron claramente que no tenían esperanzas de recoger propina, y se dolieron de no haber ido en el entierro anterior.

Por fin, cargaron con la caja. Carlos y yo los seguimos. Yo iba llorando, y pensaba: «¡Ahí dentro está Juana; tal vez vuelva de cuando en cuando la cabeza para ver si la sigo! ¡Oh!, ¡ya lo creo!, ¿no había de seguirla?».

Así marchamos; mis lágrimas habían empapado el embozo de mi capa y ya corrían a lo largo de mi pecho.

En la calle Ancha, frente a la puerta de una prendería, estaba colocado un armario; fue preciso pasar por no pisar el enlodado arroyo, entre el mueble y la pared; los sepultureros lo lograron, y yo, detrás de ellos pasé perfectamente; lo mismo ocurrió otras veces con los grupos que estorbaban el paso en las aceras, y yo pensé: «Es natural, por donde pasa un muerto bien puede pasar un vivo; por eso paso yo, si no no pasaría». Y, ¿quién no deja camino franco a la muerte y no se alegra al verla alejarse?

¿Y el vulgo? ¡Qué dicharachos! ¡Qué estupideces de pueblo degradado! «Bien vas sola». «Muchos años nos esperes por allá». «Es soltera». «Pues hoy ya he visto dos». «Pues señor, me caso». Y cosas parecidas. Algunos se quitaban el sombrero; por lo regular eran ancianos que iban comprendiendo que no son sólo palabras, «el dolor, el luto, la tristeza, la orfandad, la viudez y el cadáver y la fosa».

Y anduvimos mucho, mucho, porque hasta los muertos tienen que caminar bastante para descansar de una vez.

Por fin llegamos al cementerio. Atravesamos dos patios y llegamos a un tercero; estaba cubierto de montones de tierra convertida en lodo por la lluvia; había una gran zanja dividida en estrechas fosas por unos delgados tabiques de tierra y ladrillo. Una de aquéllas estaba casi completamente llena; por debajo del lodo asomaba la esquina de una caja que tenía cinta amarilla. Un enterrador propuso a otro que allí se podía enterrar a un niño, y así lo acordaron. Abrieron la caja para echar la cal dentro. Otra vez volví a ver a Juana; el sepulturero pidió un pañuelo, y yo le di el mío; estaba empapado de mis lágrimas. Ésta fue mi última ofrenda de amor.

Mientras tanto hacían igual operación con el cadáver de un hombre. ¿Es decir, que éste iba a dormir sobre mi Juana el sueño eterno? Y las ideas que tuve en el depósito volvieron a preocuparme.

Engancharon unas cuerdas con garfios en las asas de la caja, y cada sepulturero se puso a un lado del hoyo aquel.

«Tú sabrás qué se dice —vociferó un enterrador—; yo es la primera vez que hago esto». Pero su compañero permaneció callado, y entre los dos colocaron a Juana en el fondo de aquel abismo donde enterramos los vivos la única verdad que conocemos.

Luego empezaron a arrojar espuertas de tierras sobre la caja, y yo ya no pude ver esto. Los terrones producían un ruido extraño, un estrépito de algo animado y poderoso que se desmorona y hunde y va a chocar en el vacío haciendo retemblar aquello que lo encierra.

Allí caía el lodo sobre la cabeza de mi Juana; aquél era el último sonido que podía percibir, y yo me retiré porque creí que me maldeciría en aquellos instantes viendo que de tal modo la abandonaba.

Entonces recordé dos cosas. Las frases de Hamlet en el entierro de Ofelia, y la teoría que supone más vida al sistema nervioso que al resto de los sistemas del organismo humano.

Dejé a Carlos, y salí del cementerio hecho un ser estúpido; la lluvia me hacía entrar aprisa. En uno de los ensanches del puente de Toledo había una vieja pidiendo limosna. Quise ser caritativo; saqué una moneda de cobre, miré a la anciana, era la célebre Paulina. Vea usted, dije yo, también ésta es mujer de historia. Emparentada con familias poderosas, después de haber lucido lujosos trenes a expensas de sus amantes, célebre por tan deshonrosos motivos, hoy se arrastra por el fango pidiendo una limosna. Es digna de compasión. Di una moneda a la anciana y la encargué rezase por un ángel que acababa de ser enterrado. Seguí andando, me detuve porque vi murmurar a la vieja, y oí que decía:

—¡Un ángel! ¡Un demonio! ¡Dos reales! ¡Vaya una...!

—Ahora me pareces aún más desgraciada —pensé yo.

He terminado esta carta a todo escape.

Escríbeme; contéstame, por Dios; vuélveme al escepticismo y a la indiferencia, o si no, dentro de poco, tendrás que acompañar mi cadáver al cementerio. ¡Oh, que me echen la tierra despacito, muy despacito!

Adiós, adiós.— Bautista.

UN AÑO DESPUÉS

Querido amigo Bautista: Apruebo tu determinación. No hay peor cosa que andar entre mujerzuelas. Indudablemente te felicito.

