Para Mis Amigos

Silverio Lanza


Cuentos, colección



Prólogo

Si male loentus sum, testimonium perhibe de malo; si autem bene, cur me cedis?

(Palabras que N. S. Jesucristo dijo al sayón en casa de Anas.)


Hace más de un año fui procesado por la publicación de la novelita que lleva título de Ni en la vida ni en la muerte y es original de Silverio Lanza.

Pasé diez y seis días en la cárcel, y durante éstos recibí de mis amigos tantas atenciones y tan cariñosas que mi orgullo aún no las ha podido justificar.

Me atrevo á poner á Dios por testigo de que ya no me acuerdo de los malos tratamientos que sufrí y de las personas que me molestaron; ni olvidé porque despreciase con fatuidad necia, ni porque me fuese doloroso el recuerdo, sino, en suma, porque si el proceso se incoó con justicia, bien incoado está; y si no se hizo así —circunstancia que expongo, no porque la crea posible, y sí para completar el pensamiento—, en tal caso no es mía la culpa, y no he de recordar lo que no me produce ni placer ni remordimiento.

Se sobreseyó en aquel proceso con motivo del indulto que para los delitos de imprenta otorgó S. M. la Reina con motivo del cumpleaños de S. M. el Rey. No debo discutir la existencia de mi delito y la conducta de S. M., pero me creo con perfecto derecho para decir que el que perdona obra bien.

Hoy publico estos CUENTOS PARA MIS AMIGOS, cuyos cuentos son de Lanza, y de éllos uso dedicándolos á las personas que me honran con sus afectos, porque bueno es que Silverio me ayude á pagar, ya que por su causa quedé obligado a agradecer.

Saben quienes bien me quieren que les he dedicado mi corazón, y no ignoran que son muchos más mis amigos que los cuentos que dejó escritos Silverio Lanza. Y éstos no son pocos.

Entiéndase que no pretendo saldar mis deudas de gratitud, sino demostrar que estoy agradeciendo y me propongo hacerlo mientras viva.

Y cumpliendo el objeto de este libro, voy á expresar mi agradecimiento á S. M. antes de dirigirme á mis amigos, entre quienes no puedo colocar á S. M. la Reina. Y no porque la palabra amistad no sea tan amable como el sentimiento que expresa, sino porque no es suficiente para caracterizar el profundo respeto que S. M. me inspira.

Acepto reconocidísimo el perdón de S. M. la Reina, porque el perdón supone gracia, misericordia y amor cristiano, y sería miserable necedad el negarse á aceptar una dádiva tan preciosa.

Además, yo fui procesado —entre otros delitos— por el de lesa majestad, y en este caso, á mi juicio, es extraordinariamente estimable el perdón de S. M. la Reina, por ser S. M. el Rey el agraviado.

Y digo que seria el agraviado S. M. el Rey porque el delito de lesa majestad sólo se comete entre vivos.

No aminora en lo más mínimo el mérito cristiano del indulto que me honra la confesión que hago de que Silverio Lanza, cuando escribió Ni en la vida ni en la muerte, era monárquico, y, por tanto, no pudo tener intención de ofender á S. M.

Ni esto es obstáculo para que yo crea que está perfectamente justificado mi procesamiento, sin que me juzgue autorizado para explicar aquí esta aparente paradoja.

Yo también soy monárquico, porque esta forma de gobierno es la única que autoriza para ser jefes del Estado á una mujer y á un niño, los seres humanos quizá menos doctos, pero más aptos para ser buenos.

Los indultos y las limosnas de un rey pueden crear la felicidad de un pueblo á pesar de los códigos, pues he entendido, repasando la Historia, que en todos los tiempos anteriores a los actuales, las leyes jurídicas eran siempre crueles, y las económicas eran ruinosas.

De todos modos, si el pasado proceso sirve para hacer públicos los generosos sentimientos de S. M. la Reina, mi respetuoso y sincero agradecimiento a tan augusta señora y mi gratitud hacia mis compañeros, bendito mil veces sea el pasado proceso.

Pensé dedicar un cuento á cada amigo, pero después me decidí á que éstos se dedicasen aquello que hallasen más de su gusto.

También he dudado para sacar á la venta este tomo, pero siendo esto un detalle que nada significa legalmente, no he querido privar de su lectura á mis indulgentes críticos desconocidos, á quienes no me es posible remitirles un ejemplar.

Me alegraría el haber acertado en todo.


Si el grano de trigo que cae la tierra no muere, sólo él permanece; mas si muere da mucho fruto. El que ama á su vida, ese la destruye, y el que la pierde por amor de mí, ese la guarda para la vida eterna.

(San Juan.)


Juan Bautista Amorós.

Lo que hace el Diablo

Salía yo de una casa de la calle del Prado, donde había pasado la velada viendo cuadros disolventes, y salí, como es mi costumbre, renegando de la perversidad humana que aficiona á los hombres y a las mujeres á permanecer juntitos y á oscuras.

Y marchaba renegando del sensualismo ajeno y del frío de aquella noche, cuando observé que por la acera opuesta bajaba una real moza. Me paré en la esquina de la calle del Baño y me puse á contemplar aquellos andares. Al llegar enfrente de mi


La donna tutta á me si torse,


pero siguió andando.

Se me fueron los ojos detrás de aquel prodigio de gentileza, y por igual camino se me fueron los pies.

Paróse mi perseguida en la entrada de la calle de Cervantes, y yo pasé delante de la buena moza. El sitio era oscuro, y mi vista es corta; conque sólo pude asegurarme de que la flamenca llevaba la cara oculta por la toquilla y un paquete escondido debajo del mantón.

Anduve como seis pasos, y me paré, suponiendo que mi conquistada me seguiría, pero no la ví.

Esa huye —me dije—, me ha dado mico, y se marcha por la calle del León; pero en esta calle tampoco hallé á la taimada.

Y estaba tragándome aquel camelo cuando me ocurrió la idea de que la barbiana hubiera subido á la casa de préstamos, é inmediatamente subí, abrí la mampara, y allí estaba arrimada al mostrador.

Pregunté si había de venta algún alfiler de corbata; me contestaron que tenían muchos: prometí volver al día siguiente, y me marché, después de haber visto que el objeto empeñado era una manta, y que, sobre ésta, habían prestado cincuenta reales.

La desconocida corría como una liebre, pero la alcancé, y la dije:

—Señora, permítame usted que...

—Hágame usted el favor de retirarse.

—Después, señora, pero antes ruego á usted de nuevo que me escuche.

Yo me acercaba, y la mujer huía casi á saltos.

—Haga usted el favor de retirarse.

—Pero... oiga usted.

—Esta es una injuria impropia de un caballero que se estime...

—La injuria es la que usted me hace dudando de mi caballerosidad.

Estábamos en la esquina de la calle del Príncipe, y la mujer se paró al oir mis últimas palabras. Aún se cubrió más el rostro con la toquilla, y dijo con impaciencia:

—Hable usted.

—¡Gracias á Dios! Yo, señora, agradecería á usted que volviese á la casa de préstamos y desempeñase esa manta, porque... no me interrumpa usted. Porque una manta es muy necesaria en este tiempo, y cuando usted la empeña es, seguramente, porque no tiene usted otra cosa que empeñar.

—¿Ha concluido usted?

—Yo le ruego que acepte de mi la cantidad que necesite, y...

—¡Habráse visto desvergüenza!... Pero, ¿qué se ha creído este majadero?

—Permítame usted...

¡Que si quieres! Ya estaba muy cerca de la plaza del Angel.

Tuve intenciones de reírme y marcharme á dormir, pero me irritó la idea de que es fácil cometer un crimen y difícil realizar una obra de misericordia.

Di un par de docenas de zancadas y alcancé á la ofendida señora cuando cruzaba la calle de Carretas.

—Ruego á usted que deje esas interpretaciones injuriosas y me escuche.

Silencio.

—Siento mucho que usted no me conozca, porque no me supondría capaz...

Silencio.

Y recordé


Ha dado en no responder,
que es la más rara locura
que pudo hallarse en mujer.


—Yo prometo...

—O se retira usted, ó llamo á una pareja de guardias.

—¡Vaya usted con Dios!

Y me quedé pensando.

¡Qué estúpida! Y será una perdida, probablemente. Eso, no; porque... Para aumentar el interés... Déjate de despechos: es honrada. ¡Conque, los guardias!.. Pero, ¿qué se ha creído?... Y se va sin la manta. Quizá tenga hijos esa mujer, y dormirán los pobrecitos tiritando de frío. La madre los amparará, aunque se quede desnuda. Y ¿por qué? Si yo estoy dispuesto... ¿Será casada?... La hubiera acompañado... ó no... ¿Y á mi, qué?... Silverio: es preciso hacer ese desempeño esta noche. ¿Entiendes? Es preciso tener energía para realizar el bien. ¿Has oído? ¡Todo por la papeleta!

La recatada pasaba por delante del Banco, y yo pensé que aquella mujer no viviría en la calle de Atocha. Corrí por la plaza de la Leña y la calle de la Bolsa, y aguardé en la de Santa Cruz.

A los pocos minutos vi que mi perseguida entraba por la calle de Santo Tomás.

—Aquello está solitario. Transige ó...

Y antes de llegar á la Concepción Jerónima cerraba yo el paso á la horrorizada mujer.

—Hágame usted el favor de no asustarse y de no gritar, ¡caramba!... Me importa una higa que sea usted blanca ó negra, ¿oye usted? Pero no me da la gana de que teniendo yo cinco duros se marche usted sin manta. No me da la gana: he dicho.

—Pero, usted...

—Usted se calla, porque me ha sacado usted fuera de quicio. Conque, iba usted á llamar á los guardias ¿eh? Pero, ¿usted se ha creído que soy un ratero ó un chulo asqueroso?

—Yo...

—¿O un viejo verde? Pues está usted equivocada. Yo la he seguido á usted porque es usted buena moza. Sí, señora. Y que de salud sirva. Pero no me conviene usted, no; porque yo busco mozas que me hagan reir, porque para llorar tengo medios de sobra. Usted será lo que sea, y no me interesa, pero me parece usted una persona decente, y yo la he injuriado á usted suponiéndole una perdida. Así, clarito. Y debo á usted una satisfacción, y desempeño la manta. Además, me ha ocurrido que esa manta la necesita un hijo de usted.

—No, señor; mi esposo.

—¿Está enfermo?

—Sí, señor.

—Pues con mayor motivo. Usted coge estos cinco duros y se va usted delante de mí á la casa de préstamos.

—Yo agradezco á usted...

—A mí no. Esto lo hago para alcanzar la gloria, ¿oye usted? Yo creo en la gloria. Conque, ¿acepta usted?

—Yo sentiría que usted se privara...

—Me va usted pareciendo muy tonta. Así, clarito.

—Muchas gracias.

—Pues es natural.

—En fin...

—Que acepta usted.

—Fiada en...

—Puede usted llamar á los guardias si...

—No, señor; creo en usted y le agradezco su acción.

—Está bien. Tenga usted, y vaya usted andando.

Y emprendimos la marcha.

Me limpié el sudor, producido por la carrera y por la disputa, y me fui serenando.

Convenía yo en que mi virtud resultaba agresiva, pero muchas civilizaciones absurdas se imponen á balazos; conque...

Mi protegida volvía de vez en cuando la cabeza, y parecíamos lo que no éramos.

¡Ni mucho menos! ¡Una mujer casada! La única propiedad que puede ser justa, porque es posible que la posesión esté contratada voluntaria y conscientemente por la cosa poseída. Y además, cuando tanto se tapa... peor para el esposo. ¡Infeliz! Si alguna vez me hallo como él, quiera Dios que encuentre otro Silverio. Pero, ¡quiá! Yo he nacido para morir como Jaqueton, eludiendo las leyes del toreo social, y ahogándome la rabia entre los silbidos de la muchedumbre.

Toma, y se queda parada en la puerta.

—Suba usted, señora; suba usted.

—Pero, usted insiste...

—Ya lo creo. Aquí aguardo.

La individua era persona delicada.

Al poco rato bajó trayendo un paquete.

—¿Esa es la manta?

—Sí, señor.

—¿No me engaña usted?

—¡Caballero!...

—Usted perdone.

—Y aquí está el sobrante.

—¿Qué sobrante?

—De su dinero de usted sólo he gastado los intereses del préstamo.

—Pero, ¿está usted loca? Entonces resultaría que mi favor era para el prestamista.

—Es que yo no debo aceptar dinero de usted.

—Ahora sale usted con esas. Pues, ¿porqué ha venido usted?

—Porque usted me obligó á desempeñar.

—¡Señora!...

—Mire usted; yo aprecio todo el mérito de su acción de usted, pero, ni yo sé quién es usted ni usted sabe quién soy, y no quiero que mañana..

—Alto: tiene usted razón en lo que dice; pero la dificultad se arregla enseguida. Yo no necesito saber cómo se llama usted, pero le diré quien soy. Me llamo Silverio Lanza.

—Le conozco á usted.

—¿De oidas?

—Usted escribe novelas.

—No, señora; puede ser que resulten novelas mis escritos, pero yo sólo me dedico á escribir á Dios dándole noticia de lo que pasa en la tierra.

—Pero escribiendo es usted un demagogo.

—¿Se dispone usted á hacer un juicio crítico de las obras de Silverio Lanza?

—¿Por qué no?

—Por muchas razones, y además porque estamos debajo de una lápida que recuerda á Cervantes, y yo tendría pudor aunque me alabase todo el mundo.

—Total, un poco extravagante.

—Mejor.

—Pero, señor Lanza...

—(¡Que si quieres!)

Y empecé á correr por la calle abajo.

—Pero, caballero.

—(Grita, grita.)

—Recoja usted esto.

—(Trabajito te mando si me has de alcanzar.)

—¡Dichosa manta!

—¡Puedes liártela á la cabeza!

Llegué al Prado y ya no sentí los pasos de mi perseguidora.

Cuando me senté, decía, apurando el cigarrillo:

¡Que estúpida es la humanidad! No le interesa el mal y el bien y sólo se preocupa de si el virtuoso ó el perverso tienen callos ó se dejan la mosca.

A la mañana siguiente creí terminada la aventura, pero me equivoqué, porque el chichisbeo de una mujer es el cuento de la buena pipa.

Dos días después recibí una carta bien manuscrita que decía así:


«Sr. D. Silverio Lanza: Muy señor mío y generoso protector: Aún creo que fué un sueño la acción que usted hizo conmigo aquella noche, pero no lo es, y yo debo cumplir como usted se merece. Engañé á usted diciéndole que era casada, para convencerme del móvil que usted tenia, pero soy viuda y tengo una niña de cuatro años tan hermosa como su corazón de usted. Mi esposo era D. N. N., á quien usted habrá conocido, y si miré á usted aquella noche es porque se parece usted á mi cuñado, que también le conocerá usted.

Me queda, para socorrerme, una pensión de cuarenta y cinco duros, que es más que suficiente para mí, pero no consigo que me la den. Me han dicho que D. Manuel Galdo puede activar este asunto sin hacer injusticias, y que usted le conoce. ¿Quiere usted hacer algo por mi? Hágalo usted por mi niña, que todas las noches reza para que sea usted feliz.

Tiene usted su casa en la calle de Latoneros, núm. 130, tercero de la izquierda.

Y soy su servidora afectísima q. b. s m., Concepción


Declaro que me enojaron aquellas sensiblerías y el estudiado timo del rezo de la niña, pero me decidí á prestar aquel servicio, quizá porque lo del hermoso corazón satisfizo á mi amor propio.

Escribí á D. Manuel Galdo, y como este señor es tan bueno, también es bueno para mí.

Envié á la Concha viuda la noticia de que ya podía cobrar su pensión, y me contestó dándome las gracias.

—¿Y no hubo más?

Me preguntaba mi amigo Bautista, después de oir lo que dejo escrito.

—Nada más.

—Esa mujer te hubiera querido.

—Pero yo creería siempre que con su amor trataba de pagarme los cinco duros.

—Exageras.

—No lo puedo remediar. Desde entonces he jurado no hacer favores á las buenas mozas, porque no me sale la cuenta.

—Vamos, que si te volviese á ocurrir...

—Créeme, Bautista, si me ocurre tiro de la manta.

—Eso...

—Eso es lo que hace el diablo.

La familia literaria

Todas las familias tienen que sufrir las murmuraciones de un extraño, y en esta ocasión soy el extraño dispuesto á murmurar de la familia literaria.

Y tengo el honor de presentarla.

El Sr. Escritor, cabeza. Su esposa doña Casa Editorial. El Libro, hijo. Doña Critica, suegra de ambos cónyuges, y D. Público, primo de toda la familia.

Doña Crítica es vieja ó fea, y de todos modos no halla encantos en la vida. No se entusiasma. Está acostumbrada á imponer su opinión y no medita sus opiniones.

Olvida que fué joven ó hermosa; se ve cerca del sepulcro y cree que toda la humanidad debe estar en la agonía. Usa del ingenio para llamar la atención y de la sátira para hacerse respetar. Cuando es ofendida saca un crucifijo como Torquemada ó se cubre con la toga como César.

Es buena porque ella ha aumentado la dote de la esposa y ha corregido los errores del esposo, creando en ambos cónyuges un noble estimulo. Encuentra defectos en su nieto, aunque no los tenga, pero si alguien le insulta le defiende hasta salvarle.

Prefiere lo extranjero á lo nacional, porque así espera que la llamen instruida y de gustos delicados.

Tiene todas las condiciones de la mujer, y sólo es constante en mudar. Grita como un niño y sufre como un mártir. Huye quejándose como un faldero ó acomete como una fiera. A las veces es del último que la pide amparo, y en otras ocasiones defiende injustamente á sus amantes. Si os alaba no se lo agradezcáis en público, porque gusta más de parecer fuerte que de parecer buena. Si os insulta, no la contestéis públicamente, porque os llenará de improperios.

En épocas normales es una suegra insufrible, pero si peligra la familia usa de todas las excelencias del valor y del talento, y lucha sin desmayos hasta conseguir la victoria. Es bueno quererla mucho y tenerla lejos.

El Sr. Escritor es un pobrecito chiflado. Cuando era estudiante hacía novillos y perdía su tiempo leyendo periódicos y novelas. Se aficionó á imitar aquellos escritos, y desde que movió su pluma vive persuadido de que es el primer escritor del mundo. Usó, siendo mozo, de la vida desarreglada y deshonesta, más por conveniencia que por deseo, y aspiró á la mano de doña Casa Editorial para verse reproducido y disfrutar de los encantos que su esposa guarda en pasta y en rústica. Engañó á doña Critica con un elogio á Chateaubriand y una traducción de Píndaro, y se casó obligándose á olvidar sus malas costumbres. Desde entonces es digno de estudio.

Su suegra le prohíbe salir de casa, donde tiene todos los clásicos, los híbridos y los eclécticos, y sólo ve la calle para visitar al conserje del Ateneo ó al portero de la Academia de la Lengua.

En algunas ocasiones es enérgico, y entonces no escucha á su esposa y á su suegra; las mete en un coche de ferrocarril y se va con ellas á Aranjuez. Allí corre por los jardines cortando flores con que adornar á las dos mujeres; las abraza, las besa, y comen y beben riendo y respirando aquel aire puro que llega perfumado á los pulmones. Vuelven de noche á Madrid y van á su casa procurando que nadie les vea, porque la suegra no cesa de repetir:

—¿Qué diría Teodoro si lo supiese?

El Libro vino á la vida fatalmente. Su célula genésica tenia aromas de los jardines de Aranjuez. A la postre es una flor cuyas hojas ha igualado la guillotina.

Su madre ha procurado hacerle hermoso, y su padre, bueno y útil.

Como hijo amante, va honrando el nombre de sus progenitores, y será un recuerdo de sus padres muertos.

Llegará á viejo, llegará á morir y se llegará á dudar de su existencia. Sólo Dios es perdurable y eterno.

D. Público tiene muchas rarezas. Aplaude y vitupera con igual entusiasmo y con la misma irreflexión. Cambia de aficiones todos los días, y como éstas son limitadas se repite y se niega continuamente. Trabaja lo menos que puede, y en ocasiones espera que le socorran sus protegidos, sin advertir que éstos viven de la protección de D. Público.

Tiene una hermosa casa, donde habitan un señor sacerdote, un coronel, la familia literaria, un letrado y otras personas dignísimas que no pagan al casero y aun le piden cuanto necesitan para vivir con holgura. Y D. Público duerme en la calle.

Ayer le encontré en la Puerta del Sol.

—¿Qué tal, D. Silverio?

—Así, así.

—Pues tiene usted buen color.

—Pero soy como las granadas: las mejores están amarillas.

—Pues yo muy preocupado.

—Como siempre.

—¿De quién será la navaja?

—De su dueño.

—¿Mitones?

—Pero si no sé de lo que habla usted.

—Del crimen de la calle de la Flor.

—No sé nada de eso.

—Pero usted nunca sabe...

—Sé que hay crímenes y sé bastante.

—¿Y lo de la baja?

—¿Quién? ¿Doña Paquita?

—La baja de los valores

—Me parece bien. Cuando nadie los quiere los podrá recoger el Estado fácilmente.

—¿Y el descrédito?

—No sale de casa porque hace mal tiempo.

—Está usted peor que el coronel.

—Dele usted mi enhorabuena.

—Ahora voy á su casa.

—Iremos juntos hasta el portal y visitaré á la familia literaria.

—Y yo también.

El esposo está en su despacho, la señora en sus labores y la suegra asegurándose la dentadura. El niño sale á recibirnos.

—Hola, hermoso,—le dice su primo.

—Sí, dime requiebros y nunca te acuerdas de mi.

—Porque no me quieres.

—Porque te digo las verdades.

—¿Y la abuelita?

—Eso; tú no quieres verme si no está la abuelita delante.

—Yo me basto...

—No lo creas; eres un primo, y te lo diré alto.

Doña Critica y sus hijos llegan á escape y le tapan la boca al muchacho.

—Por Dios, no nos pierdas.

—Pero, señora—dije yo—, dejen ustedes al niño...

—No puede ser; el vecino del principal nos ha dicho que dejemos hacer al chico lo que quiera, pero si mete ruido lo tritura.

—Y ¿quién es?

—El fiscal que vive arriba.

Entonces me volví á D. Público.

—¿Y usted, siendo el casero, consiente esos desmanes?

—¿Qué quiere usted? También él me pega. Póngase usted en mi caso.

—Dios me libre.

Y salí compadecido de la infeliz familia literaria.

Otelo fin de siècle

(ó venganza catalana)


El mérito consiste en arreglarlo todo á gusto de todos.


Sus padres de ella tenían en San Gervasio una quinta de recreo que llamamos torre.

¡Qué recuerdos, Dios mío, qué recuerdos!

Ella era menudita, menudita... Gloria mía, girón de mi alma; me vuelvo loco pensando en tí.

Jugábamos como perro y gato cuando son amigos. Yo era el perro fiel, fornido, vigoroso; la hubiera matado fácilmente. Ella era el gatillo, me llamaba bruto en cuanto la tocaba, y la tocaba siempre con mucho mimo.

Yo dibujaba entonces muy bien; sin inmodestia; hoy tengo fama europea y siempre he trabajado pensando en Narcisa; quizá por eso me han aplaudido. Y ella se casó con un badulaque, un mequetrefe con sangre que no es roja. Y el gatillo ha crecido, se ha ensanchado: es la matrona que veo en sueños, la que debía alegrar mi estudio y ser mi inspiración, mi modelo, mi público y mi critico.

Ayer la vi en la calle de Fernando; iba con su hermano; miré á otra parte y no saludé. Entonces dijo, volviéndose á Antonio: «¡Qué grosero!»

¿Yo grosero? ¿Grosero porque no saludo? Pero, ¿con qué cortesía se saluda al insulto? ¿Cómo se despide el ahorcado de la soga que le estrangula?

Allá, en San Gervasio, yo era un pintamonas, y ella me llamaba bruto y me quería. Hoy tengo laureles y fortuna, y Narcisa me llama grosero, y me lo llama porque me quiere. ¡Cuántas veces habrá deseado las caricias de aquel perro fiel que la estrujaba hasta producirla miedo, pero nunca hasta producirla lágrimas!

Para que la gatita siguiera siendo el adorno del brasero y la distracción del hogar la han casado con un cascabel. Estará muy bonita con ese adorno, pero...

Juro que he de tomar venganza cumplidísima.


Dos viajeros, recién llegados á Madrid en el expreso de Barcelona, se alojan en el Hotel de París. Son D. Benito Sánchez Ruiz y su esposa doña Narcisa Bofarull. Media hora después llega un nuevo huésped, cuya tarjeta dice: Jaime Cap de Clot. Pintor de Historia.


—Te doy un duro por escucharme.

—Muchas gracias, señorito.

—Otro duro si llevas esta carta á la señora de ese matrimonio.

—La llevaré.

—Y cinco duros si me traes contestación.

—Puede usted adelantármelos.

—¡Majadero!

