P. P. y W.

Silverio Lanza


Cuento


Durante mi vida no se ha cesado de criticar mi boda con Matea. Es de advertir que ésta fué mi sirvienta antes de ser mi esposa. Creo llegado el momento de dar algunas explicaciones acerca de este asunto.

En el día tal, del año tantos, me hallaba en la Exposición de Bellas Artes examinando con enojo una figura en mármol que había obtenido el primer premio sin tener cualidad alguna que mereciera tan gran distinción.

Hallábase á mi lado un venerable anciano de barba blanca. Comprendimos ambos, por nuestros respectivos gestos, que pensábamos de igual manera. Entonces empezamos á cruzar algunas palabras.

—Esto es atroz.

—De muy mal gusto.

—Esa cabeza no está en su sitio.

—Pero, además, repare V. que si empezase á andar esta estátua resultaría un Jacob cojo.

—¡Ah! ¿Representa á Jacob?

—Sí, señor.

—Entonces será Jacob después de encogérsele el endón.

—Buena ocurrencia.

—¿Usted es aficionado?

—Sí, señor.

—¿Acaso será esta su carrera?

—También es cierto.

—¿Es indiscreción preguntar á V. su nombre?

—No, señor. Me llamo Fulano de Tal.

—¡Hola! ¿Es V. el autor de la magnífica estátua que guarda el duque de Cuál?

¿Lágrimas amargas?

—Esa.

—Sí, señor.

—Me felicito de este encuentro.

—Usted no debe ser del arte. Yo le conocería á usted.

—Soy un aficionado.

Seguimos hablando de esta manera, y salimos juntos de la Exposición. Él me invitó á subir á su coche, pero yo me negué resueltamente. Recordé lo mezquino de mi traje, y por no parecer su criado no quise figurarme su amigo. Entonces el caballero me dió su tarjeta y me suplicó le visitase. Se lo prometí así y nos despedimos.

El cartoncito decía: «Primitivo Dios.—Ventas del Espíritu-Santo.»

Por el nombre creí recordar que este sugeto era un antiguo proveedor de carneros.

La impresión que me produjo este incidente fué desapareciendo.

Por la noche paseaba las calles de Madrid.

«Peores que la pobreza son los malos pensamientos que inspira.»

Aquella noche parecían haberse dado cita todos los aristócratas para enseñarme sus galas. Acaso yo me fijaba en esto más que de ordinario.

Coches magníficos, caballos muy gordos y cocheros muy insolentes.

Aquellas mamás, que visten igual traje que sus pollitas, y aquellas niñas con el mismo tocado que sus mamás, con su cabeza envuelta en finísima toquilla, cuya trama rasga el capricho de brillantes que retama el peinado, con un inmenso abrigo de terciopelo ó Lyón guarnecido de pieles, que da el boceto de las formas, y por debajo de él la falda, cuya cola va recogida, quitando esbeltez al conjunto y dejando ver el zapato de tafilete y la negra media cuando suben al coche aquellas diosas de un paraíso vedado á los que viven de su trabajo.

Y luégo el carruaje parte camino del teatro ó el sarao, y yo me quedo en la acera, triste, pensando en los que tienen hambre, envidioso de los que tienen hartura, y recuerdo las sublimes palabras de esperanza y consuelo que encierran esas bienaventuranzas que aprenden los chicos en la escuela.

Y pasan por mi lado los obreros, que cuando les atropella un coche llaman ladrón al amo y se satisfacen con esto y rien de su ocurrencia y su atrevimiento. Las obreras, esas infelices mujeres que tienen todas las penalidades de los hombres y ninguno de sus goces.

«¡Es preciso redimir á la mujer! ¡La educación de la mujer! ¡La mujer en el foro! ¡La mujer en la clínica!»

¡Hipocresía! ¡Hipocresía! ¡Hipocresía!

Yo escribo estas cuartillas para mí y aquí debo hacer una protesta.

Invocando el nombre de Dios y el martirio de Cristo se ha enrojecido con sangre humana las tres cuartas partes de la tierra. Ese nombre se invocó, y se derramó esa sangre para satisfacer el codicioso deseo de una raza, de un pueblo, de un rey ó de un fraile. Jamás con un fin civilizado, porque la civilización cruenta es un absurdo, y si después de esas hecatombes la civilización se ha producido ha sido de igual manera que brotan flores en los cementerios. Por lo demás, aún admiramos los cristianos los incomprensibles monumentos de asiáticos y africanos.

La educación, considerada de una manera abstracta, es necesaria no sólo al hombre y á la mujer, sino á las bestias, las plantas y las tierras.