Agradezco tu invitación y llegaré a esa el próximo lunes, con objeto de asistir a tu boda.

Haz presente mis respetos a tu futura esposa y su apreciable familia, y recibe con ésta un cariñoso abrazo de tu buen amigo C.

Postdata.— No te asuste el dote. Por mucho trigo nunca es mal año. Ya hablaremos de esto.

Paz a los muertos

Y así, cuando la imaginación entristecía los encantos de la silenciosa noche, los ojos secos de Bautista, enrojecidos por esa irritación inevitable que produce el insomnio, se fijaban con tenacidad asombrosa en la luz de una blanca bujía, que era su compañera en todas las veladas. Entre la bujía y él estaba el retrato de Juana. ¡Pobre Juana!, siempre entre sombras y luces. Por ella estaban frente a frente aquella hija de la luz y aquel hijo de la oscuridad.

La hechura del hombre alumbrando a su padre y asustándose al verse. El hombre lleno de temor ante su hechura, creyéndola superior a sí mismo. Y Juana, entre ambos, siendo el motivo para que sirvan juntos y se contemplen necesarios.

Después los pensamientos se amontonan, acuden de todas las partes millares de ideas; cada instante de la vida hecha da un recuerdo del pasado y una enseñanza o una ilusión para el porvenir. Hay que medirlo todo. Hay que analizar todo; ideas, pensamientos, conceptos, enseñanzas, ilusiones y desengaños, y disecar hasta encontrar la última célula del por qué, sumar y restar fechas hasta encontrar el cuándo y desesperar y volver de nuevo a tal faena para dejarlo otra vez, seguir más tarde y levantar por último la cabeza, y en ese movimiento rueda una lágrima salada desde los ojos a la boca y una maldición horrible desde la boca hasta el cielo.

Dichosos
los que podéis llorar.

—Esto es hecho; esta mujer es mía, mía, porque no fue mío su cuerpo, ni su alma, ni me enriquecí con el primero ni comercié con el segundo, ni nada de eso codicié ni lo aprecié para mí cuando lo tuve, sino algo que hizo solidarias estas dos naturalezas: el soplo de Dios que dio vida a Adán. Quitadme mi cuerpo, quitadme mi alma y no seréis mis dueños, porque mi amo será aquél a quien de buen grado sirviere. Esta mujer es mía. ¿Qué me queda? Algunos huesos, tal vez nada. Me atormenta la idea. Desde su caja habrá oído las lluvias y los vientos del invierno. Las primeras habrán humedecido las tablas de su lecho, y la madera habrá oprimido aquel cuerpo que estrecharon mis brazos. Los segundos la secarían después, y nuevamente quedaría holgada la pobre Juana. Pero la madera llegaría al fin a destruirse, desaparecerían los empalmes, se llenarían de grietas los tableros, se harían polvo, y bien, el polvo desaparecería también. ¿Qué me queda? Una calavera, dos tibias, un tórax, etc., etc.

Pulvis eris!

¡Hermosa herencia! Para recoger esto la enterró Ramírez, robándomela a mí. A veces se equivocan los aristócratas y los ladrones.

Pero ésos son huesos de mis huesos, y con los míos deben vivir.

A mí me robaron el hueso y la carne. Los gusanos y yo nos encargaremos de rescatar ambas cosas. Ellos la segunda y yo el primero. Somos amigos; cada uno hace su oficio.

¡Maldita vela!

Los ojos de Bautista quedaron fijos en el pabilo rojo que poco a poco se iba apagando; cuando se extinguió aquella ascua por completo, la mirada de Bautista se dirigió a todas partes buscando un objeto de atracción. Oscuridad completa.

... Yo la robé el banquete de la vida. Yo la robaré el banquete de la muerte.

—Hay que decírselo a Antonio.

—Chico, yo no veo malicia en eso.

—Chavo. ¿Conque no hay malicia en que una mujer casada se vea por el día y por la noche y en sitios extraviados con un señorito?

—La mujer de Antonio es muy fea.

—De gustos no hay nada escrito.

—Ya sabrá él lo que se hace.

—Pero, ¿qué va a saber un hombre que está todo el día recibiendo muertos en el cementerio, y que cuando llega la noche se echa a dormir rendido de la tarea?

—En fin, tú verás.

—Hay que decírselo con modo.

—De manera que...

—Esta noche quedará la verja abierta. Yo le acompañaré a usted hasta la sepultura, y allí tendrá usted una azada.

—Su esposo de usted, ¿no pondrá obstáculo?

—No sabe nada. Después se enterará cuando le dé el dinero. Él tapará la cosa. Pero una vez que se metió en un lío de éstos, salió mal; por eso no he querido decirle nada.

—A las diez.

—Sí, señor; a las diez.

—Por supuesto, que no harás ninguna tontería, ¿eh?

—Ya sé yo lo que tengo que hacer.

—Tú debes pensarlo.

—A callar; si eres amigo...

—Por mí...


¡Dios mío! ¡Qué solos se quedan los muertos!