—No se incomode usted, señorito, pero esa señora, mientras su esposo estaba en otra parte, me ha preguntado si había venido algún otro huésped en el expreso. Yo dije que averiguaría, y...

—Y te callas.

—Como usted mande.

—Y llevas esta carta.

—Ahora mismo.

El camarero trae la contestación y recoge los cinco duros. En la carta de Jaime había escrito Narcisa: «Estaré, porque tengo alientos para conservarme honrada.»

A las seis de la tarde sale del hotel la hermosa catalana y D. Benito se levanta de la cama y empieza su minucioso tocado.


—Señorito, acaba de salir.

—Vete.

—¿Dónde?

—Muy lejos.


Jaime entra en la habitación del esposo. El camarero escucha. El artista dice su nombre, recuerda su antigua amistad con la familia Bofarull, ha sabido que los esposos habían llegado en el expreso... Las contestaciones de D. Benito apenas son perceptibles... Narcisa ha ido á saludar á los tíos; allí se reunirán para comer... Después habla D. Jaime de músculos... Su Cincinato obedecía á la ley antropográfica... los extremos de la curva estaban en la normal.

El mozo se cansa de atender y no oir. Piensa interrumpir la conversación para que D. Jaime pueda marcharse en busca de la esposa. Se decide á no meterse en asuntos agenos, y escucha otra vez. Oye ruidos extraños que no se explica... Llama el 15 para pedir un jabón... Por fin le dejan en paz, y acerca el oído á la puerta. No cabe duda; hay lucha. Es preciso avisar á la autoridad... No, lo mejor es callarse... ¿Y si saben que él llevó las cartas?... Por lo menos avisar al dueño... ¿Y por qué?... A callar, y á la cocina, donde le vean para probar la coartada cuando se descubra el asesinato... ¡Dios mío! ¡Qué disgusto tan grande!

A las siete llama el 23.

—Llama D. Jaime, —se dice el camarero aterrado.

—¿Da usted su permiso?

—Adelante.

—¡Señorito!

—¿Qué te pasa?

—No, á mí... nada.

—Quiero bañarme inmediatamente.

—Enseguida.

—¿A qué hora sale el último tren?

—A las nueve, para Ciudad Real.

—Advierte que en ese me voy.

—¿En ese?

—Sí, y despacha.

(D. Jaime solo.)—Yo, que la quiero tanto, soy incapaz de infamarla. Debía vengarme, y me he vengado. Después de todo, si la venganza es el placer de los dioses, compadezcamos á las deidades.


Hoy D. Benito y su esposa lloran la ausencia del laureado pintor.

¿Cuál es la ley?

Non irascetur sapiens pecantibus... ¿Quid enim si mirare velit non in silvestribus dumis poma pendere?... nemo irascitur ubi vitium natura defendit.

(Séneca.)


A las once de la noche ha descendido la temperatura... Eran las once, y me puse el sobretodo. Paseaba yo por la ronda de no sé cuántos: un paseo que parece una mala carretera. Sillares de piedra á un lado; al otro hondonadas y casuchas; á lo lejos Valle-hermoso, la Cárcel Modelo, el Buen Suceso, y más cerca el cuartel del Conde-Duque. Refresca... Nada de miedo á los ladrones... ¡Yo!... ¿Qué me pueden quitar?... Esto, lo otro... ¿Y qué?... ¿La vida?... ¿Y qué?... ¿Es mía?... ¿La honra?... Esa no la quitan los ladrones. Esa la quitan otros, y eso es lo único que me pertenece, porque es hechura mía... Mucho miedo á los que deshonran, pero ¿á los ladrones?... Les pegáis y huyen... Los otros...

Estaba cerca del barrio de Pozas, cuando se me acercó una niña.

—Dios te ampare.

—Oiga usted, caballero.

La hipocresía eterna. Valerse de los desgraciados para pedir á los poderosos... Socorros para el hospital... para el asilo de huérfanos... las víctimas del trabajo... la instrucción primaria... y lo cierto es que la miseria aumenta; que los niños... y los pobres... y los enfermos... y...

—Oiga usted, caballero.

—Dios te ampare.

—¿Me quiere usted llevar á mi casa?

—¿Qué?

No tenía un metro de estatura... estaba muy limpia... gordita y rellena como el tumor de un avergonzado... chatilla y rubia... ojos azules, boca grande... señas particulares: no pedía dinero.

Observé si había alguien escondido entre las piedras de la cantería... Una sorpresa es facilísima, y se progresa mucho en los timos desde que los ladrones se aprovechan de la ciencia que desprecian las clases directoras. Ejemplo. El timador hace cartuchos de perdigones admirablemente fabricados, y el Estado hace poca moneda y con mala ley. Un cartucho de perdigones con una moneda de cinco duros vale más de treinta pesetas, y la moneda sola no vale cien reales, descartando el valor fiduciario. Un billete del Banco...

—¿Que te lleve á tu casa?

—Está muy cerca, si señor.

—Pero, ¿no tienes padres?

—Sí, señor, pero no están en el puesto.

—¿Qué puesto?

—Donde venden.

—Y ¿qué venden?

—Pues agua y azucarillos y aguardiente, y mi madre vende dulces y mi padre tabaco, pero más tarde, y luego café, pero eso no lo veo yo.

—¿Por que?

—Porque estoy dormidita.

—¿Cómo te llamas?

—María Lema y Soto, para servir á usted.

—Y ¿qué haces aquí?

—Pues he vuelto porque no había nadie en el puesto.

—¿Dónde está el puesto?

—Junto al Circo nuevo.

—¿El de Colón?

—Donde estaba la cárcel.

—Hija, la cárcel está en todas partes. Es lo único que hemos hecho parecido á Dios.

—No sé.

—Dios perdonando y la cárcel castigando; eso en todas partes.

—Yo sé quién es Dios.

—Porque eres muy niña.

—Es un señor infinitamente bueno, sabio, misericordioso, principio y fin de todas las cosas.

—¿Y tú has visto á Dios?

—Está en mi casa.

—¿Dónde?

—En una estampa. Le están pinchando y da lástima verle.

—¡Niñería! Había faltado á la ley, y todas las leyes son respetables.

—No sé.

—En resumen: ¿dónde vives?

—En el barrio de Marconell. Yo sé la casa.

—Vamos allá.

Tuvimos que andar poco, pero empleamos suficiente tiempo para que me enterase de la situación de mi protegida.

Mariquita llevó la cena á sus padres, volvió á su casa y fregó los cacharros; se fué otra vez al puesto, donde permanecía con su madre hasta que ésta se retiraba, y halló el puesto vacío.

El tal puesto era cualquier sitio del arroyo ó del paseo.

Preguntó y la dijeron que estaban en la perrera. Una conocida la dió instrucciones.

—Ha dicho tu madre que te vuelvas á casa.

Y se volvió. Pero tenía miedo de abandonar la carretera y pidió mi ayuda para llegar al barrio de Marconell.

Allí había amigos míos... Los tengo en todas partes, porque amo á todos los hombres: al interfecto, al asesino, al juez, al verdugo y al sepulturero. Y los amo, no por lo que sean los hombres, sino por lo que pudieran ser.

En aquel barrio tenia su estudio mi buen amigo el pintor escenógrafo D. Carlos Muriel, artista que admiro, porque tiene excepcionales condiciones para adivinar la belleza y la virtud y para reproducirlas.

Precisamente en la casa donde paramos, y vivían los padres de la pequeña, vivía también Gertrudis, la viuda de aquel Antonio Moreno que falleció en un presidio.

Esta es otra historia. Moreno fué condenado por matar á un amigo suyo, un tal Sanz. Se les vió salir juntos de una taberna; se vió el cadáver, y Antonio no quiso decir dónde había permanecido desde las nueve hasta las once de la noche.

Yo visité á Moreno en la cárcel, y me dijo:

—Ya me conoce usted; pues bien, no sé nada de esa muerte, pero no digo dónde estaba yo. Si me condenan, andando. Con tal que venga usted á verme y venga Gertrudis.

El tribunal le declaró culpable.

Recuerdo que un vecino de mi pueblo decía á sus amigos:

—¿A que no sabéis de quién hablo? Es rubia, tiene dos ojos, dos orejas, una boca con los dientes muy blancos.

—Tu mujer.

—Pero si tiene rabo.

—Pues será tu pollina.

—Esa.

—Como te callabas lo del rabo.

—Es lo menos importante que tiene la burra.

Y así conseguía el vecino engañar á mis paisanos.

¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! En que Moreno fué á presidio.

Y nada más. Allí enfermó del pecho y se murió. Pero antes de morir me dijo dónde había pasado las horas en que se realizó el crimen. En compañía de su amante, con quien riñó aquella noche.

Había temido que su mujer no le perdonase, y Antonio apreciaba más la consideración de su esposa que la consideración social. La querida estuvo á la altura de su misión, y se calló para que su nuevo amante no conociese aquellas pasadas relaciones.

El infeliz Moreno me dio las pruebas de que no mentía, y referí la historia á Gertrudis, que estaba ignorante de que aún quedaba el rabo por desollar. La pobre viuda se desesperaba.

—¡Dios mío! ¡Y que ese hombre haya pasado tantos trabajos por no darme un disgusto! ¡Y yo! ¿en que le iba á castigar aunque me lo hubiera dicho?

—Perdone usted, Gertrudis, pero la esposa tiene sus derechos.

—Las que no quieren.

—Será posible, pero no debo hacer comentarios.

—¡Dios mió! ¿Por qué ocurrirán estas cosas?

—Eso lo sé perfectamente. Ocurren porque no se cumple el precepto de aquel revoltoso que vivió hace diez y nueve siglos. El hombre está obligado á perdonar siempre todas las ofensas.

—Eso es difícil.

—Muy cómodo, muy rápido y muy sencillo. Lo que es lastimoso, costosísimo y pesado es vengarse y castigar.

¡Pobre Gertrudis!... En fin... ¿dónde estábamos?... Con tantas digresiones... ¡Ah, sí! En la casa de María.

Llamé á la viuda de Antonio, y la mujer se levantó y abrió la puerta.

—¡Señorito Silverio! ¿Usted por aquí?

—Vengo de ayo.

—¿De ayo?

—Acompañando á ésta.

—Si es la chica de la vecina.

—Parece ser que á los padres los han metido en la perrera.

—Pues hasta mañana por la mañana no saldrán.

—¿Y ésta? ¿va á dormir sola?

—Que duerma conmigo.

—Pero, ¿no te levantas temprano?

—A las cuatro tengo que estar en la buñolería á recoger los buñuelos.

—¿Y te vas á venderlos?

—Ea.

—Pues, mira. Yo no hago las caridades á medias. ¿Tu conoces á esta chica?

—Sí, señor.

—Y sus padres, ¿son honrados?

—Como que no tienen dos pesetas.

—Pues la chiquilla me la llevo á mi casa, y tú haces que lo sepan los padres.

—Lo que usted quiera. Anda, que vas á dormir en cama blanda. Ya puedes querer á este señor, que es muy bueno.

Me retiré, porque no doy importancia á los elogios de los críticos que no están reconocidos oficialmente.

Tomé un coche en la calle de la Princesa, compré en la de San Bernardo pasteles y jamón en dulce, y llegué á casa. Abrió la puerta el sereno, sin preocuparse de mi compañía, porque estaba acostumbrado á que yo volviese con perros hambrientos, extranjeros desorientados y buenas mozas.

Esto de acompañarse con buenas mozas parecerá muy mal á los estúpidos que nunca gozaron de tal fortuna, y por mi parte declaro que he formado muy mal concepto acerca de las mujeres complacientes desde que no tienen complacencias conmigo.

Encendí el quinqué del despacho, y la chiquilla empezó á mirar.

—¿Quién es ese?

—Séneca.

—Y ¿qué es?

—Era el sabio favorito de un emperador.

—Tendría mucha ropa y muchos cuartos.

—Figúrate.

—¿Y se ha muerto?

—Le mataron.

—¿Por qué?

—Eso no se pregunta.

—¿Por qué?

—Porque los sabios están destinados á morir siempre de hambre.

—¿Por qué?

—Porque sí.

—¿Eso tampoco se pregunta?

—Tampoco.

—¿Y esas chinas?

—Son los huesos de un carpo.

—De un...

—Los que tenemos aquí.

—Y ¿para qué sirven los huesos?

—Para hacer botones, y otros objetos, y sirven para refinar el azúcar y...

—Y á mí ¿para qué me sirven?

—Te servirán para que te los rompan.

—¿Por qué?

—Tampoco eso se pregunta.

Hizo la chiquilla un gesto de desagrado y se quedó callada.

Me quité las botas, porque padezco de los pies. Y anoto este detalle porque estoy orgulloso de que mi base sea tan débil como los pies de barro de las grandes estátuas de nuestros tiempos.

La niña no cesaba de mirar dos cuadritos colocados á la cabecera de mi cama.

—Listos, Mariquilla, listos. Ahora vamos á cenar. ¿Tienes hambre?

—Una poquita.

—Pues vámonos al comedor.

Pero al llegar á la puerta de escape la muchacha señaló á uno de los cuadros y me dijo:

—Esa es la Virgen del Carmen.

—Veo que la conoces.

—Ya lo creo. Y la otra ¿es santa también?

—Lo era.

¿Cómo se llama?

—Se llamaba Rosario, y era mi madre.

—¿Y también era santa?

—Todas las madres son buenas.

—Todas no. Dice mi madre que hay algunas muy malas.

—Porque les ponen en el aprieto de serlo.

—¿Por qué?

—Vamos á cenar. ¡Me preguntas todo lo que no puedo decirte!

Cenamos sin acabar nuestra charla. María cambiaba de ideas como cambian de sitio los gorriones, sin alejarse mucho del punto de partida, pero sin estarse quietos.

La chica tenía su juicio hecho acerca de la sociedad. La suma absurda de dos cantidades heterogéneas: los ricos y los pobres.

—Y el guardia empujó á mi madre y la llevó á la Alcaldía.

—Pues el guardia no es rico.

—No, pero le pagan los ricos para que persiga á las vendedoras.

Juzgando de este modo se habitúan las inteligencias á no discurrir. Todos los males del rico provienen del pobre, y los de éste provienen del rico.

Odio para el que está debajo, y para el que está encima, y para el que nos iguala, porque nos puede superar.

La anarquía grosera. Los de arriba deshonrando con la cárcel, matando con el patíbulo y robando con el impuesto. Los de abajo deshonrando con la calumnia, matando con el puñal y robando con el motin. Total: una barbarie que se llama revolución cuando la comete el pobre y orden cuando la comete el rico.

Yo había dado hospitalidad á aquel cuerpecillo endeble, y me creí obligado á ser caritativo con aquel espíritu perturbado.

—Si tuvieras dinero.

—Ya lo creo.

—Si te encontrases un bolsillo con muchas monedas de á cinco duros... Pero si lo encontrases lo devolverías á su dueño.

—Dice mi madre que si; que se contentaría con la propina.

—¿Y si no se la daban?

—Si, se la darían.

—O no.

—Entonces...

—Lo mismo. Porque si solamente se devuelve por cobrar el hallazgo vale más no devolver.

—Pero lo bueno es devolver.

—Aun sin propina.

—Mi madre dice que sí.

—¿Y tu padre?

—Mi padre dice que no.

—Pero dirá algo más.

—Que los ricos tienen dinero porque lo han robado; y que quien roba á un ladrón tiene cien años de perdón.

—Pero aun rebajando los cien años, es tanta la pena que tiene el ladrón que aun queda muy castigado.

—No sé.

—Y, sobre todo, porque haya un ladrón no hemos de ser ladrones.

—Eso dice mi madre.

—¿Y tu padre?

—Pues cuando mi madre le dice una de esas cosas, entonces él levanta los hombres y dice que «¡si creerás que todos son como tú!»

—Y ¿quién tiene razón?

—Mi madre, pero mi padre dice bien, porque todos no son buenos.

—Perfectamente, Mariquilla, perfectamente. Quedamos en que no puedes hacerte rica encontrándote un bolsillo. Vamos á buscar otro medio. Pero, ¿no te gusta el jamón?

—Sí, señor.

—Pues come.

—¿Más todavía?

—Hasta que lo concluyas.

—¿No guarda usted para el chico del portero?

—No guardo, no.

—Pues mi madre sí.

—Pero es que mi portero no tiene niños.

Y era cierto, pero también lo era que nunca se me había ocurrido guardar comida para nadie,

—Figúrate que te cayera la lotería.

—El premio gordo.

—Yo no sé si la lotería es cosa santa, pero es legal, y esto me basta para que yo respete tan honesta costumbre. Si te toca el premio mayor...

—¿Cuánto es?

—El de Navidad diez millones de reales.

—¿Cuánto es en perras chicas?

—La mar.

—Atiza.

—¿Qué harías?

—Se los daría á mi madre.

—Y á tu padre.

—Le daría mi madre para tabaco y para aguardiente por la mañana.

—¿Nada más?

—Es que si tiene, convida y juega al mus.

—Pero ¿tu padre no es bueno?

—Sí, señor; pero es hombre.

Esta es otra síntesis social. La sociedad es el producto de dos quebrados, y nos vamos achicando. Las mujeres han convenido en que los hombres son unos tiranos. Y siempre son malos porque se van con otra. Si así ocurre convendremos en que la otra no es buena aun siendo mujer; y si la obligación de la hembra es hacerse agradable al hombre, es lógico que la esposa engañada no sabe ser esposa.

Los hombres reniegan de sus mujeres, porque son estúpidas y falsas. De lo último hablarán los esposos feos y los que aburren á sus mujeres, y convendrán en que el amante no es bueno aun siendo hombre. Y el llamarlas estúpidas no lo dirán los padres que tan mal las educaron.

Llevamos muchos siglos la raza humana sobre la tierra, y aún no hemos pensado seriamente cuál es la manera más cómoda y más útil de unir los dos sexos.

Mariquilla, antes de ser mujer, ya despreciaba al hombre, es decir, á su compañero fatal. ¿Qué porvenir la esperaba? Vivir con el cuerpo lleno de besos y el alma llena de recelos. Más vida y menos vida; total, cero.

—¿Y qué más harías con tantos millones?

—Muchas cosas.

—Tendrías coche.

—Coche, no. Me compraría un vestido azul y un sombrero.

—Y ¿por qué no quieres coche?

—Eso es para los ricos.

—Pero si tú serías muy rica.

—¿Mucho?

—Mucho.

—Entonces también tendría coche.

—Y más de uno. Y vivirías en una de esas casas tan bonitas que hay en el paseo de la Castellana. Irías á los teatros y te sentarías en un palco. Llevarías alhajas muy bonitas y muy costosas...

María me miraba sin verme. Ya no comía jamón. ¡Valiente porquería! Y sin embargo son diez pesetas cada kilogramo; en lo que se tasan muy pocas mujeres, porque las prostitutas rara vez llegan á costar tanto como un cerdo.

—Tendrías muchos criados y te llamarían excelencia. Las mujeres te envidiarían al verte tan hermosa y los hombres se dejarían matar por tí.

Seguía la inmovilidad. Se estaba produciendo el vértigo en aquella inteligencia, y creí que había llegado el momento decisivo.

—Comerías los manjares más raros, más delicados y más costosos. ¿Guardarías algo para el chico del portero?

—Eso siempre.

—¿Aunque estuviera sucio?

—Lo lavaría.

—¿Aunque estuviera desnudo?

—Pues le compraría un traje.

—¿Aunque estuviera enfermo?

—Le llevaría á casa de D. Manuel.

—¿Quién es D. Manuel?

—Un señor que cura á los niños.

—¿Y no te daría vergüenza, siendo tan rica y yendo tan maja, que te viesen con el chico del portero?

—Vistiéndole como á mí...

—Pero tú no habías de socorrer á todos los pobres del mundo.

—A todos los que pudiera.

—Entonces serías buena.

—Ya lo creo que lo sería.

—Aun siendo rica.

—Mejor.

—Luego tu crees posible que haya ricos buenos.

—Vaya si los hay.

—¿Conoces alguno?

—La señorita.

—¿Quién?

—Donde ha estado sirviendo mi madre.

—Pues entonces no creas que la sociedad está dividida en pobres y ricos, sino en buenos y malos. Si todos fuésemos buenos viviríamos bien.

—¡Ojalá!

—Por eso es preciso que nos unamos los buenos y acabemos con los malos.

—¿Matándolos?

—Corrigiéndolos.

—Eso es.

—Y ahora cómete el jamón, que bien lo mereces, porque eres muy buena.

Me quedé enamorado de mi didáctica. Esta es la hermosa anarquía, el triunfo de la virtud y del bien social.

—De modo, Mariquilla, que ya sabes lo que es preciso hacer.

—Sí, señor.

—Todo por el bien y para el bien. Los buenos y solamente los buenos. Ahora es necesario distinguir el bueno del malo.

—Yo lo sé.

—¿De veras? ¿Quién es bueno?

—Usted.

—Muchas gracias.

Mi modestia se convenció, porque se deja convencer fácilmente.

—Y ¿quién es malo?

—El alguacil.

Me quedé perplejo como si el alguacil se hubiese presentado súbitamente.

Estudie usted filosofía y pronuncie discursos para que le salgan con esa síntesis. Y quizá la filosofía de la chiquilla sea la más lógica.

María me había mirado temiendo que su respuesta me enojase, y después siguió comiendo con la tranquilidad de quien cree que el hombre más malo es el alguacil.

Vaya usted á convencer á esta muchacha de que el guardia es un hombre honrado que cumple con su obligación... ¿Y los legisladores á quienes yo censuro? Acaso sean tan inocentes como el alguacil.

Pero si el hombre puede hacer daño á su semejante cumpliendo un deber social, ¿qué es malo? Pues el organismo de la sociedad. El habernos asociado tan absurdamente que unos hombres no pueden vivir si no perecen otros.

Esta es la sana filosofía. Vamos á enseñársela á la pequeñuela.

—Y usted ¿no come?

—Yo fumo.

—Dice mi madre que los hombres parecen chimeneas.

—¿No le gusta que fumen?

—Sí, señor, porque los que no fuman parecen mujeres.

—Y serán feos.

—Muy feos.

—Tu padre ¿fuma?

—Anda, anda; y cuando tenemos puesto, si le va bien, aprieta firme.

—Y ¿cuándo tenéis puesto?

—Pues en las verbenas y San Isidro.

—¡Hola!

—Pero que no se hace nada.

—¿Por qué?

—Porque hay que pagar siete pesetas por metro y cuatro de sello. Y en el Santo hay que pagar á la Cofradía. En fin, yo no sé, pero mi padre dice que cuesta mucho y que con el género no se saca.

—Mal negocio.

—Y que es preciso estar bien con los de humos y se llevan el género de balde, pero mi padre dice que esto no se debe decir.

—Pues yo tampoco lo diré.

—Y por eso se hace lo que se hace, y otras cosas.

—Y ¿qué se hace?

—El puente, por ejemplo.

—Y ¿qué es el puente?

—Pues se engancha la cuerda del platillo de las pesas y se da corrido.

—Y estará escaso.

—¡Y tanto!

—Pero, ¿por qué hacéis eso?

—Pues si cuesta mucho la licencia y todo cuesta mucho.

—Sin embargo...

—Y los ambulantes engatusan á los guiris y nos quitan la venta á los de los puestos.

—Como lo hacéis vosotros cuando estáis de ambulantes.

—Lo mismo.

Luego el mal consiste en que los humanos pretenden eludir las leyes.

—Pero basta de filosofías trasnochadas, que ya ha dado la una. Mariquilla, es preciso acostarse; ¿tienes sueño?

—Un poquito.

—¿Sabes desnudarte?

—Anda, ya lo creo.

—Pues te acostarás en esa cama.

—Yo quería en la otra.

—¿Por qué?.

—Porque está la Virgen del Carmen.

—Te la traeré.

—Pero le hará á usted falta.

—¿A mí?

—¿No reza usted?

—Desde luego.

—Pues esta noche yo rezaré por su mamá de usted, y usted rezará por mi abuelito.

—Conformes.

La chiquilla se acostó, y me llamó para que la diese un beso. Reparé que había colocado su ropa muy bien puestecita sobre un sillón. Recordé entonces lo que siempre recuerdo, y es que la educación está en quien la tiene; y que educación es una característica disposición para hacerse agradable.

Llevó la luz á mi despacho y me senté á la mesa.

Los humanos pretenden eludir las leyes... De deducción en deducción convine en que la humanidad progresaba, y en que las leyes eran casi perfectas... Sentí una halagüeña paz al verme reconciliado con la sociedad... Desaparecieron mis extravíos demagógicos y me sentí hombre de orden. Retiré los huesos del carpo que tenía sobre el pupitre y me dije que la Biología era una ciencia insensata, y que yo era un majadero porque pretendía escribir una Osteogenia nueva... Nihil sub sole novus... Ya todo es armónico... Respetemos lo existente y... me duermo.

Lo cierto es que todos los trabajos que tema empezados repugnaban á mi nueva manera de discurrir.