Tened cuidado no eduquen vuestras mujeres como nosotros educamos á los canarios: metiéndolos en una jaula.

Decid á esos idealistas, agentes inconscientes de una burguesía astuta que logren para la mujer el goce de todos los derechos del hombre, la exención de impuestos, la exención del servicio de las armas y la inviolabilidad personal. Después que alcancéis esto, enviad las mujeres al taller y la universidad; mientras tanto tened cuidado no traten de explotar más que á vosotros, á vuestras esposas y á vuestras hijas.

Entretanto las aristocráticas damas no planchan por no cansarse, no cosen por no pincharse y no limpian por no ensuciarse, á más de esto no tienen la menor noción de nada culto. Sin embargo, viven bien, ¿por qué? porque sus maridos son poderosos. Pues, ea, señores filósofos, aseguren Vds. nuestro porvenir y nosotros cuidaremos de nuestras esposas.

Lo bueno en abstracto puede no ser útil; prácticamente lo útil siempre es bueno.

Así estaba yo contemplando con envidia rabiosa aquellos carruajes, aquella gente que apenas se digna mirarnos, que viven en comandita, y que no nos dejan acercarnos al extremo de su traje.

Pero, á pesar de todo, aquellas mujeres me seducían; yo recordaba haberlas visto en los palcos del Real y en los salones de los palacios con sus escotes de corte, mostrando la blancura de su cútis, aquellos hombros redondos y provocativos, y el desnudo seno perfumado, aumentando la belleza de su prendido con montones de piedras preciosas esparcidas en zarcillos, diademas, pulseras y sortijas.

¡Debe ser tan agradable volver en coche de la fiesta, teniendo al lado una mujer comme ça, ser recibido á la puerta de su casa por el obsequioso conserje, entrar en nuestro logement y en el boudoir de madame y ver todas las minuciosas operaciones que cambian su traje de etiqueta por una camisa de noche llena de encajes y bordados, y verla acercarse á nuestro lado y sentarse con nosotros en el canapé, y quitando una rosa de brillantes dejar rodar por hombros y espaldas una bola de oro que queda transformada en largos hilos perfumados y sedosos cuyas puntas se encorvan como si tratasen de volver á la hermosa cabeza de donde brotaron.


* * *


Me fuí á mi casa de muy mal humor y me dormí.

Soñé que iba camino de las Ventas del Espíritu-Santo en busca de mi conocido en la Exposición. Por fin, dí con lo que buscaba. Aquella finca parecía una huerta inmensa. Llamé en el portón. Al cabo de un largo rato salió á abrirme un niño como de seis años, de un rostro angelical. Pregunté por el dueño.

—¿Para qué le busca V.?

—Me ha dado esta tarjeta y me ha suplicado viniese á visitarle.

—Espere V. un poco.

Y dióme con la puerta en las narices.

Al cabo de un cuarto de hora volvió á abrir el niño; me dijo: «Pase V.,» y echó andar delante.

Los senderos de aquella huerta parecía que no tenían conclusión. De vez en cuando encontrábamos grupos de muchachillos, todos ellos lindísimos; deduje que aquello sería un colegio. Por fin, llegamos á un magnífico palacio; no pude calcular su extensión, pero la fachada que tenía delante me pareció soberbia. Un conserje, con los gruñidos de Pipelet y las barbas de un San Antón, nos detuvo.

—¿A dónde va este caballero?

—El señor le ha mandado llamar.

—Está bién.

Subimos por una ancha escalera, atravesamos salones y pasillos; estaba mareado y rendido de fatiga; por fin mi guía me dejó en un gabinete lindísimamente decorado.

—Espere V.,—dijo.

Yo me dejé caer en un sillón.

Poco después se presentó el señor de la casa.

—¡Caballero!

—Servidor de V.

—Beso á V. su mano.

—¿Estará V. cansado?

—Bastante, bastante.

—Esto está muy lejos de la tierra.

—De Madrid.

—No, de toda la tierra.

—¡Ah, vamos!

—No lo tome V. á risa. Estamos en el cielo.

—¿Sí?

Á mí me pareció esta broma algo estúpida.

—Sí señor. Desde aquí á su casa de V. hay millones y millones de leguas.

—¡Vaya, vaya!

—Sí V. ha recorrido la distancia en tan poco tiempo, es porque el terreno que pisaba V. iba caminando con una velocidad asombrosa.

—¡Vaya!

—Esto le parecerá á V. extraño, pero, como indica mi tarjeta, yo soy el primitivo Dios, ó sea el Dios primero, el Dios único.

—¡Cáspita!—pensé,—he caído en un manicomio.

—Pues bien; antes de seguir adelante vamos á cuentas.