La oscuridad convida a cerrar los ojos. Apenas puede andarse por el andén de la carretera; aquel camino, que devora un individuo de cada uno de los grupos que le recorren; aquel camino que conduce a los almacenes del pasado; aquel camino donde se toman los primeros antecedentes de las herencias y se cuentan los chistes del difunto; donde se proyecta la comida de la vuelta, por donde caminan muchos con indiferencia, sin pensar que por él irán algún día con los ojos inmóviles y luego ya no volverán; por donde iba Bautista con el corazón temeroso, las manos adelantadas y los pies vacilantes, atravesando ese medio impalpable que se llama oscuridad. De improviso vio algo delante de él; se detuvo, abrió lo ojos cuanto lo permitieron sus párpados, y empezó a buscar contornos; una masa negra y alta estaba a su lado; algo de aquel todo pasaba por encima de su cabeza; era un gigante que pretendía aplastarle, pero el monstruo permanecía inmóvil: la ilusión duró poco, y Bautista creyó en algo. Aquella cruz, con sus brazos extendidos, es siempre un signo de paz y de consuelo.

Efectivamente; la verja estaba abierta.

—¿Duerme su esposo de usted?

—Aún no ha venido. Vamos a despachar pronto, antes de que vuelva.

—Vamos.

Bautista y la mujer del sepulturero se dirigieron al patio de... Allí Bautista empezó a cavar; por fin, tropezó con una caja, pero al tratar de sacarla se hizo pedazos.

—¡Ah!, ¡tú eras aquel tunante! Harto tiempo has estado encima. Ahora me toca a mí.

Aquella tierra tenía para Bautista un olor característico; los gusanos corrían a lo largo de sus piernas y brazos, y un frío y copioso sudor empapaba su cuerpo.

Aquello era empresa mayor que la de Guilliat, hecha en breves instantes.

La mujer escuchaba acurrucada en un rincón. Sólo se oían la respiración de Bautista, los golpes de la azada y el silbido que ésta producía cuando la volteaban en el aire los robustos brazos del ladrón de huesos. Se sintió el crujido de una tabla. Bautista tentó con ambas manos, introdujo una de ellas por la abertura, y sus dedos cogieron un hueso y un trozo de trapo; el cadáver se conservaba entero. Los ojos del amante brillaron de codicia; su corazón se dilató, y la sangre afluyó con fuerza a su cabeza. Hizo pedazos la cubierta; se apoderó del cadáver y lo apoyó contra una de las columnas; entonces no pudo contener sus ansias, y sus labios besaron una boca fría, húmeda y que tenía un olor repugnante.

Instantáneamente vio iluminada la calavera; sintió algo que silbaba por encima de su cabeza; oyó a su espalda una detonación y el crujido del frontal de Juana; la bala había abierto la cabeza de la muerta. Bautista se lanzó al sitio donde se había producido el disparo. Allí encontró al sepulturero temblando; al sepulturero, que, persiguiendo el adulterio de su mujer, llegaba al patio y oía un beso y disparaba, y, al resplandor del fogonazo, comprendía aquella sublime escena.

Y luego Bautista en su casa extraía la bala de la calavera, y señalando al agujero decía:

—Aquí era donde yo la besaba cuando estaba durmiendo.

Mala fosa

Templo de la verdad es el que miras.
No desoigas la voz con que te advierte.
Que todo es ilusión, menos la muerte.


—Serían de alguien estos huesos?

—Seguramente, de alguien serían.

—¿Sigue usted con la guasita?

—¡Quia!

—Yo nunca los había visto.

—Seguramente su esposo de usted, conociendo los escrúpulos que usted tiene, los guardaba con cuidado. Él era aficionado a estos estudios.

—Bueno; ¿y qué se hace con eso?

—Al trapero.

—No lo olvide usted. Corre de su cuenta toda la almoneda.

—Y cuando esté terminada, ¿qué haremos?

—Ya se verá.

—¿Por qué antes no? ¿Estás?... Usted perdone la equivocación.

—Perdonado.

—¿Me permites que me equivoque otra vez?

—Cuantas quieras.

—¡Monísima!

Los que visiten el cementerio de cierto convento, verán a través de unas rejillas un cráneo encerrado dentro de un pilar de piedra. Ese cráneo tiene el frontal roto; es la calavera de Juana.

En el pilar hay la siguiente inscripción:


Como te ves, yo me vi;
Como me ves, te verás;
Todo para en esto aquí,
Piénsalo y no pecarás.

Moraleja

La Academia Sociológica de las Peñuelas, que no está subvencionada por el Estado, se reúne en sesión.

No hay un solo asiento vacío en la sala: todos los concurrentes aguardan con impaciencia un discurso de Silverio Lanza, tratando el tema siguiente: Concepto de la humanidad. Se sabe que el orador ha estado veinte años estudiando sin descanso el asunto.

Por fin, Silverio Lanza se pone en pie. En la sala reina el silencio con que se duermen los muertos.


«Señores:

El mundo es un carnaval
Con careta de traidor,
Quien no la lleva en la cara
La lleva en el corazón.

He dicho».


Publicado el 13 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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