Me acosté alabando á Confucio, y me dormi sin rezar por el abuelito de María mientras ésta rezaría por mi madre. Ya dijo el gran pensador cristiano que No es mucho durar mucho en la oración cuando es mucha la consolación: lo mucho es que cuando la devoción es poca la oración sea mucha.


Me despertó el sonido de la campanilla. Me levanté y abrí la puerta. Mi visitante era mi amigo Mariano, un joven de extraordinarios talento y aplicación, á quien he visto hacer su carrera de triunfo en triunfo. Un aficionado á lo clásico. Un Menéndez Pelayo de la Jurisprudencia. Como éste, sabio y laborioso, joven y afable. Uno y otro, con las extraordinarias grandezas de sendos espíritus, y circunscriptos á venerar las obras realizadas por seres que positiva y lógicamente les eran inferiores, me producen el mismo efecto que me produciría Noé si visitase el Ateneo para preguntarle á D. Juan Vilanova lo que ocurría antes del diluvio.

Empezamos á charlar, y de pronto me acordé de mi huéspeda. Fui al comedor y la encontré peinada, vestidita y sentada en una silla.

—Ole, salero.

—Buenos días, señorito.

—¿Has dormido bien?

—Sí, señor; ¿y usted?

—Perfectamente.

—Ya, ya.

—¿Hace mucho que te has levantado?

—Si, señor; mucho.

—Y ¿qué has hecho?

—Pues, la cama.

—¡Chiquilla!

—Yo hago la mía, pero ésta es mayor y me ha costado más trabajo.

—¡Pobretica! ¿Tienes hambre?

—Así, así.

—Espera un poquito.

Llamó á Isidora, mi portera, y le dije que trajera dos cafés con tostada.

—Señorito, aquí ha estado una mujer dos ó tres veces, y ha dicho que era la madre de esta niña. Yo... como no sabia nada...

—Y ¿por qué no ha subido?

—Pero, señorito, si yo no sabia que estuviese aquí la muchacha.

—Entonces la pobre mujer andará buscándola.

—No, señor. Vino primero y preguntó, y yo la dije que no subiese, y se marchó llorando. Volvió después y dijo que si que estaba aquí la niña; y tampoco subió. Y luego ha vuelto, que eran más de las nueve, y ha venido con la señá Gertrudis.

—Y Gertrudis habrá dicho que me vió ayer noche.

—Sí, señor, y ha contado toda la historia.

—¿Y la madre?

—Pues, se quedó más tranquila.

—¿Y qué?

—Y está abajo.

—Pues podía usted haber empezado por ahí. Que suba enseguida.

Subió la vendedora; tomamos juntos el café, y Mariano se enteró de todo lo ocurrido. Dió entonces, como siempre, pruebas de su discreción y de sus buenos sentimientos, y después, hallándonos en el despacho, mientras madre é hija se disponían á marcharse, me dijo:

—No te censuro, pero te metes en unos líos que...

—¿Qué?

—Figúrate que se hubiera muerto.

—¿Me iban á ahorcar?

—No, pero te hubieran producido muchas molestias.

—Injustas.

—No seas apasionado y sofista. Tú serás muy bueno, pero podías ser un tunante, y la ley ampara á todos, y singularmente á los niños.

—Tienes razón.

Me fue simpática la idea de que la ley protegiese á los pequeñuelos. Pero después... Llamó á la niña, cogí su cuerpecillo con mis manos, la acerqué á mí, y la dije:

—En toda una noche no he podido enseñarte nada, y me he convencido de que nada sé. A ver si me enseñas algo. ¿Es buena la ley que ampara á los niños?

—Sí, señor.

—¿Es ley también la que imprudentemente temeraria abandona á los niños en una carretera y de noche?

Mariquilla, ó no entendió bien, ó recordó mis respuestas de la víspera.

—Vamos, di. ¿Es ley también la que deja á los niños solos y abandonados en una carretera?

—Eso no se pregunta.


Y no lo pregunto.

Cuento inverosímil

Confúndete, pues, cuando te honran sin merecerlo, y procura hacer verdad lo que de ti creen los otros; y cuando lo merecieses, da la gloria á Dios que te dió aquéllo, porque te honran.

Fr. Luis de Granada.


Antón Perulero,
Cada cual atienda a su juego,
Y aquél que no atienda
Pagará una prenda
.


En una población... aquí, donde yo señalo en el mapa, está el Gran Casino de Cherry-Cheeks.

Muy hermoso, con muchos dorados, muchas losas de mármol, muebles forrados de terciopelo, espejos altísimos, tocadores muy bien provistos de perfumes, un comedor ¡qué comedor! cuadras anchas y limpias, cocheras que parecen palacios, nada de escultura ni de pintura, en la biblioteca los tomos de la Gaceta, un diccionario geográfico, dos docenas de novelas estúpidas, cinco de novelas pornográficas y algunos periódicos.


Son las tres de la madrugada y Eduardo Lara, marqués de Valfermoso, se levanta de la mesa de baccarrat, le rodean sus amigos, y todos se sientan en el saloncito inmediato.

Se recuerdan y se comentan las jugadas raras. Hizo muy bien en pedir, porque ganó en el segundo teniendo el primero completamente perdido... Además les quitó un nueve para la jugada siguiente. Desde entonces quedó la suerte cambiada. El pobre Guerrero se había empeñado en abatir y no lo había conseguido, y Olot quería pedir con seis. Nada, que se habían vuelto locos...

Un dependiente del casino trajo en una bandeja de plata la cantidad ganada por el marqués; más de once mil pesetas.

A las diez de la mañana el marqués concluía de bañarse en casa de una de sus queridas, y ésta salió á la calle, incomodada, al parecer, con su amante, porque no le daba cuatro mil reales.

Yo no sé la relación que une los fenómenos corporales con los psicológicos. Dicese que un acto piadoso permite al enfermo entregarse en buenas condiciones fisiológicas en manos del cirujano, y se dice que una dosis de cafeína permite al paciente realizar un acto piadoso. Yo no sé qué influyó en el espíritu del marqués, si fue la vigilia, la cena, el baño, el desvío de la querida ó el olor del Cherry Blossom, pero lo cierto es que, en lugar de levantarse á las siete de la tarde, se levantó á las cuatro, llegó á la estación, montó en el tren y emprendió su camino.

Cuando los vagones empezaron á deslizarse sobre los rieles, Eduardo Lara se asomó á la ventanilla, contempló la población que abandonaba, y dijo entre dientes:

—De modo, que si pierdo pago y si gano pago también; está visto que mi única obligación social es pagar. De las ganancias de ayer me quedan unos cuantos duros en el bolsillo. Vivo adulado, pero no querido. Comprendo que se acerca la catástrofe, y por lo menos debo morir dignamente. Vamos al castillo de Valfermoso.


Aquella noche se buscó al marqués en toda la población. Se habló de un idilio extravagante con una bailarina; de un desafio pendiente; de anunciados propósitos de suicidio, y los más astutos hablaron de secuestro. Intervinieron las autoridades, que en esta ocasión, no lograron dar con el fugitivo, y todo volvió á la calma.

Sic transit... etc.


Hallábase el castillo en la altísima cumbre del monte, como pregón de las grandezas alcanzadas por los ilustres ascendientes del marqués. Parecía que la naturaleza se había complacido en colocar aquel cerro aislado en medio de la vega. Por ésta conducía sus aguas el rio, cuyo cauce perfumaban las flores silvestres que arrancaba de sus orillas, como si no se creyese bastante hermoso con ser quien llevaba la vida á toda aquella lozana vegetación.

Diseminábanse los árboles por el inmenso llano formando grupos donde colgaban su palacio los ruiseñores, y era tanta la hermosura de aquellos lugares, que alguno llegó á decir que la posesión del marqués era más estimable que el gran comedor del gran casino.

El marqués subía á caballo la empinada cuesta que lleva hasta la puerta del castillo. El sol se iba acercando al horizonte y se percibían con mayor intensidad los olores de las plantas y los ruidos que á lo lejos producían el rodar de un carro ó el canto de un labriego. Ya no volaban los vencejos y las golondrinas alrededor de la torre, y los murciélagos preparaban sus diminutos paraguas para lanzarse con ellos en busca de un objeto que poder rodear con sus rápidos giros.

Subía el marqués, emocionado por aquel espectáculo, sintiendo, no la rabiosa envidia que hace maldecir la felicidad ajena, sino la compasión cristiana de quien entiende que es necio limitarse á gozar de las imitaciones de la naturaleza, pudiendo disfrutar del hermoso modelo que Dios nos dio con tanta abundancia para que nosotros lo destrocemos y lo despreciemos neciamente.

Y subiendo así, vió á su derecha, y como asomadas al abismo, unas cuantas ovejas guardadas por un pastor. Este miraba al caballero con asombro, porque no conocía al visitante ni presumía qué objeto podría tener nadie en dirigirse tan tarde á una vivienda completamente abandonada.

—Oye, muchacho, ¿por aquí se llega al castillo?

—Sí, señor.

—¿Sin ningún tropiezo?

—¿Cuál?

—¡Qué sé yo!

—Ni yo tampoco.

—¿Tú no me conoces?

—Para servirle.

—Y tú, ¿quién eres?

—Un criado de D. Remigio.

—¿El administrador?

—No sé.

—¿Tú no sabes que D. Remigio es el administrador del marqués?

—Eso dicen unos.

—Pues, ¿qué dicen los otros?

—Que todo esto es suyo.

—¿De D. Remigio?

—Ea.

Se había acercado el pastor al ginete, y notaba en éste cosas completamente extrañas en aquel pueblo, y por el corte de su barba, sus movimientos y su arrogancia dedujo que no era, seguramente, un señorito de algún pueblo inmediato. Decidióse el muchacho á ser discreto por si aquel caballero era el mismísimo marqués en persona; pero el marqués se propuso desorientarle, y lo consiguió en cuanto dijo que venia al castillo para traer noticia de la muerte del propietario.

—Pues ahí no hay nadie.

—¿Y D. Remigio?

—Vive en aquella casa que blanquea allá abajo.

—¿Junto al rio?

—Sí, señor; la concluyó para las últimas fiestas. Y dió una corrida de toros y una merienda que ya ya.

—Entonces, ¿quién vive aquí?

—Pues, nadie.

—¿Quién cuida de los muebles?

—Si no hay nada de eso.

—¿Que no?

—Todo lo tiene D. Remigio en su casa.

—Todo, no puede ser.

—Y en la del señor cura y en la de don Lorenzo.

—¿Quién es D. Lorenzo?

—El administrador de más abajo.

—¿De dónde?

—El que sigue á D. Remigio.

—De modo que hay dos.

—Hay cuatro, es decir, tres, y el amo.

—Pero ¿quién es el amo?

—D. Remigio.

—Está bien; ¿y los otros tres?

—Pues D. Lorenzo, el Sr. Blas y el tío Corchao.

—Muy señores míos; y las armas, ¿tampoco están?

—Esas sí, pero se las va á llevar un francés que dicen que las ha comprado. Ya usted ve, para lo que hacen ahí.

—Ya veo, ya veo.

—En fin, usted dirá si quiere que le acompañe á casa del amo.

—Si yo voy al castillo.

—¿A qué?

—Eso no te importa, y si me acompañas te lo pago bien.

—Yo tengo que volverme al pueblo con el ganado.

—Lo encierras en el castillo.

—Porque usted lo diga.

—Precisamente porque lo digo yo.

—Y después el amo...

—Aquí no hay más amo que el marqués de Valfermoso.

—Y se ha muerto.

—Ten cuidado no resucite y to cruce la cara con este látigo.

—Como no sea vuecencia.

—Por fin has dicho algo cuerdo.

—Pero ¿de veras es vuecencia?

—¿Lo dudas?

—Ya, no, señor. Tenia así un no se qué que me lo daba el corazón, pero cuando vuecencia ha dicho que me iba á pegar, pues entonces, dije: ¡vaya si es el amo! Y ahora vamos al castillo; yo le enseñaré á vuecencia los robos que le ha hecho el tío Lagarta.

—¿Otro administrador?

—No, señor.

—Pues ¿quién es?

—D. Remigio.


La decoración no es nueva ni por su originalidad ni por su fecha. Una habitación que fué sala y se convirtió en cueva. Allí seis ó siete sepulcros, unos de mármol, otros de piedra ordinaria, los restantes de ladrillo guarnecido de yeso; las losas del piso están cubiertas de liqúenes menudos que hacen peligroso el tránsito. De las paparedes cuelgan unas cuantas armaduras enmohecidas y descabaladas.

Allí llegan el marqués y el pastor alumbrándose con un farolillo.

—Aquí entramos el día que vino el francés.

—Para comprar mi pasada gloria.

—Y todo se revolvió.

—Alumbra aquí.

—Este no es el más viejo.

—D. Gaspar de Lara y Colmeiro, segundo marqués de Valfermoso, condecorado... Este es mi bisabuelo. ¿Dónde está el más antiguo?

—En aquel rincón.

—Alumbra. ¿Sabes que hace frío?

—Y huele mal.

—Pedro Ara, comerciante, compró este castillo en ruinas y lo restauró. Deja un hijo, y todo lo ganó con su trabajo. Murió en... Este es el fundador.

—Y aquí está el último.

—Qué será mi abuelo.

—Ca, no, señor.

—Pues si mi padre murió en América.

—Pero si es otro.

—¿Quién?

—El padre de D. Remigio.

—¡Ah, diantre! Hasta con los muertos se atreve; alumbra, alumbra.

—Este sí que es nuevo y bonito.

—El excelentísimo é ilustrísimo señor D. Ramón García y Fernández de Valfermoso, falleció en este castillo el día... pero ¿murió aquí?

—¡Ya lo creo! Valiente entierro se le hizo.

—¡Qué iniquidad! Deja el farolillo y márchate.

Quedóse el marqués solo en la estancia, revisó las inscripciones de todos los sepulcros, y vió que á Pedro Ara, comerciante, había sucedido Román Lara, magistrado; á éste, Pedro, afortunado militar y primer marqués de Valfermoso; á éste, D. Gaspar, que después de enviudar se hizo sacerdote y alcanzó un alto puesto en el clero.

Seguíale en la genealogía otro D. Pedro, también militar, y muerto en América, el cual era padre del marqués que estaba contemplando los sepulcros de sus ascendientes.

Volvió el aristócrata á dejar el farol en el suelo, cruzóse de brazos, y encarándose con las tumbas, dijo:

—Aquí me tenéis, señores marqueses. Del capital que acumulásteis apenas queda con que sostenerse cualquiera de los que fueron vuestros criados. No vengo á daros cuenta, que haríais mal en pedirme; sólo vengo á deciros que este marquesado, con todos sus prestigios, está próximo á caer como cae la hoja seca. Si alguno de vosotros está dispuesto á devolverle su pasado esplendor, yo doy al animoso mi juventud y mi vida y acepto su lugar. ¿Queréis, ó no?

Alzáronse las cubiertas de las tumbas, irguiéronse los esqueletos y las calaveras giraron, presentando las órbitas al arrogante marqués.

Querían todos aceptar el trato, y todos lo aceptaron, porque hubo en el joven suficiente vida para que los muertos lograsen las energías de los sesenta años; quedóse el marqués frío, tendióse en la sepultura de Pedro Ara, el fundador, y desde allí dijo á sus parientes:

—Os advierto que hallaréis el mundo muy cambiado. La palabra hablada y la palabra escrita caminan con rapidez por hilos metálicos; se marcha sobre la tierra y sobre los mares con velocidad extraordinaria. Al despotismo de un necio ha seguido el de las necias muchedumbres. Todo lo irracional se os aparecerá con nuevas formas, y lo inmutable y eterno apenas fija la atención de los hombres. Os veréis engañados, os veréis escarnecidos y os...

Era inútil seguir adelante, porque el marqués estaba solo.


Si en el cadáver existen fuerzas interiores, éstas se manifiestan activamente cuando el cadáver se descompone, y si un principio de esta descomposición produce por la transmisión nerviosa los dolores que acusa el cerebro, creo que la descomposición del cerebro debe ser un extraordinario placer de la materia.

No existe el dolor donde no existe la envidia, que es madre de la soberbia y abuela de la crueldad. Y entre los órganos que yacen inertes no es posible rivalidad de ninguna especie. Bendita sea la tierra, hija de Dios, que alimenta al hombre y guarda al muerto y lo descompone cariñosamente. Bendita sea la tierra que no detiene el paso del hombre vivo, ni detiene la marcha de los átomos del cadáver. Porque á cualquier parte que miréis hallaréis siempre que la cárcel es la única creación original del sér humano, porque en toda la naturaleza no hay más cárceles que las que construye el hombre.

Bendita sea la hermosa paz del sepulcro, donde la materia humana recobra toda su grandeza y pasa á nuevos estados en que cumplir solamente las sublimes leyes de Dios.


Ignoro si el cadáver del marqués gozaría descomponiéndose, pero es evidente que se descompuso.

Allí volvió el jurisconsulto, renegando de los tiempos presentes, quejándose de que los magistrados y las leyes puedan ser discutibles y puedan ser recusables, quejándose de la libertad y de la democracia, y renegando de haber abandonado su sepulcro para ver cosas tan miserables.

Allí volvió el general, burlándose de los ejércitos sin soldados, de las campañas terminadas en pocos días y de los afeminados pueblos que prefieren la paz á la guerra, que luchan solamente por adquirir cuatro céntimos ó un privilegio inútil, y que se rien de los generales que no saben retórica.

Allí volvió el marqués que fué obispo, escandalizado por la indiferencia religiosa de nuestros contemporáneos, asombrado de que los pueblos y los reyes pidan sus consejos fuera de la iglesia, y decidido á no salir de su tumba hasta que se reintegrase al Pontífice en su poder temporal.

Allí volvieron todos, todos, menos Pedro Ara, el fundador de aquella poderosa familia, pero con el pastor envió una carta que éste leyó delante de las tumbas, y que decía así:


«Mis queridos parientes, os agradezco vuestra retirada, porque así me hallo con todo el vigor del joven que ocupa mi fosa.

Desde mi vida anterior hasta la presente se han conservado costumbres é instituciones inútiles, se ha aumentado la protección á la propiedad y á otros privilegios más ó menos odiosos, pero no se ha hecho nada para proteger al que trabaja. Ni existe el derecho al trabajo, ni el trabajar es virtud social, aunque lo sea en todos los códigos morales.

A pesar de esto, hoy como entonces y como siempre, el porvenir es del que trabaja.

Cortando pinos puse á mi hijo en condiciones de ser marqués; pues ahora fundiendo hierro pondré a mis descendientes en condiciones de que no necesiten del marquesado para ser personas respetables.

Adiós. Vuestro afectísimo, Pedro


Quisieron articularse los huesos del joven marqués y llenarse de vida y volver á la sociedad y trabajar hasta partirse, pero era tarde.

Ya va siendo muy tarde.

Muchas gracias

Respetemos la queja cuando el dolores grande.

Es preciso sacar utilidad hasta de lo malo.


«Amigo Silverio: Aprovechando tus cariñosas ofertas voy á enviaros á mi hijo Luis, á Lola, mi cuñada, y á mi suegra.

Haz el favor de decirme de qué medio me valgo para enviarlos.

Aguarda tu contestación, y te abraza tu afectísimo, Cándido Remitente


«Mi buen amigo: Tu carta nos alegró mucho, y os esperamos con impaciencia.

A mi juicio debes enviar á Luisillo certificado, lo cual te costará tres reales, además del franqueo, con arreglo al peso; y no olvides que, mediante diez céntimos, tienes derecho á que te den aviso de recibo. Lola puede venir en una tarjeta postal, y á tu suegra me la envías como carta ordinaria.

Ya sabes que te quiere y adivina tus deseos tu afectísimo amigo, Silverio Lanza.»


Una mañana me trajo el cartero á Lola unida á una tarjeta postal. La muchacha llegó en un estado lastimoso.

—¡Qué vergüenza he pasado! Todos, al verme, decían: «Por este lado va solamente la dirección,» y enseguida miraban el otro.

—En fin, has venido, y esto era lo importante.

Dos días después llegó Luis con cuarenta y ocho horas de retraso, firmé que lo había recibido sin fractura, y el muchacho nos consoló del cansancio de Lola y de la pérdida de la suegra, porque esta señora no fué habida en ninguna administración, á pesar de mis investigaciones y de las molestias que se tomó mi amigo D. Vicente, el escritor correctísimo.


«Amigo Silverio: Si te parece que reclame para quedar bien, haré lo que gustes. Tuyo, Cándido.»


«Amigo Cándido: No reclames, porque suelen pagar justos por pecadores. Y, finalmente, las gentes de nuestros alcances no certifican las cartas cuando quieren que se pierdan, y si se pierden debemos quedar agradecidos. Tuyo, Silverio

Las paisanas de mi madre

¿Gladiatores quoque ars tuetur, ira denudat. Deinde quid opus est ira, cum idem perficiat ratio?

Séneca.


Ustedes se acordarán de la tarde que Cachitos volvió á la plaza; de que mató muy bien y de que al salir se le hizo una ovación, y nada más. Pues ahora voy á referir lo que pasó aquella tarde.

Cachitos había estado tres meses en la cama curándose una perturbación de las costillas y otros órganos convecinos, producida par la entrada súbita en aquellas regiones del cuerno de un Miura incivil y atropellante. Esta era la explicación dada por Pico de Oro, cuñado de Cachitos, su primer banderillero, y sevillano, aunque esta condición debía ir delante, según él decía, porque es el primer ditado que se trae al mundo.

Los pesimistas aseguraron que Cachitos no volvería á torear, y el diestro se fue á la capilla de la Virgen de la Paloma el primer día que salió de su casa, volvió á la calle de Toledo, entró en la taberna del señor Francisco, y dijo al mozo:

—De beber pa todo el mundo.

Y se sirvieron copas hasta en medio del arroyo.

Cuando acabó la sesión dijo el empresario á Cachitos:

—¿Y qué? ¿Le pongo á usted una cruz?

—A mí me pone usted en el cartel, y con unas letras mu gordas para que se vean dende la eterniá por si me estaban aguardando.

Hubo aplausos, abrazos y vivas, y se supo que Cachitos mataría con Angel Pastor seis Veraguas de búten, de chipén, sin jonjanilla ni fantesías de pasa matute. Así lo decía Pico de Oro, y así lo repito.

Las letras del cartel eran gordas, pero no las vieron desde el otro mundo, porque hubieran resucitado los muertos para... nada, porque ya los vivos se habían repartido todo el billetaje.


Dos días antes de la corrida, y aprovechando la ocasión en que Cachitos cruzó solo las Cuatro Calles para comprar tabaco en la de Sevilla, se le acercó una mujer hermosa, alta, blanca, y llevando sobre sus hombros un pañuelo de crespón que parecía sobre aquel cuerpo un tapón de champagne, que' en quitándolo, la mar con espumas, inundaciones y ahogaos, muertos y fenecidos, como diría Pico de Oro.


—Adiós, hombre.

—Adiós, Marina.

—Parece que te pinchan en tu casa.

—No lo creas.

—Pues mi madre y yo hemos estado para darle la enhorabuena á la Lola, y mire usted qué acierto, que no te hemos visto; como no estuvieses al escondite.

—¿Por qué, chiquilla? Siempre andas con bulos y oscuridades. No estaba, porque estaría fuera. Y nada más. Que te agradezco la visita.

—Era para la Dolores.

—Pues te juro que te la estima.

—De modo que vuelves á la plaza.

—Creo yo que sí.

—¡Báh! Pues está visto que tú no tienes miedo á los cuernos.

—Voy por tabaco, si me dejas.

—Yo no fumo.

—Pero, ¿qué te pasa? Parece que estás atontá.

—Yo, no; los tontos son otros.

—¿Quiénes?.

—¿Van ingleses por tu casa?

—Gracias á Dios, no debo un cuarto.

—¡Adiós, Rochil!

Y la buena moza se marchó riendo. Quedóse Cachitos parado en la acera, y después irguióse, y con su andar majestuoso siguió hasta la tienda tan tranquilo como tenia por costumbre.


La tarde de la corrida llegó una carretela al número 215 de la calle de San Juan. Dentro de la carretela estaban el Moreno y Pico de Oro. Los curiosos rodearon el coche y los vecinos saludaron á los recién llegados. A los pocos momentos bajó Cachitos de su habitación y montó en el carruaje; los transeúntes saludaban con entusiasmo al matador, y éste contestaba como á compañeros de toda la vida, sonriendo como sabe hacerlo el temerario diestro.

Cuando el carruaje llegaba á la plaza de Antón Martín, dijo Cachitos al cochero:

—Vuelve á escape á casa.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Pico de Oro.

—Se me ha olvidado una cosa. No hay que azararse, caballeros; es cuestión de un minuto.

—Pá más que juera,—respondió el Moreno.

Subió Cachitos á su habitación, abrió la puerta, y halló á Dolores arrodillada delante de una imagen de su santa patrona. Alzóse del suelo la hermosa sevillana, y como viese á su esposo con el semblante lívido, se acercó á él gritando:

—¡No vayas! ¡no vayas! ¿Qué tienes?