Yo busqué el revólver en mi bolsillo.

—Todos los escultores que tengo y valen algo se han dedicado á imitar el griego y no me sirven. Usted me hace falta.

—Es favor.

—Nada de eso. Si V. quiere, vivirá V. aquí, no le faltará nada de cuanto desee. Tendrá V. entrada libre en todos mis dominios, podrá V. tomar bocetos en el infierno y el limbo; en fin, estará V. en la gloria, Le aseguro á V. que vivirá V. perfectamente. Tengo en el purgatorio algunas jamonas deliciosísimas.

—¡Qué diantre!

—Su trabajo de V. se reduce á hacer bocetos. Es preciso tener una gran originalidad. Después en el taller se modela la escultura conforme al boceto de usted. El trabajo no es grande porque los moldes de los muertos sirven para los vivos que nacen. Un boceto sirve para diez ó doce mil individuos, porque tengo un taller de modificaciones y correcciones.

—Está bien.

—No hace falta sino que V. se decida.

Yo estaba decidido á marcharme, pero esperé salir del atolladero dando la razón á aquel demente.

—Pues, por mí...

—¿Se aviene V.?

—No hay inconveniente.

—Me deja V. satisfecho. Mil gracias.

—No hay de qué.

—Pues bien; voy á darle á V. una ligera idea de su trabajo.

El viejo echó á andar, y yo le seguí. Fuimos al archivo; éste estaba en una sala cuya longitud sería la distancia que media entre el estrecho de Magallanes y el de Behring atravesando el Atlántico. A pesar de esto, la sala no parecía estrecha. Allí estaban perfectamente clasificados los antecedentes de todos los individuos existentes. Además habla un edificio destinado á archivo de los muertos y un gabinete con los documentos de los llamados á nacer.

Recorrimos una porción de dependencias, y al fin el viejo me dejó en el almacén de los modelos de vivos.

Yo había principiado á creer y creía de todas veras.

Empecé ó caminar por aquellos salones. Los modelos no estaban enteros. Había una sección de cabezas, otra de bustos, otra de caderas y piernas y otra de pies. Los objetos se designaban por diversas combinaciones de letras y números, pero las partes de un mismo modelo tenían igual fórmula. Al principio creí estar en una botica. La cabeza de Bismarck marcaba Nº. 5

Comprendí lo que era la muerte; el individuo sufría en la tierra los mismos deterioros que el modelo en el almacén.

Recordé mis adoradas aristócratas y empecé á buscarlas. Hallé la cabeza de la marquesita del Hinojo: marcaba M. Fuí á la sección de bustos: la pollita tenia un cuerpo muy feo y lleno de manchas.

Allí ví grandes cosas; perdí muchas ilusiones, pero aprendí muchísimas realidades.

En la sección de pies ví dos lindísimos: lo sublime del contorno en este extremo. Marcaban P. P. y W. Indudablemente debían pertenecer á una mujer. Antes de buscar los datos en el archivo fuí á la sección de piernas y bustos. Mi asombro fué creciendo. P. P. y W. debía ser una criatura deliciosa. Busqué la cabeza, pero revolviendo entre ellas ví que su parte superior se levantaba: dentro de la caja, así formada, se hallaba una nota con las condiciones morales del individuo ajustadas á la teoría de Gall.

Un frío desconsuelo se apoderó de todo mi sér. El astrónomo se olvidaba de la palabra Dios, y yo no encontraba la palabra honra dentro de ninguna de aquellas cabezas de mujer.

Cuál no sería mi sorpresa cuando en una de éllas leí este papelito: ¡Mucha honradez, mucha fidelidad! Sentí un golpe en el hombro, volví la cabeza, y una voz á mi espalda dijo: «¡Vamos!» Renegué del importuno ángel que venía á molestarme en aquel momento. No hice caso. Miré la marca de la cabeza: ponía P. P. y W. ¡Una mujer perfecta! De nuevo volvió á interrumpirme el ángel, diciendo

—¡Vamos!

Abrí los ojos cuanto pude para ver el rostro de aquel sér que marcaba P. P. y W.

—¿Qué mira V.?

—¡Ah! ¿Es V. Matea?.

—¡Miraba V. con unos ojos tan espantados!... Ya son las siete.

—Allá voy.

¡Matea! ¿Será Matea como P. P. y W.? Me levanté. Pude colegir que el pie era precioso. Adquirí datos y... pues bien; me casé, y puedo asegurar que Matea es tal y conforme yo la había soñado, incluso lo del papelito.

Y desde entonces me río de esas marquesas que les falta una virtud en el alma y les sobran manchas en el cuerpo.


Publicado el 30 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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