Encorvóse el matador para que su rostro quedase enfrente del de su esposa, y con empañada voz la dijo:

—Yo voy, y tú vas, pero mismamente ahora mismo.

—¿A la plaza?

—Me parece.

—A la plaza no, por el amor de Dios.

Alzó Cachitos la mano que hacía rodar los toros, y en su movimiento sólo alcanzó á Dolores en una orejita, que empezó á brotar sangre; entonces el diestro repitió:

—Ya sabes que en el palco del duque tienes un sitio,

Y bajó tranquilamente las escaleras, y al montar en el coche dijo:

—Señores, se me había olvidado el moquero, y me hace falta por si lloran los bichos al verme.

Y sonriendo fué todo el camino, sin mirar á un coche que estaba parado en la esquina de la calle de San Juan.

Dentro de aquel coche conversaban Marina y un extranjero.

—Le digo á usted que nos vió cuando pasó la primera vez.

—Si hubiéramos bacado los cortinos...

—Usted, que quería ver á ese maleta.

—Maleto, no.

—En fin, ¿vamos á casa de la Lola, ó nos vamos á la plaza?

—A casa, á casa de la torera.

—Si Cachitos se ha enterado...

—Dijo un muchacho que volver por su pocket moquero.

—¿Arreamos?

—Sí, sí.

Y el coche echó á andar y se paró á la puerta de la casa de Cachitos.


El diestro había sido aclamado al entrar en la plaza con su cuadrilla, y todos esperaban á que saliese el primer toro.

Se observaba que Cachitos estaba pálido y quién atribuía esta palidez al temor, y quién la atribuía a la convalecencia. Entre tanto, el matador se decía:

—Por dinero no es, porque yo lo tengo, y además lo gasto, y esos lipendis lo guardan pa tener algo que merezca una cortesía. Y si es un capricho, como hay Dios que no me lo explico, porque ese jamelgo tan flaco y con las patillas, parece un cepillo de limpiar los tubos del quinqué... y total, ó viene ó la mato. Ya esta dicho.


* * *


—Allá va Pico de Oro. ¡Vaya unos andares!

—El niño de los buenos principios.

—Como que es hijo de un maestro de escuela de Sevilla.

—Pues, entonces, lo mejor que hacen los maestros españoles son los hijos.

—Y las hijas.

—Como la mujer de Cachitos.

—¡Qué maravilla!

—No me la miente usted sin darme tila.

—¡Buena barbiana!

—¡Si parece el amanecer de un día de primavera!


* * *


—¿Le da á usted el sol, vecina?

—Es decir, que viene á saludarme, porque ni él me da nada ni yo acepto cosa ninguna.

—Se va usted á volver morena.

—Esa endulza más que la de pilón.

—¿Quiere usted que yo la cubra?

—No va usted á querer...

—Yo siempre estoy queriendo.

—¡Tampoco!


* * *


—¿Has reparado que Cachitos no cesa de mirar al palco del duque?

—Como que son amigos.


* * *


—¡Naranjero!

—Pero, hombre, usted se va á comer toda la huerta de Valencia.

—¿Y á usted qué?

—Por mí puede usted comerse la media naranja de San Francisco el Grande.


* * *


—¡Beber agua y alfileres!


* * *


—¡Ole tu madre! ¡Vaya un par que ha puesto ese hombre!

—Pues allá va el otro.

—Anda con él.

—¡Ole ya los hombres con vergüenza!

—Escuche usted por dónde quiere meterse Pico de Oro.

—Es mucho banderillero.

—¡Qué lástima!

—Si el toro no hace por él.

—¡Ahora!

—¡Bendita sea tu cara!

—Anda, corre, que no te queda tiempo.


* * *


El presidente da la señal para el último tercio de la lidia, y el toro, castigado por los picadores y los banderilleros, queda en los tercios de la plaza luciendo, á la intensa luz del sol, el rojo morrillo de donde brotan hilos de sangre que caen á lo largo de los brazuelos.

Al gris de la piedra ha sustituido en los tendidos un fondo oscuro, donde se destacan las pálidas tintas de los rostros y los colores de los trajes y de los abanicos.

Aquella mitad sombria y aquella mitad brillante que el sol abrasa son dos rivales que se disputan la posesión del circo.

Y allá, en el fondo, sobre la húmeda arena, lucha la fiera, con la nobleza del valiente, contra la destreza del animal astuto que todo lo avasalla y lo sujeta á cálculo, implantando en toda la naturaleza la fecunda tiranía de la inteligencia humana.


* * *


Cachitos ha brindado ante la presidencia, lanzando su montera al 1, donde la guardan cuidadosamente, y después atraviesa la plaza levantando la diestra como si quisiese acallar los vivas y los aplausos.

El toro recula, y un capote le hace erguir el testuz, porque aquella lucha es la única donde no se puede vencer siendo cobarde.

Llega Cachitos hasta la fiera, extiende el rojo trapo, el animal acomete, pasa el diestro su brazo sobre los cuernos y permanece quieto presentando siempre al toro la flotante tela. Coge la muleta con ambas manos y obliga á la res á embestir á la derecha y después á la izquierda, y después la vuelve haciéndola seguir el engaño.

Late de temor y de asombro el corazón de los espectadores, porque jamás se vió torero con mayor frescura. Parece que se ofrece al toro como voluntaria victima, y aquello deja de ser temeridad para convertirse en suicidio.

A un paso de la cuna, se dispone Cachitos á cambiar de mano, y en el palco del duque se oye un grito espantoso como estallido de un alma. Vuélvense hacia allí todas las miradas, y se ve una mujer que huye hacia el fondo del palco cubriéndose con las manos los llorosos ojos.

—Es Dolores, la mujer de Cachitos;—se dice de boca en boca, y nadie se explica aquel incidente.

Y el diestro ha recogido la muleta y obliga á que el sobresaliente corra al animal. Pero, ¿por qué no ha herido teniendo al toro cuadrado? Merece una silba, pero en España no se afrenta á ningún hombre delante de su mujer.

Cachitos mira hacia el palco del duque, y sobre el antepecho aparece el pálido rostro de Dolores. Sonríe el diestro, llégase al toro, lo llama, lo vuelve á cuadrar, y á volapié le da una estocada hasta mojarse los dedos. La fiera pretende marchar, vacila, procura sostenerse, y por fin cae de la manera brusca con que caen los cuerpos abandonados por la vida.

El diestro saluda nuevamente, y acompañado de sus peones camina á lo largo de la barrera recibiendo elogios, cigarros y sombreros. Dolores, de pie, aplaude chocando una contra la otra sus blancas manitas; y en el 1 se vitorea al diestro y á la hermosa sevillana, porque se ha dicho que Dolores ha ido á la plaza sin adornarse, para cumplir una promesa que hizo estando Cachitos enfermo, y todos saben que el mayor sacrificio para la esposa de un torero es ver á su marido delante del toro.

Dolores escribe con lápiz algunas líneas, guarda el doblado papel en la petaca del duque, y cuando el matador pasa delante del palco, el anciano aristócrata, con brazo vigoroso que denuncia el sano cuerpo donde se aloja un alma honradísima, lanza la petaca al redondel, y Cachitos, recibiendo los cigarros y los sombreros que le arrojan sus entusiastas, lee lo siguiente:


«Bien hecho, rey del mundo. En cuanto los vi entrar quebré como tú sabes hacerlo, gloria de mi alma; salí, cerré, y aquí tengo la llave y allí quedan encerrados.

He corrido, he subido en un coche, y está abajo, porque me he venido sin mota con que pagarlo.

Yo haré lo que tú dispongas, pero deja que me vaya donde quieras, porque cada paso que te veo dar me parece que lo andas hacia la muerte.

Dolores, tu chacha, que te idolatra.»


Alzó Cachitos su cabeza, y miró á su esposa con ademán tan lleno de ternura y de grandeza que todos los espectadores del tendido se pusieron en pie y saludaron, unos con sus aplausos y otros con su silencio, aquella manifestación de amor honrado, que es el único germen de felicidad que existe en este valle de lágrimas.

Después preguntó á Pico de Oro:

—¿Está la mujer del señor Francisco?

—Allí; en la grada se columbra.

—Envíala recado que recoja á Dolores y la lleve á tu casa.

—Pero, ¿qué ha ocurrido?

—Nada.

—Pues, me quedo convencido.

—¿Estás de vuelta?

—Allá voy.

—Y que yo iré á tu casa á desnudarme.

—Pues, no lo entiendo.

—Alguna vez había yo de ser más ilustrado que tú.

Y Cachitos reía con tan buena gana, que el banderillero quedó sin alientos para enfadarse.

Se estaba lidiando el segundo toro, cuando el público se apercibió de que Dolores se marchaba, y entonces se volvieron á repetir los saludos y los aplausos.

—¡Bendita sea la espuma del Guadalquivir!

—¡Olé por las mujeres de corazón!

—¡Olé por la honradez bonita!

—Eza e paizana e mi mare.

—¿De dónde es tu madre, pues?—preguntó un navarro.

—De Ezpaña,—contestó el andaluz.

Y todos aplaudieron á la hermosa mujer que en aquellos instantes era un símbolo de las virtudes patrias.


Antes de terminar la corrida, el señor Francisco se fué á la calle de San Juan, y puso en el arroyo á Marina y al extranjero, sin oir las explicaciones de éste, que insistía en defender su conducta, probando que le habían engañado inicuamente.

Y en la calle decía el inglés:

—Esto ha sido una descalabra. ¡Qué vergüensa! Y ¡qué lastima de española!

—Ande usted, mister, que yo también lo soy.

—Usted es una miserabla, y los canallos no tienen patria.

Y el extranjero siguió adelante, sin cuidarse de la grosera envidiosa.

Buen Jabón

Quanto plus tourmenti, tanto plus erit gloriæ?. ¿Via scire quam non pœniteat hoc pretio æstimasse virtutem? Refice tu illum et mitte in senatum eamdem sententiam dicet.


Séneca.


Tengo el honor de participar á ustedes que en esta su casa vivimos bajo la anarquía.

Si creen ustedes que soy el amo están equivocados. Aquí no existe esa cosa. Robustiana es nuestra sirvienta, según consta en el padrón, pero esto obedece á que el Gobierno civil no admite el anarquismo, y Robustiana necesita un documento que le permita ser sirvienta aunque no le sirva para ser buena ni para acreditarlo. La tal criada lleva catorce años en nuestra compañía, y durante ellos ha sido soltera, casada y viuda. Ha gastado menos de lo que le han producido sus salarios y ahora tiene su capitalito invertido en préstamos al Estado, que gana poco y gasta mucho, pero encuentra artimañas para pagar sus deudas.

Desconocemos nuestros derechos y nuestros deberes. Tenemos conciencia de que nos queremos mucho y nada más. Hemos suprimido el abuso y no hemos necesitado del principio de autoridad.

Etcétera; porque las explicaciones son inútiles. Un diestro nacido en Chinchón decía á un chulillo aficionado al toreo: «Para matar á un toro lo primero que se necesita es quien lo mate.» Eso digo: sean ustedes anarquistas, y la anarquía les será tan fácil y tan natural como dormir.

Cuando nos hallamos entre extraños hacemos un papel cortito en el sainete social y pasamos desapercibidos, porque lo declamamos con mucha frialdad.

Cuando volvemos á quedamos solos no hacemos burla de nadie, y nos limitamos á compadecer á los tontos que viven mal por contemporizar con quien no les da nada, y á los pobres que no comen por lo mismo, ó sea porque no comen.

Ensayamos en casa todos los procedimientos científicos y filosóficos que andan por el mundo, y así logramos un conocimiento exacto de tales progresos.

Y para muestra voy á referir á ustedes un ensayo de juicio oral que celebramos hace pocos días.

El procesado era mi hijo, el Jurado mi esposa, Robustiana el hujier y yo el presidente. No siéndonos fácil encontrar un fiscal humano, dimos este encargo á un gorrión con vista de lince, listo y taimado, que viene todas las mañanas á comerse las migas de pan que caen del mantel. Nos costó mucho trabajo cogerle, porque ¡cualquiera atrapa á un fiscal, digo, á un gorrión! pero le cogimos.

Por iguales razones hicimos acusador privado á uno de los gallos, que era también parte agraviada.

No citamos testigos para no pagarles dietas.

El defensor fué el perro de casa: el blanco Jabón.

El ministerio fiscal, la defensa y la acusación privada estaban amarrados convenientemente.

Constituido el tribunal, hice sonar el timbre y entró el procesado acompañado del hujier.

(Pausa.)

—Levántese el procesado y conteste á las preguntas que se le dirijan.

El muchacho se puso en pie.

—Diga su nombre y apellidos.

—Me llamo Silverio Lanza y Sala.

—¿De quién es usted hijo?

—De lo histórico y de lo democrático.

—Responda el procesado con más respeto.

—Pues soy hijo del tribunal de derecho y del jurado.

—¿A quién quiere usted más? ¿á su padre ó á su madre?

—Los dos están obligados á quererme.

—Conteste con mayor precisión.

—Es que la pregunta no me parece pertinente.

—Absténgase el procesado de calificar las preguntas de la presidencia.

—Pues me limito á declarar que el celo de mi madre es desinteresado y que mi madre me conoce perfectamente.

—Mire el procesado hacia los objetos que se hallan en aquella mesa, y descríbalos el procesado.

—Esta es la corona de mi cama, y este es un peinador de mi mamá.

—Repare el procesado que á ese peinador están cosidos unos trapos negros.

—Los cosí yo..

—¿Con qué objeto?

—Para hacerme un manto real.

—Y ¿á qué destinaba el procesado ese copete de la cama?

—Me servia de corona.

—Luego el procesado se proponía...

—Jugar á los reyes.

—¿Cómo se ejecuta ese juego?

—Pues, yo me visto de rey.

—¿Con ese manto simulado y esa corona de latón?

—Sí, señor.

—¿Qué más?

—Y me voy al gallinero para hacer justicia.

—¿De qué manera?

—Castigando al gallo y á los capones.

—¿Por qué?

—Porque pican á los pollitos y no les dejan acercarse á la cazuela.

—¿Usted no sabe que cualquier ciudadano no se basta para hacer justicia?

—Sí, señor; por eso me vestía de rey.

—El rey por sí solo no forma tribunal.

—El rey puede perdonar.

—Pero usted...

—Yo perdonaba á los pollos el hambre que sufrían y perdonaba al gallo porque no le pegaba. Yo lo único que hacía era cambiar de sitio la cazuela. Yo perdono siempre.

—¿El procesado no sabe que los reyes no pueden perdonar sin recibir consejo?

—Lo había recibido.

—¿De quién?

—De mi conciencia.

El Jurado pretende aplaudir. El presidente, agitando la campanilla, dice:

—Ruego al Jurado mantenga la compostura á que le obliga la alteza de su misión.

El fiscal pretende librarse de la cuerda que le sujeta.

El presidente dice:

—Comprendo la impaciencia del ministerio fiscal. Aquí aparece una usurpación de atribuciones que se bace preciso definir. El procesado, según parece, tiene aficiones judiciales.

—No, señor; en último caso tendría afición á ser monarca.

—Pero el procesado quería hacer justicia.

—Si, señor, pero no cómo la hacen los tribunales.

—Explique el procesado esa paradoja.

—Pues, los tribunales dan los bienes á quien tiene mejor derecho, y yo los doy á quien más los necesita.

(El Jurado da muestras de aprobación.)

—Según eso, cree el procesado que la necesidad es origen de derecho.

—El derecho es anterior é innato, y la necesidad determina el momento del ejercicio.

—¿De quién ha aprendido usted eso?

—De mi padre.

—Se pasará el tanto de culpa.

—Está acostumbrado.

—Guarde el procesado mayor compostura. Las teorías que el procesado expone pertenecen á la filosofía socialista, y me extraña que, pensando así, guste el procesado de parecer monarca.

—Se explica fácilmente.

—Pues dé la explicación.

—El socialismo anárquico pretende hacer la felicidad de todos los hombres y el socialismo de clase busca la de unos cuantos para imponerse á los restantes, aprovechándose de la asociación y de todos los medios legales.

—¿El procesado será anarquista?

—No, señor, porque soy práctico, y la anarquía necesita para realizarse el concurso de todos los hombres sin excepción.

—Entonces será socialista.

—Sí, señor.

—Y ¿qué clase pretende imponer el procesado?

—La de los niños; por eso me hice rey.

—¿Para qué?

—Para influir en favor de mi clase.

—Eso es injusto.

—Pero es habitual. Bajo el reinado de los guerreros han progresado los ejércitos; bajo el de los sabios las ciencias, y bajo el de los piadosos las iglesias. Yo quería que bajo mi reinado fuesen los privilegios para los niños.

—Hubiera usted suprimido la escuela.

—No, señor; hubiera suprimido los maestros que pegan y enseñan mal.

—Y hubiera usted prescrito el juego constante.

—Si, señor; los juegos que ilustran y dan salud: sin fichas, ni décimos, ni liquidaciones mensuales.

—Parece ser que el procesado conoce algunos juegos.

—Sí, señor; porque los viciosos admiten la compañía de los niños.

—Y todos los hombres.

—Menos los senadores, los diputados, los sacerdotes, los jueces y todos los graves y todos los doctos cuando están en funciones.

—¿El procesado sabe lo que hacen los perros en misa?

—No me he fijado, pero deben estar con respeto, porque no les he oído ladrar, ni les he visto lavarse las patas en la pila del agua bendita, ni sé que ninguno haya robado relojes y pañuelos.

—Los niños van donde quieren.

—Ahora van donde los llevan.

—Adonde los guía su instinto.

—Adonde hallan amor y la puerta abierta. Quisiera saber por qué siempre se puede entrar en alguna casa del vicio, y las iglesias y los museos están cerrados la mayor parte del día.

—La Sala no responde á las preguntas de los procesados.

—La ignorancia vive en proceso constante.

—Silencio.

—Está bien.

—Resulta que el procesado intentaba crear privilegios para los niños con perjuicio para los demás humanos.

—Con perjuicio, no.

—Con perjuicio, porque el niño no puede realizar grandes empresas...

—Un niño inventó el telescopio.

—Y carece de la prudencia y la...

—Wat era un niño mártir y se vengó creando la doble reacción.

—De la templanza y la prudencia que fijan los hábitos de cada edad.

—Edisson era un niño que trabajaba como un sabio y ahora es un sabio que trabaja como un niño. Ahora hace muñecas.

—Calle el procesado. No hay nada más antipático que un niño con presunción.

—Es preferible un anciano ignorante.

—Los privilegios de los padres mejoran las condiciones de los hijos.

—Sería preferible que los privilegios de los niños hiciesen la felicidad de los padres.

—¿Por qué?

—Porque todos los hombres querrían tener hijos.

—¿Y hoy?

—Hoy no...

—Silencio.

—Está bien.

—Concretémonos al hecho de autos. El procesado cogió la cazuela que ahora tiene en esa mesa y donde hay aún pedazos de pan remojado. Cogió la cazuela sin respetar el reconocido derecho á la existencia que tienen el gallo y los capones. Cogió la cazuela y se la llevó á los pollos. ¿Recuerda el procesado si ocurrieron los hechos de esta manera?

—Sí, señor; ocurrieron así.

—Pueden usar de la palabra el fiscal, la defensa y la acusación puivada. Pero antes acerque el hujier el cuerpo del delito.

Robustiana colocó sobre la mesa la cazuela del pan.

El defensor, el fiscal y el acusador privado pretendieron libertarse, pero no lo consiguieron. A las piadas del fiscal y al desafinado cacareo del gallo contestaba el perro con sonoros ladridos.

Cuando el presidente creyó que todos habrían agotado sus razonamientos, suspendió la sesión: el Jurado se fué al tocador para deliberar, y el tribunal de Derecho se fué al despacho.

Desde allí envié la siguiente cartita á mi esposa:

«El procesado ha cometido todos los delitos que define el Código, pero conviene á mis intereses que el Jurado se desprestigie por su excesiva indulgencia.»

Mi esposa me contestó:

«También conviene á mis intereses ser humana y estar bien con mi conciencia, aunque no lo esté con el verdugo.

»El Jurado declara inocente al procesado.»

Cuando volvimos á la sala para dictar sentencia, hallamos que el defensor había muerto al fiscal y al acusador y se había comido el cuerpo del delito. Todos le felicitamos por haber realizado el mayor triunfo obtenido en el Foro,

Jabón se fué hacia las eras con su defendido, que seguramente le pagaría la nota con esplendidez.

Aquella tarde nos comimos las victimas, y bajo la fresca sombra del cenador me dieron el gran bromazo entre mi esposa, el procesado y Robustiana. A pesar de su alegría noté que mi hijo no estaba tan satisfecho como de ordinario. Por fin, llegamos á una explicación de esta manera:

—Papá: no le has dado nada a Jabón.

—Pues, que me dispense, pero no me he acordado.

—¿No le quieres porque me ha defendido?

—Solamente por eso le querría, porque el que ama á los niños es bueno.

—¿Y el que no los ama?

—No merece ser perro.

—Pues hoy bien lo negabas.

—Para que te acostumbres á defenderte.

—¿Lo hice bien?

—Perfectamente.

—Mereceré ser rey de los niños.

—Todos los niños debían ser reyes.

—¿De veras?

—No olvides que por ser niño puedes ser rey, ni te olvides si llegas á rey de que eres niño.

—Me acordaré.

—Y ríete de las estravagancias humanas, porque el hombre es la decadencia del niño, y cuando llega á comprenderlo...

—Entonces...

—Ya es viejo.

Orígenes y fuentes de conocimientos

En el Retiro, y en una mañana de verano, se disponía á suicidarse míster Rake. Pero el inglés propone y el español dispone, y Pedro Yélamos dispuso que míster Rake no se suicidase.

—Usted perdonará, pero llevo un rato contemplándole, y se me figura que proyecta usted un desatino.

—¿Es usted agente de policía?

—No, señor; soy tipógrafo.

—Entonces, ¿qué le importa á usted?

—Pero, ¿es que sólo tienen corazón los polizontes?

—Esta no es cuestión de corazón.

—Me parece.

—Es cuestión de orden público.

—Y de caridad, porque yo no debo consentir que usted se mate.

—Pero, ¿á usted qué le importa?

—No lo sé con exactitud, pero no lo consiento.

—Ustedes no tienen libertad.

—En eso estamos conformes.

—Yo tengo derecho á matarme.

—No lo sé.

—Y usted no tiene derecho á interrumpirme.

—Tampoco lo sé.

—Pues, entonces...

—Interrumpo porque quiero; no conozco la ley, aunque la he compuesto, pero si no tengo derecho me lo tomo.

—Es una arbitrariedad.

—¿Lleva usted mucho tiempo en España?

—Tres meses.

—Se le conoce á usted, porque le extraña muchas cosas.

—Este pais me ha perdido.

—No lo crea usted; aquí las cosas cambian de dueño, pero nunca se pierden.

—Yo era rico.

—Lo siento.

—¿Por qué?

—Porque los pretéritos siempre son enojosos á los presentes.

—Y era feliz.

—Otro pretérito.

—Creía en el amor.

—Eso nos ha pasado á todos.

—Me parece que usted me interrumpe con frecuencia.

—Perdone usted; pero antes iba usted á interrumpirse más bruscamente.

—Y lo haré.

—O no, porque, según veo, no tiene usted motivos para matarse. Usted ha tenido dinero y ha creído en el amor, y, por consiguiente, ha sido usted lo más felizmente tonto que es posible serlo en la tierra. Ahora le toca á usted ser sabiamente desgraciado, y no deje de serlo, porque todas las situaciones tienen sus encantos.

—¿Usted es feliz?

—Me falta muy poco.

—¿Qué le falta?

—Seis reales para comer hoy.

—¿Usted pide limosna?

—La limosna no es lo que piden los pobres; la limosna es lo que dan los ricos.

—No entiendo.

—Pues no se suicide usted hasta que entienda estas cosas.

—No, si ya no me suicido. He visto que es posible ser feliz con seis reales, y los tengo.

—¿Tiene usted doce?

—Sí, señor.

—Pues seremos felices los dos.

—Por hoy solamente.

—Ea, si tuviésemos un capital que nos asegurase tres pesetas diarias...

—Yo lo tengo para asegurar dos duros.

—¿Y se llamaba usted pobre?

—He sido muy rico.

—¿Y creía usted en el amor teniendo tanto dinero?

—¿Por qué no?

—Porque en eso solamente puede creer el que no tiene qué dar.

—Usted es pesimista.

—No diga usted tonterías; yo soy un optimista de á seis reales.

—¿Usted cree posible una felicidad tan barata?.

—Sí, señor; la felicidad es como la ropa; la hay de muchos precios, y siempre es agradable cuando está hecha á la medida.

—Yo tuve la mía.

—Aquello no era felicidad, era un colchón puesto sobre el estómago; abrigaba desigualmente y pesaba mucho. Cuando se lo ha quitado usted de encima...

—Yo, no, señor; ella es quien se ha marchado con un chulo.

—¿Era inglesa?

—Española; la conocí en Burdeos.

—¡Valiente sinvergüenza!

—Ofende usted á una dama y á una compatriota.

—Está usted equivocado; ni las damas se van con los chulos, ni mi patria se entrega á los ingleses.

—¿Cómo se llama usted?

—Pedro Yélamos.

—Pues, bien, señor Yélamos, guarde usted este revólver, porque ya no me suicido.

—Si á usted le parece bien, lo empeñaremos.

—Guárdelo usted como recuerdo mío.

—Es igual, guardaré la papeleta.


Pedro Yélamos era un tipógrafo de cuerpo entero, pero no le convenía trabajar á jornal, ni haciendo remiendos, ni como corrector, ni como regente. Prefería ser cajista, pasar una década levantando letra con rapidez vertiginosa, y pasar después dos semanas filosofando á gusto.

Durante un año marchó la sociedad perfectamente. Con los restos de la fortuna del inglés se aseguraron ambos socios una renta de seis pesetas por individuo.

Yélamos filosofaba. Su consocio recordaba con indiferencia su esplendidez en los pasados tiempos, sus conquistas, sus carruajes y sus orgías. Pedro aseguraba que su filosofía era la gran panacea, porque era producto de la observación, y míster Rake aseguraba que la observación no es el único origen de conocimientos.

—Me encuentro bien, pero dudo si algún día intentaré suicidarme.

—¡Ah, mister!... jure usted que lo hará con su antiguo revólver.

—Lo juro.

—Pues entonces viva usted tranquilo, porque la papeleta no saldrá de mi poder.


Un día, los dos socios vieron en un bonito coche á la señorita Eloisa, la antigua amada de míster Rake. Esta joven volvía de Gibraltar con otro inglés, porque, en saliendo de España, se encuentran ingleses en el Norte y en el Mediodía.

Eloisa no conoció á su examante, ó fingió no conocerle. Yélamos se quedó admirado, y convino en que por una mujer así se deben perder todas las islas británicas. El inglés continuó impasible; quizá le halagase la idea de que Inglaterra no había perdido nada de sus dominios.

Pero desde entonces la sociedad Yélamos y compañía fué cambiando, porque Pedro se aficionó poco á poco á subir á los círculos de recreo en busca de nueves, y como éstos acudiesen con alguna frecuencia al llamamiento de Pedro, decidióse éste á cometer el acto patriótico de engañar á un inglés de Gibraltar ya que no le era posible apoderarse de aquella plaza fuerte. Pero convino al mismo tiempo en que no era decoroso burlar á míster Rake, y se separó de éste.

Empeñóse el inglés en que Yélamos debía llevarse la parte del capital social que le correspondía, pero cogió al español en día de nueves, y Pedro se negó terminantemente á aceptar ninguna cantidad.

—Siquiera como recuerdo mío.

—Ya tengo el revólver, cuya papeleta conservo.

—Dios le haga á usted feliz.


Todo lo dicho me lo contó mister Rake, y añadió:

—Ya ve usted como el pobre Pedro estaba equivocado; la observación no es el único origen de conocimientos.

—¿Por qué?

—Pues acabó por desempeñar el revólver y pegarse un tiro. Yo continúo tan tranquilo como siempre.

—Ya lo veo.

—Porque los orígenes y fuentes de conocimientos son la observación y la experiencia.

El secreto de la confesión

Es mucho que tu perdones por el amor de un Dios que tanto te ha perdonado?

Fr. Luis de Granada.


Pobre de ti, que te exaltas
buscándome antipatías.
¡Qué victoria lograrías
si corrigieses tus faltas
y perdonases las mías
!

M. Matanza Romero.


El padre Añejo era un ángel y tenía fama de demonio. No es extraño; en cambio el padre Pío parecía una mosquita muerta y era un hipócrita cobarde, miserable y lujurioso.

Esto se explica fácilmente. En estos tiempos se van convenciendo los humanos de que pueden pasarse sin Dios con tal de que eludan las prescripciones del Código. Falta el respeto á la sabia justicia divina, falta el temor á la propia conciencia, y, desgraciadamente, se desbordan las pasiones humanas. Se busca el dinero como meta de todas las actividades, y el cura que más gana, más gasta y más adula, es el dechado de los sacerdotes para los modernos epicúreos.

Yo pienso de otra manera. La ciencia no podrá convencerme de que hay una madre más santa que la mia, una mujer más buena que mi esposa, un niño más bonito que mi Silverio, y una religión más amable que la cristiana. Estos amores míos me llevan á defender á mi madre, á mi esposa, á mi niño y á mi religión; y cuando recuerdo á un sacerdote tan bueno como el padre Añejo cojo la pluma con ánimo resuelto de no dejarla hasta dar noticia de tales virtudes, y recreándome en ello quisiera que el lector hallase igual encanto.


Cuando llegué con mi familia á Valerial, se hablaba continuamente en el pueblo de la villana conducta del padre Añejo. De los relatos se deducía que el tal sacerdote había sido mozo de cuenta. Figúrense ustedes si es posible villanía mayor que la de asesinar á su madre: pues esto hizo el padre Añejo. Verán ustedes cómo:

Una mañana apareció muerta en su cama la desgraciada doña Mercedes. Con ella vivían su hijo y una criada, y ésta llevaba dos días fuera de la casa.

Sólo se podía sospechar del hijo, ó sea del padre Añejo, pero la buena conducta de éste hacía imposible toda sospecha.

Discurrían el juez y el pueblo más que Merlín para averiguar quién sería el asesino de una señora tan virtuosísima, pero no había rastro, ni fractura de puertas, ni huellas de pisadas, ni manchas de sangre. Los médicos declararon que la señora estaba durmiendo cuando fue herida, que la puñalada le había atravesado el corazón, y que el arma debía ser un puñal corto, porque se notaba el golpe producido por el mango, de sección triangular, como la de un estoque, y de buen acero, porque había resbalado sobre una costilla sin doblarse ni perder su agudeza. Todos pusieron sus empeños en averiguar si había en el pueblo un arma así, pero nadie recordaba haberla visto. Se hicieron pesquisas en los pueblos inmediatos, y no se adelantó nada. El juez tuvo la franqueza de declarar que sus gestiones eran inútiles, y no quiso encerrar en la cárcel á ningún inocente. Se hizo la calma, pero juez y vecinos se dedicaron á espiar á todas las personas sospechosas. Entre estas estaba el cura Añejo, desde que el sacristán se dejó decir que aquel crimen sólo interesaba al heredero, que los votos se ven en la sacristía y frases análogas. Pero el cura seguía su habitual vida, cada vez más triste, según unos por la pena, y según los demás por el remordimiento.

Finalmente, una mañana no se levantó el padre Añejo á la hora que acostumbraba hacerlo. La criada llamó á la puerta de la alcoba y no tuvo contestación. A las ocho se convencieron de que la puerta estaba cerrada por dentro, y á las nueve mandó el juez derribar la puerta. El cura yacía sobre su lecho con el corazón atravesado por un puñal corto, de buen acero y de sección triangular, el mismo que había matado á doña Mercedes.

La opinión unánime fue que se debía arrastrar y quemar el cadáver del cura, pero el juez tuvo opinión propia y acertada y se avisó al señor obispo; vinieron un ecónomo y las correspondientes exhoneraciones, y se enterró al padre Añejo fuera de las tapias del cementerio.

Cuando llegué con mi familia á Valerial se hablaba continuamente de la villanía de aquel sacerdote.

Yo callaba, porque no me gusta juzgar sin pruebas, y aunque el padre Añejo había dejado una carta para el juez, en la que decía: «No se culpe á nadie de mi muerte. Dejo mis bienes para los pobres», yo sospechaba sí madre é hijo habrían sido asesinados por el mismo criminal.

Mi pequeño, que es el demonio, bajó una mañana de la cámara una vaina corta, delgada y algo roída por los ratones. Aunque sea alarde de sagacidad, sospeché, en cuanto la vi, que aquella vaina correspondía al puñal autor de tantas desdichas. Subí al desván con mi hijo, y éste me enseñó que se había encaramado sobre la paja para pasar una cuerda sobre la parilera y hacer un columpio. Entonces se había caído la vaina y la recogió, porque le servía perfectamente para arrear al Mostachos. Miró si entre la ripia y la parilera había algún otro objeto, pero no hallé nada, y encargué el secreto á mi Silverio.

No pude ver al juez, porque estaba levantando un muerto en una aldea inmediata, y á la caída de la tarde me dirigí hacia Los Espinos para ver á dicha autoridad antes que entrase en el caserío.

Al salir del pueblo se me acercó el tío Pintado, dueño de la casa donde yo vivía y persona muy respetable. Me decidí á hacerle confidente de mi hallazgo, supuesto que él había de intervenir en el asunto, para orientar á la justicia. El tío Pintado cogió la vaina, la examinó cuidadosamente, echó mano al bolsillo, sacó un revolver, y me dijo:

—Ahora se usa esto.

Yo me sonreí y le contesté que tenia razón, pero me fijé en la cara de mi casero, y comprendí que se trataba de un drama.

—¿Y qué?

—Que usted no ha encontrado nada en el pajar.

—Yo, no.

—Pues está dicho.

Me dio tiempo y le retorcí la muñeca con que sujetaba el revólver. Este cayó al suelo, y el tío Pintado trató de desasirse. Le llevó detrás de la espalda la mano oprimida, le di un golpe en las piernas, y Pintado cayó al suelo. Cogí el revólver, apunté á la frente del miserable, y le dije;

—¿Conque usted es el asesino?

—Está usted equivocado, y esto es una infamia.

—Ya se la contará usted al señor juez, y explicará por qué la vaina estaba en el pajar.

—No es cuenta mía.

—¿Y por eso amenaza usted con el revólver?

—Ha sido una broma.

—Es usted muy bromista, pero dudo que el señor juez tolere á usted esas diversiones.

—Yo no tengo nada que hablar con el juez.

—Pues estará usted callado.

—Es que yo me levanto de aquí.

—No puede ser, porque antes le meto á usted dentro del cráneo todas las balas que tiene este revólver.

—¡Dios mio!

—Y me quedo muy tranquilo, porque estoy seguro de que usted es el asesino del padre Añejo.

—Se suicidó.

—Como usted va á suicidarse si se mueve.

—Prefiero que me mate usted.

—¿A qué lo prefiere?

—Déjeme usted libre.

—El juez le dejará.

—No tengo nada que ver con el juez.

—Yo si.

—Pues usted...

—Venga la vaina, me quedo con el revólver y puede usted marcharse.

—La vaina no.

—Estése usted quieto, porque de lo contrario le parto la cabeza.

—Pero yo, ¿qué he hecho?

—El juez lo averiguará.

—Yo no tengo que ver con el juez.

—Estése usted quieto.

—No me da la gana.

—Dé usted gracias á que tengo empeño en que se descubra la verdad, si no ya estaba usted con doña Mercedes y su hijo.

—Yo, no, con éllos no.

—Voy á coger la vaina y le dejo á usted aquí.

—Matéme usted, pero no me pierda.

—¡Hola! Parece que vamos á entendernos. Yo no quiero matarle ni perderle. Dígame usted la verdad, y listos.

—Yo la diré.

—Pero no me cuente usted patrañas, porque no estoy dispuesto á que usted se ría de mí, y en cuanto comprenda que usted me engaña, empiezo por perderle y acabo por matarle.

—Yo diré la verdad... á usted.

—Pues, vaya usted contando.

—Si no sé, Dios mío, si yo no he hecho nada.

—Usted mató á doña Mercedes.

—Sí, señor; creí hacerme rico, pero no encontré lo que buscaba.

—Y después mató usted al padre Añejo.

—Ese se suicidó.

—¡Qué casualidad!

—Sé lo juro á usted.

—¿Con el mismo puñal?

—Yo se lo di.

—¿Usted?

—Sí, señor; fui á confesarme, porque me remordía la conciencia.

—¿Usted tiene eso?

—Se me murieron mis dos hijas en tres meses, y eso es castigo de Dios.

—Es muy probable.

—Y por eso me fui á confesar.

—¿Y confesó usted todo al padre Añejo?

—Si, señor; le dije que había matado á su madre y le entregué el puñal para que se convenciese.

—¿Y qué hizó?

—Le pedí perdón, y me perdonó en nombre de Dios.

—¡Oh santidad sublime!

—Y después le dije que me perdonase en su nombre.

—Pero eso es horroroso...

—Sí, señor; pero me perdonó también.

—Y, ¿qué más? ¿qué más?

—Pues eso solamente.

—Pero ¿quién le mató?

—Él solamente, él.

—Está usted mintiendo.

—No, señor; estuvo encerrado toda la tarde en su habitación y no quiso comer ni cenar, y por la noche... ya sabe usted.

—Ya sé, ya sé.

Y en mi cerebro se amontonaban las ideas dando siempre la misma síntesis ó sea que el padre Añejo era un ángel. Imaginaba verle aterrado contemplando el fantasma de su madre que, según los labriegos, salía todas las noches por el pueblo pidiendo venganza. Le contemplaba satisfecho por haber cumplido el santo deber moral de todo sacerdote católico y le veía acongojado porque de sus manos hubiera salido ileso el miserable asesino de doña Mercedes.

Aquel ángel fué santo para perdonar y también para morir, remitiéndose á la infinita misericordia de Dios Todopoderoso.

Cuando volví de mis meditaciones había huido el tio Pintado y se acercaba el juez, guardé el revólver en mi bolsillo y me decidí á callar.

Pintado tenia el perdón de Dios y el padre Añejo tenía la condenación de los humanos; todo, por consiguiente, estaba en su sitio.

¡Y tan ciertos!

«Ayer, á las cuatro de la madrugada, detuvo un vigilante de la Higiene, en la buñoleria de El Mangue, á una señora embriagada, al parecer.

«Conducida á la prevención resultó ser doña N. N., viuda de D. N. N., y casada actualmente con D. N. N.

»El vigilante fué reprendido severamente y la señora puesta en libertad.»

Bien hecho. Ya que las señoras no procuran diferenciarse de las prostitutas bueno será que los agentes las diferencien.

De todas maneras, ciertos son los toros.

El mejor alcalde, Dios

Son las siete de la noche. El Sr. Juan cruza la plaza del pueblo y entra en la casa consistorial.

—Buenas, Mariano.

—Hola, Sr. Juan, ¿qué trae usted por aquí?

—¿Está el señor alcalde?

—Está con la Comisión de adoquines.

—Y, ¿qué hacen?

—Pues van á empedrar...

—¿La plaza de las Escuelas?

—Quiá, la calle del Barranco.

—Pero si por allí no pasa un cristiano.

—Pero tiene la puerta falsa el señor alcalde.

—¿Y qué?

—Y salen sus galeras, y las cabras, y los cerdos.

—Comprendido. ¿Y durará mucho la sesión?

—Poco. Llevan media hora. Dijeron que se quedara un alguacil y me quedé yo.

—¿Y Avisa?

—En el cortijo del señor síndico.

—¿Ocurre algo?

—No, señor; que esta noche cenan allí.

—¿Quiénes?

—Pues todos los de justicia.

—Pero no irá el señor alcalde.

—¿Que no? Pues si es quien convida.

—¿De modo que ya han hecho las paces?

—El mesmo día de la toma.

—Está bien.

—Esto es una comedia.

—A las veces sainete.

—También.

—Y á las veces tragedia.

—Como lo será pa el tío Dormido.

—¿Qué le pasa?

—Que el señor alcalde le quiso comprar el pajar y él no quiso, y ahora le obliga á hacer obra y á meterse pa dentro, y...

—Y lo venderá.

—Qué remedio.

—Parece que andan.

—Ya salen. Estése usted aquí y le habla cuando pase.

—Si, hombre, y gracias.


—¡Qué ayuntamientos! No discurren nada que sea beneficioso para el pueblo y para los pobres; solamente piensan en medrar y en satisfacer sus apetitos de venganza. Y yo, buscando siempre la manera de socorrer al desgraciado. Me dan con la puerta en las narices todos los días, y me quedo tranquilo. Algunas veces lloro por los desprecios que sufro, pero vuelvo á pedir por los pobres. Nunca vendré á pedir nada para mí, y el día que sea pobre me suicidaré tan cristianamente como se dejó matar el Nazareno cuando creyó que su hora había llegado. Pero vendré á pedir para los pobres, porque pidiendo para ellos me elevo tanto, tanto, que por eso, sin duda, me ve el alcalde tan pequeñito como yo le veo...


—¡Señor alcalde!...

—Ya está usted aquí otra vez.

—(¡Qué fino!) Y para molestarle.

—Usted dirá... tengo prisa.

—Caramba.

—Estos asuntos municipales...

—(La cena en el cortijo.)

—Agobian, sí, señor. Los alcaldes debían irse cuando quisieran.

—(No hubieras venido.)

—Conque, usted dirá.

—Nada. El pobre Claudio...

—¡Ah, si!

—A ver si le coloca usted en consumos.

—Pero eso me lo ha dicho usted antes.

—Sí, señor; muchas veces.

—Pues, hijo, paciencia. No tengo una vacante.

—Ni podrá usted crear plaza.

—¡Si me sobra personal!

—¡Demonio!

—Nada, nada. Deme usted una vacante y coloco á ese hombre.

—En fin, veremos.

—Y no le detengo á usted más.

—Muchas gracias.

—El campo bueno, ¿eh?

—Sí, señor.

—Yo, con tenerlo á renta, no saco beneficio. Este año me hubiera hartado de cebada.

—¡Qué lástima! Otro año será.

—Conque, lo dicho: una vacante y cuente usted conmigo.

—Muchas gracias. Adiós, Juan.

—A la orden de usted, señor alcalde.

A Juan le saludan algunos concejales con familiaridad, casi con sorna, otros no le miran, y todos convienen en que es un buen hombre, pero tonto, porque teniendo medios se debe ser autoridad, y medrar, y emplear á los amigos, y hacer fortuna, y asegurarse una pensión; en fin, todo lo que hacen las personas decentes.

Juan va á su casa pidiendo á Dios que no encuentre á Claudio, porque no sabe cómo disculparse ni qué decir; ¡si él fuera como el alcalde! Y pensando en esto oyó que la campana de la iglesia llamaba á los fieles para acompañar al Viático, y á la iglesia fué. Allí le enteraron de que el enfermo era Fanegas, vigilante de consumos. Juan se acordó de Claudio, que podría reemplazar al enfermo, pero enseguida se arrepintió de su mala idea, y cuando vió á Fanegas en la cama y consideró que aquel hombre, abrumado de familia, con la abuela vieja y el suegro paralítico, era más desgraciado que Claudio, sintió mayor arrepentimiento, dió al enfermo algunas monedas y le envió después de todo cuanto guardaba en la despensa.

El Viático ó los socorros de Juan restablecieron á Fanegas, y siguió desempeñando su empleo. Entonces Juan dijo á Claudio:

—Mía es la culpa. Hacía falta una vacante y te la quité auxiliando al otro.

—Dios fué...

—No culpes á Dios de nada malo.


Fanegas quedó agradecido á los favores de su protector, y en vista de esto el alcalde dejó cesante á Fanegas.

—Pues, señor —se dijo Juan—, habrá que ser pillo para ser útil. En fin, sigamos haciendo el bien; acaso la justicia esté más honda.


El hijo de Juan concluyó su carrera de ingeniero industrial, y se quedó sin colocación porque las influencias de su padre no alcanzaban para tanto ni para menos.

Y un día Rafael le dijo á su padre:

—¿Tiene usted dos mil duros disponibles?

—¿Para qué los quieres?

—Usted no puede colocar á nadie.

—¿Y los vas á dar?...

—A la postre más se gasta usted en dos años para socorrer á esos infelices.

—Si, pero...

—Escúcheme usted. Si puede usted disponer de dos mil duros montamos una fábrica.

—¿De vergüenza?

—De hielo.

—Chico, me dejas frío.

—Pues entre usted en calor, porque el asunto merece pensarlo.

A los pocos meses funcionaba la fábrica bajo la administración del tío Pelambres, cuyos deberes eran no asistir á la oficina, cobrar y dar dos estacazos al lucero del alba, aunque fuese el alcalde, si pretendía usar de los procedimientos legales que sirven para arruinar las industrias.

Tras la fabricación de hielo, vino la de cerveza, después la de bebidas gaseosas y después la de licores.

El ayuntamiento cometió el desatino de hacer pagar derechos de tránsito y de consumo á los productos de la fábrica, y á la puerta de ésta se estableció el fielato.

A los dos años preguntó Rafael á su padre:

—¿Qué le parecería á usted que yo pensase en casarme?

—Hombre, el casarse no es malo cuando la mujer es buena.

—Julia.

—¿Cuál?

—La hija de D. Máximo.

—¿El alcalde?

—Ese.

—Es lo único bueno que ha hecho su padre.

—De modo...

—Lo pensaré.


A las siete de la noche cruza D. Juan la plaza del pueblo y entra en la casa consistorial.

—Buenas noches, D. Juan.

—Hola, Mariano.

—Por aquí, por aquí.

—Ya sé el camino.

—No importa, le acompañaré á usted.

—Si está ocupado el señor alcalde, esperaré.

—No, señor, porque me regañaría. Voy á avisarle y vendrá ahora mismo.


¡Qué varias son las aptitudes del hombre! Vea usted, yo no serviría para alguacil.


—¡Señor D. Juan!

—Buenas noches, señor alcalde.

—Aquí, aquí estará usted más cómodo.

—Vengo á molestarle.

—Todo lo contrario.

—Es que si tiene usted prisa...

—Ninguna. Estos asuntos municipales se resuelven ellos solos.

—Más vale así.

—Estoy á las órdenes de usted.

—Muchas gracias. Aquí vengo con muchas peticiones.

—Concedido todo.

—Muchas gracias. Empezaremos, si usted gusta. En el próximo sorteo para determinar los concejales salientes es preciso que usted sea agraciado.

—¿Que me quede?

—No, señor; que salga usted.

—Es que...

—Sale usted, y enseguida le reelegimos.

—Entonces...

—A usted le conviene la reelección, ¿no es verdad?

—Sí, señor.

—Y está, usted seguro de que yo me basto...

—Ea, tiene usted en la fábrica casi todos los votos del pueblo.

—¿De modo que estamos convenidos?

—Si, señor, y gracias; pero no sé...

—Y vamos con las otras peticiones.

—Usted dirá.

—Es preciso empedrar la plaza de las escuelas.

—Si, señor.

—Y arreglar el teatro.

—Eso poco cuesta.

—Y subvencionar una charanga municipal.

—La música...

—Sí; no paga consumos, pero es síntoma de cultura.

—Bueno.

—Las sesiones del ayuntamiento serán en domingo.

—Bueno.

—Se aumentan dos serenos.

—¿Dos más?

—Se compra la huerta de Pozo Estrecho para ensanchar el hospital. Más faroles...

—Eso sí.

—Luz todas las noches. El salto del río se puede aprovechar para una industria. La vigilancia para los licenciados... guardería de los paseos para los ancianos. Hace falta un abrevadero en las eras de San Roque.

—Pero, señor D. Juan, ¿es usted el alcalde?

—¿Lo es usted?

—Yo creo que sí.

—Pues está usted equivocado. Convinimos al principio de la conversación en que yo era el dueño de los votos y, por consiguiente, tengo la fuerza numérica que me da la fuerza legal. Si cierro la fábrica le produzco á usted una cuestión de orden público, etc.

—Es cierto, y por mi parte puede usted ser alcalde cuando guste.

—No, Sr. D. Máximo; yo no deseo tal cosa.

—Pues entonces usted comprenderá que no es posible que haya dos alcaldes á un tiempo.

—Es muy fácil. Usted es alcalde por derecho legal y yo soy alcalde por derecho divino.

—Una broma de usted.

—No es broma. ¿Usted sabe lo que es derecho divino? Pues bien; es el derecho á ser bueno. El que tenían los reyes que hicieron la felicidad de sus Estados. El que permite burlarse del Código cuando es injusto. Usted, por ser alcalde legal, está obligado á cumplir las leyes y á procurar que todos las cumplan; y yo, por ser alcalde divino, uso de mi diminuta omnipotencia para hacer el bien á despecho de las leyes.

—Eso es un sofisma para justificar una oligarquía.

—No, señor: lo que digo es la síntesis de lo revolución social. Mis dependientes, aislados, irían fácilmente á la cárcel, pero unidos y defendidos por mí nos imponemos. Algún día se reunirán las clases productoras, y siendo más monárquicas y más religiosas que nuestras leyes, acabarán con los que viven monopolizando convencionalismos estúpidos, como los agiotistas americanos viven negociando petróleos que no existen.

—Señor D. Juan, es usted un demagogo elocuente.

—Y con ribetes de instruido.

—Desde luego.

—Si me hubiera usted dado aquella plaza para Claudio aún sería yo el mismo señor Juan.

—¿Crea usted...

—No; si no me pesa. Si acaso, á usted; pero, amigo mío, la desgracia es una fiera que todo lo aprende para matar á su padre.

—Es cierto.

—Afortunadamente, nuestra discusión acabará como las comedias buenas.

—Si es con aplausos estoy dispuesto á aplaudir.

—No, señor; los aplausos vendrán después de la boda.

—Usted dirá.

—Aún me quedan muchas cosas que pedir, pero las dejo para otra ocasión, y ahora me limito á pedirle á usted la mano de Julia para mi hijo Rafael.

—Por mi parte, no hay inconveniente.

—Yo sé que sus negocios de usted no marchan bien, pero los míos van como rio en invierno.

—Eso probará á usted que la política...

—El dinero de la política es granizo, y el de la industria es un diamante. En un buen día de tormenta cae mucho granizo, pero se deshace pronto.

—Tiene usted razón.

—Mi hijo, al casarse, será dueño de la fábrica, porque él la ha ganado.

—Es un buen capital. Mi hija...

—Su hija de usted tiene suficiente dote con sus condiciones morales y su belleza.

—Muchas gracias.

—De este modo Julia representará la virtud, mi hijo el trabajo, yo la constancia...

—Y yo...

—Usted es un representante de la ley, y esto es ya ser bastante. Usted, con su bufete, puede hacerse un capital, porque será usted alcalde perpétuo.

—Otra vez gracias, Sr. D. Juan.

—Los chicos harán su viajecito de bodas, é irán diciendo que los mejores pueblos son los que trabajan, y que ellos son del mejor pueblo, el que tiene mejor campo, mejores mozas y mejor alcalde.

—Muchas gracias.

—No. Usted será siempre el alcalde, Máximo, pero el mejor alcalde es Dios.

Lo que no vuelve

«Lo más hermoso del mundo es la mujer hermosa... cian... la verdadera... ino... ancia.»

Está bien. Acabaré este articulo.

»Nació una noche que Cupido y Venus durmieron con los labios unidos, y al despertarse los dioses hallaron su sueño hecho carne.

»Y aquel sér caminaba sobre la tierra produciendo celos á las mujeres hermosas.

»Yo tuve ocasión...»

—Señorito.

—¿Qué?

—Está ese joven que pide una recomendación para que le coloquen.

—Que vuelva mañana.

»Yo tuve ocasión para hacerla mia, pero fui un estúpido, porque no comprendí que el amor es la síntesis de la vida humana. Y cuando se ama no se debe temer el peligro. Y yo...»

—Señorito.

—¿Otra vez?

—Está la señorita Esperanza.

—Que vuelva.

—¿Cuándo?

—Que no vuelva. La enviaré un palco, y la veré en el teatro.

«Y yo temí el peligro como si éste, por grande que fuera, pudiera ser el precio de aquella ventura. Como si el dolor...»

—Señorito.

—Y dale.

—El manco que cura usted todas las mañanas.

—Que vuelva más tarde.

«Como si el dolor no fuese el aperitivo del descanso y la desgracia no hiciese amable la fortuna.»

—Señorito, el señor marqués.

—¡Majadero! Dile que te has equivocado, y que no estoy en casa.

—Está bien.

—Espera. Y que iré esta tarde á Jai-Alai.

—Está bien.

—Y no me interrumpas por nadie.

—Está bien.

«...y la desgracia no hiciese amable la fortuna. Nada puede equivaler á esa bellísima virgen que la naturaleza ha adornado con sus mayores encantos. Donde la juventud...»

—Señorito.

—¡Juan!

—Usted perdone. Diré á la señora que vuelva.

—¿Qué señora?

—Su mamá de usted.

—¡Bárbaro!

—¿Qué pase?

—Voy á recibirla.

¿Dónde he quedado? En la juventud. ¡Digo!... Mi madre y la juventud... Lo que no vuelve.

El mayor enemigo de los Reyes Magos

Me extrañan muchas faltas de uniformidad que observo, y me propongo denunciarlas con objeto de que el orden se haga visible en todas partes para satisfacción de los ordenadores y aburrimiento de los ordenados. He visto borrachos al lado de las fuentes, y á un crítico, que nada tiene de danzante, acompañando bailarinas del Teatro Real; pero singularmente deploro que existan casas donde por la misma puerta y por la misma escalera pasen á sus habitaciones los pobres y los ricos, los buenos y los malos; por eso aplaudo las costumbres de los demócratas franceses que usan de dos entradas y de dos escaleras en cada teatro y en muchas casas. En esto consiste, á mi juicio, la verdadera democracia: en aislar al rico malo, como los aristócratas gustan de hacerlo con el pobre virtuoso.

La casa, número 96, de la calle de San Simón no está construida atendiendo á las diferencias de clase. Un solo portal sirve para los inquilinos de los principales exteriores, de las buhardillas y de los bajos. Y el desorden es tan grande que los reyes de la casa viven en el patio, en el cuarto número 3. Son reyes por delegación como todas las autoridades. El propietario es desconocido: se dice que la casa es de una duquesa, otros aseguran que de un sacerdote: Dios lo sabe. El conocido es el administrador, el Sr. D. Rufino, un gallego bajito, delgado y que no revela en su semblante ni su edad, ni su origen, ni sus aficiones; es ya propietario, y se ignora cómo adquirió las fincas que posee; parece experto en lo que llaman negocios; sabe arreglar las casas viejas hasta que parezcan nuevas, y envejecer las recién construidas hasta conseguir que su dueño las venda por pocas pesetas; llama tonto á quien no hace dinero y bestia á quien lo gasta después de conseguirlo.

D. Rufino es el coco de los vecinos del número 96 de la calle de San Simón, porque éstos han de pagar sus mensualidades el día 8, bajo pena de verse citados á juicio de desahucio el día 9. Sólo hay una manera de obtener concesiones, y se reduce á tener contenta á S. M. la reina doña Martina, la que vive en el 3 del patio, casada con Celedonio, ordenanza del gobierno civil. Este matrimonio es gente de pocos alcances, seria, callada y que sólo desea conservar su destino muchos años, sufriendo para ello lo que sea preciso.

La amistad entre el administrador y Martina provino de que al mudarse ésta á la calle de San Simón se enterase aquél de que eran paisanos, de la misma parroquia y de la misma aldea. Así averiguó D. Rufino que no le necesitaban sus parientes ricos ni le recordaban sus parientes pobres. Celedonio pagó puntualmente y no pidió reparaciones en su cuarto, que parecía una cuadra dedicada á carbonería, y D. Rufino no creyó peligrosa su amistad con un sujeto tan sensato. Se habituó, cuando iba á cobrar, á pasar un ratito en el cuarto de Martina, que acostumbraba a su niña de cuatro años á sacudir las botas y los pantalones de D. Rufino y dar á éste agua fresca en el verano y caldo sustancioso en el invierno. Observaron después los vecinos que la niña salía cuando don Rufino entraba, y empezaron las murmuraciones propias de gente desocupada y suspicaz. Arreglóse el cuarto de Celedonio hasta el extremo de empapelar la sala y estucar la alcoba, y entonces crecieron las murmuraciones, y las murmuradoras se organizaron bajo el mando de doña Juanita, una jamona viuda que tenía en su compañía una sobrina pizpireta que cantaba ópera y flamenco y tocaba cuantos instrumentos la pusieran entre las manos. En aquel principal exterior, tomado por un brigadier de cuartel y habitado por doña Juanita y su sobrina, se organizaban conspiraciones dirigidas á dar en tierra con los prestigios de la Martina. Esta, por su parte, contestaba atacando, y D. Rufino mermaba las fianzas para componer atrancos y desperfectos ocasionados en el patio por las basuras vertidas por las inquilinas.


—Yo no me voy,—gritaba doña Juanita desde la ventana del corredor.—No me me voy hasta que se marche esa pindonga.

—¡Hola, vecina!—interrumpía la exterior derecha del segundo.—¿Y Pura?

—Leyendo la novela que nos prestó Carlitos, el teniente de cazadores.

—Y ¿cómo se llama?

—Pues, Carlitos.

—Si digo la novela.

—¡Ah!... pues, La Pálida.

—Será interesante.

—Ya lo creo. Parece que le pasan á una aquellas cosas.

—Y ¿de quién es?

—De Carlitos.

—Si pregunto por el autor.

—No recuerdo. Creo que es Bago.

—¿De modo que no es conocido?

—Si, sí, es López Bago.

—¡Qué lástima que no trabaje!

—Ha escrito muchas novelas.

—Como dice usted que es vago.

—De apellido.

—Pues lo será de todo, y acabará por no escribir. Créame usted, doña Juanita, aquí lo único que cunde es la hierba mala.

—No mire usted al patio.

—Me parece.

—¿Hay novedades?

—Que ya está abultada.

—Pues por los cañonazos sabremos si es chico ó chica.

—Si no la vacía la del 2.

—¿Cuál?

—La del hombre de letras.

—Si es un cajista.

—Para mí es lo mismo.

—¿Ha ocurrido algo?

—Que la señora le busca la lengua.

—¿Por qué?

—Por cosas de la chica. La del 2 tiene un muchacho de tres años y su majestad tiene una niña, y por ahí ha empezado la cosa.

—¡Qué harpía!

—Para tener educación hay que mamarla.

—Como yo.

—Ya hablaremos esta tarde.


El tío Paelcaso, que vive en una escondida habitación interior, que todo lo aprovecha y come de lo que le producen un salón de limpia-botas y un puesto de agua donde trabajan otros, oye la conversación de las vecinas, y dice á su mujer:

—¿Acabas de peinarte? Me parece que el aguardiente se te sube á los dedos.

—Será el que tú haigas bebido.

—Pa el caso, pata. Y no te vuelvas prespicua y mermuradora como esas sudestes que charlan abajo. A la cuenta, yo creo que es el climen del invierno que sus mueve la lengua pa que no sus hiele el gañote.

—Miá tú, que si yo no tuviera más dinidad que esas purpurinas falsas...

—Sudestes. Cuando yo supe que su excelencia quería decir sudeste, me dije: pues sin sudestes que hay en todas partes.

—Anda, que la señá Martina tiene majestad.

—Si se la dan cuando esté en las últimas. Y pa el caso, á mí la aristocracia y el pueblo, pues, pata; sudestes.


Cuando Roque entró en el 2 del patio, hallóse con que su mujer tenía encerrado al chico, y supo que éste había amenazado á Manolita después que ésta había dado dos cachetes á Felipín. Roque oyó el relato que le hizo su esposa, sentóse á comer, y dijo:

—Mañana es Reyes y estoy libre; con que buscaremos cuarto, y tú haces punto y aparte, porque las mujeres con vergüenza y los chicos bien educados no tienen cuestiones, y yo no le pongo la mano á Celedonio encima de la cabeza porque no quiero pincharme; ese para Frascuelo.


A las doce de la noche había cesado el ruido en el 215 de la calle de San Simón; ya estaban recogidas ó tiradas en el arroyo las latas que habían sido arrastradas por la escalera y después por la calle. Los reyes magos no habían llegado á la corte, ni el vino dejaba ver el sitio por donde vendrían. Los viciosos pasarían la noche fuera de su casa, y los frugales ya estaban acostados. Faltaban Roque y Celedonio, el primero porque estaba sustituyendo á un amigo en la imprenta de un periódico de la mañana, y Celedonio porque no quería acostarse hasta convencerse de que Roque estaba durmiendo y no le buscaba cuestión.

A las tres entró el cajista, encendió una cerilla, se acercó á la reja de su cuarto y vió los zapatos viejos de su chiquillo puestos al sereno. Sacó del bolsillo de la chaqueta unos zapatos nuevos, los colocó en el alféizar de la ventana y tiró los viejos en medio del patio.

Un cuarto de hora después llegó Celedonio, entró en su cuarto, abrió la ventana donde estaban los zapatos de Manolita, los retiró, entróse con ellos en la habitación y al poco rato los volvió á colocar en el mismo sitio, llenos de dulces y con una peseta en cada uno.

Al amanecer entró Paelcaso despejado de su quinta borrachera de aquella noche, vió los zapatos viejos en medio del patio, se acercó para recogerlos, y observó el calzado que había en las dos ventanas. Echóse en los bolsillos los dulces, el dinero y los zapatos nuevos, dejó los viejos donde estaban los de Manolita y éstos en la ventana del cuarto de Roque.

Una hora después el cajista y Celedonio, con sus respectivas mujeres, se llenaban de insultos y amenazas, y Paelcaso, en su habitación, tentaba las dos pesetas y decía á su mujer que devoraba los dulces:

—Miá tú cómo riñen la aristocracia y el pueblo. Pa que se anden con sudestes.

Tres casos

Aunque los curanderos están perseguidos por las leyes, declaro que soy curandero y, por consiguiente, no extrañará á ustedes lo que voy á referir.

Primer caso

El Sr. D. José Zúñiga é Iriarte, individuo del Cuerpo diplomático, observa, á los dos meses de casado, que su esposa presenta síntomas de demencia. Los doctores P. y Q. recomiendan que la enferma se distraiga, y el Sr. Zúñiga recorre con su esposa las capitales de Europa.

Convencido de que su mujer se agrava, y teniendo noticia de mis prodigiosas curas, me dispensa el honor de su visita, y, de común acuerdo, voy el siguiente día á almorzar con el diplomático y su esposa.

La señora está muy delgada, es rubia, tiene los ojos azules, la boca grande y el cutis finísimo. Se fatiga fácilmente y se distrae á menudo.

El Sr. Zúñiga me presenta como poeta y hombre de ciencia. Yo me hago el chiquitín y la señora no me invita á recitar versos. Observo que hay un piano en el gabinete, suplico a la enferma que nos recuerde alguna obra de las aplaudidas en la última temporada de conciertos, y la señora de Zúñiga contesta con alguna acritud que el piano está desafinado y que ella toca muy mal. Entablo conversación sobre las bellezas de Nápoles y de Colonia; pido á la esposa su opinión acerca de las orillas del Rhin y de los lagos de Suiza, y me contesta con monosílabos.

Empieza el almuerzo, y la señora reprende al criado porque los huevos están partidos á lo ancho y no á lo largo, y encarga que otra vez sirvan la Bechamel aparte. Las conversaciones se suspenden, y mi copa de vino se tambalea porque la señora de Zúñiga tira del mantel para acercarse el plato.

El sirviente presenta el pescado, y la señora lo rechaza de tal modo que un lenguado cae sobre la alfombra, y el criado se excusa de no haber traído antes las pechugas á la Financiere.

La señora se serena un poco y me refiere que aquel Burdeos les cuesta á cincuenta reales la botella.

Llegamos sin novedad hasta el asado, y aparecen dos pollos enteros, que la señora se dispone á trinchar para lucir sus habilidades, pero el pollo está duro, el trinchante resbala y da en la vacía copa de Sauterne, que empuja la copa llena de Burdeos, cuyo líquido cae sobre el chantilly. En sentido contrario salta el pollo desde el plato á la falda de la señora de Zúñiga, y ésta se levanta con el rostro lívido, las córneas inyectadas de sangre y los dedos contraídos, y se retira á su habitación.

El Sr. Zúñiga no sabe qué determinar, y yo propongo que vayamos á su despacho donde tomaremos el café.

Así lo hacemos, y se presenta una doncella diciendo que la señorita está indispuesta y se ha acostado.

—Por amor de Dios, no se vaya usted, porque ahora la verá con el ataque —me dijo Zúñiga.

—Usted perdone, pero ya tengo hecho mi juicio.

—¿Y qué?

—¿Usted está decidido á curarla?

—Desde luego.

—Pues déle usted azotes con observación.

—Supongo que hablará usted en serio.

—Y supone usted bien. Es el único medio de facilitar la acumulación de la sangre en el raquis.

—Pero es tan violento, que yo...

—Es cierto; pero yo supongo que no llamará usted á un practicante para que...

—Es verdad.

—Por supuesto, no ande usted bromeando y dé usted fuerte.

—No sé si podré.

—Pues, ánimo, que la victoria bien merece un esfuerzo.

—¡Qué compromiso!

—No olvide usted dárselos con observación, y en caso extremo me avisa usted.

—Pero, ¿cree usted que lograremos algo?

—Empeño á usted mi palabra, y adiós; usted con la enferma y yo á casa, donde aguardo sus noticias.

A las cuatro de la tarde recibí una tarjeta de Zúñiga en que decía:

«Está resuelta á separarse de mí. ¿Qué hago?»

Y contesté:

«Aumente usted la dosis basta que termine la crisis.»

A las diez de la noche, y en vista de que no recibía más noticias, envió á un criado de parte del presidente del Consejo, y le dijeron que el señor estaba en cama con un ligero catarro y que la señora le cuidaba.

Los Sres de Zúñiga viven felices, y la esposa se ha restablecido, gracias á la prescripción de un alienista extranjero.

Nota: No me han pagado la consulta ni me saludan cuando me ven.

Aforismo: La mitad de los locos estaban mal educados, y la otra mitad son cuerdos distinguidos.

Segundo caso

La señora doña María Gutiérrez, esposa de mi amigo D. Juan José Moreno, se presenta en mi casa y me suplica amoneste á su marido para que deje de fumar.

—Le perjudica, ¿eh?

—Muchísimo. Antes sólo fumaba una cajetilla al día, pero se compró una boquilla para puros, se ha empeñado en culotarla y va para tísico á todo escape.

—No será tanto.

—Sí, señor. Usted entiende estas cosas mejor que una, y ya verá usted, señor Lanza, qué chupado se está poniendo.

—¿Escupe mucho?

—Nunca, y dicen que eso es lo malo.

—Según. ¿Y qué vida lleva?

—Pues, entra en el Banco de España á las ocho.

—¿Tan temprano?

—Si, señor; son muy exigentes. A las doce almuerza allí y sale de la oficina á las seis. Da una vuelta, y viene á casa á las siete; cenamos, y se marcha otra vez al Banco.

—¿Al Banco?

—Sí, señor; lleva cuatro meses haciendo el balance.

—Y ¿á qué hora se retira?

—A la una.

—Pues es mucho trabajo.

—Mucho, pero él lo resiste; lo que le mata es el tabaco.

—¡Pícaro vicio!

—¿Qué me aconseja usted?

—¿Está usted decidida á salvarle?

—¡Y tan decidida!

—Pues, déjele usted que fume cuanto quiera, pero échele usted un brazo por encima del cuello y fume usted con él.

—Eso es una broma.

—Hablo en serio.

—¿Y usted cree...?

—Haga usted la prueba.

A los dos días se había terminado el balance, y al mes siguiente Juan José estaba gordo.

Nota: La señora no ha vuelto á hablarme de este asunto y sigue sin pagarme.

Aforismo: El fumar perjudica cuando se escupe fuera de casa.

Tercer caso

Sr. D. Silverio Lanza—Muy señor mío: Enterada de las notables curas que usted realiza, le ruego tenga la bondad de pasar á visitarme para consultarle acerca de una dolencia que me preocupa.

Soy su afectísima servidora q. b. s. m., Josefina Luque de Aranaz, viuda de Del Valle, condesa de Safo.


Sra. D.ª Josefina Luque, viuda de Valle.—Muy señora mía: Ruego á usted tenga la bondad de honrarme con su visita, porque me es imposible abandonar mi despacho.

Me tiene usted á sus órdenes desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche.

Soy su afectísimo seguro servidor que sus pies besa, Silverio Lanza.


—¿Da usted su permiso?

—Adelante.

—La señora condesa de Safo.

—Que pase esa señora.

Llego á la puerta del despacho, saludo á la condesa, la cojo de una mano y la aproximo á un sillón donde se sienta.

—Usted será tan buena que me perdonará mi descortesía, pero el trabajo me agobia.

—Yo temía que aquí no le fuera fácil...

—Usted dirá, señora.

—Yo sé que usted cura á muchos desahuciados.

—No, no; lo que hago es evitar que molesten á los médicos las personas que están sanas.

—Pues yo estoy enferma.

—Permítame usted que lo dude. Tiene usted buen semblante.

—Porque ahora estoy agitada.

—Pues tranquilícese usted y expóngame sus molestias si le merezco confianza.

—Sí, señor; confianza completa.

—Vamos allá.

—Todo mi mal está en el corazón.

—¿Qué nota usted?

—Que unas veces palpita muy deprisa y otras muy despacio.

—¿Ha notado usted si esas palpitaciones se aceleran después de comer?

—No, señor; la digestión no influye.

—¿Y después de un movimiento brusco?

—Tampoco.

—¿Tiene usted alguna pena grave?

—No, señor.

—¿Usted es viuda?

—Sí, pero enviudé hace tiempo.

—¿Y su familia de usted no le ha producido algún disgusto?

—No, señor; nos tratamos poco. En estos meses pasados he tenido con asma á un pariente que es con quien tengo mayor intimidad.

—Pero, ¿se ha repuesto?

—Sí, señor; me escribe diciéndome que se halla mejor..

—¿Tiene usted la bondad de ponerse en pie?

—¿Así?

—Sí, señora. Levante usted el brazo izquierdo... Está bien. Ahora el derecho... Perfectamente. Inclínese usted como si fuese á coger un objeto del suelo... Muy bien, señora. Echese usted hacia atras como mirando al techo. Basta, es suficiente.

—Y ¿qué opina usted?

—Que dentro de siete meses tendrá usted un hijo.

La condesa se retiró indignada, y al salir del despacho me miró con desprecio diciéndome:

—Miente usted.

Y tenía razón, porque a los siete meses tuvo una niña.

Nota: La condesa advierte á todo el mundo que soy un grosero. Y no me ha pagado la visita.

Aforismo: El asma y los embarazos suelen depender de afecciones del corazón.

La flor del matutero

—Serrana, ponte el pañuelo,
que está la espiga de trigo
envidiosa de tu pelo
.


—Miente, miente, pa jaserte de querer.


Si habiera el mentir condena,
ya estaría en un presidio
el gachó que me camela
.


—La jonjana pa el campo y jaz mutis, que te saco las cinco cuerdas de un intestino.

—Pues si tú no cantas ni miquis; como no cante la agüela.

—Agüela, saque osté argo, asín que sean los posos.

—Ay, hijo, ni pa acompañar al grillo.

—Pues venga un pasito.

—Jamugas que me pusieran en la borrica y no levantaba yo los pies del suelo.

—Canta tú, pelmaso.

—Le voy á despavilar el insómnico á tu madre.

—Si no me duermo.

—Don Insónico lo ha mentao.

—Don Insónico es un bruto mejorándote á tí.

—Vaya unos términos que te traes.

—Yo he dicho insómnico.

—Ay, si paese que te da hipo.

—¿Quién?

—Ese.

—Lo que tú buscas son dos gofetás.

—El Cid matando mujeres.


El Cid con tanto valor


Pero ¿acompañas ó no acompañas?

—Si paeces un reuma, que tan pronto da en un lao como en otro.

—Pues ya ves que salgo por jaleo.

—Pa la jorca debías de salir.


—No me quites la mirada.


—Y ahora por soleá.

—Pues sígueme, hombre, que detras del coche van los perros.

—Adiós, carretela.


—No me quites la mirada,
mira que me estás poniendo
como una cueva cerrada
.


—Agüela, tápese usted la visión pa que no vea usted lo que va á pasar.

—Báh. La intensión no ha perdió á ninguna mujer.

—Pues por la intensión se condena.


—Por la intensión se condena,
yo me condeno al quererte,
porque mi intensión no es güeña
.


—La mía como er agua bendita.


—Porque mi intensión no es güeña
me han condenao á no verte,
dime tú si hay mayor pena
.


—No quiera Dios que yo la pase.

—Guayabón.

—O que me la conminen por la de caena perpetua.

—Eso quisieras tú.

—Y la otra.

—Miá que yo... Si me caso es por haserte una caridá.

—Dios te lo pague.

—Y tú.

—A nueve meses vista.

—Huele á tocino.

—Te acordarás de algún marrano.

—Si yo sólo me acuerdo de ti.

—Pa jalearme.

—Calla y canta.

—Si eres tú quien me provoca.

—Ni tal, porque antes de pasar angustias prefiero echarte por otro lao.

—¡Agüela!

—¿Qué?

—Deme usté dos gofetás que yo se las daré á ésta.

—Dáselas y yo te las queo á deber.

—Achanta.

—No seas bruto, que me vas á aplastar la rosa.

—¿Pa qué la quieres?

—Pa comérmela á besos.

—¿Y á quién te la ha dao?

—Suéltate el pelo.

—¿Por qué?

—Porque no te sienta el ponerte moños.

—Hay quien lo gasta postizo, y presume.

—No será la que lleve mis botas.

—Me parece.

—Lo que yo llevo postizo es el rondaor.

—Y lo otro.

—¡Miá tú que el moño!

—Déjame que tire de un pelo.

—Lo que tú chanelas es afanarme los nardos..

—¡Los nardos! Pues no me había enterao, ni mucho ni menos.

—¡Como eres corto de vista!

—Y de tó.

—Habrá que estirarte como una prima.

—Hasta que dé el .

—Tú darás bellotas.

—No hables de eso, que te engorda.

—Patoso.

—¿Qué decías de los nardos?

—Yo, no. ¿Y tú?

—Fuera de cuidiao.

—Pero, ¿acompañas ó no?

—Quien ta comprao los nardos.

—Dos cuartos me han costado, con que asín, te daré otros dos y templa.

—Con que dos cuartos. ¿Delanteros ó traseros?

—De luna.

—¿Con cuernos y tó?

—Con una cara y una cruz. Y pa quien son los nardos los he pagado caros.

—No serán pa ti.

—Ni pa mí. ¿Acompañas ó no?

—Dame los nardos.

—Son de mal agüero.

—Que no quieres.

—Como si lo viera.

—Se ha acabao la música, y el mundo, y tó.


—Recontando la desprecio
me pase considerar,
qué desgraciada es la jembra
cuando no tiene qué dar
.


—El hombre dice la copla.

—El que no tié que dar siempre anda con penas.

—Pues á ti no te falta.

—Penitas.

—Y con qué hacer un favor.

—Como no quieras los nardos.

—Eso no, porque es de mal agüero pedirlos tres veces.

—Si aun no los has pedido.

—Te pondré un memorial.

—Ponme lo que quieras con tal que se quite.

—Con agua tó sale.


—Si yo te he de dar mi nombre
procura honrarlo de novios,
porque de casados te honre
.


—¿Has sentio de dónde viene el viento?

—Me paece, agüela; se me ha puesto carne de gallina.

—Anda, que ya te entrará en calor.


—La carne todo lo olvida,
tú boca mordió mi cuerpo,
y la señal que me hicistes
en el alma la conservo
.


Pero, ¿acompañas ó te duermes?

—¿Me das los nardos?

—¿Cuántas veces los has pedido?

—Esta es la tercera.

—Pues habrá que despeinarse para darle la contentá á este ladrón.

—Yo te quitaré las horquillas.

—A mí no me quitas ná como no sea el sueño.

—La fe me salve.

Sonó on la puerta un golpe dado con los nudillos de una mano que debía ser de bronce. Corrió la abuela, abrió el postigo, y asomó la cabeza el tío Mojama.

—¿Está ese?

—Aquí estoy.

—Salte pa fuera.

—Allá va.

—Pero, padre, ¿no cenamos?

—Aluego.

Por aquellos barrancos, que parecían calles, salieron los dos hombres extramuros del pueblo.

El cielo y la tierra no eran visibles.

—Aquí está, el macho con ocho arrobas claras. Arrea con él, que te aguanta. Yo les llamo la atención hacia la Cruz de Hierro y tú te enhebras por la Virgen de las Azucenas; descargas y te vienes á buscarme como si ná.

—Ya está hecho.

Marchóse el viejo hacia la carretera y el mozo hacia las eras del pueblo.

Ya sentía el macho el olor de su pesebre cuando salió una voz de las tinieblas y dijo:

—¿Quién va?

El mozo castigó al animal y siguió corriendo.

—¿Quién va?

Sin respuesta.

—¿Quién va? y es la tercera.

La caballería seguía trotando.

Iluminóse súbitamente la callejuela, sonó una detonación y el macho salió al galope hacia la cuadra, dejando en el arroyo, y con el vientre atravesado por un balazo, al futuro yerno del tío Mojama.

Cuando se llegaron á auxiliarle sólo pudo decir:

—A la cuenta, le pedí las flores más de tres veces.

Aún queda el recuerdo de la hermosa serrana que andaba de rodillas por las calles de Granada y robaba nardos en los cármenes para llevarlos diariamente al cementerio.

Un día quedó muerta sobre la sepultura de su amante, y allí la ví fría y blanca: el nardo más hermoso de toda la provincia: la loca que cantaba de noche sentada en las gradas de la Cartuja:

Camino er nicho
va la mitá e mi alma:
esotra mitá se queó en mi cuerpo
pa poer llorarla
.

Parada y á fondo

Cui autem minus dimittitur, minus diligit.

San Lucas.


Piden dinero casi todos los amigos, dicho sea para elogio de los extraños; y á mis lectores les habrán dado más sablazos que pelos tienen en la cabeza, aun advirtiendo que no haya ningún calvo entre mis lectores.

El que pide promete pagar, aunque no tenga tal propósito ni facilidad para cumplirlo, y pide más que necesita, porque sabe que le han de dar menos de lo que pide, y de aquí proviene que todos los primos tengan fama de tacaños.

Admitida la existencia de esa costumbre peligrosa que se llama dar sablazos, se deduce cuán interesantes son todos los sistemas que llevan á lo que pudiéramos llamar la higiene del bolsillo. Y adviértase, desde luego, que á esto puede aplicarse la máxima de un avicultor, que dice: «Es más fácil conservar sana á una gallina que curarla si está enferma». O sea, que es más fácil no prestar que recuperar lo prestado.

Los inocentes en su grado máximo prestan, y los cándidos en su grado mínimo, responden: No tengo. También estoy esperando. Lo siento mucho, pero... con que vienen las gentes á suponerles pobres, y el que parece pobre llega á serlo.

Otros, menos tontos, contestan: Para fin de mes, y como al llegar aquella fecha no cumplen lo que prometieron, adquieren fama de personas informales.

Quién es grosero porque envía enhoramala al sablista, y quién es impertinente porque da más consejos que moneda.

Yo conozco un método que defiende el bolsillo, evita que el prestatario pueda justificar sus calumnias y produce un documento que atestigua las bellas condiciones del sablista y del presunto primo y la buena amistad que les une.

Supongamos que alguien ignorase mi voto de pobreza y me pidiese dinero.

—Los conservadores no pueden durar en el poder, porque cesantías injustificadas como la mía...

Esto es saludar para ponerse en guardia.

—Yo he podido robar y no he querido, y crea usted que me pesa.

—Eso, nunca.

—Sí, señor; porque se llega á una situación...

En guardia.

—Y gracias á que tengo amigos.

—¿Y su familia de usted?

Esto es medir las distancias.

—Sí, sí; la familia...

—Pues esa es quien tiene la obligación...

O sea llamada y paso atrás.

—Más espero de usted que de todos ellos.

Fingimiento ó acometimiento para señalar la estocada.

—Pues mire usted que yo...

Atajo.

—Por ahora bien poco necesito.

—(Silencio.)

Esto es volver á la guardia.

—El caso es que el lunes cobro la renta de la esposa.

Otro acometimiento.

—Pues hasta el lunes poco falta.

Expulsión por tercera.

—Si usted pudiese hasta entonces...

Estocada de quinta.

—¿Qué hora es?

Arresto.

—Más de las doce.

—Pues no puedo entretenerme porque Fernan-Núñez y Veragua me esperan para almorzar.

—Pero...

—Nada, Rodríguez. Yo salgo de casa con los billetes que necesito, y ahora no puede ser, pero cuente usted conmigo. Recuérdemelo usted: escríbame usted: eso... una carta. Y, adiós.

Rodríguez saluda con el respeto que merece quien habla de duques y de billetes con tal soltura.

Al volver á mi casa deja la portera el lavado y me entrega una carta que dice así:

«Sr. D. Silverio Lanza.—Mi respetable amigo aunque indicno que lo soy sullo: Porque usted me lo avirtió esta mañana paso á saludarle y a pedirle suma de quinientas pesetas en suma que debolberé á usted el lunes que cojeré lo de mi mujer.

»Fabor que sepera de una amistad de tantos años su afmo q. ss. pp. b. Manuel de Rodríguez.

«Posdatta.—Volberé por la contestación á las 8 á esta.»

Y cuando vuelve deja la portera el planchado y le entrega un sobre que contiene estas dos cartas:

«Amigo Rodríguez: Mucho le agradezco su petición porque me prueba que usted no olvida nuestra buena amistad, y sabe que mientras yo goce de la desahogada posición en que me encuentro puede usted contar conmigo incondicionalmente.

«Adjunto un billete de quinientas pesetas que me devolverá usted cuando quiera, aunque ya conozco su exquisita delicadeza de usted, y sé que me lo devolverá el próximo lunes, según me lo promete.

«Póngame á los pies (q. b.) de su esposa y mande á su afectísimo amigo y servidor q. b. s. m., Silverio Lanza.—Martes 3 de Diciembre de 1892.»

De Rodríguez busca el billete y no lo encuentra. Por fin se decide á leer la otra carta.

«Amigo Rodríguez: Es usted lo más pundonoroso que se conoce, y digo esto porque no eran las doce de hoy lunes y me había usted devuelto las quinientas pesetas que le presté el martes.

»No tiene usted que darme gracias, porque yo soy el agradecido á estos mutuos servicios que conservan nuestra buena amistad.—Suyo afmo amigo, q. b. s. m., Silverio Lanza.Lunes 9 Diciembre 1892.»

Rodríguez se desmaya en la portería.

Esta es la esgrima de Lanza contra sable. Muy bonita, pero lo mejor es no batirse.

Encrivore

—Vamos deprisita, García, que hoy es preciso enviar original á muchas partes. ¿Está terminada esa copia?

—Sí, señor.

—¿Y la nota?

—Aquí está.

—A ver... Vamos á despachar las menudencias. «El amor, para una hoja del Almanaque de la casa X...»

Y, ¿qué digo? ¿Está usted listo?

—Listo.

—Obligad á todos los humanos á que definan el amor, y las definiciones serán diferentes, porque el amor es función del hombre. Es como el nacer y el morir, algo fatal en la ley de la vida. Es dote del alma que hace vibrar los músculos del espíritu y la libra del estado atónico, que se llama hastío, y del estado patológico, que se llama odio.

El amor y las truchas no se conocen con las bragas enjutas.

—¿Nada más?

—Es bastante. Cuatro palabras fuertes y un chiste grosero. Eso va en un sobre.

—Está bien.

—Pero, García, ¡que seca usted con el papel sellado!

—Es verdad.

—¿Usted cree que esa cuartilla es un viñedo que se puede secar con ese papel?

—Estaba distraído.

—¿Se ha manchado?

—Casi nada; cuatro palabras.

—Entre muchos borrones.¿A ver? Ley... dote... hastío... odio.

—Lo quitaré con el raspador.

—No use usted medios violentos. Eso ya lo borrarán la honrada libertad y el sentido común.

El cuento de la dinamita

—¡Un cuento, un cuento! ¡Que cuente un cuento!

—Voy á complaceros. Os contaré el cuento de la dinamita.

—Venga, venga.

—Pues, señor... Había un pueblo muy rico porque tenía muchas fábricas y se cuidaba el campo, y no había mohina porque había harina.

Y cátate que llega una familia de gitanos al pueblo y empiezan á decir la buenaventura y á curar con unas recetas muy extrañas y á echar maldiciones que se cumplían, y muchas cosas más.

Y los vecinos del pueblo empezaron á gastarse su dinero con los gitanos, y se cerraron las fábricas y se abandonó el campo, y los jornaleros tuvieron hambre.

—Como aquí.

—Si interrumpís no sigo.

—Silencio.

—Y los que pudieron se marcharon á otros pueblos, y se marchó el tio Colorao, y anduvo tierras y tierras, y en un lado se dejó la vergüenza y cogió la osadía, y en otro lado se dejó la razón y guardó un poco de mal instinto, y después de andar mucho se volvió otra vez al pueblo.

Y cuando volvió estaba todo peor que cuando se había ido. Nadie le daba trabajo ni él quería trabajar y explotaba á los pobres.

—Poco sería.

—Que te calles.

—Déjale, que voy á explicárselo. ¿Has visto la encina grande de Campo Redondo?

—Sí, señor.

—¿Tiene mucho fruto?

—Ya no lo da.

—Pero tendrá hojas.

—Muchas.

—¿Y cuando no las tenga?

—Pues, pa leña.

—¿Y cuando se queme la leña?

—Pues, ná.

—¿Y la ceniza?

—Es cierto.

—Todo sirve para algo. Y continúo.

Y como nadie se cuidaba de los pobres estos se hicieron a...

—¿Anarquistas?

—No, hijo; otra cosa muy distinta, aunque también empiece con a: se hicieron asesinos. Y mataron y robaron, porque Colorao los animaba. Y se acostumbraron al crimen, y fueron criminales por serlo.

Y un día se le ocurrió á Colorao volar todo el pueblo, y se fué al Camposanto, cogió una calavera y la tapó todos los agujeros, menos uno que tenemos hacia la nuca. Después entró en una tienda y compró dos libras de dinamita. El tendero le pidió dos reales y Colorao se los dio. Y nada más: que hizo un petardo terrible y lo colocó con una mecha encendida.

—¿Dónde?

—Tú dirás.

—En la cárcel.

—Quiá.

—En el fielato.

—Quiá. En el palacio del obispo.

—¡Qué mal cristiano!

—Pues, sí. Afortunadamente el señor obispo estaba en una gran comida, y, sobre todo, la mayor fortuna fué que no estalló el petardo, porque lo que tenia dentro era solamente polvo de carbón. La policía buscó á quien había hecho aquella hazaña, y cogieron á un pobre y lo llevaron á la cárcel y se declaró autor.

—¿Por qué?

—Para comer mientras estaba preso. Y le condenaron á cadena perpetua. Y el obispo pidió á las autoridades que le defendiesen, y ningún pobre podía visitar al obispo, y la miseria fué aumentando.

Pues, señor... había un pueblo muy rico, porque tenía muchas fábricas y se cuidaba el campo...

—Pero, ¿vuelve usted al principio?

—Si, hijos; este cuento se repite muchas veces hasta que se cambia una cosa.

—Ya lo sé.

—Di.

—Que no van gitanos al pueblo.

—¡Ojalá! pero no es eso.

—Que Colorao no se hace malo.

—¡Ojalá! pero tampoco es eso.

—Que la policía coge al verdadero autor.

—Que no condenan al preso.

—Tampoco.

—Que el obispo se hace amigo de los pobres.

—Nada de eso. Que Colorao aprende á hacer petardos, roba dinamita verdadera y vuela el pueblo.

—Lo suponía.

—Y ¿por qué no lo has dicho?

—Por si me pegaba usted.

El realismo real

Dos cartas y un cuento

La pena es consecuencia fatal del delito. Dios perdona a los reos castigados por el Código; y los hombres hacen justicia porque no conocen con exactitud las leyes de la naturaleza.


Al enemigo que huye
puente de plata,
al que a traición ofende
traidor le mata
.

Primera carta

San Francisco de California, á tantos de tantos de tantos.


Mi buen amigo Silverio: Estamos disgustadísimos contigo, porque hace seis meses que no nos escribes, y esto no está bien que lo hagas con unos amigos que tanto te quieren.

Margarita te recuerda constantemente, y consentiría que la volvieses á llamar Margot, con tal que estuvieses aquí y fueses el consejero de nuestro Enriquito, que ya tiene tres años.

Dice ella que tú sabes entretener á los niños y á los viejos, y supongo que también te ocuparía en entretenerme, porque mis sesenta y tres años, que han estado tan llenos de contrariedades, me agobian con su terrible pesadumbre, y daría los que me restan de vida á cambio de volverme joven. En fin, no quiero hablar más de esto, que tú adivinarás perfectamente.

Mis negocios van muy bien, aunque esto no sea Jauja; y si muero te suplico que vengas enseguida á ponerte al frente de mis asuntos.

Tengo una alegría muy grande que comunicarte, y es que vamos á tener otro chiquitín, que nos hacía mucha falta, porque siempre estábamos pensando qué sería de nosotros si perdiésemos á Enriquito, ¡no lo quiera Dios!

Margarita está de cinco meses, y tienes tiempo, si quieres, de venir á ser el padrino. ¿A que no te atreves?

He leído todos los libros que me enviaste, y todos te los agradezco, pero singularmente La Estátua, de nuestro querido Urrecha.

Es un libro admirable, que para mí es interesantísimo.

Te encargo que seas buen amigo de Urrecha, porque merece que se le quiera con sinceridad.

Si publicas los cuentos para tus amigos, no olvides uno para mí.

Margarita no te escribe porque no está buena, ni le sienta bien este país.

Si me envías libros, envíame algunos de la Sra. Pardo Bazán, quien, según me dices, pertenece á la nueva escuela y habla de mi patria en sus escritos.

Margarita me da un apretón de manos para que te lo envíe. Enriquito ha besado estas letras, y yo te mando con ellas mi corazón.

Tu buen amigo que te abraza, Enrique Soto.


Publico esta carta para satisfacción de la verdad, y cumpliendo los deseos de mi amigo Enrique hago el cuento que á continuación copio.

El cuento

Mi continuo temor cuando estoy en París es que se hunda la tierra bajo el peso de un pueblo tan grande.

Es París un cedazo colosal, hecho por la critica para cerner los hombres y las ideas, y por eso lo que se sostiene sobre el cedazo es siempre una maravilla. Lo único que nunca se conserva son las lágrimas, y aun no sabemos si es París la ciudad donde más se llora.

Yo creo que sí; y también lo creerán cuantos se enteren del drama que voy referir.

Henri Bocage era español y el primer grabador de Francia; había ganado sus millones y su cruz de la Legión de Honor, y hubiera sido feliz á no haberle hecho desgraciado la que fué madame Bocage.

Cuando el insigue artista se convenció de que le era imposible vivir con su esposa, buscó la manera más delicada para terminar el conflicto, y firmó un convenio particular, obligándose á entregar mil francos mensuales á su mujer. Esta, viéndose libre, se lanzó á la vida canallesca de las mozas del partido, y así murió.

Cuando ocurrió aquella muerte, tenia Bocage una hija que no pudo reconocer, y cuya madre se suicidó maldiciendo las leyes que condenan á perpetua infamia.

Henri colocó en compañía de su hija á una respetable señora, y el padre se llamaba tío de María. Solamente Bocage conocía su parentesco y lo ocultaba, esperando ocasión para legalizar de algún modo el origen de la inocente niña.

Y como Henri era artista y hombre sensato, y madame veuve Lapin era señora seria é ilustrada, resultó que María, á los diez y ocho años, tenía el alma tan pura y tan llena de encantos como su cuerpo.

No escribo un juicio crítico, sino el relato de una historia, y seré muy conciso.

Mr. Plat de la Montaigne, jefe de la caballería francesa y descendiente de una ilustre familia, se enamoró de la hija de Bocage, y María se enamoró del bizarro militar.

Como siempre ocurre, los novios guardaron bien secreto de sus amores, y de estos se enteró Bocage cuando su presunto yerno le pidió la mano de María.

—Yo ignoro, señor mío, su grado de parentesco de usted con la señorita á cuya posesión aspiro, pero María me aconsejó que diese este paso, porque entiende que usted es su único pariente y protector.

Mr. Bocage estuvo á punto de desmayarse.

—Entiende bien, sí, señor.

—Pues, celebro no haber dado este paso inútilmente.

—María es huérfana desde muy niña.

—Así será, porque según me ha confesado sólo tiene de sus padres recuerdos muy confusos.

—Si, señor; muy confusos.

—Supongo que en todo ello no existirá ningún obstáculo, que sería para mí una funesta desgracia.

—Creo que no.

—Su contestación de usted me prueba que en principio acepta usted mi petición.

—No, señor, ni la acepto ni la rechazo, ni puedo contestar á usted nada definitivo hasta que hable con mi sobrina.

María dijo que estaba enamorada, y Henri comprendió que aquellos eran los primeros amores, los que equivocadamente se llaman eternos, cuando no son sino impulsos reflejos, sensaciones no definidas, actos involuntarios en los que no interviene la conciencia. Quizá yo me equivoque, porque todo es lo que es y no lo que quisiéramos que fuese.

Pero el problema quedó planteado, porque el novio estaba resuelto á no esperar más, y porque no era lógico negar á María un marido joven, guapo, rico, aristócrata y jefe de la caballería francesa.

Henri comprendió que el tiempo no había de arreglar aquel asunto, y, por tanto, que era preciso tomar una resolución seria. Además, la situación de los personajes era extraordinaria, porque faltaban á aquellos amores la ordinaria presentación social, la relación subsiguiente y todas las circunstancias que convierten al enamorado en marido.

De todo esto dedujo el artista que un aristócrata que ama olvidando sus costumbres, debe estar muy enamorado, y se decidió á decir á Mr. Plat casi toda la verdad; ocultó su parentesco con María, pero advirtió al novio que ésta no tenia padres legítimos ni conocidos.

Entonces supo Henri que el honor es extraordinariamente relativo, porque monsieur Plat dijo que no se casaba con una muchacha sin nombre, y como Bocage le citase otros casos análogos, el aristócrata respondió que las viudas tienen el apellido de su primer esposo, y con esto tienen suficiente garantía para viajar con su marchamo sin verse obligadas á justificar su primitiva procedencia.

Lo mismo que ustedes pensó acerca de esto el desgraciado padre, y convino en que era preciso buscar á su hija un marido que pronto la dejase viuda. Pero aunque París es grande no se halló fácilmente quien prestase este servicio, y por eso Henri se decidió á casarse con su hija, tirarse al Sena, y dejar á María viuda del más ilustre artista de la Francia.

Yo le aconsejé que no se casase; que tirase al Sena al aristócrata atado á un ejemplar del Código del Honor y aguardase tranquilamente á que María encontrase un novio más amante y menos aristócrata. Pero nadie sigue mis consejos, y por eso los doy. Mr. Bocage realizó su plan y lo realizó fácilmente, porque María se resignó á obedecer la voluntad de su tío, á quien debía todos sus goces; quizá pensaría la muchacha que su celoso tío, con sesenta años, había malogrado la boda con Mr. Plat.

Ello es que se casaron, y en aquella primera noche de esposos, María dormía en su alcoba, mientras Henri ordenaba sus papeles, releía las cláusulas de su testamento y se disponía á irse al otro mundo pasando por el Sena.

Dudo que haya existido nada más trágico, y el suceso se comentó en París durante mucho tiempo.

De las presunciones y averiguaciones hechas resultó que á las tres de la madrugada, y antes de salir de su casa, entró Bocage en la alcoba para despedirse de su hija. Nadie conoce lo que allí pasó, y sólo se sabe que á la mañana siguiente estaban á orillas del Sena las ropas del artista y de su esposa, y con ellas una carta en que hacían público su deseo de suicidarse juntos.


Yo quedé aterrado. ¡Oh admirables dramas que entrañáis los más árduos problemas psicológicos! ¡Quién pudiera analizaros y describiros!

Descansen en paz aquellos dos desventurados que así dejaron satisfecha la sana moral.

Segunda carta

Amigo Silverio: Por casualidad he podido cumplir su encargo de usted. Ya nadie se acuerda de Mr. Plat de la Montaigne, y repito que por casualidad he sabido que ese señor se halla en San Francisco de California desde hace más de tres años.

Etcétera, etcétera.

Suyo afectísimo Alejandro Sawa.


Esta carta me llenó de satisfacción.

Hemodinámica

Un hermoso día del mes de Febrero; las diez de la mañana. En la naturaleza que rodea á la capital hay orgías de los órganos emborrachándose de luz y de calor.

Madrid no forma parte de la naturaleza; es á la vida lo que el tísico al atleta. Madrid trabaja quejándose. Las córneas denuncian un estado patológico del hígado. La vaguedad de la mirada y la indolencia de la marcha denuncian un estado patológico del estómago. Gabanes y capas para resguardarse del sol que abrasa; los madrileños tienen frío: un estado patológico de la circulación. Ya encuentro la definición: Madrid es un órgano enfermo de mi patria.

Por la puerta del ministerio de la Gobernación van entrando los empleados y los pretendientes. En la acera se pasean algunos individuos de la ronda secreta. Veo un hombre ciego y viejo sentado en una silla de tijera y tocando la flauta. Me parece que se esmera, procura afinar y siente aquel ritmo que nadie escucha. Anoto en mi cuaderno lo siguiente: "Recorred la Historia y veréis que la prosperidad del arte denuncia la grandeza de los pueblos. Después de malgastar su actividad tantas generaciones empleándola en convencionalismos estúpidos, llega la decadencia y el arte sirve solamente para suplicar con lágrimas en los ojos una moneda con que defender la vida.»

Más allá otro viejo que vende bustos, aunque nadie los compre, porque estas futesas sirven entre personas cultas para recordar el cariño ó satisfacer un placer de estética; la canalla que nos rodea ha resuelto manifestar sus afectos de este modo: el odio con la calumnia y la amistad con la adulación.

En la esquina un puesto de corbatas: el símbolo del siglo XIX, el sabio jactancioso que ha pasado cien años matando los hombres por el cuello como se matan las bestias que sirven para alimentarnos.

¿Dónde voy? Donde haya mucho sol y mucha alegría. Desde luego, extramuros de Madrid.

Monté en el tranvía del barrio de Pozas, empecé mis observaciones acerca de mis compañeros de viaje, y cuando estuve solo me dijo el cobrador:

—Caballero, ¿va usted á la cárcel?

—Ahora no —respondí con voz suplicante.

Paróse el tranvía frente á la Cárcel-Modelo y me bajé.

El sitio no me hizo gracia, pero, ¿dónde ir, si Madrid está rodeado de asilos, hospitales, cárceles, cuarteles, conventos y cementerios? ¿Qué será de la capital el día que asilados, enfermos, reclusos, soldados arrancados de su hogar, y religiosos, que viven economizando de la limosna, se unan á los obreros explotados por la burguesía y á los comerciantes arruinados por los errores de una libertad insensatamente parricida?

Entonces... Si lo digo me llevarán á la cárcel. Pues vale más callarlo y meterse en la prisión celular. Visitaré al Sr. Cadalso, un héroe del trabajo que ha llegado á ser director de la cárcel de Madrid, el mejor jefe para una penitenciaría porque corrige con el ejemplo. El único cadalso que produce ejemplaridad.

Hay tantos hombres que á fuerza de talento y constancia llegan á la cumbre... Cánovas y Sagasta. Y esos dos jefes políticos, que deben tener conciencia del altísimo respeto que merecen sus esfuerzos, nunca han querido publicar un decreto redactado de esta sencillísima manera:


En él ciudadano español, él derecho inmanente y anterior á cualquier otro derecho, es el derecho al trabajo. El Estado garantiza él libre ejercicio de este derecho.


Entonces... Ahora vamos adentro antes que nos entren. Y crucé el ancho zaguán entre las mujeres que volvían de llevar la comida á los presos. Al verlas me acordé de aquella santa señora que iba por las fangosas calles del más caritativo de los pueblos para llevar á su marido preso el dulce consuelo de su amable compañía. Me acordé de los alcaides castigados por ser humanos, de los misericordiosos perseguidos y de las traiciones que parecen quedar impunes, como si la conciencia fuese un juez indolente ó prevaricador.

En el patio de entrada viven unos arbustos cumpliendo su condena tristemente.

Lleva muchos siglos la humanidad cometiendo necedades, y es tan soberbio el hombre, que nunca se para á considerar si será tonto; contesta á la advertencia con el insulto y al consejo con el castigo, y la poquísima moral que disfrutamos se ha conseguido á fuerza de víctimas. Yo no temo á la pena, porque el dolor físico es breve cuando es grande, pero me repugna la idea de sacrificarme estérilmente. En cambio iría con gusto á la cárcel si se admitiese la sustitución de un preso por otro. Esta sustitución de persona se acepta en el servicio militar, en otros casos y hasta en los mismos tribunales de justicia, donde alguna vez ha sustituido el inocente al criminal en procesos que han pasado á la historia, sin que por eso los humanos se hayan arrepentido de hacer justicia.

Está demostrado que algunos hombres van injustamente á la cárcel, y van justamente los que cometen delitos castigados en el Código y los que piensan por cuenta propia. De la primera y de la última manera es probable que yo vaya á la cárcel, y preferiría ir ahora sustituyendo á un preso, porque éste y su familia me lo agradecerían, los cristianos alabarían mi caridad y me evitaría el ir á la cárcel injustamente, ó por pensar con libertad, ó por cometer un delito común defendiendo mi vida, mi propiedad y mi honra amenazadas impunemente.

Si mi ofrecimiento puede ser aceptado, sostengo el ofrecimiento, pero téngase en cuenta que las esposas sustituirían á sus esposos y las hermanas á sus hermanos, y como las esposas y las hermanas serian sustituidas por sus madres, estarían todas las madres en la cárcel, y... se me ocurre esta duda: ó las madres no saben hacer justicia ó la justicia no sabe ser madre. Otra duda: si yo cometo un delito y el juez me ha de condenar, ¿no seria lo mismo que la madre del juez hiciese justicia á la madre mía? Otra duda... pero basta; no sea que, por dudar yo, tenga mi madre el disgusto de verme preso y de no poder sustituirme.

Y vamos al despacho del Sr. Cadalso.


Hallábame sentado cómodamente y contemplaba los rasgos fisonómicos del ilustrado director, que se ocupaba en firmar, cuando pidieron permiso desde la puerta para pasar adentro.

—Adelante —dijo el Sr. Cadalso.

Entró una joven de veinte años, fresca, limpia, sonriente, respetuosa y decidida. Era Joaquina, la billetera.

—¿Qué quiere usted?

—Pues, nada, señor director; que he venido un poco tarde, y ya ve usted.

—¿Qué?

—Pues que no me toman la comida.

—¿Para quién es?

—Para mi hermano, el 117.

—Bueno, que la pasen, pero otro día madrugue usted más.

—Ya lo creo. Si lo de hoy no sé cómo ha sido.

—Bueno, bueno.

—¡Ali! Y muchas gracias: Dios se lo pague á usted.

Joaquina me hizo un guiño de ojos para indicarme su satisfacción por haber vencido, y desde la puerta, sin que la viese el director, le envió un beso con las puntas de los dedos.

Me despedí enseguida del Sr. Cadalso, y este señor notó que yo estaba conmovido, y lo recordará perfectamente. Y conmovido estaba pensando en dos cosas: en que aquel día comía el 117, gracias á Dios, al director y á una mujer; y en lo que será de mí cuando yo ocupe la celda 117 y mi mujercita llegue tarde y el director no sea tan bueno como el Sr. Cadalso.

Salí á disfrutar de aquel hermoso sol de primavera, pero no almorcé porque me quitó el apetito la idea de que algún preso se hubiese quedado sin comer. A ustedes les parecerán sensiblerías estas cosas que me pasan, y lo son realmente, y no me conviene que se refieran porque en público hago bastante bien algunos alardes de despreocupación. Pero en quedándome á solas con mi conciencia me llama ésta cobarde porque no lloro.


A las nueve de la noche salía yo por la puerta del café Universal, y Joaquina me ofreció un décimo. Estábamos hablando de la escena de aquella mañana, y oímos el angustioso grito de un niño. Joaquina echó á correr y yo tras ella. En la calle de Alcalá, y en medio del arroyo, había una victoria volcada, y Pepe Butrón levantaba del suelo al niño de la billetera. Total: que el chico había salido de la taberna inmediata, fué á cruzar la calle creyendo que su madre estaba en la acera de enfrente, cayó, y la victoria le hubiera atropellado si Pepe Butrón no hubiera cogido una rienda del caballo, conque le dió la vuelta con tanta viveza que volcó el carruaje. Lo gracioso del caso es que Pepe Butrón es el jorobadillo monstruoso á quien llamán Brutón sus compañeros de la Curia.

Algunas horas después sorprendía en la taberna de Antonio, en la calle de la Cruz, esta conversación entre Joaquina y Pepe.

—¿Estás contenta?

—Figúrate.

—Si tú cuidases del chico como yo cuido.

—Pero si le dije que no saliese.

—Pues salió, y si no es por mí...

—Dios te lo pague.

—Y si el chico estuviera conmigo.

—No puede ser.

—Pues á mí no me importa que sepan que soy su padre.

—Pero yo no quiero que te perjudiques. Ya llegará su día.

—Me parece. ¿Tienes dinero?

—Me quedan trece reales.

—Pues guárdate esto.

Me marché, llegué á mi casa, y escribí un artículo que titulé Hemodinámica. En él describí la escena del atropello; las angustias de aquel padre; la miocultura por la neurocultura; el músculo impulsado por el nervio. Hablé de la fuerza de la sangre, de los impulsos del corazón, de los fenómenos de atavismo y de esas hermosas leyes que van fijando las modernas filosofías.


El día siguiente, por la tarde, encontré á Joaquina.

—Señorito Silverio. Le agradeceré á usted que se calle.

—¿El qué?

—Lo de ayer.

—¿La conversación?

—¿Cuál?

—¿Lo del coche?

—No, señor; lo de la cárcel.

—¡Ah, sí!

—Porque todos los días le llevo la comida.

—¿A tu hermano?

—Eso.

Miré á Joaquina con fijeza, y la dije:

—Me callaré, pero contesta: ¿De quién es el chico? ¿De Brutón ó...?

—Tiene gracia. ¿De quién ha de ser? Pues, del otro. Pero, ¿usted ha visto que los candiles den algo más que luz?

—Dentro de la ciencia es posible.

—Porque no la escriben las mujeres.

Todo es soplar

Una tarde me hallaba en el otro mundo reunido con Ornar y Azor ben Azor, el bárbaro que se apoderó del territorio de los Kal Zetines, y fundó el imperio del Infundio, el que más importancia tiene actualmente en Africa, y á donde van los exploradores aficionados á perderse y á otros excesos.

Yo pasaba muchos ratos acompañándome con estos sujetos cuyas opiniones discrepaban bastante de las que tienen mis compatriotas aficionados á la política. Aquellos eran dos soberanos sin trampa ni cartón, y me aprovechaba de sus instintos democráticos para gozar de una conversación con aristócratas de tal fuste.

Ornar nos contaba á menudo las delicias que experimentó sabiendo que por su orden quemaba Amron la biblioteca de Alejandría.

Azor ben Azor, que era un bárbaro de otra especie, se lamentaba de la pérdida de aquellos 700.000 volúmenes.

—Los libros siempre sirven.

—Para nada —respondía Ornar—; ó son iguales al Korán ó contrarios á las verdaderas doctrinas.

—Un libro es la herencia que deja un hombre, y el que supiera todo lo que se ha escrito sería el dueño del mundo.

—Por la cantidad; como sería poderoso quien tuviese todos los pedernales.

—Es que un libro...

—Es siempre una necedad. Para adquirir una idea nueva y hermosa es preciso leer muchos; total: que los libros son las cosas que hacen los hombres que, por su ineptitud ó por su debilidad, no encuentran placer en otras ocupaciones; después de todo, las dos terceras partes de lo que aprende el hombre ni le sirven para morir más tarde ni para vivir mejor.

—Más útiles son los libros que los perros, los caballos y las mujeres.

—¡Qué atrocidad!

—¿Para qué sirven tantos mamarrachos metidos en el harén?

—Para...

—Y para embrutecer al hombre, acostumbrándole al despotismo irracional de la materia.

—No diga usted tonterías.

—Pues me alabo de haber incendiado el serrallo del rey de los Kal Zetines.

—¡Qué lástima!

—Había cuatrocientas mujeres, y todas quedaron carbonizadas.

—¡Qué horror!

—Duró el fuego cinco días, porque el edificio era grande y fue preciso quemarlo por completo para que no se salvase ninguna de aquellas majaderías.

—¡Qué lástima de personal!

—Valía poco; sólo había una inglesa regularcita.

—¿Estaba flaca?

—En los huesos.

—¡Qué asco!

—La mejor, porque parecía un hombre.

—Si yo hubiera estado allí.

—Si yo hubiera estado en Alejandría.

—Es que los libros...

—Es que las hembras...

—¿Qué opina usted, señor Lanza?

—Que los dos han sido ustedes dignos de su tiempo.

—Y ahora seríamos lo mismo.

—Ahora no, porque se hacen otras barbaridades.

—Y usted, ¿cuáles ha hecho?

—Yo nada, ni bueno ni malo, porque he pasado todo mi tiempo gritando.

—Vaya una distracción.

—Grité el año 54, el 56 y el 60, después de la campaña en Africa; el 68, cuando se fueron los Borbones, y el 74 cuando volvieron.

—¿Y nada más?

—Ha sido la mayor emoción de mi vida.

—Si hubiera usted vivido con nosotros.

—¿Qué hubiera usted hecho, Sr. Lanza?

—Figúrese usted en el incendio de la biblioteca.

—O cuando se abrasaban las cuatrocientas mujeres.

—¿Qué hubiera usted hecho?

—Pues hubiera soplado, porque los hombres de mi época sólo sirven para echar aire.

En voz baja

—¿Te acuerdas de Concha?

–¿Cuál?

—No hay más que una.

—Permíteme; hay muchas que nacen en la mar y muchas que viven en el arroyo de la calle.

—Para nosotros sólo hay una.

—Como no sea la de Burdeos.

—Esa.

—¿La has visto?

—Esta mañana.

—¿Cómo está?

—Muy vieja.

—Como nosotros.

—Más aún.

—¡Presumido!

—No lo creas. De aquella hermosa instantánea española que en Burdeos nos explotaba y nos divertía queda solamente una anciana muy seria.

—¡Diantre!

—La conocí enseguida, porque es imposible que la olvidemos. Llevaba un vestido hecho con el buen gusto de la sencillez, y la acompañaba un joven de veintitantos años.

—Continúa con su afición.

—Escucha.

—Bueno.

—La seguí, la alcancé, la miré con insistencia, volví á quedarme detrás de ella, y repetí varias veces esta maniobra. Noté que se turbaba, y cuando llegamos á la Presidencia se acercó á la pared. La pobre Concha estaba lívida, y me acerqué á ella. Entonces dijo al mozo:,

—Un coche, uno de aquellos, que se acerque.

El joven dudaba, y le animó diciéndole:

—Vaya usted sin temor; yo no me separo de esta señora.

Y cuando estuvimos solos me sujetó el brazo con sus manos crispadas y llorando, dramática, sublime...

—¡Chico!

—Escucha... y llorando me dijo así: «Señor general: he sido una miserable para que este hijo mío fuese hoy un ingeniero ilustre y honrase á su madre. Señor general: no destruya usted en un momento una felicidad que tanto me ha costado.»


—Sigue, sigue.

—Y nada más. Vino el joven con el coche, montaron, y yo conmovido, saludé respetuosamente á la llorosa anciana.

—¿Tú? ¿Tú saludaste en un sitio tan público á una mujer de esa especie?

—¿Y qué?

—¿Fuiste capaz...

—Pero, ¿qué te pasa?

—Temo que nos escuchen.

—No hay cuidado.

—Pues repíteme en voz baja esa historia, porque es extraordinariamente hermosa.

Delegado regio

¡Oh vanidad! Contigo me bastarla para dominar el mundo. Por tí vamos sin vacilar al más grosero error y á la más heroica virtud.


Suenan las doce en el reloj vecino, y don Manuel cierra el libro que estaba leyendo.

Grandezas por todas partes... Yo soy el único desgraciado... No encuentro nada que escribir en mi tarjeta... Manuel Fernández: ¡siempre Manuel Fernández!...

He estudiado mucho y no soy académico... Manuel Fernández, de la academia de Tal... ¡Locura! Cuando estábamos en la oposición me sonreían mis amigos políticos porque socorría en secreto sus necesidades, y ahora... Ayer, después de muchos meses de acecho, logré ver al Presidente. Entré en su despacho y le saludé con el respeto que merece un hombre de talento que ha logrado tan alta posición, y me dijo: «Adiós, Fernández; siéntese usted por ahí...» Allí estaban los íntimos como mujeres del harén, enseñándose sus joyas, alegres, juguetones, imaginando desplantes y chistes, y aguardando á que su señor pidiese el abrigo, sacase el pañuelo é indicase quién era el agraciado aquella noche... Me fui enseguida, porque allí era la adulación el único homenaje, y yo llevaba en mi honrado espíritu una ofrenda más estimable que el Presidente no me pedía ni me hubiera agradecido.

Todos... todos... Pepe ha sido nombrado guardia municipal, y es el terror de las verduleras. Paco es juez, y será el terror de los litigantes. Ramírez, diputado á Cortes, y López corresponsal en Pozuelo del órgano del partido... Manuel Fernández, diputado... corresponsal... ¡Locura!

De nada me sirve ser rico... de nada me sirve... Creo que tocan á fuego. Contaré las campanadas... Ahora: tan, una; tan, dos... cuatro... siete, ocho. En la Inclusa. Atención: tin, una, dos... seis... ocho, nueve, diez. En el Rastro.

Un incendio es una emoción.


Aquel es D. Carlos, el distinguido escritor de noticias.

—Adiós, D. Carlos.

—Adiós, Fernández.

¡Qué grosero!... ¡Cómo corre ese bomba!... Por el resplandor parece que está ardiendo medio Madrid... Ya se nota el olor del humo... Ese coche vendrá al fuego... ¡si es el del gobernador!... ¿Y aquel grupo? Me acercaré... ¡Valiente incendio!... Como no se acuda pronto... Alli está el alcalde. Le saludaré porque sería una grosería...

—Buenas noches, señor Alcalde. ¿Cómo está usted?

—Adiós, Fernández.

El tonto soy yo en mirarte á la cara.


Los incendios en Madrid son parecidos, y acerca de ellos dicen siempre los periódicos lo siguiente: «El fuego invadió el edificio á las ocho de la noche y quedó extinguido á las tres de la madrugada;» y efectivamente, cuando el edificio queda extinguido se acaba el incendio. Esto quizá dependa de que, á las veces, da órdenes un abogado ó un novelista, y los arquitectos municipales tienen que obedecer.

D. Manuel había forzado el cordón de agentes y se disponía á trabajar donde hiciese falta. Delante de una casa, cuyo tejado se desplomaba convertido en ascuas, lloraba una mujer con desesperación.

—¿Qué le ocurre á usted? —la preguntó Fernández.

—Mi baúl, señor, mi baúl.

—¿Se ha quemado?

—Sí, señor. ¡Ay, Dios mío! Las poquitas ropas que he ganado sirviendo tantos años.

—Paciencia.

—Ahora que iba al pueblo á casarme.

—Paciencia, hija.

—¿Qué será de mí?

D. Manuel no pudo contenerse; comprendió que las cenizas de aquel baúl eran las de una felicidad elaborada penosamente, y sacó de la cartera un billete de cien pesetas y lo entregó á la mujer.

—Dios y la Virgen de las Angustias, mi santa patrona bendita, se lo paguen á usted.

—Bueno, mujer, bueno.

—Vaya usted con Dios, caballero, que tiene usted el corazón tan hermoso como la cara de la Virgen.

D. Manuel empezó á sentir la alegre borrachera del buen obrar; se aseguró de que su cartera estaba provista, y se dirigió hacia la calle inmediata, á cuyos edificios llegaban las llamas impelidas por el viento.

A los pocos instantes se le acercó don Carlos.

—Hola, Fernández.

—¿Qué trae usted por aquí?

—Tomando notas.

—Y ¿hay alguna novedad?

—Hasta ahora nada. Un ciudadano que se aprovecha del fuego para hacer conquistas.

—¿Será posible?

—Acaba de entregar un billete á una barbiana de chipén.

—¿Pero es cierto?

—Y tanto. Yo me voy á la Ribera.

—Yo me quedo aquí.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Fernández sintió que su rostro ardía como el Rastro. ¿Es posible, se preguntó, que el mal se presuma tan fácilmente y la virtud necesite testigos de conocimiento?

Y siguió andando entre los montones de muebles que custodiaba la Guardia civil. En las esquinas se veían los rojos faroles, que eran anuncio de un botiquín y de una camilla. El fuego y el viento, obedeciendo á leyes físicas; los bomberos, los agentes, los practicantes y los médicos, obedeciendo á una ley moral; las victimas obedeciendo á la ley del dolor; y los que no hacían nada estarían obedeciendo á otras leyes.

Frente á las puertas de un comercio se imaginan los medios de salvar á un guardia de seguridad que ha entrado entre las llamas para sacar una caja de caudales. El agua que arroja una manga permite á intervalos explorar el portal, y en uno de estos momentos se ve al guardia arrastrando la caja.

—Salte fuera.

—No, no. ¡Agua!

Y el infeliz se coloca donde cae el chorro, que le hace vacilar. Y cuando la caja está en la calle, el guardia, con el uniforme desceñido y desgarrado, se apoya contra la pared.

—Dadle vino.

—No le deis vino; agua y aguardiente.

—Basta de recetas y llamad al médico.

—¿No te di la llave? ¿Por qué no abriste la caja?—pregunta el comerciante.

—¿Y si se queman los billetes?—responde el agente.

Fernández saca su cartera, sonríe pensando lo que proyecta, y entrega al guardia un billete de cincuenta pesetas, diciendo.

—Tenga usted en nombre del señor gobernador.

—¡Viva el señor gobernador! —grita un cabo de la Guardia civil.

—¡Viva!

—¡Viva el padre del Orden público! —vocea, con las fuerzas que le quedan, el valeroso agente.

Y mientras los curiosos se dirigen al sitio donde se dan los vivas, se va D. Manuel á la Ribera de Curtidores. Allí vuelve á encontrarse con D. Carlos.

—Esto se pone grave, amigo Fernández.

—Gravísimo.

—Y yo tengo que retirarme pronto para llevar un alcance al periódico.

—¿Tiene usted muchos alcances?

—¿Notas?

—Eso.

—Algunas. Le voy á dar un bombo al gobernador. Es mucho hombre.

—Y lo merece.

—¡Cómo se ayudan ustedes los correligionarios!

—Aunque fuese mi enemigo diría lo mismo.

—Y con razón. ¡Si viene de nosotros, que somos hijos del trabajo!

—Sobre todo esta noche...

—Y siempre. Hasta luego.

Y Fernández se decía: Por eso será don Carlos mal periodista. Para conocer el corazón humano no basta ser hijo del trabajo; es preciso ser hijo de la desgracia.

De pronto, dos guardias á caballo escaparon hacia una callejuela.

Entre los hierros de una reja aparecían las blancas tocas de una sierva de María.

La religiosa sostenía entre sus brazos á una anciana, cuyo rostro tornaba lívido la cianosis. Buscaban la ventana como único refugio contra el fuego, y la ventana tenía reja. Se ataron los caballos á los cruceros de los hierros y la reja fué desprendida de la fachada.

Fernández, ebrio del todo, se acercó á la religiosa, y besó el crucifijo del rosario.

—Tenga usted, en nombre de S. M. la reina; para esa enferma ó para el Asilo.

La anciana besó la mano de Fernández, la religiosa lloraba de agradecimiento y balbuceaba una respuesta, los guardias se descubrieron con respeto ante el delegado regio, Fernádez echó á andar, y una mujer del pueblo le gritó:

—Dígale vuecencia á la reina que ¡bendita sea!

Después, como viese D. Manuel que se acercaba el Juzgado de guardia, huyó, huyó sin detenerse hasta llegar á Fornos. Huyó como un criminal, lo que era, porque recordaba que el Código castiga las usurpaciones de estado, y temía verse deshecho entre las garras de la ley, como los techos de las casas del Rastro se deshacían entre girones de fuego.


Y allá, en Fornos, contemplaba las cosas de que puede gozar un hombre cuando lleva un lema en su tarjeta. Pero ¿quién empieza una conquista llamándose á secas Manuel Fernández?

A las cuatro llegó D. Carlos.

—Reventado, amigo Fernández.

—Ya, ya.

—Y vuelvo al fuego. He tenido que escribir á escape. Aqui traigo unos números; guarde usted uno. Ya leerá el gobernador lo que le digo... Gracias; no tengo tiempo: tomaré café con un bollo... ¿Usted sabe quién era el delegado regio?

—No sé nada.


Cuando Manuel Fernández se dispuso á meterse en la cama miró la cartera y dijo:

—¡Bah! He gastado poco: una noche de vicio me hubiera costado más.

Después leyó en el periódico los elogios al delegado regio y al gobernador, y un párrafo que decía así: «Y bueno será que se vigile para que los Tenorios no se aprovechen de estos siniestros.»

Fernández apagó la luz, se volvió del otro lado, y estirándose bajo las sábanas se dijo:

—Por unos cuantos duros he sido delegado de la autoridad y he atropellado á una muchacha, y todo esto sin ocasionar una lágrima. Está visto; tendré que ponerme la conciencia en la tarjeta.

¡Blanco!

Al gatillo le mueve un dedo; al dedo, un músculo; al músculo, un nervio; al nervio, la voluntad, y á la voluntad la sensación producida por un agente externo. Cuando este agente recibe un balazo es que se suicida.


Mi Silverio se entretiene en el jardín tirando con una escopeta de salón. He recortado el sello de un pliego de tres reales, que afortunadamente no sirvió, y lo he colocado sobre el boton de la plancha; para que mi hijo atine más fácilmente.

Silverio, ayer tarde, se desesperaba.

—Yo creo que he dado en el sello.

—Te equivocas; hubiera salido el mono.

—O no.

—Fatalmente. Y recuerda la máxima: cuando no salga, no has dado; y cuando veas salir súbitamente un monigote con mucha arrogancia, es que has hecho blanco.

—¿Y tiro sobre él mono?

—Nunca: siempre al blanco, y afinando.

—Eso se dice, pero...

—Figúrate que el monigote que está oculto allí es un miserable que calumnia á tu madre, un cobarde que se venga de mis desprecios, privándome de mis bienes y de mi libertad, y un malvado que ampara á los niños robándoles su hijuela y su alegría. Es preciso desenmascarar á ese traidor; es preciso que hagas blanco y que aparezca ese canalla; va en ello la felicidad de este hogar. Apunta, Silverio.

El chiquillo tendió el arma, inclinó sobre la culata la hermosa cabeza y apuntó.

—No tengas prisa: siempre á tiro hecho.

Atendí, porque me interesaba conocer cómo los músculos de mi hijo obedecían á sus nervios.

Silverio apuntó medio minuto, y después echó á correr, dió con la culata en el sello, y se quedó amenazando al aparecido monigote.

—Pero, chico...

—Déjeme usted; cuando sepa tirar haré otra cosa, pero ahora, aunque sea á culatazos.


Publicado el 27 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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